sábado, 9 de marzo de 2024

EL VENGADOR DE DON JUAN DE AUSTRIA. PRIMERA PARTE: LA SOMBRA DE ESCOBEDO

 


El vengador de Don Juan de Austria

Primera parte: La sombra de Escobedo

Por Federico Bello Landrove

 

          ¿Fue asesinado Don Juan de Austria como lo fue su secretario, Juan de Escobedo? Esa convicción acabará por atenazar al protagonista de este relato de gran connotación histórica, hasta el punto de llevar a cabo una singular venganza contra el rey, Felipe II. Dividida en dos partes por razón de su extensión, esta primera sección narrativa alcanza hasta el momento en que nuestro biografiado llega a la certeza de que el héroe de Lepanto fue víctima de un abyecto crimen.

 

Don Juan de Austria

 

1.      De cómo y por qué me convertí en servidor de Don Juan de Austria


     Se da por cierto que el linaje de los Galarza procede de tierras guipuzcoanas, pero las gentes de ese apellido que yo conocí en mis años mozos estaban avecindadas en la Tierra de Campos[1] desde tiempo inmemorial. Yo mismo, Diego Martín de Galarza, nací en Villabrágima en el año del señor de mil quinientos treinta y dos, en el seno de una familia de campesinos acomodados, dueños de sus tierras, siendo mi madre portadora del citado apellido acreditativo de hidalguía vascongada. A poco de nacer yo, falleció mi padre, dejando a su viuda la dulce carga de dos hijos -mi hermana menor y yo mismo- y la pesada de llevar o dirigir la hacienda familiar, que no era pequeña ni concentrada, pues comprendía numerosos fundos y varias casas, entre Medina de Rioseco y Urueña. Felizmente para ella, mi madre tenía varios hermanos expertos en el mundo de las leyes y de la economía, que se avinieron de buen grado y generosamente a ayudarla. Los buenos conocedores de la historia de esos tiempos saben bien los nombres y acciones de varios de ellos, por más que su vocación y destino llevaran a algunos a tierras de las Indias, en concreto, a las de Nueva Granada[2], donde mi tío, Juan López de Galarza, ejerció la profesión de oidor de su Audiencia[3], y su hermano Andrés la de contador y tesorero de la Real Hacienda, así como de alcalde de Santa Fe de Bogotá y de Tunja[4]. Uno y otro ya han fallecido en el momento de escribir yo estas páginas, como también pasó a mejor vida su hermano Beltrán, el más famoso de aquella generación[5], tal vez por no haberse transterrado a ultramar, pasando en España todas las bonanzas y las tormentas que la magistratura y la alta política hubieron de reservarle hasta su muerte, acaecida en Dueñas, cuando todavía no lo hacía presagiar su buena edad.

     Recuerdo con aprecio y respeto la memoria de este mi señor tío, por cuanto orientó y apoyó mis primeros pasos en el mundo de las leyes, tras convencer a mi madre de que, en el futuro, le valdría más para gobernar su hacienda un hijo experto en pleitos y transacciones, que no un labriego que pasara sus días abonando las tierras y encalleciendo sus manos sobre la esteva del arado. Mi mente era despierta y dinero teníamos bastante para darme carrera, aunque no nos sobrara. Cursé Leyes en la universidad de Valladolid y a los veintidós años me encontré en la tesitura de regresar a la labranza, aunque con el honroso título de licenciado, o bien seguir alguna de las lucrativas profesiones en las que mi hidalguía y estudios podrían abrirme camino. Mi madre y yo, de consuno, pedimos consejo al tío Beltrán quien -avecindado a la sazón en Valladolid, oidor de su Real Chancillería y consejero de la Suprema[6]- tenía buen conocimiento e influencias en el ámbito de los cargos y oficios vacantes de la zona. Y, tras meditar durante unos momentos la respuesta, tuvo a bien aconsejarnos:

-          No recomendaría yo que nuestro Diego abandonase familia y tierras para ir a probar fortuna lejos de aquí, pero sí juzgo prudente, y lo mejor para todos, que, sin abandonar a madre y hermana, ejerza una profesión lucrativa y de prestigio social. Dejadme que haga averiguaciones sobre los cargos vacantes y -eso sí- preparaos a sangrar vuestra bolsa, pues los buenos oficios públicos se venden muy caros por estas tierras.

     Dos meses después, el tío Beltrán nos avisó por carta de que había quedado vacante, por retiro de su anterior titular, el cargo de escribano del número[7] de Villagarcía de Campos -a legua y media de Villabrágima-, siendo probable que la compra se rematase en unos mil ducados[8]. Mi familiar consideraba la oportunidad muy favorable, habida cuenta de que la citada villa estaba adquiriendo una notable pujanza en manos de su actual señor, Don Luis de Quijada[9], y más, desde el momento en que Don Luis se había casado pocos años antes con una señora de rica y linajuda familia[10] y que, por aquellos días, un tanto cargado de años y de deberes, había logrado del Emperador que, aun sin exonerarlo del todo de los mismos, le permitiera retirarse temporalmente a su señorío villagarciense. La carta ponderaba las posibilidades de enriquecimiento de la susodicha escribanía, aun cumpliendo escrupulosamente con los deberes de honradez e imparcialidad propios del cargo, y concluía con el siguiente consejo:

     … Y, para empezar con buen pie en el recto camino, bueno sería que os desprendieseis de las tierras, juros[11] y demás intereses que tengáis en el citado municipio, invirtiendo el precio obtenido en la compra del oficio, que me dicen andará por los mil y doscientos ducados.

Ruinas del castillo de Villagarcía de Campos

     Así se hizo, en efecto, mas, comoquiera que nuestros bienes en Villagarcía no fuesen muchos y precisáramos por entonces de numerario para cubrir la dote de mi hermana casadera, tío Beltrán convino con mi madre en adelantarnos la mitad de la suma precisa, con la garantía de nuestras tierras en Valverde de Campos y Castromonte y mi compromiso de ir reintegrándole lo adelantado con los futuros beneficios de mi oficio. Para mi bien y el de mi madre, todo ello quedó en agua de borrajas, al fallecer a poco mi tío soltero y liberarnos en su testamento de las garantías y reintegro por cuanto aún le debíamos. 

***

     Así pues, a comienzos del año 1545, contando apenas veintitrés años de edad, me hallé iniciando el ejercicio de escribano único de Villagarcía de Campos. Dos deberes me había impuesto mi tío, Don Beltrán, si quería entrar con buen pie en mi oficio, a edad tan temprana y sin experiencia:

-          Sea el primero, el de servirte de aquellos oficiales o ayudantes que hubiesen trabajado para el anterior escribano, que este te recomiende como honrados y trabajadores. Tiempo habrá para que escojas tú más adelante otros de tu propia conveniencia y aprecio. Y lo segundo, preséntate al Señor de Villagarcía, tan pronto hayas tomado posesión de tu cargo, y ponte a su disposición, eficaz y gratuitamente, para cuanto desee y toque a las competencias propias de tu oficio.

     Me faltó tiempo para cumplir con los sabios consejos de mi pariente, y a fe que, en lo tocante a cumplimentar a Don Luis de Quijada, tuve una grata sorpresa, cuando el Señor, habiendo escuchado mi nombre, aventuró con acierto:

-          Galarza, y de Villabrágima. Estoy por asegurar que has de ser pariente de mi escudero y fiel servidor, Juan Galarza[12]. Si así fuere, no tendrás para esta casa una mejor carta de presentación.

     No me fue posible, por el momento, corroborar la hipótesis, pues el tal escudero se hallaba a la sazón en Valladolid, acompañando a Doña Magdalena -esposa de Don Luis- y a un niño que acababa de ponerse a su cuidado; pero mi madre, haciendo memoria y atando cabos, me apuntó:

-          Sin duda ha de tratarse de un primo nuestro lejano, que hace muchos años entró al servicio de la casa de Quijada, y del que apenas había vuelto a saber. Seguramente se habrá pasado la vida en otros países, siguiendo a su amo, hasta que este ha contraído matrimonio y parece que se haya decidido a residir en sus tierras.  

     En efecto, mis lazos familiares con el escudero quedaron palmarios, tan pronto regresó este de Valladolid y le informaron de mi presencia en Villagarcía. Se presentó en la escribanía y tuvimos una muy grata conversación, en el curso de la cual me demostró su simpatía y narró a grandes rasgos los servicios y hazañas que le habían granjeado el título de escudero real. Concluyó nuestra entrevista con su ofrecimiento de que le devolviese la visita en el castillo señorial[13]. Tal cosa hice muy gustoso, tan pronto recibí aviso de mi pariente, con la oportuna licencia de sus señores. Estos me agasajaron con harta generosidad, aunque pronto excusaron su presencia, delegando en Juan Galarza la fineza de mostrarme lo más noble y público de aquel severo caserón -más propio de épocas guerreras, que del tiempo presente-, el cual ahora empezaba a tomar las trazas de un verdadero hogar, al haberse acogido al mismo su castellano, con licencia del mismísimo Emperador, y notarse la mano delicada y sabia de su esposa, mejorando y gobernando la mansión. Así se lo comenté yo a Juan, que no excusó explicaciones ni loas a Doña Magdalena:

-          Nada mejor ha podido suceder a mi señor, ya en edad madura, que encontrar a una mujer, joven y linajuda, que es la mayor joya de su casa. Felizmente para ambos, ha consentido el Emperador en dar permiso a Don Luis para que resignase, al menos temporalmente, su mayordomía y fijase la residencia en su señorío para disfrutar de su matrimonio y cuidar de sus tierras. Y, por si fuera poco tal beneficio, ha querido Dios que el matrimonio no haya sido bendecido hasta ahora con descendencia propia, pero sí con la llegada de un chiquillo, avispado y revoltoso, que ni llovido del cielo.

-          Supongo, primo -objeté-, que tal procedencia celestial será solo una manera fina de hablar… En mi trabajo se escuchan, quieras que no, muchas habladurías, siendo coincidentes las más en que bien pudiera ser ese simpático arrapiezo hijo de Don Luis, habido de alguna dama durante su prolongada soltería.

     Ignoro si la respuesta del escudero fue sincera, o mero fruto del secreto que en lo tocante al caso a su amo debía. Lo cierto es que me replicó:

-          Lo único de cierto que tienen esos rumores es que el niño es tan bien querido de mis señores, que no podría serlo más, si fuera de la sangre de ambos. El chiquillo, al que llamamos Jeromín, por ser Jerónimo su gracia, también parece hallarse en esta su nueva casa como en la gloria[14]. Por razón de edad y de sexo, tiene para Don Luis más respeto que cariño, pero a Doña Magdalena, aunque tiene indicado que la llame tía, la quiere y mima como si fuera su madre, siguiendo en todo sus enseñanzas.

     Era ya media tarde y nos hallábamos en el patio del castillo, cuando apareció repentinamente ante nosotros un niño como de siete u ocho años, menudo y rubio que, sin cuidarse de mi presencia, se dirigió a mi interlocutor y dijo:

-          Juan, ya es la hora de la clase. ¿También hoy la daremos con espadas de madera?

     Dijo esto último con tal dejo de desprecio, que Galarza no pudo menos de echarse a reír. Sin responderle aún, puso su mano sobre la cabeza del pequeño y me presentó a él:

-          Jeromín, este joven es un primo mío que, en lugar de espada de acero o de madera, maneja la péñola de ganso o de cisne con tanta habilidad como tu maestro, Don Guillén[15].

     El niño, en sabiendo el tipo de arma en que era experto, pareció perder todo interés por mí. Con todo, tomé su mano, que estreché con la mía, dedicándole una facecia que me recordaría luego muchas veces, como una de las mayores verdades que en su vida le habían enseñado:

-          No desdeñes las plumas, Jeromín, que tanto valen para remontarse hasta el cielo, cuanto para herir más agudo que el filo de la espada.

***

     Durante poco más de dos años, fui adquiriendo soltura -y razonables beneficios económicos- en mi profesión, por más que la demarcación de Villagarcía no fuera muy pródiga en asuntos, ni en compensaciones dinerarias. Obvio es señalar que mis principales clientes eran los Señores de la villa, tanto por la abundancia de sus bienes, cuanto por el hecho de que estaban decididos a realizar en sus casas y tierras mejoras y novedades sin cuento. Mi buen primo Juan lo resumía a su modo:

-          Don Luis, cuya vida ha sido un constante ir y venir tras del Emperador, está con su señorío como chiquillo con zapatos nuevos. Quiera Dios concederme aún tiempo bastante para acrecer y hermosear el legado de mis mayores, dice. Y, en lo tocante a Doña Magdalena, reducida por su matrimonio a residir entre Villagarcía y Valladolid, no es extraño que secunde las ambiciones de su marido, pese a la tristeza de no tener hijos que un día pudieran heredar sus títulos y posesiones.

-          Tal vez, Jeromín… -apuntaba yo-. No me extrañaría que, de un modo u otro, acabasen prohijándolo.

     El escudero se encogía de hombros:

-          No te negaré -me respondía- que ese chiquillo sea la alegría de la casa, pero hasta ahora nada hace presagiar que le vayan a integrar por derecho en la familia.

     El hecho es que, de tanto consultarme y usar de mis servicios como escribano, acabé por convertirme en algo no muy lejano de administrador de los bienes de los Quijada o, cuando menos, de consejero de sus transacciones. Ello me permitió frecuentar su casa y alcanzar una confianza con ellos muy superior a lo que hacía presagiar la diferencia de edad y de posición. Mas esta relación tan constante quedó bruscamente interrumpida cuando el Emperador, retirado en el monasterio Yuste tras su abdicación, llamó junto a él a Don Luis para que lo acompañara mientras viviese. Acudió el Señor allá, acompañado de su esposa y -cosa bastante llamativa- del niño Jeromín, alojándose -según entendí- en la aldea de Cuacos, distante menos de media legua del monasterio. También siguió a Don Luis su escudero, mi primo Juan Galarza, con lo que quedé yo en Villagarcía ayuno de noticias, salvo alguna visita esporádica de Doña Magdalena o de Juan, que aprovechaban para hacerme algunos encargos propios de mi oficio. Y así se estuvieron las cosas hasta que el Emperador entregó su alma a Dios, el día de San Mateo del año de 1558[16]. Poco imaginaba yo que el subsiguiente regreso de los Señores y su comitiva a Villagarcía habría de durar tan poco y finar de manera tan sorprendente, que rozaba lo maravilloso.

     Con todo, para mí aquellos breves días fueron dulces e inolvidables pues, con mi frecuente presencia en el castillo de Villagarcía, trabé conocimiento y afecto con una de las doncellas de Doña Magdalena, que no la había acompañado en su estancia extremeña. Aprovechando una de las ocasiones en que la Señora retornó a palacio para comprobar cómo iban las cosas en el mismo, aprovechamos Cecilia y yo para comunicarle nuestro deseo de contraer matrimonio y recabar su venia para ello. Ella, siempre generosa y atenta al buen futuro de sus servidores, dio en seguida su consentimiento, dotó liberalmente a su doncella y quiso estar presente en la ceremonia religiosa, que se celebró en la parroquial de San Pedro de la villa villagarciense. Hermosos augurios de un casamiento que, para mi desgracia, no tuvieron ni un mínimo cumplimiento, toda vez que mi esposa falleció de sobreparto en la primavera del año del Señor de 1558, sin dejarme tan siquiera el consuelo de la sobrevivencia de nuestra hija, que nació muerta, al decir de la partera que ayudó en tan triste trance, sin que hubiese habido tiempo de hacer venir a algún médico de Medina de Rioseco, toda vez que el galeno de los señores se encontraba a su vera en Cuacos, por si ellos precisaban de sus servicios.

