lunes, 11 de octubre de 2010

Reencarnación


     ¿Podemos estar seguros de que le reencarnación no existe? ¿Quién no ha tenido la sensación inquietante del déjà vu? El relato toma pretexto en tan trascendente problemática para presentarnos a Enrique Mengíbar, que vivió y trató de hacer carrera  en la España de la segunda mitad del siglo XIX, siempre bajo la sombra nostálgica de la frustración amorosa de su adolescencia


1.       Entre Algeciras y Gibraltar

     Me presentaré brevemente, pues sospecho que tengo poco tiempo para escribir mi historia. Me llamé Enrique Mengíbar. Nací en el año de la Vicalvarada, que ya muy pocos recuerdan que fue 1854. Vine al mundo en Algeciras, fruto primero del matrimonio entre un armador de cierta importancia y una señorita andaluza, más notable por su cultura y dulce carácter, que por su fortuna. Nada les contaré de mi infancia, como no sea que mi padre –admirador impenitente de la pérfida Albión- decidió que completara los estudios hechos en los Jesuitas de La Línea, con una amplia estancia en la Roca, vale decir, en Gibraltar.
     En aquel tiempo, en la colonia sólo había un college de razonable nivel y reputación, cuyo alumnado formaban, en su inmensa mayoría,  los hijos de militares, marinos y funcionarios civiles allí destinados. Dirigía la institución con mano férrea Mr. Greg Brown, de quien aprendí a disciplinar mis emociones y resistir el dolor físico. Huelga decir que una y otra cosa no me duraron mucho, una vez concluida mi etapa de colegial.
     Con todo, durante cuatro largos años sí aprendí algo obvio, pero que marcó mi vida: me refiero al idioma inglés. Hoy es moneda corriente pero, hace siglo y medio, casi nadie en España tenía la menor idea de la lengua de Byron. Del resto de la cultura británica, obtuve un mero barniz, pues, entre otras cosas, mi madre se negó a que permaneciera interno en el colegio. Todas las tardes, a eso de las cuatro, un landó descubierto iba a esperarme en la frontera y el fiel cochero Anselmo me transportaba hasta la casa familiar, haciendo el camino inverso a la mañana siguiente. Pasaba las vacaciones en Canena, junto a Linares, donde la familia de mi madre tenía unas cincuenta yugadas de buen olivar, que eran el orgullo de los abuelos y la sede de mis juegos y reuniones amistosas.
     El mes de mayo del año en que cumplí los dieciséis, mi padre me llamó al salón y, sin ninguna clase de consulta previa, dijo:
-          Enrique, tienes una cultura aceptable y los estudios en Gibraltar ya no te aportan nada importante. Antes de que empieces a trabajar conmigo, justo es que consigas un título que te dé el prestigio que yo no tuve la oportunidad de conseguir. Irás a Granada a estudiar Derecho. Así que vete haciendo a la idea y empacando con tiempo lo preciso.
     Entonces no era como hoy en día: un muchacho tenía que obedecer sin rechistar. Como mucho, mi progenitor se dignó explicarme que en la ciudad de la Alhambra me hospedaría, a título oneroso, en casa de un lejano pariente nuestro, “porque tú vas allí a estudiar, no a golfear en las pensiones”.

     Pero el padre propone y Dios dispone. He aquí que, un quince de junio por la mañana –todavía lo recuerdo nítidamente-, se presentó en mi casa el susodicho Mr. Brown y tuvo una corta entrevista con mi señor padre. Brevemente: se trataba de que había llegado destinado a la Roca, como segundo jefe del arsenal, un capitán de la armada, al que acompañaba una reducida familia de mujer, dos hijos y un perro de aguas de muy mal genio (como más adelante pude constatar). El capitán, un tal Mr. Addison, era un insólito admirador de lo español y pretendía encontrar un  preceptor para sus hijos, a fin de que les enseñara nuestra lengua. Y Mr. Brown había pensado en mí, dadas mis buenas cualidades. Padre informó al professor de que yo estaba a punto de partir para la Universidad, no obstante lo cual, uno y otro convinieron en que, hasta el otoño, yo cumpliría el encargo. Luego, con  tiempo, la familia Addison podría encontrar un maestro de español  más estable.
     De todo ello recibí información como cosa  ya convenida, pero la verdad es que no me desagradó la idea. Había un dinerito por medio (¡en libras!) y se trataba de poco más que de dar palique a unos mocosos. Así que, todo concertado, al lunes siguiente vestí mis mejores galas, me acicalé algo más que de costumbre y volví a tomar el landó y camino archiconocidos; sólo que esta vez el destino no era el destartalado college, sino una hermosa y severa villa rodeada de pequeño jardín y con una deslumbrante puerta blanca con llamador de argolla dorada: la mansión de los Addison.

