domingo, 29 de agosto de 2010

El áscari de la noche

Por Federico Bello Landrove

La estancia en un evocador y real balneario, despierta en mí los recuerdos de ciertos aspectos de nuestra Guerra Civil, como la intervención de mercenarios moros y la infancia huérfana y desarraigada. ¿Por qué no va a ser posible que uno y otro aspectos se fusionen en un mundo onírico o nocturno? ¿Existe, o no, el pálido guerrero musulmán que se convierte en el paladín del pequeño Vicente? Lo siento, pero no puedo responder con seguridad: yo sólo fui a Las Salinas de Medina del Campo a descansar y tomar las aguas.

1. Una reunión y unos recuerdos.

Se llamaba Antonio y nadie hubiera dicho que rebasaba los ochenta. Había llegado al Hotel Palacio de las Salinas en una de esas expediciones lúdico-medicinales, financiadas en buena parte con subvenciones públicas. Me sorprendió husmeando por las vitrinas que exponían las reliquias del pasado de aquel balneario, que estaba a punto de cumplir el siglo. De forma respetuosa, me interrumpió:

- ¡Vaya cachivaches!, ¿eh? ¿Dónde estarán los contemporáneos de ellos?

Algo me dijo que tenía que responderle con una afirmación insinuante:

- Seguramente, no muy lejos de aquí. Apuesto por que usted conoce a alguno.

- No lo dude. Pero permita que me presente: Antonio Alonso, de Villalón de Campos.

- Federico Bello, de Valladolid, aunque avecindado en Salamanca.

Como nuestros respectivos comedores eran distintos, aunque aledaños, nos citamos para la sobremesa, en la espléndida cafetería del hotel. Antonio volvió a la carga:

- ¿Qué diría usted si le aseguro que yo he dormido aquí varios años?

- Pues que estuvo por acá cuando el establecimiento fue orfanato, después de la guerra.

- ¡Justo! Hogar “Isabel de Castilla”, de Auxilio Social. Pero, ¿cómo ha sabido…?

- Sencillo. Hay una tarjeta junto a la puerta de acceso, que así lo indica.

Tres días después, Antonio se había hecho el amo del lugar, por su labia y simpatía. Yo le había servido un poco de cicerone en una común visita a la cercana Medina del Campo. Él había hecho muy buenas migas con las tres camareras extranjeras que nos servían comidas y cafés, así como con Enrique, un ciego velludo y corpulento, que se defendía de maravilla, solo, en un ambiente que parecía conocer de pasadas ocasiones. Para mi mujer y para mí, había llegado el final de nuestras mini-vacaciones; así que, después de cenar, me dirigí al villalonés:

- Bueno, Antonio, mañana marchamos. Así que le deseamos una feliz estancia restante y ojalá que volvamos a vernos en otra ocasión.

- ¿Tienen algo que hacer en esta velada?

- El equipaje, y aguantar la televisión de los de al lado y el teléfono de la recepción, hasta que nos durmamos.

- Pues si les sobra un poco de tiempo, les invito a que me acompañen, a eso de las diez y media, en el salón de lectura. A ustedes, que son tan ilustrados, les puede resultar curioso lo que voy a contar.

Mi esposa no quiso sumarse al auditorio, pero yo decidí que podía ser más entretenido escuchar a Antonio, que pelear con los vecinos de habitación, para que fueran menos ruidosos. Así que, provisto de bolígrafo y un pequeño bloc, aparecí a la hora señalada en el penumbroso saloncito, donde ya estaban charlando Antonio y Enrique. Aquél me hizo un gesto amistoso y, al mostrarle yo el recado de escribir, asintió con una mera sonrisa. Un momento después, entró Eva, la esbelta y simpática danesa que concitaba las miradas de los comensales en el restaurante:

- Vengo yo sola. Fumiko tiene que recoger y Marie, servir en la cafetería.

- Bueno pues, en ese caso, ya estamos todos; así que podemos empezar –respondió Antonio-.

Se arrellanó en el sofá; puso a su alcance el botellín de agua mineral y empezó su relato. Creo que mi transcripción del mismo será fiel. De no ser así, espero que, de un modo u otro, Antonio me corrija o desmienta.

***
Ya saben ustedes que este balneario tuvo antiguamente épocas muy brillantes. Se dice que, antes de la guerra, la casa de baños y sus servicios complementarios llegaron a ser cinco veces mayores que ahora. Pero, claro, cuando yo los conocí, allá por 1941, hotel y balneario eran un modelo de abandono y destartalo. No en vano habían sido, durante casi toda la guerra civil, cuartel y hospital de las tropas moras, que vinieron a la Península a combatir en favor de Franco. Ciertamente, el edificio principal seguía siendo muy hermoso, y los pinos y carrizos ponían la nota silvestre en el entorno; pero el mobiliario era escaso y deteriorado; del huerto, apenas quedaban algunos perales y ciertos desniveles, que otrora fueron surcos; y de la casa de baños, mejor no hablar, pues las tuberías rotas y el tejado medio caído la hacían más propicia que para tomar las aguas, para contemplar las estrellas.

