domingo, 6 de noviembre de 2011

AL ATARDECER

Al atardecer

Por Federico Bello Landrove



     Para tratar de amores crepusculares o imposibles, nadie mejor que los escritores románticos. Aquí, un cuentista decimonónico sorabo mezcla viejos relatos con moraleja y supuestas experiencias personales para tratar de la eterna cuestión del amor, el destino y el tiempo. Tan eterna, que el relato se proyectará, con cierto misterio, sobre hombres y mujeres de nuestra época. 



    1.  Un viejo cuento



           Todos los jueves que puedo, acostumbro a tomar el café de sobremesa con un amigo, llamado Matías, en una cafetería próxima a mi casa. Matías es uno de esos bibliófilos aficionados, que actualmente brujulean en torno a las subastas por Internet, en busca de algún ejemplar que, ya por su antigüedad, ya por su contenido, les resulte medianamente interesante. No expone más de cien euros por libro, ya que prefiere la cantidad a la calidad (que me perdone mi buen amigo, pero es lo cierto) o, tal vez, la repetición del juego a la intensidad de la apuesta. Luego, el libro al anaquel y a cubrirse de polvo, tras la ojeada inicial. La verdad es que resulta un poco indigesto zambullirse en un libro de homilías cuaresmales del XVIII francés, o en la historia de las campañas italianas de Felipe V, escrita en latín. Pero siempre le queda el orgullo del coleccionista amante del libro por el libro:

      -          Fíjate, qué superviviente. Un epítome jurídico de 1678, impreso en Avignon. ¿Qué habrá sido de los estudiantes que lo manosearon e, incluso, hicieron en él anotaciones?

      -          Pero Matías, tú eres físico. Y, además, está escrito en latín…

      -          Ya, pero fíjate qué hermosa encuadernación, qué dorados tan bien conservados. Y lo conseguí por sesenta y ocho euros, más gastos de envío.

           En fin, un incorregible pujador, que recae inevitablemente en su pecado todos los inviernos, como si la Navidad fuese una disculpa para excederse en los gastos y ampliar el abigarrado acervo del segundo estante, cuerpo izquierdo, del mueble librería que cubre, de lado a lado, su despacho.

      ***

           Si Matías tiene sus libros, yo tengo mis cuentos, como ustedes comprenderán. Y, si él me da la lata con sus adquisiciones, yo le pago en especie, haciéndole leer mis desmañados relatos, pues tiene el buen criterio de censurar sin acritud y loar sin énfasis. Pero no es fácil que ambas manías coincidan, o eso creía yo, hasta que el pasado mes de enero, mi compañero de cafés apareció con un libro antiguo bajo el brazo. Mi reacción primera fue recriminatoria:

      -          Hombre, Matías, ¿ahora también en el café?

      -          Alto, alto. Mira el título y luego me censuras.

           Lo que leí, dada mi ignorancia, solo me permitió colegir que se trataba de un texto en alemán. Decía así: Sittliche Erzählungen. Se lo devolví con cara interrogativa. Él se esponjó:

      -          Cuentos morales. Es una segunda edición, aparecida en Dresde, en 1834, de esta obra de un antecesor tuyo, un tal Gregor Wendisch.

           Soy impenitente seguidor de la conocida consideración de César Vallejo, de no leer mucho a otros, con el fin de ser original. O, al menos, ese es el pretexto que doy para mi pereza lectora. Quiere decirse que no tenía ni idea de la obra, ni de su autor. No obstante, hojeé las 327 páginas de hermosa tipografía germánica de la época, muy bien conservadas, en octavo mayor, y pude comprobar que el texto se componía de ocho cuentos y un prólogo. Cada uno de los relatos iba introducido por un grabado litográfico a toda plana.

           El café se me empezaba a enfriar y Matías estaba deseoso de comentar el último cotilleo, creo recordar que de las escandalosas revelaciones sobre la fortuna de la mujer del alcalde (ya saben ustedes que los políticos son pobres; los ricos son sus familiares próximos). En consecuencia, y rompiendo su tradicional mesura prestataria, me dijo:

      -          Quédatelo unos días. Me lo devuelves el próximo jueves.

      -          Descuida. ¿Me dejas sacar algunas fotocopias?

      -          Sí, siempre que las hagas tú personalmente y sin forzar en exceso la encuadernación.



           Al día siguiente, emprendí la tarea, que inmediatamente suspendí, al empezar a oír crujidos sospechosos en la zona del lomo. A duras penas osé terminar de copiar el primero de los cuentos, que, aun con mi casi plena ignorancia de la lengua alemana, traduje literalmente como El hombre-luna y la mujer fuerte. El grabado que lo encabezaba no parecía casar bien con el texto, pues representaba, bastante a la romántica, un camposanto ornado de árboles, dos de los cuales, de manera evidentemente intencionada, nacían muy próximos y unían sus copas.