2.       Del amor y otros aprendizajes

     Ahora que recuerdo, no me he descrito tal y como yo era en la adolescencia, cuando mi primera encarnación. Seguro que, si me hubieran visto en aquel entonces por la calle, les habría pasado completamente desapercibido. Algo más alto de lo normal (que era mucho menos que ahora); esbelto, con esa delgadez que anuncia temperamento nervioso y buena salud. Dicen que con una cabeza privilegiada en memoria y capacidad de comprensión. Y con unos ojos negros, grandes y suaves que han sido –con el inglés- motivo de mi fortuna: tengo la cualidad de inspirar confianza y de acariciar al mirar, como decía mi madre. A mí me gustaba más la definición antitética de la tendera de junto a casa, que siempre me saludaba, alto y ceceante: ¡Hola, zin ojoh! Y qué diré de mi carácter, sino que era mucho más maduro y bastante menos ardiente que el de los amigos y colegas de mi edad. En fin, valga lo expuesto como evidencia de que lo que me pasó en el verano de 1870 tuvo mucho más que ver con el azar que con la necesidad.

     No me queda mucho tiempo: vamos, pues, a lo esencial. La primera vez que contemplé a Mistress Addison, quedé admirado de su belleza. Superaba holgadamente los treinta (¡una mujer mayor para aquella época!), pero su piel y su figura lucían en todo su esplendor. Extrañamente morena para su raza, tenía unos ojos castaños, grandes y serenos, un poco a la hechura de los míos, aunque mucho más expresivos. Cara redonda, circundada por un hermoso cabello negro y liso; tez blanca y levemente pecosa, naricilla respingona (ella decía orgullosamente que “de su padre”, militar caído en las guerras de la India) y los labios mejor delineados y turgentes que yo haya visto jamás. Su cuerpo, realzado y velado a la vez por la moda de la época, quitaba el hipo, según expresiva afirmación de mi cochero Anselmo, cuando llegó a conocerla. ¡Y su voz!: melodiosa, de ricas modulaciones, con un permanente deje de dulzura, capaz de encubrir su genio, aunque no su firme carácter. No estoy en condiciones de cometer pecado –de pensamiento, naturalmente-, pero era una diosa: alta, rotunda, majestuosa,… cálida en su forma y fría en su exhibición.

     Su interés por todo lo que resultara nuevo y afectara a sus hijos debió de llevarla a participar frecuentemente en mis clases. Mi excelente conocimiento de la poesía de Keats (mi vate predilecto) y, tal vez, mis ojos (hermanos menores de los suyos) hubieron de llamarle la atención. Es lo cierto, que pronto quedé incorporado a su pequeño mundo, casi como un hijo más, de forma sencilla, suave, gratuita. Y la señora Addison (sólo mucho más tarde me atreví a llamarla Elisabeth) entró en mi vida como el eterno femenino, mi modelo de mujer, mi ideal de amor. Pronto hubo entre nosotros esa comunicación de las almas gemelas, que se entienden sin voz, se ven sin mirar, dan sin pedir. Todo eso, claro, elaborado y dicho con mi experiencia ulterior de adulto. Entonces hubiera sido ridículo imaginar siquiera nada material y concreto entre ella y yo. Sólo tres días antes de mi despedida como preceptor-conversador de español, Elisabeth me traspasó el alma, de manera espontánea y sencilla: Si hubiera tenido veinte años menos, me habría casado contigo.

     He de confesar que, en aquel  entonces, la señora Addison estaba más cerca para mí de la admiración que del sentimiento amoroso. Me sentía seguro y orgulloso junto a ella, pero la diferencia de edad era una sima insondable. Mi ojito derecho era la mayor de los mocosos, Margaret Addison (Meg, para casi todos), quien estaba muy lejos del epíteto que yo le di antes de conocerla. Era una deliciosa personita de catorce años, a la que ahora veo como el culmen de la perfección, si esta consiste en el equilibrio, como los griegos creían. Era bella a su modo, que era el mío: yo recuerdo sus ojos como brasas encendidas (¡Dios mío, los ojos en mi vida!); su nariz suavemente aguileña –que yo amaba tanto más, cuanto otros menos la apreciaban-; su boca, grande y fresca, hecha para besar y reír libre y francamente; la amplia y firme barbilla, que presagiaba –según dicen-  fuerza de voluntad; sus moñitos, a mitad de camino entre la infancia y la coquetería. Su cuerpo, mediano y bien proporcionado, marcaba ya, con discreción, las curvas de su sexo, armoniosas, sin opulencia, bien torneadas, más propias para la imaginación y la promesa, que para la franca y agresiva ostentación. En fin, tenía tanto de su madre, como para encantar, y bastante de propio, como para resultar intensamente personal.

     ¿Dudarán ustedes, tras descripción física tan positiva, de que me enamoré de ella a primera vista? Bueno, tal vez no fuera tan rápida la cosa (después de todo, han pasado tantos años…). Quizá tuviera que llegar a fijarme en su forma rigurosa y asidua de trabajar, en el cariño que dispensaba a su familia (en especial, a su hermano Sammy, dos años menor que ella, pero una verdadera fuerza de la naturaleza), en la forma en que procuraba siempre agradar y seguir lo mejor de cada cual. ¡Y en su carácter! La vida nos acaba poniendo a la defensiva y solemos reaccionar dando a nuestro carácter –o a la falta de él – el barniz del genio, del mal genio. Pero Meg era un venero de firmeza, sin asomo de temperamento: tal vez por ello, yo sorprendiera en ocasiones alguna lágrima en sus ojos; y, tal vez por esto, me sintiera llamado a darle el cariño que ella necesitaba: siempre he sido un ridículo fantoche en eso de sentirme protagonista y redentor para con las mujeres que me importan.

