miércoles, 6 de febrero de 2013

AMOR EN TIEMPOS DE CÓLERA


Amor en tiempos de cólera

Por Federico Bello Landrove

     Este relato tenía que haber aparecido a raíz de su invención, hace unos tres años, cuando el malhadado tema de la “memoria histórica” estaba en todo su interesado esplendor. Algunos amigos me lo desaconsejaron, para evitarme las tachas de oportunista, aguafiestas, traidorzuelo y otros apelativos semejantes. Bien: ahora que la marea ha iniciado el reflujo, tal vez sea el momento de darlo a la luz, contando con el generoso permiso de los aludidos. Gracias a ellos y, a los demás, perdonen si molesto.

 

1.      De memoria histórica y otros padecimientos

 

     La memoria histórica puede también tener cosas buenas, pero a Fernando le trajo un ataque agudo de pasaditis, que dio con sus huesos en el primer amor. Bueno, no es que a mi amigo se le hubiera olvidado del todo el romanticismo, pero el tiempo y las demás mujeres le habían aliviado mucho. Tampoco quiero echar toda la culpa a los memorialistas. Si Fernando no hubiera quedado viudo joven de una esposa con la que formaba un matrimonio perfecto, viéndose impulsado al típico connubio razonable o de conveniencia; si Aurora no se hubiera divorciado y sufrido en tierra extranjera toda clase de tristes avatares; en fin, si los amigos comunes e internet no hubieran traído hasta España los ecos de Panamá, Fernando no hubiese recaído. Podemos, pues, convenir en que la dichosa memoria fue condición necesaria, aunque no suficiente.

     La cosa llegó a ser tan obsesiva y acuciante que, tras consejo de amistades, fui comisionado para llevar a Fernando –“aunque sea atado con una cuerda”- a visitar a la psicóloga de referencia para traumas históricos, que atendía gratuitamente consulta en la ciudad castellana de S. No tuve necesidad de emplear cuerda, aunque sí me costó convencer al paciente y, desde luego, decidí acompañarle, por si se volvía atrás en el último instante. Pero, en cuanto conocimos a la psicóloga, la cosa cambió radicalmente. Morena, metidita en carnes, unos diez años más joven que nosotros, dulce de voz y suave de gesto, Sinforosa Restán encandiló al enfermo a primera vista; y más, cuando dijo:

-          Fernando, tenía muchas ganas de conocerte, como nieto y sobrino de aquellos mártires de V., y como profesional de valía y honestidad reconocidas. En fin, cuéntame.

     Fernando se explayó, yo le hice ciertas apostillas y Sinforosa completó los datos con algunas preguntas. Finalmente, la atractiva profesional diagnosticó:

-          Querido, el tuyo es un caso claro de amor en tiempos de cólera. Naturalmente, no en el sentido de la famosa novela, sino de los cariños fraguados en torno a la guerra civil.

-          Pero Sinforosa –me atreví a objetar por Fernando-, estamos hablando de un amor incubado en los años sesenta…

-          Amigo Enrique, nosotros no hablamos en términos de años, sino de generaciones. Según los psiquiatras, los efectos de una gran guerra civil no se apagan hasta la cuarta generación, es decir, hasta los bisnietos de los que la sufrieron directamente. Fernando y su amada Aurora (a cuya familia conozco de referencias) forman parte de la segunda o, como mucho, de la tercera. Así que están totalmente dentro del círculo de la guerra, y por partida doble, que es lo que hace este caso más peligroso.

-          ¿Partida doble? - inquirió Fernando.

-          Claro,  Aurora y tú, o lo que es lo mismo, Alvarados y Lafuentes. Vamos, como los Capuletos y los Montescos, pero a la inversa. Familias del mismo bando, unidas por la política y la amistad hasta la muerte.  Anhelos y esperanzas renacidos, que vuestra ruptura frustró a nivel personal, pero también general. ¡Cómo no va a ser terrible el caso!

-          Mujer, Sinfo, no será para tanto. Después de todo hemos vivido con ello cuarenta años…

-          Sobrevivido, querrás decir, Fernando. Pero la enfermedad ha rebrotado y la cercanía de la vejez la hace aún más peligrosa. Hay que ponerle remedio inmediato.

-          ¿Y qué me aconsejas? ¿Qué recomendáis para casos así?

