sábado, 17 de septiembre de 2011

EL LIMPIABOTAS DEL "AURORA"



El limpiabotas del Aurora

Por Federico Bello Landrove




     Dicen algunos científicos que el azar es una de las mayores fuerzas que mueven el mundo. Por supuesto, ello es también cierto respecto del hombre. Este relato lo prueba, para un lugar tan difícil como la Barcelona de la posguerra civil y respecto de una persona que empezó siendo héroe por casualidad en Rusia y acabó de limpiabotas en España por causalidad, vamos, por no poder ser otra cosa.



1.      El café Aurora



     Hace mucho que no he estado en Barcelona y, por tanto, ignoro (o no he querido saber) si sigue existiendo el Aurora de la calle Rosellón, semiesquina al paseo de Gracia, uno de los primeros establecimientos de la Ciudad Condal que armonizaron con elegancia el paso del café tradicional europeo a la cafetería de corte americano. Yo lo conocí y frecuenté en la segunda mitad de los años cuarenta (del siglo XX, por supuesto), cuando ejercí de secretario en uno de los juzgados de instrucción de la gran ciudad. En realidad, antes se llamaba Flordeneu, rótulo de reminiscencias verdaguerianas, pero hubo que cambiarle el nombre por imperativos políticos, allá por 1940. Y yo sé el porqué de la elección del nuevo título, en genuino castellano, por supuesto. La culpa la tuvo el limpiabotas del café, toda una institución entre sus clientes. Lo llamaban Gregorio: eso lo tuve claro desde el principio. Su apellido, bastante más enrevesado, lo conocí más tarde.

     No era difícil deducir que Gregorio, el limpia, no había nacido precisamente en el Raval ni en el Eixample. Larguirucho; cabeza canónicamente pequeña para su cuerpo huesudo y encorvado; ojos azules, que cada vez resultaban menos conspicuos, entre los párpados crónicamente inflamados y las bolsas surcadas de arrugas; restos de pelo cobrizo entre las canas dominantes; y, sobre todo, un español –castellano o catalán- torpe de construcción y con un indefinido acento extranjero. Sentado junto a un rincón de la barra, a la espera de prestar sus servicios, reposaba las manos sobre las perneras oscuras del pantalón; manos enormes, huesudas, callosas y, lógicamente, penetradas de betún y tinte. Recuerdo que fueron aquellas formidables garras lo primero en que me fijé de su persona. Debí detenerme en ellas más de lo habitual, o de lo correcto, porque, saliéndose de su mudo guión de oferente, me preguntó, con carrasposa voz de bajo:

-          ¿Limpia?

     Tampoco era mi costumbre, pero asentí. Por aquel entonces yo era muy tímido. 

***

     Quizá, más que de tímido, debería tildarme a la sazón de temeroso. Y tenía mis motivos. Al estallar la guerra, yo tenía diecisiete años y, aún así, me alisté voluntario para eludir las represalias políticas. Mi familia materna estaba bastante significada en La Coruña como de Izquierda Republicana y, en mi primer curso de Derecho en Santiago, había sido yo de los destacados de la FUE. No me fue mal la jugada, pues salvé el pellejo y pasé toda la contienda en automóviles. Me licenciaron provisionalmente en el año cuarenta, con el grado de sargento, y no me pusieron dificultades para proseguir mis estudios. Por si acaso, yo firmaba siempre Félix Martín, excusando el Alvarado del estigma. Me hubiera gustado ser juez, pero el comisario Guitián dejó claro que no tenía ninguna posibilidad de pasar el filtro político.

-          ¿Pues qué me queda –pregunté con cierta indignación-, después de haber hecho la guerra con los nacionales y haberme quemado las pestañas para terminar la carrera de Derecho?

-          Pica más bajo, rapaz. Un Alvarado no es de fiar para que juzgue a otras personas, sobre todo de derechas.

     Y así fue como tuve que preparar las oposiciones de Secretario. Mi cerote pasé hasta que aprobaron mi instancia, con informes favorables. Luego, buenos ejercicios, notas que no me hacían justicia y a Barcelona, a un juzgado de instrucción. Desde luego, no era lo más indicado para un gallego que empezaba, pero había muchas vacantes y nos habilitaron para desempeñar plazas de primera. Por lo menos, como me dijo don Rafael, el magistrado, podrás ganar más y casarte. No sé a qué vino tal ocurrencia.