Doña Magdalena de Ulloa

***

     En llegado a este punto, quiero hacer un extenso inciso, con omisión de aquellos hechos que, sobre no venir al caso de cuanto quiero referir, son conocidos por cuantos están al tanto de la general historia de estos reinos. Me refiero -claro está- a la pública manifestación por Don Felipe II, al año siguiente, de la filiación imperial del pequeño Jeromín, quien sería conocido en lo sucesivo como Don Juan de Austria, y la consiguiente promoción efectiva de Don Luis de Quijada al cargo de ayo de Su Excelencia, dado que este apenas contaba a la sazón con doce años. Cumplió Don Luis con el encargo tan a la satisfacción del rey, que fue ascendiendo en la escala de la Corte, ostentando, simultánea o sucesivamente, los puestos de caballerizo mayor del príncipe heredero, Don Carlos; consejero de los Consejos de Estado y de Guerra; comendador del Moral de la Orden de Calatrava, y presidente del Consejo de Indias[17]. El desempeño de tan magnos oficios obligó al Señor de Villagarcía a trasladar su residencia a la villa de Valladolid[18], donde la familia ya contaba con una casa palaciega, y más tarde a Madrid, donde el rey decidió establecer la capital de sus reinos y Consejos poco después[19]. Doña Magdalena, en un principio, siguió a su marido a Valladolid, pero, conforme Don Juan fue haciéndose mayor y Don Luis más ocupado en las cosas de la política en Madrid, empezó a pasar largas temporadas en Villagarcía, donde -aunque me esté mal el decirlo- me convertí en uno de sus más asiduos consejeros y conversadores. Pienso yo que no era mérito por mi parte, sino que la Señora precisaba de un buen conocedor de la administración y tráfico de la hacienda, y me tenía ley por mi dolorosa soledad, que había decidido en mi fuero interno no mudar en lo porvenir, tomando nueva mujer. También nos unía nuestro acendrado cristianismo, que ambos vivíamos mucho más de corazón y de obra, que no por prácticas externas y beatas devociones. Fueron aquellos los momentos en que descubrí hasta qué punto aquella santa mujer se sentía ligada a la orden religiosa fundada por San Ignacio, conocida en el día como de los jesuitas. Creo que tomaría conocimiento de ellos en Valladolid, donde es sabido que han tenido casa y fama de antiguo[20], pero los padres, a petición de Doña Magdalena -o para no dejar de cultivar su extrema generosidad para con ellos[21]- empezaron a visitarla en Villagarcía, teniendo para mí que ya entonces empezaran a imaginar la erección en la villa del gran convento y noviciado de San Luis, que recientemente ha sido consagrado[22]. Mal que algunas veces me pese, en nada favorecí ni desaconsejé tal longanimidad, sino que me limité a obedecer en todo las órdenes de mi señora, procurando superar obstáculos y moderar abusos; con todo lo cual, obtuve siempre de ella -y, por reflejo, de su esposo, mientras vivió[23]- la mayor confianza y liberalidad.

     No quiero pasar por alto -pues iba a tener efectos en lo que me enfrasqué más adelante- la novedad que se produjo en la vida de aquel castillo, ya un poco mi casa, cosa de diez años después de que finara el Emperador. Me refiero a la llegada en brazos de Doña Magdalena de una niña de apenas un mes, la cual sería criada en el castillo como si de una hija de la Señora se tratase[24]. Habiendo sido ya bautizada en el lugar de donde habría sido recogida, la pequeña recibió el nombre de Ana y fue la alegría de la casa y de la castellana durante unos siete años, cuando, bruscamente y por órdenes de quien podía darlas -en sibilina expresión de la dueña, Doña Francisca[25]-, fue bruscamente trasladada al monasterio de monjas agustinas de Madrigal[26], con el evidente designio de convertir con el tiempo el hospedaje en noviciado y profesión, como a la fecha ha sucedido[27]. ¡Triste destino el de Doña Magdalena de Ulloa, llamada a carecer de hijos propios y a perder los ajenos, cuidados por ella con tanto cariño y dedicación!

***

     Empezaba el año de gracia de 1570, en que yo cumplía los 38 de mi edad, en medio de notables novedades en mi trabajo y fortuna. Algunas ya se habían producido en años anteriores. Dos años atrás, falleció mi señora madre, de quienes fuimos herederos por igual mi hermana y yo, aunque hiciéramos partición y destino harto diferente del caudal relicto. Angustias, mi hermana, ya casada con un labrador acomodado y experto de San Cebrián de Mazote, se quedó con la mayor parte de las tierras, con la evidente intención de cultivarlas in situ y sacarles el mayor partido posible. Por mi parte, cada vez más lejos de la tradición agrícola de mis padres y abuelos, preferí yo adquirir el dinero, valores y bienes inmuebles fácilmente realizables, consiguiendo así hacerme con unos seis mil ducados en efectivo que, con la poderosa recomendación de Don Luis de Quijada y el no menor influjo de mi buen y honrado desempeño como escribano de Villagarcía, me permitieron comprar una de las plazas de escribanía del crimen en la Real Chancillería de Valladolid por 4.800 ducados, para lo que también afecté la venta de mi oficio de escribano villagarciense, que me rentó mil y quinientos. Siendo escribano y licenciado, no me fue difícil meter la cabeza en la prestigiosa universidad vallisoletana -que, como antes escribí, había sido mi alma mater-, como profesor ayudante y repetidor del catedrático de Vísperas de Leyes[28], doctor Guíaz, hombre ya mayor y atareado también con las labores de síndico de la Universidad[29]. Les refiero todo esto, no para darme importancia, sino para justificar la súbita llamada de mi señor, Don Luis, para que, abandonando mis ocupaciones, acudiese con urgencia a Madrid, donde él y su antiguo pupilo, Don Juan de Austria, podrían precisar de mis servicios.

     La obtención de una licencia para dejar vacante sin pérdida de derechos mi escribanía me llevó un tiempo, como también aguardar a que Doña Magdalena preparara un equipaje que yo habría de llevar a su marido quien, al parecer, se hallaba a punto de acompañar a Don Juan de Austria a la guerra de Granada[30]. En efecto, esa parecía ser la razón de que Don Luis me hubiera requerido, por más que fuera difícil ello de entender, toda vez que eran nulos mis conocimientos del arte y la vida militar. Lo cierto es que, cuando llegué a Madrid, a mediados de febrero de 1570, Don Juan de Austria y su séquito hacía un par de semanas que habían partido hacia Andalucía, sin dejar para mí orden ninguna, pese a lo cual, en bien de la palabra dada y del cumplimiento de la voluntad de Doña Magdalena, opté por seguir yo también para Granada, en compañía de uno de los varios convoyes de tropas y pertrechos que hacía allá se dirigían. Las nuevas que me recibieron al llegar fueron de lo más luctuoso: Mi señor, Don Luis, había fallecido el 25 de febrero, a resultas de las heridas inferidas por los rebeldes moriscos en la fallida toma de la fortaleza de Serón, una semana antes. Sus restos habían sido sepultados en el convento de los jerónimos de Baza, en espera de una definitiva decisión al respecto por parte de su esposa. ¡Triste fin para tan noble caballero, cuyos muchos años habrían hecho más razonable emplearlo como consejero, que no como vulgar asaltante de reductos!

     Don Juan, a la sazón capitán general de las tropas reales, tuvo a bien recibirme, a poco de llegar yo a Granada y hacerle saber de mi presencia. Aquel arrapiezo que se ejercitaba con espadas de madera, o aquel jovenzuelo menudo y ufano que visitaba de tiempo en tiempo a su tía Magdalena en Villagarcía, se había convertido en un joven vigoroso, decidido y cordial, que me acogió con afecto, asaeteándome a preguntas acerca de aquella -a quien acababa de escribir una misiva de condolencias, por la irreparable pérdida de su esposo-, así como sobre la niña Ana, lo que, aun sin palabras, me hizo suponer que pudiera tratarse de una hija suya. Sobre la muerte de Don Luis, se deshizo en críticas y lamentaciones, que dejaban bien a las claras la incomodidad de su situación, que no dejaba de ser la de general en jefe, pero que se veía supeditada en la práctica a las decisiones -muchas veces, incoherentes y hostiles- de los grandes, que deberían haber sido sus obedientes ejecutores, como el duque de Sessa, el marqués de Mondéjar y, muy en particular, el marqués de los Vélez, para quien tuvo sus invectivas más ácidas:

-          Es un necio engreído, que cree habérselas con truhanes desharrapados y no con hombres valientes, curtidos y desesperados. Él fue el responsable, con sus decisiones alocadas y peor resueltas, de que el bueno de Don Luis. olvidando su rango y edad, asaltara una sólida fortaleza al frente de los soldados. O poco he de poder, o esos caballeros enfrentados y sin disciplina han de obedecerme en adelante, sin el menor asomo de reticencia ni de cobardía. En otro caso, resignaré el mando, o yo también seguiré el fúnebre camino de la gloria, que me enseñó mi buen ayo, días atrás.

     Todo aquello estaba muy bien -tanto más, si Don Juan conseguía cumplirlo-, pero yo debía de tener otro cometido, para cuya ejecución el difunto Quijada me había mandado llamar. Don Juan de Austria, a duras penas, me lo pudo aclarar:

-          Muchos en este reino de Granada creían, y creen, que la rebelión morisca fue provocada por el rigor y exceso en imponerles las reglas de nuestra santa religión, prohibiéndoles muchas de sus prácticas y costumbres tradicionales, que bien poco mal causaban a la Corona. Y, entre los más denodados en tan desaforada imposición, hace años que se halla el presidente de la Chancillería, Pedro de Deza[31], en una parte, por su celo inquisitorial, en otra, por el punto de honor de que el tribunal que preside se sobrepusiera al poder militar de los capitanes generales. No nos sobran letrados para movernos en terreno de leguleyos, y Don Luis pensó en usía para que nos aconsejara en cuestiones de leyes.

-          Muy excesivo -repliqué- es el considerarme capacitado para enfrentarme a tan sabios jurisconsultos, sin conocer con precisión el terreno que piso, ni las normas que aquí resulten aplicables. No obstante, en recuerdo del finado y por respeto a Su Excelencia, estoy presto a hacer cuanto esté en mi mano por refrenar la prepotencia de la Chancillería, de la que algo conozco, a juzgar por la fuerza y el orgullo de la de Valladolid.

     Don Juan quedó satisfecho de mi respuesta y prosiguió:

-          Estoy convencido de que la marcha de la guerra nos sonreirá muy pronto y que, con ello, satisfaremos las inquietudes del rey[32] y procuraremos ser generosos con nuestros enemigos vencidos. Hay algo positivo, en cualquier caso, y es que la ciudad de Granada ha permanecido siempre en nuestro poder y muchos moriscos hay en ella que nos son sinceramente adictos. Tal vez pueda usía pulsar sus aspiraciones y ofrecimientos, en orden a proponerles, en nombre de la Corona y en el mío propio, aceptables condiciones de paz para ellos y para sus hermanos alzados en armas, a fin de que depongan las mismas sin tardanza.

-          Excelente consejo, señor -opiné-. Me pongo a ello desde este momento, contando con el favor y ayuda de Su Excelencia.

-          Los tendrás -afirmó Don Juan, utilizando de pronto el tuteo, costumbre que en adelante no eludiría conmigo-. Y no dejes de adoptar las oportunas providencias para que las pertenencias de Don Luis se envíen a Villagarcía, con la mayor brevedad y seguridad posibles.

Felipe II

***

     No me dolieron prendas para constituirme en el Albaicín y entrevistarme con dos de los moriscos más notables y ricos de Granada, cuñados entre sí, que respondían a los nombres de Lorenzo el Chapiz y Juan el Ferí[33]. Eran, sin duda, gentes pudientes, que residían en casas que bien merecían la consideración de palaciegas; todo ello, pese a sus quejas sobre la decadencia del negocio textil de la seda, al que habían venido dedicándose, y que -según ellos- había entrado en una imparable crisis, debida a leyes recientes que habían prohibido la exportación de las telas ya elaboradas, y cargado con fuertes impuestos su venta dentro de los reinos de España. Yo les repliqué cortésmente que las decisiones de Su Majestad eran, por ahora, inamovibles, pero que sí estaba en condiciones -por mandato y comisión de Don Juan de Austria- de negociar las condiciones de una posible rendición, siempre que esta fuera rápida y los moriscos granadinos fieles contribuyesen a conseguirla. Encontré en ellos la mejor voluntad pues no en vano la guerra duraba ya más de un año y eran casi ilusorias las posibilidades de que triunfaran Abén Humeya[34] y sus secuaces. Intercambiamos puntos de vista sobre la conveniencia de que, caso de rendición pactada, no se les obligase a abandonar su religión, ni a dejar de hacer uso de su lengua vernácula, ni de las vestiduras tradicionales -en especial, de las mujeres-. Así mismo, resultaba esencial que les fueran respetadas sus haciendas y casas, consintiendo que -al menos, los granadinos no alzados en armas- pudieran permanecer en la ciudad, sus barrios y alquerías.

     Mi señor, Don Juan de Austria, pese a las reticencias de la Chancillería y del arzobispo Guerrero[35], logró con tales promesas en el otoño de aquel mismo año de 1570 la rendición de la mayoría de los moriscos, cosa que anunció con gran alivio al rey, recomendándole usase con los vencidos de benevolencia, cuando menos, con quienes, en la misma ciudad de Granada, se habían mantenido fieles a la Corona. No fue Felipe II del mismo parecer de su hermanastro, ni siquiera en lo tocante a los moriscos que habían permanecido pacíficos, sino que, desautorizando los compromisos para favorecer la rendición, terminó por acordar la expulsión de todos los moriscos no convertidos del reino de Granada[36]. Bien es cierto que se les autorizaba para trasladarse a cualquier lugar de la Corona de Castilla, pero en forma dispersa y con la inevitable consecuencia de abandonar o malvender sus industrias, tierras y otras propiedades. Fue tal mi enfado y vergüenza, que me despedí incontinenti de Don Juan, con el pretexto de acudir junto a Doña Magdalena para cooperar en lo que ella decidiera acerca de los restos de su esposo. Y, en cuanto al Chapiz, el Ferí y demás moriscos con los que había intentado conciertos y trabado amistad, preferí ausentarme de Granada sin padecer la vergüenza de volver a verlos, burlados y a punto de salir para el exilio. Hubieron de pasar muchos años para que me reencontrara con alguno de ellos, como sabrá quien siguiere leyendo con atención estas páginas.

     Mi despedida de Don Juan resultó un tanto agridulce. Sentía él la satisfacción de haber cumplido eficaz y puntualmente el encargo militar del rey, pero, al propio tiempo, lamentaba la severidad del monarca, que tan desconsideradamente se portaba con súbditos fieles, despreciando, incluso, lo acordado por sus altos servidores para lograr una paz pronta y duradera. Achacábalo él a los consejos del cardenal Espinosa[37], tan celoso en cosas de nuestra santa religión e inquieto por el poder de los turcos; pero yo, de forma tan sincera como peligrosa, afirmé que no hace justicia un rey que trata por igual a pacíficos y sediciosos, cosa que no puede resultar más contraria a los preceptos de Dios, que es también Señor de los reyes.

