Al fuego del amor
Por Federico Bello
Landrove
…dar la vida y el alma
a un desengaño,
esto es amor, quien lo
probó lo sabe.
Lope de Vega
Si el amor es metafóricamente fuego, bien
pueden algunos amantes ser comparados a la polilla que, atraída por él, se
quema; o con la salamandra, de quien se dice resiste el fuego, entre el que sin
cuidado vive; o con el fénix, que voluntariamente se abrasa para renacer de sus
cenizas. Tres seres simbólicos, como las tres mujeres de mi cuento. ¿O podría
tratarse de la misma?
1. La polilla
Han llamado para que baje a cenar, pero apenas si tiene
apetito. Claro, ¡con este calor! Ni siquiera la puesta del sol parece aliviar
el bochorno que trae el viento del este desde el cercano mar. Todo le resulta
desagradable: la noche que ha caído bruscamente sobre sus pensamientos, ya de
por sí bastante tétricos; los hilillos de sudor que siguen los pliegues de su
piel hasta perderse en la urdimbre de la muselina malva; los efluvios de la
fritura de pescado que suben desde la cocina hasta la terraza en que se halla
acodada. Y ahora, esa luz de neón que, amarillenta y todo, habrá de atraer a
los cínifes hasta su lecho sin mosquitera.
-
Lupe,
por favor, ¿no tendría algo para resguardarme de los bichos?
-
¡Claro,
señora! Ahora mismo le subo un repelente.
¿Cómo replicar a
la buena de la hostelera que los insecticidas le provocan disnea, por muy
suaves y bien perfumados que sean? Además, justo en aquel momento –apenas un
par de horas antes-, había sonado el teléfono. Era Víctor, para soltarle la
andanada:
-
¿Clara?
Es para decirte que no voy a llevarte a los niños. Toño ha estado vomitando
desde que almorzó y Vitín ya sabes
que no va a ninguna parte sin su hermano.
-
¿Y
no has podido avisarme hasta ahora? Como supondrás, ya estoy en la casa rural y
he contratado la excursión a las cuevas para mañana.
-
Lo
siento. He esperado hasta ver si se le pasaba. Supongo que no será demasiado
trastorno y, en cualquier caso, no querrás que lo lleve así a ese poblacho que
apenas tiene atención médica.
-
Bien,
vale. Pero si mejora, podrías traerlos mañana…
-
De
eso, ni hablar. Tengo programadas dos reuniones con clientes y, además,
conviene afianzar la recuperación y controlar la evolución entre tanto. Si
quieres venir por aquí y visitarlos en casa…
-
No,
deja. ¿Puedes ponérmelos al teléfono, que hable con ellos?
-
Toño
descansa. Veré si está Vitín por ahí…
Que dice que está viendo los dibujos animados por la tele y no le apetece.
Llama mejor mañana, a la hora de comer.
De buena gana, le
habría armado un expolio, pero tenía las de perder. Había de seguir los
consejos de su asesor legal: Su marido,
como abogado, tiene todas las ventajas. Además, usted se marchó de casa y está
sin trabajo fijo. Deje estar las cosas, al menos, hasta que el juez los
divorcie y fije las medidas definitivas.
Aguantar, sí, pero
¿hasta cuándo? El tiempo pasaba, los niños se iban distanciando de ella y no
podía hacer planes sólidos para el futuro. De día, agobiada de estudios y
trabajos, imaginaba salir adelante y sufrirlo todo por llegar a tenerlos a su
cuidado. Por la noche, apenas lograba dormir con las pastillas, despertando a
cada poco, oprimida y angustiada. Y así, quincena a quincena, hasta la
siguiente visita de los niños, semillero mixto de frustración y de esperanza.
Es demasiado tarde
para regresar a Santiago, y más, con este ánimo, entre la indignación y la
congoja. Cancela el resto del programa de estancia pero mantiene la reserva
para esta noche. Lupe hace lo que puede, como siempre:
-
Por
el hospedaje, ni mencionarlo siquiera. En cuanto a la excursión a las cuevas,
hablaré con el guía para que se la aplace a otro fin de semana. ¡Merece tanto
la pena!
