viernes, 11 de mayo de 2012

EL DÍA DE SAN CRISPÍN






El día de San Crispín



Por Federico Bello Landrove



     Pocas arengas más conocidas y emocionantes que la que –según Shakespeare- dirigió Enrique V de Inglaterra a sus menguadas tropas antes de la batalla de Azincourt[1]. Tomando pie en las ideas reflejadas en ese hermosísimo texto[2], este cuento traslada el escenario a otro actual y menos bélico, y  el autor no se compromete a que el desenlace sea tan positivo y glorioso para el protagonista, como lo fue para el rey Harry. 




     Aunque respondiese al sonoro nombre de Crispín Valledor, lo cierto es que en su vida activa no había pasado de bedel del Instituto. Él lo achacaba a la pobreza familiar[3], pero tenía que reconocer que sus esfuerzos intelectuales habían sido el fruto de una vocación tardía. Fue a raíz de un impensable atrevimiento, propiciado por la amabilidad que le mostraba doña Rosario, la catedrática de Lengua y Literatura, con la que llevaba veinte años compartiendo aulas y claustros, alumnos y fatigas. Todavía recordaba aquella mañana en que, haciendo uso de innata cortesía, se había pasado por la sala de profesores para dar la bienvenida y ofrecerse a la nueva docente, todavía joven, aunque con un currículo dilatado en otras localidades:



-          Perdone la intromisión, señora Hontanar, pero quiero presentarme a usted y ponerme a su disposición, para lo que pueda necesitar. Soy Valledor, el bedel más antiguo del Instituto.

-          ¡Ah!, muchísimas gracias. No dude de que le daré la lata bastante, hasta que me vaya haciendo con el lugar y sus gentes.

-          Seguro que no tiene problemas para ello, pues el personal y el ambiente son buenos. Además, es usted joven y eso es buena cosa para adaptarse a las novedades.

-          ¡Huy joven! Por la cuarentena ando; así que podría ser la madre de muchos de mis alumnos.

-          Nadie lo diría al verla. En fin, si se le ofrece algo, no tiene más que llamarme.

-          Reitero mi gratitud y quedo a la recíproca.



     De aquel diálogo, al comienzo de sus inquietudes culturales, habían transcurrido varios años, en los que, entre la profesora y el ordenanza, había nacido una corriente de simpatía mutua, con ocasionales muestras de afecto. Crispín no podía olvidar la visita que doña Rosario hizo a su madre, en la última enfermedad, para charlar con ella y llevarle un apetitoso pastel de manzana que acababa de hornear en casa con las reinetas del pueblo, mentira piadosa de una nefasta cocinera que, sin  embargo, quería tener una atención con el paladar de la enferma. Por su parte, el bedel había extremado cortesía y palique en la difícil época del divorcio de la profesora, cuyos hijos, ya mayorcitos, habían preferido la compañía del padre. Ella había agradecido su dedicación, nacida seguramente de sentirse colegas de soledad, pues Crispín era un soltero vocacional:



-          Pero tú no has sentido la frustración de la ruptura ni la tristeza del nido vacío. Eres un solterón empedernido y egoísta.



     Crispín se echó a reír y replicó con picardía:



-          ¿Quién sabe? Ahora que me he quedado solo al morir mi madre...

-          No me digas. Pues, si pasas por la vicaría, estoy dispuesta a servirte de madrina.



     La doctora Hontanar estaba en lo cierto. Los años pasaban y Crispín no buscaba otra compañía asidua que la de sus canarios. Pero vayamos al día del impensable atrevimiento aludido al principio. Había sido cuando suprimieron la mili obligatoria. Los alumnos estaban exultantes y doña Rosario lo comentó con Crispín:



-          Dicen que era una pérdida de tiempo y una escuela de malas costumbres -apuntó la profesora-. ¿Qué opinas tú?

-          ¡Uf!, la mía queda ya muy lejos. Yo no lo pasé tan mal y hasta tengo buenos recuerdos. Muchos de ellos los conservo por escrito.



     Valledor se dio cuenta al punto de que había ido demasiado lejos:



-          ¿Qué me dices? ¿Has plasmado en forma de cuentos tu servicio militar?