A duras penas y precipitadamente, la planta baja y el primer piso fueron convertidos en colegio y alojamiento para un buen montón de huérfanos de la Revolución y la Guerra (1) , cuyo mantenimiento y educación corrían a cargo del Fondo de Protección Benéfico Social. Creo que seríamos aquí unos cien niños y muchachos, entre los tres y los diecisiete años, aunque la mayoría estábamos por debajo de los doce. De hecho, yo, con mis once años de entonces, era de los mayores.

¿Qué hacíamos aquí, además de recibir clase y sobrevivir, lo que no era poco en aquel tiempo? Reconocidamente, nos daban instrucción patriótica, quiero decir, toda clase de adoctrinamiento político, encuadrándonos forzosamente en la Organización juvenil de Falange, como flechas y cadetes. A golpe de ensayos, y a golpes de vara, adquiríamos ciertos conocimientos musicales, para cantar a coro y desfilar a los desafinados acordes de una banda de cornetas y tambores. Yo tuve la suerte de darle bien al parche y, don Fernando, el maestro de banda, me tomó aprecio. Pero voy a procurar seguir por orden: Antonio Alonso no ha de entrar todavía en escena.

Les decía que los dos pisos de más abajo acogían las dependencias comunes, tales como comedores, dormitorios de alumnos, cocinas, duchas, aulas y demás. El piso superior estaba reservado al uso de los maestros y monitores que preferían quedarse al pie del cañón, en vez de viajar a Medina y pagar un alquiler. Quiere decirse que los huérfanos no solíamos frecuentar esa planta, ni conocíamos sus entresijos; y más nos valía, pues quienes hasta allí subían no lo hacían de buen grado, sino para recibir reprimendas, castigos físicos o cosas peores. Más arriba aún, las buhardillas servían de almacenes y trasteros, bajo llave de los responsables del mantenimiento.

- ¿Y la capilla? ¿Estaba donde ahora, en medio del parque?, preguntó Enrique.

- No tal, que los moros la dejaron arruinada. Entonces estaba instalada del lado opuesto al dormitorio general. En las grandes ocasiones, las ceremonias religiosas se oficiaban en el comedor, o al aire libre, si el tiempo lo permitía.

Bien, iré concluyendo con la presentación general, o escenario, de mi historia. Decía que todos éramos huérfanos de la guerra, pero siempre ha habido clases. Unos –pocos- ingresaban aquí con la vitola de hijos de fusilados por los rojos o de muertos en acción de guerra, caídos por Dios y por España. Otros –en el Isabel de Castilla, los más- eran hijos de paseados o fusilados como rebeldes al Movimiento Nacional, o de huidos o pasados a los marxistas. Creo que hubo algunos que no eran huérfanos, sino que se los habían arrebatado a sus familias, por tener éstas costumbres irregulares, o transmitir a sus hijos malas costumbres y mala educación.

- No lo dude, Antonio. Algo de eso está empezando a publicarse ahora –apoyé-. Pero, ¿de qué grupo de muchachos era usted?

A ello voy, aunque me permitirán que, en este punto, no ahonde mucho en mis recuerdos, pues querría que, al final de mi relato, marchasen de aquí sabiendo lo menos posible de mí. Digamos, pues, que a mi padre lo fusilaron y que mi madre, abandonada y en la miseria, no vio mal que saliese una boca de casa, camino de una institución no muy lejana y donde se comía y aprendía, mal que bien. Aún recuerdo sus palabras:

- Toño, que no es por falta de cariño, sino de posibles. Hazte un hombre y así, luego, podrás ayudar a tus hermanos.

Y no andaba descaminada. Será casualidad, pero no he sabido de un chico de los del Hogar que se convirtiera en un vagabundo, un mendigo o un facineroso. Será casualidad, o será que fuimos muy superiores a la educación que aquí nos dieron (2).

2. Mohámed se aparece.

Eva, por no entender bien nuestro idioma, o por total desconocimiento del contexto histórico, había perdido, casi desde el principio, el interés por el relato –espero no les suceda a mis lectores lo mismo-. Disculpóse con tener que madrugar al día siguiente y se retiró. Antonio decidió animarnos a Enrique y a mí:

- No se vayan, que ahora viene lo más interesante.

No les he hablado aún –prosiguió- de Vicentín. Fue mi mejor -¡qué digo!-, mi único amigo durante mi estancia en Las Salinas. Era un chavalín de Traspinedo, rubiales y muy tímido, como de ocho años de edad, que me cayó en gracia, no sé muy bien por qué. Tartamudeaba de manera ostensible en cuanto se ponía nervioso y ello lo convertía en presa fácil de la terrible dureza infantil frente al débil. Mi hermano pequeño también tartajeaba un tanto; quizá por eso lo tomé bajo mi protección y hube de dar por ello unas cuantas puñadas –y recibirlas- a quienes más insistentemente se burlaban de él. Por la tarde, durante el descanso posterior a la merienda, cogía mi tambor y me iba con Vicentín a ensayar bajo un pino, siempre el mismo, y procuraba que el niño se sintiese importante, enseñándole a redoblar. Un día, según regresábamos al edificio, para el estudio vespertino, al pasar junto a los aljibes abovedados que, años antes, habían servido de depósitos de agua para la casa de baños, Vicentín me susurró:

- Aquí es donde viene a bañarse de noche el moro, pero no se lo digas a nadie.