     En fin, despedímonos en grata armonía, habiendo declinado yo el ofrecimiento de entrar al servicio de su casa, lo que estaba por encima de mis méritos e inclinaciones. Retorné de inmediato a mis trabajos en la Chancillería vallisoletana donde tuve la satisfacción de encontrar mi escribanía como la había dejado, sin que hasta orillas del Pisuerga llegasen quejas o malas opiniones hacía mi persona por parte del presidente de Granada, Pedro de Deza, quien de seguro que no guardaría buen recuerdo de mí, habiéndome llegado a vilipendiar con el remoquete de abogado de pobres del Albaicín[38]. Por cierto que, con el tiempo, el tal Don Pedro llegaría a ser nombrado presidente de la Chancillería vallisoletana, pero por muy breve tiempo y en circunstancias de hallarme yo en Flandes, una vez más, junto a Don Juan de Austria, ya entonces inmortal héroe del la jornada de Lepanto[39].

 

2.      En Flandes, con Don Juan de Austria


     Mi regreso a Valladolid para volver a ocuparme de mi oficio en la Chancillería no me apartó de los asuntos de los Quijada. Antes al contrario, la viudez de Doña Magdalena y las abundantes complicaciones derivadas de la herencia de su difunto esposo pusieron en mis manos el compromiso moral de dirigir sus asuntos legales. Bueno será que haga alguna aclaración a este respecto, comenzando por la fuente de todos aquellos pleitos: el contenido del testamento y codicilio otorgados por Don Luis de Quijada[40], tan peculiares y poco favorables a su familia consanguínea formada, por supuesto, de colaterales, ya que el causante había fallecido sin hijos.

     Como era de ley, el señorío de Villagarcía hubo de pasar por herencia a uno de aquellos, en concreto, a su primo zamorano, Don Juan de Ocampo[41]. Pero con la totalidad de los bienes materiales de Don Luis, conjuntamente con los de su esposa, se formaba un patrimonio común[42], que administraría Doña Magdalena durante toda su vida, pudiendo disponer libremente de él a su fallecimiento. El codicilo imponía al caudal así formado la carga de levantar un gran templo y colegio, bajo la advocación de San Luis de Francia, que sería regentado por la Orden de los jesuitas, y en el que se erigiría el panteón que guardara los restos de Don Luis, una vez exhumados de su provisional sepultura en Baza. Tales providencias suscitaron el enfado y la codicia de los primos de Don Luis, como también la avidez de los hijos de San Ignacio, de manera tan recia que, acerca de la validez del testamento, llegaron a pronunciarse la universidad de Salamanca y el propio Santo Padre[43], que lo validó definitivamente. Tales complejidades, no exentas de ruido y aún de escándalo, no eran buenas para que se mezclara formalmente en ellas un escribano del crimen. Por ende, aconsejé a Doña Magdalena que se sirviera de los servicios de algún abogado vallisoletano honrado y de prestigio, como entonces lo era el licenciado Abaunza[44]. Asumió este de buen grado la defensa de los intereses de la Señora, contra una renta anual de tres mil maravedises, en tanto ejerciese la llevanza de sus asuntos[45].

     En mayo de 1572, se realizó el traslado del cadáver de Don Luis, desde Baza a Villagarcía. Estando apenas iniciadas las obras de la que habría de ser su iglesia-panteón, sus restos fueron sepultados temporalmente en la ermita villagarciense de San Lázaro. Dicho traslado fue comisionado por la Señora a su fiel criado, Juan Galarza, mi querido pariente, habiendo sido su último servicio prestado a la casa de Quijada, pues falleció de unas fiebres el mes de agosto siguiente, cargado de años y de méritos, no sin antes hacerme prometer en su lecho de muerte que seguiría atendiendo a Doña Magdalena en cuanto hubiere menester.

     Y entre tanto, Don Juan de Austria se cubría de gloria en los campos de batalla de Lepanto y de Túnez[46], y ejercía funciones de gobierno y diplomáticas en Italia, cada vez con mayor distinción[47]. El ejercicio de sus tareas públicas sería la causa de que, en lo que yo sé, Su Excelencia no visitase en Villagarcía o Valladolid a Doña Magdalena, ni a su pequeña hija, Ana, quien hubo de partir por orden del rey a la villa de Madrigal para recluirse en un monasterio -como ya tengo escrito-, con gran dolor de la Señora, que veía en ella una joya en ciernes, pulida con sus cariños y enseñanzas.

     Así estaban las cosas por el año de Nuestro Señor de 1576, cuando hubieron de cambiar brusca y radicalmente para mí, no sé si para bien o para mal. Podrán juzgar sobre ello, de seguir prestando su amable atención a estas páginas.

***

     No recuerdo con exactitud la fecha: solo que había entrado el otoño de aquel año. Como era habitual, Doña Magdalena, en pasando el verano, había cambiado el fresco castillo de Villagarcía por su casa solariega vallisoletana[48], más adaptada para afrontar los fríos que acechaban en aquella época del año. Esa coincidencia en Valladolid me permitía visitar asiduamente a la Señora y ponerla puntualmente al día de la marcha de sus numerosos pleitos. No era infrecuente que, pese a conocer mi poca inclinación por las cosas de arriba, la Señora me invitara a acompañarla a ciertas reuniones piadosas que los jesuitas celebraban en su casa profesa[49], de las que era asidua, siempre bajo la dirección espiritual de su confesor, el padre Baltasar Álvarez[50], a quien yo tenía un poco atravesado por su agobiante insistencia en pedirle limosnas a la Señora, para que prosperaran las obras faraónicas de la futura casa de novicios villagarciense. El pobre clérigo, todavía joven, tenía sus días contados, pues fallecería en 1580, a los cuarenta y siete años, recién acabada la fábrica del añorado noviciado.

     Decía que, en un día indeterminado de principios de otoño -seguramente, muy próximo al quinto aniversario de su gran victoria contra los otomanos[51]- apareció de incógnito Don Juan de Austria en Valladolid, con el propósito de despedirse de su querida tía antes de emprender una compleja y arriesgada misión ordenada por el rey, que habría de llevarlo hasta Flandes, como gobernador y capitán general de aquellas tierras, que se hallaban en abierta rebelión contra el monarca desde hacía unos años[52]. Ignoro las circunstancias, pero el hecho es que Don Juan recordó mi presencia profesional en Valladolid y, por medio de un criado de Doña Magdalena, me llamó de inmediato a su presencia en la mansión de esta.

     Aunque no hubiese cumplido aún los treinta años, Don Juan me produjo en lo físico una poco grata impresión, comparado con la persona que yo había tratado en Granada seis años atrás. Su rostro empezaba a mostrar las huellas de una juventud muy trabajada por las guerras y, tal vez, en otras lides menos santas. Él lo achacaba a ciertos desarreglos del hígado, a juzgar por la referencia que hizo a su estancia para tomar las aguas en un balneario próximo a Milán, adonde le había llegado la misiva del rey, ordenándole su incorporación inmediata a las tareas de gobernador de Flandes. Como es natural, Su Excelencia no se sinceró conmigo acerca de los motivos por los que había demorado en varios meses el cumplir tal orden, decidiendo pasar antes por España para arreglar sus asuntos -así me dijo- y -esto tampoco me lo precisó- para aclarar con su hermanastro los términos de su política, los objetivos últimos de su encargo y los medios con los que podía contar; extremos todos ellos en los que el acuerdo entre ambos hermanos, si es que se produjo, no debió de ser fácil, ni sin resquemores[53]. En fin, la razón por la que había querido verme tenía que ver con Flandes, pero por motivos estrictamente personales:

-          Recuerdo con agrado -me expuso Don Juan- tus servicios durante la guerra contra los moriscos, y mi tía me ha ponderado los que le vienes prestando, así en lo legal, como en la llevanza de su patrimonio. Nada me agradaría más que, como en tiempos pasados, me acompañases en estos momentos difíciles, como mi secretario particular, aunque hubiéramos de disfrazarlo de administrador de mi casa en Flandes.

     Y, con total sinceridad, me expuso su fundada desconfianza hacia el secretario oficial que Felipe II le había nombrado para tratar los asuntos oficiales, cesando al anterior sin pedirle a él siquiera parecer[54] y nombrando en su lugar a otro, apellidado Escobedo[55], hombre de notable experiencia pero que -opinaba Don Juan- no le ofrecía ninguna garantía, y hasta bien pudiera ser que ejerciese con él como un espía, no tanto por encargo de su hermano, cuanto de su todopoderoso secretario, Antonio Pérez, recientemente nombrado secretario de Estado para los asuntos de Flandes[56]. En vista de todo lo cual, mi alto interlocutor me propuso:

Juan de Escobedo

-          Necesito a mi lado, en tan difícil comisión, a personas expertas y fieles, de las que hasta ahora casi en absoluto carezco. Tú podrías ser una de ellas… Comprendo que no te sea posible dejar por el momento tu trabajo para seguirme a Flandes, pues habré de partir para allá de inmediato, pero sí podrías hacerlo en unas pocas semanas, una vez solicitara yo para ti la oportuna licencia y tú dejases cubierta la sustitución durante el tiempo de tu ausencia… En estos momentos, carezco de dinero para cubrir tus gastos, pero no dudes que serás reintegrado a la mayor brevedad y, entre tanto, mi tía te adelantará lo que precises.

-          Luego Doña Magdalena -deduje- está avisada de las intenciones de Vuecencia para con mi humilde persona…

-          En efecto -respondió Don Juan- y no creas que le resulta fácil prescindir de tu ayuda y consejo. Solo el cariño que me tiene la ha movido a propiciar nuestra entrevista y a favorecerme con su ayuda económica.

     Era tan importante la resolución que había de tomar, que pedí a Don Juan un día para meditarla, aunque el verdadero objeto de la reflexión era el de decidir acerca de las garantías que debería pedirle. De entrada, Doña Magdalena resolvió cualquier problema dinerario que pudiera presentárseme, encareciendo, al propio tiempo, mi aceptación del encargo, como si de ella dependiese su tranquilidad y mi fidelidad para con su familia. Y, con lágrimas en los ojos, me hizo ver el terrible riesgo y dificultad que tenía la empresa encomendada a Don Juan por el rey, a la sazón sin medios para garantizarla[57], y tan desconfiado hacia sus más esforzados servidores, como en él era connatural. Me puso como ejemplo lo que sigue:

-          Nunca un virrey o un gobernador hubo de entrar en sus estados en los términos en que habrá de hacerlo nuestro Jeromín: disfrazado de criado morisco de un magnate italiano, cruzando un reino hostil donde, si fuere reconocido, perdería la libertad y quizá la vida[58]. Yo misma tendré que prepararle su fingido atavío, para que pueda salir hacia Francia mañana o pasado.

     Los ruegos y promesas de la Señora acabaron por ablandarme, de modo que convine con Don Juan en servirle en Flandes, tan pronto obrase en poder del presidente de la Chancillería el oportuno permiso para que pudiese ausentarme sin sanción, ni pérdida de mi escribanía. Y añadí:

-          Naturalmente, Su Excelencia disculpará cualquier ulterior retraso, pues bien sabe lo peliagudo que está el viajar hasta Flandes, incluso siendo todo un personaje.

     Don Juan sonrió, comprendiendo que su tía me había hecho algunas confidencias. Concluyó:

-          No hace falta que te aconseje la mayor reserva acerca del encargo que acabas de aceptar. Tengo plena confianza en tus conocimientos. No obstante, si aprendes algo de francés y de rudimentos del cifrado de documentos, podrá serte muy útil a mi servicio.

-          Aprovecharé, Excelencia, el tiempo de espera, prometí.

     Y no fue corta la espera, como lo hacían presagiar los asuntos de Flandes en aquellos momentos. Fue en febrero del año siguiente, 1577, cuando mi presidente, Don Juan Zapata[59], me entregó la credencial certificada para suspender el ejercicio de mi función en el tribunal y ausentarme de su sede por tiempo indeterminado, en tanto ejerciere en Flandes funciones aprobadas por el rey, al servicio del gobernador de dicho territorio. Era una fórmula ambigua, que me hizo suponer las cautelas de Don Juan, a la hora de solicitar mi incorporación a su personal de servicio. Con todo y tener que esperar cuatro meses la licencia regia, aún tuve que aguardar unas semanas más a que la situación en Flandes se aplacase[60] y pudiera viajar allá por mar, que era la forma escogida para llegar con mayor prontitud y seguridad, aunque no fuese grata para un hombre de tierra adentro, como era mi caso. Por breve tiempo, los puertos del sur de Flandes se abrieron de nuevo a los bajeles hispanos[61], y así pude viajar entre Santander y Amberes, encontrándome finalmente con Don Juan en Bruselas el sábado, 29 de abril de 1577.

***

     No me atrevería a decir si el momento de mi llegada a Flandes fue, o no, el más oportuno. De una parte, coincidió casi exactamente con la despedida del secretario Escobedo quien, de consuno con Don Juan de Austria, decidió partir hacia España con una misión, que, por el momento, desconocí en detalle. Tal marcha dejaba al gobernador casi ayuno de colaboradores de cierto nivel y confianza en su secretaría, por lo que, en ese sentido, mi presencia fue muy bien recibida. Pero, por el contrario, el que mi llegada a Bruselas coincidiese con la partida de Flandes de los tercios españoles -odiados por los flamencos y sin dinero para poder hacer frente a sus pagas- fue la levadura que hizo fermentar la masa de una rebelión general, la cual hizo de Don Juan un inoperante estafermo, prácticamente preso de los seguidores de Guillermo de Orange[62], y cuyas cartas y documentos eran constantemente interceptados, así cuando era el remitente, como su destinatario: Con lo cual, de poco podían valer mis servicios, como no fuera para aplacar, alternativamente, su indignación y su abatimiento.

     La marcha de Escobedo se produjo de forma reservada a finales de aquella primavera[63], pero Don Juan acabó por sincerarse conmigo en cuanto a los motivos de tan sorprendente alejamiento de sus deberes junto al gobernador:

-          Escobedo -me aclaró- va a Madrid para exponer directamente al rey la situación desesperada en que nos encontramos y la necesidad de proveer a la misma con severidad hacia los rebeldes y con tropas bien pagadas. En otro caso, mi buen Diego, no nos queda otra que morir, o como caballeros en la lucha, o como corderos pascuales, de cuchillada de algún matachín pagado por el de Orange.

-          La verdad, señor -me atreví a replicarle-, el rey no sería el rey, si no supiese lo que aquí pasa y el destino que nos aguarda a los españoles, de no poner inmediato remedio. En ese sentido, juzgo inútil la comisión de Escobedo, ni sé el interés que pondrá en ella si, como me dijisteis en Valladolid, no le tenéis ninguna confianza.

-          En eso he cambiado radicalmente -contestó-. Ignoro los motivos, pero es lo cierto que, desde que está a mi servicio en Flandes, me ha dado las mayores muestras de devoción y fidelidad. Son otros en la Corte, que hasta ahora creía amigos y confidentes, los que temo estén tergiversando mis planes e indisponiéndome con el rey[64]. Eso es lo que Escobedo habrá de averiguar en Madrid, dejando, a su vez, en claro que yo no tengo otras ambiciones que las de servir a mi hermano y conservar incólumes las tierras cuya gobernación me ha confiado.

-          Sea como fuere -concluí- cuídese su Excelencia y no deje de rodearse de españoles, que en los flamencos malamente se puede confiar.

