miércoles, 20 de octubre de 2010

Coincidencia fatal



     No puedo permitirme destruir la intriga de este relato en su presentación, reconociendo en su frontispicio la identidad del protagonista. Baste decir que la gran mayoría de los hechos e identidades recogidos son sustancialmente ciertos. Y les aseguro que la historia tiene lo bastante de humor y de sensibilidad, como para que, pese a mi poca maestría, alcancen ustedes enseñanza y deleite. Empeño mi palabra.


  1. Una casa junto al Esgueva

     Ante la presencia de un pelotón de guardias de Calomarde, los estudiantes concentrados a las puertas de la Universidad de Valladolid se dispersaron como por ensalmo, no sin que el profesor D. Pedro Alcántara hubiera antes prevenido a los universitarios de la llamada del rector, doctor Macho, a las denominadas fuerzas del orden. El grupo más numeroso corrió calle abajo hacia la de las Angustias, perseguidos de cerca por los agentes. Llegados a esa vía, se produjo una mayor dispersión. Uno de los universitarios salvó de pocas zancadas la distancia que le separaba de la orilla del Esgueva y torció por la calle Cantarranas. Aunque no se tomó tiempo de mirar hacia atrás, le pareció escuchar a sus alcances el ruido metálico de las botas de los uniformados. A punto de perder el aliento, sitiado entre la cenagosa orilla del río y la hilera de casas que se asomaban al mismo, notó un siseo y que un brazo tiraba de él hacia el interior de un portal. La autora de este conato de salvación le invitó a seguirla, escaleras arriba, hasta el segundo piso. Llave en la cerradura y portazo: los jóvenes estaban dentro y a salvo.
-          ¿Eres tú, Bernarda? ¿Qué pasa que has dado ese golpe a la puerta?
-          Nada, señora, que andaba la policía por la calle y ya sabe usted que me da miedo esa gente.
-          ¡Jesús hija, qué susto me has dado! Anda, ve a la cocina y prepara la comida, que hoy te has entretenido demasiado en la compra.

     Bernarda, indudablemente la criada de la casa, hizo ademán de silencio y condujo al perseguido Mariano hasta una sala que daba al patio trasero.

-          Espera aquí unos minutos, sin hacer ruido. Luego sal, cerrando suavemente la puerta y te marchas. No creo que la policía te vaya a buscar por más tiempo.
-          Gracias por todo. Me has hecho un favor muy grande.
-          Vamos, vamos. No te metas más en líos, que no siempre vas a tener quien te proteja.
-          ¿Te llamas Bernarda, verdad? Volveré a verte, para contarte quién soy y en qué acaba todo.
-          Sí, sí; si te he visto, no me acuerdo. No volverás, ni falta que hace, no vayas a comprometernos.

     Corría el mes de febrero del año de gracia de 1825.

***

     El segundo piso de la casa número 12 de la calle Cantarranas no tenía mucho de particular. Casa modesta por fuera, era el típico inmueble construido en fondo, con la puerta de entrada en medio de un largo y oscuro pasillo, al que daban un par de dormitorios casi ciegos y el excusado. Al frente de la calle, el cuarto de estar-comedor y la cocina. En retaguardia, dando a un patio de manzana, la sala del resguardo mariano y el dormitorio principal. El mobiliario parecía de casa venida a menos, con algunos restos de pasado esplendor y ciertos huecos y muebles desvencijados, que parecían preludiar tiempos peores.

     La impresión decadente respondía a la verdad. Las ocupantes permanentes de la casa eran dos y a ambas ya las hemos escuchado. La señora, doña Aurora Enciso, se acercaba a la treintena, en plenitud de belleza y atractivo, que velaba hasta cierto punto con ropas oscuras y casi completa ausencia de afeites y aderezos. No de otro modo había de comportarse externamente la esposa de un teniente coronel de los sublevados con Riego, cuando era teniente, y que ahora cumplía una pena de veinte años de presidio en el penal de Ceuta. El militar, condenado año y medio antes, se había llevado consigo –como quien dice- las llaves de la despensa y de la vida social de doña Aurora, quien además se había visto desposeída por incautación de dinero y propiedades, viviendo con apuros a partir de entonces, gracias a algunos ahorrillos salvados de la quema y a los subsidios enviados por su madre, terrateniente de cierto postín en la villa de Alaejos.