Clara se ha
encogido de hombros, para acabar asintiendo. Ella ya conoce el lugar, que
visitó con Víctor a poco de llegar a Panamá, pero los niños… Se había hecho la
ilusión de que disfrutarían con la aventura. Lupe, incluso, les había
organizado para el domingo la asistencia a un partido de béisbol. Y ahora…
Desde la ominosa
oscuridad ambiente, le llega el suave gorgoteo del arroyo Gamboa, antes de
perderse del todo entre las oquedades calizas. Entra en la cámara y, de la
mesita de noche, toma un frasco y engulle dos comprimidos con un buche de agua.
Se reclina en una tumbona a esperar que le venga la modorra, buscando la
protección del haz de luz ictérica, que supuestamente repele los mosquitos. Una
miríada de polillas revolotea en círculos en torno al foco, danzando alocadamente
hasta chocar con él y caer al suelo, inertes. Más cerca, cada vez más cerca…, susurra, imaginando que forma parte
de aquel ritual de atracción y de muerte. Más
lejos, cada vez más lejos, replica el somnífero, llevando su mente por una
espiral nacida de la luz, con destino al agujero negro del sueño. En el camino,
a cada espira, se aleja y sueña, o imagina, o recuerda, más y más pesada,
siguiendo el camino de su vida marcha atrás en el tiempo…
***
La mariposa de la
noche se aleja de la luz y torpemente remonta el vuelo. En los bucles se
enredan los años de la infamia, según ella ha titulado una novela que
todavía se halla en los primeros capítulos. El doble salto mortal adelante de
la emigración transoceánica, recién licenciada en Letras, sin raíces, sin
trabajo, con un hijo ya en el vientre. El marido, discutidor y dominante, con
el que pronto constató que poco o nada tenían en común, fuera de la exhibición
social y de los hijos. La casa en las afueras de Colón, sin servicio y sin
coche. La familia de él, sencillos y buenos a su modo, pero ignorantes y viéndolo
todo con sus ojos: Víctor dice; Víctor hace; hija, tienes que hacerle muy
feliz. El corazón se le rebela y le va plantando cara. Él exige cada vez
más, sin ayudarla, regateándole hasta lo más nimio. Los niños, por los niños:
Sí, pero ellos crecen y se dan cuenta de todo; ya empiezan a estar tensos, a tomar
partido, a jugar con los padres a su conveniencia. Estudia a hurtadillas. Cultiva
amistades a escondidas. Pide a sus padres que depositen en un banco de España
lo que por generosidad quieran donarle: No es por nada: es que aquí el dinero
se deprecia más rápido. La mariposa siempre voló sigilosamente.
Un giro más amplio
y le ha quedado pequeño el mar. Se ve en la ciudad castellana, bailando en sus
brazos, abandonada, alegre, un poco achispada quizás. ¡Dios mío, cómo puede
tratarse del mismo Víctor! A ella nunca le pudo engañar sobre ser inculto y
posesivo, pero parecía tan abierto, tan apasionado, tan insistente... Era
meloso, atlético, buen estudiante, con esa vitola de exótico que tanto
apreciaban las chicas de antaño. Y su experiencia en las lides amorosas, que
contrastaba clamorosamente con su propio candor...
Clara titubea: es
eso y no es eso. De tanto volar en círculos, ha perdido la trayectoria. Puede
que las mariposas se guíen por las estrellas, pero la culpa no es de las
estrellas, sino nuestra. Abre la perspectiva, se aleja en el tiempo y se ve
una niña, dominada por su familia, encasillada en los estudios, juguete
sentimental de un pretendiente tímido y en exceso cerebral. La mariposa, a
duras penas, elude la red y escapa, alocada y zigzagueante, aprendiendo con el
desconcierto, la rebeldía y, por el dolor, la independencia. Inexorablemente,
la atrae el agujero de gusano, en el que entra convertida en larva, perdidas
las alas, para salir convertida de nuevo en mariposa de luz, falena de la
noche, desdichada polilla que ha confundido el mísero brillo de una bujía con
el magno fulgor lunar.
