sábado, 18 de junio de 2011

SUPERVIVIENTES




Por Federico Bello Landrove

     Pocos aspectos de la Guerra Civil española son tan trágicos y denigrantes, como los sacrilegios y ejecuciones a mansalva de religiosos, por el mero hecho de serlo. Basado en hechos reales, acaecidos en Alcalá de Henares, el relato trata de imaginar las consecuencias del caso en dos presuntos protagonistas, uno de los cuales tiene nombre y apellidos, así como una memoria muy flaca y un prestigio moral totalmente infundado. ¡Y no me tiren de la lengua, que me conozco!



1.      El camino de la santidad

     El calor apretaba de firme aquella tarde de julio. El joven Enrique, harto de pasear como un león enjaulado por el largo pasillo de su casa, tuvo un pronto. Rebuscó en el armario su ropa de años atrás, cargó en la cartera las notas y apuntes en que estaba ocupado una semana antes y dijo junto a la puerta de entrada:

-          Madre, me voy a la biblioteca. Hasta luego.

-          Biblioteca, ¿qué biblioteca?

-          A la de la Magistral. ¿Cuál, si no?

-          ¡Pero tú estás loco! ¿No ves cómo están las calles?

-          Pues vacías. Asómate y verás. Anda, quédate tranquila, que voy vestido de seglar.

     Aunque, mientras se desarrollaba este diálogo, Ángeles –la madre- había llegado a toda prisa al pequeño vestíbulo y se había interpuesto entre su hijo y la puerta, aquél mantuvo inflexible su decisión. Apartó a su progenitora, al tiempo que la abrazaba, y aseguró:

-          Vamos, vamos. Ya tenemos aquí las tropas del Gobierno y ayer se rindieron los militares sublevados. No hay nada que temer.

     Resignada, Ángeles lo dejó ir, aún dubitativa y sin cerrar la puerta. Estaba llegando Enrique al portal, cuando acertó a decirle:

-          ¡Vente para casa, en cuanto oigas o notes algo extraño!

     Su hijo se encogió de hombros, por terquedad o indiferencia. Los soportales le protegían de la canícula y de la vista de la poca gente que circulaba a las cuatro de la tarde. Al cruzarse con un grupo de jóvenes con aspecto de milicianos, apuró el paso y medio ocultó su cartera de intelectual. En un par de minutos más alcanzó la plaza en que se alzaba el gran templo. Llamó convenientemente a una puerta excusada que daba al claustro ajardinado. Le abrió Tomás, el sacristán, más receloso que de costumbre:

-          ¿Se ha atrevido, don Enrique?

-          Por supuesto, hombre. No me voy a quedar en casa hasta que termine toda esta gresca. Voy a la biblioteca. Si viene don Pablo, me avisas, que quiero hablarle.



     En la gran sala de lectura, sobre la mesa que habitualmente usaba, aún le esperaba abierta la parte segunda del Decreto de Graciano. Lo suyo era la Teología, pero los cánones eran un peaje a pagar para doctorarse. Así que se zambulló en las causas que aludían al tema: si, padeciendo violencia, puede perderse la virtud. Por un momento, sonrió y dijo con voz apenas audible:

-          ¡Qué cosa más tonta! Hoy nadie dudaría de que no.

***

     Un par de horas más tarde, unos fuertes golpes sobresaltaron a Enrique. Por un momento, se le hicieron presentes las advertencias de su madre, pero se contuvo. ¿A dónde ir, suponiendo que la cosa fuera seria? Mejor quedarse al resguardo en la biblioteca y procurar pasar desapercibido.

     Minutos más tarde, cuando apenas se habían apagado los ecos de los impactos, se abrió de golpe la puerta de la sala y, por un momento, vio la cara desencajada de Tomás:

-          ¡Escape, don Enrique, que han entrado los milicianos!

     El sacristán desapareció a la carrera, dejando la puerta abierta. A través de ella, llegaban confusos ruidos de voces, pasos y golpes de objetos contra el suelo. Enrique, por fin, decidió actuar. Recogió aprisa los documentos personales, los metió en la cartera y, cautelosa pero raudamente, embocó la escalera de bajada al claustro. No llegó muy lejos. Un par de sujetos armados le dieron el alto:

-          ¿Quién demonios eres tú? ¿Dónde te crees que vas?