     De allí mismo era la mejor joya de la casa, siquiera lo fuera con dientes, como ella apostillaba con sorna. Bernarda Garrote, la criada y segunda habitante fija de la casa, era una oronda joven de unos veinte años, designada por la madre de Aurora para cuidar y ayudar a esta en su soledad y necesidades. Hija de unos renteros de la familia, profesaba a su ama un afecto especial y una honradez a toda prueba, disfrutando, a su vez, de la libertad que le concedía la moderación de Aurora y su plena confianza en ella. Bernarda, desde luego, no tenía que guardar fidelidad a ningún militar; así que a nadie debía rendir cuentas si había pasado por los brazos de algún gañán o de cierto ayudante de tendero, por poner ejemplos; en todo caso, relaciones ocasionales, fruto del vigor de la edad, más que de sentimientos profundos.

     Esas eran las ocupantes fijas de la casa, en la que Aurora había ido a morar a raíz de la detención de su esposo por los Cien Mil Hijos de San Luis. Hasta entonces, su residencia había estado en Cáceres, donde su Vicente era segundo jefe de la guarnición y disfrutaban de posición y alojamiento muy superiores; pero, ¡qué se le va a hacer! Circunstancias mandan, y su madre, doña Ascensión, había preferido tenerla más cerca y aprovechar el piso comprado en Valladolid para cuando ella o sus deudos tuvieran la necesidad o el gusto de venir a la capital.

     Ni que decir tiene, que la ocupante ocasional más frecuente de la vivienda era la propia doña Ascensión, que cada tres o cuatro meses daba una vuelta  con calma, a ver cómo estaba su hija predilecta y, de paso, guarnecer debidamente la despensa. Y, en cuanto al otro ocupante esporádico, necesitaremos de una más amplia alusión: baste decir que el tal era amante de doña Aurora.

***

     Se habían conocido en la ciudad cacereña, cuando Aurora tuvo un aborto, años atrás. El caballero, emigrado del año trece, posteriormente amnistiado, casado en segundas nupcias, ejercía de galeno en la plaza, con la vitola de haber sido médico particular del infante don Francisco de Paula y de primera clase en el ejército del rey José. Hombre culto, afable y serio, gozaba de buena fama entre los de su profesión, la cual probó merecida en el caso difícil de Aurora, que sacó adelante sin detrimento de la paciente y con la gratitud y amistad del matrimonio. Poco después, vino la debacle ya reseñada y el facultativo se convirtió en el paño de lágrimas de su amiga y, no en pocas ocasiones, en  garante  para sus apuros económicos. La relación fue haciéndose cada vez más íntima, pese a (o quizás, a causa de) la gran diferencia de edad entre ambos y a sus respectivas nupcias, desgraciadas en ambos casos aunque por muy distintos motivos. En el caso del doctor, su joven esposa había resultado inculta, un tanto casquivana y poco inclinada a ejercer sus deberes maternales.  De los infortunios de Aurora ya tenemos suficiente conocimiento.

     El hecho es que, cuando Aurora hubo de trasladarse a Valladolid, por firme decisión de su madre, su amante hizo lo posible por seguirla, encubriendo sus motivos bajo apariencia de órdenes superiores. No le fue posible conseguir destino en la capital del Pisuerga, pero sí en la próspera villa de Aranda de Duero, a unas veinte leguas de aquella, es decir, a medio día de diligencia, contando con las paradas intermedias. Su esposa, Dolores, había puesto el grito en el cielo, cuando se vio “encerrada en aquel poblachón del demonio”, pero su marido no era hombre que cambiara así como así sus decisiones. Por tanto, toda la familia se instaló cómodamente en la Arcadia arandina, desde donde el ilustre médico se desplazaba, al menos, una vez al mes a Valladolid para recibir instrucciones clínicas y atender a algunos pacientes ilustres. Innecesario es señalar la identidad de su paciente menos ilustre, pero más visitada en su domicilio, a orillas del  Esgueva.