           Le devolví el libro, temiendo que detectase algún deterioro, pero Matías se limitó a volverlo a guardar en la bolsa y preguntó:

      -          ¿Qué te han parecido los cuentos? ¿Mejores o peores que los tuyos?

      -          Espera que me los traduzcan, respondí sin comprometerme.

      ***

           Encargué, sin prisas, la traducción a mi buen amigo Álvaro y, entre tanto, viajé por Internet en busca de Gregor Wendisch y sus Cuentos. No fue nada fácil hacerme una composición de lugar suficiente. Resumiendo lo que pueda tener algún interés para los lectores curiosos, destacaré lo siguiente:

      -          La categoría cuentos morales menudeó entre los escritores en lengua alemana, en el segundo tercio del siglo XIX, como reacción a los conocidos relatos de los hermanos Grimm, censurados por muchos por su excesiva dureza y procacidad. La obra de Wendisch sería un fruto menor de esa cosecha reactiva a la gran obra de los autores de Cuentos para la infancia y el hogar.

      -          El autor del libro adquirido por Matías fue un sorabo[1], nacido en Bautzen hacia 1790, que profesó en un gimnasio de Dresde, de cuya Universidad llegó a ser profesor auxiliar. Además de los Cuentos morales, consta que fue autor de un Florilegio de poemas en lengua wenda, del que no se conserva ningún ejemplar.

      -          Finalmente, en lo que respecta a sus Cuentos, había trazas de una primera edición, impresa en Bautzen en 1830. El agotamiento de los escasos ejemplares de esta edición princeps justificaría la realización de una segunda, en la capital de Sajonia, de la que procedía el libro felizmente rematado por Matías. Llegó a haber una tercera edición también en Dresde, en 1851, corregida y aumentada, y calificada de póstuma en el Catálogo de obras impresas en Sajonia en el siglo XIX.

      ***

           Mientras yo navegaba por la red, Álvaro me procuraba una traducción fiable del cuento que yo había podido fotocopiar. Cuando la tuve en mis manos, no sólo comprendí la alegoría del grabado inicial, sino el acierto de incluirlo en una colección de cuentos morales, pues incluso rozaba la zona –para mí, poco atractiva- de los relatos con moraleja. Por cortesía, hice copia de la traducción, que entregué a Matías al siguiente café. Echó un vistazo y se le descompuso el semblante:

      -          ¡Cielo santo! Pero si es casi el vivo retrato del caso de Felipe. ¿Conoces a Felipe, verdad?

      -          ¿El farmacéutico del Corrillo?

      -          El mismo. Es increíble. Ahora te cuento.

           Y, de pe a pa, con su acostumbrada prolijidad, me contó confidencialmente la historia de Felipe y de sus amores contrariados, en los que tanta incidencia tuvieron los efectos de nuestra posguerra civil. Al concluir, me rogó:

      -          Tienes que publicar la traducción de este cuento. Es intemporal.

      -          ¿Qué sentido tendría? Ni yo soy el traductor, ni el relato alemán es  conocido.

      -          Bueno, pues preséntalo un poco retocado, como si fuese tuyo. Me lo debes. Si no fuera por mí, no hubieras conocido el texto.

           Tanto interés me escamó. Le hice una vaga promesa y, al lunes siguiente, fui innecesariamente por un protector gástrico a la farmacia de Felipe Resende. Como quien no quiere la cosa, le pregunté:

      -          Felipe, tú no eres de Castellar, ¿verdad?

      -          Por supuesto. Soy de Lugo y a mucha honra.

      -          ¿No conocerás a una chica, Piedad Laguardia creo que se llama?

           Felipe calló durante unos momentos y, como si recordase de repente, inquirió a su vez:

      -          Piedad, Piedad... ¿No será la profesora del Instituto, por la que sigue coladito nuestro común amigo Matías?

           ¡Así que era eso! Me dio tanta vergüenza ajena que no volví a hablar del tema con Matías y decidí dar carpetazo a su sugerencia. Pero el hombre propone y...

      ***

      El caso es que, desgraciadamente, el pasado mes de marzo falleció Matías de un cáncer, un tanto prematuramente. Coincidí en el entierro con Felipe el boticario y me llevó hasta el cementerio en su confortable Mercedes. Me vino a la cabeza y le pregunté:

      -          ¿Has visto en el entierro a esa profesora por la que el pobre bebía los vientos?

      -          No sé. Había bastante gente y no me quedé a la cabezada.

           El mediodía era tibio y soleado. Acabado el responso y emprendido el camino de salida, Felipe me tocó en el brazo e hizo una seña con el rostro:

      -          Mira. Ahí va Piedad.

           Apresuramos el paso, para poder contemplarla mientras la rebasábamos. Era una señora de aspecto vigoroso y elegante. La edad había dejado sus marcas, como es natural, pero resultaba atractiva y con estilo... Felipe me dio un leve empujón que cortó de raíz mi morosidad, mientras la saludaba al pasar, con irónico respeto:

      -          Adiós, profesora.