-          Soy estudiante. Estaba en la biblioteca…

     No le valió la excusa. A punta de fusil, lo condujeron a la gran nave de la iglesia. El espectáculo era ya dantesco. Imágenes y objetos litúrgicos por el suelo; altares desencajados; la sillería del coro con evidentes visos de ir a convertirse en pasto del fuego. Grupos de individuos armados, en su mayoría muy jóvenes, iban de acá para allá, gritando y destrozando, o acopiando lo que mejor les parecía. Por un momento, Enrique creyó ver a su admirado don Pablo, el magistral, sentado en un banco, bajo vigilancia, pero no: era don Marcial, el beneficiado que fungía de maestro de ceremonias. Hicieron como si no se vieran, pero fue inútil. Llevaron casi en volandas a Enrique hasta él, con el consiguiente jolgorio:

-          ¡Ya hemos cazado a otro, sólo que éste va de paisano!

-          Que os he dicho que soy un estudiante, osó todavía decir el aludido, con una evidente reserva mental.

-          ¡Y un cuerno! ¡Tú! –se dirigieron al beneficiado-, ¿conoces a éste? ¿A qué también es cura?

     Don Marcial miraba al suelo, sin decir palabra. Le aplicaron un culatazo en la nuca, para espabilarlo. Enrique no resistió más:

-          Está bien, soy sacerdote y estoy estudiando el doctorado en Teología. Y ustedes, ¿puedo preguntar quiénes son?

     A una miliciana debía de haberle caído bien el joven ordenado, ya que se dignó responderle:

-          Somos del batallón Libertad, para servir a Dios y a ustedes.

      Una carcajada general respondió a la humorada. Enrique decidió que lo mejor era sentarse junto a don Marcial y guardar silencio en adelante. Cuando le pareció que se habían olvidado de él, rozó con la mano el brazo de su compañero de banco. Don Marcial volvió el rostro, con evidentes muestras de dolor y tumefacción. Por un momento, primó la edad y el cuarentón aconsejó a su joven colega:

-          Rece usted, Enrique, que de ésta no salimos.

***

     Cual si viviese el momento como una ensoñación, despertó los sentidos de Enrique una voz conocida, con acentos de mando. Levantó la vista y, por más que la luz fuese insuficiente, creyó reconocer la figura de quien parecía mandar en aquel pandemónium de estrépito y destrucción. Decidió tentar su suerte:

-          ¿Fernando?

     Efectivamente, el interpelado se volvió y caminó unos pasos hacia él. Exclamó:

-          ¡Coño, si es el curita, el hijo de la señora Ángela!

     De manera jocosa le tendió la mano. No era mala mano para aquel momento, la del secretario de las Juventudes Socialistas Unificadas en la ciudad. Pero el gestó quedó bruscamente cortado por el griterío de un grupito de milicianos, que habían dado con uno de los tesoros de aquella iglesia:

-          ¡Fernando, Fernando, las hostias!

     En un historiado copón, se guardaban las formas que se decían incorruptas desde finales del siglo XVI, las Santas Formas, objeto de gran veneración en toda la comarca. Fernando tomó el vaso sagrado y volcó su contenido sobre un banco adyacente al que ocupaban don Marcial y Enrique. Por unos momentos, pareció pensar el mejor destino del pan consagrado, mientras sus compañeros más próximos acallaban sus voces y miraban expectantes a su compañero y jefe por el momento. Finalmente, decidió:

-          Vamos a ver si estos curas son tan espirituales como presumen.

     Y, tirando al suelo la mayor parte de las hostias, se dirigió a don Marcial y dijo:

-          Tú, a mear encima. Si lo haces, te dejamos marchar.

     Don Marcial no se movió. Fernando empuñó la pistola y volvió a la carga:

-          O meas encima, o te paseamos esta misma tarde.

     El beneficiado pareció reaccionar. Se incorporó y, agachándose bruscamente, cogió la mayor cantidad de formas que pudo y se las metió en la boca. Fernando le golpeó violentamente en los dientes con la pistola, forzándole a escupir entre sangre las formas medio deshechas. Otros milicianos levantaron puños y fusiles.

-          ¡Quietos–ordenó Fernando-! Cada cosa a su tiempo y en su lugar. Lleváoslo al cuartel de milicias. O mejor, esperad un momento.