2. Del amor y sus clases

     Marianito, a sus dieciséis años recién cumplidos, era ya un mozo de honor o, cuando menos, de quienes ejercen aquello de que de bien nacidos es ser agradecidos. De forma que hizo por ver a Bernarda, cosa que consiguió pocos días después de la persecución policíaca. El joven no era lo que se dice clasista y, por otra parte, la criadita tenía unas prendas y un desparpajo como para atraer a cualquier chico de edad parecida a la suya. Y así, Mariano se le hacía el encontradizo a eso de las doce, cuando el plúmbeo profesor apodado Demostrándum concluía sistemáticamente con esa palabra su clase de Matemáticas; momento coincidente con el retorno a casa de Bernarda, después de hacer la compra y darse por los soportales el paseo de costumbre. La atracción entre ellos iba en aumento y un día en que doña Aurora había viajado hasta Alaejos para visitar a su abuela materna, sobrevino lo felizmente inevitable. Bernardita invitó a su romeo a comer con ella un cocido “que no has probado en tu vida”. Y así fue, en verdad, pues Mariano probó por primera vez en la vida un manjar delicioso, aunque habríamos apostado que nada tenía de cocido. El chico se deshizo en gratitud y manifestaciones de cariño, que Bernarda, aunque bien contenta de ser tratada como nunca hasta entonces en lides amatorias, cortó de raíz, a eso de las ocho de la tarde:

-          Anda, anda, déjate de monsergas y vete para casa, no vaya a volver la señora. Y baja la escalera con cuidado, que las del primero son unas cotillas.

***

     A partir de aquel día, con el apetito cada vez más voraz, Marianito empezó a menudear sus visitas a la cocina y al cuarto del servicio de la casa de la calle Cantarranas, donde Bernarda le sobrealimentaba (la pensión de la calle de Olleros no era, precisamente, un dechado de esplendidez en estos aspectos) y, si no había moros en la costa, pasaban de las caricias furtivas a manifestaciones amatorias más explícitas. El muchacho llevaba su iniciación sentimental de manera tan apasionada, que olvidaba sus estudios y hasta las vespertinas partidas de ajedrez. Por su parte, Bernarda empezaba a sentir por su galán algo parecido al amor, aunque no dejara de comprender que tal cosa, entre un señorito y una fregona, tenía escasas posibilidades de prosperar. En cualquier caso, y para protegerse ante un posible descubrimiento del pastel por parte de su señora, Bernarda le dejó caer una tarde:

-          Señora, ¿se acuerda usted del chico al que salvé de caer en manos de la policía?
-          Sí. ¿Por qué? ¿Has vuelto a saber de él?
-          Pues sí. Es un pobre muchacho que está lejos de su casa. Estuvo emigrado en Francia; luego, interno en un seminario, o algo así. Y ahora, malcome en una pensión de tres al cuarto, mientras estudia filosofía, matemáticas y todo eso. ¡Me da una pena! La verdad es que ha subido alguna vez a tomar algo, aunque yo no se lo haya dicho a usted, por cortedad.
-          Hija, Bernarda, nos tenemos confianza y ya sabes cómo se piensa en esta casa. Así que deja de subirlo a escondidas y que entre francamente. Eso sí, a horas respetables y sin menudear en exceso las visitas, que temo las habladurías.
-          Gracias, señora. La próxima vez que me lo encuentre, le invitaré a subir y se lo presentaré.

     De manera que, al menos, las visitas a la cocina quedaron debidamente legalizadas. Las del dormitorio de Bernarda permanecieron en el arcano, aprovechando las ausencias de la señora.

***

     A mediados de abril del susodicho año de gracia de 1825, Mariano hizo, por fin, su entrada oficial en el número 12 de la calle Cantarranas. Apercibido por Bernarda y un tanto nervioso, vistió su terno más elegante, se perfumó discretamente y, con una partitura en la mano, a las seis de la tarde, acudió a la invitación de Aurora para tomar el té. Su querida le notó especialmente alterado, aunque lo achacó a timidez o a vergüenza. Pero Mariano tenía una razón más poderosa para estar en tensión: de manera subrepticia en la casa, y de forma pasajera en la calle, había tenido ocasión de conocer de vista a la señora y le había parecido una auténtica preciosidad en todos los sentidos, incluso en aquel que Bernarda había descubierto y potenciado en él, hasta extremos desconocidos apenas dos meses antes.

     El té de aquel 16 de abril resultó delicioso, aunque no exento de cierta rigidez protocolaria. Marianito rompió el hielo, entregando a su anfitriona el obsequio musical, las páginas vibrantes y versátiles de la Sonata quasi una fantasia de Beethoven. Aurora se asombró:

-          ¿Pero cómo has sabido que Beethoven es mi favorito y que, de vez en cuando, aporreo el piano?