Contemplé con cierta atención los hermosos arcos de ladrillo y me asomé a las dos oscuras simas en que yacía el líquido, cubiertas por una tela metálica que, aunque no hermética, servía de aviso y protección para evitar caídas a los pozos. Rezongué:

- ¿Quién demonios va a bañarse ahí, con lo profundo que está?

Vicentín me llevó la contraria, dejando caer sendas piedras, para medir a groso modo el nivel:

- ¿Lo ves? Enseguida chocan contra el agua. Eso es que no está muy profunda.

No repliqué. Después de todo, Vicentín era un mocoso al que podía engañarse con cualquier patraña y, para colmo de males, padecía de sonambulismo. Más de una vez había tenido que ir tras él, por el pasillo que conducía a la capilla y a la vieja casa de baños, para volverlo al calor de su cama. Pero, ¿cuántas más veces no habría realizado periplos nocturnos hasta Dios sabe dónde, sin nadie que se percatara?

Me acuerdo como si fuese hoy de que, en medio del estudio de aquella tarde, pregunté a don Segundo, el profesor de Física:

- Señor profesor, ¿a qué profundidad estará el agua de un pozo, si tiro una piedra y tarda en alcanzarla un segundo?

- Pues a unos nueve metros, suponiendo que dejes caer la piedra desde tu mano, sin imprimirle fuerza alguna.

Así que el moro tendría que escalar nueve metros después de bañarse: vamos, un imposible. Lo que era posible, según parece, es que Vicentín hubiera despertado mi curiosidad con el cuento del moro. ¿Sería estúpido?

***
Una vez que había destapado la caja de sus confidencias, Vicentín era incansable. No pasaba ocasión de hablarme del tal Mohámed, o Mojamé, como él lo pronunciaba. Que si un lagarto se había metido por un agujero, junto a la alberca donde Mojamé se bañaba; que si el moro le había cogido en brazos, para alcanzar las peras más maduras de todo el huerto; que si las alas de los grajos eran tan negras como su barba. Por curiosidad, o por tomarle el pelo, un día le pregunté:

- ¿Y cómo es el moro tuyo ese? ¿De qué va vestido?

Me cogió de la mano y, pese a mis aprensiones, hízome subir con él hasta el segundo piso, para enseñarme una confusa fotografía enmarcada, en la que dos moros, de turbante y a caballo, hacían guardia o rendían honores frente a la fachada de nuestro Hogar. Menos mal que fuimos sorprendidos por don Fernando, no por algún otro profesor, de los muchos rijosos o de malas pulgas que había:

- ¿Que hacéis por aquí, chicos?

- Ya ve, don Fernando, que éste dice que conoce a un moro como los de la foto.

- Lo dudo. Hace años, esto estuvo plagadito de ellos pero, desde que acabó la guerra y se llevaron a sus muertos para África, aquí sólo han dejado el recuerdo, y no muy bueno, por cierto.

Cogí firmemente de la mano a Vicentín y, casi a tientas, iniciamos la bajada de la escalera, apenas iluminada. En el segundo descansillo, lo apostrofé:

- ¿Lo ves, cacho bobo, cómo no puedes haber visto a nadie parecido a esos moros de la foto?

- Parecido, no, igualito. El moro a caballo del fondo era Mojamé.

En esas estábamos, cuando un día de primavera temprana, bajo el pino de costumbre, mi pequeño amigo explotó:

- Oye, Toño, le he hablado de ti a Mojamé: de que eres mi amigo, que no te crees que exista y todo eso. No le gusta que lo vea nadie pero, por ser tú, dice que hará una excepción. Esta noche haré como si me diera el pronto, pero de mentirijillas. Tú me sigues, como si fueras a recogerme, y llegamos hasta las bañeras. Ya verás, ya…

Lo de las bañeras era, por supuesto, el antiguo balneario, donde aún permanecían, rotas o enteras, las tinas de mármol utilizadas para los baños de asiento. Aún ahora tienen un par de ellas de adorno en las nuevas instalaciones y no saben cómo me he emocionado al verlas. A lo que iba: estuve por mandar a Vicentín a la porra, pero decidí seguirle la corriente para pillarle en renuncio. Le dije:

- De acuerdo, pero como le toque vigilar al bestia de Matías, se levanta de la cama tu abuela.

Pero, afortunadamente, Matías libró aquella noche.

