viernes, 27 de julio de 2012

EL ÚLTIMO VIAJE DE VIOLETA GUZMÁN




El último viaje de Violeta Guzmán

Por Federico Bello Landrove

There all your grief will be forgot



     Si se paraba a pensarlo, había pasado media vida viajando. Viajes de formación y de trabajo; viajes por necesidad y de placer; viajes con él y contra él; en soledad o acompañada –muchos más sola, esa era la verdad-; despaciosos o inusitadamente rápidos; con el frío de la Navidad y con el calor del estío; para atender a enfermos o para recibir abrazos y parabienes. Y ahora, en cumplimiento de la última voluntad de sus padres.

     Acababa de deshacer las maletas en la irregular habitación de aquel hotel, cuyo balcón daba al lateral de Correos. Parte de la ropa aún descansaba sobre la amplia cama de matrimonio, pero las dos urnas reposaban en la cómoda, cuyo espejo de marco torneado devolvía su imagen bruñida. Aún trataba de poner en orden sus ideas y programar la agenda de aquella tarde: llamar a…; encargar unas flores en…; mandar mensajes, o un correo electrónico, o…

     Se vio a sí misma cogiendo de sobre la colcha el chaquetón de cuero con cuello de piel y saliendo escopetada de la pieza. Las paredes se le venían encima y estaba a punto de llorar. Fue contando mentalmente los escalones hasta llegar al vestíbulo, como técnica de relajación. La barandilla era de un dorado escandaloso y el hueco rebosaba de espejos y láminas clásicas. Afuera atardecía y la niebla, inevitable, presagiaba una noche de chuparrescoldo, como decía su madre. Subió el cuello de la prenda de abrigo, se puso los guantes y, en dos pasos, se encontró en la Plaza Mayor. Los soportales se abrían ante ella, acogedores, con su iluminación festiva, que maldita la concordancia que ofrecía con sus sentimientos. Eludió volver la vista a su derecha, mirar hacia las posesiones de tu papá, en irónica expresión de tía Pilar para referirse al modesto negocio que, durante tantos años, les había dado de comer. Tiempo habría, pero no ahora.

     Recordó aquella floristería de toda la vida. Casualidad sería que siguiera resistiendo jubilaciones y subidas de alquileres. ¡Pues sí! Al otro lado de la plaza asomaban por el mínimo escaparate orquídeas y anturios. Unas carpas rojas giraban en amplia pecera, entre calas y flores de pascua.

-          ¿Qué se le ofrece?

-          Quiero elegir una corona para que mañana la lleven al cementerio a las once…

-          …¿Qué ponemos en la cinta como dedicación?

     Violeta quedó cortada. Parecía obvio: De vuestros hijos. Pero, ¿y si no se decidía a llamar a su hermano? ¿O si él optaba por hacer su propia ofrenda, aunque solo fuese para incluir también a su mujer y a los nietos? Apreció la paradoja: una profesora de Lengua dudando sobre una simple frase. Cortó por lo sano:

-          De quienes os hemos querido.

     El empleado tomó nota. Iba ella a rectificar, pero se contuvo:

-          Así está bien –pensó-. En eso de los hijos, ni son todos los que están, ni están todos los que son.

     A dos pasos, quedaba su vieja casa de la calle del Jabón. Era una visita obligada. Todavía se tenía en pie, ya deshabitada y cubierta de andamios y tirantes. Tampoco se hacía ilusiones sobre sí misma, pese a su relativo buen ver o, como decían sus colegas, a lo bien que se lucía. Musitó como otras veces, mientras trataba de alcanzar con la punta de sus dedos los desgastados ladrillos:

-          ¿Quién irá primero, tú o yo?

     Y la sacudió un escalofrío.

     La torre de la catedral, alzándose por encima de los tejados, parecía llamarla con su voz octogonal de caliza. ¡Ya voy!, dijo para sí. A buenas horas iba de dejar de lado su paisaje urbano favorito: aquél que concitaba entre jardines su casa de mocita (escondida atalaya de tejados vetustos, que amenazaban caer sobre los desprevenidos jardines de la juventud), la iglesia de sus votos sacramentales y su alma mater universitaria, con los leones que rampaban tratando de imponer respeto a los leguleyos. La niebla humedecía su pelo. Abrió el bolso para sacar de su fondo un pañuelo con aroma tropical, que le protegiera el cabello.