     Bien, por lo que fuese, me enamoré de ella, con la intensidad y la torpeza de la primera vez. Ella no dejó de notarlo, incluso antes de mi formal declaración, realizada entre la sala y la cocina de su casa, aprovechando una momentánea ausencia de moros en la costa. Si les digo que, a partir de ese momento viví en una nube de felicidad sin remembranza, dirán que soy un decimonónico pudoroso, pero se equivocan. Mis recuerdos son flashes inconexos, entre unas lecciones cada vez más cómplices y un jardín cada vez más florido. Por lo que luego contaré (si me dan tiempo para ello), resultó que Meg (a quien yo empecé a llamar Maggie, por resultar más dulce a los oídos de un hispanohablante) guardó en su memoria mucho mejor nuestros recuerdos y vivencias. Dos de ellas me han quedado grabadas en el corazón, aunque sólo la primera tenga un valor personal: cómo me las agenciaba yo, al final de cada tarde, para cortar la rosa más roja y bella de su jardín y depositarla furtivamente en su mano. La otra, transmitida por Maggie muchos años después, define mi personalidad y mis carencias: la abrumaba con comentarios sobre Keats y retazos de historia y cultura de mi patria, cuando podía (debería) haber tomado su mano y besado aquellos labios que pedían con gritos de silencio los míos. En fin, Romeo no fue sino Pigmalión, pese a todas las facilidades –conscientes o no- de una madre que vivía en su hija la nostalgia de lo imposible y de un hermano que se dedicaba a perseguir butterflies, si bien había aprendido a llamarlas mariposas.


     Todo se acaba, menos los amores imposibles, y octubre llegó. Tengo ciertas dudas de que el casi siempre ausente capitán Addison no recelara de mí algo poco conveniente. De cualquier forma, fue mi padre quien, llamándome a capítulo, me puso en la diligencia de Granada, camino de mi brillante título de abogado. Al menos, tuvimos, Maggie y yo, la ocasión de despedirnos. No quiero describir unos momentos que no sería capaz de reflejar, ni en su hondura, ni en su detalle. Sólo haré una afirmación por propia experiencia: ni la pérdida de la vida la he sentido tan duramente. Yo creo que ambos intuíamos que iba a ser la última vez, o, cuando menos, que el primer amor quedaba allí definitivamente inacabado. La señora Addison tuvo la infinita misericordia de dejarnos solos en el jardín, llevándose a Sammy con ella. Nada importa a este relato, más que un gesto y unas palabras, que tengo grabadas a fuego. Yo le entregué mi última rosa y farfullé no sé qué sobre las vacaciones próximas, o el año que viene. Maggie apenas pudo susurrar: Enrique, por favor, no me olvides. A lo que, acaso mi orgullo, o tal vez el amor, me llevó temerariamente a contestar: Nunca. Ni en esta vida, ni en la otra.

     La verdad es que he cumplido mi palabra.  


3.       El Congreso de Berlín

      Siento necesidad de cambiar de registro, pero ustedes tienen el derecho de preguntarme algunas cosas, que yo voy a contestar lacónicamente. Los Addison marcharon de Gibraltar tres meses después, por “necesidades del servicio”, a cualquier otro lugar ignoto del Imperio británico (corrieron rumores varios, pero no les daré pábulo, por no ofender reputaciones). Y yo no llegué a hacer esfuerzo serio alguno por reencontrar a Maggie. Podría justificarme con mi padre, o con las difíciles comunicaciones de la época. La verdad es que los motivos tuvieron más que ver con mi juventud que con  causas ajenas. ¿Qué joven prefiere sufrir el dolor de una búsqueda insegura a la certeza de vivir la vida en toda su presente plenitud? ¿Qué iluso no cree que hay muchas mujeres –y bien atractivas, por cierto- no teniendo, por tanto, sentido luchar hasta el fin por su mujer? Hoy sé que estaba equivocado, pero no me reprocho el error: bastante he sufrido por carecer entonces de la experiencia que he llegado a atesorar… cuando ya no me servía para nada.

     Del despacho de casa de mis padres colgó durante décadas mi título de Licenciado en Derecho por la Universidad de Granada. Pero nunca fui abogado, ni seguí el negocio familiar. No les aburriré con detalles. El caso es que marché para Madrid y, aprovechando cualidades y amigos, hice una carrerilla política y periodística. Eran los primeros años de la Restauración, en los que no resultaba difícil destacar en uno y otro aspecto. Por afinidad ideológica, me adscribí al partido de Sagasta y de él obtuve empleos y sinecuras. No presumiré de honesto, lo que en política es casi imposible. Digamos que nunca me vendí y que escribí casi siempre con una razonable dosis de libertad. Tal vez por ello, “no llegué nunca a nada”, como decía mi padre; pero hice lo que más me gustaba (escribir y hablar para el público) y gané lo suficiente para vivir al día y pagar las deudas más perentorias.

     Corría el año 1884, cuando Europa se conmocionó con la convocatoria por Bismarck, en Berlín, de un gran Congreso, para tratar de solucionar por la vía pacífica el problema colonial, que había puesto al borde de la guerra a las Potencias. Yo era entonces –a mis treinta años- redactor de El Eco, y no había olvidado mi buen inglés, ahora completado con un francés satisfactorio. El director del periódico me ofreció con bastante énfasis cubrir la información del evento, y todos sabíamos cómo se las gastaba Don Alejandro cuando se le llevaba la contraria. Yo acepté, a condición de ir acompañado de otro colega del diario, buen amigo mío y dominador de la lengua teutónica. Pactamos las dietas y partimos en unos días hacia la capital alemana, donde nos alojamos en el hotel Hölderlin (¡pobre gran poeta; tras su locura, utilizado como nombre comercial!).

