miércoles, 1 de diciembre de 2010

El censor y la palabra

     El censor y la palabra
Por Federico Bello Landrove
     El relato trata de la Guerra Civil, si bien se desarrolla en gran parte  más acá en el tiempo, pero con base en el terrible daño que la Guerra y su pervivencia en los corazones causó en una generación que empezaba a vivir, crear y amar. Al modo surrealista, juega con la vida y la literatura en un caleidoscopio de textos y de vacíos, de palabras luminosas y oscuros tachones, que sólo el amor y la piedad podrán romper y, a un tiempo, fijar. El testamento aludido en el cuento existió y felizmente se ha conservado, para ejemplo y emoción de todos: es el del alcalde de Valladolid, Antonio García-Quintana (1894-1937), cuyo texto (y tachaduras censorias) ha sido publicado hace años en su biografía El fracaso de la razón.

     Había nacido a la vida en una ciudad de Castilla en plena Gran Guerra Europea, y a la literatura, el día en que don Jacinto, el solemne catedrático y académico de la Lengua, le convocó en su despacho del Instituto para decirle:
-          Señor Encinas, su colaboración en la revista del Centro es muy notable. Yo que usted, seguiría por ese camino. Vislumbro a un poeta en ciernes.
     Desde entonces, sin abandonar estudios ni quehaceres, Daniel Encinas había centrado su vida en la palabra. Medida o libre, musical o exacta, la palabra era su herramienta, su arma, su destino. Más allá de escuelas, de definiciones académicas y de usos coloquiales, aprehendía, devoraba y hacía de los vocablos su fe y su sustancia. Luego, con cierto temor reverencial, vertía las voces en el molde de los versos, en las pautas tolerantes de la narrativa, constatando cómo, día a día, el lenguaje se ceñía sin esfuerzo a su fantasía y el verbo daba forma ágil y certera a su inspiración.
     En la atormentada España de sus años mozos, la palabra de Daniel sonaba firme y augusta en las reuniones de estudiantes, en las ligeras charlas de café de los escritores locales e, incluso, en las pandas de ambos sexos que alegraban los paseos urbanos o se perdían por los pinares circundantes. Sus estudios de Filosofía y Letras habían disciplinado y dado poso erudito a su desbocado y anárquico amor por el lenguaje pero, sobre todo, habían desencadenado contactos y relaciones con los grandes: Juan Ramón, Lorca, Aleixandre. El profesor Del Arco le había puesto en contacto con Machado, y Sender le envió, en vísperas del Alzamiento, una crítica muy elogiosa del borrador de su primera novela.
     ¡El Alzamiento! Daniel lo veía venir, pero no quería creerlo. Después de todo, el sol seguía saliendo puntualmente, Purita bebía los vientos por él y las revistas literarias incluían sus colaboraciones en páginas cada vez más destacadas. Le pilló tan de improviso, que ni siquiera había pensado de qué bando se inclinaría. Puesto a reflexionar profundamente, valoraba su inspiración como izquierdista, mientras su respeto formal por la Academia resultaba matizadamente de derechas. Pero no hubo lugar a decantarse, sino que lo decantaron. Estaba aquél sábado de triste recuerdo en un café de la Plaza, celebrando la onomástica de su tío Federico, cuando un grupo mezclado de falangistas y guardias de asalto entró, armas y voces en ristre, avasallando al personal. Daniel no se había visto nunca tan cerca de la boca de un fusil. Por una vez, se quedó sin palabras. Alguien gritó tras él: ¡Café![1], y un brazo horizontal y rígido se proyectó ligeramente por encima de Daniel hacia los amenazadores mosquetones. El lema y gesto de la Falange surtieron inmediato efecto, entre el miedo y la tensión. El estudiante Encinas y sus circunstantes pidieron también café con énfasis y ademán a la romana, acabando en lo alto de un camión que recorría las calles de la ciudad, bajo el sol poniente, disparando ráfagas al aire a cada trecho. Finalmente, aunque no de modo racional, Daniel había elegido su partido o, por mejor decir, su partida.
