sábado, 28 de abril de 2012

EL CÓDIGO DEL HONOR (Segunda entrega)




El código del honor (entrega segunda)

Por Federico Bello Landrove



-          Supongo que la familia tendría que sentirse agradecida por ello, y por devolverle las pertenencias más personales de su hijo.

-          Más que eso. Muerto Tomoru, su padre le debe a usted la concesión de un deseo, por áspero o difícil que le resulte. Será una orden para él, como lo hubiera sido para su hijo, de seguir vivo; será… una cuestión de honor.

-          Por mí, puede quedar tranquilo el señor Sumiki. No pienso ir a visitarlo, como no sea para hacerle entrega de esta hermosa wakizashi.

     Endo se encogió de hombros, como no comprendiendo mi desprendimiento. Luego, me miró con ojos maliciosos y prosiguió:

-          Claro está que también usted habría contraído un deber moral, de haber matado en el singular combate a su antagonista.

-         

-          Pues el de casarse con la joven a que el difunto estuviese prometido antes del duelo. Bueno, casarse, o convertirla en su amante, dándole cobijo y descendencia, en el lugar de su novio muerto.

-          No tenía ni idea…

-          La verdad es que no es una regla inapelable dentro del bushidō, pero los paladines más puntillosos con su honor así lo cumplieron antaño. Por más que… ¿le confesó Tomoru que estaba prometido, antes de iniciarse el duelo?

-          No. ¿Por qué?

-          Porque así no le dio oportunidad de conocer los deberes que asumía y optar por renunciar al duelo a causa de ellos… ¿Quién será la novia? De familia ilustre, desde luego, pero… Keiko, ¿Keiko qué?

-          Ni idea. Desconozco el apellido, la procedencia y todo sobre ella, repuse con evidente falsedad.

-          Lástima. Como amante, podría hacerle la vida grata mientras viva usted entre nosotros. Y, ¿quién sabe? Tal vez ella necesite ayuda de todo tipo. Las cosas están muy mal en Japón, como bien sabe.

-          ¡Bah!, dejemos el tema –concluí, intentando ocultar lo molesto que me sentía por su maliciosa impertinencia-. Ya le he dicho que yo no lo maté, sino que murió por la patria y el emperador.

***

     No hace falta decir que mi conversación con el señor Endo fue la clave de la decisión que tomé, días más tarde. En esquema, mi camino pasaba por las siguientes etapas: viajar hasta Kobe para saludar a la familia de Tomoru y completar la devolución de sus cosas con la entrega de la wakizashi; confesar falazmente que nuestro duelo había terminado, de un modo u otro, con la muerte del teniente; cumplimentar a Keiko, procurar conocerla lo mejor posible y saber de su actual estado económico y moral; finalmente, y en función de todo lo anterior, volverme por donde había venido, o reclamar mi derecho como letal retador de un samurái prometido en matrimonio. Las piezas encajaban al fin, el equilibrio se conseguía…, solo que en el filo de la navaja o, por mejor decir, de la espada ceremonial.

     Pedí una semana de permiso y tomé el tren hasta Kobe, donde me alojé en el famoso Hotel Oriental, patrimonio casi exclusivo a la sazón de empresarios y altos militares americanos. Para pasar más desapercibido, vestía de paisano, aunque con el uniforme en la maleta. Por supuesto, llevaba también la wakizashi y cuantas referencias pude obtener sobre los abundantes Sumikis de Kobe. El resto era cosa de indagarlo sobre el terreno.

    Obviaré los trámites. La persona que buscaba resultó ser Kaoru Sumiki, alto empleado de los astilleros Mitsubishi, el famoso zaibatsu[1] en vías de desmantelamiento. Su casa, en el exclusivo distrito de Kitano, era una mansión de madera clara, con espectaculares miradores encristalados, porche de columnillas y amplio jardín en derredor, todo lo cual me recordó –en más lujoso- a las viviendas de las familias bien de los pueblos del interior de California. Cierto que la casa Sumiki parecía ajada, como una señorona venida a menos, pero aún tenía suficiente prestancia  para impresionar a un capitán, hijo de gasolinero.

     Presentarme ante un hermano de Tomoru y arremolinarse toda la familia en torno mío, entre llantos y zalemas fue todo uno. Hubo de salir el padre de familia y poner orden en aquel galimatías, ordenando retirarse a todos, salvo al hijo mayor, y mandarme pasar al amplio salón, totalmente amueblado a la occidental. Hice ademán de quitarme los zapatos, que el anfitrión agradeció, pero juzgó innecesario.