     Fernando se dirigió a Enrique, que estaba a punto de desmayarse, entre la tensión y el flujo de sangre de don Marcial. Le conminó:

-          Ahora te toca a ti, curita de mierda. ¡A mear, o ya sabes lo que te espera!

     Enrique, a lo largo de su vida, mantuvo que lo único que en aquellos momentos había pasado por su cabeza, había sido la parte segunda del Decreto gracianense y su discusión del valor de los actos realizados bajo violencia. ¡Vaya usted a saber! Lo cierto es que se puso en pie y, vuelto de espaldas al maestro de ceremonias, orinó cuanto tenía dentro. Le pareció que el tiempo se detenía y que el ruidillo del líquido llenaba toda la iglesia. Fernando permaneció escrutador y silencioso. Al concluir el chaparrón, sentenció:

-          Puedes irte a casa, y no por lo que acabas de hacer, sino por el hambre que nos ha quitado tu madre, a mí y a mi familia. Y lárgate de la ciudad, antes de que nos arrepintamos.

     Enrique salió presuroso a través de la puerta echada abajo por la soldadesca. No se atrevió a mirar atrás ni una sola vez; menos aún, a despedirse de don Marcial, testigo mudo de su aparente cobardía. El joven sacerdote lo lamentó muchas veces pues, al día siguiente, el cadáver del beneficiado apareció en el Paseo de la Estación, con cuatro heridas de bala. Dicen que, ese mismo día, corrió igual suerte su padre, pero eso puede interesar a la Historia, no a nuestra narración. Tal vez, para ésta tenga mayor interés el tema de la tesis doctoral que Enrique leyó en 1942, en la Universidad Pontificia: “Los caminos a la santidad según el Memorial de la Vida Cristiana, de Fray Luis de Granada”. Caminos, que él había estudiado y procuraría practicar. Lo de don Marcial había sido, más que un camino, un atajo.



  1. Medida por medida

      Fernando Chaparro libró la pena de muerte, al concluir la Guerra Civil, en parte por ser menor de edad, en parte por no haberse encontrado a la sazón testigos más contundentes de sus barbaridades. A lo mejor, por encima y más allá de tales razones lógicas o legales, pudiese influir, para su indulto, el que tardaran en juzgarlo cuatro años, durante los cuales permaneció en prisión preventiva y sufrió más de una tortura y más de dos. En fin, ¿quién sabe lo que pasa por la cabeza de un caudillo y de sus adláteres jurídicos, cuando ejercen de señores de las vidas ajenas?

     Es lo cierto que, para encerrar sus siguientes treinta años de vida, eligieron para Fernando la cárcel de una ciudad famosa por lo crudo de su clima y las bellezas de su catedral. Una catedral en la que acababa de ganar brillantemente la plaza de canónigo magistral nuestro Enrique –ahora, para los no íntimos, don Enrique-, a los treinta y dos años de edad. El día de su posesión, comentó a su madre, con tristeza:

-          ¡Qué pena que no esté aquí don Pablo, para verlo!

     Como recordarán, el aludido fue en vida canónigo magistral en la ciudad cuna de Enrique. Una vida segada un mes después de la de don Marcial, por otros cuatro tiros de fusil, en la calle de Santiago. Al menos, allí había aparecido el cadáver. Así que un clérigo más que había tomado el atajo.

     Doña Ángeles corrigió a su hijo:

-          No estará aquí, pero verlo, ya lo creo que lo ha visto. Desde arriba.

***

     Entre la catedral y la cárcel había una distancia insondable, pero el amor de una madre dicen que todo lo puede. Un mediodía, al volver del oficio de coro, don Enrique halló soliviantada a doña Ángeles:

-          ¿A qué no sabes a quién tenemos en la sala?... Pues a Ana, nuestra asistenta de antes de la guerra.

     Enrique  se quedó de piedra. Era Ana, la madre de Fernando Chaparro, su verdugo de antaño. Pronto tuvo un segundo motivo de estupor: habían pasado ocho o nueve años, pero para aquella señora parecía haber transcurrido un siglo. Si la hubiera visto por la calle, no la habría reconocido.