***
     Al cuarto día de los combates en el Alto del León, Daniel fue herido en el antebrazo izquierdo. Combatían en los riscos de la sierra y la atención sanitaria brillaba por su ausencia. Cuando, finalmente, lo evacuaron a San Rafael, el médico torció el gesto y le dijo:
-          Se ha iniciado la gangrena. No hay más remedio que cortar.
     Días más tarde, lo trasladaron al Hospital Militar de su ciudad. Allí lo condecoró el brutal camarada Mirón con el aspa roja y la medalla de mutilado. Sus breves palabras podrían haber sido suscritas por el propio Blas de Otero:
-          Camarada Encinas, en la noche oscura de tu alma, el espíritu ha de seguir entonando un cántico que a todos nos ilumine, ahora que nuestro Capitán de Castilla ha muerto y José Antonio permanece cautivo y ausente. Aunque no puedas ya manejar las armas para el combate, te queda la palabra.
     Su madre, presente en la ceremonia, se acercó al camarada y poeta Antruejo, que había comido una vez en su casa, y con expresión firme y serena, le sugirió:
-          Daniel va a necesitar más que condecoraciones y frases bonitas. La palabra no le dará de comer.
-          Descuide, doña Felisa, le buscaremos un puesto acomodado a sus méritos y vocación.
     Y así fue como, en el otoño del Primer Año Triunfal[2], el escritor concienzudo, el inspirado poeta, el amante de la palabra, obtuvo un modesto puesto de administrativo de la Prisión provincial de Castellar, su ciudad natal. No puede decirse que el trabajo fuera muy complicado, pero sí intenso. Por aquellos días, el número de reclusos era agobiante. Claro que, en buena proporción, tan pronto entraban, como salían. Unos merecían la atención de los tribunales militares y a su expediente de presos se incorporaban los documentos que acreditaban la baja por ejecución. Otros, en cambio, concitaban antes el interés de quienes creían tener con ellos cuentas pendientes. Un día que se encontraba de guardia, recibió la visita nocturna de un pelotón de irregulares en busca de tres individuos a los que dar un paseo. Daniel, novato en su destino, carecía de instrucciones y de experiencia. Así que improvisó:
-          No están aquí. He consultado el libro de registro y no figuran esos nombres. Los habrán llevado a las cocheras de los tranvías.
-          De ninguna manera, camarada. Nos han dado un soplo de total confianza. Vamos a echar un vistazo por las celdas.
-          Por encima de mi cadáver. Y os advierto que voy armado y soy buen amigo de Mirón.
     La escuadra del amanecer se retiró, desganada y mohína. Cuando se enteró el director de la prisión, le comentó:
-          Encinas, los tiene usted bien puestos.
-          Nada de eso, pero mi palabra no se pone en duda. Si yo digo que no están, es que no están.
-          Bueno, bueno. Por si acaso, la próxima vez, déjelos hacer, que le firmen un recibo y anote en el libro “baja por fallecimiento”, o lo que se le ocurra. El caso es que no se confundan con los condenados a muerte en consejo de guerra. Los militares son muy puntillosos con eso.
-          Vamos, que se paran a distinguir las voces de los ecos. La voz de “fuego” es diferente; el eco del fusil, idéntico.
-          Excelente símil. ¿Es suyo?
-          ¡Qué más quisiera!, concluyó Daniel, dispuesto a no hacer más guardias nocturnas.
***
     Pasó el resto de la guerra de censor de cartas y documentos atinentes a los reclusos. Se acostumbró a colocar el pie de la escribanía sujetando el papel, mientras su mano derecha iba diestramente tachando de forma completa y maciza las palabras, oraciones o periodos que resultaban inconvenientes. Llegó a hacerse famoso por su agilidad en el oficio, gracias a un artilugio que le confeccionó su padre, a modo de pincel rígido empapado en tinta, que se deslizaba sin pausa ni tregua por el texto censurable, hasta convertirlo en compacta y rectilínea mancha negra y opaca. Era un prodigio de técnica y rapidez. No admitía comparación con Vallecillo, su colega en la censura. Ya lo decía el subdirector:
-          Reto a que alguien sea capaz de leer una sola palabra de lo que tacha Encinas. ¡Qué hombre! No sé adónde habría llegado si tuviera las dos manos.