Guillermo de Orange, El Taciturno

     Mi conversación con Don Juan no hizo sino convencerme de que este estaba muy lejos de ser, en aquellos momentos, el príncipe decidido y animoso que yo había conocido en la guerra de Granada. No tardaría mucho en venirse abajo el acuerdo de febrero, llamado del Edicto Perpetuo, y tener que salir huyendo o de retirada, Dios sabe dónde. Tuve entonces una de esas ideas que serían geniales, si no fuese porque están grabadas a fuego en la mente de cualquier buen profesional. Fue ella la de recoger, lo más ordenados que pude, todos los documentos recibidos por la secretaría de Don Juan, así como -por copia o minuta- los enviados por ella, amén de las plantillas y claves empleadas para su cifrado. Con la ayuda de algunos soldados, puestos a mi disposición por Andrés de Prada[65], joven de excelentes cualidades que, a la marcha de Escobedo, había asumido en la práctica la función de secretario de Estado y Guerra de Don Juan, procedí a embalar en cajones todos aquellos documentos, guardando en dos de ellos los que a Prada y a mí parecieron de mayor interés.

     En tales circunstancias, pudimos salvar milagrosamente todo aquel archivo, trasladándolo -como si de mercancía corriente se tratara-, de Bruselas a Namur, cuando D. Juan, en una acción tan imprevista como temeraria, logró librarse de las garras de los flamencos y acogerse a la fuerte plaza de namurense[66], donde, mal que bien, pudo resistir hasta el retorno de los tercios, mandados por Alejandro Farnesio[67], en enero del año siguiente, es decir, de 1578.

     Al enterarse de que todo su archivo se encontraba a salvo, Don Juan mostró vivo contento, aunque el verdadero motivo del mismo no me lo manifestó directamente a mí, sino que hube de conocerlo por Andrés de Prada, con quien mantenía yo una relación excelente:

-          Se han recibido noticias de Escobedo -me aclaró-, en las que asevera que ha leído cartas de Don Juan en Madrid, que no coinciden con lo escrito por este en Flandes. Ello no puede tener otra explicación que Antonio Pérez, al descifrar las misivas, haya alterado su verdadero sentido. Ítem más, no ha encontrado algunas cartas que está cierto de que se cursaron al rey y, por el contrario, obran en Madrid copias de otras del rey, que nunca llegaron a Flandes.

-          ¿Y cómo puede estar tan seguro de todas esas añagazas y de quién sea el autor de las mismas?

-          De la única manera que pueden descubrirse las verdades de la Corte: por las envidias y enfrentamientos entre los cortesanos. Hay un secretario del rey, llamado Mateo Vázquez[68], que odia cordialmente a Pérez y pugna con él por la primacía entre los privados del rey. Él ha puesto en manos de Escobedo las pruebas esclarecedoras de las tretas de Antonio Pérez… Claro que tampoco podemos fiarnos mucho de la veracidad de Vázquez, ni llegamos por ahora a comprender los motivos que tenga Pérez para denigrar a Don Juan e indisponerlo con el rey. Para eso, amigo mío, habrá mucho que indagar y, desde luego, cotejar nuestros documentos de aquí con los de allá. Felizmente, hemos salvado nuestro archivo y ahora…

-          … Ahora -proseguí yo- solo nos falta poner el cascabel al gato: Quiero decir, trasladar los documentos a Madrid, cosa, por ahora, prácticamente imposible.

-          Todo se andará -opinó Prada-. Por de pronto, Mateo Vázquez ya tiene la mosca detrás de la oreja y seguro que procurará contrarrestar los infundios de Antonio Pérez contra nuestro gobernador. Si Felipe II se sirve dejar de sospechar de su hermano, seguro estoy de que afluirán a Flandes dineros y soldados con los que reconquistar todo lo perdido.

-          Dios te oiga -deseé-, aunque, entre Francia, Inglaterra y la extensión del calvinismo por estas tierras, tienen los rebeldes mucho sostén y capacidad de resistencia. Por ahora, yo me conformaría con que Don Juan recuperase el aliento y la esperanza, que últimamente se le ve agobiado y mohíno.

     Por desgracia, ni eso pudo lograrse, pues ya la muerte rondaba de cerca a nuestro admirado gobernador.

***

     En efecto, el gobernador dio serias muestras de enfermedad y fiebre desde principios de la primavera del año 1578, precisamente cuando nuestro ejército, al mando de Alejandro Farnesio, y con Octavio Gonzaga como jefe de la caballería, había derrotado completamente al de los rebeldes flamencos en las proximidades de Namur[69], en presencia y bajo la suprema dirección de Don Juan. Dícese por muchos que, si el gobernador se hubiera acogido entonces a la hospitalaria tranquilidad de Bruselas, o de cualquier otra ciudad en que hubiese podido ser tratado por buenos médicos, su salud se habría recobrado, máxime cuando la causa española mejoraba día a día, tras haber regresado nuestros tercios. Quienes así opinan lo hacen por entender que Su Excelencia resultó aquejado del tabardillo, así como de la llamada fiebre de campamento[70], males que se difunden por los ejércitos en campaña, como consecuencia de las penalidades y escaseces que los soldados padecen. No seré yo quien niegue que las susodichas enfermedades fueron sufridas por algunos capitanes y por muchos soldados de nuestras tropas, pudiendo contagiarse Don Juan, al empeñarse heroicamente en convivir con ellas, y en tal situación de precariedad, que nadie pudo negar que arrostró las mismas penalidades que el más humilde de sus hombres. Pero hubo, desde un principio, razones que abonaron otras causas de las dolencias de Don Juan, las cuales no concordaban precisamente con los síntomas que padecía, ni con la duración de su curso. Y otros motivos irían apareciendo con el discurrir del tiempo y de los acontecimientos, haciéndose notar de cualquiera que estuviera atento a los mismos y no se dejara embaucar con lindas palabras ni fingidos duelos. Dejen que haga constar aquí los indicios que, aún antes de abandonar Flandes, abonarían mis sospechas de una muerte criminosa del gobernador, dejando para más adelante las confirmaciones de los mismos que fui obteniendo gracias a mis indagaciones en España.

Alejandro Farnesio

     Sea el primero que cite el de la circunstancia -conocida de cuantos rodeábamos a Don Juan- de que Guillermo de Orange había animado a sus parciales para que trataran de asesinar al gobernador, juzgando con razón que era a la sazón el único español en Flandes capaz de mantener enhiesta en esas tierras la enseña de su patria. Esa forma criminal y artera de llevar la guerra quizá se pudiera explicar -que no justificar- por las terribles violencias y crueldades sufridas por los flamencos a manos del Duque de Alba[71] y, más recientemente, de los tercios desmandados en el saqueo de Amberes. En todo caso, esas fueron las órdenes de muerte expedidas por el Taciturno, quien acabaría siendo víctima de otras semejantes, cursadas públicamente por Felipe II[72], y que tanto han quebrantado el prestigio de la Corona de España en el concierto de las naciones civilizadas.

     Y es sabido que no fue solo el de Orange el enemigo de Don Juan que exhortó a atentar contra su vida, pues es notorio que la reina Isabel de Inglaterra envió a Flandes a uno de sus súbditos, llamado Radclef[73] para que, aparentando querer pasarse al ejército español y ofreciendo falsas garantías de apoyo en la isla, se llegase hasta Don Juan y viera de apuñalarlo con una daga envenenada; intento que estuvo a punto de cuajar, de no haber sido por el oportunísimo aviso del embajador español en Londres[74], que envió con él un bosquejo del rostro del asesino, lo que permitió fuera reconocido por el mismo Don Juan, cuando lo tenía ante él, en su tienda del campamento.

     He de admitir que no tuve ocasión de tratar con Don Juan durante sus últimos días, cuando aparecía aquejado de males diversos y que, tan pronto parecían vencidos, como generaban alarmantes recaídas; y no fui testigo de todo ello porque, como tengo ya escrito, el gobernador decidió arrostrar peligros y penalidades sin cuento, estando al frente de sus tropas en el campo de Tirlemont, donde iría a buscarlo el susodicho Radclef. Pero sí que lo acompañó hasta allí el padre Orantes, su confesor[75], a quien es indudable que, como tal, le diría la verdad de sus sensaciones, y el buen franciscano las transmitiría tal cual las recibiera; tanto más, cuanto que hizo de ellas una relación incontinente, la cual hizo llegar al rey, tan pronto fue ello posible[76]. Cuenta el fraile que, por el campamento pululaba una peste que decían ser tabardillo[77], incluso entre los capitanes de la tropa, no siendo aquella particularmente virulenta, pues los contagiados curaban generalmente en pocos días; lejos de lo cual, el gobernador progresaba y retrocedía en su curación, como si algún mal o bocado[78] entrase y saliese repetidas veces de su cada vez más desgastado cuerpo. De hecho, los médicos que lo atendían -en particular el más próximo y destacado de ellos, el doctor Ramírez- decían a Don Juan que no era mal peligroso el suyo, según manifestó el propio enfermo a su confesor, aunque agregó acto seguido, que, por el contrario, él se sentía muy malo y trabajado, esperando lo peor.

     Se le administrara, o no, a Su Excelencia un veneno que poco a poco acabara con su vida, es indudable que, hallándose enfermo y de gravedad, los médicos de campamento, ante un acceso doloroso de almorranas -padecimiento que sufría, como su padre, el Emperador, desde muy joven-, decidieron aplicarle un remedio muy peligroso en sus circunstancias, y que no parece que hubiera sido usado con él anteriormente, siendo así que el eminente doctor Daza[79], que había sido su médico en Lepanto y otros lugares, recomendaba el simple y sencillo empleo de sanguijuelas. Pues bien, aquellos galenos militares, sin que parezca que consultasen previamente con Ramírez, procedieron a sajar con bisturí la vena inflamada, provocando tan grande hemorragia, que no pudieron pararla en cuatro horas, por lo menos. Y fue dicha pérdida de sangre la que acabó con las pocas fuerzas que aún conservaba el enfermo, quien murió al día siguiente, sin que pudiera ser evacuado del campamento para recibir una más completa atención. No he de escribir, por ahora, más sobre esto, hasta que más adelante exponga mi encuentro en Valladolid con el doctor Daza y las ponderadas razones que me dio para entender que lo que se hizo médicamente con Don Juan de Austria, en las condiciones en que se hallaba, fue poco menos que un crimen facultativo, quién sabe si inducido por alguien.

     Podrá decirse que fueron mis devotos sentimientos hacia Su Excelencia -fallecido tan joven y lastimosamente- los que hicieron nacer en mí la creencia de que hubiera sido asesinado; pero yo creo que no habría concebido tan peregrina sospecha de no haber coincidido con el conocimiento, muy poco antes, de que Escobedo, el secretario de Don Juan, había sido acuchillado en una calle de Madrid por una cuadrilla de facinerosos, que habían logrado huir sin ser siquiera identificados[80]. ¿Habría alguna escondida relación entre las muertes de Don Juan y de su secretario, tan próximas en el tiempo como alejadas en el espacio? Mi mente empezó a cavilar sobre ello, mas no solo la mía: Don Juan, en lo poco que aún vivió, se comportó como si la estocada que había despenado a Escobedo, de haber podido el espadachín, habría picado más alto.

Antonio Pérez

 

 

3.      De Flandes a Madrid. La maduración de una tarea


     La luctuosa noticia sobre Escobedo llegó a Don Juan a los pocos días de recibir de Su Majestad una carta muy franca y reconfortante, en la que anunciaba: el inmediato envío de ochocientos mil escudos para atender los gastos corrientes de la campaña, más otros doscientos mil por cada año que esta aún durase; el final de las contemplaciones para con los rebeldes flamencos y aún con los tibios que pretendían limitar la autoridad del lugarteniente y gobernador del rey en Consejos y juntas[81], y el pronto regreso a Flandes del secretario Escobedo, por haber cumplido ya su cometido en la Corte. Me refiero a la comunicación de que el susodicho Escobedo había sido asesinado en las calles de Madrid, por un grupo de individuos que, tras propinarle una estocada mortal, habían escapado sin ser reconocidos, ni detenidos por los corchetes de los alcaldes de casa y corte. Su Excelencia cayó, al enterarse, en un estado de postración y mutismo tal, que a todos vino en preocupar, mayormente a quienes desconocían el motivo. Aunque yo sabía del afecto que Don Juan había llegado a sentir por Escobedo, no acababa de comprender tales excesos de pena, por lo que -atreviéndome a más de lo que el respeto imponía- osé hacerle ver que, por mucho que su secretario valiera y fuese de lamentar su muerte, otros lo supliríamos con el mejor ánimo y esfuerzo, debiendo él mirar cuánto de bueno se ofrecía a su misión, con las tropas y dineros suficientes para domeñar a los enemigos del rey. Miróme entonces de hito en hito y, con voz ronca y entrecortada por la emoción, me replicó:

-          ¿Es que no comprendes, mentecato, quién ha urdido el crimen, ni que la espada que ha matado a Escobedo está destinada a acabar, también, con Don Juan de Austria?

     Quedé yo abochornado con el insulto, proferido en presencia del secretario Prada. No esperé a más, sino que, haciendo una reverencia, salí del salón, ofendido y dispuesto a hacer el equipaje y retornar a Valladolid en cuanto fuera posible. Me disuadió de tal propósito y aplacó en parte mi enfado mi compañero y amigo, Prada, al tiempo que me hacía la siguiente aclaración:

-          Don Juan está convencido de que, si Escobedo hubiera persuadido al rey de que le era completamente fiel y obediente a sus directrices, tiempo ha que hubiera regresado sano y salvo a Flandes, junto a su señor. Si el secretario tuvo que alargar hasta extremos insólitos su estancia en Madrid, no es sino porque no había logrado su propósito de tranquilizar a Don Felipe sobre las intenciones de su hermano y, de paso, conseguir que le proveyera cuanto antes de soldados y dineros, no para invadir Inglaterra[82], sino para lograr la directa sumisión de todas las provincias de Flandes.

-          Te entiendo -concedí-, pero en una de sus últimas cartas, el rey, tras enviar a Don Juan la ayuda que necesitaba, le animaba a proseguir con su gobernación en Flandes y le aseguraba que Escobedo estaba ya pronto para regresar en pocos días…

-          … En vista de lo cual -dedujo Prada-, alguien que lo sabía, por estar muy cerca del rey, impidió el regreso de Escobedo en la única forma súbita que se le ocurrió, a saber, quitándole la vida.

-          No le veo sentido a semejante desenlace, quizá porque yo sea, en efecto, un mentecato, le repliqué con sarcasmo. Si todo se había ya aclarado entre los hermanos gracias a la embajada de Escobedo, ¿a qué matarlo después y no antes?

     Prada se encogió de hombros, para, de repente, sonreír y guiñarme el ojo:

-          Extraño, en verdad -opinó-; a no ser que… que el rey no estuviese en modo alguno convencido de la fidelidad de su hermano y tan solo estuviera fingiendo por carta que los malos entendidos ya habían concluido.

-          Entre nosotros, Andrés -admití-, de la astucia y la desconfianza de Su Majestad es de esperar cualquier cosa, pero tampoco podemos olvidar que, por esta vez, sus buenas palabras han ido acompañadas de la llegada de los tercios, debidamente financiada.

     Prada titubeaba en la respuesta, que convirtió finalmente en una especie de acertijo, que tantas veces habría yo de recordar en el futuro:

-          Demos tiempo al tiempo. Solo si el rey castiga con rapidez y severidad el crimen de Escobedo, convendré en que este se ha infligido contra su voluntad. Pero, ¡ojo, Diego!, no digo castigar a los sicarios que hayan manejado la espada, sino a la mente que lo planeó y que pagó a los homicidas.

-          ¿En quién estás pensando?, inquirí.

-          Tendría que hallarme en Madrid ahora mismo para responderte con fundamento, pero no tardarán en llegarnos rumores y habladurías, aun sin movernos de Flandes.