     No hubo manera de evitar el bochorno, ni aun alegando la dificultad de encontrarlos. Las Historias de la mili, escritas a máquina y ordenadas en una carpeta de anillas, fueron a parar bajo los sorprendidos e interesados ojos de la especialista en Literatura. Se las devolvió días después con una amplia sonrisa:



-          Un documento sociológico de primera mano que, entre otras cosas, revela tu capacidad de aguante y tu buen corazón. ¿No se te ha ocurrido nunca transcribir tus memorias del Instituto?

-          Mujer, doña Rosario, me debo al secreto profesional y, por otra parte, yo... sin estudios... Vamos que me cuesta horrores escribir algo en serio.

-          Eso es porque te falta preparación. Ahora que tienes tiempo, ¿por qué no haces el bachillerato para mayores? Y, de ahí, a la Universidad y a la fama.



     Crispín no sabía si hablaba en broma o en serio, hasta que la profesora apostilló:



-          Si te decides, cuenta conmigo en la parte de Lengua. Y seguro que otros compañeros te ayudarán en sus asignaturas. Ya sabes que en el Instituto cuentas con gran estima.



     Dicho y hecho. El gusanillo de los estudios royó fulminantemente su corteza de edad y de inercia, y se matriculó. Aunque la memoria empezaba a fallarle, el amor propio y la capacidad de comprensión le hicieron fácil la superación de la prueba. Complementariamente, se le abrieron nuevos campos de interés: la lectura, el cine, las bellas artes. Doña Rosario (por favor, llámame Rosario, aunque me trates de usted) le sugería obras y le prestaba libros. Y así fue como un día, mientras le arreglaba en casa un grifo que goteaba...



-          Crispín, ¿cómo es que todo el mundo en el Instituto te llama solo por tu apellido?

-          Por la guasa del nombre. ¿Se figura usted el choteo de los chicos?

-          Pues a mí no me disgusta. Es más, me recuerda a Shakespeare.

-          ¿Pues no se llamaba Guillermo?

-          Claro, hombre, pero hizo respetable y famoso en todo el mundo de habla inglesa el día de San Crispín.



     La doctora salió del baño en reparación, regresando a los pocos momentos con el volumen de obras completas del gran dramaturgo. Lo abrió por el lugar pertinente y, con voz sonora y no exenta de emoción, leyó la vibrante arenga del rey Enrique V a sus guerreros. El improvisado fontanero, que no había captado mucho, así de golpe, solo comentó:



-          Ahora, es el 25 de octubre. A saber cuándo era San Crispín en tiempos de María Castaña.



     Rosario, un poco frustrada como actriz por el superficial comentario de su auditorio, cerró el voluminoso tomo y replicó:



-          Mira en los libros de Historia cuándo tuvo lugar la batalla de Agincourt y tendrás la respuesta.



     Ignoro si el bueno de Valledor hizo la comprobación sugerida. De lo que sí estoy cierto es de que, un par de años más tarde, aprovechando la maravillosa ocasión de la jubilación anticipada, se marchó para su casa con sesenta otoños, como él decía. Rosario se sintió un poco sola; y eso que hubo las promesas consabidas:



-          Valledor, no nos olvide; ya sabe que se le quiere.

-          Lo sé, señor director. No olvidaré el camino: han sido treinta y cinco años.



-          Llámame con frecuencia. Quiero saber cómo marchan tus estudios y aconsejarte en lo que necesites.

-          Descuide, doña Rosario. Y usted, lo mismo, cuando le falle la ducha o no le funcione la plancha.

-          Eres el demonio. Lo que tienes que hacer es preparar el ingreso a la Universidad, no irte al Hogar a jugar al tute, como casi todos los pensionistas.

-          De eso, puede estar segura. Para mí, el rival de los libros no es la baraja, sino la caña de pescar.