     El pulso era firme, pero le temblaba el alma. Los textos eran en ocasiones hermosos y sobrecogedores; las letras, a veces, conocidas; los cuadros que describían, los sentimientos, las ideas, emocionantes y límpidos. Se veía constreñido a reducir consuelos, quebrar consejos, invalidar propósitos. Pero, sobre todo, a destruir palabras. Él, artífice de la voz, del verso, de la narración, precisamente él, volcado en la tarea, innoble y fútil, de negar a otros lo había sido otrora fin y razón de su vida. Una y otra vez, se conjuraba para abandonar su puesto, para mantener los textos incólumes; y otras tantas, le podían el interés, la indiferencia, la seriedad burocrática, y volvía a rasguear sobre las ajenas palabras, con toda la dulzura y la lenidad que le permitían su comodidad y la eficacia. El tiempo pasaba y le parecía encontrarse en un mundo contradictorio: la censura de lo ajeno le era cada vez más fácil, pero la de lo propio ahora le agotaba. Diríase que las palabras lo rehuían, que algo o alguien había puesto entre ellas y él una sutil e impenetrable enemistad.
     Un día caluroso de junio de 1937, le metieron en la carpeta de “pendiente”, un testamento, vale decir, una última voluntad sentimental y familiar, de las que, en ocasiones, los presos tenían fe y fuerzas para redactar y hacer llegar a sus seres queridos antes de morir. Eran los escritos que más molestaba a Encinas amputar. En ningún otro, como en ellos, traslucían el amor o el odio, la espiritualidad y la increencia, la serenidad del recuerdo, la candidez en el consejo, la firmeza y el horror ante la muerte. Vamos, como sentenciosamente calificaba Vallecillo, “el alma en carne viva”.
     Se trataba de diez hojas de un cuaderno cuadriculado, escritas con bella caligrafía, que parecían dividirse en dos partes: una general y otra dirigida a los familiares de manera individualizada. Mecánicamente, con la rutina que da el oficio, Daniel volvió la última página para identificar al autor. Ahí estaba, no cabía duda, la firma perfectamente legible del alcalde republicano, condenado a muerte el mes anterior y que, contra lo habitual, no parecían tener prisa sus enemigos en ejecutar. Y es que -nuestro censor suponía-, aunque inexorablemente iba a morir fusilado, después de un año de vendimia, los racimos más granados ya habían sido pisados para hacer el vino de la ira y hasta los verdugos parecían empezar a cansarse.
     Se llevó a casa el documento, que leyó cuidadosa y emocionadamente. Las palabras llegaban al alma pero, sobre todo, le venía una y otra vez a la mente la imagen del prócer y la firma, que también había figurado al pie de la concesión de sus becas académicas. A la mañana siguiente, ya en su despacho compartido de la cárcel, acotó cuidadosamente a lápiz las palabras y expresiones más intensamente censurables, pasando la casi totalidad de las páginas sin reserva ninguna. Luego, tras releer y borrar un par de condenas al texto, tomó el corrector paterno y lo deslizó suavemente sobre las partes censuradas. Maliciosamente, y a modo de afirmación personal, simuló torpeza, de forma que ciertas palabras resultaran legibles pese a todo, y pasó su trabajo al subdirector, como era usual en caso de documentos importantes. El censor supremo echó un vistazo, rubricó el sobre y le devolvió el objeto con un mero comentario:
-          ¡Pobre Plaza! Más le habría valido dejar la política para gente más taimada.
***
     Al concluir la guerra, la prisión de Castellar ya no era lo que había sido y nuevas generaciones de funcionarios iban desplazando a los improvisados voluntarios del pasado. La censura literaria dejó de ser precisa: con la profesional era suficiente. El subdirector, que le había tomado cariño, se despidió compungido:
-          No sabe la lástima que me da. ¡Con lo bien que tachaba usted los textos! Y no se le escapaba ni una palabra dudosa, ni una acepción rebuscada.