     Si bien se mira, en aquella plaza habían empezado sus viajes. El viaje brevísimo, vestida de novia, y los viajes, interminables y reiterados, de una a otra orilla del océano. Cada etapa, cada estado de ánimo, tenía su nombre, como los de Gulliver: Viaje al país del encanto; Viaje al país de los ojos que se abren a la vida; Viaje al país de la tristeza; Viajes de dolor y de nostalgia; Viaje al país de los fuegos extinguidos… Y, ahora, al país de los Sepultureros. En otro tiempo y otros viajes había maldecido aquel templo de cuento de hadas, con su torre hacia las nubes y su ábside hacia el infierno, pero ahora las pasiones se habían serenado y las canas le procuraban objetividad.

     Dijo adiós a los formidables felinos de piedra y, por unos momentos, titubeó sobre el camino a seguir. Había anochecido y las farolas monumentales apenas esparcían una tenue claridad en forma de globos de algodón. No era lo más indicado para aventurarse por el parque de sus delicias. Echó el bolso al hombro y enderezó sus pasos por la calle, larga y estrecha, que acababa en el mazacote de ladrillo que llevaba sus mismos apellidos. Ahí sí que tenía que admitirlo: la justicia llega tarde, pero llega… Sus padres, ella misma, habían sentido en su torno, en los últimos años, el tibio consuelo de la memoria y del respeto. Casi se echa a reír: tal vez no había llegado tarde, sino demasiado pronto. Más de una vez habían tenido que tascar el freno las mujeres de la familia, viendo, junto al homenaje y el recuerdo, a tanto cantamañanas, tanto arrimo del ascua histórica a la sardina corrompida, tanta palmadita en la espalda, sin enjundia y sin provecho. En fin, nada es perfecto sino en el lejano recuerdo. Ya está aquí la fachada y el rótulo. Después de tanta reflexión histórica, se siente sencilla y tierna: Tú ya sabes a qué he venido esta vez… Adiós, abuelo.

     La calle más hermosa de la ciudad. O eso decía Ricardo, hace una eternidad, las pocas veces que habían salido juntos de su casa. Así debía ser para él, puesto que aún seguía viviendo en el tercer piso de aquel caserón, sobrio y elegante, pomposo símil de su vida de relumbrón y de salvas. En efecto, ya está aquí la placa de abogado, sucesora de la su padre, sin más cambio que el nombre. ¡Ah, la tradición! La tradición y la racionalidad perfecta; como aquel político de programa, programa y programa. Pero yo –rezonga- no era programable y así nos ha lucido el pelo, al menos, a mí. Ricardo, en su sitio de siempre, como corresponde, y yo, dando tumbos por esos mundos de Dios con dos urnas cinerarias…; tres, si contamos la del amor que yo escogí por escapar del programa o, tal vez, por querer darle celos y sacarlo de sus casillas…

     ¡Las urnas! Esas palabras la hacen volver en sí. La dedicatoria de la cinta ha sido, precisamente, por él, que no es hijo, pero como si lo fuera. Solo ella, ahora, sabe del cariño hacia sus padres, de la ternura que volcaba en las cartas, de cuánto lamentó no haberlos podido acompañar en sus últimos momentos. Después de todo, no era tan frío como ella lo recordaba, o quizá había mejorado con el tiempo, como el vino generoso. ¡Tarde piache!, como gruñía su tata, imitando al escudero inmortal. La mano, un poco temblorosa, va hacia el celular. Cruza la calle. ¿Cuánto hace que no habla con él, tres años quizá?

     Marca de memoria el número y aguarda. ¡Se ha encendido la luz del despacho! Hasta le ha parecido ver fugazmente una sombra proyectarse en los visillos. Dígame. Verdaderamente, es un clásico. Se le vela la voz, de frío y de ternura; así que abrevia.