     Bien, ya he hablado demasiado de mí, que solo soy el narrador de la historia. El protagonismo, ya digo, tiene que ser de Gregorio quien, a estas alturas, empezaba a serme conocido. En los cafés todo se sabe, y comencé a recibir ciertas atenciones de parte de algunos camareros. El motivo no tardé en conocerlo:

-          Verá, don Félix, siendo usted gallego y hombre le leyes, pensábamos que cojearía del mismo pie que casi todos.

-          Vamos, del pie derecho. ¡Hombre, Francesc, que no todos los gallegos somos de El Ferrol del Caudillo!

-          Ya, ya, pero bien está precaverse, que uno no sabe nunca con quien se tropieza.

-          Según eso, a lo mejor soy un policía de incógnito que está tirándote de la lengua.

     Francesc sonrió, me hizo un guiño imperceptible y siguió a su faena.

***

     Como buen gallego en tierra extraña, lo mío era preguntar y tratar de integrarme. Chapurraba el catalán (que, digan lo que quieran, se hablaba bastante en la Barcelona de la época) y no eludía los temas relacionados con la complicada y truculenta historia reciente de la ciudad. En esa línea, vino a cuento el actual nombre del café de mi predilección:

-          ¡Mira que era bonito el nombre de Flordeneu! Pero nada, como estaba en catalán, hubo que cambiarlo.

-          Toma, como si hubiese estado en francés o en inglés. Patriotismo lingüístico, o sea, de boquilla.

-          Sí, pero con el señor Cardedéu pincharon en hueso –prosiguió Francesc-. Estuvo casi un año remoloneando y, al final, dio con un rótulo mucho más reprobable para el régimen.

-          ¿Aurora?, inquirí. ¿Qué tiene de políticamente incorrecto?

     Francesc apoyó la bandeja sobre mi mesa y contó, más o menos, la siguiente historia:

-          Como hombre ilustrado y de la cáscara amarga, lo supongo al corriente de los principales episodios de la revolución rusa, allá por 1917. Sabrá que, en los sucesos de octubre de dicho año en Petrogrado, tuvo un papel relevante un buque de guerra, el crucero Aurora, desde el que se disparó el cañonazo de salva que sirvió de señal para el asalto al Palacio de Invierno. Dice Gregorio que, al final de la Guerra Mundial, lo han vuelto a amarrar en la ahora Leningrado, para repararlo y convertirlo en una reliquia, o algo así. Así que ya ve usted, el Aurora zarpó de incógnito de Rusia y ha venido a varar al ladito de las Ramblas.

-          Gregorio… ¿No tendrá que ver algo con el Aurora? Lo digo porque, como es extranjero…

-          Más de lo que usted cree. De hecho, este café se llama como se llama en honor a él. Tiene gracia, en honor del limpiabotas. Pero no diré ni una palabra más. Que se lo cuente él, si es que quiere hacerlo. Y le advierto que no suele gustarle nada bucear en la historia, sobre todo, si es la suya.



    2.  El marinero Prijodko

           Estando de guardia un día del mes de marzo de 1947 o 1948, recibí en mi despacho la sorprendente visita de Arturo, el jefe de camareros del Aurora. El motivo lo explicaba todo: un tratante desconocido en el establecimiento había echado en falta el billetero al ir a pagar la consumición. Habiéndose tropezado al entrar con Gregorio, entró en sospechas de que hubiese sido él el ladrón y, pese a todas las advertencias, lo denunció como tal. La cantidad de dinero sustraída era lo suficientemente importante, como para que la Policía tomase la cosa en serio y detuviese al limpia. Eso había sucedido un par de horas antes. Ahora, se esperaba la llegada del sospechoso para declarar en el juzgado, según decían, de un momento a otro.

           Como es natural, me faltó tiempo para ir a comentar el suceso con don Rafael e interceder por el lustrador. El magistrado, lógicamente, inquirió:

      -          ¿Por qué estás tan seguro de que no pueda ser él?

      -          Es un hombre honrado a carta cabal y, de otra parte, no iba a actuar en su lugar de trabajo. Imposible.

      -          No tanto. Una tentación la tiene cualquiera y más, si se es pobre y hay mucho dinero por medio.

      -          Pero no le encontraron nada y seguro que la Policía revolvió Roma con Santiago.

      -          Veremos, sentenció don Rafael que, a lo que parece, no las tenía todas consigo.

