viernes, 15 de junio de 2012

LAS TRES EDADES DEL DESAMOR




Las tres edades del desamor

Por Federico Bello Landrove



     El presente relato tiene buena parte de biografía y no menos de ejemplo o modelo. Sus personajes, por tanto, son arquetipos, al tiempo que mujeres de carne y hueso. Tras ellas, se perfilan en segundo plano los hombres con los que han vivido el cariño y sufrido el desamor. ¿Son estos opuestos y prescindibles, o las dos caras inevitables de un mismo sentimiento, imperfecto y finito? A ustedes corresponde responder, si se atreven.



1.      Las antiguas alumnas



     Y ahora, queridas señoras y señoritas, antiguas alumnas del liceo Nuñez de la Encina, nos trasladaremos al restaurante Oriental, para concluir el programa de actos de esta emocionante jornada. Por mi parte, tengo un ruego que hacerles. Comprendo su deseo de colocarse, por amistad o por edad, con sus compañeras de promoción. No obstante, les pido que hagan grupo, como manifestación de unidad, y se mezclen en las mesas unas con otras, sin distinción alguna. Creo que con ello rendiremos un modesto tributo a quienes fijaron el lema del Instituto y entregaron su vida a él: Scientia concordiam generat. Muchas gracias y hasta dentro de un rato.



     Nutridos aplausos acogieron estas palabras del director, que ponían fin a los actos matinales del Día de las Antiguas Alumnas, que el susodicho liceo celebraba a finales de abril, con misa, vino de honor (o español, como entonces se calificaba) y acto académico. Aquel año de 197..., la disertación se había encomendado a Cecilia Viesques, poetisa local que acababa de obtener la flor natural y diez mil pesetas, como ganadora del Premio Carolina Coronado del Ateneo Almendralejense. Por cierto, el catedrático de Historia, el veterano don Demetrio, alias Ripperdá, había hecho un afectuoso aparte a la salida con una hermosa y distinguida dama, de fácil risa y cutis atezado, para invitarla:



-    Para el rollo del año que viene, contamos contigo, Carmen.

-    Pero, don Demetrio, si a mí no me conoce ya en Castellar ni el gato.

-    Pamplinas, que bien que te homenajearon tus condiscípulas hace un año.

-    Favor que me hacen. Mas, aparte de ellas –que bueno sería-, mi familia y poco más.



     Así quedó el asunto, por el momento, aunque la señora se sentía íntimamente halagada. No era poco, después de casi treinta años en los Estados Unidos, que se acordasen de ella para bien, por más que fuese proponiéndole trabajos no retribuidos. Y en esas estaba, cuando alcanzó en las escaleras de la entrada a una señora, casi una anciana, todavía de buen ver e impecablemente maquillada, que también se había rezagado de la masa, en su caso, saludando pacientemente a un bedel jubilado. Carmen hizo intención de seguir adelante, para alcanzar a su grupo de coetáneas, pero la detuvo una pregunta:



-          ¿No eres tú Carmen Uceda, que vivía en la calle de la Victoria?

-          Pues sí. Su cara me resulta familiar, pero ahora mismo no caigo...

-          Claro, como que te llevo unos veinte años. También yo me llamo Carmen. Vivía junto al Casino; de modo que estoy cansada de verte pasar camino del Instituto.



     No hubo, pues, más remedio que seguir juntas hacia el Oriental. Y a fe que ninguna de las dos tuvo de qué arrepentirse. La conversación era fluida por parte y parte, con esa mezcla de recuerdos y anécdotas propia de quienes han compartido lugares y vivencias. En la puerta del restaurante, Carmen segunda había caído ya en el tuteo y miraba con simpatía a aquella pionera de la abogacía castellarense, de quien había oído hablar elogiosamente a su madre. No hubo dudas cuando divisaron desde la entrada del comedor aquel mar de mesas blancas para ocho servicios. Ambas, del brazo, se sentaron juntas en una de las más cercanas a la puerta, sin importarles la identidad de las demás comensales. El lugar fue elegido por Carmen primera:



-          Es que tengo que ir a recoger a un nieto a la salida del colegio y, como esto suele alargarse tanto con los discursos y los brindis...