-          Lo primero de todo, conocer y aceptar la existencia del morbo. A partir de ahí, cada uno hace lo que puede, en función de su situación y personalidad. Hay quien retorna al pasado, reanudando las relaciones rotas. Otros subliman sus sentimientos, en forma de compromiso de ayuda y amistad hasta la muerte. Algunos no se atreven a más que reunirse periódicamente, o escribirse, para recordar y sentir en común. Desde luego, lo que yo desaconsejo radicalmente es que mantengáis la actual situación de comportaros como perfectos desconocidos, sabiendo el uno de la otra, y viceversa, por medios indirectos.

-          Ya. Y si Aurora –como hasta el momento- no acepta forma alguna de relación conmigo, ¿qué demonios puedo hacer?

-          Lo primero, Fernando, decidir tú mismo lo que quieres hacer o hasta dónde estás dispuesto a llegar. Seguidamente, trata de hablar francamente con ella en alguno de sus viajes acá; bien entendido que la franqueza no significa agobio ni precipitación. ¿Quieres que yo haga alguna gestión informal cerca de su familia, a través de nuestra delegación en V.?

-          No, muchas gracias, Sinfo. Mantengo con ellos la suficiente relación, como para hacerla yo mismo, aunque pienso que sería contraproducente, si Aurora llegara a enterarse.

-          De acuerdo, Fernando. Mucha suerte y, ante cualquier agravación del problema, no dudes en contactar conmigo. Ya sabes dónde me tienes.

     Salimos a la calle. Yo estaba disgustado con el desarrollo de la consulta y opinaba para mí de la tal Sinfo en términos de politizada y de alarmista. Incluso maldecía mentalmente la decisión de haber forzado a Fernando para que acudiera a ella. Aunque sin ánimo de crear confusión a mi amigo, no pude por menos de decirle:

-          Fernando, ¿no te ha parecido un poco exagerada la tal Sinforosa?

-          ¡Qué va! Para mí todo lo que ha dicho, por duro que sea, va a misa.

-          ¿Y qué te hace estar tan seguro de su acierto?

-          Lo que sé de mis padres y de los de Aurora. Mientras veía nuestro caso en solitario, no me hacía idea exacta, no tenía perspectiva. Pero ahora estoy en condiciones –y no es poco- de ver claro en mi primer amor y, sobre todo, en su permanencia.

-          Bueno, Fernando, si tú lo dices. Pero yo sigo creyendo que Sinfo se pasa en lo de la gravedad, el efecto a largo plazo de la guerra civil y todo eso.

-          Que no, Enrique, y te lo voy a demostrar. Voy a poner en limpio en los próximos días un resumen de los casos de nuestros padres y del mío con Aurora. Te los daré a leer y luego, juzga.

     Mi amigo Fernando es una locomotora escribiendo. Así que, una semana después de la entrevista sinfórica, tenía en mi poder una copia de sus prometidas notas. Ya les adelanto que a mí no me hicieron cambiar de opinión, aunque les reconozca una cierta verosimilitud. Pero son ustedes (para quienes escribo) los que tienen la última palabra, una vez hayan leído los tres capítulos siguientes, que incluyen la exacta transcripción de las notas de mi amigo.

 

2.  La devoción y el amor

 

     Cuando estalló la guerra, mis padres tenían dieciséis años ambos. Eran condiscípulos en el Instituto y llevaban cuatro años de relaciones. Estaban unidos por afinidades ideológicas (la FUE y todo eso), por más que mi padre estuviera mucho más implicado, como varón y como proletario que estudiaba gracias a una beca del Ayuntamiento socialista. A mi madre, por lo que yo sé, le bastaba con ser una Lafuente, hija y hermana de los prohombres izquierdistas que destacaban en el PSOE local. Como se sabe, la guerra destrozó a la familia de mi madre. A mi padre, por suerte, le pilló de veraneo en el País Vasco y, aunque con mucha suerte, logró salvar la vida en los campos de batalla y en las represiones subsiguientes. Terminada la contienda, reanudaron su relación, reconstruyeron sus vidas en torno al magisterio y se casaron a los veintiséis años. El resto es biografía doméstica, hasta que la muerte de mi madre puso fin a cincuenta años de matrimonio. Mi padre frisa actualmente los noventa y simultanea sus sempiternos recuerdos con el cuidado de los inevitables achaques de una vejez tan avanzada.

