viernes, 28 de septiembre de 2012

EL MISTERIO DEL "SINGLE" DE COLECCIÓN





El misterio del single de colección

Por Federico Bello Landrove

A Rosalía y Ernesto, que me enseñaron la diferencia entre un single y un E.P.


     Para los policías y los científicos, todo misterio tiene su explicación. Yo, no muy alejado ni de unos ni de otros, pensaba lo mismo, hasta que desapareció el single más valioso de mi colección. Claro que, si bien se mira, también he encontrado una razón de ser a lo sucedido, pero muy  lejos de lo que las mentes romas juzgan real y razonable…


1.      Una ciudad antipática


     Nací en la muy noble y laureada ciudad de Castellar hace más tiempo de lo que me gusta reconocer. Luego, mis padres me llevaron al Sur, hasta el momento de iniciar el bachillerato, lo que entonces se producía a la temprana edad de diez años. Durante tres lustros ejercí casi constantemente de castellarense. Después, el trabajo y la familia me desplazaron a otras tierras y apenas he vuelto allí de visita. Y, la verdad sea dicha, no es que echara de menos sus calles y sus gentes. Es más, entre mi tierra natal y yo se había establecido una relación de antipatía y desapego, que yo reflejaba escuetamente con  la siguiente frase: Sí, soy castellarense, pero no ejerzo como tal.

     En mi opinión, me sobraban razones para no sentir en el corazón la patria chica. Para empezar, mi tierna infancia tenía acentos andaluces y dulces amistades de ambos sexos, que mi traslado a Castellar bruscamente cortó. No siempre los padres son conscientes de lo que puede suponer desarraigar a un niño, aunque sea con las más benévolas intenciones. Luego, mi innata percepción de las armonías urbanísticas, me situó bien temprano en situación de tener que aceptar que mi ciudad, con sus monumentos y todo, era una de las más feas e impersonales que conocía: culpas de unos munícipes ignaros y especuladores, secundados por la ciudadanía, entonces pasiva y menor de edad en derechos. Más tarde, cuando me dejaron tener uso de razón histórica, fui solidario de una realidad familiar destrozada por la guerra incivil en esa urbe, que un día se creyó morada o roja, para resultar finalmente caqui, negra y azul mahón. Y, además… Y, a mayores…

     ¡Bah! Zarandajas y ganas de buscar explicaciones más allá de la peripecia vital de aquel castellarense espigado y cetrino, que empezaba a crecer y hacerse, entre el fuego de la mente y los sobresaltos en el corazón. ¡Ay, el corazón! Ahí está el busilis. Y conste que no me gusta desnudarme en público. Pero algo tendré que explicarles, tras un larguísimo párrafo dedicado a buscar pretextos y andarme por las ramas. Vamos allá. Después de todo, mi historia será, sin duda, la de muchos de ustedes, amables lectores.

     Es el caso que, en el amor como en casi todo, hay una primera vez. Decía un clásico que la única diferencia entre el primer amor y los siguientes es que los que viven aquel no saben que se acaba. Añado: ni, tampoco, lo mal que se pasa. En mi caso, el fracaso dejó huella profunda, por motivos que no vienen a cuento. Baste con reconocer el hecho. Y, no sé bien por qué, asocié de modo indisoluble el dolor de la pérdida y el enfado por no haberla evitado, a la ciudad en que se había desarrollado el episodio. Bien mirado, ¿qué culpa tendría el pobre Castellar?

     Y así, opté por dar de lado a la ciudad y sus habitantes, convirtiéndola el lugar de paso, sede de vacaciones mínimas, posadero familiar y camposanto a visitar en otoño. Los mayores pasaban a mejor vida; compañeros y amigos íbanse desperdigando, u olvidando vivencias y sentimientos; mozas y mozos se hacían mayores; comercios y locales de esparcimiento se volvían bancos o supermercados; para colmo, mi propia familia cambiaba de aires, después de tantos años a la vera del Campo y el Campillo. Eso sí, lo que es el urbanismo de mis entretelas mejoraba apreciablemente: las casas eran más bajas; las fuentes y esculturas más abundantes; se dejaba en ocasiones crecer los árboles y, en fin, solía cumplirse aquel famoso pareado:

No tiréis los monumentos

para hacer apartamentos.