     Comieron el cocido de los lunes, en amor y compañía. Ana quería y admiraba desde siempre a Enrique y adoraba a Ángela. Por si fuera poco, el guiso estaba delicioso. Pero no había sido eso lo que había traído a Ana tan lejos de casa y, como ella decía, a importunarles con mi presencia.

-          Es por mi Fernando. Era muy joven y con mala cabeza. Anduvo, como saben, por nuestra ciudad hasta que cumplió los dieciocho y, luego, marchó al frente. Lo detuvieron al terminar la guerra. Que si había hecho no sé qué fechorías, que si se escapó o se enfrentó con los que lo detuvieron… El hecho es que le han caído treinta años, y con suerte, que estuvo condenado a muerte. Lo han traído para acá, a que cumpla condena y aquí me tienen, viniendo, cuando tengo para el billete, a verlo y a traerle lo que puedo, quitándonoslo de la boca. Si pudieran hacer algo por él… Aquí, don Enrique, es ahora una persona importante de iglesia. Si quisiera ir de vez en cuando a visitarlo, o mejor, a hablar con los de la cárcel para que no lo traten mal y le reduzcan la condena por el trabajo…

-          Mujer –replicó Enrique-, lo de ir a verlo no me parece muy oportuno, dado mi cargo. En cuanto a la redención por el trabajo, la aplican sistemáticamente.

-          Pero no sabe cómo se ha vuelto este hijo mío –insistió Ana-. No calla, no consiente; dicen que malmete a los otros presos; que anda publicando panfletos o periodicuchos en la prisión. No lo doman, ni las palizas, ni los castigos. A este paso, no va a salir vivo de allí.

          Doña Ángeles terció:

-          Está bien, Ana. Queda tranquila. Enrique procurará hablar con el capellán de la cárcel y, si es posible, visitará a Fernando alguna vez. En cuanto a ti, ya sabes donde tienes tu casa, cada vez que vengas. Y yo le haré llegar algo de comer, que pasan mucha hambre, según dicen.

Ana no sabía si reír o llorar. Enrique se emocionó por un momento:

-          Anda, ven, que te llevo en coche. La prisión está lejos y hace un frío del demonio.

     Pero después lo pensó mejor. Llamó un taxi y dijo al conductor:

-          Lleve a la señora hasta la cárcel, espere a que concluya la visita y la trae luego de vuelta a casa. Yo le pagaré la carrera.

***

     Enrique hacía por no pensar en Fernando, ni en las razones recónditas que tenía para no querer verlo. En último extremo, volvía la oración por pasiva y decíase:

-          No creo que estuviera cómodo, teniéndome frente a él y habiendo de dar las gracias a quien maltrató en otro tiempo.

     No obstante, muchas veces, paseando por el Espolón o por Miraflores, le venía a la mente la comparación entre su espléndida libertad y la dilatadísima reclusión de su conocido; por no hablar de las noches de invierno cuando, cálidamente embozado, imaginaba el frío que sufrirían quienes estaban a la intemperie o mal abrigados. Pero no pasaba de ahí. Como mucho, alguna pregunta cuando casualmente se encontraba con el capellán de prisiones, o una mayor tolerancia con las atenciones de su madre, inicialmente desaconsejadas:

-          Pero madre, que está muy lejos. ¿No conoce a alguien que vaya a ver a otro preso y pueda llevarle el paquete?

-          Sí, ya. Yo hago el esfuerzo y el gasto, para que otro se aproveche de él.

     Una vez, cada dos o tres meses, recibían la visita de Ana, que solía pernoctar con ellos, ante la imposibilidad de hallar combinación de ferrocarril. Cada vez estaba más demacrada y volvía de la visita con mayor tristeza. Ángeles procuraba acompañarla, ante el temor de que desfalleciese en el camino. Una tarde, allá por febrero de mil novecientos cuarenta y muchos, Ana acudió sola a la visita. Ángela estaba griposa y Enrique le dio para el taxi, pese a las insistentes protestas de su huésped. Cayó la noche y Ana no regresaba. A eso de las nueve, presa de la preocupación, nuestro canónigo se atrevió a llamar a la cárcel. Un funcionario de guardia, a regañadientes, consultó el libro de visitas: Ana Castro no figuraba en el registro de ese día.