-          … De modo que he quedado en depositar las cenizas en la sepultura familiar, mañana a las once. Ha sido todo tan rápido... No sé si podrás…

-          No faltaré. ¿Dónde estás tú ahora?

-          Voy a sacar ahora los billetes para el AVE –miente-. No sé cuando llegaré.

-          ¿Tienes alojamiento? Ya sabes que en casa tenemos sitio de sobra.

-          No te preocupes. He cogido habitación en el Imperial.

-          Está bien. Mañana te voy a buscar a eso de las diez y media. ¿Te parece bien?

-          Me parece; y gracias. Hasta mañana, pues.

-          Buen viaje y ánimo. Adiós, Vili.

     Vili, como de niña, como todos antaño, como casi nadie ya. Siente un frío profundo pero permanece parada, hasta que la luz de la habitación se apaga. Entre tanto, repasa mentalmente las piezas que hay tras cada balcón. Cuarto de estar, comedor, despacho, dormitorio de los padres… Por un momento, se siente fraternal y comprensiva:

-          ¡Cuántos recuerdos, su vida entera! ¡Qué no daría yo por morar en la casa donde nací!

     La plaza está aún bulliciosa, con su fuente luminosa y la gente que está haciendo las últimas compras de este día prenavideño. Cruza hacia la espesura del Campo pero decide bordearlo por el Paseo, acompasando su andadura con las últimas llamadas a sus íntimos: Mañana a las once. No te apures, la salud es lo primero. ¿Recuerdas el sitio? Cuadro …, sepultura…

     Pronto termina la serie de avisos. Le viene un pensamiento macabro:

-          Si me demoro un poco más en traer las cenizas, los encuentro a todos en el cementerio.

     No, ciertamente, no a todos. Está Ricardo. Y Manolo. Y Magdalena. Los primos, ni verlos. Y pare usted de contar.

     Contornea el parque. Sabe lo que tiene que hacer, pero duda cómo. Por ella, habrían dormido el sueño eterno en El Ceibal, sobre el mar. Así se podría ahorrar el último berrinche de los numerosos que ha tenido con su hermano, antes de acabar en la ausencia y el silencio. Pero ahora no tiene más remedio. Vamos a llamar. Por tres veces, inicia la marcación y, otras tantas, oprime la tecla roja. La niebla, cada vez más espesa, pone por fin blandura y humedad en sus instintos. Sepulta el móvil en el bolso y musita:

-          Vamos para su casa… Para boba, yo.

***

     Regresa pasadas las once, enervada y aterida. Una ducha larga y un bocadillo de jamón. Termina de colocar el equipaje en el armario y habla consigo misma. Una y no más. Ya no está para esos trotes. El corazón le brinca en el pecho y la cabeza es un avispero. Se promete a sí misma, mientras se administra un somnífero, que no volverá a cruzar el océano, ni aunque le vaya en ello la vida.

     Se mete en la cama y, mientras el medicamento hace su efecto, enciende el televisor. Esta película, esta película… ¡Tate, John Wayne y Maureen O’Hara! Se llamaba como un río[1]. ¡Vaya, esa canción tan bonita! Al fin voy a saber qué dice. Ventajas de haber aprendido inglés, aunque un poco tarde.

     Termina la balada y empiezan los bostezos. Apaga el receptor y se desliza entre las sábanas, hasta reclinar la cabeza. Mientras busca el interruptor de la luz, sermonea:

-          Volver a casa, volver a casa [2]: valiente maravilla. Eso será si tienes casa. ¡Y a John Wayne al lado!

     Suenan las doce en el reloj del Ayuntamiento. Adormilada, todavía puede susurrar:

-          Medianoche. Hoy ya es mañana.

    

    



[1]  Sin duda, Violeta alude a Río Grande (John Ford, 1950). La canción sería I’ll take you home, again, Kathleen, compuesta por Thomas P. Westendorf en 1875.
[2]  La letra de la susodicha canción insiste en que el esposo de Kathleen la llevará a su casa natal, como es el deseo de ella. En Internet hay numerosas páginas con el texto de la canción en inglés y en español.

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