     El Congreso –según refieren los libros de historia- resultó al final un éxito, que África pagó durante ochenta años. Pero, comentarios políticos al margen, también fue un acontecimiento para mí. Por afinidad idiomática, polaricé mi interés hacia la delegación británica, la más interesante, además, por motivos políticos. Repasé el rol de sus integrantes y quedé atónito al leer que formaba parte de ellos un tal contralmirante Addison. ¡Cielos! ¿Sería el mismo Addison de Gibraltar? Hice las indagaciones oportunas, forcé un encuentro y, efectivamente, allí estaba –con más entorchados y galones- el mismo adusto capitán que yo conocí (y que, dicho sea de paso, sus hijos casi no conocieron cuando niños). Los años no habían pasado en balde, en lo que a lo físico se refiere, pero tengo que reconocer que su amabilidad había mejorado con el tiempo: “¡Oh, sí!, me acuerdo de usted. ¿Cómo se encuentran sus padres? ¿A qué se dedica? ¡No me diga que está informando sobre el Congreso!”. No le noté ninguna acrimonia, así que me atreví a preguntarle, a mi vez, por su familia, con un nudo en la garganta y un velo en la voz.


     Sammy era capitán de lanceros en la India y tenía todas las condecoraciones al valor habidas y por haber (no me extrañó: simplemente, ahora no cazaba mariposas, sino bengalíes o afganos). Maggie se había casado -¡Dios mío!- con un oficial de marina americano, que había conocido en Portsmouth. La señora Addison, excelente, gracias. Tan sólo había que entonar el miserere por Fleecy, el malévolo chucho de la familia. Noticias tan terribles y escuetas no podían bastarme. Jugándome el tipo, le pregunté por el paradero de Mistress Addison. “¿Ah, no le he dicho? Está aquí en Berlín. Insistió en acompañarme. Precisamente pasado mañana se celebra un baile de gala en nuestra embajada. Si lo desea y dispone de frac, podría proporcionarle una invitación”.

     Como es lógico, intenté ver a Elisabeth en lugar menos concurrido y solemne. Me presenté en su hotel, como un fantasma del pasado, con un ramo de rosas blancas que vibraba al ritmo de los frenéticos latidos de mi corazón. Hice que me anunciaran y no habían pasado diez interminables minutos, cuando la dama hizo su aparición. ¡Señor! Pareció la segunda edición del decíamos ayer. Sin ningún remilgo o vacilación, abrió sus brazos y me estrechó en un lazo interminable de besos, palabras cariñosas y lágrimas. Sólo después, se separó, me miró de arriba abajo y entre risas exclamó:

-          ¡Dios mío, Enrique, pero si ya eres todo un caballero!

     Me tomó del brazo y, con una mezcla de orgullo y de arrobamiento, la conduje hasta la terraza sobre el jardín, pero ella insistió en alejarse de la concurrencia y terminamos nuestro paseo sentados en un banco de hierro forjado, sobre un camino lateral del parterre. Sólo entonces rompimos el silencio glorioso de nuestro desfile ante los hombres y ante la historia.

     Elisabeth era la de siempre, con la ayuda de algo de maquillaje. El cabello había encanecido casi totalmente, mas ella lo lucía como un toque de nívea distinción. Su piel parecía inmune a las arrugas y sus formas, aunque más generosas, resultaban gráciles y proporcionadas. La maravilla de su voz seguía sonándome a campanas de gloria. Puso mi mano izquierda entre las suyas y habló, rió, preguntó, acarició y me deslumbró, como otrora en Gibraltar. Pero yo ya no era el mismo. El eterno femenino tenía  otras caras y otros cuerpos, aunque incomparablemente inferiores a los suyos. Mi modelo de mujer eran todos y ninguno. Mi ideal de amor yacía enterrado bajo una losa de realismo. Y, además, estaba Maggie, casada con un marino de  las barras y estrellas. Con dulzura y mi mejor sonrisa, le pregunté, aparentando ignorancia, por ella. Elisabeth se ensombreció,  apretó más fuerte aún mi mano cautiva y, casi como si me pidiera perdón por causarme pena, me contó.

     La verdad es que, despojada de vehemencia y subjetividad, la historia era hasta vulgar. Meg había sufrido mucho al principio, volviéndose rebelde y retraída. Luego, fue olvidando (“aunque, no creas, todavía habla de ti con afecto”), con la ayuda de amigos y admiradores. Seis años atrás, un poco en contra de sus padres, había aceptado la proposición de un marino americano, agregado en la embajada de los Estados Unidos en Londres. Tenían dos hijos preciosos y la vida les era todo lo fácil que puede la de la familia de un marino. Llevaban ya cuatro años en las colonias, aunque dijo no recordar en qué Estado en particular (me pareció una disculpa pueril, pero nada repliqué). Sí, desde que se casó, la había vuelto a ver pero sólo una vez (sus ojos se humedecieron); sí, según las cartas, estaban bien; sí, Meg era feliz… o, al menos, no había evidencias de lo contrario.