     Por insistencia de su madre, maldiciendo la circunstancia, Enrique tomó un taxi y rogó al conductor que hiciese muy despacio el camino de la cárcel. Nada de nada. Al regreso, por fin, se aclararon las cosas. En una zanja, junto a la carretera, un bulto les llamó la atención. Era el cadáver, ya frío pero aún sin rigidez, de Ana. En su bolsillo, según les contó luego la Policía, el duro recibido para el taxi. Se ve que tendría cosas más necesarias en que invertirlo. A fin de cuentas, su vida –si es que pensó en ella- tenía escaso valor.

     Enrique pasó una de las peores noches de su vida. Avisar e informar a los policías, identificar el cadáver, la funeraria, su madre, el lugar del enterramiento… Esto fue lo más sencillo de todo, pues Ángela no lo dudó:

-          Si estuvo conmigo en vida, bien podremos estar juntas después de muertas.

     Con tantos requilorios, olvidaban lo principal. Doña Ángeles fue la primera en repararlo:

-          ¡Dios mío, pues no se nos olvidaba avisar al hijo!

     Por primera vez en su vida, Enrique puso los pies en la Prisión Central. Introducido por el capellán, expuso al Subdirector-Administrador la petición de que el preso asistiese al sepelio:

-          Lo siento, Fernando Chaparro está sancionado treinta días por mal comportamiento. Además, me avisan ustedes con muy poco tiempo. Imposible excarcelarlo, y con la vigilancia precisa para un individuo tan escurridizo.

-          ¿No sería posible una excepción? Yo me responsabilizo, argumentó el canónigo.

-          Imposible. Lo más que puedo hacer por usted es darle la noticia al recluso y concederle un tiempo para que acuda a la capilla a rezar por su madre.

-          Gracias, pero no –Enrique estaba muy molesto y casi no pensó lo que decía-. El recluso es amigo mío y yo me encargo de informarle del fallecimiento de su madre. Pero déjelo por hoy. Mañana, cuando esté enterrada, volveré para decírselo.

     A la salida, el capellán, por comentar algo, inquirió:

-          Así que amigo…; ¿de la infancia, tal vez?

-          De cuando la guerra. Fuimos tal para cual.





  1. De los tiempos, el presente



     Mientras vivió doña Ángeles, Enrique no volvió a poner los pies en la prisión. Aunque Fernando había estado comedido, y hasta cortés, cuando fue a darle la noticia de la muerte de su madre, se le habían revuelto el cuerpo y el alma al tenerlo frente a frente. Además, Ángeles se había tomado el asunto como si se tratase de un hijo. El canónigo sospechaba que algún compromiso habría contraído en vida de Ana y sólo rezongaba por rutina cuando, cada jueves, su madre cogía el hato y marchaba a la cárcel. Afortunadamente, el Ayuntamiento había puesto ahora una línea de autobús, que ahorraba a la ya claudicante benefactora la alternativa de penosa caminata o costoso taxi. Al regreso, casi indefectiblemente, doña Ángeles se encerraba un rato en el cuarto de baño y en su propio dormitorio; según ella, para despiojarse. Su hijo creía que podía haber otras razones.

     Una tarde de miércoles, la madre llamó a Enrique a capítulo:

-          Hijo, ¿cómo es que no me acompañas nunca a ver a Fernando? ¿Pasó algo malo entre vosotros durante los primeros días de la guerra?

-          No, madre, qué va a pasar. Simplemente, me deprime el ambiente de la prisión y no está bien que, con mi puesto, me ande yo mezclando con cierta gente. Para eso están los capellanes.

-          Pero es que un día, no tardando, yo puedo faltar y entonces... Ana y yo... En fin, que...

-          Descuide, madre. Tiene usted mucha vida por delante. Y, en faltando, ya veré qué pueda hacerse.

     Ángeles se levantó, acarició el cabello de su hijo y marchó para la cocina. Por el momento, ya había logrado bastante.