-          Descuide, ya buscaré otro acomodo. La verdad es que estaba perdiendo el gusto por la semántica.
     Como Purita le urgía al matrimonio, para lo que la pensión de caballero mutilado era totalmente insuficiente,  Daniel fue a visitar al vate Antruejo –entonces en la cresta de la ola- y rogó:
-          Ya ves, con este brazo y con dos bocas y pico que alimentar…  
-          No se hable más. Va a implantarse con carácter oficial la censura de prensa e imprenta. Te colocaremos en la sección literaria. A propósito, ¿qué estás escribiendo últimamente?
-          Poca cosa. Paso más tiempo tachando que inventando.
     Antruejo no captó la amargura, sino que entendió que la censura le comía mucho tiempo. Le dio una palmada en la espalda y lo despidió con amables palabras:
-          Tranquilo. Habrá censores suficientes como para que no tengas que cansarte.
     Del despacho casi celular, Daniel pasó a un vetusto primer piso del Corrillo. En los soportales de abajo, una providencial taberna, con ciertas ínfulas de cafetucho. En oficinas independientes, cuatro censores pasaban la jornada tachando ideas, deshaciendo fantasías, remendando reputaciones –de gerifaltes, por supuesto-. Tres de ellos acababan su tarea a eso de mediodía y hacían tiempo hasta la hora de comer, a base de chatos con sus tapas, o tomando el sol con la vista puesta en las primeras chicas topolinos. El cuarto censor –Encinas, naturalmente- perdía la vista hasta el anochecer entre endecasílabos y escenas dramáticas, con el Manual del buen censor sobre un atril. Conservaba aún el excelente pincel de su padre y el buen pulso, pero cada vez le era más penoso justificar (y justificarse) las razones del estropicio literario: ahora no valía con el “ordeno y mando” carcelario; había que motivar los tachones, sonrojándose lo menos posible. La burocracia era inexorable: del censor civil, al eclesiástico; de este, a la junta provincial decisoria; de ella –si el autor era lo suficientemente arrojado- a la sección de recursos de la delegación de no sé qué. En fin, Encinas procuraba esmerarse con las explicaciones, no tanto por los sujetos pasivos, cuanto por su propia reputación. Con sus superiores la tenía ganada de antemano, pero esa mecanógrafa nueva…
     Había llegado interinamente, recomendada al parecer por la superiora de las Jesuitinas. Era un “caso de conciencia”, para dar de comer a una familia en desgracia y proporcionar un trabajo honesto a una excelente antigua alumna de dicho colegio. Como era el mayor trabajador de la oficina, abominable hombre de las nueve, las demás secretarias se la pasaron gustosamente a Daniel, quien apenas escuchó su nombre de pila: ¡para qué más, tratándose de una interina! Luego se fue fijando en otras cosas: la chica –casi una adolescente, si la guerra la hubiera dejado- era puntual, seria y entendía a las mil maravillas su escritura desaliñada y plena de abreviaturas. Por su parte, ella parecía respetar su trabajo concienzudo, por más que el fin la repugnara. Un día de invierno, se les hizo tan tarde que el señor Encinas tuvo reparo de mandarla sola con las galeradas a la Censura eclesiástica, que radicaba en el palacio arzobispal, bastante alejado del Corrillo. Fueron juntos hasta la dependencia religiosa y, entregada la tarea, Daniel preguntó:
-          ¿Hace un cafetito? Está una tarde de perros.
-          No sé si debo. Mi madre debe de estar intranquila.
-          Tiene razón, soy un desconsiderado, pero diez minutos no van a ninguna parte. Écheme la culpa.