     Mariano se limitó a sonreír. A buenas horas iba a confesarle que la había oído tocar (tal vez diríamos mejor, ejecutar) en alguna ocasión obras beethovenianas, admirado de que manos tan femeninas pudieran golpear el piano de la forma frenética y aplastante que el genial sordo solía exigir en sus sonatas de juventud.

     El té en servicio de hermosa porcelana y las pastas de la más fina repostería de Portillo acompañaron las amplísimas confidencias que Mariano vertió en los oídos de Aurora durante dos horas. Casi todo salió a colación: desde su exilio francés, hasta los estudios emprendidos en el alma mater vallisoletana, pasando por su infancia madrileña, su estancia en el internado de los escolapios, y sus fugaces residencias en Corella, Cáceres y Aranda de Duero, siguiendo los traslados de su padre. Aurora, aunque muy contenida, no dejaba de experimentar sorpresa o viva emoción ante algunos de los datos que Mariano le revelaba. No obstante, procuraba penetrar en el alma del muchacho con preguntas más genéricas o sentimentales:

-          Así que tu padre es médico. ¿Piensas seguir su misma carrera?
-          Lo estoy dudando. Me gustan las ciencias, pero también las lenguas clásicas y las matemáticas; así que sigo como oyente materias muy variadas, para decidir el año que viene si me inclino por Leyes, Filosofía o Medicina.
-          Te has pasado casi toda la vida con tus abuelos o interno. ¿No echas de menos a tus padres, en especial, a tu madre?
-          Ya estoy acostumbrado a valerme solo. Dicen que soy un buen estudiante y bastante maduro para mi edad. De todas formas, ahora estoy cerca de casa y pienso pasar allí las vacaciones de verano.
-          ¿Qué tal te llevas con tu padre?
-          Muy bien. Últimamente se ha preocupado mucho de mi formación. Es un hombre culto y un gran médico; bueno, según dicen… Incluso tiene clientela en Valladolid.
-          ¿Y tienes amores con alguna jovencita?, aunque en realidad eres demasiado joven.
-          No, no. Alguna hay que me hace tilín, pero la verdad es que todavía no he encontrado a la mujer de mi vida.
-          ¿Y con la policía? ¿Han vuelto a molestarte?
-          No, si yo no me meto en política. Fue todo cosa de una reunión de compañeros para pedir que pusieran en libertad a dos de los nuestros, sorprendidos en poder de impresos introducidos desde Francia, o algo así.

     Bueno, como es natural, estas preguntas y respuestas –como otras varias- fueron produciéndose a lo largo de una conversación fluida, pero nos ponen sobre la pista del interés de Aurora por conocer a Mariano. En cambio ella –lógicamente- no fue interrogada por su invitado, entre otras cosas, porque este sabía –o creía saber- casi todo de ella, gracias a las confidencias de Bernarda. No obstante, como dice el refrán, de lo vivo a lo pintado… Y Aurora, en vivo, ganaba muchísimo. Marianito tuvo ocasión de experimentarlo en su corazón. De aquella casa, en esa tarde, salió prendado de ella hasta las entretelas. Tan es así, que apenas cruzó palabra con Bernarda cuando esta le acompañó a la puerta. La moza le despidió risueña, aunque la procesión fuera por dentro:

-          Adiós, don Mariano. Otro día la tendrá usted más larga.

***

     El final de curso –que, por aquel entonces se producía hacia el mes de junio- llegó para Mariano de manera “traidoramente fulminante”, como él llegó a decir. No todos compartiríamos su impresión, pues aquellos dos meses fueron de una gran riqueza sentimental. La asiduidad del trato con Aurora generó en ambos amigos profundos lazos de muy diversa naturaleza. Si, para el joven, aquella relación colmaba su espíritu de pasión y optimismo vital, la señora se debatía entre sentimientos encontrados de entrega espiritual y preocupación por sus consecuencias. El aplomo y la simpatía del muchacho la conmovían profundamente pero se imaginaba, con razón, complicaciones y riesgos sin cuento. Trató de entender y explicar sus sensaciones en términos cuasi-maternales y, desde luego, totalmente platónicos, mas fue en vano. Literalmente –como llegó a confesarle a Bernarda- “no sabía qué hacer”.  Bernarda, haciendo por un instante abstracción de sus propios sentimientos, replicó ambiguamente:

-          Es que el señorito se le mete a una en el corazón. ¡Es tan seriote y tan noble!