***

     Nadie tiene la vida segura y, menos que nadie, los ancianos. Doña Ángeles se marchó casi sin avisar. Un infarto fulminante dio con su cuerpo junto al de Ana y con su alma, en el cielo, a juzgar por la opinión de cuantos la conocían y por las misas y oraciones que se ofrecieron por su alma. Enrique pasó algunos días, desorientado y como perdido, tratando de hacerse con la casa y retirando respetuosamente los objetos personales de su madre. En un armario de la cocina, halló la bolsa que solía llevar a la cárcel y, en su interior, las viandas preparadas para el jueves siguiente a su fallecimiento. Ello le sirvió de recuerdo de su  implícito compromiso; de modo que, el inmediato día de visita, se presentó en el centro penitenciario, después de haber meditado cuidadosamente lo que había de decirle a Fernando.

     Éste, que ya sospechaba alguna desgracia ante la ausencia de doña Ángeles durante varias semanas, estuvo cariñoso, para lo que él era. Recordó lo mucho que Ángela había hecho por su familia, en especial, por su madre y por él mismo. Llegó a reconocer lo máximo de que su cuadriculado cerebro era capaz:

-          Con muchas personas así, el mundo sería muy distinto.

     Aquella tarde, Enrique no fue capaz de despedirse hasta más ver. Dejó pasar un par de jueves y, al tercero, con un caja bien repleta de ropa y comida, le soltó a Fernando lo que tenía pensado:

-          Verás, estoy muy ocupado y no voy a poder venir con asiduidad, como mi madre. Así que te he traído bastantes cosas, para que te apañes una temporada. Si necesitas algo, ya sabes que sólo tienes que avisarme.

     Fernando miró a Enrique con una mezcla de sorna y comprensión, que sintonizó con la mala conciencia de éste. No pudo ser más escueto:

-          Lo entiendo. No te preocupes. Estaré bien. Llevo doce años y pico en la trena, así que figúrate si no voy a estar acostumbrado a todo.

     Aliviado, Enrique hizo ademán de estrecharle la mano. El otro le pasó un papel muy doblado, le guiñó el ojo y salió del locutorio.

      El Subdirector-Administrador se hizo el encontradizo a la salida:

-          Me dispensará su ilustrísima si me meto donde no me llaman, pero no mime usted tanto a su amigo Fernando. Es lo que le faltaba para volverse aún más soberbio y levantisco.

-          ¿Y eso? ¿Tan malo es su comportamiento?

-          Según se mire. Desde luego, no es violento ni grosero, pero nos harta con reclamaciones, quejas, escritos y recursos. Y, por si fuera poco, es el gallito de los políticos. Los solivianta, les pasa consignas comunistas y, últimamente, ha llegado al colmo.

-          ¿El colmo?

-          Si, don Enrique, lo nunca visto. ¿Quiere creer que anda escribiendo poesías subversivas en cualquier cacho de papel y se las arregla para sacarlas fuera de la prisión, a fin de que se publiquen clandestinamente?

     Enrique temió delatarse con el gesto o el rubor. Decidió hacerse el bueno:

-          Agradecido por sus consejos. Sí, tiene usted razón. Espaciaré las visitas, de ahora en adelante.

     En el autobús de vuelta a casa, se atrevió a desdoblar el papelito. En efecto, se trataba de un poema, y bastante inspirado, en su opinión. En el mínimo margen, una especie de dedicatoria o consejo filosófico, que Enrique no entendió del todo:

De los tiempos, el futuro

***

     Un día tras otro, pasaron años sin que volvieran a encontrarse. Allá por 1953, el canónigo recibió una sorprendente citación de la Auditoría militar de la región. Una vez más, el pasado llamaba a su puerta, en forma de petición de indulto de Fernando, para la que había ofrecido, entre otros, el posible aval de Enrique. El comandante jurídico fue al grano:

-          Mire, estamos al cabo de la calle de este frescales y sus manejos, pero nunca había llegado a mezclar a alguien como usted en sus peticiones. La clave de la cuestión es el requisito de tener o no tener delitos de sangre.

-          Creo haber entendido, comandante, que Fernando Chaparro fue condenado por asesinato.

-          Más o menos, pero ya sabe usted que, en los juicios de entonces, dominaba la prisa y no siempre las pruebas eran concluyentes. Si lo he mandado llamar es con un objetivo bien concreto. Usted era sacerdote en esa ciudad en los primeros días del Alzamiento. ¿Qué oyó del tal Chaparro? ¿Intervino o no en la muerte de don Marcial y de su padre? Contésteme en conciencia, como si estuviese bajo juramento.

