sábado, 4 de febrero de 2012

RELACIONES DE TRANSFERENCIA


Relaciones de transferencia

Por Federico Bello Landrove

     Para intentar comprender las relaciones de transferencia hay varias formas, casi todas abstrusas. La que les propongo en este cuento, con la inestimable ayuda de dos famosas canciones, me parece relativamente fácil de entender. Si, además, les resulta amena, me sentiré muy complacido.



      Aunque hubiese procurado mantenerlo en secreto, en una ciudad como Castellar tal cosa era imposible; todavía más, siendo él una persona relativamente notoria, catedrático de Filosofía en uno de los Institutos y adjunto de la asignatura en la Universidad. De forma que lo sucedido durante el verano era ya de dominio público en vacaciones de Navidad: su esposa le había abandonado, en unión de sus pequeños hijos.

     No sería por falta de advertencias; incluso él mismo había reflexionado sobre su futuro matrimonio hasta la extenuación, conforme a su costumbre de argumentar en voz baja, tomando la noche como momento y la cama como palestra. Era –y él lo sabía- la mejor forma de engolfarse en el hallazgo y ponderación de los pros y los contras, para acabar repitiéndose las mismas ideas, medio mareado y sentado en el sillón del cuarto de estar. Al final, la filosofía –con minúscula- acabaría imponiéndose: aquella de tomar la casualidad por la voz de la sabiduría y la experiencia como marchamo del acierto. Sabía mejor que nadie aquello de la incomprensión racional de las razones del corazón.

     Sin necesidad de estar doctorada en su asignatura, la madre del profesor ya le había advertido: con treinta y tantos años y su posición, le sobraban pretendientes mucho más próximas e inexpertas que aquella profesora de matemáticas de Múnich, más o menos de su edad, físicamente seductora en verdad, pero escasamente preparada para adaptarse al papel de ama de casa en una pequeña ciudad española de principios de los setenta –del siglo XX-. Comprendiendo que era inútil tratar de disuadir a su hijo, doña Blanca le aconsejó:

-         Por lo menos, tened niños cuanto antes. Ya no sois ningunos críos y los hijos entretienen mucho.
-         Y también unen mucho, agregó Víctor, el profesor.
-         Eso depende, replicó su madre, que había conocido de todo a este respecto.

     Tuvieron dos hijos en dos años, pero había podido más la asfixia que Katharina sufría en tierras castellanas, sin otros horizontes que la casa y algunas clases particulares que se había ido agenciando entre los vecinos. Víctor era poco sociable y su familia no congeniaba con la alemana, como generalmente la llamaban. Las relaciones conyugales se habían ido agriando, entre reproches y desamor: que si Víctor se entretenía demasiado en las clases y ello sería por alguna alumna en exceso amistosa; que si Katharina tomaba ir de compras por distracción habitual y eso era cosa que ni un buen sueldo podía soportar; que si los niños habían de ser educados así o asá, a la española o a la europea. Víctor se sentía abrumado y sin capacidad de respuesta; tan pronto optaba por minimizar la importancia de las desavenencias, como se dejaba absorber por el trabajo como terapia, o entraba al trapo de la alemana y discutían cada vez con mayor virulencia. Tras algunos avisos en tal sentido, que él no tomó muy en serio, ella partió, como todos los años, hacia Baviera tan pronto el niño mayor acabó el colegio y, desde allí, le mandó una carta de su puño y letra pero claramente dirigida por algún abogado, comunicándole su voluntad de poner fin al matrimonio y quedarse con la custodia de los hijos.

     Víctor, con la sensación de estar viviendo una pesadilla, se desplazó hasta Múnich inmediatamente, pero encontró un muro de terquedad y reserva, favorecido por la decisión de Katharina de encontrarse lo menos posible a solas con él. A cambio de no reclamarle otra compensación económica que la congrua para sostener a sus hijos, hubo de transigir con la tramitación del divorcio en tierras alemanas –dado que en España no existe, hoy por hoy- y visitar a los niños en tierra materna, ante la desconfianza manifestada hacia la patriarcal legislación española. Una de las pocas veces que pudo hablar francamente con Käthe, le hizo la pregunta que le venía quemando desde que supo de su huida:

-         ¿Es por algo que he hecho mal, o es que hay alguien más?

     Katharina pareció sentirse conmovida por la primera parte de la pregunta y contestó educadamente:

-         No te reproches lo sucedido. Simplemente, se acabó. Todo tiene su fin.

     Víctor se quedó rumiando el final de la frase, sin ganas de insistir en lo de que existiera otra persona. No quería dar la falsa sensación de sentir celos y, además, tiempo habría de enterarse.