     A la postre, Crispín no volvió a pisar el Instituto y solo hizo un par de llamadas a Rosario, para felicitarla por su cumpleaños. Ella decía que ya era mala sombra recordar aquel día tan peliagudo para alguien de su edad. Eso sí, Crispín aprobó el examen de acceso para mayores de veinticinco años y se matriculó en Historia. Por consiguiente, no es dudoso que acabaría sabiendo la fecha de Agincourt.



***





     Entre opacidades y cataratas, no era capaz de identificar de lejos a nadie. Con todo, habría jurado que aquella señora que, rodeada por tres mozalbetes, forcejeaba con ellos era doña Rosario. Tal vez estuviera equivocado y ni de un rifirrafe se tratara, ya que los usuarios del parque y los paseantes no parecían prestar el menor interés. Si acaso, alguno se paraba y quedaba como expectante. Por más que… Sí, no cabía duda: si los ojos le fallaban, su oído era aún agudo y percibía la voz, alta e indignada, de la señora.



     Apresuró el paso, notando como su corazón latía con fuerza y parecía dilatarse hasta comprimir la garganta. Uno de los muchachos tiraba violentamente del asa del bolso femenino, en tanto otro sujetaba a la víctima y un tercero hacía pantalla y miraba desafiante a una pareja que se había detenido a su altura. Crispín lo tenía de espaldas; así que se acercó sin ser notado y le sacudió con la cartera en el occipucio. El sujeto acusó el golpe y dio la vuelta, llevándose la mano a la nuca.



-          ¡Serás cabrón! Ábrete inmediatamente o te rajo, gritó.



     Pero malamente iba a ser esa la decisión del ordenanza ilustrado, pues ahora estaba seguro. La dama que defendía su propiedad y que acababa de caer rodilla en tierra, era la profesora Hontanar.



     A partir de ahí, todo se desarrolló en un instante. Crispín agarró el bolso, que Rosario había finalmente soltado. Ella empezó a gritar pidiendo auxilio. Los ladrones golpearon repetidamente a Valledor. Los circunstantes se miraron unos a otros con cara de perplejidad y alguno hasta sacó el teléfono móvil. Los agentes de policía siguieron poniendo multas por aparcamiento indebido y patrullando la ciudad en coche, como era su deber. Y el bolso voló.



     Dos horas más tarde, casi toda el agua había vuelto a su cauce. Doña Rosario y Crispín habían sido atendidos de urgencia, con profusión de desinfectantes y apósitos. Los pasivos espectadores habían recogido –y devuelto a su dueña- el bolso, naturalmente, horro de dinero. Los policías habían levantado el pertinente atestado. Y los lesionados, aunque asustados y doloridos, celebraban en una cafetería el feliz acontecimiento de haberse reencontrado.



-          Es emocionante tener un paladín tan decidido, aseveraba la doctora Hontanar. Ahora bien, ¿cómo rayos se te ocurre enfrentarte con tres delincuentes jóvenes y sin apoyo alguno de otras personas?

-          Allá cada cual con su conciencia, repuso Crispín. Las pocas veces que he hecho algo fuera de lo común, o he estado solo, o hemos sido unos pocos.

-          También es casualidad que me hayas vuelto a ver en ocasión tan comprometida. Vas a recordarla durante mucho tiempo.



     Crispín Valledor sacó pecho:



-          Lo habría hecho por cualquiera que estuviese en tu misma situación. Y me acordaré del día de hoy, como me acuerdo del primer día que llegaste al Instituto.



     El día de hoy. Rosario, un poco colorada ante las últimas palabras de Crispín, repasó mentalmente el calendario. ¿Qué día era hoy?



     Recordó y se echó a reír inconteniblemente, al tiempo que posaba su mano sobre la tumefacta de su defensor:



     Era 25 de octubre, el día de San Crispín.






[1] La batalla de Azincourt, o Agincourt, se desarrolló el 25 de octubre de 1415 y constituyó un inesperado y total triunfo del bando inglés, acaudillado por el rey Enrique V, contra las mucho más numerosas tropas francesas.
[2]  Se encuentra en el acto IV, escena tercera,  del Enrique V de Shakespeare.
[3]  Tal vez fueran zapateros, lo que explicaría el nombre de Crispín, en honor de su santo Patrono.

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