***

     Aquellos rumores y habladurías augurados por Prada llegaron muy pronto, y todos ellos apuntaban a Antonio Pérez, quien, como secretario del rey para los asuntos de Flandes y hombre de su máxima confianza, era prácticamente el único que podría malquistar a Don Juan con el monarca, tergiversando sus escritos, y hasta alterando u ocultando estos. Incluso llegó a decirse por algunos espías y personas cercanas al Taciturno que Pérez estaba en tratos con este a fin de que la gobernación del hermano del rey resultara lo menos afortunada posible. No era yo hombre dado a creer en chismorreos, tanto menos si no resultaban razonables, pero Andrés de Prada -más crédulo o mejor informado que yo- veía la mano del Pimpollo[83], no solo tras la muerte de Escobedo, sino en todas las desdichas que aquejaban a Don Juan. Esa forma de pensar debió de acabar por contagiarse al gobernador, a juzgar por la atrevida carta que este dirigió a Don Felipe, a poco de conocer el asesinato de su secretario en Madrid. Conozco bien esa misiva porque el propio Don Juan me la dictó y porque yo mismo, en unión de Prada, procuramos suavizar sus términos, aconsejando en tal sentido a su autor, si bien apenas lo logramos.

     Quiero decir que Su Excelencia, tras el episodio en que me tildó de mentecato, aun sin disculparse de forma expresa, volvió a tratarme con el afecto y consideración de siempre, y a confiarme las tareas que a su servicio venía desempeñando. Por eso intervine en la elaboración de aquella carta que, sin decir nada, lo sugería todo, y sin señalar a nadie, denotaba conocer al dedillo el papel de cada cual. El interés y el amor que mostraba por Escobedo y su familia no eran sino dardos al corazón del rey, en la misma línea que Prada me había indicado: Tanto más brillarían la injusticia y doblez del rey, cuando menos se ocupara de pagar a cada quien por el delito cometido. Tanta sinceridad era de prever que tuviera su efecto, y tengo para mí que para Don Juan ese fuera el de perder la vida. Hasta qué punto tuvo que ver el rey en ello, es cosa que solo Nuestro Señor sabe y le retribuirá cuando le rinda el alma[84].

Escobedo acechado por sus asesinos (Lorenzo Vallés, c. 1879, Museo del Prado)

     La copia de la susodicha carta, que saqué literalmente de ella, y que me parece oportuno transcribir aquí para todos cuantos leyeren estas planas, reza como sigue:

     «Señor. Con mayor lástima de la que sabría encarecer, he entendido la infelice muerte del Secretario Escobedo, de que no me puedo consolar ni consolaré nunca, pues ha perdido V. M. en él un criado tal como yo me sé, y yo el que V. M. sabe; y aunque en esto de sentir tanto como yo lo hago, siento sobre todo que al cabo de tantos años y servicios haya acabado de muerte tan indigna a él causada por servir a su Rey con toda verdad y amor, sin otro ningún respecto ni invención de las que usan ahora. Y si bien es la cosa más vedada parecer que se juzga de nadie temerariamente, no pienso incurrir en este pecado en este caso, que yo no señalo parte: mas tengo por sin duda lo que digo, y como hombre a quien tanta ocasión se ha dado y que conocía la libertad con que Escobedo trataba el servicio de V. M., témome de donde le pueda haber venido. Al fin yo no lo sé de cierto, ni no sabiendo lo diré, sino que por amor de Nuestro Señor suplico a V. M. con cuanto encarecimiento puedo, que no permita le sea hecha tal ofensa en su Corte, ni que la reciba yo tan grande como la que también se me hace a mí, sin que se hagan todas las posibles diligencias para saber de donde viene y para castigarlo con el rigor que merece. Y aunque creo que Vuestra Majestad lo habrá ya hecho muy cumplidamente, y que habrá cumplido con el ser de Príncipe tan christiano y justiciero, quiero así mesmo suplicarle que como caballero vuelva y consienta volver por la honra de quien tan de veras lo merecía como Escobedo; y así, pues, le quede yo tan obligado, que con justa razón pueda imaginarme haber sido causa de su muerte por las que V. M. mejor que otro sabe. Tenga por bien, suplícoselo, que no sólo acuerde y solicite, como lo haré con todos los correos, quanto toca al difunto hasta que le sea hecha entera justicia y remuneración de sus servicios, sino que pase adelante en lo demás con que debo cumplir como caballero. Todo esto torno a suplicar a V. M. de nuevo quan humilde y encarecidamente puedo y que se sirva de mandarme respuesta a todos estos particulares, porque confieso a V. M. que ninguno pudiera sobrevenir ahora que tanto me inquiete el espíritu, hasta cumplimiento de todos los que tocan al muerto, como su muerte. Yo no sé aún cómo han quedado sus cosas, y así no puedo tratar de ninguna en particular: mas suplico a Vuestra Majestad que acordándosele del intento que Escobedo llevaba, que era el del honor, y la limpieza con que siempre le sirvió, y del poco cómodo que deja en su casa, haga toda la merced que merecen los que quedan en ella, y principalmente al hijo mayor, de los oficios y beneficios que el padre tenía, que de que Pedro de Escobedo[85] les merece y que es subjeto para ir mereciendo cada vez más, si es empleado y favorecido, V. M. mesmo lo sabe mejor que nadie. Y porque pienso que, según lo que era fuerza gastar y lo poco que tenía, habrá dejado algunas deudas que podrían dar pena a su alma, y acá a sus hijos y mujer, suplicaré también a V. M. les mande hacer merced con que las puedan pagar. Aunque principalmente le suplico cuanto puedo que, como a padre que he quedado del dicho hijo mayor, me haga a mí tan señalada merced de darle en todo, todo lo que su padre gozaba, porque cuanto a las deudas, yo me acomodaré fácilmente a quitar lo más del comer y vestir y de lo que tuviere menester forzosamente para pagarlas, que es lo menos que puedo hacer por descanso de quien trabajó por mí hasta morir, como murió, por descansarme a mí, y hacerme acertar el servicio de V. M. en cuanto pasaba por sus manos, que era y será cuanto he pretendido y pretenderé en toda mi vida. Vea V. M. si estas obligaciones merecen que se usen destos oficios y si quedo con razón confiado de que ha de hacer la merced que pido en todo lo que le suplico y suplicaré continuamente hasta alcanzar la justicia y la gracia que estarán pidiendo siempre la sangre y los servicios del muerto.» [86]

***

     No diré más, por ahora, de la muerte de Don Juan de Austria, acaecida el 1 de octubre de 1578, ni de su solemne entierro en la catedral de Namur, dos días más tarde. Particularmente emotivo para los circunstantes fue el momento en que, moribundo, procedió a dictar su testamento, tan distinto de los que suele otorgar el común de los mortales, que ocupan sus cláusulas en detallar el reparto de los bienes materiales entre sus herederos y legatarios. Don Juan, en lo tocante a sus caudales, manifestó que no acordaba cosa alguna porque nada poseía en este mundo que no fuese de su hermano y señor, el Rey, y a éste, por lo tanto, tocaba disponer de todo; encomendaba a Su Majestad su alma y su cuerpo, la primera para que mandase hacer sufragios según la mucha necesidad que de ello había; el segundo para que fuese enterrado cerca de su señor y padre, el Emperador, con lo que se daría por bien pagado y satisfecho; suplicaba al Rey que mirase por su madre[87] y hermano; que atendiese a sus criados y que les pagase y gratificase, pues moría tan pobre que él no podía hacerlo. Como especial encomienda -que, en honor de la verdad, es de reconocer que el rey cumplió solo a medias[88]- pidió ser sustituido en sus cargos de gobernador y capitán general por su pariente, Alejandro Farnesio, tan gran militar como excelente persona. Este fue el último documento que Prada y yo incorporamos al archivo de Don Juan, con el compromiso y voluntad de hacer llegar todo al rey en España a la mayor brevedad posible. Y, visto que Farnesio reclamó a Prada para que continuase siendo con él su secretario[89], como lo había sido en los últimos tiempos del gobierno de Don Juan, hube se ser yo quien, con la ayuda de algunos auxiliares de confianza, me encargara de trasladar todo el acervo documental hasta Madrid, de la forma más reservada posible, hasta entregarlo al secretario personal del rey, Mateo Vázquez, previamente avisado de nuestra empresa.

     Aunque la estación no era muy propicia para la navegación, los temporales y tormentas apenas se hicieron notar y, al decir del capitán y de la tripulación del barco a que nos habíamos acogido, el tiempo fue bonancible durante toda la travesía, entre Amberes y Bilbao, a cuyo puerto arribamos el día de Santa Lucía[90]. Habiéndome presentado al corregidor e informado de mi equipaje y destino, dicha autoridad me facilitó, a más de cuatro soldados para su custodia, una carreta tirada por caballos percherones, donde cargamos segura y holgadamente los cajones en que se guardaban los documentos. A la altura de Burgos ya nos esperaba una guardia especial, aprestada por orden de Su Majestad, con la que completamos -no sin sufrir las inclemencias invernales- el trayecto hasta Las Rozas de Madrid[91]. Allí aguardaba el secretario, Mateo Vázquez, quien me recibió con grandes muestras de afabilidad y gratitud, haciéndose cargo de inmediato del archivo de Don Juan. Vióme tan agotado, que me aconsejó permaneciese unos días en una posada del pueblo, trasladándome seguidamente a Madrid, donde estaría muy interesado en recibirme en secreto para iluminar los muchos puntos que, a no dudar, merecerían ser esclarecidos. Ante tan ambiciosa pretensión, no pude por menos de replicar:

-          Mire, señor, que no se halla ante un cortesano astuto e informado, sino ante un modesto escribano metido en honduras por fidelidad y cariño a personas prominentes, que no por ambición ni por política. Por otra parte, le ruego me conceda un plazo más dilatado, a fin de trasladarme primero a Valladolid y arreglar allí todo lo relativo a mi reincorporación a la Chancillería. De ese modo, podría Su Ilustrísima[92], con la ayuda de sus auxiliares, tener más tiempo para ordenar y leer lo más señalado de cuanto estos cajones contienen.

     El secretario personal del rey sonrió, hizo ademán de señalar las sierras al norte, cubiertas de nieve, y rechazó mi petición con estas palabras:

-          ¿No habéis tenido bastantes hielos y ventiscas en vuestro viaje desde Bilbao, que aún queréis volver a cruzar esos montes, exhausto como estáis? Dejad, pues, en suspenso algún tiempo más vuestras ocupaciones judiciales, que, por ahora, seguís al servicio del rey, aunque haya fallecido su hermano… Por otra parte, ¡que mejor ayudante podría yo tener que vos, el más grande conocedor de cuanto estas cajas contienen!... Ya podéis comprender que el tiempo apremia y, cuanto antes desentrañemos ciertos misterios, mejor será para la verdad y la justicia.

Estatua yacente de D. Juan de Austria (Monasterio de El Escorial)

     Comprendí que, sobre no tener alternativa, el juicio de Vázquez se ajustaba a la razón y a mis propios deseos. De modo que, mostrando cierta arrogancia, hice de tripas corazón, y le contesté de modo que él acogió satisfecho:

-          En tal caso, señor, renunciaré al reposo que me habéis sugerido tomar y, si a bien lo tenéis, partiré con Su Ilustrísima para Madrid, donde bien podré reponerme, sin abandonar del todo el trabajo.

-          Sea como decís, me replicó, pero yo os buscaré acomodo en lugar muy discreto, de donde haréis bien en salir lo menos posible, no presentándoos en parte alguna como persona que haya tenido que ver con el difunto Don Juan, que Dios premie con su gloria.

***

     Ya fuera porque ambos éramos trabajadores y expeditivos, ya porque nos uniera la antipatía hacia Antonio Pérez y cuanto este venía representando en Flandes, el hecho es que Vázquez y yo nos entendimos a la perfección y, en las pocas semanas que duró nuestra común tarea llegamos a mantener una relación de notable confianza y sinceridad[93].

     De común acuerdo, resolvimos limitar nuestras indagaciones al estudio y cotejo de aquellos documentos que había yo considerado más importantes, y que venían desde Flandes guardados en las dos cajas más pequeñas de la remesa, comenzando por el testamento de Don Juan y la carta que reproduje antes, escrita por el gobernador al saber de la muerte de Escobedo. Y no tengo duda de que el pleno conocimiento por el rey de la última voluntad de su hermano le afectó profundamente, dando lugar a una decisión que más adelante detallaré: la de trasladar el cuerpo de Don Juan hasta España, previa su exhumación en Namur, para ser enterrado junto a su padre en El Escorial.

     Según sacábamos a la luz documentos de Don Juan y, en lo posible, los cotejábamos con los del archivo real, íbamos constatando diferencias notables de texto o de sentido, que difícilmente podían achacarse a errores involuntarios al descifrarlos. La memoria casi infalible de Vázquez descubría con frecuencia copias de cartas enviadas por Don Juan que no constaban en los archivos del rey y, con alguna menor reiteración, cartas de Don Felipe que, por el motivo que fuese -tal vez, malicioso- no habían llegado a manos de su hermano. Vázquez, personalmente, iba tomando nota puntual de todas aquellas diferencias, que tenían una cualidad en común: la de exagerar las iniciativas y pretensiones de Don Juan, hasta términos que, en persona desconfiada y muy precavida, como lo era el rey, era inevitable que le causaran desasosiego y desafecto. Ese disgusto, que en las cartas originales del rey se transmitía de forma correcta, pero palmaria, era velado en los textos que se enviaban a Don Juan o, simplemente, se eludía su conocimiento no remitiendo el documento; de suerte que el gobernador no alcanzara a saber hasta qué punto pudiera estar descontenta Su Majestad con la llevanza de los asuntos de Flandes.

     Concluida nuestra tarea en común, me atreví a preguntar a Vázquez sobre su opinión acerca de la mano que estaba detrás del asesinato de Escobedo. Al punto, y pese a nuestra buena relación, surgió en él, no tanto la prudencia, como la preocupación de sincerarse ante una persona poco conocida, en una materia que concernía a tan altos personajes. Pensó su contestación durante un rato para, finalmente, evadir una respuesta precisa:

-          Usía y yo somos hombres de leyes -repuso- y sabemos lo bastante en materia de prueba y de difamación, como para no atenernos a sospechas y habladurías que, por otra parte, cualquiera puede conocer con solo darse una vuelta por los mentideros de la Villa. Lo que procede -como Don Juan pedía en su carta- es que la verdad y la justicia se abran paso, al impulso justiciero de Su Majestad.

-          Un impulso, Ilustrísima -repliqué-, del que jamás me permitiría dudar, pero el hecho es que el crimen se produjo en marzo del pasado año, y estamos en febrero del año siguiente sin que la justicia haya hecho progresos, ni siquiera para detener a los esbirros: ¡Cuánto menos en descubrir a sus inductores!

-          No esté tan cierto, Don Diego, de que no se hagan avances en las indagaciones. Y seguro estoy de que lo que usía y yo hemos trabajado en estas semanas contribuirá a aclarar muchas cosas.

-          ¿Y la familia de Escobedo? -le pregunté-. Supongo que su desolación y su insistencia podrían obrar gran efecto para excitar el celo de los alcaldes de corte… y de otros más altos que pueden hacer girar la rueda de la justicia.