     Yo creo que, con la guerra o sin la guerra, mi padre hubiera conseguido ser marido de mi madre. Es una fuerza de la naturaleza, firme, maduro, valiente y con una inteligencia que le hubiera llevado lejos. Por lo demás, no sería fácil encontrar dos personas tan distintas en el carácter, aunque parecidas en sus intereses y moral. Pienso que pudo haberle venido bien a mi madre ser ella la Lafuente, para atesorar un caudal de mito y de respetabilidad, ante la fuerza y el carácter de mi padre. Y a eso es a lo que voy, a la sensación constante que daba mi padre de cuidar, mimar y llevar en volandas a mi madre, como si temiera su rotura, física o espiritual; como si se sintiera depositario del tesoro de un pasado irrepetible y de final horrendo, que él tenía el deber de guardar.

     El caso de los padres de Aurora lo conozco mucho peor, como es natural. En el 36, él tenía trece años y ella ocho. Del destrozo familiar de los Alvarado, poco he de decir, pues libros bien recientes lo han dejado escrito. Nada sé de la familia de él, aunque sospecho que fueran apolíticos o derechistas poco significados, de clase media baja. Aurora misma ha contado algo de su encuentro que –en este caso, sí- tengo la sospecha de que no se hubiera producido jamás, de no estar la posguerra de por medio. Y lo digo porque, por excelentes que fueran las prendas físicas y morales del padre, la madre era un portento de belleza, exquisitez y talento, a la que la contienda cerró el paso todavía en la niñez. Pero, en fin, son meras hipótesis. Lo cierto es que, a diferencia de mis padres, los de Aurora eran más parecidos en las formas que en el fondo. El negocio familiar y los hijos los unieron, pero yo siempre los vi como dos mundos distintos y de valores contrapuestos.

     Pero a lo que voy. Pareja tan diversa de mis padres sería difícil de encontrar y, sin embargo, había la misma sensación –evidente y perpetua- de que él la adoraba a ella, como a una deidad caída en sus manos por un azar irrepetible, a condición de que fuera su sacerdote y protector. Amor sagrado, de imposible correspondencia en sus mismos términos, nutrido de gratitud ante la dádiva inmensa y de deseo de compensarla y hacerle olvidar el trágico pasado. El tiempo, claro, todo lo mezcla y lo iguala, pero yo los conocí aún jóvenes. Y todavía hoy –Aurora ha escrito percibirlo-, en su convivencia senil, hay un punto de admiración y de protección en el amor de su padre, completamente asimétrico y, por supuesto, poco o nada correspondido. Que Dios les dé larga vida a ambos, pues al momento de escribir estas líneas siguen vivos y razonablemente sanos, tras más de sesenta años de matrimonio.

     En resumen, en ambas parejas la guerra civil dejó su huella indeleble y en el mismo sentido. Yo la llamaría “devoción”, pues tiene mucho de religioso o, al menos, de sobrenatural. Algo que unió a quienes, sin aquel dolor, tal vez nunca se hubieran casado, ni siquiera conocido. Y algo que, más allá del amor, les ha seguido ligando hasta la muerte de una manera, peculiar y profunda, que sólo los que la hemos conocido somos capaces de captar, aunque seguramente no la sepamos explicar.

 

3.  El amor por un nombre, que encierra un mundo

 

     Y vamos con mi caso. Soy políticamente tibio, familiarmente frío y sentimentalmente ecléctico. Durante mucho tiempo no creí en todo eso de la mujer de mi vida y me fastidió que me identificaran como “un Lafuente”, en vez de como Fernando. Conocí a Aurora a mis trece años, cuando me integré un poco forzadamente en su ambiente familiar. No la amé hasta los dieciséis, lo que hace suponer que había llegado a estimarla por su forma de ser y de crecer, y no porque fuera una Alvarado. No fui consciente de presión previa alguna, positiva o negativa, de nuestras familias para que me fijara en ella; de hecho, su hermano –mi amigo- le mostraba una indiferencia, o displicencia, que creo llegó a molestarme. Ambas familias –cada una, a su modo- asfixiaron nuestra incipiente relación amorosa, sin consideración alguna a nuestra personalidad y capacidad decisoria. En suma, en aquellos breves meses y en los años que inmediatamente les siguieron, si algo debo a la conjunción Lafuente-Alvarado, fue fracaso e infelicidad. No niego mi culpa, por acción y por omisión. Digo que provocaron y fomentaron la ruptura de manera muy eficaz, cualesquiera que fueran sus objetivos últimos y sus recónditas intenciones.