-          Ya se sabe –bromeó la Uceda-. Los postres suelen ser el reino de la brevedad y la espontaneidad, debidamente regadas con los caldos del país.

-          ¿Has venido en años anteriores?

-          No he podido. Estando tan lejos... Pero estos actos suelen ser muy similares, aquí o en Urbana [1].



     Una jovencita, como de veinte años, las interrumpió:



-          Perdonen, ¿está ocupada?

-          No, no. Puedes sentarte, si lo deseas, contestó la señora.

-          Gracias. Me he retrasado un poco y ya está casi todo cogido.

-          No me digas que también tú eres una vieja alumna, ironizó Uceda. Te había hecho hija de algún profesor.

-          Pues ya acabé el bachiller hace tres años. Por cierto, no me he presentado. Me llamo Carmen...



     La señora y la dama [2] se echaron a reír, dejando a la chica un tanto corrida. La dama aclaró:



-          Es que también nosotras nos llamamos así. Debe ser una exigencia de esta mesa.

-          En mi época, apostilló la señora, era el nombre más corriente en España, junto con el de Pilar. En cambio ahora, de Estefanía o Nayara no bajamos.



     La joven tomó, pues, asiento de forma cordial y así fue discurriendo la comida. Con todo, según se aproximaba la sobremesa, Carmen tercera parecía descomponerse por momentos. La dama se percató de ello y le hizo una pregunta inocente:



-          ¿Te sienta mal la comida? Te noto pálida y como agitada.

-          No debí venir, pero pensé que así pasaría el tiempo más aprisa. No es la comida, es otra cosa peor y muy distinta, pero no sé si debo...

-          Si crees que puede valerte de algo nuestra atención o nuestra ayuda, estamos a tu disposición –repuso la señora-.



     La joven Carmen titubeó por unos momentos, suficientes para que sus ojos se humedecieran. El sexto sentido de la historiadora Uceda dio con el consejo correcto:



-          ... Pero no aquí. Retirémonos solapadamente y vayamos a algún sitio tranquilo, donde podamos charlar con intimidad.

-          La cafetería Rívoli –sugirió la señora-. Está muy cerca y conozco a los camareros. Nos procurarán una mesa aislada, o un reservado, si se tercia.



     ¿Quién será capaz de juzgar sobre la lógica de los actos humanos, o pontificar sobre la veracidad de un relato? Por lo que yo sé –de fuentes totalmente fiables-, las tres Cármenes desnudaron aquella tarde su alma o, al menos, su experiencia amorosa. Si buscaban consejo, consuelo o ejemplo, es cosa que ustedes podrán valorar más adelante. Por mi parte, ordenaré un poco mis notas y, al modo de las series de cuentos clásicas, iré presentando cada relato por separado, en función de su protagonista.







2.      Chubascos en la mañana



     Carmen la joven inició su historia de la siguiente manera:



-          Es el caso que, a los catorce años, me enamoré perdidamente de un chico algo mayor que yo, al que conocí años atrás, por razón de estudios y de la vecindad de nuestras familias. Aunque reservado y tímido, se atrevió a dar el paso de declarárseme inesperadamente, sin preguntar por mis sentimientos, ni pedirme en consecuencia ningún tipo de relaciones. Desde luego, no hicieron falta tales cosas pues, implícitamente, quedó establecido que yo compartía su cariño y estaba dispuesta a anudar de manera paulatina los dulces y fugaces contactos que nuestra muy joven edad y las exigencias académicas permitieran.

La inocencia y torpeza del primer amor habrían sido superadas, sin duda, por nuestra seriedad y buen natural, a no ser por las ingerencias de ambas familias, que actuaron férreamente sobre nosotros de forma contraria y con la mejor intención. Quiero decir que la familia de él, severa y contundente, se empleó en desaconsejarle un noviazgo que juzgaban fruto demasiado temprano del trato vecinal y de la impetuosidad sentimental del muchacho. Por su parte, mi familia lo estimaba muchísimo y no dejaba de insistirme en que no lo dejara escapar, al tiempo que mostraba hacia nosotros una libertad y condescendencia, que chocaban abiertamente con la prudencia y rigor de la otra parte.