      -          Quede usted con él, señor farmacéutico.

           A la puerta del camposanto, me demoré con el pretexto de atar un zapato. Piedad volvió a alcanzarnos y le eché un último vistazo. ¡Qué hermosa y solemne ruina de las indudables perfecciones de antaño!

           De nuevo en el coche, Felipe trató de bromear:

      -          Vamos de sorpresa en sorpresa. Primero, la de Piedad, viniendo hasta el cementerio, cuando en vida le negó al difunto el pan y la sal. Y luego tú, que no te ha faltado más que decirme aquello tan cinematográfico de siga a esa chica.

      -          Tengo mis razones y te aseguro que son todas literarias, repliqué demasiado serio para ser sincero.

      -          Perdona, hombre. ¿Y cuáles son, si puede saberse?

      -          Las de un grabado romántico de dos árboles unidos por sus copas.

           Y, para evitar nuevas solicitudes de precisión, la emprendí con el GPS del vehículo. Felipe, comprensivo, no insistió.

      ***

           En fin, esos son los precedentes del caso, que pueden explicar por qué, haciendo de tripas corazón, he decidido dar al público de habla española un cuento ajeno, en vez de un relato propio. Si ello ha sido, o no, una buena idea, ustedes juzgarán cuando terminen de leerlo. Por si acaso su veredicto no fuese favorable, les aseguro que el señor Wendisch es el único culpable, pues apenas he retocado su traducción por Álvaro. Ahí va, pues, su cuento, a la memoria de Matías y a la salud de Piedad: ad multos annos!



      2.  El hombre-luna y la mujer fuerte (primera parte)


           Este era un hombre que, cuando niño, recibió toda clase de amor y cuidados de sus padres, que él reflejó completamente, para ilusión y deleite de cuantos lo veían, quienes no dejaban de alabarlo con aparente sinceridad: ¡qué rico!; ¡qué guapo!; ¡qué alto está! De mayor va a ser un gran hombre.

           Cuando el niño fue mayorcito, sus maestros se volcaron en él, dándole la mejor educación e impartiéndole toda clase de conocimientos, que él absorbía como una esponja y distribuía entre sus amigos y conocidos, oportuna e inoportunamente. Todos se hacían lenguas de él: ¡qué listo!; ¡qué maduro!; ¡cuánto sabe! ¡Habla como un libro abierto!

           Al llegar a la juventud, sus compañeros lo tomaron en sus manos y le enseñaron cuanto era necesario para triunfar en su profesión y alcanzar fama y riquezas. El joven captaba todo con asombrosa facilidad y, con la misma agilidad y rapidez, despachaba sus tareas sin esfuerzo ni compromiso. Quienes lo trataban, cantaban las excelencias de su trato afable y desprendimiento. ¡Si quisiera, llegaría a ministro! ¡De ninguna manera –decía él-! Todo hombre tiene su precio y el mío es la tranquilidad.

           El joven se hizo adulto y las mujeres que lo amaban se entregaron en cuerpo y alma a hacerle feliz y cuidar de sus hijos. Él les dedicaba su tiempo libre y agradecía su devoción con hermosas palabras. Nunca quiso abnegarse por un amor en dificultades ni luchar por alcanzar a la mujer de sus sueños. El cariño ha de procurar la felicidad, no el sufrimiento, y, después de todo, la realidad se impone, solía decir.

           Una noche, los padres y los maestros y los compañeros y las mujeres del hombre, ya mayor, llamaron a la puerta de su corazón y le pidieron una pequeña parte de la luz y del calor que le habían dado, pues lo necesitaban. Pero el hombre comprobó que todo lo que le entregaron ya lo había gastado en interés de sí mismo. Comprendió entonces, con dolor, que había reflejado, en forma dilapidadora, lo que en realidad no era suyo, sino que lo había recibido de quienes lo habían amado.

           Angustiado por no poder atender la petición de sus benefactores, salió de casa en busca de ayuda. La luna llena iluminaba el camino. Inspirado súbitamente por su luz, el hombre levantó los ojos al cielo y dijo:

      -          ¡Oh, luna, que iluminas mi camino aun careciendo de luz propia! Dime, ¿Cómo podría yo ser como tú y dar a mis amigos la claridad de que ahora carezco?

      -          ¡Hombre!, has de saber que mi luz es fría, inconstante y supeditada a la diafanidad del cielo.

      -          Con todo, luna, da respuesta a mi pregunta, pues cualquier limitación será preferible  a mi absoluta indigencia.

      -          Pues bien, sal de tu mundo, remóntate hasta mi esfera por el éter y conviértete en espejo nocturno de la luz del sol. Nunca darás calor, ni podrás ser una luminaria permanente pero, al menos, transmitirás, no solo a tus amigos, sino a todos los hombres, la claridad fantasmal que ilumina la noche, de manera mágica y tan valiosa, a veces, como la luz del día.