     A ese primer café, sucedieron otros muchos, en los tres meses que Pilar pasó entre las cuatro paredes de la Inquisición, como jocosa y reservadamente denominaba Daniel a su oficina. Cafés robados a la inicua tarea, cada vez más despaciosos y cordiales. Él hablaba y hablaba, como si hubiera recobrado el don mágico de la palabra: de Purita y del recién nacido Gustavo Adolfo (“ya sabe, como Bécquer, que también fue censor”); del hambre y del dolor; de los viejos ideales y de la manga vacía; de los denodados e inútiles esfuerzos por hallar y ordenar las palabras como antaño había logrado. Ella asentía, preguntaba, comentaba brevemente. Hablaba muy poco de sí misma, como si su persona no contara o, tal vez, tuviera temor de revelar. Tenía tan sólo dos registros, la dulzura y la nostalgia. El agónico escritor rezaba porque no se reincorporara al trabajo la secretaria titular, a quien las malas lenguas hacían víctima de un infiltrado tuberculoso. Le confesó:
-          Pilar, por primera vez en tres años, llevo avanzado un libro de poemas. Parece que he encontrado la inspiración nuevamente.
-          Me alegro, don Daniel. Nada mejor que la poesía, en estos tiempos tan duros.
-          ¿Usted cree? En fin, si lo termino y lo publico, le dedicaré un soneto.
-          Por Dios, no se le ocurra.
     Días después, la secretaria titular reapareció por la oficina y Pilar tuvo que despedirse. Daniel usó las hermosas palabras que habían renacido en su memoria, hasta el punto de emocionar y emocionarse. Intuyendo que la joven quedaba sin empleo y podría necesitar recomendación o referencias, le dictó una última carta, encareciendo su trabajo y prendas personales. Al quedarse solo, le rondaba por la cabeza el apellido que Pilar había hecho constar en el texto como el propio. Pasó al despacho de su colega más veterano y preguntó:
-          Oye, Paco, ¿tú sabes algo de Pilar, la chica que he tenido como secretaria interina estos meses?
-          ¡Pero cómo; no me digas que estabas en ayunas! Era la hija pequeña de Plaza, el alcalde.
***
     Como si hubiera tenido un ataque de amnesia, las palabras abandonaron a Daniel nuevamente y por ensalmo. Pero ahora sabía que el proceso era reversible: simplemente, se trataba de dar con el antídoto. Como no era cosa de matar a Andrea, la titular, y volver a llamar a Pilarita, decidió probar con todos los remedios que se le ocurrían. Ante todo, extremó la benevolencia censora. Los textos salían impolutos de sus manos, para caer en las bendecidas de los eclesiásticos, quienes muy pronto lo indispusieron con sus jefes:
-          ¡Hombre, Encinas, no me diga que puede darse de paso la siguiente expresión: Nada me ata a este mundo, hostil y despiadado.
-          Tiene usted razón, señor delegado: apología del suicidio y crítica larvada del régimen nacional-socialista.
-          …Por no hablar de la ridiculización de nuestro sector productivo de cuerdas y maromas.
-          Efectivamente, también eso. Descuide, no volverá a suceder. Es que últimamente el niño casi no me deja dormir.
     Fracasada la primera vía, Daniel ensayó una segunda. Le habían gustado mucho dos novelas publicadas por un censor colega suyo en Madrid y le envió una misiva muy amistosa, expresándole su admiración y, como de pasada, preguntándole cómo se las arreglaba para conservar su inspiración en ambientes tan secos. El tal Lamela le recomendó “ligereza censoria y aliviarse una vez por semana en alguna ilustre casa de p. de su localidad”. Vamos, algo totalmente opuesto a la personalidad y actuales necesidades del paciente.
     Las palabras, no sólo seguían sin fluir, sino que su expresión se entrecortaba y la pluma rasgueaba sin tino y sin tiento, mientras se devanaba los sesos en torno a voces que se fugaban incesantemente de su memoria. Al tomar en sus manos, con desesperación, el diccionario, la imagen fotográfica del alcalde Plaza coronaba el tolle, lege, el nihil prius luce, el limpia, fija y da esplendor. Incontables rostros de maltratados escritores o de presos demacrados llenaban los repertorios de sinónimos y antónimos, haciendo que, espantado, los dejara caer de las manos. Purita y sus compañeros de oficina lo miraban como a un enfermo, de tanto como lo sorprendían balbuciendo y mascullando. Sólo su trabajo censor seguía puntual y moralmente obsceno, con sus paráfrasis y circunloquios, sus falacias y sofismas: carente de equilibrio político; históricamente incorrecto; vacío de espíritu nacional; zafio y dramáticamente impropio; larvadamente criptoizquierdista… ¡Y lo peor es que cada vez creía más en lo que hacía! Su perfección era anonadante. El delegado de no sé qué comentó:
-          Este Encinas es la monda. Desde que le di aquel toque, no se le escapa una. Voy a proponerlo para un ascenso.