     Cuando subió al autobús en la estación muniquesa, sentía por encima de todo haber cedido tanto, que habría de arrepentirse de su condescendencia. Luego, en aquel habitáculo atestado de emigrantes en vacaciones, fue relajándose y valorando los efectos positivos de su batacazo, principalmente, las amplias posibilidades  de volver a empezar, dando tiempo al tiempo y aprovechando la experiencia. Cierto: ahora andaba por los cuarenta y cinco y los rostros de sus hijos parecían asomarse, una y otra vez, al cristal de la ventanilla; pero, por encima de todo, cuatro palabras martilleaban en su cerebro, como si no las hubiese oído hasta entonces: todo tiene su fin. Verdad incontestable, que él, por muy profesor de Filosofía que fuese, siempre había dejado fuera de su propia vida y de su no menos ineluctable muerte; verdad que parecía no encajar con el amor, al menos, a título de valor y de concepto. Y es que él era bastante dado a mezclar la lógica con el romanticismo.

     El vecino de asiento, con un día entero de viaje por delante, no resistió más el silencio; bruscamente se dirigió a Víctor:

-         ¿Qué, de vacaciones a España?
-         Más o menos; vuelvo a Castellar.

     Un buen bocadillo de chorizo supuso el comienzo de una efímera amistad.

***

     Inmaculada Valdoviño era una alumna aventajada del Instituto Bachiller Honduras. Allí había coincidido con el profesor Víctor Alpuente, cuando su vida alcanzaba la edad poética de los quince años, es decir, en el último curso de su bachiller. Ella era una gran aficionada a la literatura y la historia, que no concedía mayor interés a los silogismos, la esencia y los valores, que la indispensable para no estropear su expediente. Por otra parte, don Víctor –por otro nombre, Ferio- era a su parecer envarado y con una evidente inclinación a la ironía, aunque explicaba bien y procuraba hacer su materia lo más clara y práctica posible. Pero era en el curso siguiente, Historia de la Filosofía, donde Ferio daba lo mejor de sí mismo: huyendo del memorismo y de las ideas que llovían de la mente de los grandes filósofos como si fueran infusas y aleatorias, el catedrático relacionaba a cada pensador con su tiempo, a cada filósofo con sus ilustres predecesores y a cada escuela o figura del pensamiento con las necesidades y problemas de nuestro tiempo, resaltando el carácter práctico y condicionado de la especulación filosófica. Inmaculada había guardado como oro en paño los apuntes del curso preuniversitario, encabezadas por las palabras profesorales del exordio: Este es un curso de historia de las ideas filosóficas, no de biografías de hombres ilustres. El hilo conductor habrán de ser los grandes conceptos (el conocimiento, la justicia, la sociedad), no los grandes hombres.  Seis años después, se sentía aún más atraída por aquella idea de que los hombres pueden pasar y fallar: su aportación a los demás es lo único importante. Ergo había madurado y su experiencia vital no había resultado particularmente feliz.

     No era fácil la vida para la hija de unos drogueros orensanos, trasplantada a la árida meseta por obra y gracia de la pobreza y de una tía suya, que había aceptado darle pensión completa en Castellar a cambio del escuálido importe de una beca. Tampoco ayudaba el que su dulce acento y sus no menos azucarados ojos azules hubieran de compartir apariencia con unos rasgos impersonales, un cabello sin gracia y una silueta rectilínea en exceso. Aunque afectuosa y sociable en su ambiente, en la ciudad de adopción se encastillaba –según su expresión literal- y se volcaba en el estudio, la lectura y el cine de fin de semana. Su tía, de pocas palabras y que no la tenía en mucho, solía decirle:

-         Bueno está lo bueno, pero la vida es algo más que estudiar. ¿No hay ningún  chico que le haga tilín?
-         Siempre hay alguien, tía. La cosa es que yo le haga tilín a él.

     Aunque no fuese muy dada a la filosofía, no dejaba de sufrir alguna noche de insomnio y alguna etapa de hastío o de enamoramiento. Echábase entonces una chaqueta por cima del camisón, abría el balcón de su cuarto –que daba frente al lateral del Ayuntamiento- y dejaba que el relente enfriara su ardor y sosegase su turbación. Invariablemente, al cerrar las hojas y encaminarse al lecho, pensaba o musitaba las mismas palabras de conformidad:

-         Tiempo al tiempo. Lo importante es que, cuando llegue el amor, sea para siempre.

***

     En los cursos comunes de Letras, había vuelto a recibir algunas clases de don Víctor, quien en la Universidad –como hemos dicho- era un simple adjunto, es decir, un doctor contratado quinquenalmente por un sueldo mísero, para encargarse de alguna parte del programa de la asignatura y de las eventuales sustituciones del catedrático.  En segundo de carrera, Inmaculada había presentado un trabajo sobre el Sic et non de Abelardo, que había motivado una felicitación de Víctor. Ella le recordó:

-         Fui alumna suya en el Bachiller Honduras.
-         Lo recuerdo. Era usted una buena alumna y, por lo que veo, sigue en la misma línea.