     Vázquez sonrió:

-          Estoy en contacto con Pedro de Escobedo, para animarlo a batallar por su familia y por la memoria de su padre. No me cabe duda de que, al saber de las peticiones de Don Juan en favor suyo, reaccionará con mayor fuerza y convencimiento…

     Nuestra conversación tomo luego otros derroteros, ante el mutuo convencimiento de que la tarea común y las confidencias habían llegado a su término. Vázquez me liberó -¡al fin!- del encierro en que me había tenido en Madrid aquellos días, pero no de guardar secreto acerca de cuanto concerniese a Don Juan y su correspondencia. Me deseó buena fortuna en mi trabajo y se despidió con una fineza de la que ignoro su sinceridad pues jamás hice uso de ella:

-          He visto que estáis preparado para bastante más que ser un escribano del crimen. Si alguna vez aspiráis, como podéis en justicia, a una escribanía de cámara o de la Cancillería[94], será para mí una gran satisfacción recomendar vuestra solicitud.

Retrato (dudoso) de Mateo Vázquez de Leca

***

     Antes de partir de Madrid, decidí visitar a la viuda de Escobedo y a su hijo -que lo era de su primera mujer[95]-, Pedro. Lo primero que me movió a ello -como si de una sugerencia de Vázquez se tratase- fue la confesión del secretario privado, al indicarme que “estaba en contacto con Pedro de Escobedo, para animarlo a batallar por su familia y por la memoria de su padre”. ¿Acaso me estaba invitando a hacer yo lo propio, en recuerdo de los vehementes deseos de justicia de Don Juan de Austria? Con todo, existía una dificultad: En aras de la reserva, no debía visitarlo en su despacho oficial del Consejo de Hacienda, como si de una gestión pública se tratase y donde las paredes oían, sino en su domicilio privado, cuya localización desconocía, y aún si lo poseía o no, dado que no me constaba que hubiese formado su propia familia por matrimonio. Opté entonces, por informarme a la descubierta de la dirección de Doña Constanza, la viuda del difunto Escobedo, dado que ninguna malicia ni recoveco podía encontrarse a que fuera a ofrecerle sus condolencias quien había sido servidor de Don Juan de Austria y conocido del fallecido.

     La opción de comenzar por la viuda resultó de lo más acertado. Su hijo, Pedro, almorzaría aquel día con ella en su casa, y, sobre todo, la madre no tenía rebozo alguno en acusar del crimen a quienes ella juzgaba los responsables últimos del mismo. De hecho, hasta mis oídos había llegado ya la especie de que lo había hecho desde el primer momento y, desde entonces, nadie había sido capaz de hacerle callar.

     Salvo la circunstancia de que, en el decir de la gente, Escobedo venía de visitar a su amante, Doña Constanza me contó con todo lujo de detalles las circunstancias del crimen, como si hubiera estado presente en el callejón de Santa María[96]. A la postre, no todos los pormenores se ajustaron a lo que indagaron los alcaldes de casa y corte, pero sí recogía algunos datos aparentemente llamativos y, desde luego, ciertos:

-          Vea usía cómo no puede tomarse por uno de esos asaltos que todos los días acaecen, para desvalijar a desprevenidos transeúntes. Mi esposo iba a caballo, escoltado por tres criados -¡mal infierno les caiga por su torpeza y cobardía!-, con antorchas, e iba alhajado como en él era costumbre -seguro que lo recordáis vos, que con él anduvisteis por Flandes-. Pues bien, los maleantes -cinco o seis, a lo menos- fueron tan a tiro hecho, que espantaron a los servidores, acabaron con mi esposo de una certera estocada y huyeron sin robar, ni un anillo, ni un maravedí[97].

     La pobre mujer, cada vez más excitada, a mis palabras de consuelo, inspiradas por las de Don Juan de Austria, no dejaba de elucubrar, cada vez más desconcertadamente -¿o, quizá, no?-:

-          Tenga Don Juan la gloria que sus méritos le deparen y encuéntrese allí con mi esposo, que mucho lo sirvió y lo quiso. Por él vino a Madrid, y en su obsequio y defensa cantó verdades y destapó inmundicias que algunos querían que permanecieran ocultas. ¡Bueno era mi Juan para acobardarse o dejar las cosas a medias[98]! ¡Hasta al rey llegó en varias ocasiones, siempre con la verdad y la fidelidad a su señor por delante! Que era orgulloso y atrevido no lo negaré, pero tenía razones y méritos para serlo.

     Con vistas a acortar su diatriba, osé preguntarle directamente:

-          Señora, se habla y no se acaba en la Villa de que vuestro esposo, en tiempos buen amigo y colega de Antonio Pérez, estaba desengañando al rey de sus concusiones y manejos con potencias extranjeras, y que eso pudo ser suficiente para que el todopoderoso secretario de Estado…

Chancillería de Valladolid

     No concluí la frase por ahorrar una acusación tan grave e infundada, pero Doña Constanza subsanó mi omisión y dijo:

-          No soy quién para asegurar que Pérez no obrase como lo hizo para quitar de delante a una persona que conocía de antiguo[99] sus traiciones y latrocinios, pero me consta que el motivo inmediato de que se volviera contra mi esposo fue el de que este descubrió sus amores y malas componendas con la princesa de Éboli.

-          ¿Qué razones -pregunté- podía tener su esposo para sentirse dolido con la princesa y, según se dice, visitarla para echarle en cara sus relaciones con Pérez, siendo así que ella es viuda desde hace varios años[100]?

-          Mi esposo -replicó Doña Constanza, con cierto desabrimiento- había entrado al servicio de Don Rui Gomes de Silva con poco más de veinte años y, como él decía, todos sus progresos se los debía al príncipe, que lo había tratado como a alguien de su familia. No podía consentir que su recuerdo y su honor fueran mancillados por la viuda quien, en efecto, por estado y edad, podía permitirse ciertas veleidades, pero no hasta el punto de escandalizar con ellas a la Corte y hasta poner en peligro la economía de su casa, que también es la de sus hijos[101]. De todos modos, Juan se limitó a visitarla en su palacio y reprenderla respetuosamente, para tratar de generar en ella un propósito de enmienda.

     Creí llegado el momento de llevarle un tanto la contraria, para dilucidar la verdad:

-          Quienes allí estaban -la contradije- dicen que hubo palabras tan recias, que Doña Ana y Don Juan perdieron la compostura, teniendo que intervenir una de las dueñas[102] para zanjar la discusión y acompañar a vuestro esposo a la salida.

-          ¡No hubo tal! -negó Doña Constanza-, sino que mi marido avisó a Doña Ana de que, como grande[103], y siendo Pérez hombre casado, puede que el rey tuviese algo que decir sobre aquellos amores a la vista de todos. Poco después, mi esposo empezó a padecer de ciertos males que denotaban estar siendo envenenado.

     En ese momento, llegó a casa Don Pedro de Escobedo. Era aún mozo y, por su labia y desenvoltura, no me pareció el modelo de un secretario que, a mayores, no gozaba aún de experiencia y solidez en el oficio. Su madre hizo las presentaciones y explicó el motivo de haber acudido yo a su casa; y agregó:

-          Precisamente estaba ahora explicando a Don Diego cómo no nos sorprendió que tu padre finara tan tristemente como lo hizo, toda vez que habían intentado antes envenenarlo, al menos, por tres veces.

     Pedro Escobedo pareció incómodo por aquel tema de conversación, pero su madre me fue explicando, con todo lujo de detalles, los lugares y momentos de los sucesivos bocados, así como los síntomas que provocaron y la insólita fortaleza con que Juan de Escobedo los superó sin pasar de esta vida. En lo sustancial, mi interlocutora aseveró:

-          Tres veces sufrió mi marido del veneno, a cada cual más grave que las anteriores. Dos de las veces fueron estando invitado a comer en casa de Antonio Pérez, teniendo la segunda de ellas que guardar cama allí mismo, antes de regresar a nuestra mansión. La tercera, que lo tuvo a la muerte, fue aquí mismo, si bien se supo luego que Pérez, o alguien por su orden, había traído una olla con viandas, como obsequio para que la catáramos. Tuvimos que llamar al médico, quien diagnosticó que mi esposo había sido envenenado con solimán[104], bastando con ver las manchas pardas o grises que aparecían en la boca y por todo el cuerpo[105]. Hechas las indagaciones oportunas, recayeron las sospechas en una esclava nuestra, morisca por más señas, que confesó haber cogido aquella maldita olla, tal vez sin malicia, pero de forma oculta y sin refrenarse de servirnos su contenido. Fue juzgada y condenada a muerte, pero no supo o quiso decir quién había traído a nuestra casa los manjares envenenados. El hecho es que Juan se repuso a medias y, apenas empezaba a salir de casa, cuando lo asesinaron, como usía bien sabe.

     Mi mente había quedado fija en el punto de la conversación atinente a las manchas de la piel pues, aun siendo torpe la descripción que de ellas había hecho Doña Constanza, no tenía dudas de que coincidían con las que había visto con mis propios ojos en el cadáver de Don Juan, y que no habían dejado de extrañar a otros testigos, por no ser propias del tabardillo. Desde ese mismo momento ya no dudé de que Don Juan había sido envenenado; tal vez por la misma mano con que lo había sido Escobedo, si bien -por lo poco que yo conocía del asunto- el solimán era empleado con cierta frecuencia por quienes daban bocado a sus víctimas. Que había sido Antonio Pérez quien lo maquinó contra Escobedo era tan claro como la luz del día.  ¿Y quién, sino el mismo secretario, habría pagado a los asesinos del callejón de Santa María, en vista de que el veneno, por tres veces, no había alcanzado sus propósitos? He ahí un motivo más, y muy poderoso, para que se investigaran los hechos y se hiciese justicia pues todo apuntaba a que el mismo Don Juan, que lo había demandado para Escobedo, ahora, desde el otro mundo, lo reclamaba para sí mismo.

***

     Dado lo avanzado de la hora, acepté la invitación de Pedro Escobedo para acompañarlos a almorzar. Era urgente que insistiera en que reclamase del rey una mayor energía y rapidez en la persecución de los asesinos de su padre. Pero algo me hizo columbrar que su carácter no era firme y que bien pudiera suceder que, ante ciertas advertencias, aderezadas de promesas, dejaría de lado tan serio y vidrioso asunto, más o menos como  en la chanza del vulgo, el muerto al hoyo y el vivo al bollo. Más confianza me merecía la severidad y perseverancia de Doña Constanza que, como buena integrante de la estirpe de los Mendoza, tendría el valor y el orgullo precisos para sostener su causa ante el rey, si fuere preciso.

     Tal vez, los Escobedo se bastasen para reclamar con éxito justicia para Antonio Pérez y sus cómplices. Pero, ¿quién podría aplicar justicia, en su caso, a quienes dieron a Pérez la orden o autorización para matar a Escobedo y, de paso, a Don Juan de Austria?

     Mientras Madrid quedaba atrás, no dejaba de pensar en la tarea que me esperaba en los próximos años, que no era mayormente la de manejar la péñola en mi escribanía de Valladolid, sino la de acabar, rectamente y en conciencia, mis deberes para con Don Juan de Austria.

Maqueta del castillo de Villagarcía de Campos hacia mediados del siglo XVI

 

 

Intermedio en la narración, a cargo de su editor


     Antes de proseguir con la narración de estos sucesos, tal y como Diego Martín de Galarza la recogió a finales del siglo XVI, permítanme que, viniendo a nuestros días de la centuria XXI, procure responder a la pregunta que muchos de ustedes pueden estarse haciendo mientras leen estas páginas: ¿Cómo un escribano sensato, hombre de leyes y de prudencia, pudo entrar en tantas dudas maliciosas y desmesurados inventos, como para creer que Don Juan de Austria fue asesinado, y para gastar parte de su vida y esfuerzo en desentrañar dicho crimen? Es muy probable que, de no salir yo al paso de tal interrogante, los lectores se desanimen de leer la segunda parte de esta historia, si es que lo menos que piden en ella es que resulte verosímil y, mejor aún, con fundamento.

     Un personaje de la fama y envergadura de Don Juan de Austria es obvio que ha generado, a través de los siglos, una extensa bibliografía[106]. Y, entre los temas a tratar, ha sido constante la referencia a las causas y circunstancias de su muerte, lo que demuestra que existen discrepancias notables entre los historiadores en esta materia, incluso en la discusión del envenenamiento como la causa eficiente del fallecimiento del prócer. Pues bien, los dos primeros biógrafos conocidos de Don Juan de Austria -autores respetables ambos- coinciden el afirmar que Don Juan murió envenenado. Se trata de los siguientes cronistas o historiadores:

-          Baltasar Porreño Mora (1569-1639), que escribió en manuscrito la Historia del Serenísimo Señor Don Juan de Austria, hijo del invictísimo Emperador Carlos V, Rey de España. La biografía, sin fechar, se calcula que sería escrita unos cuarenta años después de la muerte de su protagonista, y permaneció archivada e inédita, hasta que fue publicada en Madrid, en 1899, por la Sociedad de Bibliófilos Españoles (volumen 39 de su colección).

-          Lorenzo van der Hammen y León (1589-1664), autor de una Historia de Don Juan de Austria (o Don Juan de Austria. Historia), publicada en 1627, en Madrid, por el librero Luis Sánchez; por consiguiente, a los 49 años de la muerte del biografiado.

     Aunque, por razones ideológicas, no se pueda conceder mucho crédito al jefe rebelde flamenco, Guillermo de Orange, el Taciturno, no puede excusarse su afirmación de que Don Juan de Austria fue envenenado, bien por orden de Felipe II, bien por ambiciones sucesorias en el gobierno de Flandes, por su pariente, Alejandro Farnesio. Si esas imputaciones pretenden ocultar que -como es posible- el envenenamiento fuera consumado por orden o excitación del mismo Taciturno, es cosa de la que podría debatirse interminablemente.

     Aproximándonos a nuestros días, los historiadores y biógrafos del siglo XX rechazan mayoritariamente la tesis del asesinato (sea por veneno, sea por malicioso desangramiento). Es el caso, en sus respectivos trabajos, de John Lynch, Bartolomé Bennassar y Charles Petrie[107]. Pero no deja de haber alguno que continúa terne en la tesis de la muerte criminal: Es el caso de José Antonio Vaca de Osma y Esteban de la Reguera, en su obra, Don Juan de Austria, publicada por la editorial Espasa-Calpe en Madrid, el año 1999.

     Así pues, hechas estas precisiones, ya estamos en mejores y más informadas condiciones para proseguir la narración del escribano Galarza quien, en la segunda parte de la misma[108], acabará finalmente por tropezarse con la famosa Princesa de Éboli, a la que en alguna ocasión, un tanto ambiguamente, pero con verdad, se la ha calificado de la mujer más controvertida del siglo XVI[109]-de España, se entiende-.




 

    


[1]  Extensa comarca agrícola de origen histórico visigodo, que comprende parte de las actuales provincias de Palencia, Valladolid, Zamora y León. La integran 161 municipios, con una extensión de 4.360 km2. En cuanto al trasvase de miembros destacados de los Galarza, desde la zona guipuzcoana de Vergara, a la Tierra de Campos vallisoletana, nuestro narrador está en lo cierto en cuanto al hecho, pero quizá exagera al datarla “desde tiempo inmemorial”, pues algunos la relacionan con incidencias derivadas de la invasión de Navarra por los franceses en 1516.

[2]  La Real Audiencia del Nuevo Reino de Granada, con sede en Santa Fe de Bogotá, se constituyó dentro del Virreinato del Perú, con gobernaciones en Santa Marta, Cartagena y Popayán (ciudades todas ellas dentro de la actual República de Colombia). Como virreinato propio, Nueva Granada no se constituyó hasta 1718, separándose del peruano.

[3]  Juan (López de) Galarza (c. 1500-c.1554). Breve nota biográfica, a cargo de Mark A. Burkholder, en el Diccionario Biográfico de la Real Academia de la Historia (www.dbe.rah.es).