-          Vamos, el típico tira y afloja de nuestros mayores que, con la mejor voluntad e impulsados por una sociedad aún basada en represiones y apariencias, pretenden poner puertas al campo, o mediatizar lo que debería ser estrictamente personal e íntimo –glosó la dama-. ¡Qué distinto de lo que yo veo por el campus de mi Universidad americana!

-          La intervención de las dos familias –prosiguió Carmen tercera- acabó por minar nuestra espontaneidad y autonomía. Ricardo –ese es su nombre-, que sufría la peor parte, me planteó drásticamente la necesidad de cortar la relación, hasta que la edad nos permitiera plantar cara y decidir sin interferencias acerca de nuestro futuro. Por mi parte, sufrí lo indecible en un primer momento, exagerando sin duda su desapego y malinterpretando lo que era fruto, no de falta de cariño, sino del deseo de alejarse de conflictos. Más tarde, la distancia me permitió contemplar con precisión lo incipiente de mi amor y las grandes limitaciones de cómo lo vivía él. Reaccioné de forma rebelde ante la insistencia familiar en que le guardase la ausencia y en que aquel muchacho era el alevín de un posterior gran hombre. Y así, él y yo vinimos en perder el trato cordial y relajado, a sentirnos extraños y a disgusto; en suma, a convertir el non ho l’età [3]  en una definitiva ruptura.

-          ¡Qué lástima!, comentó la señora. Aunque no conozco al muchacho, y a ti, solo de unos momentos, juraría que ese primer amor podría haber sido el definitivo; vamos, el amor de vuestras vidas.

-          No hable en tiempo pasado, doña Carmen, pues eso va a resolverse esta tarde. En efecto, después de muchos avatares, Ricardo me llamó ayer por teléfono, me dio claramente a entender que se sentía equivocado y arrepentido, y me ha pedido una cita para aclarar la situación y abordar el futuro –fueron sus exactas y nada sibilinas palabras-. Eso es lo que me tiene sobre ascuas y sobre lo cual aún no he decidido qué hacer.



     La muchacha calló al fin, y se recostó en el diván de cuero rojo, como esperando que sus palabras calasen en el ánimo de las otras dos Cármenes y provocaran sus comentarios y consejos. La primera en reaccionar, tras un buen trago de gin-tonic, fue la dama, con la decisión firme y tajante que la había hecho famosa entre sus conocidos:



-          Querida niña –si me permites llamarte así-, no me parece muy oportuno aconsejarte sobre el caso, habida cuenta de lo que ya te ha tocado sufrir a consecuencia de las intromisiones ajenas. No obstante, me voy a permitir pensar en voz alta, como si tratara de aplicar mi voluntad en un asunto que me concerniera de modo personal. Has sufrido intensamente por la falta de madurez y de afecto del tal Ricardo. Has podido superar el episodio, gracias al tiempo y a tu energía personal. Tu antiguo amor parece no haber aprendido nada del pasado, pues vuelve a irrumpir en tu vida de manera descompuesta y sin la menor consideración a sus pasados errores. Y, por encima de todo ello, tú dudas. No se puede, mejor dicho, no se debe dudar en el amor: o estás segura y decidida, o vale más dejar las cosas como están y no exponerte a nuevos sufrimientos. Yo lo pondría a prueba o le mandaría directamente a paseo. Todo, menos acudir a su llamada como una perrita faldera.

-          Mujer –intervino la señora-, a ciertas edades, casi todo es disculpable. Tanto más, cuanto que se trata de reverdecer a tiempo el primer amor y rendir tributo al hermoso ideal del cariño para toda la vida, que todas hemos anhelado en la juventud y que tiñe de nostalgia nuestra vejez. Yo iría, escucharía lo que tuviera que decir y, si es preciso, le pondría las peras a cuarto, dejando claras mis vacilaciones y mis sentimientos. Si Carmen, como ambas opinamos, ha alcanzado madurez y fuerza, no tiene por qué dar la callada por respuesta, como si nada le importase o tuviera que salir huyendo.



     La joven miró su reloj, experimentó un evidente escalofrío y observó alternativamente a sus acompañantes, como esperando sus confidencias. Llegó a reclamárselas, en prueba de confianza y buena voluntad:



-          Gracias por vuestros consejos. ¿Qué tal si, para afianzarlos, me contáis vuestras experiencias vividas en casos de crisis amorosa, como la que yo estoy pasando?