      -          ¿Y cuál es el camino para llegar hasta tu altura y poder tomar del sol el reflejo que en mi día no supe atesorar?

      -          Vuela en alas de la fantasía hasta el país de los sueños. De allí tomarás la inspiración que te permita hacer a los demás hombres su vida más rica y mejor.

           Y así, el hombre, que no supo dar a sus próximos el calor de su amor y la brillante luz de su entrega, pudo, al menos, facilitar a todos sus hermanos el don, tibio y sutil, de la literatura.

      ***

           Érase una vez una niña para la que sus padres, al venir a este mundo, pidieron a su ángel guardián el don de que fuera tan fuerte, que pudiera soportar todas las desgracias que la vida pudiera depararle. Aunque sorprendido y un poco triste, el ángel consintió:

      -          Sea como pedís. Vuestra hija será de mayor una mujer fuerte, capaz de arrostrar toda clase de pruebas y desgracias, con la ayuda divina.



           Y así, la niña fue haciéndose mayor y el Sufrimiento vino por primera vez a visitarla. La tomó en sus brazos y, en alas del viento, la llevó en un instante al otro lado del mundo, lejos de sus padres y de todos sus seres queridos. Al arrancarle tan bruscamente sus raíces, la joven se quedó sin pies, pero logró superar la prueba, pues era una mujer fuerte y estaba en su plenitud.

           Tal vez algo enojado porque la joven venciera la pena, el Sufrimiento decidió visitarla de nuevo y la condenó a no ser correspondida nunca en su amor. La joven, ya mujer, perdió el corazón en el empeño de querer y ser querida, pero no cedió ni dejó de amar. Después de todo, era una mujer fuerte, y aún le quedaba el resto del cuerpo.

           Ofendido en su orgullo, el Sufrimiento volvió a visitar a la mujer e hizo inútil cuanto ella había aprendido para poder trabajar y ganarse la vida; pero ella también resistió. Aunque le arrancasen la memoria, todavía podría ejercitar otros poderes de la mente. Sabido es que ella era una mujer fuerte y había descubierto que la vida tiene muchos caminos.

           Habiéndose enterado el Sufrimiento de que la mujer había logrado salir airosa de la prueba anterior, la visitó de nuevo, llevando esta vez la vestidura de la enfermedad, y le arrancó los pechos. La mujer fuerte soportó la prueba con entereza: a fin de cuentas, ya no tenía edad de amamantar a sus hijos.

           Finalmente, el Sufrimiento se apartó de la mujer, ya de edad avanzada, esperando que fuera su amiga, la Vejez, quien tomase su lugar y arrancase a la mujer fuerte las manos, como habitualmente hacía. Vio la mujer fuerte que la ancianidad se le iba aproximando con sus tijeras de tiempo y, por primera vez, sintió que le faltaban las fuerzas y perdía definitivamente los ánimos. Entonces, se le apareció su ángel guardián y le dijo:

      -          ¿Por qué lloras? ¿Acaso no te he dado fuerzas, como prometí, para poder superar cuantas pruebas te deparase la vida?

      -          ¡Ay, ángel mío, ya no puedo más! He perdido casi todo mi cuerpo y, de esta forma, me es imposible mantener firme el alma.

      -          ¡Cómo que has perdido casi todo tu cuerpo! ¿Quieres tener la bondad de mirarte en este espejo?



           Hacía mucho tiempo que la mujer fuerte no se miraba en un espejo, presa del temor y la vergüenza. Esta vez, porque el ángel se lo pedía, accedió y casi a hurtadillas contempló de soslayo su imagen. Pero lo que vio la dejó asombrada: era ELLA, en toda su belleza e integridad, como antes de que el Sufrimiento la visitara. Se frotó los ojos y miró franca y detenidamente su imagen, una y otra vez.  Adelantándose a sus preguntas, el ángel le habló:

      -          Querida, este no es un espejo de cristal y azogue, sino los ojos de las personas que te ven como en realidad eres, porque te quieren. Hasta ahora fuiste una mujer fuerte por ti sola. A partir de ahora, habrás de serlo mirándote en los ojos de tus amigos. Esa será la forma en que recobrarás y alimentarás tu fuerza hasta que Dios quiera llevarte con las mujeres fuertes del Libro sagrado.     