     ¿Por qué olvidé a Aurora durante muchos años de mi vida? Tengo la cosa todo lo clara que es posible en estas cuestiones. Primero, ella se casó y se marchó a lejanas tierras. Segundo, yo también me casé, lejos de nuestra ciudad de V., con una mujer maravillosa y criamos tres hijos. Tercero, yo era joven, quería vivir lo más feliz y tranquilo posible y me proveí de la filosofía necesaria para neutralizar el esfuerzo y la fidelidad: la de la fungibilidad del amor, es decir, cualquier mujer atractiva, buena y con formación intelectual puede sustituir a la anterior, si hay necesidad de ello.

     ¿Por qué volví a Aurora, alrededor de mis cuarenta años y cada vez con más frecuencia e intensidad? También tengo mi análisis. Primero, me quedé viudo; durante años, no pensé más que en cuidar de mis hijos, pero llegó un momento en que estos crecieron y yo empecé a sentirme solo; tanteé la posibilidad de Aurora –luego diré por qué-, pero ni siquiera se dignó contestarme; me casé nuevamente, mas las cosas no fueron como la primera vez (claro, la perfección es un valor muy escaso y las cosas nunca son como la vez anterior). Segundo, Aurora fue infeliz, se divorció, con sus hijos mayorcitos, y yo me enteré del caso por una familiar de ella que –esta vez sí- pretendió ayudarnos a ambos, por ser vos quien sois. Tercero, por un cúmulo de circunstancias, que me han hecho pensar en que Sinforosa está en lo cierto. Trataré de exponerlas con claridad.

     En la distancia, veo a Aurora como un mito. No sólo superó con eficacia su grave problema matrimonial, sino que plantó cara sola a una enfermedad muy grave y se ha convertido en una notable profesora y literata, se ha integrado en su patria de adopción y salta de una orilla a otra del océano con fluidez y respeto ajeno. El capullo que yo conocí se ha convertido en una de las flores más espléndidas y resistentes de su especie. Claro, todo eso lo sé por terceras personas o por los propios libros escritos por ella, pero lo acepto como exacto, me admira y me emociona. Y sigue sola y piensa regresar a España: ¿no es esa la ocasión de remediar tantas cosas que, de alguna manera, antaño provoqué y por las que me sigo sintiendo culpable?

     La vida no ha corregido muchos de mis defectos filosóficos, como el de creer que las personas apenas cambian, pero sí me ha hecho olvidar la teoría de la fungibilidad del amor, antes expuesta. No es que me haya transformado en un converso de su opuesta, la de la mujer de mi vida, pero, en mi caso (como en el de sus padres y el de los míos), tengo clarísimo que el destino nos había trazado una hermosa vida juntos y, por tanto, que lo lógico (después de los reveses y los fracasos) es tratar de unirnos mientras haya tiempo, en vez de seguir de espaldas a los hados y a la búsqueda de nuestra propia felicidad.

     Finalmente, entra la memoria histórica, por emplear esa expresión, que en su significado político detesto, por muy Lafuente que sea (o precisamente por eso). La misma Aurora ha escrito páginas muy bellas -¡y con fotografías!- sobre su familia, y los Lafuente también forman parte de ese mundo y de esas vivencias. Los movimientos sociales absorben, como los remolinos, y también yo he acabado por los archivos y las hemerotecas, buscando datos y detalles pretéritos, familiares o no. Una vez más, Alvarados y Lafuentes, unidos hasta el sacrificio, citados hasta la saciedad. ¿Y Aurora y yo? ¿Cuentan la genética, la historia, el pasado feliz segado en agraz? Pues bien, rindámonos a la moda, al pasado perenne, a la magia del apellido. Es ya tarde, ¡ay!, muy tarde, ¿demasiado tarde?, pero aún es hora para un gesto, un intento, una apuesta en común ante la vejez y la muerte. Que no nos sorprenda esta, sin haber puesto los corazones al ritmo común de nuestro destino.