-          No hace falta que insista. No oí, vi. Ese hombre tiene las manos manchadas de sangre. Entonces era casi un niño, pero lo malo es que no creo se haya arrepentido hasta ahora.

-          Gracias, padre. Es todo lo que quería saber. No le haré firmar nada, para no comprometerlo pero, con lo que me ha dicho, puede dar por seguro que el indulto será denegado.

     De vuelta a la catedral, se dio de manos a boca con el arzobispo, que acababa de celebrar la misa de diez:

-          ¿Qué hay, Enrique? Te veo un poco mustio.

-          Y no es para menos, monseñor.

-          Vente para Palacio y charlamos mientras desayuno, que tengo un hambre de canónigo.

     Su excelencia reverendísima era un portento de simpatía y listeza. Enrique le contó de pe a pa –salvo lo de las Santas Formas- su relación con Fernando, a quien en mala hora había conocido. Monseñor discrepó:

-          ¿Por qué en mala hora? En el mundo hay de todo y nuestro deber es amar y ayudar al prójimo, empezando por los más necesitados. No digo yo que ese Chaparro no sea un buen pájaro, un criminal, incluso. Por lo que me cuentas, entonces era casi un niño y el error y la violencia lo desbordaban todo. Apuesto a que tú y yo, cuando la guerra, hicimos más de una cosa de la que tendríamos que arrepentirnos seriamente.

     Enrique habría jurado que el arzobispo intuía que su relato precedente estaba incompleto.  Calló, asintiendo. Monseñor concluyó:

-          Esta mañana, en Auditoría, has hecho lo que debías hacer. A partir de ahora, toma por modelo a tu madre. Ayúdalo en lo que sea menester, de forma prudente. Todavía hay muchos resquemores y denuncias de aquella época y no quiero que te salpiquen. Te esperan grandes responsabilidades y sería una lástima que se acabara mezclando la política.

***

      Las grandes responsabilidades se concretaron, tres años después, en la promoción de Enrique al episcopado en una pequeña diócesis del sur de España. Estuvo dudándolo hasta el último momento. Al fin, con la intermediación del capellán, consiguió una visita con Fernando fuera de hora. Las cosas parecían cambiar para mejor allá adentro. Nuestro conocido Subdirector-Administrador, a punto de jubilarse, besó el anillo del nuevo obispo y le dio la consabida información no pedida:

-          La edad todo lo puede, eminencia. Hasta El Soplillo va dando su brazo a torcer. Pasa el día leyendo, se aísla más de los otros presos políticos y nos cansa menos con reclamaciones y protestas.

-          ¿El Soplillo? No sabía yo que...

-          ¡Huy, desde el primer día! ¿No se ha fijado en las orejotas separadas que tiene?

     Enrique y Fernando estuvieron charlando unos diez minutos. Los silencios menudeaban y existía cierta tirantez en el ambiente, después de tanto tiempo sin verse. El obispo decidió poner fin a la entrevista de manera elegante. De entre los hábitos, como de tapadillo, sacó una pluma estilográfica y un grueso cuaderno de pastas duras.

-          Supongo –dijo, poniendo ambas cosas en la mesita de centro- que todavía habrá árboles que añorar y libertades por las que clamar.

-          Por supuesto. Y mucho tiempo para hacerlo.

-          Adiós,... Soplillo.

-          Salud, monseñor.

***

     Eran vísperas de la Navidad de 1961. Monseñor Enrique Herrero recibió un  paquete mediano, procedente de Madrid, remitido por un tal P.C.E. Abrió el envío y halló el cuaderno de pastas duras de antaño, lleno de una escritura menuda y regular, plasmada en poemas, relatos, reflexiones, pensamientos... Junto a él, una cuartilla con apenas unos renglones, sin fecha ni nombre de destinatario:

     He cumplido la tarea que me pusiste y te la envío para que la corrijas. Me da igual la nota que te merezca pues, a estas alturas, voy camino de Francia, a seguir mi lucha, como espero que hagas tú, con tu prudencia y tu valía. Echarás en falta la pluma, pero ésa la necesito para seguir escribiendo, pues aún tengo mucho que decir. El pasado queda atrás y el futuro, ¿quién sabe lo que ha de depararnos? Así que corrijo mi consejo de antaño. De los tiempos, el presente.

   

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