viernes, 2 de diciembre de 2011

EL ARMARIO



El armario

Por Federico Bello Landrove

     ¿Sobre qué y para qué se escribe? Supongo que cada cual tendrá sus respuestas, pero yo me encuentro cercado de vivencias y recuerdos, por más que deje volar la imaginación. Será cosa de la edad.



     He cumplido dos años escribiendo cuentos, para mí y algunos pocos amigos, no diré que escogidos, para evitar malas interpretaciones. Cuando pienso en ellos, o los releo con vistas a necesarios retoques, percibo que los más personales tienen mucho más de recuerdo que de imaginación, de confesión que de fantasía. Es como si escribir no fuese otra cosa que rememorar. La creación queda reducida a elegir las situaciones, como si quisiera afianzarse, atar cabos sueltos y hasta exorcizar los demonios del error y el sufrimiento.

     Comentaba yo todas estas cosas con mi corresponsal Matthieu R., con la sorpresa del escritor bisoño, que tiende a creer nuevas las experiencias de su recién aprendido oficio. El amable renés contestó a mi mensaje con una extensa carta, que tengo por una de las más interesantes que he recibido en los últimos meses. He aquí su texto, una vez traducido al español.

***

     Amigo Federico:

     Tengo la costumbre de dedicar una tarde al mes para recorrer las librerías de viejo de la ciudad en que vivo, abundante en ellas, dado su carácter netamente universitario. Algunos de sus regentes ya me conocen y buscan para mí ejemplares interesantes, sin pasarse de precio. Uno de esos profesionales, entre el negocio y la cultura, buen conocedor de su oficio, con tienda abierta en la rue de Penhoët, me esperaba un día de marzo con un libro in octavo, impreso en 1749 en París por Babuty, titulado Cuentos e historias de autores diversos, recopilados por Monsieur de Frontenac, de la Academia de Bellas Letras de Dijon. El libro estaba bastante bien conservado, por más que la encuadernación presentara agujeros y galerías de insectos y algunos de los cuadernillos estuviesen manchados de humedad o levemente comidos por quemaduras. Regateé como de costumbre, aunque inclinado desde un principio a rematar la operación, pues ya sabe usted que los cuentos son una de mis debilidades.

     Gran parte de los relatos venían atribuidos a autores que el tiempo ha olvidado; otros eran fruto del genio de escritores para los que la posteridad ha guardado un modesto recuerdo; pero el cuarto de los cuentos despertó mi atención y mis sospechas. Supuestamente, era obra del afamado Charles Perrault y llevaba por título El armario de madera de cerezo. No figuraba en ninguna de las compilaciones de cuentos del famoso parisino, ni parecía responder a su estilo. Inicié una indagación, empezando por el librero que me había vendido la obra y siguiendo por conocidos, a quienes juzgo expertos. Hasta ahora, no he obtenido ningún resultado, lo que me induce a considerar improbable la atribución. Si le hablo del tema es porque sus reflexiones acerca de su propia obra me han recordado inmediatamente el cuento del armario. No hace falta bucear mucho en la literatura para dar con el tópico de escribir es recordar, o bien, se cuenta lo que se ha vivido; pero siempre tiene gracia hallar a un colega de menester que lo expone de forma metafórica o, por mejor decir, mediante una alegoría. Así pues, le transcribo El armario de madera de cerezo, en la seguridad de que ha de resultarle jugoso, como precedente bastante exacto de la introspección o psicoanálisis que se ha hecho usted, a propósito de sus relatos.

***

     Hace muchos años, en una remota ciudad de provincias, falleció un boticario, dejando la herencia a sus tres hijos. El primero recibió en testamento la farmacia, con cuanto ella contenía. El segundo, la casa familiar, con su ajuar y menaje. Al tercero cupo en suerte un viejo armario de cerezo, arrumbado en el desván desde los tiempos de sus tatarabuelos.