     Mas yo seguía sin encontrarle el punto a Castellar. Bastaba con dejarme caer por el Instituto, mirar de reojo hacia la calle del Jabón, ver con los ojos del recuerdo el cine Avenida, o dar migas de pan a los patos del Estanque, para que se me revolvieran los buenos y malos recuerdos, echándose a perder el paseo. De ahí, a buscar por las calles los rostros de antaño, las parejas de ayer, los itinerarios de coloquio y piscina, iba un paso, que yo me resistía a dar, pero que inevitablemente terminaba imaginando o recorriendo. Lo dicho, una ciudad antipática.



2.  El coleccionista ocasional



     Como la mayoría de los integrantes de mi generación, coleccioné cromos diversos en mis años infantiles y sellos un poco después. Pero coleccionista, lo que se dice recolector paciente y laborioso de objetos homogéneos y en serie, nunca lo he sido de adulto. Claro que, conforme uno va haciéndose mayor, le pueden los recuerdos o souvenirs y llega a tener la casa repleta de ellos, para horror de quienes los han de limpiar. De todas formas, yo alardeaba de lo contrario: de desapego por las cosas, de hacer cada cierto tiempo auto de fe con los cachivaches del pasado. Pero admitía en ello sus excepciones: los libros más que centenarios; el juego de café en plata de mis abuelos; las figuras de Lladró, mimadas por mi esposa, y naturalmente, los discos de vinilo de mi juventud.

     Por ello, no es extraño lo que me pasó en los últimos años del pasado siglo, cuando todavía la peseta imponía su menguado poder en las transacciones comerciales. Me hallaba hojeando libros viejos en la librería Tormes de mi ciudad de residencia, cuando se me fueron los ojos a una mesita-expositor, que alegraban las cubiertas multicolores de un buen centenar de discos musicales de pasadas décadas. Modesto, el librero, se percató de mi extrañeza y comentó:

-          Perdone la herejía, don Gerardo, pero son de un buen amigo mío que no tiene ya más remedio que acogerse a una residencia de ancianos y ha de desprenderse de sus discos, por falta de espacio… y de dinero.

     Entre el interés y la caridad, fui pasando revista a aquellos viejos conocidos, de mí ya casi olvidados, otrora estrellas del pop o del rock, entre los cuales hacían fugaces apariciones los inmortales, como Camilo Sesto o Elvis. Y allí, disimulado entre tantos grandes L.P. y coloridos E.P., estaba él.

     Se trataba de un modesto single[1]. Su cubierta era de un papel marrón, ajado y desgarrado del uso, cuya redonda ventana central dejaba a duras penas leer su contenido. Eché un vistazo al precio orientativo, escrito en un adhesivo blanco, y me quedé atónito:

-          Oye, Modesto, por curiosidad. ¿De qué material precioso es este disco, para que pida tu amigo diez mil pesetas por él?

     Debía ser la joya de la colección, porque el interpelado se explayó a modo, como si él mismo fuera su dueño:

-          Es una rareza, la perita en dulce para un coleccionista. Ni más ni menos que el primer single que se grabó en España. Mire, mire, Zafiro-001. ¿Eh? ¿Qué le parece?

-          Me parece que, como no te expliques un poco mejor…

-          Zafiro fue el sello pionero de nuestro país en lanzar singles, a la moda americana. Así que, si este es el 001, ello significa que, con toda probabilidad, es el patriarca de todo el mundo de sencillos [2] que vino después.

     Acunaba amorosamente entre sus manos aquel poco agraciado microsurco, al tiempo que me miraba fijamente, como esperando que yo le hiciera mimos y carantoñas. Me vi obligado a coger al patriarca, mientras se me ocurría inquirir:

-          ¿En qué año salió esta reliquia histórica?

-          En 1964. Eso sí que es del todo seguro. Lo de que sea el primero de España puede ser un poco discutible.

     A esas alturas –solo entonces- me decidí a leer la referencia al contenido. La intérprete era Rosalía[3]. La canción de la cara A, Ciudad solitaria. En la cara B, El crossfire. Algo me impulsó a tomar una iniciativa peligrosa para el bolsillo:

-          Cinco mil pesetas.

-          Imposible, don Gerardo. Ya es una ganga al precio fijado. Además, mi amigo me mataría. ¡La joya de su colección vendida a mitad de precio!

-          Ya veo, bromeé. No es por el huevo, sino por el fuero.

-          No es eso todo. No estoy autorizado por su dueño para rebajar los discos más allá de un veinte por ciento.

-          Pues no se hable más: ocho mil y me lo envuelves en celofán con un lazo rosa.

-          ¿En serio?

-          Y tan en serio. A ver si así cuela y mi santa esposa no me tacha de manirroto.