     Insensible a tan bien ganada fama, Daniel seguía buscando resortes para escapar de su cárcel espiritual y partir en busca de un lugar en el mundo literario. Las nuevas corrientes poéticas (no tan nuevas, en realidad) le dieron una oportunidad. Palabras sin sentido, colocadas aleatoriamente, recortadas de los textos ajenos que el censuraba. “Poesía geométrica”, la llamó, como consistente en ubicar las voces en la página formando caprichosas figuras: estrellas, pajaritas, tazas de café, orejas de burro. En un principio, la cosa tuvo cierto éxito: después de todo, la forma tenía que ver con el título del poema. Luego, cuando la rúbrica poemática desapareció y las formas fueron más y más huecas, las flores naturales dejaron de distinguirlo y brotaron las críticas destructivas. Una de ellas, por certera, le llegó a lo más hondo: Los poemas de Encinas motivan en nosotros una sincera y objetiva reflexión: si el primer censurado por su cáustica pluma no habría de ser él mismo.
     Su último intento tuvo que ver con su encuentro en Correos con Pilar, radiante recién casada a la sazón. De buena gana, ambos charlaron con locuacidad y recordaron los tiempos de censura compartida. Mientras se observaba a sí mismo hablando sin dificultad, Daniel percibía que la joven ejercía sobre su mente y su lengua un efecto casi milagroso. De forma impudorosa, Encinas la devoraba con la vista, tratando de quedarse hasta con el último rasgo de su fisonomía. Pilar no dejó de percatarse y, sintiéndose incómoda, fue a poner fin a la conversación. Su interlocutor captó el equívoco y, breve y sencillamente, trató de explicarle. La joven recuperó la sonrisa y replicó:
-          Tal vez, don Daniel, las palabras no sean tan importantes como usted cree. Después de todo, se afirma que lo más importante no puede decirse y que el silencio es la más hermosa de las músicas.
     El fallido escritor estrechó la mano que Pilar le tendía y se quedó como una estatua, con su único antebrazo extendido y perdida la mirada. Poco a poco, fue reaccionando, al tiempo que comprendía que su antigua secretaria le había hecho un último y maravilloso regalo que daba, a la vez, sentido a su evolución vital y a su despreciada profesión: la mejor palabra es la que no se dice nunca… o no se deja decir.
***
     Dicho y hecho. Daniel se aplicó a la postrera y definitiva fórmula para captar y cultivar las palabras: el desprecio. Sentado en su sillón de censor, ejercía su oficio de forma monótona e inmisericorde: tacharlo todo; convertir el campo sembrado de signos de esperanza en tremendos surcos gruesos y paralelos de luto y de silencio. Incluso en época tan opresiva, su inusitada dureza no dejó de despertar alarma. Nuevamente, el delegado lo llamó:
-          Pero Encinas, ya sabe usted que el ministro ha aconsejado levantar la mano, que ya no está el horno internacional para bollos inquisitoriales.
-          ¡No, no, señor delegado! No es esa la intención. ¿No ha visto la nota marginal?
-          Claro que la he visto y no deja de ser acertada: “De la única palabra que no nos arrepentiremos es de la que no se dice”. Con todo…
-           No lo dude, señor delegado. Si hasta el Caudillo ha tenido que retractarse de algunas cosillas, qué podemos esperar de gacetilleros y plumíferos de medio pelo.
-          Esto no puede seguir así, Encinas. Si no atiende a razones, tendremos que prescindir de sus servicios, y bien que lo sentiremos.
-          Es cuestión de principios, señor delegado. No puedo ceder. Así que cuente con mi inmediata dimisión.