     Tras confirmar que se trataba de la persona que había asistido a su hijo en los últimos momentos y les había hecho llegar sus pertenencias con una nota de pésame, el señor Sumiki mandó regresar al resto de la familia, quienes fueron tomando asiento en torno a la gran mesa de comedor o permanecieron de pie, ante el trío de protagonistas. Decidí llevar mi visita de forma teatral, dejando la wakizashi –celosamente empaquetada- para el final. Relaté puntual y verazmente mi cautiverio, pero puse el duelo al final del mismo, como provocado y llevado hasta la muerte por decisión del capitán Tomiyoshi. Por tanto, coloqué las confidencias de Tomoru y nuestra amistad antes del combate, para explicar mi conocimiento de su vida y expresar lo indeseado de la lid. Finalmente, inventé un entierro con honores militares y el inmediato ataque de mis compañeros, con la consiguiente derrota de los nipones.

     Aunque contenidos y respetuosos, no dejé de sentir sobre mí la descarga de su odio visceral, como oía los sollozos de algunos familiares. Era el momento:

-          El aprecio que llegué a sentir por Tomoru ha inspirado una decisión, que espero comprendan ustedes. No quería que algo tan familiar e íntimo como su espada ceremonial pasase, con lo demás, a manos inciertas, de modo que pudiese no llegar a su destino. Pedí a Dios que me conservase la vida hasta el día de hoy, para poder entregar, personal y directamente, este objeto.

     Y, abriendo el paquete, así con ambas manos la espada y, de pie, cara a cara, se la entregué al señor Sumiki.

     Recibí de manera hierática las palabras de agradecimiento del padre y, concluidas que fueron, rechacé todos los ofrecimientos de ser su huésped. Era el momento más peliagudo y traté de hacerme entender, sin que comprendieran nada de mis intenciones:

-          Tomoru, antes de morir, me transmitió unas palabras para su prometida, Keiko. Hacérselas llegar es mi segundo penoso deber en Kobe. Claro que no quiero cumplir con él, si ella ha cambiado de estado en forma tal, que el recuerdo sea ya inconveniente.

-          No así, capitán –repuso el señor Sumiki-. Keiko permanece soltera y en relación con mi familia. Tendré mucho gusto en ponerme en contacto con ella para anunciarle su visita y, si usted lo considera oportuno, acompañarle.

-          Juzgo innecesario esto último, señor. Bastará con que me facilite su nombre completo, su dirección y el número de teléfono, si lo tiene. Lo que sí le ruego es que haga las gestiones previas a la mayor brevedad, pues mi estancia en Kobe será muy breve.

     El señor Sumiki hizo una seña a su primogénito, que extrajo una libreta, en la que, con caracteres occidentales, anotó los datos pedidos, arrancó la hoja y me la entregó. Inmediatamente, me levanté, formulé nuevamente mis condolencias y di por concluida la visita. Al traspasar la valla del jardín de la casa, aún permanecía casi toda la familia en el porche, en actitud tácita, pero cortés, de despedida. Me sentí algo mal, por haberles hecho víctimas de un engaño y, más aún, instrumentos de un encuentro sentimental. De todas formas, mis arrepentimientos duran poco. Ya en el taxi hacia el hotel tomé la decisión de no esperar los preámbulos acordados con Sumiki. Llamaría yo esa misma tarde a la señorita Keiko Chigai. No había tiempo que perder. 





4.   El enemigo enamorado



     Lo pensé mejor al llegar al hotel y concluí que no era buena idea la de presentarme ante Keiko, sin las referencias del señor Sumiki, ni saber nada de ella. Después de todo, las confidencias y fotografías de Tomoru tenían varios años de antigüedad; los suficientes, como para terminar escaldado o, cuando menos, desilusionado. Como buen militar, decidí salir en descubierta, vale decir, reconocer el terreno antes de trabar contacto con la enemiga. Pergeñé las grandes líneas del plan, que arrancaban de personarme en la vecindad de Keiko e indagar.

     A eso de las ocho de la mañana, me hallaba ya frente a la casa de la chica, en el barrio de Hyōgo. Como tantos otros edificios de la zona, presentaba las dolorosas heridas de nuestros bombardeos. Parte de la fachada estaba apuntalada y la escalera aún conservaba zonas desprendidas de la balaustrada. Pudo haber sido un buen inmueble de cuatro plantas antes de la guerra, pero ahora era poco más que una ruina.