     Dama y señora se miraron, como preguntándose qué hacer y en qué orden. Esta resolvió las dudas:



-          Se me está haciendo un poco tarde para ir a recoger a mi nieto; de modo que, si Carmen Uceda no se opone, seré yo quien empiece. Además, por absurdo que para mi edad parezca, también yo estoy padeciendo una cierta crisis amorosa, como Carmencita ha dicho textualmente.





3. El fuego del atardecer



-          De la misma forma que todos hemos sido jóvenes alguna vez, casi todos hemos tenido la oportunidad, como Carmen, de sentir y vivir el primer amor; ese del que se dice que su única peculiaridad es que ignoramos que puede acabar. Yo, desde luego, tuve la oportunidad de experimentarlo, de la forma habitual y triste de la mayoría, es decir, como una vivencia fallida y pasada a la historia. Luego, ya se sabe, nuevos amores, algunos noviazgos y el consabido matrimonio, que en España solo rompe la muerte [4]. En mi caso –quizá Carmen Uceda sepa algo de ello-, la dedicación profesional a la abogacía me permitió mirar el estado de casada como una opción del corazón, no como un estado natural ni un modus vivendi. Contraje matrimonio, traje al mundo a tres hijos y me quedé viuda, va para cuatro años. Todo normal: no es de ello de lo que quiero hablaros. Aunque pueda resultar llamativo a mis años, no rememoro el pasado, sino la tensión y vacilaciones del momento presente.

-          Amiga Carmen –interrumpió la dama-, no sé por qué intuyo que estás un poco obsesionada por la edad y dejas que esta te condicione en exceso. Por esa vía –perdona que te diga-, acabarás en la depresión o enterrándote en vida.

-          Te equivocas –repuso la señora-. Mi trabajo y aceptable salud han sido elementos decisivos para afrontar con buen ánimo y sin obsesión la inminencia de la ancianidad, de la que buena prueba son los chequeos periódicos y mis cuatro nietos. Pero una cosa es no comportarse como una vieja de antaño y otra, muy distinta, pasear por la calle Santiago del bracete, con un novio a punto de jubilarse.

-          ¡Uf!, bromeó la joven, ¡vaya cura de rejuvenecimiento!

-          El caso es –prosiguió Carmen primera- que, si así puede decirse, no tengo ninguna culpa de ello. Se trata de un veterano secretario judicial, con el que he coincidido en sala cientos de veces, sin cambiar más que saludos o fórmulas forenses. Pero fue enterarse de que había quedado viuda y pasado el luto, y empezar él con atenciones y encuentros casuales, de modo cada vez más notorio e insistente. Nunca me han gustado esas asiduidades equívocas y más, si se mezclan con actividades profesionales. Pero la mayor sorpresa y embarazo vinieron para mí de donde menos lo esperaba...

-          De tu propia familia, aseveró la dama. Bueno, eso es, cuando menos, lo que he oído en ocasiones comentar a mi madre.

-          La cual, como siempre, ha dado en el clavo. En efecto, chica, lejos de incomodarse, mis hijas han empezado a darme la matraca: que si la soledad es mala; que si el hombre tiene buena facha y parece un caballero... Yo he llegado a pensar que quieren librarse de mí y echarme en los brazos de alguien que me acompañe en la vejez. En fin, por ese y otros motivos, decidí darle al galán algo de cancha. Y, como suele acontecer en estos casos, la tolerancia se volvió afecto y lo provisorio, costumbre. En fin, aquí tienes que, contra toda lógica, el amigo se ha convertido en pretendiente y ya va para tres meses que me ha pedido matrimonio.

-          ¿Es viudo también él?, preguntó la chica.

-          Y de carrera larga. Su mujer falleció hace casi veinte años, de la famosa gripe del año 57. Tiene dos hijos varones, que viven lejos de Castellar, y él se ha bandeado aseadamente con una criada de toda la vida y una limpiadora. Vamos, que no me quiere precisamente como fámula, ni necesita mi dinero para vivir con holgura. Todo parece ser una cuestión de... de afinidades electivas [5].