 

 

4.  Aurora y su círculo

    

     Como es natural, nadie mejor que Aurora para hablar de su caso, pero ¡cualquiera le manda por correo electrónico mi borrador para que lo corrija y complete! Espero que algún día rompa su silencio y se digne reanudar una buena amistad. Quiero creer que ese sentimiento existe, sólo que no quiere complicarse la vida, ni complicármela a mí. Otras veces, me dan ganas de llamarla injusta y desequilibrada. Hombre, hay términos medios, aun para tratar con corazones un poquito desbocados. En fin, voy al grano.

     El grano me lo proporcionó una reciente colaboración de Aurora en “La Gaceta”, uno de esos artículos un tanto eruditos que publica semanalmente. Trataba de su próxima visita a España, y en él decía sentirse émula de Ulises y su nosos, es decir, su manía por regresar a Ítaca. Claro, para ella, Ítaca está en V. Luego, se remontaba a lo filosófico y decía entender su vida como un círculo, que ha de cerrarse en el punto de inicio; de tal forma que lo que contaba era lo amplio, variado y fecundo de la línea trazada y de la superficie definida, pero sabiendo que, por lejos que se hubiera llegado, menester era regresar. Vamos, en román paladino, que nuestra literata in partibus infidelibus no tiene otra mira que la de volver a esta Castilla mesetaria, tan pronto pueda disfrutar de la bien merecida jubilación. ¡Y yo que lo vea!

     Pues bien, además de una bien fundada esperanza en arreglar nuestras cosas –pues en ese retorno pocas personas habrá más esenciales y significativas que yo-, de tal geometría vital infiero que también Aurora (quizá más que yo, al estar más lejos) está imbuida del miasma histórico al que se refería Sinfo. Venera a sus padres; escribe libros sobre la familia; rebusca y atesora papeles del abuelo –me consta, de buena fuente-; juega con su apellido (Alvarado de la Fonfría, ha llegado a escribir en alguna ocasión, desenterrando ejecutorias del siglo XVIII). ¡Y eso, sin dejar de manifestar la más plena autoafirmación de la individualidad, incluso –principalmente- frente a la familia y dejando a su primer amor, un Lafuente de pro, en el limbo! En fin, dejemos de respirar por la herida y volvamos al asunto, pues ya es sabido que en las cosas personales y del querer no es la coherencia el valor más frecuente. Por otra parte, yo no tengo más que unos pocos datos en la mano y me pueden faltar otros fundamentales.

     Bien, el asunto, es este. Aurora es memorialista. Yo me lo estoy haciendo. Nuestros apellidos vuelven a cotizarse y a marcar diferencias -¡quiera Dios que para bien!-. El pasado se vuelve presente y los hijos pródigos retornan a la casa familiar. Y, por encima y más allá de todo eso, que es polvo y humo y nada, aparece el dedo de la divinidad, o la doble hélice de la genética, o la llamada del destino a la puerta. ¿Qué hacer? ¿Hasta dónde estoy dispuesto a llegar –como decía Sinfo-, o a luchar y a sufrir –como se teme Enrique, aunque no lo diga tan claro-? La verdad es que ya he hecho bastante en una semana con poner todas estas cosas en claro. El futuro habrá que pensárselo. Sólo algo creo tener diáfano en este momento y es que el pasado se me ha venido encima y ya no voy a poder, ni a querer, darlo de lado. También tengo bastante asumido que voy a hablar con Aurora de nosotros y de nuestro futuro. Lo demás, sólo el cielo lo sabe, como en aquel excelente melodrama de los años cincuenta. Por cierto, ¿seguirá Aurora siendo tan aficionada al cine?

 

 

5.  Punto y seguido

 

     Como buen amigo de Fernando, soy un poco presuntuoso. Pretendo tener en esta historia casi tanta importancia, como la que él presume va a alcanzar en el retorno de Aurora a su Ítaca mesetaria. Amistad y presunción me dan derecho a decir la última palabra de este relato que, después de todo, es idea mía. Y esa palabra no puede ser sino de admiración por la capacidad analítica del Lafuente y de mis mejores deseos para que la Alvarado sepa entenderlo, valorarlo y, tal vez, seguirle un poco la corriente.

     Lo demás –las respuestas- está en el viento de un futuro que, o tiene mucho del pasado, o privará a la historia de Fernando y Aurora de cualquier interés, convirtiéndola en una manida tragicomedia de fracaso sentimental.

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