     Haciendo de tripas corazón (ustedes disculpen el vulgarismo), mantuve aún la conversación durante más de una hora, y hasta besé con agrado sus manos en varias ocasiones. Se aproximaba el momento del almuerzo, para el que esperaba a su marido. “¡Anda, quédate a comer con nosotros!” Me pareció que estaba dispuesta a seguir nuestra reunión cuando Mr. Addison se retirase a echar la siesta, pero no me agradó la idea de compartir mesa y mantel con el contralmirante. Decliné, pues, el ofrecimiento y, triste y algo envarado, emprendí el camino de vuelta al vestíbulo del hotel, con Elisabeth colgada de mi brazo. Reiteramos los arrumacos, aunque he de reconocer que ahora participaba yo de ellos mucho más que antes, pues sabía que difícilmente habría de volverla a ver. Cuando al fin logramos separarnos, se me ocurrió preguntar:

-          ¿Cómo se llama el marido de Meg?

     Pareció ensombrecerse y dudar, mas al fin sonrió y dijo:

-          Hawthorne. Michael Hawthorne.

     Y desapareció de mi vida.


4.       De Puerto Rico a Maryland

     Las noticias de Meg dadas por su madre me aliviaron. En verdad, hubo de pasar un tiempo para asimilarlas y convivir con ellas. Pero, en el fondo, el matrimonio de mi primer amor me libraba de parte de culpa y, además, parecía confirmar lo acertado de mis medias tintas sentimentales. Después de todo, Maggie se había casado, mientras que  yo  aún permanecía a la expectativa.

    El relativo éxito en la cobertura informativa del Congreso berlinés me abrió las puertas de un periodismo más movido. Vamos, menos despacho y más acción. Llegué a conocer a fondo la mayor parte de España y, de forma superficial, casi toda Europa y el norte de África. Tan viajera existencia tuvo, entre otros, el efecto de alejarme de la politiquilla madrileña y hacer muchos amigos y pocos rivales. Ganaba menos, pero disfrutaba más. En suma, estaba contento con mi trabajo y –como suele suceder en estos casos- el tiempo corría veloz y me encontré sin sentir en los cuarenta.

    Aquel cumpleaños, triste por naturaleza, coincidió casi exactamente con la muerte de mi padre, de cuyo entierro –hablando crudamente- traje un acuerdo económico ventajoso con mis hermanos y un insistente consejo de mi madre:

-          Enrique, sienta la cabeza. Forma una familia y, si es posible, que pueda conocer a tus hijos.

     Esto último no pudo ser: que yo sepa, nunca he sido padre. Pero sí que decidí sentar la cabeza, empezando ya a notar a mi espalda el aliento gélido de una vejez en soledad. Conforme a mi conocida tesis de que las personas somos esencialmente fungibles, decidí que cualquier mujer hermosa, buena y de edad algo menor que la mía podía valer para la ocasión. Y ¿quién mejor que mi madre, buena conocedora de la psicología femenina y tan preocupada por mi bien, para realizar la tarea de búsqueda? En fin, un año más tarde me encontraba felizmente casado con Aurora, una señora que respondía a mis exigencias. La verdad es que nunca me defraudó. Es más, llegó a enamorarse tiernamente de mí, como a veces acontece con las vocaciones tardías. Yo no puedo decir lo mismo, aunque mi corta vida con ella fue agradable y le correspondí con cierta ternura y fidelidad cierta: demasiado poco, a cambio de cuanto ella me dio.

     Con el matrimonio obtuve en el periódico una patente de sedentarismo y respetabilidad, pero la guerra hispanoamericana de 1898 movilizó a todos los efectivos con dos piernas y una cabeza medianamente pensante. El eterno Don Alejandro decidió que, con mi archisabido dominio del inglés, era ineludible que me trasladara a Cuba para seguir las operaciones. Afortunadamente, el olfato periodístico del director se adelantó a la efectiva declaración de guerra pues, de otro modo, hubiera peligrado mi llegada a la gran isla, ante el bloqueo naval yanqui. Pero lo que había oído en España y cuanto percibí en el vapor de transporte me había puesto los pelos de punta. No estaba dispuesto a correr toda clase de peligros por cubrir sobre el terreno una tremenda guerra civil, a la que iba a incorporarse una desigual contienda internacional, cuyo resultado no era dudoso. Así que, tan pronto llegué a La Habana, telegrafié a mi buen amigo Alberto Vidriales, capitán en el Batallón Principal de Asturias de guarnición en San Juan de Puerto Rico, para que me preparara alojamiento. Até cabos y medios técnicos para que me llegaran hasta allí las noticias de Cuba y, una semana más tarde, embarqué para la isla borincana. Me encontraba feliz: había conseguido la cuadratura del círculo.

     Durante unos meses, las cosas me fueron de primera. Mis crónicas llegaban a España con mucha mayor facilidad que las que podían filtrarse desde Cuba. Un poco de literatura, media docena de frases en inglés y una parte de información cierta –obtenida, sobre todo, de Vidriales- era cuanto mi periódico podía desear. Por otra parte, lo que tratara de reflejar de crudo o de ominoso resultaba inmediatamente censurado en la Península como derrotista.