***

     Aparte sus excelencias musicales, llegué a tomarle cariño a aquel disco. Me hice un experto en Ciudad solitaria, hasta el punto de canturrearla en tres idiomas[4]. Y es que, como ustedes ya se pueden figurar, me llegaba muy hondo aquello de

Todas las calles

llenas de gente están…

mas la ciudad sin ti

está solitaria.

     Era la historia de mi desencuentro con Castellar, dicha en cuatro palabras, con esa precisión, punzante y enfermiza, que tienen las melodías que asocias a tus más íntimas vivencias. Y, por si ello fuera poco, puesta la canción en una voz femenina, producía una vuelta de tuerca angustiosa, un cambio de perspectiva que el egoísmo no me había permitido captar hasta entonces: Yo recordaba; yo había sufrido; yo detestaba; yo…; yo… Sí, pero, ¿y ella?

     Sorprendentemente, no tardé mucho en tener la respuesta.



3.  Mi reconciliación urbana


     Como les decía, fue toda una sorpresa, después de siglos de incomunicación, recibir un correo electrónico de cierta persona que, más o menos, rezaba así:

     Querido amigo, etc., etc. Voy a pasar una semana en Castellar, con motivo de la presentación de mi libro… Estoy a punto de cumplir los sesenta y me gustaría reunirme con todos aquellos que habéis significado algo –o mucho- en mi vida y creo que me recordáis con afecto. Si te animas…

     Naturalmente, me animé. No era cosa de guardar rencor por una cosa tan tonta, como haber echado a perder el primer amor, cuarenta años atrás. Así que pedí permiso en casa y en el trabajo, vestí para la ocasión una indumentaria lo más juvenil y vintage posible y allá que me fui para Castellar bastante más tranquilo, o menos emocionado, de lo que en principio imaginé. Y es que el corazón –dijo el filósofo- tiene razones que la razón ignora. Razones… y edad.

     Incurriría en un imperdonable exceso, si entrara en detalles del encuentro, no porque tuviera nada de extraordinario, sino porque no es necesario a los efectos de esta narración. Hablamos, paseamos, aireamos el baúl de los recuerdos y, en fin, atamos cabos, pasamos página y quedamos tan amigos. Es lo más, nada menos, que podíamos robarle al tiempo pasado y lo mejor que ofrendar al porvenir.

     Castellar, como escenario del reencuentro, se transfiguró en mi sentir. Pude mirarlo a la cara, repasar su historia, deleitarme con sus no escasos lugares amenos, y hasta decirle cuatro frescas, como se hace con un amigo cuando te embroma demasiado o te la juega con tu mejor amiga. De hecho, a la vista está. Un gran número de los cuentos y relatos que llevan mi nombre bajo su título [5] toman de mi tierra natal el ámbito y el espíritu. Y supongo que así ha de ser ya in aeternum. Así pues, nos hemos reconciliado. Regresando aquel día en el autocar, tarareaba mentalmente Ciudad solitaria y me decía que aquel single tan especial ya podría reposar en su funda, sin salir por la noche a entenebrecer mis sueños.

     Podría descansar él… Podría olvidarlo yo… Pues bien, nada de eso sucedió.

***

    Me percaté, al ir a enseñar a una visita de la tercera edad mi colección de acetatos musicales. La joya de la colección había desaparecido de su lugar de honor, en la vitrina de Los Intocables. Me llevé un buen berrinche y lo comenté al jueves siguiente en la tertulia con los amigos. Por amistad, o por deformación profesional, Cristóbal Amoedo, el inspector de policía, me pidió una explicación detallada de lo sucedido, sin importarle la presencia –y el aburrimiento- de los demás contertulios:

-          ¿Cuándo fue la última vez que lo viste?

-          Pues no sé. Tres meses atrás, por lo menos.

-          ¿Cerrado bajo llave?

-          Por supuesto. Y siempre llevo esta en el llavero personal.

-          ¿Huellas de violencia, rasponazos?

-          No, en lo que yo soy capaz de captar.

-          ¿Extraños en casa, en los últimos tiempos?

-          Nadie, sin estar nosotros. Y la asistenta es de absoluta confianza.

-          ¿Has hablado con alguien de la existencia de ese disco, o de su valor?

-          No creo haberme ido de la lengua. Por otra parte, no vale tanto, como para que nadie se tome la molestia…

     La molestia se la tomó Amoedo, acompañándome hasta casa y escudriñando, con linterna y lupa, el escenario del crimen. La cosa se me empezaba a ir de las manos. El inspector ofreció mandarme a los de huellas para tomarlas del armario. Yo decliné el ofrecimiento. Él insistió:

-          ¿Puede tener tu esposa algún motivo para hacer desaparecer el disco? ¿Te llevas bien con tus hijos? ¿Juega la criada al bingo?