-          ¡Olé; así me gusta!, exclamó jovialmente Carmen segunda. ¿Y qué ha contestado la novia? ¿O es que todavía te lo estás pensando?

-          La novia no se ha atrevido a dar el paso o, por mejor decir, ha sopesado pros y contras y ha encontrado estos más graves que aquellos. Vamos que, con la mejor de las sonrisas y de las ofertas de amistad sincera, ha dado calabazas al amante impertinente.   

-          ¿Cree correcto, en cosas del cariño, enumerar ventajas e inconvenientes y sopesarlos para decidirse?, inquirió Carmencita.

-          Niña mía –repuso la señora-, quizás los jóvenes podáis, o debáis, deslindar los campos de la cabeza y del corazón. En mi caso, es obvio que no puedo imaginar felicidad o amor, más allá del sentido común y la experiencia. Así que, demos tiempo al tiempo, y poco hará falta que pase para que no estemos ya para veleidades sentimentales, sino para cuidarnos y, si acaso, reunirnos a tomar un café dos veces al mes.

-          Vaya, vaya, con la defensora del amor y las segundas oportunidades, interpeló la dama. Me suena tu comportamiento a aquello de consejos vendo y para mí no tengo.



     La anciana Carmen pareció incomodarse y, por un momento, sus ojos relampaguearon. Sin embargo, se contuvo, miró la hora y despidióse:



-          Creo haber sido sincera y respetuosa en todo momento. De cualquier forma, mi nieto, que no mi amigo, me llama a su lado. Así que tendréis que disculparme. Ha sido un placer compartir con vosotras el día. Ojalá volvamos a reunirnos el año que viene. Y, en cuanto a ti –se dirigió a la joven-, que tengas pleno acierto en lo que decidas y, sobre todo, que no sufras más de lo inevitable.



     Los consabidos besos y rechazo a que la que marchaba pagase las consumiciones. Luego, Carmen tercera suspiró y dijo:



-          Faltan cinco minutos para las cinco. Me parece que, a este paso, la decisión va a ser meramente cosa de dejar pasar el tiempo.

-          ¿Cuánto crees que te esperará?, inquirió la dama, con segundas.

-          Lo ignoro, pero no creo que mucho. Ricardo valora al máximo la puntualidad y se vuelve muy vergonzoso cuando tiene que esperar en público a alguien.

-          Pues mejor que mejor, querida, porque no me vas a dejar con la palabra en la boca. Y también yo tengo una historia que narrar..., si puedo contar con auditorio, naturalmente.



     Carmencita decidió tirar la toalla. Bajó la manga de la blusa, hasta cubrir la esfera del reloj y miró fijamente a la dama, con una sonrisa. Esta se la devolvió y comenzó el relato de sus cuitas.







4. Tormentas a mediodía



-          Como bien sabe la amiga que acaba de dejarnos, yo soy una de tantas víctimas indirectas de la guerra civil en esta ciudad de fachas. Mal que bien, con la ayuda de una mínima beca y los esfuerzos de mi maltratada familia, simultaneé estudios con la colocación en una librería y logré licenciarme en Historia allá por el año 50. Preparé mi doctorado sobre la Guerra de Cuba y el director de la tesis, el benemérito profesor Montalbán, revolvió Roma con Santiago para que pudiese investigar las fuentes americanas sobre el terreno. Un colega suyo se había exiliado y era docente en la Universidad de Illinois. Montalbán le escribió en mi favor; el destinatario se sintió solidario con mi apellido paterno y allá que cruce el Atlántico en vísperas de los acuerdos hispano-americanos [6]. Yo bien creí que me facturaban a algún suburbio de Chicago, pero Urbana resultó ser una preciosa pequeña ciudad en medio del campo y, desde luego, me ganó desde el primer momento y supe que un día volvería allí para quedarme.

-          Lo que, en efecto, sucedió…

-          Claro, tras muchas vacilaciones, pues soy la única hija de mis padres y me tocaba cargar más adelante con ellos, conforme al machismo que impera en este país. Mi hermano no dejó de echarme en cara que les pagase así todo lo que se habían sacrificado por mí, como si él no los hubiese sangrado para montar una pequeña perfumería en los soportales. En fin, cada familia tiene sus cosas, que no es cuestión de airear. El hecho es que, a las bellezas del lugar y la admirable organización y medios de mi Facultad, pronto se añadió un motivo más para quedarme: un motivo llamado Edgar, un ingeniero que daba allá clases de Química Técnica.