Clara se alza,
entumecida y sudorosa. Fija la mirada por última vez en el desenfreno alado del
farol y penetra titubeante en el dormitorio. Pudo ser de otra manera, bisbisea.
Bosteza, consulta el reloj, retoma el frasco del hipnótico. Le vienen a la
mente las eternas palabras: Morir, dormir, tal vez soñar. Vuelca los
pequeños comprimidos en la palma de la mano y se queda mirándolos, como si les
suplicara ayuda o les pidiera una respuesta.
El primer soplo de
brisa fresca bate suavemente las cortinas.
2. La salamandra
El bisoño subteniente
de la Policía Nacional, Roberto Argimiro de Céspedes y Talabarte llevaba
destinado en Santiago de Veraguas apenas tres meses, lo justo para empezar a
rellenar con soltura los atestados y adquirir cierta desdeñosa rudeza para
tratar al ganado que le tocaba en
suerte. Al menos, así dijo el mayor Martínez, al hacerle la presentación
criminológica de los santiagueños el día de su toma de posesión:
-
Hasta
hace pocos años, aquí nos conocíamos todos. Pero ahora, con el turismo y la
Panamericana, nos llega un ganado que
no veas. De modo que mano dura y sin contemplaciones. Los jueces de aquí son buena
gente: no andan con demasiado garantismo
y, ante todo, quieren eficacia.
Aquella mañana, le
esperaba una encomienda de cierta importancia. El mayor Martínez se la presentó
así:
-
La
noche pasada, han asaltado en su casa a una profesora de la Normal. Creo que
todavía está hospitalizada. Echa un vistazo al lugar y, en cuanto le den el
alta, le tomas declaración. Tengo mucho interés en que se hagan bien las cosas,
pues se trata de una escritora de renombre, que dio clase a mi esposa. Llévate
al cabo primero Rosas, que es vecino de la señora y conoce perfectamente toda
la zona.
El domicilio de la
doctora radicaba junto a la Carretera Panamericana, de la que apenas la
separaban la vía de servicio, unos metros de descuidado césped y un muro
discontinuo tapizado de madreselvas. Tras él, el anodino edificio, oblongo y
funcional, de una sola planta, con pequeño jardín delantero, a base de macizos
de hibiscos y hortensias, salpicado aquí y allá de frondosos arbustos de
camelia y de peonía, jarrones y macetas pénsiles para las bromelias y un modesto
cenador, sombreado con rosales. A ambos lados y en fondo, otras propiedades
similares inducían a pensar en una urbanización de otros tiempos, modesta en su
construcción pero recoleta y holgada en las zonas verdes.
-
¿Por dónde se supone que entraron, cabo?,
inquirió el subteniente, extrañado de no encontrar huellas de fuerza alguna.
-
Mientras
no podamos preguntar a la señora… Para mí que el ladrón era alguien conocido y
vete a saber si no estaba ya dentro de la casa.
-
¿Imagina
lo que pudo llevarse?
-
Debió
de ser una cosa muy concreta, si es que arrambló con algo –aventuró Rosas-. Lo
que es dentro, no se aprecia nada descompuesto ni fuera de su sitio.
-
¿Pero
es que ya ha entrado usted por su cuenta y sin permiso?
El cabo se encogió
de hombros:
-
Como
vecino, llegué aquí inmediatamente, alarmado por la sirena de la ambulancia. Ya
se la estaban llevando, pero la puerta aún estaba abierta. Así que eché un buen
vistazo, por si acaso, y me encargué luego de cerrar y poner unos precintos en
las puertas de entrada. Mire… ¡caramba!, este lo han roto… A ver…, ¡ah, sí!,
ahí está Alicia, la criada.
Roberto resopló
mientras columbraba al otro lado de los cristales a una mujer de mediana edad
aspirando una alfombra. Estuvo a punto de gritar, pero se contuvo. Tres meses
de experiencia ya dan para bastante:
-
Ande,
Rosas, vamos a inspeccionar el escenario del crimen –recalcó irónicamente estas
últimas palabras-, en todo lo que nos haya dejado sin aspirar la asistenta.