     Luego, más años de estudio, hasta situarse en el último de la licenciatura. Para ella era un momento crucial, el de procurarse un puesto becado de profesora ayudante, a fin de hacer la tesis e iniciar el camino profesional de la docencia universitaria. Es lo que más le gustaba y a ello sacrificaría cualquier capricho personal, como el que sentía hacia la Arqueología. Sus primeros movimientos y solicitudes habían sido baldíos: era una buena alumna, desde luego, pero ni su brillantez ni sus influencias bastaban para situarla.

     No eran, pues, tiempos para ocuparse en habladurías, como la que había empezado a circular por el claustro y que a Adita le llegó vía Aurelio Platas, un joven encargado de curso de Paleografía y Diplomática, que mostraba cierto interés por ella, hasta el punto de ir y venir juntos de la Facultad, cada vez que coincidían en el camino.

-         Dicen que la mujer de Alpuente se ha ido a Alemania con los hijos y le ha dejado tirado. Se habla, incluso, de divorcio.
-         ¡Cuánto lo siento! Sobre todo, por los niños. Algunas veces los he visto por la calle y aún eran pequeños.
-         Cosas de la vida, bromeó Aurelio. Ya hay que tener cuidado con las españolas, así que figúrate con las alemanas.

     Para vacaciones de Semana Santa, Víctor regresó a Munich y firmó de conformidad todo el papeleo que implicaba el divorcio. Por su parte, Adita pasó unos días en Allariz, sin lograr quitarse de la cabeza el tema de su postgrado. Cada vez se le cerraban más los caminos hacia la meta universitaria. Era terca, pero también sabía ceder sabiamente cuando se topaba con lo imposible. ¿Y si preparase oposiciones para enseñanzas medias a la vera de sus padres? Sitio más tranquilo para concentrarse en el estudio no lo había y su madre ya iba alcanzando edad de tener una ayuda y una compañía femenina a su lado. Y, en la Gestoría Sigüeiro le habían ofrecido trabajo, al menos, durante el verano. Eran conocidos de sus padres y Mundín Sigüeiro no le quitaba ojo en paseos y romerías. ¿Podría ser el hombre de su vida? De nuevo la asaltaba el mismo pensamiento, ahora en forma musicalizada:

... que nuestro amor jamás tendrá fin

     Regresó a Castellar con una sensación nueva: la de provisionalidad, de desconcierto. Los soportales en que se apoyaba la casa de su tía le parecieron más desplomados, la casa más corcovada que nunca. ¿O era su perspectiva la que había cambiado?

***

     Coincidieron desayunando en una cafetería de la Plaza Mayor. Adita había trasnochado preparando un examen final y no quería importunar a su tía en la cocina tan a deshora. Víctor tenía esa costumbre desde que lo dejaron solo: almorzar fuerte fuera de casa y leyendo el periódico. El profesor le hizo desde su mesa un gesto amistoso de acercamiento y ella consintió.

-         ¡Qué casualidad! Vengo por aquí todas las mañanas y nunca te había visto.
-         Pues vivo aquí mismo, pero siempre desayuno en casa. Hoy me he retrasado tanto que...
-         Yo no tengo la primera clase hasta las once; así que me sobra tiempo.

     Fuese la inusual locuacidad de Víctor aquella mañana, o el particular brillo que el sol casi veraniego ponía en el cutis y los cabellos de Inmaculada, hasta el punto de arrancar destellos a sus ojos, es ello que el profesor encontró a la antigua alumna hermosa y atractiva. Siguiendo el método filosófico, del fenómeno del desayuno en el café, había que remontarse a sus causas:

-         No sé si sabes que ahora estoy solo. Mi esposa y yo nos hemos divorciado en Alemania y, en principio, se ha quedado con los niños por allá.
-         Algo había oído. Lo siento.
-         Gracias. No es algo fácil ni agradable, pero hay que sobreponerse y seguir adelante. Ya sabes: todo tiene su fin.
-         Supongo que sí, aunque yo... en estas cosas..., la verdad, no sé que decir, no tengo experiencia.
-         Claro. Y a ti, ¿qué tal te va? ¿Ya has pensado qué hacer al acabar la carrera?

     La chica le contó sus cuitas. Se le habían ido cerrando todas las puertas para acceder a su vocación universitaria. Víctor la animó:

-         Podrías empezar por una cátedra de Instituto, simultaneando la preparación de la tesis. Luego, todo es cosa de constancia y de dar con el catedrático adecuado.
-         Sí, ya lo había pensado, pero sacar las oposiciones puede llevar un par de años, en el mejor de los casos. Como no me vaya a casa de mis padres, no tengo medios para ello.
-         Dame unos días. Tengo algunos conocidos en colegios privados y en el Instituto José Moral he oído que va a pedir una baja por larga enfermedad la auxiliar de Geografía. ¿Qué tal la Geografía?
-         Total, si he de empollármela para las oposiciones de Instituto...