***
No era mala comitiva la de un niño en camisola, con los brazos extendidos, en la más fingida pose de sonámbulo que se haya visto, y un chaval descalzo, con un pijama cuyo pantalón se le escurría piernas abajo, con la mano sujetando aquél, y caminando ojo avizor, a media docena de pasos de su guía. Dejamos atrás el pasillo del Hogar, sin otra iluminación nocturna que un par de carbureras, y nos adentramos en la zona, hosca y tenebrosa, de las duchas y, a continuación, en el viejo balneario. Vicentín parecía avanzar como Pedro por su casa, abandonando ya incluso el gesto de extensión braquial. Llegamos al ruinoso ámbito cuadrado que antaño sirviera de baño turco, el cual todavía conservaba los hermosos cuellos de cisne cuprosos que ornaban las salidas del agua caliente, y nos sentamos, a indicación de mi mentor, en un trozo de banco azulejado, adosado a un muro. Crujidos y goteos ponían su nota discordante en el silencio de la noche. Nunca he sido miedoso, pero apenas me atrevía a susurrar al oído de mi amigo:

- ¿Y ahora, qué hacemos?

- Pues esperar. Él vendrá.

De lo que pasó después, tengo un pálido recuerdo, por no decir que una total traducción. Quiero decir que, sí, es verdad que una sombra se dibujó frente a nosotros, al otro lado del amplio cuadrilátero del caldario, y hasta es posible que se escucharan ciertos susurros y como gañidos; pero lo cierto, lo único cierto, es que Vicentín me iba traduciendo, de forma escueta y entrecortada, las presuntas frases que nuestro fantasmal interlocutor iba enhebrando. Primero, fue una retahíla ininterrumpida. Luego, me atreví a formular preguntas y observaciones, a través de mi amigo, o directamente. Esto es, más o menos, lo que saqué en limpio, aquella noche, de la entrevista con el tal Mojamé, aunque no sé si añadiré sin querer cosas que supe de él más tarde. En fin, vamos allá:

- Me llamo Mohámed el Usruti y vine a España, desde Nador, entre el grupo de contadores de cuentos y prostitutas que contrataron, para entretener y animar a los soldados de los tabores de Regulares que, en gran número, vinieron a vuestra tierra a luchar por Franco, que Allah sea con él. Pero plugo al Todopoderoso hacer de mí un áscari de verdad, y no sólo de deseo. Porque yo era (y me venía de familia) el mejor contador de historias del este del Rif, pero la conciencia me remordía cada vez que cobraba mi paga por contar cuentos, mientras mis hermanos caían y morían por una soldada algo mayor que las propinas que yo percibía. Un día, a poco de llegar a España, en el frente de Madrid, debí de acercarme en exceso a la línea de combate. Un contraataque enemigo me cogió entre dos fuegos, a punto de caer prisionero. Me refugié como pude a la vera de un tanque, simulando por mi posición encontrarme herido, o algo peor. En esto que, de soslayo, vi caer a unos pasos de mí a un oficial, que se llevaba las manos a una pierna. Era la ocasión de mi vida: demostrar mi valor y rescatar a un jefe que pudiera colmar mis aspiraciones de convertirme en soldado. Gateé lo más rápido y agachado que pude, me acerqué al herido y, a rastras, tiré de su cuerpo hasta ponerlo también al resguardo del tanque. A los pocos momentos, llegaron un sargento y varios soldados, quienes evacuaron al oficial, con riesgo de sus vidas. El sargento me encaró y dijo:

- Eres bravo. ¿Sabes a quién acabas de salvar la vida?

- A un oficial. Llevaba botas y tenía una estrella.

- Era el comandante Mizzián, el más valiente entre los guerreros creyentes, el que, hace años, salvó a su vez la vida a Franco.

Y así se hizo mi suerte. El Mizzián salvó la vida y yo conseguí vestir el uniforme color garbanzo del tabor y tocarme con un rojo tarbuch (3), con galones de cabo. Pero lo que más me gustaba era la faja carmesí del batallón de Melilla. El comandante también era de la zona de Nador y supo ser agradecido. ¡Que Allah sea con él, allí donde ahora se encuentre!

Se oyó un crujido algo fuerte y Vicentín, cogiéndome del brazo, me indicó:

- Mojamé se va. Y nosotros deberíamos volvernos a la cama. Tengo frío.

Me quedé tan atónito, que hice sin rechistar lo que me indicaba y lo seguí, como un autómata, hasta el dormitorio. Sólo a la mañana siguiente se me ocurrió preguntarle:

- Vicentín, ¿por qué habla Mohámed contigo y yo no oigo ni entiendo nada de lo que dice?

Su respuesta fue tan suficiente, que me dejó pegado:

- Es que habla en árabe y tú no lo entiendes.


3. La grandeza de Vicentín.

Esa misma tarde, Vicentín tiritaba como un pajarillo. Le toqué la frente y ardía. Sea por la expedición nocturna, sea por efecto de un tardío ramalazo invernal, el caso es que mi amigo cogió una bronquitis de campeonato. A base del jarabe del médico y de mis cuidados para que no se levantase de la cama, pudo, aunque muy lentamente, irse recuperando de la enfermedad. Pero los días pasaban y él estaba cada vez más nervioso, entre la cama y la silla en que, con la cabeza bajo una toalla, inhalaba los vahos de eucalipto, asimismo recetados. Yo sospechaba la razón de su zozobra que, no obstante, decidí confirmar:

- ¿Qué demonios te pasa? No paras quieto en la cama. Parece que hubieras comido rabos de lagartija.