***
La visita a la
casa no aportó nada útil con medios criminalísticos. Céspedes decidió apelar a
los métodos de toda la vida, vale decir, a charlar con la criada.
-
¿Lleva
mucho tiempo colocada en esta casa?
-
¡Uy!,
doce años para Pascua Florida: desde que la señora se vino con los niños para
Santiago.
-
Ya.
Y, claro, no sabrá usted nada de este robo. La cosa está difícil incluso para
nosotros...
Alicia lo miró con
sorna, picada en su amor propio.
-
No
me extraña que no den pie con bola: Si esto ha sido un robo, que se me contagie
la fiebre amarilla.
-
No
lo quiera Dios, pero ¿en qué se basa para excluir esa hipótesis?
Debidamente
aclarado para la sirvienta lo que hipótesis
significaba, aquella se dirigió al cenicero y señaló un par de generosas
colillas de purito:
-
Ahí
está la prueba –pontificó-. El señorito Fernando hará otras cosas pero, lo que
es robar, no roba.
Inútiles fueron
los esfuerzos del subteniente por conseguir una mayor precisión, ni siquiera
amenazando a Alicia con llevársela detenida por encubrimiento. Roberto porfiaba,
cada vez más excitado, hasta que notó que Rosas le tiraba suavemente de la
camisa. Déjela –susurró-; ya luego le explicaré.
Las aclaraciones
fueron una mezcla de datos y suposiciones, que no dejó muy satisfecho a su
superior:
-
La
profesora lleva muchos años divorciada y, conforme a su libertad, lleva una
vida sentimental un poco –ejem- movida, sobre todo, desde que se independizaron
los hijos. Es posible que el tal Fernando sea uno de los que la frecuentan y la
trifulca no fuera a causa del robo, sino por algo más... espiritual.
-
¿Y
de dónde ha sacado la asistenta la identidad del agresor?
-
He
observado que señaló un cenicero con dos puritos consumidos solo hasta la
mitad. Será una seña de identidad del tipo.
-
Ya;
pues recoja las colillas para que analicen el ADN los de la Científica.
Rosas hizo como le
ordenaba, no sin rezongar algo relativo a los policías de academia. Roberto
hizo como si no lo oyese y concluyó:
-
Creo
que aquí hemos terminado. Quite los inútiles precintos de las puertas y
pasémonos un momento por el hospital en que esté la víctima. Quiero informarme
de primera mano sobre la naturaleza y entidad de sus lesiones.
***
Un par de días
después, a la caída de la tarde, la doctora Blanca de la Fuente, se hallaba sirviendo
un aromático café al subteniente Céspedes, en el salón de su casa. En el
velador, ante el sofá que así mismo compartían, unos exóticos polvorones enviados
por mis padres, desde España, junto al cenicero que al policía le traía el
recuerdo de los puritos y de Alicia, quien daba el último pasavolante del día
en la cocina, antes de marchar. Una férula nasal y el labio superior hinchado
dejaban constancia de la agresión sufrida por doña Blanca.
-
Así
que Céspedes. ¿No será familia del catedrático de Historia de la Universidad
Católica?, aventuró la profesora.
-
No,
no, señora. Por aquí es un apellido muy corriente.
-
Fue
de los que más me apoyó en mi tesis doctoral –prosiguió ella-, aunque esta
versara sobre Ana Isabel Illueca, la poetisa campesina, recién fallecida por
entonces.
-
También
usted escribe, según me han dicho.
-
En
efecto: doy clases en la Normal y voy publicando lo que me dejan las
editoriales. ¿Has leído algo mío?
El policía se
sintió cómodo con el tuteo. A fin de cuentas, ella era mucho mayor, aunque muy
peripuesta y todavía de buen ver.
-
He
tenido una época muy agobiada –repuso-: examen de ingreso, academia, adquirir
los rudimentos de mi profesión... Pero las cosas van a cambiar. Me hecho socio
de la Biblioteca Pública.
-
Tenemos
una muy buena en la Normal. Si quieres, puedo sacarte... Perdona, estamos
divagando y seguro que quieres ir al grano.
-
Gracias
por su franqueza. Usando de ella, le pregunto directamente: ¿Quién es ese don
Fernando al que todos achacan haber sido su agresor?