     Mi primera intención fue la de abordar a la portera, pero allí no parecía haber nadie que fungiese de tan socorrido oficio. Hube de conformarme con una señora de mediana edad, que llevaba al brazo una amplia y aún vacía bolsa de la compra. Tuve la suerte de que le cayera en gracia mi extranjería, sobre todo cuando, evitando incomodarla, le rogué que me respondiera según caminábamos juntos hacia el mercado y –contra los usos de su país- le llevé gentilmente la bolsa:

-          Keiko Chigai, sí, sí: la joven del tercero centro. Vive con su madre. Bueno, antes la familia era más numerosa, la abuela, el padre, dos hermanos. Ya conoce usted nuestro sino. La enfermedad o la guerra han ido destruyendo vidas y haciendas. El padre de la muchacha murió precisamente en el gran bombardeo de marzo del año pasado. Era profesor de la Universidad, un hombre muy atento… ¿Y dice usted que es pariente de Keiko?

-          A la vista está que no –repliqué sonriente-. Digo que, en los Estados Unidos, soy vecino de unos lejanos familiares suyos, que emigraron hace muchos años. Cuando se enteraron de que venía a Japón como técnico agrícola, me pidieron que visitara a los Chigai y aquí me tiene.

-          ¡Técnico agrícola! Y yo que me figuraba que fuera usted militar…

-          Pues no. Estoy trabajando en la reforma agraria, codo con codo con el ministro Wada.

     Aquella verdad a medias acabó por derribar las defensas de la vecina. Por más que sus compras fuesen interminables, llenas de dudas y regateos, no le faltaba conversación ni por un momento. Junto a otras muchas cosas, pude oír lo que me interesaba. A raíz de la guerra, Keiko se había comprometido con un joven que partía para el frente; había dejado los estudios y se empleó en las industrias Kawasaki, dentro del esfuerzo de guerra de tantas japonesas de entonces. Luego, los hermanos, muertos en la contienda; la abuela, de enfermedad y malnutrición; el padre, en un bombardeo. ¿Qué era de ella ahora? Pues se había empleado en una pequeña empresa de limpiezas y andaba pasando la escoba y la bayeta donde la mandaban: casas particulares, bares, oficinas…, lo que saliera. Por cierto, su prometido había muerto en campaña, pero a la chica no se le conocía nuevo novio.

-          ¿Y su madre?, inquirí.

-          Es una buena mujer, un poco confianzuda y pedigüeña, si me permite decirlo. Está mal de las piernas y sale poco de casa. Si ha de saludarla, ahora sería un buen momento.

     Bendije la oportunidad para liberarme de la charla inagotable de mi informadora. Retorné la bolsa, le compré en señal de agradecimiento unos tomates y desanduve el camino, para visitar a la señora Chigai. Aún oí a lo lejos la voz de su vecina:

-          ¡Recuerde, tercero centro! ¡Un llamador en forma de dragón! 

***

     Con la mamá de Keiko, las cosas me fueron mucho más fáciles de lo esperado:

-          ¡Ah, es usted el americano! Ya nos anunció anoche el señor Sumiki su visita, aunque cogió el recado mi hija y no me dio muchos detalles de su propósito.

-          ¿Así que las telefoneó?, pregunté, cambiando descaradamente el derrotero de la conversación.

-          No tenemos teléfono. Nos hizo llegar una nota por un empleado.

     Si con su vecina había sobreabundado la charla, con la señora Chigai los silencios llegaron a resultarme embarazosos. Lo único que me interesaba saber –dónde estaba trabajando Keiko, o a qué hora regresaría- cabía en medio minuto. Todo lo demás eran cortesías fútiles y elusiones por mi parte a sus indirectas. Me excusé, pues, lo antes que pude y me despedí, no sin antes hacerle entrega de un pollo entero, adquirido en una tienda próxima. La pobre mujer no precisó para aceptarlo de mis referencias a su dificultad para salir a comprar. Se deshizo en alusiones a la anterior riqueza de su casa y a las desgracias que sobre ella habían caído:

-          Hubo un tiempo en que la familia de mi marido eran daimios[2], del ilustre clan Aso, descendientes del primer emperador, Jimmu. Mire, mire.

     Y, señalando hacia la desconchada pared, fijó mi atención en un tapiz, con el bordado de dos cuadrados en punta entrelazados.







[1]  Expresión traducible por cártel o grupo de empresas, esencial en el Japón y contra el que lucharon (bastante infructuosamente, por cierto) las autoridades americanas de ocupación, como contrario a la economía de mercado y proclive al militarismo.
[2]  Palabra japonesa para referirse a los nobles de título, frecuentemente dotados de funciones feudales. La nobleza fue abolida en Japón por leyes posteriores a la II Guerra Mundial.

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