- ¡Qué me va a pasar! Que llevo quince días sin ir a ver a Mojamé.

- No me digas que no puede vivir sin ti. Ya se las arreglará solito, si lleva aquí tanto tiempo.

- Pero es que no sabe lo que me pasa. Igual piensa que me he olvidado de él.

En fin, lo uno lleva a lo otro y acabé escuchándome a mí mismo prometerle que le visitaría esa misma noche, para aclararle lo que sucedía. Vicentín no dejaba de darme consejos:

- Espera a que él te hable. No le hagas muchas preguntas. Lleva un jersey puesto, que aún hace frío. Y ten bien atento el oído.

- Total, no va a servir de nada –ironicé-. ¡Como yo no sé árabe!

- Pero él, cuando quiere, chapurrea el castellano –me replicó, muy en sus puntos-.

Dejé que pasara la revista que hacía el vigilante, a eso de las once. Tampoco esa noche le tocaba al indeseable de Matías. Eso me tranquilizó, hasta el punto de amodorrarme. Me sobresaltó la presencia de Vicentín junto a mi cama, urgiéndome a tomar el camino del balneario. ¡Maldito chiquillo!

- Vuelve inmediatamente a la cama, que ya voy.

***

Me senté en el mismo poyo de la vez anterior. Los rayos de la luna espejeaban en los azulejos y los cuellos de cisne lucían espectral verdor. Ni un susurro, ni un crujido. Sólo los siseos y ásperas notas de una lechuza rompían el silencio. La mente me daba vueltas y unas ideas cada vez más precisas dialogaban conmigo mismo, forzándome a responderlas entre dientes. Poco a poco, mi cerebro pareció dividirse, alejarse, salir de mí. Hechos hasta entonces desconocidos, sentimientos que me eran ajenos, voces extrañas que zumbaban en el fondo de mis oídos. ¿Sería Mohámed? Por si acaso, hablé. Después de todo, para eso estaba allí.

- Vicente no ha podido venir. Está enfermo, en cama. Me ha pedido que te lo dijera.

El silencio se había vuelto cálido. El aire en torno mío parecía contraerse y dilatarse al ritmo de una pausada respiración. Proseguí:

- Ya va mejor. Seguro que se curará pronto. Pero no se tranquilizará si no le aseguro que te he visto. Dame una señal.

Mi mente empezó a llenarse de datos e historias, como el día de Vicentín. Sólo que esta vez nadie me traducía: era yo quien las almacenaba -o las creaba- en la mente.

- Luché a las órdenes del Mizzián en muchas tierras, que a mí nada decían, pero que tú conocerás como español: Asturias, Levante, el Ebro, Cataluña. En ocasiones, cambié las alpargatas de esparto y las polainas por las botas de montar, y el tarbuch, por el turbante de parada. Así integré, como lancero, la guardia de honor que formó frente a este palacio el día que lo visitó el ya coronel Mizzián, para honrar a los áscaris que yacían en su cementerio o penaban en las camas del hospital. A esa ocasión corresponde la fotografía que habéis visto colgada, en un pasillo del orfanato en que se ha convertido este lugar, sagrado por la sangre y la muerte de tantos y tantos creyentes. ¡Quién iba a decirme a mí que, poco después, sería uno de los hospitalizados! Fue en el Ebro. Una granada de obús estalló a poca distancia y llenó de metralla todo mi cuerpo. Sobreviví, aunque terriblemente desfigurado. ¡Así quiera Allah devolverme mi rostro en el paraíso! El Mizzián dio expresamente la orden, tan pronto estuve convaleciente, de que me trasladasen a Las Salinas, tras haber prendido de mi uniforme la Medalla Militar y ordenado que cosieran en mi tarbuch los galones de sargento. Aquí vine y aquí me he quedado. ¿A dónde voy a ir con esta horrible cara, a la que haría ascos el propio Satán? Mis hermanos partieron, pero yo no me he atrevido aún a hacerlo. Aquí vivo, solo, pastoreando mis recuerdos, vuelto a mi prístina dedicación de cuenta-cuentos, para mí y para los espíritus que quieran venir a escucharlos. Sólo mi general sabe dónde estoy: él permitió que me quedara y ha ordenado que pasen mi paga a la familia que dejé en Marruecos.

- Y supongo que también lo sabe Vicentín…

- Ese niño, ese niño... Es un espíritu puro, tocado por el dedo de Allah. Durante todos estos años, nadie me ha visto, nadie me ha entendido, sino él. Su bondad me mira a los ojos, taladrando mi deformidad y llegando al fondo de mi alma. Sus oídos entienden todas mis palabras y mis silencios, sin barrera de idioma ni de raza. Es como el hijo que nunca podré tener, o la palmera que anuncia el agua fresca del oasis. Escúchame, tú, aunque infiel e indigno de su contacto. Él me ha dicho que lo quieres y eres su apoyo en la adversidad. Fiado de eso, me he revelado a ti, por él. Sé fuerte y trátalo como a un hermano. Este lugar es un nido de víboras, un hato de corderos al cuidado de lobos. Estad juntos y unidos. Y, donde tú no puedas llegar, sabe que allí y entonces actuaré yo.