      3.   El hombre-luna y la mujer fuerte (segunda parte)





           Comprenderán mis lectores –continúa el relato de Herr Wendisch- que las dos narraciones precedentes son poco más que consejas para niños, sin aparente ilación. Lo verdaderamente digno de ser reflejado es lo que allá por 1820 aprendí en Dresde, donde ejercía de profesor de álgebra en el Gimnasio Otón el Grande, en los ajetreados años que sucedieron al Congreso de Viena.  Tuve allí ocasión de trabar conocimiento y amistad con un profesor de filosofía, al que llamaré Jan Milzener, sorabo como yo, originario de Bautzen, y que difícilmente podría ser definido de mejor manera que la del hombre-luna, antes descrita. Era persona discreta e intimista pero traslucía una tristeza indefinida, que sus pocos íntimos achacábamos, ya a la falta de familia, ya a la nostalgia de la perdida lozanía. Sabíamos que había servido brillantemente en el ejército de Sajonia, durante el periodo de alianza del mismo con Napoleón, habiendo sido de los que, en vísperas de Waterloo, se habían negado a integrarse, sin más, en las tropas prusianas. Desmilitarizado sin contemplaciones, había retornado por un breve tiempo a su ciudad de origen, pero sus cualidades didácticas y algún desengaño amoroso, habían terminado por atraerle a la capital de Sajonia.





           Fue a mediados de 1827, cuando tuve la oportunidad de descubrir gran parte de la decepción que llevaba sobre sí mi amigo Jan, el filósofo. Y me acuerdo bien, porque coincidió con la muerte de Federico Augusto y la proclamación como rey sajón de su hermano, Antonio [2]. Con razón o sin ella, el bueno de Milzener despotricó contra el soberano recién desaparecido, achacándole la responsabilidad por el grave desmembramiento del reino. Me interpeló:



      -          Usted habría de lamentarlo tanto como yo, pues sabe que sus estúpidos cabildeos acabaron en el desprecio de Europa y el duro castigo del Congreso de Viena, que dejó el territorio sajón reducido a un girón de lo que fue antaño. Hasta nuestra querida Lusacia fue dividida, para mi desgracia [3].

      -          Ciertamente, fue una pena, pero de eso a considerarlo una desgracia personal…

      -          ¡Si yo le contara, amigo Gregor! Pero qué le importa a usted el tema del amor perpetuo o de la amada inmortal.

      -          Sinceramente, no es que no me importe, sino que no creo en ello. Ahora bien, si como profesor de filosofía, me lo prueba, estoy dispuesto a cambiar de opinión.

      -          No es algo que pueda demostrarse, ni lógica, ni científicamente, pero, si mi experiencia le sirve de algo, esta tarde me siento especialmente comunicativo y no tengo inconveniente en descargar una parte del peso de mi corazón, siempre que lleve su paciencia hasta el extremo de soportarme.



           Ni que decir tiene, que le di toda clase de garantías sobre mi interés y discreción. Entonces Jan pidió dos jarras más de cerveza –nos encontrábamos en una tranquila taberna, no lejos del Gymnasium- y me contó la historia que, fiel y esquemáticamente, reproduzco a continuación.



      ***



           Hace unos treinta años, cuando yo era un muchacho no mayor que mis actuales alumnos, fui invitado por unos familiares a pasar parte de las vacaciones escolares en la ciudad de Cottbus, mientras, en estricto intercambio, unos de mis primos de allá venía a mi casa budisina[4]. En mi temporal residencia, tuve la ocasión (no me atrevo a decir fortuna) de conocer a Córdula[5] Dyrlich. Era una deliciosa muchacha, poco menor que yo, firme y estudiosa, con la que congenié inmediatamente. Por más que fuésemos muy distintos de carácter, nos enamoramos con la intensidad y la imperfección propias de la adolescencia; tanto más, cuanto que para una y otro era la primera vez. Mis tíos, aunque estrictos, encontraron tan hermoso y razonable nuestro sentimiento, que no pusieron la menor objeción; antes bien, le dieron prudente y juicioso pábulo, prevalidos de la intimidad y confianza que mantenían con los padres de Córdula.



           Las vacaciones llegaron a su fin y nos separamos, sin pensar en otra cosa que en escribirnos y mantener viva la llama, hasta una próxima ocasión de encontrarnos. Después de todo, Bautzen y Cottbus estaban separados por no más de cuarenta millas. Pero no contábamos con que las cañas se volviesen lanzas y todas las facilidades hasta entonces disfrutadas, torpezas y controversias. Que si mi traslado a Leipzig, para los estudios universitarios; que si el compromiso matrimonial de ella, preparado por sus padres con los de un médico bastante mayor que mi amada, totalmente al margen de sus sentimientos. Córdula resistió durante un tiempo, según me informaron mis primos pero, finalmente, las presiones familiares y mi propia indiferencia o, por mejor decir, indecisión, agotaron sus fuerzas y la llevaron a un matrimonio que resultó pronto desgraciado.