     Lo que antecede puede servirnos de introducción al tema del idilio entre la criadita y el estudiante que, como es natural, resultó muy afectado por la división emocional de este. No todos llevan bien la filosofía existencial del cuco, del que se dice que, de forma completamente natural, canta en un nido y pone los huevos en otro. Felizmente para Mariano, vino en su ayuda ese recurso tan manido de dejar volar la imaginación. En su caso, sin duda ayudaba el que el nido de su doblez fuera único y que Bernarda acostumbrara a ponerse unas gotitas –más bien, chorritos- de perfume antes de sus encuentros al más alto nivel; aromas que, no por casualidad, coincidían con los de su señora. Así que Marianito cerraba los ojos y soñaba…, sin más preocupación que la de no equivocar el nombre que susurraba al oído de su pareja. Pero, con todo y con eso, Bernarda no dejaba de sentirse un poco celosa de Aurora; celos absurdos, si se quiere, pero enconados por la imposibilidad de competir con iguales armas y por el conocimiento de un hecho decisivo que, por ahora, se sentía incapaz de utilizar contra su señora. 


3. La penosa revelación

     Ese hecho decisivo era, por supuesto, que Aurora tuviera un amante, quien fiel e invariablemente la visitaba una o dos veces al mes. La entrada en su vida de Marianito no debería haber significado alteración de su otra relación sentimental, dado lo diverso de ambas. No obstante, la joven casada llegó al convencimiento, por mero sentido común, de que tres hombres en su vida y a la vez eran demasiados en todos los sentidos. Se imponía apartar, al menos, a uno, si no quería que la situación acabara por estallarle entre las manos. Y el punto más flojo de la cuerda a romper era, sin duda, Marianito. Sí, pero ¿cómo rompería la cuerda sin romperle el corazón? Ese era el problema, que el azar se encargó de resolver por ella poco tiempo después.

     La cosa empezó porque nuestro universitario, invirtiendo el dinero regalado por su padre para que celebrara su onomástica, alquiló un palco del Teatro de la Comedia a fin de presenciar la representación de A la vejez viruelas, resonante éxito en el Madrid del año anterior, obra del autor novel Bretón de los Herreros. Al joven le pareció que no había forma mejor de despedir el curso y, de paso, hacer salir a Aurora, por primera vez, del “reducto de su innecesaria reclusión”. Y la invitada, bien fuera por la agradable sorpresa, bien porque acababa de hacerse un precioso traje malva de raso y encaje, aceptó; tanto más, al saber que seguirían la divertida comedia desde la suave penumbra e intimidad de un palco exclusivo. Una intimidad que facilitó el que sus ocupantes fueran los espectadores que menos se enteraron de la función, por estar entregados a más personales menesteres. Aurora, aún un tanto fuera de sí, comprendió que las cosas habían llegado demasiado lejos.
     Algo parecido debió de pensar el profesor Alcántara, sorprendido descubridor de la pareja en el vestíbulo del teatro, pues al día siguiente pasó aviso a Mariano para que lo visitase cuanto antes en su despacho de Secretario de la Facultad. Habida cuenta del talante político abierto de don Pedro y de su condición de paciente de su padre, el estudiante se constituyó confiadamente al siguiente día en el ámbito indicado, teniendo con el catedrático de Filosofía una seria entrevista, cuyo contenido seguidamente extractamos:

-          Mariano, estoy muy descontento con usted de unos meses a esta parte. A principios de curso, se matriculó como oyente de seis asignaturas y ya puedo anunciarle que, dentro de unos días, saldrán las notas y le van a quedar pendientes tres materias. Y todo se ha debido a su conducta en el último trimestre, rehuyendo la asistencia a clase y estudiando poco y mal. Es usted muy inteligente, pero algo de trabajo serio ha de poner de su parte.
-         
-          Nada, nada. No me venga con disculpas políticas o académicas. El nivel de exigencia ha sido muy moderado y apenas ha habido agitación en esta mortecina urbe. ¡Si hasta yo mismo he tenido que aprobarle, lo que se dice, por misericordia!
-         
-          Monsergas. Yo bien sé lo que le pasa a usted, que muy acompañado lo vi el otro día en el teatro. Pero, hombre de Dios, con una mujer casada y que no guarda la ausencia forzosa de uno de los héroes del año veinte.
-         
-          No, no me refiero a su compañía, que juzgo inocente y nada inmoral, aunque poco conveniente, dada la diferencia de edad. Aludo al hecho de que esa señora, por unas u otras razones, se ha echado un amante, como seguramente usted ignora.
-         
-          No se excite. Lo sé de buena tinta. En esta ciudad nos conocemos todos y mi prima Flora vive en el principal de la misma casa; así que no hay margen de error posible.
-         
-          En fin, si no me cree, pregúnteselo a ella. Por mi parte, seré discreto con el asunto y su padre no sabrá por mí las causas de su fracaso escolar. Eso sí, le espero en octubre y, si no aprueba todo el curso, nos veremos las caras. Confío mucho en usted y en sus prendas personales. Necesitamos jóvenes valiosos y entregados, para cuando esta nefasta situación nacional cambie. No me defraude… y no pierda su tiempo en relaciones vanas.