     Purita, como es natural, puso el grito en el cielo. La pensión de mutilado apenas alcanzaba a pagar el alquiler y los derechos de autor no cubrían ni las tasas de registro de la propiedad intelectual. Daniel sonrió y le dijo en forma condescendiente y un poco misteriosa:
-          Tienes razón Purita, pero no te agobies. El premio Nadal lo tengo en el bote.
     Tres meses más tarde, Daniel recibió una carta en nombre del jurado de dicho premio. Aunque sorprendido por lo temprano de la fecha, no dudó que se trataría de una comunicación anticipada de la distinción. Leyó y no daba crédito a sus ojos:
     “Lamentamos comunicarle que los ejemplares de su obra nos han llegado todos ellos  en blanco, sin impresión alguna. Suponemos se habrá tratado de un fallo tipográfico de la imprenta, que lamentamos tanto más, cuanto que esperábamos mucho de una novela de autor tan distinguido”.
-          Pero, ¡serán acémilas! –rugió Daniel-. Pues no se creído que era un error lo que constituía la clave de la trama. La novela del silencio, del amor imposible, del Dios del Sinaí, de todo lo inefable. Ande, ande, eche usted margaritas a los puercos.
     Cuando Purita se enteró de lo sucedido, reunió los últimos rescoldos de cariño y de fortuna, y fue a consultar al doctor Villafán. El ilustre psiquiatra escuchó, tomó notas, hizo algunas preguntas y, finalmente, aventuró:
-          Tendría que examinar a su marido, pero todo me hace pensar que se trata de un caso de dislalia y disgrafia sociológicas.
-          ¿Y eso es grave? ¿Tiene cura?, inquirió Purita, que estaba in albis.
-          Pues no sé. Tal vez marchándose lejos  de España y empezando allá una nueva vida…
     Purita entendió que era más fácil que se fueran ella y el niño. Así que se separaron de hecho y Gustavo Adolfo y ella se acogieron a la casa de sus padres en Tierra de Campos, donde casi todo lo tenían de balde, hasta la admiración por la malcasada del boticario de la localidad.
***
     La historia de Daniel toca a su fin y lamento que sea uno trágico. Nadie supo de cierto el porqué, pero es ello que a nuestro literato de la omisión y del silencio le dio por frecuentar el cementerio y buscar afanosamente las tumbas de ajusticiados en la guerra civil. Cuando parecía encontrar la que buscaba, se explayaba en un discurso sin auditorio y sin sentido, con el que pretendía alcanzar alguna justificación o, cuando menos, cierta paz interior. Los enterradores acabaron por acostumbrarse a su presencia y algunas viudas, solidarias y compadecidas, le daban unos céntimos, juzgando de su necesidad por la apariencia y el desaliño. En honor de Daniel, hay que decir que nunca aceptó moneda ninguna. La tarde misma en que le dieron el Nadal a Elena Quiroga, había logrado hilvanar una frase muy bonita, que conmovió a la viuda de N.:
-          Dispense, señora, con la pensión por lo del brazo me voy arreglando. Pero sí le aceptaría un crisantemo. Dicen que simboliza el sol ¡y hace tanto frío!
     En la madrugada de Reyes, Daniel fue encontrado en el fondo de una fosa recién abierta, con un fuerte golpe en la cabeza. No parecía haber duda razonable sobre que esa era la causa de la muerte, y el carácter accidental de esta era más que probable. No obstante, se trataba de un caballero mutilado de cierta notoriedad. El subcomisario Palacios, fastidiado y aterido, miró en torno suyo y, encontrando la recia estampa de un subinspector recién ingresado, le ordenó:
-          Encárguese usted, Renovales. Es un caso de rutina. Estudie el informe de autopsia, tome las declaraciones que considere precisas e infórmeme.
     “Un caso de rutina”. ¿Un caso de rutina? Si la Policía hubiera sabido lo que el narrador omnisciente de este relato –y ustedes, por medio de él-, seguro que no lo hubiera calificado así.


[1]  Acróstico bastante popular en aquel tiempo, significativo de la expresión: “Camaradas, ¡arriba Falange Española!”
[2]  En terminología del bando vencedor de la Guerra Civil, periodo comprendido entre el 18 de julio de 1936 y el 17 de julio de 1937.

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