     Era demasiado. Llevé casi a empujones a Cristóbal hasta la salida y lo acompañé hasta dejarlo, bien encerradito, en el camarín del ascensor. Del otro lado de la puerta metálica, me llegó aún su voz:

-          Últimamente, tienes bastantes despistes. ¿No lo habrás cambiado de sitio?

     Resultaba muy improbable pero, en todo caso, esta pregunta era más sensata que las anteriores.

***

     Tan pronto entré en casa, me senté en un sillón y repasé mentalmente los lugares en que podría haber guardado Ciudad solitaria, de haber sido tan torpe, como para no retornarla a la vitrina de origen. Comencé, infructuosamente, por la platina del tocadiscos. Seguí por el mueble de la cadena musical, con idéntico resultado nulo. En fin, fui al secreter y, ávida y penosamente, saqué a modo de torre la media docena de álbumes de discos pequeños y fui pasando, una por una, las fundas plastificadas que guardaban los vinilos por parejas. ¿Querrán creer que ya no me acordaba bien de cuál había sido inicialmente el compañero del single ahora desaparecido, antes de que lo guardase bajo llave? Al fin, memoricé el dato: había estado en la misma funda que la banda sonora de La leyenda de la ciudad sin nombre[6]. Más o menos, un orden alfabético.

     A toda prisa, pasé discos y discos. Por fin, en el quinto álbum hojeado, encontré Estrella solitaria y el resto de sus hermanas musicales. Me dio un vuelco el corazón, al comprobar que no estaba sola en la funda, sino que había un disco a la vuelta. Volví la otra cara y me quedé atónito: Un adusto Palito Ortega me miraba fijamente desde un E.P.,R.C.A. Victor, con La Felicidad como corte estelar[7]. Todo muy normal, salvo por un pequeño detalle:

     ¡Yo no había tenido nunca un disco de Palito! ¡Nunca!



4.  En que fantasía y realidad se unen



     Esta vez, el inspector Amoedo no estaba dispuesto a dejarse orillar. Como carta de presentación, apareció por mi casa con un dossier encarpetado bajo el brazo. Parecía fruto de un trabajo serio y concienzudo pero, en el fondo, era un puro disparate. ¡Pues no había tratado de encontrar puntos de conexión entre los cantantes de los dos discos de marras, como si fuera posible la transmutación de uno en otro!

-          Para empezar, amigo Gerardo, es difícil de creer que no tuvieras La felicidad en tu discoteca. Fue un bombazo internacional y canción del verano en España, allá por 1967.

-          Pues así es, Cristóbal. En aquella época, yo no tenía dinero para comprar todo lo que saliera al mercado. Y esa Felicidad siempre me pareció dulzona y pachanguera: ¡ja, ja, ja, ja…jo, jo, jo, jo!

-          Ya veo. Estás en la línea política de entender esta canción como el símbolo de una juventud acomodaticia y de una Argentina pacífica e ingenua, aunque ya enseñoreada por un militarote dictador, llamado Onganía.

-          ¡Alto, alto!, señor policía. Yo no mezclo el arte y la política. Estoy juzgando La felicidad desde mi punto de vista estético.

-          Bien, dejémoslo así y vayamos ahora a las concomitancias entre los intérpretes.

     Y, como si de una publicación nostálgica se tratara, Amoedo fue pasando revista a las relaciones y similitudes entre Rosalía y Palito: musicales, sociológicas, cinematográficas, políticas[8]… Nada parecía haber escapado al olfato de aquel sabueso, navegando en el proceloso e inmenso mundo de Internet. Media hora de perorata, que concluyó con estas, o parecidas, palabras:

-          Así que no es de extrañar que, de tener que transformarse en alguien, Rosalía se haya convertido en Palito… y viceversa.

-          Según eso –protesté con simulada indignación-, la mejor explicación que puede ofrecer la Policía a mis desgracias es un milagro.

-          Tengo otras mejores –replicó el inspector-, pero dejarían en mal lugar tu buen juicio, o harían una referencia peyorativa a quienes contigo comparten esta casa. Eso sí, si me autorizas a exponerlas, yo, de mil amores…

     No estaba dispuesto a escuchar críticas al funcionamiento de mi mente, ni insultos a la honradez de mis deudos. Así que repetimos el desfile hacia el ascensor de la vez pasada. En esta, me llegó la voz ahogada de Cristóbal Amoedo, que decía:

-          Confiesa, Gerardo. Di que todo ha sido una broma.