     Víctor sonrió, echó una mirada rápida al reloj y se levantó bruscamente, a fin de adelantarse y pagar la doble consumición. Adita contempló su silueta, esbelta, ligeramente cargada de hombros, con incipiente calvicie. No era gran cosa, pero, por el momento, personificaba su esperanza.

***
    
     La tertulia iba llegando a su fin, más por agotamiento del tema que por avance de las agujas del gran reloj que parecía presidir aquél café retro, hecho de madera y espejos, con toques de mármol y terciopelo. El extenso relato del catedrático universitario de Filosofía, jefe de Víctor Alpuente, resultaba en exceso prolijo para ser, a fin de cuentas, una comidilla de seminario. El narrador percibió cansancio, pese a estar un tanto achispado –como de costumbre- y decidió abreviar:

-         En fin, el apoyo moral devino físico y el amor al fin llegó a la vida de la señorita Valdoviño -¡Jesús, qué hermoso apellido!-, a su debido tiempo. Para ella venía envuelto en papel de celofán y con un lazo rojo. Para Víctor era el tren de la tarde, la llamada de la hora oncena, el rayo verde del atardecer. Quiero decir que mi colega contrajo la enfermedad con tal fiebre, que el apasionamiento parecía desesperación. Aunque era bastante reservado, me permitía las confianzas propias de un superior franco y sin mala intención. Un día le pregunté cómo pensaba enfocar su nueva relación, no siendo válido el divorcio en España. No sé en qué demonios estaría pensando, pues se despachó con un paralelismo sobre Eloísa y Abelardo, totalmente fuera de lugar. Y, para concluir, arguyó: En cualquier época, el verdadero amor llega hasta la muerte y más allá. Lo he aprendido de ella.

     El profesor se echó a reír de tan buena gana, que todos sus contertulios (y algunos parroquianos próximos) fijaron nuevamente la atención en él. Agotó la risotada entre toses y jadeos y concluyó:

-         Al año siguiente, la joven sacó las oposiciones y marchó a no sé qué destino en la provincia de Málaga. Él quiso seguirla, pero ella le fue dando largas y, finalmente, le dio a entender con cariñosas palabras que no anduviese de cotarro. Ni corto ni perezoso, Víctor se constituyó en Antequera, justo a tiempo de asistir a la pedida de la Valdoviño por un farmacéutico de la localidad. Dicen que el profesor, de acuerdo con la novia, hizo de tripas corazón y estuvo presente en la ceremonia, como íntimo amigo de la familia de aquella. Supongo que la diferencia de edad obró de credencial. En último extremo, dado el lugar donde se encontraban, bien pudo decir Víctor aquello de salga el sol por Antequera y póngase por dondequiera.

     Fueron levantándose los amigos y, dos a dos o de tres en tres, tomaron el camino de la calle. Vicente, el empleado de Obras Públicas, hombre algo tardo pero muy concienzudo, se arrimó a Matías, médico de niños, y le susurró:

-         ¿Qué movería a Inmaculada a abandonar a don Víctor, así, de repente?
-         Y yo que sé. Lo que ha querido sugerir nuestro amigo el filósofo es que bien pudo producirse un intercambio de ideas o de valores.
-         ¿Intercambio?, insistió Vicente, instando a Matías a ser más explícito.
-         Sí, hombre, sí. Como si fueran Los Módulos y Fórmula V.

     Y, señalando hacia la gramola del fondo, le dio una palmada en la espalda y se esfumó. Vicente se arrimó a la espléndida Seeburg roja y negra, cuya luz violeta parecía llamar a las monedas. Nuestro probo empleado empezó a leer la amplísima lista de canciones y ya desistía de enterarse de algo, cuando se le acercó obsequioso Manolo, el camarero que habitualmente los atendía:

-         ¿Alguna canción en especial, don Vicente?
-         Algo de Módulos y de Fórmula V.
-         ¡Huy, están de moda! Habrá entre los dos no menos de quince.
-         Entonces déjelo. ¡Cualquiera adivina los gustos de un filósofo![1]



    


[1]  Mis lectores son, sin duda, mucho más instruidos y perspicaces que Vicente. En todo caso, mi deber es ayudar y sugerirles que escuchen con atención dos de las canciones más atractivas de comienzos de los setenta en España, de estilos totalmente diferentes. Se trata de Todo tiene su fin (Los Módulos, 1970) y de Ahora sé que me quieres (Fórmula V, 1971). Mi relato puede ser malo, pero mi consejo no.

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