[4]  Andrés López de Galarza (c. 1500-1576). Es famoso en Colombia como fundador en 1550 de la ciudad de Ibagué, capital del departamento de Tolima, cuya población actual (2024) es de unos 550.000 habitantes (más de 600.000, si incluimos su área metropolitana).

[5] Beltrán (López de) Galarza (c. 1500-1557), oidor en las chancillerías de Granada y Valladolid, miembro del Consejo Real y del Consejo de la Suprema Inquisición, hizo carrera política al amparo del arzobispo e ilustre político, Fernando de Valdés y Salas (1483-1568). Véase nota biográfica, a cargo de Henar Pizarro Llorente e Ignacio Javier Ezquerra Revilla, en el Diccionario Biográfico de la Real Academia de la Historia (www.dbe.rah.es).

[6]  Denominación usual para referirse al Consejo de la Suprema Inquisición, el más alto órgano colegiado de dicha institución político-religiosa.

(7) Aprovecho literalmente su definición por el Diccionario Panhispánico del Español Jurídico de la Real Academia Española: Oficial concejil que solo podía ejercer su oficio en la localidad o demarcación a la que estaba asignado. Se llaman del número porque generalmente en cada localidad o distrito había un número determinado de ellos, que no podía sobrepasarse. Entre otras obligaciones tenían las de comunicar las transacciones sobre inmuebles a los recaudadores, con efecto de pago de tributos, especialmente de la alcabala, cuando se convirtió en un impuesto indirecto.

[8] Cantidad equivalente a 375.000 maravedíes y cuya equivalencia con los actuales euros se cifra en unos 200.000. Venía a equivaler a dos veces y media del sueldo anual de un oidor de la chancillería vallisoletana, o a doce veces el sueldo medio de un maestro de obras. Véase, Bartolomé Bennassar, Valladolid en el Siglo de Oro, edición española del Ayuntamiento de Valladolid, Valladolid, 1983, pp. 338-344.

[9] Luis (Méndez) de Quijada (c. 1500-1570), político y militar español. Fue consejero de Estado y de Guerra, presidente del Consejo de Indias, mayordomo del Emperador Carlos V, señor de Villagarcía de Campos, Villamayor y Santa Eufemia y ayo de D. Juan de Austria. Véase apunte biográfico, a cargo de Santiago Fernández Conti y Félix Labrador Arroyo, en el Diccionario Biográfico de la Real Academia de la Historia (www.dbe.rah.es).

[10] Se alude a Doña Magdalena de Ulloa (1525-1598), hija de los condes de Luna y señores de La Mota y San Cebrián de Mazote, que había contraído matrimonio con D. Luis de Quijada (véase nota 9) en 1549. Véase nota biográfica, a cargo de Javier Burrieza Sánchez, en el Diccionario Biográfico de la Real Academia de la Historia (www.dbe.rah.es).

[11] Cita literal de la acepción número 2 del Diccionario de la Real Academia Española: Especie de pensión perpetua que se concedía sobre las rentas públicas, ya por merced graciosa, ya por recompensa de servicios, o bien por vía de réditos de un capital recibido.

[12] Juan Galarza, escudero real y hombre de confianza de D. Luis de Quijada, de quien se dice que enseñó al niño Juan de Austria (entonces, Jeromín) los rudimentos del manejo de las armas.

[13] El castillo-palacio de Villagarcía de Campos está documentado, al menos, desde 1336, y fue asolado por la francesada en 1810. Desde 2014, viene siendo restaurado en lo posible, a cargo de la Junta de Castilla y León.

[14]  En efecto, el aludido recibió en su bautismo el nombre de Jerónimo, que se trocaría en Juan, al parecer, por indicación de su hermanastro, el rey Felipe II. Sobre sus primeros años, véase la famosa biografía novelada: Padre Luis Coloma, S.J., Jeromín: estudios históricos sobre el siglo XVI, Edit. Mensajero del Corazón de Jesús, Bilbao, 1902 (con libre acceso, por ejemplo, en la www.biblioteca.org.ar).

[15]  Alusión a Guillén Prieto, maestro de latín de Jeromín en Villagarcía de Campos.

[16] Es decir, el 21 de septiembre de 1558.

[17] Nota biográfica de Don Luis (Méndez) de Quijada en el lugar citado en la nota 9. Como es natural, el ascenso y sucesivos cargos y honores concedidos lo fueron a lo largo de los años, en concreto, entre 1559 y 1568.

[18] Villa, que no ciudad, título que Valladolid no alcanzó hasta 1596.

[19] En concreto, el 13 de febrero de 1561.

[20] A este respecto, véanse: Javier Burrieza Sánchez, Los años fundacionales de la Compañía de Jesús en Valladolid, Actas del I Congreso de Historia de la Iglesia y del Mundo Hispánico, “Hispania Sacra”, 52 (2000), pp. 139-162 (accesible por Internet); Juan Agapito y Revilla, Las calles de Valladolid, edición facsímil de la de 1937, Maxtor, Valladolid, 2004, pp. 418-419; Jesús Urrea Fernández, Arquitectura y nobleza: Casas y palacios de Valladolid, Ayuntamiento de Valladolid, 1996, pp. 29 y 74-75.

[21] La generosidad de Doña Magdalena de Ulloa para con los jesuitas -y no solo con ellos- fue proverbial, debiéndose a su munificencia las casas y conventos de Villagarcía de Campos, Oviedo y Santander. De modo general, véase: Juan de Villafañe, S.J., La limosnera de Dios. Relación histórica de la vida y virtudes de la Excelentísima Señora Doña Magdalena de Ulloa…, Imprenta de Francisco García Onorato, Salamanca, c. 1723 (accesible en la www.bibliotecadigitaljcyl.es en sus tres primeras partes, pues falta la cuarta, que comprendería los años 1580-1598).

[22] Se trata de la Colegiata erigida y subsistente en Villagarcía de Campos, cuya consagración data de 1580, aproximadamente.

[23]  Se recuerda que Don Luis de Quijada falleció el 25 de febrero de 1570, unos veintiocho años antes que su esposa, Doña Magdalena de Ulloa.

[24] Se trataba de (María) Ana de Austria y Mendoza (1568-1629), que tan interesante vida tendría. Nota biográfica, a cargo de Damián Yáñez Neira, OCSO, en el Diccionario Biográfico de la Real Academia de la Historia (www.dbe.rah.es).

[25] La decisión la adoptó Felipe II, de modo simultáneo al reconocimiento oficial de la niña como hija natural de Don Juan de Austria.

[26] Allí acaecería, alrededor de 1595, el tan histórico como legendario episodio del Pastelero de Madrigal, entre Ana de Austria y Mendoza y Gabriel de Espinosa, llevado al teatro de forma imperecedera por José Zorrilla (Traidor, inconfeso y mártir, drama estrenado en 1849).

[27] La profesión como monja agustina de Doña Ana de Austria y Mendoza se produjo en 1589; de donde puede inferirse la fecha aproximada en que Diego Martín de Galarza escribió la relación que los lectores tienen ahora ante sus ojos.

[28] La de Vísperas era una cátedra existente, al menos, en las Facultades de Teología y de Leyes, que recibía su nombre por impartirse las clases durante la tarde. Tenía menor predicamento y sueldo que la de Prima, que, por el contrario, se profesaba a primera hora de la mañana.

[29] Los datos sobre el catedrático Guíaz son reales: véase, B. Bennassar, Valladolid en el Siglo de Oro, citado en la nota 8, p. 333.

[30]   Un breve y claro resumen de la así llamada segunda guerra de Granada o de las Alpujarras (1568-1570) puede encontrarse en: J.H. Elliot, La España imperial (1469-1716), traducción española, editorial Vicens-Vives, reedición de 1974, Barcelona, pp. 253-259.

[31] Pedro de Deza y Guzmán (o Manuel) (1520-1600) fue vicario general del arzobispado de Santiago de Compostela, oidor de la Chancillería de Valladolid, arcediano de Calatrava en la archidiócesis de Toledo, auditor del Tribunal Supremo de la Inquisición, Comisario general de Cruzada y presidente de la Chancillería de Granada. Fue creado cardenal por Gregorio XIII el 21 de febrero de 1578, yendo a residir a Roma.

[32] Al parecer, la mayor inquietud de Felipe II en relación con los moriscos era la de que se confabulasen con los entonces muy peligrosos turcos y facilitaran la invasión por estos de la España mediterránea.

[33] Sobre ellos, sus antepasados y sus próximos, véase: Camilo Álvarez de Morales, Notas de oligarquía morisca granadina. La familia Ferí, Sharq al-Andalus, 14-15 (1997-1998), pp. 155-176 (con libre acceso por Internet).

[34] Nombre españolizado con el que fue conocido el jefe morisco sublevado contra Felipe II. Su verdadero nombre árabe era Muhammad ibn Ummaiya, adoptando en castellano el de Fernando de Válor y Córdoba. En realidad, Abén Humeya había sido asesinado por algunos de los suyos el 20 de octubre de 1569, sucediéndole en el mando supremo de sus huestes uno de sus primos, llamado Abén Aboo.

[35] Pedro Guerrero (1501-1576), arzobispo de Granada entre 1546 y 1576, y uno de los altos eclesiásticos más importantes e interesantes de su tiempo. Véase: Carmen Herreros González y María del Carmen Santapau Pastor, Pedro Guerrero, vida y obra de un ilustre riojano del siglo XVI, Instituto de Estudios Riojanos, Logroño, 2012. A nivel elemental y con acceso libre por Internet, tiene nota biográfica, a cargo de Felipe Abad León, en el Diccionario Biográfico de la Real Academia de la Historia (www.dbe.rah.es).

[36] Las cifras y destinos de esta forzada diáspora son discutibles. Puede sostenerse un total de 300.000 moriscos afectados, de los que entre la quinta parte y la mitad pudieron permanecer en otros lugares de Andalucía, dispersándose el resto por Castilla la Nueva, Murcia, Valencia y otras regiones.

[37] Diego de Espinosa y Arévalo (1513-1572), cardenal desde 1568, hombre de confianza de Felipe II entre 1565 y 1572, desde los puestos de presidente del Consejo de Castilla y del de la Inquisición. Véase: Ezequiel Borgognoni, Confesionalismo, Gobierno y Privanza, El Cardenal Diego de Espinosa (1565-1572), Chronica Nova, nº 43 (2017), pp. 169-186 (accesible por Internet: www.revistaseugr.ugr.es).

[38] El Albaicín era el barrio predilecto de los moriscos granadinos para instalarse.

[39] Dicha batalla se dio, como es sabido, el 7 de octubre de 1571. Pedro de Deza fue nombrado presidente de la Chancillería vallisoletana en agosto de 1577, pero, al ser promovido a cardenal en febrero siguiente, cambió España por Roma, de donde ya no regresó, falleciendo en 1600.

[40] El testamento fue otorgado el 21 de agosto de 1563; el codicilo lo fue el 24 de febrero de 1570, un día antes de la muerte de D. Luis de Quijada.

[41] Sobre el Señorío de Villagarcía de Campos, que existió de forma autónoma entre los siglos XV y XVII, véase la referencia archivística en la web del Ministerio de Cultura, pares.mcu.es.

[42] Disposición llamada testamento de hermandad o de mancomún, inusual en el Derecho castellano, lo que explica la oposición y discusiones que suscitó durante años, como seguidamente se recoge.

[43] A la sazón, Gregorio XIII (1502-1585), papa entre 1572 y 1585. Finalmente, los bienes conjuntos de D. Luis Quijada y de Doña Magdalena de Ulloa fueron heredados universalmente por los jesuitas, a la muerte de la segunda en 1598 (este dato no figura en el relato de Diego Martín de Galarza, probablemente por haberse escrito antes de esta última fecha).

[44] Sobre este letrado, véase: Bennassar, Valladolid en el Siglo de Oro, cit. en nota 8, pp. 340-341.

[45] Este sistema de abono por renta anual o iguala era común en aquel tiempo -y en otros posteriores- como forma de pago de los profesionales por sus clientes habituales. 3.000 maravedíes equivalen a unos 8 ducados.

[46] Innecesario es aclarar nada sobre la batalla naval de Lepanto (1571), ganada a los turcos por la Santa Liga, comandada por Don Juan de Austria. La toma de Túnez (1573) fue efímera pues el territorio volvió a caer en poder otomano en septiembre del año siguiente.

[47] En concreto, en Nápoles y Milán, entre 1573 y 1576.

[48] Desconozco su ubicación en el Valladolid del siglo XVI. Invito a mis lectores a llenar esta laguna en mi información, remitiéndome un correo ilustrativo.

[49] Amplio estudio del tema en: Javier Burrieza, Los años fundacionales de la Compañía de Jesús en Valladolid, Actas del I Congreso de Historia de la Iglesia y el Mundo Hispánico, Hispania Sacra, 52 (2000), pp. 139-162 (de libre acceso por Internet).

[50] Baltasar Álvarez (1533-1580), uno de los más destacados jesuitas de su tiempo por su espiritualidad y magisterio de novicios.

[51] Dicho aniversario se cumplió el 7 de octubre de 1576.

[52] Suele darse el año 1568 como el del comienzo de las hostilidades y 1648 como el de su conclusión (tratados de Westfalia), con la independencia de las llamadas Provincias Unidas (región norte de Flandes). Por tal motivo, la guerra suele conocerse como la de los ochenta años.

[53] El relato de Diego Martín de Galarza no precisa más sobre el tema. Tampoco lo haré yo al publicar dicho relato, por ser cuestiones abstrusas y debatidas, así como por no ser yo historiador profesional.

[54] Se trataba de Juan de Soto (1538-1575), destituido por Felipe II a finales de 1574 de su condición de secretario de D. Juan de Austria. Los motivos son oscuros pero, de cualquier manera, Soto fallecería de muerte natural al año siguiente. Véase Portal de Archivos Españoles (www.pares.mcu.es).

[55] Se trata, evidentemente, de Juan de Escobedo (c. 1530-1578), que será muy citado a lo largo de este relato. Extensa nota biográfica suya, a cargo de Juan Baró Pazos, en el Diccionario Biográfico de la Real Academia de la Historia (www.dbe.rah.es).

[56] Antonio Pérez (1540-1611) -también muy citado en el curso de este relato-, fue entre 1567 y 1576 secretario de Estado para los asuntos de Italia, mientras su colega, Gabriel de Zayas, se ocupaba de los llamados asuntos del Norte, entre los que contaban los de Flandes. Esta situación se permutó en 1576, para que Pérez se encargase de los negocios de Flandes, con la plausible -pero dudosa- disculpa de que Antonio Pérez simpatizaba y se entendía muy bien con D. Juan de Austria. Extensa nota biográfica de Antonio Pérez, a cargo de José Antonio Escudero López, en el Diccionario Biográfico de la Real Academia de la Historia (www.dbe.rah.es).

[57] …Aunque solo fuera por el hecho de que Felipe II hubo de declararse en bancarrota (por segunda vez en su reinado) el 1 de septiembre de 1575, si bien económicamente se repuso muy pronto, debido a excepcionales remesas de metales preciosos del Imperio americano en los años siguientes. Véase: J.H. Elliott, La España imperial (1469-1716), citado en la nota 30, pp. 195, 285, 286 y 291.

[58] Sabido es que D. Juan de Austria hizo por tierra su viaje entre España y Flandes, para tomar posesión de su gobernación, disfrazado de criado morisco al servicio del magnate y militar italiano, Octavio Gonzaga. Atravesó Francia, parando incluso en París, y alcanzó Luxemburgo -entonces una de las provincias flamencas- el día 3 de noviembre de 1576. Al día siguiente, se produciría el famoso y terrible saco de Amberes.