     Sabiendo el hijo menor el cariño que su padre le profesaba, no dudó de que la razón de tan insólito reparto sería alguna cualidad mágica del mueble que le había correspondido. Ante todo, lo llevó a su modesta casa y pasó todo el día rebuscando en su interior, con la esperanza de hallar algún tesoro oculto. Sus anhelos no se vieron correspondidos, ni fue tampoco capaz de descubrir otros poderes que el armario pudiese tener. Airado, maldijo la ocurrencia de su padre y estuvo a punto de convertir su  partija en un montón de astillas, pero su esposa lo contuvo:

-          Déjalo, que para deshacerlo y calentarnos con él siempre habrá tiempo. Su madera es buena y su tamaño, bastante capaz. Lo usaremos para guardar trastos.

     Y así fue. Al armario iban a parar cuantas prendas y trebejos desechaban, y eran no pocos, ya que la familia era numerosa y pobre, por lo que no tiraban casi nada, en previsión de necesitarlo más tarde. Todo era meter y guardar, sin orden ni medida, tanto el matrimonio, como sus pequeños hijos. El armario abría las fauces y se las arreglaba para acomodar en estantes y cajones cuanto a él arrojaban.

     Ningún problema, pues, para recibir. Mas el día en que, por vez primera, la mujer de su dueño quiso sacar del mueble una cazuela guardada en él años atrás, le resultó imposible: tal era la barahúnda de objetos de la más variada procedencia, metidos allí sin orden alguno. Intentó la señora sacar afuera todo el contenido, a fin de hallar lo que buscaba y colocar luego con cuidado el resto, pero le fue imposible: los cachivaches parecían formar cuerpo entre sí y con el mueble, de manera que no había fuerza humana que los desplazase; y si alguno, por levedad o por ventura, caía fuera de su recinto, al punto se levantaba del suelo y retornaba a su lugar primero. La mujer, muy intrigada, refirió a su marido, al regresar este a casa, cuanto le había sucedido en su ausencia. El esposo hizo la prueba y no encontró más dificultad para recuperar la cazuela, que la inherente al desorden en que el contenido del armario se hallaba. La mujer concluyó:

-          Está visto que te reconoce como dueño. En adelante, te llamaré cuantas veces precise sacar algo de él.

***

     Pasaron los años, marcharon los hijos y el matrimonio, ya viejo, se encontró en la indigencia. Cada vez era menos lo que en el armario guardaban y más lo que sacaban de él para remediar, mal que bien, sus necesidades. A fin de encontrar más fácilmente lo que buscaba, el dueño vació el armario, tiró todo aquello cuyo origen y finalidad había olvidado y colocó el resto cuidadosamente en las baldas y gavetas, después de limpiarlo e inventariarlo con esmero. Su esposa asintió:

-          Has hecho bien. Si hubieses obrado así desde un principio, habríamos obtenido una mayor utilidad.

-          Antes no tenía mucho sentido elegir y esmerarse tanto. Ahora, que bien sabemos lo que hemos menester y carecemos de casi todo, es el momento de seleccionar y ordenar los restos de nuestro pasado.

     Al cabo de unos días, cuando fueron a buscar una vieja escoba, el interior del armario parecía un ascua de luz. Todo el, ahora, breve contenido había trocado su prístina materia en gemas y metales preciosos. La esposa lamentó entonces que su marido hubiese eliminado poco antes la mayor parte del contenido del mueble y, codiciosa, trató de guardar en él lo poco que halló por la casa. Su sorpresa fue grande, al comprobar que los objetos desaparecían, tan pronto los colocaba en el armario. No tuvieron, pues, más remedio que conformarse con lo ya almacenado, suficiente para subvenir holgadamente a sus necesidades mientras viviesen.

***

     Así pues, amigo Federico –concluía la carta de Matthieu R.-, el apócrifo Perrault ya había convertido en apólogo sus reflexiones de usted. Basta con sustituir armoire por memoire y encontrará la clave. Solo espero que sea usted más generoso con sus cuentos que el hijo menor del boticario con sus cacharros y nos permita paladearlos sin egoísmo alguno por su parte.

     Ni que decir tiene que le contesté a vuelta de correo: No sé de qué van a servir mis recuerdos a otros pero, en cualquier caso, sírvase usted mismo.


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