           A última hora de la tarde y gracias a ser urgidos desde el juzgado, aparecieron los agentes con Gregorio. Este apenas levantaba los ojos del suelo y arrastraba penosamente los pies, como si los grilletes le supusieran un peso insoportable. El mismo que el atestado arrojó sobre mis hombros, cuando leí el informe de conducta referente al inculpado:

           Grigori Efímovich Prijodko, nacido en Ekaterimburgo (Rusia) el 7 de mayo de 1894… Llegado a España en 1935 o 1936, para prestar servicios subalternos en el Consulado General de la Unión Soviética en Barcelona… No se le conocen actividades criminales durante la Guerra de Liberación… El 30 de enero de 1939 se presentó voluntariamente ante las Autoridades militares, solicitando asilo político, como perseguido por Stalin… Pasó siete meses en prisión (hasta el 2 de septiembre de 1939), en que se comprobó la certeza de lo alegado o, cuando menos, su probabilidad y se le extendió la oportuna documentación para estancia legal en España… Desde su puesta en libertad, ha trabajado de limpiabotas en el café Aurora de la calle Rosellón, sin que consten otros antecedentes desfavorables…

           Así que ruso, trabajador para el Consulado soviético durante nuestra guerra civil y refugiado político. Como para estar tranquilo ante la presente denuncia…

           Tampoco lo vio claro don Rafael quien, ante lo expuesto y dado lo avanzado de la hora, concluyó:

      -          Que lo encierren en los calabozos de la guardia hasta mañana. A ver si las cosas se aclaran un poco en las próximas horas. Y no sé tú, pero yo me voy a cenar. Que no me avisen si no se trata de algo muy importante.

           Me tocó darle la noticia a Gregorio:

      -          Lo siento, pero tendrás que dormir aquí esta noche. Mañana te interrogará el juez. ¿Necesitas algo?

           No levantó la vista del suelo, pero la palabra llegó con toda claridad a mis oídos:

      -          Justicia.

      ***

            Por la mañana, todo quedó aclarado. Matilde, la limpiadora, había encontrado la cartera, al limpiar de madrugada los servicios. Providencialmente para Gregorio, su compañera de trabajo era de acrisolada honradez… y el billetero había quedado oculto tras la taza del retrete. Se había contado el dinero y solo faltaban, para los cálculos del propietario, trescientas pesetas. Antes de que llegase la Policía, los camareros habían completado la cantidad, para evitar cualquier suspicacia.

           Con todo, don Rafael resolvió tomarle declaración, para decidir acto seguido su libertad. Gregorio, ya sin grilletes y más erguido, adujo:

      -          A buenas horas me iba yo a pringar por siete mil pesetas.

      -          ¿Es que no le parece una cantidad importante?, preguntó el magistrado, atónito.

      -          Mucho más que eso tuve yo bajo mi custodia el 25 de octubre y no me quedé ni una cucharilla de plata.

      -          ¿El 25 de octubre? ¿Del año pasado?

      -          No. El 25 de octubre de 1917. En el Palacio de Invierno de Petrogrado.

           Quedó en libertad el personaje y, durante varios días no apareció por el Aurora. Esos mismos días, más o menos, fueron los que tardó don Rafael en tener acceso (él sabría cómo, en aquellos tiempos) a la Historia de la Revolución Rusa de Trotsky y llamarme reservadamente a su despacho. Me extendió un folio escrito de su puño y letra. Literalmente, decía así:

      Tomo II (Capítulo 22º: La toma del Palacio de Invierno)

           Hubo, en efecto, tentativas de saqueo, pero precisamente esas tentativas fueron las que pusieron de manifiesto la disciplina de los vencedores. John Reed, que no dejaba pasar ninguno de los episodios dramáticos de la revolución y que entró en palacio siguiendo las huellas muy recientes de los primeros destacamentos, cuenta que, en uno de los almacenes de la planta baja, un grupo de soldados levantaba con las bayonetas  las tapas de los cajones y sacaba de ellos alfombras, ropa blanca, porcelana y cristalería. Es posible que algunos ladrones, que durante el último año de la guerra se cubrían con el capote de soldado, hubieran hecho algunas de las suyas. Apenas había empezado el saqueo, cuando una voz gritó: “¡Compañeros, no toquéis nada, que esto es propiedad del pueblo!” Un soldado se sentó en una mesa, cerca de la salida, con una pluma y un pedazo de papel; dos guardias rojos con el revólver en la mano, se apostaron a su lado. Se cacheaba a todo el que salía, y todo objeto robado era retirado e inscrito inmediatamente. Así se recuperaron estatuillas, botellas de tinta, bujías, puñales, pedazos de jabón y plumas de avestruz. Asimismo fueron cuidadosamente cacheados los junkers[1], cuyos bolsillos aparecieron atestados de toda clase de menudencias robadas. Los soldados llenaban de improperios a los junkers y los amenazaban; pero las cosas no pasaban de ahí. Entre tanto, se estableció el servicio de vigilancia de palacio, a las órdenes del marino Prijodko. Se apostaron centinelas en todas partes. Se echó de palacio a los que nada tenían que hacer allí. Al cabo de pocas horas, el oficial bolchevique Dzevialtovski era nombrado comandante del Palacio de Invierno.

