sábado, 11 de febrero de 2012

LA UTILIDAD DEL QUIJOTE


La utilidad del Quijote
Por Federico Bello Landrove
     Anécdota real, convertida en breve cuento, sin otra pretensión que la de retratar a dos hombres buenos y grandes artistas, que se encontraron en momentos bien difíciles de sus vidas. Y, si les anima a escuchar L’emigrant, mejor que mejor.

     Ya les he manifestado a ustedes en otras ocasiones mi afición por los libros antiguos. Se trata de un vicio menor del que no creo tenga que pedir perdón a nadie, dado que lo ejercito de tarde en tarde y pongo límite razonable a mi dispendio. Pero, sobre el vicio, se añade una manía: no adquirir ningún Quijote por el mero hecho de lo arcaico de su edición. Un psicoanalista hispanohablante podría encontrar la causa en la veneración por la obra cervantina: un libro tal jamás puede valer por su edad o encuadernación, sino por su maravilloso contenido. Yo, menos perspicaz, lo achaco al temor de convertirme en coleccionista de Quijotes, una cofradía de locos egregios, bastante más numerosa y extendida de lo que se cree.
     Quiere decirse que, pese a lo nutrido de mi biblioteca, casi puedo decir aquello del crítico de la quixotofilia: “No, si tenerlo ya lo tengo. Ahora lo que me falta es leerlo”.
     En tales circunstancias, extrañó a quienes me conocen que adquiriese por correo, de una importante librería egarense, un Quijote in-quarto, con cierto alarde de grabados y buena encuadernación, editado en Barcelona el año 1881. El precio anduvo por los doscientos euros, aunque lo curioso es el valor que tuvo para mí: valor sentimental, nacido de una curiosa anécdota, de la que asimismo supe por una biografía ya agotada[1]; valor hipotético, suficiente para despojarme, por una vez, de mi aversión al coleccionismo quijotesco. He aquí el origen y raíz de la compra.
***
     Sucedió en Barcelona, allá por 1894. Un joven, bohemio y en la miseria, se decidió a visitar a una figura consagrada de las letras que, ya en el ocaso de su no larga existencia, pasaba sus días enfermo, en la penuria y el descrédito, apenas atendido por sus antiguos mecenas. La visita no era ociosa ni mendicante. El veinteañero iba a presentar ante el vate el fruto de su ingenio, que había brotado al calor de los versos inspirados y doloridos del mestre en gay saber. El anfitrión lo recibió muy amablemente y procedió a leer, tranquilo y –al punto- emocionado, la obra juvenil que, a no dudar, enriquecía y podría hacer aún más popular su poema. El cuarto de estar, sombrío y destartalado, pareció iluminarse con la comunicación armoniosa entre los dos artistas, bajo la común dedicación a la palabra y la predilección por el divino Juan de Yepes.
     La conversación languideció, pues atardecía y el escritor famoso se distraía pensando de qué manera premiar el esfuerzo y la visita de aquel joven, cuya apariencia dejaba bien a las claras su miserable condición. Disimuladamente, rebuscaba en los profundos bolsos de su vestidura talar, aunque bien sabía que unas tres pesetas eran todo su capital por el momento. Levantó la vista hacia la librería de junto a la puerta y, al fin, sonrió aliviado. Había hallado algo de lo que podía despojarse sin ofender al joven ni atentar contra su propio sustento. Se levantó, esbozando una despedida, y encaminóse hacia la estantería. Su departidor también se puso en pie y recogió su mugriento bombín de la silla inmediata, aguardando.
-          Poco valgo y tengo menos aún, pero no quiero que se vaya sin una muestra por mi parte de la alegría que me ha proporcionado con su visita.
-          De ninguna manera, mosén. No puedo permitir que…
-          No me hará usted el feo de rehusarlo, impidiéndome corresponder a su gentileza para con mi poema.
     El visitante tomó el voluminoso y pesado don, sin apenas enterarse de su naturaleza, se despidió con todo respeto y embocó la estrecha escalera de aquella casa de la calle Aragò, en casi absoluta oscuridad. Al salir a la calle, examinó lo recibido. Se trataba de un Quijote, de lujosa edición, con sentida y respetuosa dedicación al famoso y gentil literato. El joven no lo dudó: su hambre y numerosas deudas no le permitían ser sensible hasta extremos conservadores. Dirigió sus pasos a la librería de lance en que era más conocido y cambió la excelsa obra por unos duros, no menos excelsos para su baja clase social. Por unos momentos, el bolsillo de la chaqueta pareció reventar con el peso y arder en la opulencia. El sonriente artista no dejó de imaginar:
-          Anda que si el buen poeta se entera de lo que acabo de hacer con su obsequio…
     Y el poeta, que en aquel momento acababa de bendecir su paupérrima mesa, presto a cenar, fijaba los ojos en el hueco dejado en el anaquel por el Quijote ausente y murmuraba:
-          … y bendice también los alimentos que la largueza del señor marqués haya proveído a mi joven orquestador[2].
***
     Y yo, que soy bastante imaginativo y tengo el estómago más saciado que el hoy día admirado orquestador, he adquirido este Quijote con la esperanza de que pueda haber sido el que materializó ese rasgo de pudorosa caridad.



[1]  No hablo a humo de pajas. El Quijote aludido salió de las prensas de Salvador Ribes, en dos tomos (mi ejemplar lo está en un solo volumen), con ilustraciones de Ramón Puiggarí. De la biografía trataré en nota al final de este relato, para mantener por ahora, para quien lo desee, el relativo interés del mismo.
[2]  Diáfana alusión a don Antonio, segundo Marqués de Comillas, y a la musicalización del poema L’Emigrant; diafanidad, si se sabe que el cuento envuelve a Jacinto Verdaguer (1845-1902) y a Amadeo Vives (1871-1932). La anécdota está tomada de la biografía de este último por Florentino Hernández Girbal, Amadeo Vives, el músico y el hombre, edit. Lira, Madrid, 1971, pág. 85.

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