-          Bien, suspiró Carmen tercera, ya tenemos los personajes. Veamos ahora el desarrollo de la trama.

-          ¡No me digas que te has dado cuenta de que estoy siendo deliberadamente prolija!, confesó la dama, echándose a reír. Como ya son las cinco y diez, estoy en condiciones de abreviar, no sin demostrarte que, a diferencia de nuestra vieja amiga, yo pongo en práctica lo que aconsejo.

-          Adelante, pues. Soy todo oídos y hasta estoy dispuesta a tomarte apuntes.

-          Vamos allá. Los primeros tiempos con Edgar fueron muy satisfactorios. Cada uno se ocupaba en sus estudios y tareas, compartíamos las labores de la casa y comunes aficiones y, en fin, tuvimos dos hijos encantadores. Eso duró lo que mi esposo tardó en empeñarse en convertirme en ama de casa con dedicación exclusiva y, sucesivamente, en aislarme de las pocas amistades que había ido haciendo y en tontear o intimar con las alumnas más proclives a ello.

-          O sea, interpretó la joven, una especie de sátrapa celtibérico con pasaporte americano.

-          O el típico marido absorbente de cualquier parte del mundo, que no resiste la tentación de hacer de menos a su esposa por todos los medios, para encumbrarse él artificiosamente. Y lo curioso es que no se trataba de un don nadie, a quien yo pudiera eclipsar… La cosa es que yo aguanté cuanto pude, en interés de los niños, hasta que constaté que mi paciencia era contraproducente, pues los chicos se percataban de la tensión doméstica, tomaban partido por su padre o por mí y, en resumen, empezaban a reproducir en ellos lo que yo detestaba en Edgar. Así que tomé por la calle del medio y solicité el divorcio.

-          Feliz tú, que vives en un país que lo permite.

-          Divorcio, separación, mandar a paseo… Para los efectos, es lo mismo. Lo que yo quiero recalcar es que no hay unión en el mundo, bendecida o no, que merezca sobrevivir a la dignidad personal y a la irreversible pérdida del amor y la confianza mutua.

-          Vamos, que lo importante no es que la persona amada sea la primera o la diecisiete, sino que efectivamente la quieras y viceversa.

-          Algo por el estilo. No te ocultaré que tal independencia de criterio y valor frente a la adversidad sentimental cursan con dolor y dureza. A la postre, empero, es la única forma sabia y decente de afrontar una verdad indudable, conocida –pero escondida- desde que el mundo es mundo: que la existencia del amor implica la del desamor; que lo usual es que el tiempo pueda con el cariño y no viceversa.

-          Verdades que yo ya he conocido en mi propia vida y que tú estás definiendo esta tarde y pidiéndome que asuma con total normalidad.

-          Querida –matizó la Uceda, con afecto casi maternal-, no siempre amor y desamor se deslindan nítidamente, ni se sabe qué capacidad de aguante y sufrimiento podemos generar. Solo estoy segura de algo, que desearía transmitirte, al menos, para que reflexiones sobre ello: La duración del amor ha de ser un contraste del mismo, no una exigencia servil.

-          Pero, ¿no merecerá algún sacrificio, o algún atento cuidado?

-          Eso, Carmen, solo tú puedes contestarlo. Tú y Ricardo, por supuesto.



     Como se ve, el diálogo empezaba a perderse en vericuetos inextricables. Las dos mujeres lo comprendieron así y, de forma concorde, hicieron el gesto de llamar al camarero para que les trajera la cuenta. Lógicamente, Carmen Uceda impuso su ley y cerró la conversación de forma abierta, si vale la paradoja:



-          A ver si el año que viene podemos continuar la charla. A poco que podamos, niña mía, tendremos algún hombre a nuestros pies. Falta por ver si el tuyo se seguirá llamando Ricardo.



     Se despidieron cariñosamente a la puerta del Rívoli y siguieron rutas opuestas, sin volver la vista atrás.