           Leí la copia con simple curiosidad, hasta llegar al apellido del marino. Levanté entonces la vista, asombrado. Don Rafael me devolvió una mirada benevolente e irónica, diciendo:

      -          Yo ya he descubierto de dónde le viene el orgullo a tu limpiabotas. Ahora te toca a ti averiguar qué le trajo a Barcelona y que puede tener Stalin contra él.





        3.  Un revolucionario, apellidado Antónov-Ovseenko

                 Las sugerencias de don Rafael eran, como quien dice, órdenes para mí. De modo que, no habiendo aparecido aún Gregorio, decidí abordar a Francesc y sonsacarle cuanto pudiese. Para apoyar mi credibilidad, un poco maltrecha por lo menguado de mi eficacia en el episodio de la detención del betunero, decidí atribuirme glorias ajenas:

          -          Ya he tenido ocasión de leer, en las Memorias de Trotsky, quién fue y qué hizo nuestro amigo Prijodko. Para completar mis datos, tienes que informarme de cómo y por qué llegó a Barcelona y se ha quedado aquí.

          -          Pues seguramente eso también lo cuente Trotsky, ya que tiene bastante que ver con él, en más de un sentido.

               Un poco corrido por haber sido cazado en mi propia trampa, insistí de manera más suave:

          -          Seguro que tú conoces cosas que no recoge Trotsky. Anda, cuéntame, que lo sabes casi todo de la Barcelona de la guerra.

          -          Mañana por la tarde, libro. Si quiere, podemos charlar, pero no aquí, que no nos dejan alternar con los clientes.

               Quedamos en un café de la Plaza Real. Con la ayuda de medio paquete de Ideales y un par de sol y sombra (sin hielo), Francesc se explayó:

          -          El asalto al Palacio de Invierno y demás objetivos de los bolcheviques en Petrogrado fue dirigido por un tal Antónov-Ovseenko, un revolucionario de cuerpo entero, con buena formación militar, de ideas propias y firmes, quien llegó a ser uno de los hombres de confianza de Trotsky durante la guerra civil rusa. Fue Antónov quien eligió a Grigori para la tarea de control del Palacio en la madrugada del 25 de octubre, y eso que casi no lo conocía.

          -          ¿Pertenecía a la tripulación del crucero Aurora?

          -          Eso dice él, como también cuenta que fue de los que bajaron el puente levadizo para que los guardias rojos pudieran cercar el palacio, y otras muchas cosas que me parecen demasiadas para una sola noche. Yo creo –y que él no me oiga- que Gregorio fantasea.

          -          ¿Y lo de venir a Barcelona?

          -          Terminada la guerra civil rusa, muerto Lenin y con Trotsky en desgracia, le tocó el turno a Antónov-Ovseenko. Stalin se fue librando de él, dándole cargos diplomáticos en el extranjero, en Checoslovaquia, Polonia y otras embajadas. Era un tipo muy listo y eficaz: ni el propio dictador se atrevió a prescindir de sus servicios. Y así fue cómo, al convertirse España en un punto caliente de su estrategia, lo mandó a Barcelona de cónsul general. No tengo que advertirle que, estando Madrid sitiado y sin el Gobierno, Barcelona era el lugar más importante políticamente del país. Aquí manipuló y organizó Antónov todo lo preciso para que la República recibiese la ayuda soviética… y lo demás. Aún me acuerdo de cómo habló en el entierro de Durruti. Era poca cosa, narigudo, con gafitas y una hermosa pelambrera, pero qué bien hablaba, con qué autoridad…

          -          Bien, bien, Francesc. ¿Cuándo llegamos a nuestro Prijodko?