           Como usted sabe, la guerra vino a trastocarlo todo. Mi anterior postura hedonista y tibia se transformó con el tiempo (no mucho, por otra parte) en fatalismo y cierto fervor revolucionario. Me alisté en el ejército, sin esperar a graduarme en la Universidad, y durante diez años fui dando tumbos por los más diversos frentes, hasta alcanzar el grado de capitán y un par de heridas graves en el cuerpo. De las del espíritu no le hablo, pues, en mi opinión, la guerra extrae de nosotros lo mejor y lo peor pero, a fin de cuentas, ya lo llevamos dentro. Finalmente, nos impusieron la paz que, entre otras cosas, supuso que Cottbus pasase a poder de los prusianos, nuestros tradicionales enemigos. ¿Ve por qué le hablaba antes de mi desgracia? Aunque, a fin de cuentas, Córdula dormía en el fondo de mis recuerdos. La urgencia era ahora acabar los estudios universitarios y convertir al escéptico y cansado oficial en un respetable y activo profesor.



           Veo, colega y amigo, que empiezo a cansarle. Me ha ocultado educadamente un par de bostezos y lo disculpo de buen grado. Me limitaré a contar el que, hasta ahora, es el final de la historia. Resultó que, sin yo saberlo, el matrimonio de Córdula con el doctor Gerdesov se fue al traste. Ella lo soportó unos años, hasta que no tuvo más capacidad de aguante y sus hijos tuvieron edad de comprender la situación y vivir sin el apoyo presencial de su padre. Finalmente, regresó a la Alta Lusacia, aquí en Sajonia, y se instaló en Görlitz, como modista y preceptora de niños. No me pregunte de dónde sacó los conocimientos precisos, pero, conociéndola, no me extraña que consiga cuanto se proponga.



      -          ¿Y no se le ha ocurrido, amigo Jan, buscar a Córdula y reanudar viejos lazos? Al parecer es usted un fervoroso converso a la teoría de que todos tenemos una predestinación amorosa. Por otra parte, es usted soltero y, por tanto, libre.



      -          ¿Y qué cree que he intentado durante estos últimos años? Pero, ni por carta, ni usando de intermediarios, ella ha mostrado el menor deseo de volver a verme ni, menos aún, de comprometerse conmigo. Formalmente, sigue siendo esposa del médico de marras. Yo creo que no me ha podido perdonar que fuese el origen, aun involuntario y casi infantil, de todas sus desgracias. El sufrimiento la ha tornado fuerte, pero también dura y poco dada a las mudanzas. Yo lo comprendo  y no me encuentro con energías para cambiar el camino de mi vida, ni para retornar, de algún modo, al pasado. Podrá haber cambiado mi modo de entender el amor, pero sigo siendo tan acomodaticio como cuando tenía dieciocho años.



      -          Está bien. Tal vez más adelante…



      -          Más adelante –repitió sonriendo-. Aunque no sé cuanto más adelante habrá de llevarme la vida.



      ***



           Pasaron otros dos años, durante los cuales Jan envejeció a ojos vistas. Yo no me atrevía a reiterar mi sugerencia, por miedo a resultar pesado, o a que la carga sentimental y de viajes que ello comportaba no acelerase su evidente decadencia. Entre tanto, espigando aquí y allá, aprovechando las vacaciones y días de fiesta, fui recogiendo de gente del pueblo y de viejos manuscritos los cuentos que el amable lector tiene ante sí; entre ellos, en primer lugar, los del hombre-luna y la mujer fuerte, que yo he reducido a la unidad, sencillamente porque, en cuanto los oí, se me figuraron personificados en aquella desdichada pareja, Córdula y Jan, que habían malgastado su vida despreciando el colmo de la felicidad: hallar, en un común espacio y tiempo, a la pareja soñada, la persona predestinada para cada cual desde la eternidad. Si se han fijado, notarán que yo también me he ido convirtiendo a esa peligrosa creencia que –por lo que he podido colegir- venera una muy numerosa cofradía, la mayoría de cuyos miembros son personas mayores desengañadas, no apasionados jovenzuelos, como podría llegarse a pensar.

           Con semejante preámbulo, no puede dudarse de mi alegría cuando, uno de los últimos días del curso académico, me encontré en la calle con el señor Milzener y me dio la noticia. En aquella época ya había pasado yo a impartir docencia en la Universidad dresdeniana[6], en tanto él continuaba en el gimnasio de siempre. Tras las preguntas usuales entre personas bien educadas, me espetó:

      -          Estimado colega, si me permite seguirle llamando así, estoy a punto de tomarme unas bien ganadas vacaciones, que me dispongo a pasar en Görlitz.

      -          ¡Görlitz! ¿No será que…?

      -          En efecto. He decidido tentar a la suerte. ¿Y sabe una cosa? Lo he venido considerando desde aquel día en que usted me lo sugirió.

      -          Pues ánimo y adelante. Nadie merece más conseguir la felicidad que quien la persigue con tanta constancia.

           Nos despedimos muy efusivamente. No lo volví a ver.