     ¡Lo que me faltaba por oír!

***

     Cualquier mala cabeza puede tener una buena idea. El inspector me transfundió la de la transmigración de los discos, solo que yo le aporté mi granito de arena. ¿Y si la relación no había de estar en los intérpretes –a fin de cuentas, fungibles-, sino en el texto de la canción? Y así, entre tanto ja-já y jo-jó, surgió el parecido, la antítesis, el punto de inflexión:

La gente en las calles/parece más buena.

Todo es diferente/gracias al amor.

     Calles, gente, impresiones subjetivas, sentimientos determinantes de la soledad o la bondad. Ahí estaba plasmado el cambio de actitud y de relación entre mi ciudad y yo, la superación del pasado, el retorno abierto y festivo a los espacios que me vieron crecer. Después de todo, cosa de transferencias, de espejos, de apariencias. Castellar y la gente seguían siendo lo mismo. Era yo quien los veía de forma diferente.

     Bien está. Pero ¿y el disco? ¿Cómo demonios podían los sentimientos cambiar la materia? ¿Es que las vivencias del oyente eran capaces de ajustar a ellas el contenido de una canción? Evidentemente, yo no tengo las respuestas: por eso he calificado de misterio lo sucedido, por más que admita cualquier explicación racional que ustedes tengan a bien brindarme. Eso sí, siempre que incluya un último dato, del que tuve conocimiento un par de meses después de la desaparición de mi single.

***

     Fruto de la buena relación en que habíamos quedado, la chica de ayer y yo intercambiamos mensajes de amistad, de esos que permiten entrar recíprocamente en los perfiles personales de Facebook. En el suyo, ella escribió lo siguiente:

     No sé cómo me va a ir a partir de ahora, pues he perdido la felicidad. Quiero decir que he extraviado uno de mis discos favoritos, La felicidad, de Palito Ortega. ¿Sabe alguno de mis amigos dónde puedo haberlo puesto?

     Como comprenderán, me entraron muchas ganas de contestarle, pero no siempre uno puede hacer aquello que le pide el cuerpo. Así que lo dejé estar…, hasta ahora.




[1] Para entendernos, con toda brevedad: L.P. equivale a disco de larga duración, reproducible a 33 revoluciones por minuto, con un amplio número de piezas cortas, o bien, una o dos extensas. E.P. es un microsurco de 45 revoluciones por minuto, de duración media, que solía permitir la inclusión de cuatro obras breves o canciones. Single era un disco de 45 revoluciones por minuto que –como su nombre indica- admitía una sola canción por cara; por lo que lo normal es que incluyese dos canciones.
[2] Forma más usada en español para traducir el single inglés.
[3] Obviamente, Rosalía Garrido Muñoz (Madrid, 1944), una de las más notables cantantes pop españolas de la época.
[4]  La versión matriz es la inglesa: It’s a lonely town (Gene Mc Daniels, 1963). Muy destacada, la italiana (Città vuota), que popularizó Mina, así como Nancy Cuomo. En español, las más famosas fueron, probablemente, las interpretaciones de Luis Aguilé, Alberto Cortez, Rosalía y Salomé.
[5] Aún no he llegado, como Frank Capra, a ser the name above the title, pero todo se andará, con la ayuda de los lectores.
[6]  La leyenda de la ciudad sin nombre (Paint your wagon, 1969), dirigida por Joshua Logan. La balada Estrella errante (Wandering star), cantada inicialmente por el actor Lee Marvin, fue popularizada en España por José Guardiola.
[7]  Para los amantes del detalle, confesaré que el disco intruso no era, desgraciadamente, el single con La felicidad y Digan lo que digan, sino un E.P. con La felicidad, Qué será, Poco puedo darte y Qué importa la gente. Cristóbal Amoedo me asegura que es de una edición para Suramérica, del año 1972; yo no puedo confirmarlo.
[8]  Los dislates del inspector Amoedo solo merecerán dos aclaraciones por mi parte. Hubo, en efecto, coincidencia de Rosalía y Palito en el reparto de una película: ¿Quiere casarse conmigo? (Enrique Carreras, 1967). En cuanto a la vocación política, consta que Ortega alcanzó los lauros de Gobernador de Tucumán (1991-1995) y de Senador de la Nación Argentina (1998-2000), en tanto Rosalía formó parte, como Concejal, del Consistorio de El Campello (Alicante), entre 1995 y 2003.

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