viernes, 28 de enero de 2011

Marramiáu

Por Federico Bello Landrove
     Si Galdós escribió Miau (1888), ¿por qué no puede titularse Marramiáu este cuento, que completa a la novela en un punto muy llamativo? ¿Desoiremos  la presente historia porque la narre un camarero?

      Dicen que España es un país de ladrones. Eso será, entre otros, por los políticos y los tenderos. Yo, como veterano camarero del Café de las Columnas, en la madrileña Puerta del Sol, me he encontrado de todo: desde quien trataba de apañar la cartera de un cliente embarazado por paraguas y abrigo, hasta aquel buenazo de Zacarías, que nos entregó el collar de perlas que se le había desabrochado a la amiga de don S., y había quedado medio oculto en los pliegues de la tapicería del diván. En lo que a mí respecta, llevo veintisiete años en la casa y todavía está por la primera vez que sise en unas vueltas o me quede con una moneda caída. Tampoco voy a presumir de ello, como el pobre señor Villaamil, que en gloria esté, aunque difícil lo va a tener. Digo yo que lo menos que puede ser un funcionario o, para el caso, un camarero es honrado y trabajador. La gloria está en hacer bien el trabajo de cada uno. Si no, sería como aquello que contó un día don Dimas, el dentista, que había dicho el ministro de no sé qué:
-          Un director general tiene que ser apuesto, tener buena voz y brillar en los salones. Si, además, sabe algo de lo suyo, le será muy útil.
     ¿Por qué habré traído a colación al bueno de don Ramón? Va para un mes, el próximo 18, que lo enterraron y todavía me parece estarlo viendo, sentado en la mesa bajo el reloj, con el señor Rubín y don Leopoldo Montes, jugando los jueves su partida de tresillo, con Zacarías de zángano; o discutiendo acaloradamente con el señor Pantoja sobre las ventajas y posibilidades del incontás[1]. Claro que desde aquellos buenos días, de cafetito, bollo y chinchón, ya ha llovido. Últimamente venía poco por aquí, solo y con prisas. Se tomaba un café con leche huérfano, a la carrera y rezongando. Ignoro si los demás le hacían el vacío, o era por evitar sus sablazos. Para mí que el mismo don Víctor dejó de venir por aquí para no verlo y tener que aguantar sus quejas y monsergas desde que se llevó al nieto a casa de su tía. Pero, ¿a dónde iba? ¡Ah, ya! Es que se me agolpan las personas y atraviesan las ideas. Lo que quería decir es que puse a don Ramón como ejemplo de persona honrada y trabajadora, que se creía por eso con derecho a seguir en el ministerio contra viento y marea. Claro que se le volvieron las tornas en mal momento: viejo y a punto de casar a su hija. Pero, de eso a pegarse un tiro…
     ¡Menudo sofoco me llevé cuando me lo dijo Matías, el limpia. Porque todos tenemos que morirnos, pero así… Y no es sólo lo mal que lo pasa la familia con el escándalo: es la pérdida de la esperanza, la condenación eterna –que dicen-, y no sepultarle en sagrado. Me supo mal no asistir al entierro, porque dicen que hubo cuatro gatos, pero el jefe no me dio permiso: que si para mí era un cliente más, que los periódicos no daban noticia del sitio ni de la hora… ¡Pamplinas! Que es un negrero y sólo se hace de miel con su sobrino y con la ayudante de la cocinera, por lo que yo me sé. Pero mira tú por dónde tenía que pasarme a mí lo que les quiero contar, porque tiene lo suyo. Ahí es nada la pajolera mala suerte, que quizá pude haber salvado la vida al señor Villaamil, si yo hubiera sido más curioso o menos honrado. Para que digan que la virtud siempre tiene premio. Y luego, haber sido presentado a todo un director general de verdad. En fin, o me calmo, o ustedes no van a entender nada. El caso es que todo empezó por un sobre extraviado.
***
     Lo vi cuando, terminada mi jornada, me encaminaba al vestidor para cambiarme de ropa; en el pasillo en penumbra, junto a la puerta del escusado. Era un sobre cerrado, tamaño tercio de folio, de color beis, bastante abultado. Carecía de franqueo y de remite. Iba dirigido A la atención del Excmo. Señor Ministro de Hacienda, nada más y nada menos. La letra era clara y elegante, aunque un poco temblona.
     En ocasiones parecidas, yo habría entregado el hallazgo a mi jefe y aquí paz y después gloria. No obstante, la alusión a la Hacienda y el formato y grosor del contenido, me hicieron suponer que pudiera tratarse de una fuerte suma de dinero en billetes de banco. Mi confianza en el susodicho –de cuyo nombre no quiero acordarme- no era lo bastante firme como para fiarle encargo tan apetitoso. Así que, bajo mi responsabilidad, decidí guardar el sobre y esperar a que alguien lo reclamara. No se me ocurrió mejor cosa que andar llevándolo del trabajo a casa y de casa al trabajo, pues no era capaz de imaginar escondrijo que me pareciese lo suficientemente seguro.