***
La revelación de aquella noche me unió más, si cabe, a mi pequeño amigo, quien curó a ojos vistas, tan pronto le resumí cuanto había aprendido. También él pareció reasegurado respecto de mí, en vista de la confianza y el encargo que Mohámed me había dispensado. Lo resumió de una forma tan precisa, que aún me parece estar oyéndole:

- Toño, ¿qué crees tú que será un espíritu puro?

- Pues algo así como un ángel. Eso creo haberle oído decir al padre Javier.

- Entonces, Mojamé está equivocado. Yo soy un niño corriente. Tú sí que eres un ángel de la guarda. El mío.


4. La tragedia.

Por San Fernando, Vicentín estaba ya curado, salvo una persistente tosecilla mañanera. La fiesta del Rey-Santo se celebró por todo lo alto, con misa mayor, desayuno de chocolate y churros, concentración en la explanada, discursos patrióticos, desfile y visita de familiares. Como es natural, nadie de mi familia pudo venir desde Villalón a encontrarse conmigo. Vicentín también estaba solo. Ahora me percato de que nunca llegamos a hablar de sus parientes. Allí dábamos por supuesto que todos éramos hijos de la muerte –casi como los legionarios- y que había cosas que era mejor no comentar. Le eché el brazo por los hombros y paseamos hasta alejarnos de los ruidosos corrillos de los afortunados. Rumiábamos nuestros recuerdos.

Junto a la cerca de alambre espinoso que delimitaba el terreno del Hogar, los pies de mi amigo estuvieron a punto de enredarse con un objeto brillante, disimulado junto a un vivar. Un conejillo tenía una pata pillada en el cepo y nos miraba con ojos aterrados. En un santiamén, Vicentín alzó la trampa con la ayuda de un palitroque. El roedor, tras un momento de aposentada libertad, se perdió fulminantemente en el agujero de la madriguera. Yo protesté:

- ¿Por qué has hecho eso? Como se entere Matías, lo vamos a pasar mal.

- ¡Bah! También San Fernando rompió las cadenas del Guadalquivir.

- ¡Mira tú con lo que te has ido a quedar!

Esa misma noche, en el dormitorio, hablamos de ir a visitar al moro. Sería un día de éstos, pues vigilaba el susodicho y no era cosa de tentar a la Providencia. Me acuerdo que comenté:

- Estoy molido de todo el día. Voy a caer en la cama como una piedra.

Vicentín no respondió. Para mí que maquinaba algo, o tenía algún presentimiento. Sólo me sonrió y cerró los ojos.

***
De lo siguiente que me acuerdo es de un pequeño túmulo forrado de blanco, con el cuerpo de Vicentín en lo alto, y el comedor convertido en capilla mayor, con profesores y compañeros asistiendo a una misa en silencio absoluto. Tengo el pálido eco del cura, D. Javier, diciendo algo de angelitos al cielo, y de mí mismo, haciendo esfuerzos por no mirar el cadáver de mi amigo, desviando la atención hacia los bodegones frutales de los muros y las copas de los pinos que, a través de las ventanas abiertas, se asomaban respetuosamente a la ceremonia.

Terminó la función, que se me hizo eterna. Taparon el féretro y lo sacaron a hombros cuatro profesores. Pendían de él varias cintas blancas, que entregaron a compañeros de clase de Vicentín. Algo muy dentro de mí me impulsó a salir del banco, adelantarme y, de manera suave pero firme, tomé el extremo de una de las cintas retirando a su inicial portador, y acompañé así el ataúd hasta la puerta principal de la verja, donde lo cargaron en un carro de los de servicio del Hogar, camino –supuse- del cementerio de Medina.

- Pero, ¿cómo murió Vicentín?, preguntó Enrique, el ciego, mientras nuestro relator hacía una larga pausa para beber agua y reposar la voz.

- A eso vamos, pero déjeme que ponga un poco de misterio en el cuento, como Mohámed y sus antecesores hubiesen hecho.

- Si esto es sólo un cuento, me marcho –amenacé jocosamente, haciendo ademán de levantarme del sillón-. Son cerca de las doce.

- Aquí, ahora, no se retiene a nadie –replicó Antonio, con afectada severidad-; no es como en otro tiempo.

Se hizo el silencio. El villalonés dio un último sorbo al botellín de agua y prosiguió.

***
Donde las noticias fallan, los rumores vuelan. Nadie de autoridad nos dijo nunca cómo había muerto Vicentín, pero no pasaron ni veinticuatro horas sin que todo el colegio estuviera enterado de que se había caído por las escaleras, durante la noche. A partir de ahí, todo eran bulos o conjeturas: que si estaba sonámbulo; que si cayó por el hueco de la escalera, o sólo rodó hasta un descansillo inferior; que si había sido a la altura del primero o del segundo piso. Quien decía haber oído gritos o golpes; quien había visto sangre en los escalones. Había conciliábulos de profesores y comentaban que había estado el Juez de Medina, y hasta la Guardia Civil. Yo maldecía mi sueño pesado de aquella noche, pero tenía muy claras dos cosas: Vicentín peregrinaba sonámbulo sólo por la planta baja y ese día aciago estaba de vigilante Matías.