     Pero mi paraíso puertorriqueño tenía los días contados. El 12 de mayo, mientras paseaba absorto entre las bellezas –de todo tipo- del viejo San Juan, se desencadenó un violentísimo bombardeo naval americano, mal respondido por las baterías de los fuertes. Aunque se trataba simplemente de preparar la batalla de Santiago de Cuba y cortar suministros al almirante Cervera, lo cierto es que los cañones de Sampson acabaron con las pocas esperanzas de que Puerto Rico pudiera resistir o –como yo pensaba- fuera dejado de lado por los americanos. La isla quedó totalmente desorganizada, sin abastos, con parte de la población yendo de un lado para otro, desperdigadas absurdamente las tropas y los proamericanos campando a sus anchas. El hotel Madrid en que yo estaba hospedado resultó alcanzado por algunos cañonazos y Vidriales me aconsejó buscar algún lugar menos expuesto que San Juan. Decidí instalarme en Bayamón, por su  proximidad a la capital y tener servicio telegráfico, pero todo era ya inútil. Mis últimas crónicas para “El Eco” desvelaron intencionadamente mi superchería anterior: conté lo que veía y sufría. Naturalmente, ninguna de ellas pudo ser publicada.

     El 4 de agosto caí prisionero de una avanzada americana de los desembarcados en Guánica el 25 de julio anterior. Al encontrarme encima varios cuadernos de notas y carecer de acreditación periodística para Puerto Rico, me consideraron espía y estuve a punto de ser ejecutado. Afortunadamente, no me pasaron por las armas de manera inmediata. Quince días después las tropas del general Miles, que avanzaban desde Ponce, se unieron a las del norte y, juzgándome un prisionero de cierto relieve y que podía serles útil como intérprete, me internaron en un campo, junto a oficiales, marinos y funcionarios de alto nivel, entre los que se encontraban el general Macías, su segundo, el coronel Camó, y el secretario general de gobierno, Benito Francia. Algunos de ellos, después de sufrir cautiverio, todavía lo pasaron mal al volver a España, tachándoles de cobardes y traidores. Cosas…

     Al llegar septiembre y, con él, el final de las operaciones bélicas, nos cogieron a unos quince prisioneros importantes, nos metieron en el acorazado Iowa y salimos de San Juan con rumbo desconocido. Todos sospechamos que nuestro destino fueran los Estados Unidos, bien para alguna operación de canje o enjuiciamiento, bien con motivo de no haberse firmado aún el tratado de paz. No me fue difícil obtener de un teniente de navío –confidentially- la respuesta a nuestro interrogante: íbamos camino de las instalaciones de la Marina en Annapolis (Maryland), hasta que se depuraran nuestras responsabilidades y, en su caso, culminaran con éxito las negociaciones de paz.




5.       Las siemprevivas

     Para quien fuera invitado o de visita, Annapolis era una preciosa ciudad, de casas antiguas y elegantes, hermosos paseos y cuidados jardines frente a sus edificios públicos. Para un prisionero de guerra, el destino eran los calabozos de la Academia Naval, sin duda también hermosa y con un césped que aún recuerdo con sana envidia. Aclarada mi situación periodística totalmente regular, quedé simplemente a la espera de la repatriación, en un régimen de vigilancia relajada que me permitía largos paseos por las zonas públicas de la Academia. Un día de finales de octubre, trabé conversación con un simpático sargento de marines y se me ocurrió preguntarle:

-          ¿No habrá oído usted hablar de un oficial de marina, de nombre Hawthorne, Michael Hawthorne?

-          Naturalmente que sí, Mister Dickens (era mi apodo, debido al acento británico y la imposible fonética del Mengíbar). El capitán Hawthorne está destinado aquí, aunque lleva unos meses agregado a la Secretaría de Marina en Washington.

-          ¿Tendría la bondad de informarme si su esposa le ha acompañado o si vive en Annapolis? Soy buen amigo de su familia.

-          Descuide, me enteraré.

     Tres interminables días después, recibí la respuesta. Mistress Hawthorne seguía viviendo en Annapolis con sus hijos. “¿Podría enviarle un mensaje de salutación?” “Of course, siempre que el oficial de guardia lo permita”. Lo cierto es que fue un billete de cinco dólares el permiso de mi nota a Meg. El oficial, no obstante, fue quien –sin soborno alguno- me dio una licencia de cuatro horas para visitar a la señora, a ruego de esta.  

     Con algunas dificultades, contraté un tilbury para mi transporte. Me vestí de la forma más juvenil que pude con la escasa indumentaria  que a los confinados nos habían permitido comprar o alquilar y, costeando la hermosa bahía de Chesapeake, llegué a Annapolis a media mañana. El tiempo era fresco y soleado. Yo sentía intensa emoción, cierto, pero con la tranquilidad de quien no duda de sí mismo, ni del increíble poder del pasado para pervivir a través del tiempo. Curiosamente, aun disponiendo de tan corto plazo, no quise llegar a Maggie con las manos vacías. Busqué una tienda de flores y me indicaron una,  a orillas del Severn. La magia del pasado seguía sonriéndome: contra toda lógica, logré encontrar un modesto ramo de siemprevivas azules. ¡Oh prodigio de  la humilde flor del amor inmortal! ¿Entendería ella? ¿Sabría ver en la flor azul el símbolo romántico de la búsqueda de lo más excelente para ponerlo a los pies de la amada?