5. Una conclusión



     La profesora Uceda notó que le daban un golpecito en el costado, a la vez que susurrábanle al oído:



-          Carmen, despierta, que está acabando el rollo de la poetisa.



     Recuperó la conciencia a duras penas y respondió:



-          Gracias, Lola. Con esto de los viajes en avión  y el cambio de hora, me quedo traspuesta en cualquier parte.

-          Y más, si te sueltan una conferencia intragable. ¡Cincuenta minutos!



     Carmen acabó de despertar justo a tiempo de participar en la ovación de circunstancias que siguió al final de la exposición pública. Se unió a la corriente de condiscípulas que desalojaba el salón de actos del Instituto, pero la paró un sujeto de unos cuarenta años, que se le presentó como catedrático de Historia:



-          Profesora Uceda, es un placer saludarla. En nombre de la Dirección del  Centro y del claustro de profesores, quiero invitarla a que dé la conferencia del próximo año. Su ejecutoria es un honor para la Asociación de Antiguas Alumnas y para el “Núñez de la Encina” en general...



     La invitada tuvo la impresión de protagonizar un déjà vu [7], aunque su interlocutor presente no tuviera la imagen del viejo Ripperdá. Le respondió de forma breve y ambigua, no sin manifestar su agradecimiento por la oferta. Bajó las escaleras con más prisa de la que aconsejaba la evidente torpeza por su artritis y, ya en el zaguán, algo le hizo mirar en derredor, en busca de un rostro anciano y amigo. Efectivamente, lo encontró, pero no en la persona de una vecina olvidada, sino de sus compañeras de curso, Lola y Feli, que la esperaban, para ir juntas hasta el restaurante. Sus siluetas le quedaban de perfil, con la estatua de Felipe II al fondo. Carmen no pudo menos de pensar que la antigüedad del monarca hacía juego con la vejez de aquellos rostros ajados, de aquellos bustos lacios, que una vez pasearon su lozanía con orgullo por la Acera de Recoletos. Y sus amigas no eran otra cosa que el espejo de su propia decrepitud, largas sombras que trazaba el sol poniente, al hundirse de modo irremisible en el horizonte.



     Simuló recomponer por unos momentos su peinado, para apaciguar aquel corazón suyo, tan explosivo, que parecía querer salírsele por la boca. Y entonces vio, tan claro como el agua de sus ojos, que el sueño del paraninfo no era otra cosa que la película de su vida, apenas alterada por el simbolismo onírico o, tal vez, por su propensión innata a la fabulación. Pero ella era fuerte y aquel, un día de fiesta. Se acercó sonriendo a las expectantes y tarareó maquinalmente:



...Porque todo llega a su fin.

Después de un día triste

Llega otro feliz [8].





[1]  Una de las sedes principales de la Universidad estatal de Illinois (EE.UU.). La alusión de Carmen Uceda nos permite ya suponer con fundamento que ella fuese profesora de tan ilustre Centro docente.
[2]  A efectos de diversificar las alusiones, me refiero también a Carmen primera  como la señora; a Carmen segunda, como la dama, y a Carmen tercera, como la joven, la chica o Carmencita.
[3]  Obvia alusión a la canción del mismo título, con la que Gigliola Cinquetti ganó los festivales de San Remo y Eurovisión en 1963, unos años antes de los hechos relatados por Carmen tercera. El texto de esa pieza hace alusión a la conveniencia de esperar unos años, para vivir un amor pleno y adulto.
[4]  Como es conocido, el divorcio no se reimplantó en España, hasta 1981. Recuérdese que nuestras Cármenes estaban viviendo en el año 197...
[5]  Alusión de Carmen a la famosa novela de J.W. Goethe (1809), en mi opinión, traída un poco por los pelos.
[6]  Con casi total seguridad, Carmen Uceda alude al Tratado de amistad y cooperación entre España y EE.UU., de septiembre de 1953.
[7]  Me permito aclarar que se trata de la paramnesia, o sensación –real o puramente imaginaria- de haber vivido o conocido ya lo que se está experimentando en el presente.
[8]  Fragmento de la letra de la canción  El baúl de los recuerdos (1969), de Tony Luz, que popularizó la cantante Karina.

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