Y hablando del rey de Roma, he aquí que la misma tarde del entierro, me di de manos a boca con el perverso guardián, trajeado y compungido para la circunstancia. Me miró fijamente, como con ánimo de decirme algo, tal vez, de darme el pésame. Yo, de forma impensada pero maliciosa, llevé mis manos a las orejas e hice ademán de alargarlas en el aire, adoptando la forma y dimensiones de las de un conejo. Matías quedó lívido, crispó las manos y sus ojos, habitualmente hundidos, parecieron salirse de las órbitas. Por un momento, estuvo tentado de arrojarse contra mí, pero se contuvo. Dio la vuelta y, pausadamente, tomó el camino del huerto. Los dos habíamos comprendido. La cuestión era quién golpearía primero.

***
Me era imposible conciliar el sueño. El rostro desencajado del criminal no se borraba de mi mente. Cierto: ignoraba el cómo y, en parte, el dónde, pero no tenía duda del quién y de su porqué. Por un miserable pequeño conejo, Matías había acabado con la vida de Vicentín. O tal vez, éste había caído tratando de huir o de resistirse: ¿qué más daba? El vigilante era, en mi concepto de niño, un asesino y no tardaría en venir por mí, tratando de evitar que lo delatara.

Me parecía haber oído las tres en el carillón del reloj del gran vestíbulo. No pude aguantar más. Tenía un amigo en la casa, aunque era dudoso que pudiera salvarme. El sudor empapaba mi ropa. Salté de la cama y, lo más sigilosamente que pude, tomé la senda del moro. En la manga izquierda de la camisa del pijama, a duras penas contenido por la mano, portaba el cuchillo que había sustraído en el comedor, durante la cena.

Los pies, de puntillas, casi no tocaban el suelo, volando por sobre las grandes baldosas del pasillo. Ni una sombra, ni un ruido. Llegué a la zona de balneario y me senté, jadeante, en nuestro banco de la paciencia. La oscuridad era absoluta aquella noche y un aire, cálido y húmedo, presagiaba tormenta. Me sorprendí a mí mismo susurrando Mohámed; y, nuevamente, Mohámed. Nada; ni un roce, ni un chasquido. Sentía ganas de llorar: ¡tanto pensar y arriesgar, para encontrarme desamparado y solo! Me puse en pie, de puro nervio, y caminé sin rumbo por ruinosas dependencias que, una tras otra, abrían sus fauces, horras de puertas. El suelo era irregular y arañaba como lija mis pies desnudos. A lo lejos, sobre una losa de mármol que pudo servir para masajes, divisé lo que me pareció un montón de ropa. Me acerqué y descubrí el uniforme completo del áscari, tal y como yo lo recordaba de la fotografía del corredor: camisa, pantalón y guerrera de un tono indefinible en aquella oscuridad, con las condecoraciones prendidas, como campanillas tintineantes, como chispas de luz; botas de montar; faja oscura; bolsa de costado de repujado cuero; correaje de fantasía con cartucheras; gorro de fieltro con la insignia de los fusiles cruzados con bayoneta calada y la luna de Ramadán; y, encima de todo, resaltando en la mortecina penumbra, un deslumbrante alquicel blanco, con ribetes seguramente azules. Todo ello, perfectamente apilado, con el esmero de quien lo ama y está presto para usarlo en una gran ocasión. A la vera de las prendas, una hermosa gumía envainada, corva como la calumnia. Al pie de la losa, un mosquetón, que apenas resaltaba del oscuro entorno. De pronto, cruzó por mi mente la idea fatal: Mohámed se marcha; ya ha cumplido su tarea; ya no tiene a nadie que cuidar; vuelve a su tierra. ¿Quién soy yo para que se interese por mí, para pedirle algo?

Como si un sonido grave y sordo martillease en mi cerebro, palabras de procedencia incierta, pero de fuera de mí, formaron frases y su sentido abrió imágenes, claras y fugaces, que me dieron a entender lo acertado de mi intuición.

- He tenido un sueño. Mi padre había muerto y, desde el paraíso, me echaba en cara la cobardía de mi actitud. Yo, el soldado vocacional, el guerrero feroz, el salvador del Mizzián, escondido de por vida en tierra de infieles, llorando como una damisela por la belleza perdida; ocultando el honroso signo de mi valor; comiendo de lo que echan a los cerdos y durmiendo en antros que las alimañas rechazarían. ¡Pero yo soy un hombre, un áscari! Mis heridas lo pregonan y mis insignias lo acreditan. Vuelvo, pues, a África, a mi pueblo y con mi gente. Sólo lamento dejar a ese ángel de cabello del color del trigo, a quien no sé si he sabido dar ayuda y enseñado a olvidar el temor. ¿Cómo es que vienes tú solo? No tengo todo el tiempo del mundo para despedirme. Por más que... que..., tal vez sea mejor que tú me despidas de él.