     Localicé pronto la dulce y pequeña casa de ladrillo, con porche, escalinata y  jardín, tan coqueta e inmaculada, como sus hermanas de calle. La puerta, blanca y con llamador dorado, me recordó por un instante la villa de Gibraltar. No les negaré que llevaba preparada alguna frase cariñosa de salutación, pero no hubo necesidad de emplearla. Fue la misma Meg quien abrió, sin apenas necesidad de llamar, y me impulsó hacia el interior de la casa, con dos besos cariñosos y una cascada de palabras que se cruzaron con las mías y apenas entendí. Acerté a dejar (no sé si en sus manos o en un velador) el ramo de siemprevivas, que la propia Maggie colocó en un búcaro, sin traslucir mayores emociones, y nos sentamos juntos en un sofá del hermoso y amplio salón. Nadie nos interrumpió.


     Ya saben ustedes que soy periodista profesional y político aficionado. Quiere decirse que escribo y hablo  en público medianamente bien. Narro hechos y no sentimientos. Voy al grano; describo lo indispensable. Y ya no tengo buena memoria para lo concreto. No esperen, por tanto, sino un resumen de las dos horas siguientes. Procuraré, al menos, ser ordenado.

     Maggie era entonces muy parecida a su madre, cuando Berlín. Sus formas, ya sólidas de mocita, habían tomado el empaque de una matrona: amplias, firmes, proporcionadas. El cabello, rebelde y apenas teñido, pugnaba por deshacer la prisión del peinado y enmarcar el rostro como un halo levemente dorado. Los ojos, apenas delineados con lápiz negro, eran siempre aquellas espléndidas luminarias, vivas y expresivas, que yo llamaba “tus estrellas”. La nariz, objeto de algunas críticas pasadas, había adoptado formas más rellenas y regulares. La boca me hizo estremecer, cuando no la iluminaba la sonrisa: su firmeza de siempre viraba a dureza y la risa cantarina de mis amores parecía prisionera en el fondo de su corazón. Un suave maquillaje daba tono y regularidad a su piel, no tan blanca y bella como la de Elisabeth, pero lejos aún de los estragos del tiempo y del ambiente. Los vestidos de la época dejaban mucho más campo a la fantasía que a la observación. Sólo puedo decir que su busto  (confesaré sin pudor que es lo que más me atrae a primera vista en una mujer) era generoso, sus caderas rotundas y que me pareció más alta que entonces, por efecto de su calzado y de mi incipiente y prematuro encorvamiento.

     La conversación fue poco más que un monólogo suyo, salpicado de comentarios y preguntas mías. Yo se lo agradecí en el alma ya que, cuanto más tiempo estaba junto a ella, más ardía en deseos de decirle lo que sin duda Meg intuía, pero yo no debía expresar: que la seguía amando, que nunca había dejado de hacerlo, que las siemprevivas eran un símbolo de lo real. Mi confianza se desvaneció: me expresaba pobremente; no preguntaba lo que realmente me importaba; no sintonizaba con su prodigiosa memoria, ni teníamos nada en común en los últimos treinta años. Y, sin embargo, sentía lo que los bienaventurados deben sentir en la gloria: la presencia necesaria, placentera y exclusiva de Dios.

     Maggie fue en todo momento la viva imagen de la cordialidad y la cortesía. Repasó nuestra fugaz   vida común y las consecuencias para ella de la separación; me comentó problemas y sentimientos que me interesaron sólo por ser suyos; pasamos revista a nuestras respectivas familias. Desgraciadamente, Sammy, aquella fuerza de la naturaleza, estaba física y moralmente destrozado por las heridas de guerra; los demás, incluida Elisabeth, “como siempre”. Me abrió su corazón, hasta en lo más doloroso: los problemas con su marido y la convicción de sufrir ella una grave enfermedad, todavía no diagnosticada. Nuestras manos se unieron en varias ocasiones y alguna caricia transmitió fraternidad y apoyo. El tiempo corría, pero no parecíamos darnos cuenta de ello: Meg y yo teníamos, en cierta forma, que recuperar treinta años.

    Sonó la una de la tarde en el reloj de pared. Ambos comprendimos bruscamente que mis guardianes podían sancionarme. Fuimos juntos hasta la puerta de entrada a la casa y nos fundimos en un largo abrazo. Me separé con cierta brusquedad. Estaba empezando a derrumbarme y no quería que lo notara Maggie, más fuerte, más segura, más clara que yo. ¿Qué diablos quedaba de aquel profesor de conversación, que avasallaba a la pequeña Meg con sus conocimientos y su madurez temprana?

     Se quedó en el umbral, sonriente, agitando las manos. Yo, avanzando por el jardín hacia la salida, me volvía y devolvía el gesto, pero era  incapaz de sonreír. En esto vi, a mi izquierda, en un arbusto que había perdido casi todas sus hojas, una flor roja, resto fugaz de color en un  otoño benigno. No lo dudé. La arranqué con mimo y retrocedí hasta Maggie, quien no sé hasta qué punto había captado mi acción en la distancia. Sí, ciertamente la rosa no era la más hermosa y lozana del jardín, como antaño, pero era la única. Besé la flor para infundirle calor y la posé en su mano abierta. Meg me traspasó con una mirada que soy incapaz de definir y, en el español casi olvidado de nuestro estío, musitó:

-          Enrique, por favor,  no me olvides.