[59] Juan Zapata de Cárdenas (c. 1510-1577), presidente de la Chancillería de Valladolid y obispo de Palencia entre 1570 y junio de 1577, en que falleció.

[60] Ese relativo aquietamiento se inició en febrero de 1577, cuando D. Juan de Austria firmó el Edicto Perpetuo y convino con los flamencos sublevados en la retirada de los tercios, y duró, aproximadamente, hasta julio de dicho año cuando, aprovechando la partida de las tropas españolas (abril de 1577), Guillermo de Orange y sus secuaces ocuparon casi todo Flandes, Bruselas incluida.

[61] El puerto de Amberes había sido cerrado a los barcos españoles en represalia por el saqueo de la ciudad por los tercios, incorporándose aquella a las provincias rebeldes, tras firmar la llamada Pacificación de Gante (8 de noviembre de 1576).

[62] Guillermo de Orange (1533-1584), apodado el Taciturno o El Silencioso, noble holandés que dirigió la revuelta de Flandes contra Felipe II, desde sus orígenes (1568), hasta que fue asesinado (1584) por pública y vergonzosa instigación del monarca español. Se sospecha fundadamente de contubernios con él por parte de Antonio Pérez, siendo ambos personas de notables astucia y doblez.

[63] Las diversas fuentes que yo he consultado para tratar de precisar el dato del relator no arrojan una fecha precisa, quizá por mezclar la de partida de Flandes y la de llegada a Madrid. En cualquier caso, parece seguro que Escobedo ya se hallaba en la capital de España en julio de 1577, a más tardar.

[64] A tenor de los datos históricos hoy conocidos, las alusiones de Don Juan parecían dirigidas contra Antonio Pérez, así como a su exagerada y maliciosa difamación basada en el interés que Don Juan de Austria tenía por invadir Inglaterra y, en su momento, casarse con María Estuardo y llegar a ser rey consorte. Sobre estos y otros extremos concomitantes, el relato volverá más adelante.

[65] Andrés de Prada y Gómez de Santalla (1550-1611), al servicio de Don Juan de Austria entre 1566 y 1578, y al de Alejandro Farnesio entre este año y el de 1580. Protegido por Idiáquez, en 1586 obtuvo la secretaría del Consejo de Guerra. También sobre él volverá la narración más adelante.

[66] El golpe de mano de D. Juan de Austria sobre Namur se produjo el 24 de julio de 1577. Bruselas no fue reconquistada por los españoles hasta el 10 de marzo siguiente.

[67] Alejandro Farnesio (1545-1592), duque de Parma, excelente militar y notable político italiano, al servicio de Felipe II, que llegaría a ser gobernador de Flandes a la muerte de D. Juan de Austria (1578). Véase su reseña biográfica, a cargo de Valentín Vázquez de Prada, en el Diccionario Biográfico de la Real Academia de la Historia (www.dbe.rah.es).

[68] Mateo Vázquez de Leca (c. 1541-1591), secretario personal del rey Felipe II entre 1573 y 1591, cuando falleció. Desde la caída de Antonio Pérez (1579) hasta el desastre de la Armada Invencible (1588), fue seguramente el hombre más influyente en la formación de la voluntad y de la información del citado monarca. Véase su reseña biográfica, a cargo de José Luis Gonzalo Sánchez-Molero, en el Diccionario Biográfico de la Real Academia de la Historia (www.dbe.rah.es).

[69] Se trata de la batalla de Gembloux, librada el 31 de enero de 1578.

[70] Tabardillo era denominación usual del tifus, producido por la bacteria Salmonella typhii y transmitido por la picadura de los piojos. La fiebre de campamento -usualmente, más benigna que el tabardillo- recibe actualmente el nombre de fiebre tifoidea; es causada por diversas bacterias del género Rickettsia y propagada, en general, por la contaminación de bebidas y alimentos con heces fecales.

[71] En concreto, D. Fernando Álvarez de Toledo, III Duque de Alba (1507-1582), que fue gobernador y capitán general de Flandes entre 1567 y 1573, cuando fue cesado por Felipe II y reemplazado por D. Luis de Requeséns.

[72] El 15 de marzo de 1581, Felipe II emitió contra Guillermo de Orange un edicto de proscripción, en el que se ofrecían 25.000 coronas y un título nobiliario a quienquiera que se lo entregara o lo asesinase. Esta última opción fue consumada por un borgoñón, Balthasar Gérard, el 10 de julio de 1584, recibiendo sus padres la recompensa (1590), al haber sido Balthasar torturado y ejecutado en Holanda por su crimen.

[73] Más convincentemente, se usan las grafías Radcliff y Radcliffe. Parece ser que era pariente del favorito de la Reina Isabel I, Conde de Essex, y se le puso en libertad -se hallaría preso en la Torre de Londres por motivos políticos-, con el compromiso de intentar el asesinato de Don Juan de Austria.

[74] El embajador era D. Bernardino de Mendoza, que lo fue entre 1574 y 1578. Su hábil estratagema constituye uno de los primeros casos históricos de retrato-robot que se conocen.

[75] Francisco de Orantes (1516-1584), franciscano, fue confesor de D. Juan de Austria entre 1575 y 1578. Posteriormente, llegaría a ser obispo de Oviedo (1581-1584).

[76] Dicha relación original -no editada hasta el siglo XX, por iniciativa de Eduardo Toda-, se conserva en la Biblioteca Nacional de España (manuscrito 2058, ff. 228 vuelto a 232 vuelto (www.bne.es)). Está fechado en Namur, a 3 de octubre de 1578 (es decir, dos días después de fallecer D. Juan de Austria).

[77] Véase antes, nota 70. Buen resumen general sobre la etiología del fallecimiento de D. Juan de Austria, en: Martín R. Seoane, Armando Maccagno y Rosario Alicia Sotelo Hidalgo, Juan de Austria, el héroe de Lepanto. Estudio de su enfermedad final, Cuadernos de Medicina Forense, año 3 (2004), nº 1, pp. 51-60, espec. pp. 56-59 (www.csjn.gov.ar).

[78] Vocablo corriente en el siglo XVI para referirse a veneno dado a alguien en la comida. Actualmente, la Real Academia Española la considera una acepción “poco usada”.

[79] Dionisio Daza Chacón (1510-1596), eminente médico español -particularmente, como cirujano-. Sirvió a D. Juan de Austria entre 1571 y 1573. Jubilado en 1580, pasó su vejez en Valladolid y Madrid. Previamente, en Valladolid había ejercido como médico del llamado Hospital Real de Santa María de Esgueva.

[80] Sería inútil y pretencioso citar bibliografía aquí acerca del crimen de Escobedo. En cambio, creo prestar un servicio a mis lectores apresurados, recomendándoles un buen resumen, accesible por Internet: Josep Tomás Cabot, El crimen de Escobedo, ¿caso abierto?, www.lavanguardia.com, 27 de agosto de 2019. El texto había sido publicado antes por su autor en “Historia y vida”, nº 436 (2004), con el título de Felipe II. La oscura trama del caso Escobedo.

[81] Véanse los términos de la carta de Felipe II en: Manuel Ferrandis, Don Juan de Austria, paladín de la Cristiandad, Ediciones Luz, Zaragoza, 1939, p. 282.

[82] Con el apoyo del papa, Gregorio XIII, y la condescendencia sine die de Felipe II, Don Juan abogaba por una inmediata intentona de invasión de Inglaterra, considerándola condición sine que non para vencer a los flamencos rebeldes. Claro que el beneficio que esperaba era de gran relieve: convertirse en rey consorte, tras casarse con la reina de Escocia y posible aspirante al trono inglés, María Estuardo.

[83] Apodo poco conocido, que se ganó Antonio Pérez por su prestancia física, elegancia en el vestir y juventud con la que llegó a la secretaría de Estado (veintisiete años). Había nacido en 1540, por lo que ya tenía unos 38 años cuando se produjo el crimen de Escobedo.

[84]  El relato da a entender que se escribe en vida de Felipe II, es decir, con anterioridad al 13 de septiembre de 1598, fecha de su muerte.

[85]  Pedro de Escobedo (c. mediados-c.finales del siglo XVI), primogénito de Juan de Escobedo. Felipe II, en efecto, le distinguió con un puesto en su secretaria, donde se mantuvo entre 1576 y 1588, cuando fue cesado por irregularidades económicas, si bien parece que el rey lo perdonó y siguió cobrando el sueldo hasta, al menos, 1598. Sobre este personaje se tratará en el relato más adelante. Véase su nota biográfica, a cargo de Carlos Javier de Carlos Morales, en el Diccionario Biográfico de la Real Academia de la Historia (www.dbe.rah.es).

[86] Coincido con Diego Martín de Galarza en el gran interés de esta carta, poco conocida, que cotejo con Ferrandis, Don Juan de Austria…, citado en nota 81, pp. 283-284. El autor no indica la fecha pero, obviamente, ha de ser de abril o mayo de 1578. La ortografía es la propia de la época y usada por Don Juan de Austria y su secretaría en esta carta.

[87] La madre de Don Juan de Austria fue Barbara Blomberg, o Plumberger (c.1527-1598), cuya referencia biográfica anónima puede hallarse en el Diccionario Biográfico de la Real Academia de la Historia (www.dbe.rah.es). Por decisión de D. Juan de Austria y, luego, de Felipe II, hubo de vivir en España a partir de 1577, debidamente financiada y controlada, casi siempre en Cantabria. El hijo aludido en el testamento debió de ser fruto del matrimonio de Bárbara Blomberg con Jerónimo Kegell, de quien enviudaría en 1569.

[88] Hasta 1583, Alejandro Farnesio hubo de compartir las tareas de gobierno con su madre, Margarita de Parma, pues Felipe II pretendía reducir el mandato de Alejandro estrictamente a los temas militares.

[89] Puesto en que se mantendría hasta el año 1580, en que regresó a España.

[90] Es decir, el 13 de diciembre (en este caso, de 1578).

[91] Probablemente, Vázquez aguardó allí a la comitiva por ser Las Rozas el punto en que se separaba del camino real de Madrid el ramal que entonces se acababa de construir para llegar a El Escorial que, a la sazón, estaba lo suficientemente avanzado en su levantamiento como para servir de alojamiento al rey, aunque el conjunto del Monasterio no se terminaría hasta 1584.

[92] Mateo Vázquez podía tener derecho a ese tratamiento, al ser canónigo de la catedral de Sevilla, además de arcediano de Carmona.

[93] Sobre el carácter de Mateo Vázquez y, en general, para diferenciar lo que en el texto pueda haber de real y objetivo o, por el contrario, de imaginativo y personal, remito a la obra que me parece sigue siendo fundamental en la materia: A.W. Lovett, Fhilip II and Mateo Vázquez de Leca: the government of Spain (1572-1592), Droz, Ginebra, 1977. Para la decisiva intervención de Vázquez en los avances y conclusión de la investigación del caso Escobedo, la fuente clásica es, por supuesto: Gregorio Marañón, Antonio Pérez (El hombre, el drama, la época), Espasa-Calpe, Madrid, 1947 y numerosas ediciones sucesivas.

[94] Se trataba de altos puestos de escribano, existentes en las audiencias, chancillerías y la Corte. Prueba de ello, es que la compra del oficio de escribano de cámara en la chancillería de Valladolid costaba unas tres veces más que el de escribano del crimen, que es el que Diego Martín de Galarza ejercía. Véase, B. Bennassar, Valladolid en el Siglo de Oro, citado en la nota 8, p. 340.

[95] Juan de Escobedo casó en primeras nupcias con María de Alvarado Rada, de la que tuvo a su hijo varón, Pedro. Habiendo enviudado, contrajo segundo matrimonio con Constanza Castañeda -emparentada con la muy ilustre y numerosa estirpe de los Mendoza-, de cuya unión nació una hija, Leonor.

[96] Reducida y estrecha bocacalle de la madrileña calle Mayor, cuyo nombre le venía de seguir en parte los muros de la antigua iglesia de Santa María de la Almudena.

[97] Así lo resalta también el Duque de Rivas, en su conocida serie de cinco romances, Una noche en Madrid en 1578, romance quinto, versos 521-528 de la serie (véase, www.cervantesvirtual.com).

[98] La Historia recuerda que Juan de Escobedo era apodado, incluso por Felipe II, El Verdinegro, mote que no solo hacía alusión a lo cetrino de su tez, sino al carácter atravesado y bilioso del que usaba, incluso, con personas de más alta alcurnia que él.

[99] Es de notar que Escobedo y Pérez se conocían de mucho tiempo atrás, ya al servicio de la casa del príncipe de Éboli, ya de su oficio en la secretarías de Felipe II y de los Consejos. De hecho, se cree que Pérez promovió a Escobedo para llegar a ser secretario de D. Juan de Austria, a modo de un espía de su conveniencia. Que Escobedo mudara por completo de actitud en menos de un año es algo que dice mucho, ya de la falta de perspicacia de Pérez, ya del encanto de Don Juan.

[100] El príncipe de Éboli había fallecido en julio de 1573, es decir, más de cinco años antes de la presente entrevista de Diego Martín de Galarza con Constanza Castañeda.

[101] Doña Constanza parece aludir a la frecuencia con que, al parecer, la princesa de Éboli hacía regalos muy caros a Antonio Pérez.

[102] Se trataba de Bernardina Cabero, persona de la mayor confianza de la princesa de Éboli. Sobre ella se volverá más adelante en este relato.

[103] Es decir, con la categoría de grande de Castilla. Era derecho de los grandes el de ser tildados de primos por el rey, así como poder dirigirse a él en los mismos términos. Con todo, Felipe II tenía íntimamente otro remoquete para referirse a Ana de Mendoza: La Hembra. Podemos imaginar bien el porqué.

[104] Solimán es un nombre antiguo para referirse al llamado sublimado corrosivo, o cloruro mercúrico (HgCl2), un veneno mortal, incluso en pequeñas dosis. Actualmente se emplea en medicina solo como fuerte desinfectante.

[105] Hay el Internet numerosas páginas que describen el envenenamiento por mercurio, incluso en su modalidad criminal, mediante el sublimado corrosivo. Conocido y recomendable libro de divulgación: Adela Muñoz Páez, Historia del veneno (De la cicuta al polonio), Edit. Debate, Barcelona, 2012.

[106]  De ello da prueba cumplida la recogida por Bartolomé Bennassar en su nota biográfica de Don Juan de Austria en el Diccionario Biográfico de la Real Academia de la Historia (www.dbe.rah.es), así como la sistematización que ofrece Carlos Blanco Fernández en: Aproximación a la historiografía sobre Don Juan de Austria, en VV.AA., Sardegna, Spagna e Stati Italiani nell’età di Carlo V, Studi Storicci Carocci (17), Urbino, 2001, pp. 165-182 (accesible en la página web, dialnet.unirioja.es)..

[107] John Lynch, España bajo los Austrias: Imperio y Absolutismo (1516-1598), Península, Barcelona, 1975, pág. 388. Charles Petrie, Don Juan de Austria, Editora Nacional, Madrid, 1968. Bartolomé Bennassar, Don Juan de Austria. Un héroe para un imperio, Temas de Hoy, Madrid, 2000.

[108] Puede leerse en este mismo blog, con la etiqueta de “cuentos históricos”.

[109] Es el subtítulo de la siguiente biografía de la princesa: Manuel Fernández Álvarez, La princesa de Éboli, Espasa, Barcelona, 2010.