          -          Pues ahora mismo. Grigori estaba hasta la coronilla de la crueldad y orgullo de Stalin. Por otra parte, había seguido cultivando la relación con Antónov. Empezó a percatarse de que lo marginaban, de que su carrera de marino, por así decir, embarrancaba. El caso es que consiguió que su amigo lo reclamase como consejero naval y se vino con él para Barcelona. La cuestión es que, por agosto del 37, Stalin ordenó a Antónov que regresara a Rusia y allí lo tuvo, bajo arresto por sospechas de conspiración, hasta que finalmente se lo cargó, sin juicio ni publicidad, en 1939. Conste que se lo avisé, decía Gregorio, pero aquel hombre, que se había librado de todo, no le tenía miedo a nada. Y así le lució el pelo. Eso que, en lo que a mí concierne, lo tiene bien merecido, por haber tomado parte en la liquidación del POUM, poco antes de marcharse.

          -          Así que Prijodko se quedó en Barcelona, huyendo de la quema estalinista…

          -          Algo así, pero ya no en el Consulado, sino como asesor independiente, al servicio de la Marina de la República. Tuvo el acierto de marcharse a Cartagena y en Barcelona se le perdió la pista. Cuando la guerra estaba perdida aquí, regresó, al parecer, para ayudar en la retirada de las pocas naves militares que permanecían en los puertos catalanes. Luego, ya sabe, le pilló el toro y no pudo escapar por la frontera de Francia; así que se la jugó entregándose a los de Franco y contándoles verdades a medias. Vete a saber. Hay quien dice que tanta suerte es sospechosa, que a lo peor delató a alguien. Yo, la verdad, lo creo incapaz de una cosa así.

          -          Pero seguir aquí tantos años, sin encontrar mejor cosa que limpiar zapatos…

          -          Con la Guerra mundial y la liquidación de Trotsky tampoco ha tenido muchas oportunidades. Además, ¿no lo ve usted? Tiene toda la pinta de un hombre derrotado. También cuentan que tiene un hijo en España y que, peseta a peseta, está costeando su manutención.

          -          Vamos, que el sujeto es un misterio…

          -          Y que lo diga. Y ahora, la desaparición. Porque ya van dos semanas.

          -          Habrá cogido miedo por lo del otro día. Quizá la Policía le haya acosado.

          -          Él sabrá cuidarse. En fin, no dirá que no le he puesto al corriente… Cuento con su discreción.

          -          Desde luego. También yo tengo que andarme con cuidado, con el apellido que llevo.

          ***

               Con cuidado y todo, no tenía más remedio que cumplir con don Rafael. Le narré, sin muchos detalles, lo sabido por la conversación precedente. Pareció darse por satisfecho, en cuanto oyó lo relativo a Antónov y a su ejercicio como cónsul general de la Unión Soviética en Barcelona. Lógicamente, lo de Grigori y su desaparición le tenía sin cuidado. Lo constaté cuando sugerí:

          -          Don Rafael (por edad, entre otras cosas, nunca apeaba el tratamiento), ¿no valdría la pena oficiar a la Policía para que trate de localizarlo?

          -          Ni hablar –contestó tajante-. Es mayor de edad y plenamente capaz. Él sabrá lo que hace.

               ¿Les confieso una cosa? Para mí que don Rafael imaginaba que, de haberle pasado algo raro a Gregorio, habría sido con la ayuda de la Policía; así que, mandar a los agentes a buscarlo era como contratar al zorro para poner orden en el gallinero.





          4.  Conclusión



                 Tres días después, apenas me hube sentado a tomar el café, se me acercó Francesc con una sonrisa radiante:

            -          Don Félix, apareció el hijo pródigo.

            -          Y…

            -          Nada, cosas de Grigori. Que de ninguna manera estaba dispuesto a volver a un lugar en donde se había puesto en duda su reputación y había sido detenido por la Policía. Sacó quinientas pesetas y las dejó sobre el mostrador con estas palabras: Con mi gratitud por vuestro adelanto y para que os toméis unas copas a mi salud, vosotros y don Félix.

            -          ¿Y a dónde se ha ido?

            -          Cualquiera sabe. Cuando le preguntamos, nos respondió: A cualquier parte en que la gente lleve zapatos. ¿Qué le parece?

            -          Pues me parece, amigo Francesc, que, ya que yo no bebo alcohol, me tomaré un café con leche a la salud de Grigori Efímovich Prijodko.









            [1]  Cadetes de academias militares o personas que adquirían un cierto rango militar por razón de la nobleza familiar. Obviamente, Trotsky se refiere aquí a los que trataban de defender el Palacio de Invierno de su invasión y conquista por los bolcheviques.

            

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