-          Nunca. Ni en esta vida, ni en la otra.

     Bajé la breve escalinata del porche y, como jamás había hecho antes, besé con ternura mi mano derecha y soplé hacia Maggie suavemente. Ella repitió el gesto. Se me hizo un nudo en la garganta y sentí ganas de llorar. Di dos pasos aún, pudiendo mirarla. Luego me fui. Todavía furtivamente, a lo lejos, vi su vestido blanco y negro avanzar hacia la puerta y desaparecer.

     
6.       Un final inesperado

     Permítanme que entre en escena. Soy el autor. Ciertamente estábamos llegando al final de Enrique –la paciencia de ustedes y la mía ya no dan para más- y hasta sabía cómo matarlo. Después de todo, suelo trabajar sobre un completo boceto de mis relatos, invariablemente escrito a mano. En él consta que nuestro protagonista retornaba a España, psicológicamente acabado, y que moría de las resultas de un duelo, provocado por su nuevo periodismo, mordaz e incisivo. Pero lo que no acababa de encajar eran los capítulos siguientes, a saber, los de su reencarnación en toda regla. Un autor aficionado no es capaz de dar vida y verosimilitud a un argumento en que no cree. Y yo no creía en la transmigración de las almas. Así que decidí seguir la línea de menor resistencia –después de todo, eran las cuatro de la mañana- y dejar enfriar la tensión entre mi boceto manuscrito y yo.

     Me levanté tarde. Acudí a trabajar todavía adormecido y pensativo. Rematé la tarea como pude y  regresé a casa dando un paseo a través del espléndido parque de mi mucho menos espléndida ciudad. Era un día de primavera cálido y perfumado, de los que presagian el verano. En un banco del Paseo del Rey me pareció reconocer a la persona que en él estaba sentada. En efecto, era Elisa, una antigua amiga de mi esposa, que alguna vez me había pedido consejo acerca de su conflictiva separación matrimonial, dado que –como Enrique Mengíbar- soy licenciado en Derecho. Tenía ya resuelto pasar de largo, haciéndome el despistado, cuando me percaté de que mi conocida estaba llorando. Uno no es de piedra, quizá porque vive entre el dolor y las miserias ajenas. Así que cambié de planes, enfilé hacia el banco y saludé cortésmente a la portadora del kleenex, quien pudorosa y rápidamente enjugó sus ojos y esbozó una forzada sonrisa.

     El caso es que acababa de enterarse –con notificación judicial y todo- de que su marido había solicitado una modificación de las medidas de divorcio, para retirarle la guarda y custodia de sus dos hijos, por motivos que no vienen al caso y, “desde luego, totalmente falsos”. Una de mis especialidades es la de cambiar de conversación con preguntas triviales y fuera de contexto. Así que, le sugerí:

-          Hace bastante calor. ¿Por qué no me acompañas hasta la Pérgola a tomar un refresco?

     Elisa aceptó en silencio. Aproveché el corto recorrido hasta el oasis para coger el móvil y avisar a mi mujer de que me retrasaría un poco. Momentos después, estábamos sentados cómodamente y casi en solitario, ante un café con hielo y un granizado de limón. Mi interlocutora se había relajado bastante y, como si yo fuera un amigo del alma, me vació su vida y su conciencia.

     Les confieso que puse mi mejor voluntad en hacer una escucha comprensiva pero, entre el cansancio, lo tardío de la hora y la verbosidad de Elisa, me perdí irremisiblemente. Ella hablaba y hablaba. Yo asentía con el gesto, con los ojos muy fijos en los suyos y con algún leve roce de afecto en sus manos, que aleteaban constantemente. Poco a poco, sus ojos color miel de romero empezaron a parecerme espléndidos y familiares; su boca, más digna de contemplarse por sí misma que por las palabras que de ella fluían en cascada interminable; su busto, digno de escrutarse, aprovechando las facilidades del vestido y su mecánica inclinación hacia mi persona. Señor, ¿era sólo que Elisa, aunque madura –como yo mismo-, era hermosa?; ¿o es que encontraba en ella algo ya vivido o visto en otro momento?  La cabeza me daba vueltas y las manecillas de su pequeño reloj avanzaban inexorables. De repente, no pude más.

     Como un autómata que, al fin, adquiriera conciencia, me levanté sin decir nada, me encaminé al rosal más próximo y –no sin un pinchazo vengativo- arranqué una flor y se la ofrecí. Era poco más que una obra de caridad, es decir, de amor. Y, además, la rosa ni siquiera era roja. Pero Elisa quedó petrificada, blanca, a punto del desmayo. Su voz fue como un susurro que brotaba de lo más hondo del pecho, pero me llegó tan clara y distinta como la luz del sol que nos envolvía:

-          Enrique, por favor, no me olvides.

     Con un resto de esperanza en que fuera una traición del subconsciente, Enrique (que, en la vida real, se llama de muy otra forma)  preguntó:

-          Elisa, ¿cuál es el nombre de tu ex marido?

-          ¿Ese canalla? Se llama Alfredo.

     En fin, ahora ya sé que puedo terminar este cuento. Lo que no sé cómo terminará es esta vida.      












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