Con voz entrecortada y sin miedo de que otros me oyeran, lancé sobre él la terrible noticia:

- Vicentín ha muerto. ¡Qué digo!, lo han matado. Y todo por un conejo. Tú le infundiste valor; tú le hiciste creer que serías su escudo y protector. Lo enterraron hoy. ¡Y yo que venía a pedirte ayuda frente a su asesino! Pero es ya la hora de las tinieblas (el padre Javier hablaba por mi boca) y los criminales enseñorearán la tierra.

El tiempo y nuestro mundo parecieron detenerse por un momento. Tal vez fue el soplo veloz del viento que traía la tormenta, pero yo lo entendí como un grito, hondo y desgarrado:

- ¿Quién? ¿Quién?

- ¡Matías!, exclamé.

Y, como si hubiese sido impelido por el fragor del trueno, eché a correr despavorido, sin sentir, sin pensar, sin temer, hasta dar con mi cuerpo en la cama, manchándola con el polvo sanguinolento de las plantas de mis pies.


5. La venganza.

Fue una noche horrible. La tormenta rugía al otro lado de los grandes ventanales de esquina, fragorosa y torrencial. De madrugada, calmadas las fuerzas naturales y vencido del cansancio, me quedé traspuesto. Cuando vinieron a despertarnos, habían pasado con creces las siete de la mañana y no fue precisamente Matías quien lo hizo, con sus berridos y zurriagazos. Las horas transcurrieron, tan monótonas y soporíferas como de costumbre en aquella época de primeros calores, que preludiaban el verano. El recreo resultó algo más entretenido para los pequeños, ante la catástrofe en miniatura de ramas rotas y setos caídos. Algunos charcos competían en extensión con el estrecho estanque ornamental frente a la fachada del Hogar y los más pequeños chapoteaban con deleite en ellos, sin tan siquiera prescindir de sandalias y alpargatas.

Un pequeño revuelo, a la hora de la comida, nos puso sobre aviso de que algo pudiera estar pasando, fuera de lo normal. Escudriñaba las mesas de profesores y auxiliares y me alegraba que Matías siguiera sin dar señales de vida. A la caída de la tarde, se organizó una pequeña expedición de búsqueda por el terreno del colegio y sus alrededores. No era fácil la tarea, pero los espontáneos abundaban, una vez que se había dado la voz de alarma. Creo que fue Ildefonso, el jardinero, quien encontró en una de las albercas de los manantiales el cuerpo del desaparecido Matías.

No quiero engañarles, ni engañarme. Muchas veces he creído recordar que vi con mis propios ojos lo que voy a narrar y otras tantas tuve que reconocer que las palabras ajenas crearon mis propias imágenes. Pero es el hecho que, cuando franquearon totalmente la entrada de aquel pozo y sacaron, con cuerdas y a lazo, el cadáver del ahogado, éste aún cerraba firmemente su mano derecha en torno de un objeto brillante y polícromo, que presuntamente habría arrancado a su ejecutor mientras éste lo tiraba al agua. Nadie me ha dicho nunca de qué se trataba, pero al regresar aquí, después de tantos años, vencida la repugnancia de hacerlo, por el tiempo y la mudanza; al volver, digo, he descubierto por fin de qué se trataba. Y, con ello, he comprendido el enigma que hasta ahora fui incapaz de descifrar: la existencia verdadera de Mohámed el Usruti, el guerrero, el contador de historias, el amigo, el justiciero… Vengan, vengan conmigo.

Tomó del brazo a Enrique y yo lo seguí, hasta una de las vitrinas que la luz de la recepción del hotel hacía bien visibles. Señaló un pequeño trozo de metal y tela roja, en que apenas resaltaban unos esmaltes de contorno impreciso, que compartía su humilde última morada con una ajada novena a la Virgen de la Salud y un vale por diez baños de asiento y dos masajes, de 1934. De pronto, Antonio recordó que su auditorio lo formábamos un ciego de la vista y otro del entendimiento. Se disculpó y dijo:

- Perdonen. Se trata de una cruz roja al mérito militar.

Y, luego, como si fuera necesario aclarárnoslo, como si resultase el corolario irrefutable a toda su historia, agregó:

- Mohámed la llevaba prendida de la guerrera aquella noche.

NOTAS:
(1) En lo que sigue, me aparto un poco del léxico y construcción del bueno de Antonio, para acoger, en aras de la verdad histórica, el Decreto de 23 de noviembre de 1940 y disposiciones que lo desarrollaron y reformaron. Aunque, como diría el otro, una cosa es la ley y otra la jurisprudencia.
(2) En esto, aunque pueda parecer un cuento, coincide Antonio con estudios de historiadores. Así, Pedro María Egea Bruno, Los huérfanos de la revolución y la guerra. Una institución franquista en la Cartagena posbélica, en Cuadernos de Historia Contemporánea, nº 18, Universidad Complutense, Madrid, 1996, página 125.
(3) Gorro rojo de fieltro, tronco-cónico, con que habitualmente se cubría la tropa de los tabores de Regulares en la época a que Antonio se refería.

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