***

     Mariano salió de la entrevista dándole vueltas la cabeza, con la más caótica mezcla de sensaciones encontradas. Tan pronto le parecía estar viviendo en un flotante mundo irreal, como era presa de la indignación ante una gigantesca calumnia, o daba por cierta la infidelidad de Aurora y le entraba la más completa depresión. Paseó sin rumbo durante varias horas, tratando de poner orden en su mente y adoptar una línea de conducta. Finalmente, acabó por donde empezaban los consejos de Alcántara. Era media tarde y el sol apretaba de firme. Entró en el portal de su amada y dejó transcurrir un rato en la penumbra, refrescando el ardor y musitando las palabras que pensaba dirigir a la hermosa. Finalmente, ante el riesgo de ser visto por doña Flora, subió rápida y silenciosamente las escaleras y llamó a la puerta.

     Por ausencia momentánea de Bernarda, fue la misma Aurora quien abrió. Mariano esbozó un saludo y, entre agitado y solemne, se encaminó al cuarto de estar, seguido por la dueña de la casa, a la vez, perpleja y suspicaz. El muchacho comenzó según había preparado:

-          Querida Aurora, me han contado una cosa que no sé si…
-          No será lo que yo llevo tratando de decirte mucho tiempo, sin atreverme.

     En suma, por intuición o por ganas de sincerarse, Aurora devolvió la sorpresa y tomó una ventaja decisiva, como en un contragambito ajedrecístico. Después de un corto juego de di tú, dilo tú primero, la tremenda y sencilla verdad afloró con una tranquilidad sorprendente. Había un amante, persona respetable y movida más por amor que por deseo físico; la clave no estaba en modo alguno en el dinero, sino en la soledad y la gratitud; la situación había sido velada por pudor y por deseo de no dañar, no por insinceridad en los afectos; en fin, Aurora esperaba que lo acaecido no destruyera ni ajara la amistad y el cariño mutuos, aunque comprendía la desilusión y aconsejaba un periodo veraniego de sosiego.

     Como se ve, la señora no era tonta ni desconsiderada: procuró pintar la situación del modo más ventajoso para su doble infidelidad y para los sentimientos heridos del adolescente. Este no supo encontrar palabras de réplica, fuera de algunos “comprendo”, “te entiendo”, o “no, no”, cuando ella decía reprocharse amargamente sus faltas y admitir la posibilidad de que él no se las perdonara. No obstante, concluida la cascada de palabras de su parte, Aurora formuló a Mariano algunas preguntas, como al desgaire. Parecía especialmente interesada por la fuente en que el estudiante había bebido el agua de la verdad y hasta qué punto dicha fuente había desvelado datos o identidad de su amante. Tranquilizada acerca de tales extremos (“ya sabes, no me gustaría que otras personas padecieran por la indiscreción”), Aurora tuvo un último movimiento de cordialidad:

-          ¿Qué tal te sientes? ¡Si pudiera ahorrarte de algún modo el sufrimiento o el enojo!

     Mariano reunió todas las fuerzas que le quedaban y respondió:

-          Todo lo doy por bien empleado, con tal de haberte conocido. Así que sufrimiento, mucho, pero enojo, jamás.

     Se levantó, besó dulcemente su mano y salió solo, pasillo adelante. En el descansillo, se cruzó con Bernarda y, sin mediar palabra, le dio dos sonoros besos en las mejillas y corrió escaleras abajo para evitar aclaraciones y despedidas.