      4. El hombre-luna y la mujer fuerte (fin del cuento)


           A punto de mandar a la imprenta el manuscrito de este libro, decidí que no resultaba serio dejar a mis lectores en la ignorancia de los resultados del viaje del profesor Milzener en busca de la felicidad o, cuando menos, de su destino. Una cosa tenía clara desde el principio: no había regresado a Dresde, pues nada habían vuelto a saber de él, ni en el gimnasio, ni en la pensión de frau Nuck, donde paró durante más de veinte años. Ni una visita, ni tan siquiera una misiva o un mensaje. Aquello podía tener varias explicaciones y yo quería pensar en alguna positiva, dado que me sentía bastante responsable de haberle impulsado a su decisión. En la Navidad del mismo año de su despedida, arrostrando las inclemencias del tiempo, viajé hasta Bautzen, a fin de preguntar por Jan a sus hipotéticos familiares. No me fue difícil encontrar a una hermana, aunque su cerrazón fue tal, que apenas saqué en limpio que mi colega había pasado por allí el verano anterior, camino de Görlitz y nada más habían sabido de su previsto viaje. Me resultaba difícil de creer que no conociese más noticias, pero mi insistencia fue cortada de plano por la grosería de un hijo de mi obstinada interlocutora:

      -          Señor, ¿acaso mi tío o nosotros tenemos que rendirle cuentas de nuestros actos?

           Así las cosas, no me cupo sino tomar la posta de Görlitz, a donde llegué en medio de una gran ventisca. Como contrapartida, la recepción de la mesonera a mis preguntas sobre Córdula Dyrlich fue opuesta a la de la hermana de su amador:

      -          ¡Ah!, sin duda se refiere usted a la costurera. ¡Qué manos tenía, la pobre!

      -          ¿Tenía? ¿Acaso…?

      -          Sí señor, va para tres meses que le dimos tierra. Ya llevaba un tiempo enferma, y no crea que vinieron los hijos a cuidarla, no. Si no llega a ser por la familia Mättig, habría muerto más sola que un perro.

      -          ¿No la cuidó en los últimos tiempos nadie más? He oído que un caballero de Dresde…

      -          Huy, no señor. Ella era muy decente y tampoco estaba ya en edad de flirtear. Dicen que estaba casada, pero nunca vimos al marido por aquí.

      -          ¿Y esa familia Mättig?

      -          Estuvo en su casa, de institutriz de sus hijos. Leía y escribía divinamente, y cantaba como los ángeles.

      -          ¿Me podría indicar la dirección?

           Y heme a la puerta de la casa –elegante, por cierto- de una familia completamente desconocida, para preguntar por una persona sin ningún vínculo conmigo, con vistas a indagar el contacto de la finada con un señor prácticamente ignoto en la localidad. Estuve a punto de darme la vuelta, pero decidí sacar rendimiento al frío que había pasado para llegar hasta allá.

           Mónika  Mättig era una deliciosa personita de doce o trece años. Fue quien abrió la puerta  y me atendió en ausencia de sus padres, quienes a la sazón estaban atendiendo el negocio familiar de tejidos en la Blumenstraße. Su hermano pequeño y una criada de aspecto estúpido aparecieron al oír voces de conversación, pero apenas participaron en la charla. De hecho, la empleada se retiró discretamente, al escuchar de mis labios que era todo un profesor de la Universidad de Dresde.

           La jovencita, que recordaba a Córdula con lágrimas en los ojos, confirmó las referencias de la posadera. Añadió algunos datos, que por respeto a su memoria no detallaré, sobre la severidad de costumbres y rigor pedagógico de la preceptora, que no parecían estar reñidos con el afecto que había sabido despertar en su discípula. Pero no era de eso de lo que yo quería enterarme:

      -          ¿No viste por aquí, o en compañía de frau Dyrlich, a un compañero mío, llamado Jan, un señor mayor, delgado, de ojos azules?

      -          Yo no lo vi, pero sí que oí a mi madre decirle un día a la profesora que nunca era tarde para amar y perdonar.

      -          ¿Y tú crees que esa conversación tenía que ver con mi compañero?

      -          Yo creo que sí, porque ella le contestó: Entonces, ¿voy a abandonarlo todo por seguir a una sombra del pasado hasta Dresde? Me hizo gracia: una sombra del pasado. Creo que Hölderlin ha escrito algo así.

      -          ¿Y cuando fue esa conversación?

      -          Poco antes de que frau Dyrlich viniese a morir entre nosotros, pero ya estaba enferma. Había adelgazado mucho y casi no comía nada. Ahora que recuerdo, un señor le trajo un día un libro. Yo no lo vi, pero a lo mejor era su amigo.

           Mónika desapareció escaleras arriba, mientras su hermano permanecía junto a mí en el vestíbulo, observándome con circunspecta atención. La niña regresó en un santiamén con el texto aludido. Cabían pocas dudas; se trataba del Werther, con una dedicatoria de puño y letra de mi amigo: El amor verdadero lo supera todo, incluso el tiempo. In aeternum, Jan.

           Aunque con pena, devolví el libro a mi gentil anfitriona y abandoné la casa. El sol había salido y tímidamente rielaba en la nieve, que el helor de la noche había congelado.