     Aquello fue hacia el día 10 del mes pasado; vamos, una semana antes de que don Ramón se pegase un tiro. Nadie preguntó por el sobre, ni yo fui capaz entonces de adivinar quién pudiera ser su dueño. Sólo se me pasó por la imaginación cuando en la esquela mortuoria del señor Villaamil leí lo de funcionario cesante del Ministerio de Hacienda. Pero para entonces era demasiado tarde. Decidí conservar el pliego en mi poder hasta que apareciese por el café el yerno del interfecto, a ver si él identificaba al autor de la letra del sobre. En último extremo, estaba dispuesto a quemarlo, antes que hurgar en la intimidad de un muerto.
     No me fue necesario llegar a tanto. Hace una semana, apareció por el café el señor Cadalso, acompañado de don Leopoldo Montes y de otros dos caballeros que nunca habían ido hasta entonces por allí. Uno de ellos debía ser un capitoste, pues los demás no paraban de hacerle zalemas y de acomodarle la silla, ya que no quiso sentarse en el diván. Era un sujeto moreno, joven aún, corpulento y con un gran mostacho. Yo, dudando todavía sobre lo que hacer y qué decir, empecé a revolotear en torno a su mesa. Oí que le llamaban don Raimundo y, también, diputado.
     Por fin, sacando el sobre del bolso interior de la chaquetilla, donde a duras penas cabía, me dirigí a don Víctor y ceremoniosamente le pregunté:
-          Perdone usía pero he pensado si este sobre, que lleva algún tiempo olvidado en el café, pudiera ser de su suegro, el señor Villaamil.
     El interpelado, molesto por la interrupción, echó un vistazo a lo escrito en la envuelta y, dando un respingo, pareció súbitamente interesado por lo que veía:
-          ¡Cáspita, claro que sí! Es la letra del viejo, digo, de mi suegro.
     Pidió perdón a sus acompañantes y, como si fuera dueño y señor de las cosas del pobre difunto, rasgó sin contemplaciones el sobre y sacó a la luz su contenido. Se trataba de dos o tres folios, doblados apretadamente, escritos por la misma mano que había puesto el destinatario. Apenas se percató del objeto del texto, rompió a reír a carcajadas, aunque en seguida se sosegó:
-          ¡Demonio de hombre! No, si genio y figura…
     Y, como si todos estuviesen en su magín, mostró el primer folio a los contertulios. Acerté a ver, en letras de buen tamaño y subrayada, la siguiente leyenda:
Principios, desarrollo técnico y ventajas prácticas de la implantación del Income tax en la Hacienda española, seguido de un proyecto de progresividad.
     El tal don Raimundo pareció interesado en los folios. Los tomó delicadamente de manos del señor Cadalso y dijo algo parecido a esto:
-          ¡Qué curioso! También a mi me ronda por la cabeza algo así. Claro que Orovio[2] y compañía son demasiado conservadores para aceptarlo.
     Empezó a leer el contenido de lo escrito por don Ramón, mostrando un interés creciente. En un momento dado, debió de darse cuenta que podrían tomarlo a descortesía. Dobló nuevamente los folios y dijo a don Víctor:
-          Perdona, Cadalso, pero lo que he empezado a leer me parece muy clarito y con fundamento. Déjamelo, que lo paladee en casa con tiempo. Así que dices que lo ha escrito un pariente tuyo.
-          En efecto. Mi suegro. Fue funcionario durante muchos años en Hacienda. Incluso trabajó en Filipinas. Quedó cesante cuando el señor ministro actual decidió librarse de la gente de la vieja época y colocar personal de su confianza.
-          ¡No me digas! ¿Y cómo no me habías comentado nada, siendo un pariente tan allegado y, por lo que se ve, valioso? Eres demasiado prudente.
     Don Víctor, por una vez, parecía encogido y sonreía ratonilmente. Quizá por cambiar de conversación, sin tener que dar más detalles, se acordó de mí e hizo una ridícula presentación, dado lo importante del cliente y lo mísero del empleado:
-          Por cierto, señor Villaverde, le voy a presentar a la persona que ha rescatado esos papeles de mi suegro y, al mismo tiempo, alma de este café: Pepote Alcalde. Pepote, este señor es don Raimundo Fernández Villaverde[3], diputado y alto cargo en el Ministerio de Hacienda.
     Don Raimundo me sonrió afablemente, pero volvió a la carga:
-          Dile a tu suegro que vaya el lunes a verme al Ministerio. Si no es en otra dependencia, le haré un hueco en la Intervención.
    Así que don Víctor, corrido y enrojeciendo, no tuvo más remedio que cantar, aunque sin dar detalles:
-          Gracias, pero es demasiado tarde. Falleció el mes pasado.


[1]  Con toda probabilidad, el camarero alude al income tax, o impuesto general sobre la renta.
[2]  Alusión a Manuel Orovio Echagüe (1817-1883), ministro de Hacienda entre 1877 y 1880, tiempo durante el cual se desarrolla la historia de nuestro camarero, datada muy probablemente en 1878.
[3]  Al fin queda claro quién era el capitoste. Se trataba de don Raimundo Fernández Villaverde (1848-1905), gran figura de la política y la ciencia financiera de su época. A la sazón (1878) era diputado por la circunscripción de Caldas de Reis (Pontevedra) e Interventor General del Ministerio de Hacienda, con consideración de Director General. En 1880, sería nombrado Subsecretario de dicho Ministerio.

No hay comentarios:

Publicar un comentario