***

     El verano en Aranda constituyó una reclusión. Había que machacar el programa de Matemáticas, Dialéctica y Ontología y servir a una recién iniciada vocación poética, que sabe Dios que no era el camino por el que llamaba a Mariano. Pero este había hecho un ejercicio práctico de la Dialéctica de su estudios y de él había salido Aurora convertida poco menos que en la mujer modelo o, cuando menos, en nuestra señora de los dolores (y perdónesenos la comparación, un poquito irrespetuosa). Para empezar, estaba la terrible situación de una joven esposa, privada de su marido durante veinte años, sola y en situación personal precaria. Luego, un jovencito que no había hecho ascos a una mujer casada, pero que se indignaba ante la realidad de tener un rival más conveniente para ella, por su edad y probable posición. Y con ambos protagonistas, tesis y antítesis, ¿cuál había sido la síntesis? Que Aurora le había abierto su casa y su corazón, en tanto que él había salido escopetado de su vida, tan pronto encontró una dificultad. Bueno, es cierto que había circunstancias accidentales a su favor, como la poca sinceridad de ella y el orgullo herido de él, ante la posibilidad de que le profesara un mero amor platónico y hasta maternal, dejando la pasión y la corona de su feminidad para otro. Pero esos accidentes no afectaban a la verdadera sustancia: que Aurora le quería, que lo consideraba una persona muy importante en su vida y que él debía buscar por encima de todo la felicidad de ambos.

    En fin, la filosofía se convirtió en cartas y poesías, que empezaron a salir de Aranda para Valladolid con periodicidad casi diaria. Sin embargo, no hubo contestación. Mariano entró en una espiral de desmoralización espiritual y sopor físico, en la que apenas encontraba fuerzas para dedicar al estudio unas mínimas horas diarias. Menos mal que su padre decidió enfrentarse a las matemáticas y ayudarle en su preparación, en tanto su madre -¡por primera vez en bastantes años!- puso en marcha sus encantos y amistades, para sacarle de sus casillas y procurarle algún solaz. Y así, entre unas cosas y otras, llegó septiembre y con él, una bendita e inesperada carta de Aurora: había estado pasando el verano en Alaejos y, cuando regresó a Valladolid, “casi no pude abrir la puerta, de la cantidad de cartas tuyas que habían metido por debajo; aún no he acabado de leerlas, pero son preciosas; si tú quieres, ya hablaremos cuando vengas”. También le mandaba besos, de parte de Bernardita.

     Mariano tuvo el día mejor de su vida. Su madre estuvo a punto de llamar a los loqueros. Afortunadamente, su padre lo conocía bien y comentó con sorna:

-          Marianito tiene un humor melancólico con esporádicas incontinencias sanguíneas. Dentro de dos días estará calmado y en una semana, tan introvertido como de costumbre.
    
     Como casi siempre, el doctor tenía razón.


4. El amante, desvelado

     Aprovechó lo que quedaba del mes para sacar los atrasos académicos y escribir unos tres mil versos, que no envió a su musa por correo, ante la razonable advertencia de esta en su única carta: no des tres cuartos al pregonero y, menos, a tus padres, que no entenderían lo nuestro y puede que no te dejaran volver a Valladolid. Aquello eran palabras mayores: Mariano decidió ser una tumba, como las cantadas por Hugo o Novalis, o aquella ante la que decían que se juramentaban los Numantinos. No menos merecía el amor de Aurora o, según alguna de sus elegías al germánico modo, “la Aurora de mi amor”. Con tal aurora, el pleno día se prometía glorioso y, aunque tardaba demasiado en llegar, tenía ya oriente y data prefijados: las orillas del Esgueva, el día 1 de octubre de 1825.

     Pasó la primera semana del citado mes, entre exámenes victoriosos y menos triunfales visitas a la calle Cantarranas. Aurora había contraído un fuerte resfriado, coincidente con la benéfica presencia de su madre en la casa. Excepcionalmente, Mariano recibió el plácet de doña Ascensión y, por un ratito, compartió el dormitorio principal con su amada, si bien sentado él a los pies de la cama y la dama en el lecho, dejando ver un bello camisón rosa bordado y un sonrosado de cutis más acentuado que de costumbre, fruto de la ligera fiebre y de la vergüencilla de dejarse ver del joven en lugar y actitud tan sugerentes. A la salida, Bernarda –que comprensivamente había hecho caso omiso del encargo de doña Ascensión, de quedarse en la antecámara, por si la señora necesitaba algo- atrajo al galán hacia su cuarto y, tras cerrar la puerta, le echó los brazos al cuello, entre arrumacos y palabras de cariño. Mariano, todavía algo trastornado por la visión yacente de Aurora, no respondió en nada a las caricias sino que, más bien, trató de concluirlas. Bernarda, ofendida y defraudada, tras todo un verano de espera, le lanzó:

-          ¿Qué, ya no soy buena para ti? Pues no creas que en esta casa las haya mucho mejores.