      ***

           El frío y la angustia me oprimían el pecho. Decidí partir al día siguiente, pero no quería marchar sin saber qué había sido del filósofo, al ver frustrados sus anhelos. No sé cómo ni por qué, después de comer pregunté a mi amable posadera por el camino del cementerio. Se mostró contrariada:

      -          Las tardes son muy cortas y las calles están heladas. Además, hay una subida muy empinada. ¡Si se empeña, coja al menos un coche de punto!

           Tras un rato de infructuosa espera, decidí asumir la tarea de ir a pie, pese a todas las advertencias. Se me figuraba el último tributo a un amigo que difícilmente habría de volver a ver. El ascenso fue, con efecto, laborioso y di un par de veces con mis huesos en el suelo. Por fin, llegué al pórtico y tuve la suerte de toparme con un enterrador, que reparaba una de las tumbas de la entrada. Le pregunté por la sepultura de frau Córdula Dyrlich, recientemente fallecida. Me respondió:

      -          Me acuerdo perfectamente. Precisamente la abrí yo. Le voy a indicar, pero no se entretenga mucho, que el sol ya va declinando.

           Seguí sin excesiva dificultad su referencia y me hallé en una zona desembarazada, con sepulturas recientes y relativamente dispersas. El terreno era más elevado y los árboles, cubiertos de escarcha, proyectaban sus largas sombras hacia la tapia del fondo. Fui leyendo los nombres de las lápidas, hasta dar con la que buscaba:



      Cordula Dyrlich

      (1782-1830)

      In Aeternum

           Mientras rezaba un padrenuestro, mi mirada se desvió ligeramente a la izquierda. Era un sepulcro sensiblemente igual al de Córdula. La leyenda me conmovió profundamente:

      Jan Milzener

      In Spe Resurrectionis

           Me senté al borde de la tumba de mi amigo y cerré por unos momentos los ojos. Una mano se posó sutilmente en mi hombro:

      -          Perdone, caballero. No pude atenderle esta mañana, como hubiese sido mi deseo. Soy Kajetana Mättig, la madre de Mónika. La niña me ha contado…

      -          Disculpe mi atrevimiento, pero no las molestaré más. Sólo quiero saber cómo murió mi colega.

      -          Según el médico, ya estaba muy enfermo, pero yo diría que fue de tristeza y deseos de encontrarse con su amada. Nosotros mismos nos encargamos del entierro. Ya ve, ni siquiera sabíamos el año de su nacimiento, ni su religión.

      -          Está bien así. Que Dios se lo pague.

           Me había puesto en pie y ahora deseaba marchar de allí cuanto antes. El sol se estaba poniendo y yo tenía un nudo en la garganta. Miré hacia la entrada del camposanto y dos árboles se interpusieron. Aunque tan desnudos y gélidos como sus compañeros, sus troncos nacían muy próximos y sus copas parecían besarse. Kajetana se apoyó en mi brazo y sugirió:

      -          La niña no sabe casi nada. Pregúnteme cuanto desee saber. Jan me habló de usted con gratitud.

            Mi voz sonó extraña, como si fuera ajena a mí, pero nunca me he arrepentido de lo que dije:

      -          Ya sé cuanto quería. El resto, por ahora, que siga siendo un misterio.

           Kajetana sonrió y buscamos juntos, en silencio, la salida. La esperaba un coche. Yo preferí recorrer solo y por la nieve el camino de retorno.









      [1] El gentilicio correspondiente a la región histórica de Sorabia o Sorbia (también conocida por Lusacia) lo he visto escrito como sorabo o sórabo. En la medida que el actual diccionario oficial de la Real Academia Española (22ª edición) no recoge esa palabra (ni su equivalente, wendo o vendo), me creo en libertad de escoger la acentuación y elijo la opción llana.
      [2]  Ambos, reyes de Sajonia. Federico Augusto I lo fue entre 1806 y 1827; antes, había sido Duque y Elector. Antonio I fue rey sajón de 1827 a 1836.
      [3]  Alusión a la división de soberanía (1815) de la Alta Lusacia, que permaneció dentro de Sajonia, y la Baja Lusacia, que pasó a poder de Prusia. Esta es la razón última por la que, actualmente, aquella parte de Lusacia forma parte del land de Sajonia y esta, del de Brandemburgo.
      [4]  El nombre sorabo de Bautzen es Budyšin. Me permito formar el gentilicio con la mayor simplicidad.
      [5]  Este nombre, al parecer sinónimo de Cordelia, lo he visto escrito en español con y sin tilde. En Tortosa, lugar de predilección hacia esta santa, lo escriben Còrdula. Así que, provisionalmente, me dejo guiar del seny catalán. Por descontado, en alemán no se acentúa.
      [6]  Aduzco el llamado privilegio del creador para usar este gentilicio, no acogido por la Real Academia. Lo construyo por derivación del alemán Dresden. El gentilicio en esta lengua es dresdner.

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