     Mariano, entre aburrido y enfadado, intuyó por dónde iban los tiros y replicó:

-          No se trata de mejores ni peores, sino de tener que elegir. Y no sigas por ese camino, que ya estoy al cabo de la calle de todo.
-          ¿Ah, sí? Pues qué bien. Mira a ver si te da de comer  la otra.

     El muchacho no respondió a la frase de doble sentido. Acabó de desprenderse de Bernarda, se despidió de doña Ascensión de manera lacónica y salió cerrando tras de sí la puerta. En la mente llevaba tan sólo los estratégicos adornos de vainica calada, que le habían dejado entrever (o así lo había creído) la piel blanquísima del busto de su amor.

***

     La siguiente visita de Mariano a la bella –ya convaleciente- no tuvo tanta fortuna, quizá por llevarse a cabo en día 13. Su madre alegó que la joven estaba descansando y que, en todo caso, su estado de salud era mucho mejor, en opinión del médico que la atendía. Contento y disgustado a la vez, el estudiante tomó el camino de la puerta, precedido de Bernarda. Al llegar a la salida, esta le hizo una seña y tiró de él hacia su cuarto, prendió una candela y le dijo:

-          No estarás enfadado por lo del otro día…
-          Nada de eso, Bernarda, pero lo nuestro tiene que terminar; y conste que no sólo por Aurora, sino porque no tiene futuro ninguno.
-          Ya, si yo pienso lo mismo. En fin, lo mejor es que nos quede un bonito recuerdo.
-          Exacto, totalmente de acuerdo –Mariano empezaba a amoscarse por el tono sumiso y comprensivo de la brava-. Bueno, ¿tienes algo más que decirme?
-          Pues sí, lo has adivinado. Lo cierto es que no estoy yo tan segura como doña Ascensión de que Aurora esté mucho mejor. De hecho, el médico que la atiende –que, por cierto, es su amante- le ha recetado esta misma tarde una medicina que acabo de traer de la botica.
-          ¿El médico es su amante, o mejor dicho, el amante es médico? –Marianito empezaba a trabucarse al hablar-.
-          Efectivamente. Pero mira a ver qué medicina le ha recetado. Tú sabes mucho y por la receta podrás saber de qué enfermedad se trata.

     Mariano estuvo a punto de mandarla a paseo, pero el hecho es que tomó la receta que Bernarda le tendía. La desdobló y estuvo a punto de desmayarse.

     La letra y firma eran de su padre.

     Tambaleándose y medio a oscuras, encontró el picaporte, abrió la puerta y salió, abordando la escalera agarrado a la barandilla y dando trompicones. En el primer rellano, acertó a oír la voz jubilosa y sonora de Bernarda, que le decía:

-          La señora no puede recibirle. Está ocupada. ¡Vuelva usted mañana!


5. Epílogo

     Tal vez quieran ustedes saber las consecuencias de tan terrible episodio en la vida de nuestro joven protagonista. Un amigo suyo, su primer biógrafo, Cayetano Cortés, nos lo cuenta, de forma breve y enigmática: Este acontecimiento misterioso parece sin embargo muy cierto, y ejerció una grande influencia sobre su porvenir. Su carácter se alteró completamente: de niño estudioso y amante del saber, pero confiado, vivo y alegre, como su edad requería, se hizo sospechoso, triste y reflexivo, como si fuera un hombre hecho. Una persona muy allegada a él pretende que sus sentimientos fueron tan profundamente afectados, que esta fue la primera vez de su vida que le vio llorar sin consuelo, y aun pretende que de aquí vienen todas sus desgracias…

     Pero, ¡qué torpeza la mía! Aún no les he revelado la plena identidad de Mariano, aunque a estas alturas pocos de ustedes dudarán de ella ni, por supuesto, ignorarán las obras por las que fue luego famoso. Nuestro estudiante de la coincidencia fatal, se llamó en su breve vida mortal, pero centenaria por la fama, Mariano José de Larra y Sánchez de Castro.

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