La jugada de
farol tuvo un acierto pleno, por coger totalmente desprevenida a la profesora.
Esta enrojeció, bajó los ojos y, durante unos segundos, pareció buscar una
salida, o bien una explicación a la ciencia del policía. De repente, oyó a
Alicia que se despedía desde la cocina: Con
Dios, señora. Hasta mañana. A Blanca se le hizo la luz: Seguro que todo era
cosa de la chismosa de la asistenta, que no tragaba al susodicho. Decidió
devolver la pelota al subteniente:
-
Fernando…
¿qué Fernando?
-
¿Quién
va a ser? El que estuvo aquí la noche de la golpiza.
Si tiene usted amnesia postraumática, puedo hacer averiguaciones…
La señora recogió
velas –el policía estaba resultando duro de pelar-:
-
Golpiza, golpiza… No voy a negarle (el tuteo
desapareció bruscamente) que discutimos, pero somos buenos amigos y se trató de
un accidente. Él se marchaba muy enfadado y precipitadamente. Yo salí tras él
para cerrar la puerta con llave y me llevé en las narices el portazo con que
cerró. Ya ve, cuestión de mala suerte, pues seguro que él no quiso alcanzarme.
Eso es lo que pasó y lo que mantendré dondequiera, contra los bulos que, al
parecer, han circulado por ahí.
-
No
me opongo a que quiera preservar su intimidad y el buen nombre de sus
amistades. En todo caso, expondré su versión a mis superiores. Eso sí: por si
la cosa sigue adelante, necesito que me dé el nombre del caballero, a no ser
que quiera que lo investiguemos nosotros y le tomemos declaración.
-
Reinares,
Fernando Reinares. Le sonará el nombre. Vive en Ciudad de Panamá.
El bueno de
Céspedes estaba in albis, pero se abstuvo de manifestarlo. Tiempo habría de
aclarar la identidad. Comprendió que era prudente no insistir con las
indagaciones.
-
Se
está haciendo tarde –dijo-. Sería bueno que, durante unos días, no dé muchas
explicaciones a terceros sobre la forma de lesionarse.
-
Descuide;
mientras esté como un eccehomo, procuraré salir de casa y recibir lo menos
posible. Pero, ahora que caigo, tómese el café, si no se le ha quedado frío, y
pruebe los polvorones de España. Están sabrosos de veras.
Roberto Argimiro
sonrió y la miró a los ojos. Intuyendo que se daría carpetazo al asunto, le dio
con sorna un consejo:
-
En
el futuro, tenga cuidado con los portazos.
Blanca se echó a
reír:
-
Tendré
que seguir a los hombres más a distancia.
Al salir, el
subteniente constató que la puerta de la casa, como todas, cerraba hacia
afuera.
***
Como Céspedes
suponía, el caso de la nariz de Blanca se perdió en los archivos de la
Comisaría. No obstante, su natural curiosidad fue satisfecha por la esposa del
mayor, la noche que lo invitó a cenar a su casa para conocerlo, como solía
agasajar a los nuevos oficiales. Al concluir el ágape, la anfitriona lo tomó
del brazo y se empeñó en mostrarle su espléndida colección de polleras tradicionales.
Subieron al piso alto y, entre falda y falda, le contó:
-
Blanca
de la Fuente es una gran profesora y una mujer excepcional, pero ha quedado
marcada por un matrimonio nefasto y un divorcio muy conflictivo. Yo diría que
se ha impuesto, a la vez, la independencia profesional y la soledad afectiva. Su
inteligencia y atractivo no pasan desapercibidos para los hombres con que se
relaciona, pero ella nunca los ha tomado en serio. Tengo para mí que, desde que
se afianzó como profesora y los hijos la abandonaron, no ha hecho ascos al
flirteo o, incluso, a relaciones pasajeras. Con todo, en Santiago la juzgamos
como una persona superior e inasequible a los hombres que la pretenden.
-
Sin
embargo, ese Fernando no sé cuantos…
Tengo entendido que han mantenido una relación… volcánica.
La esposa del
mayor rió de buena gana con epíteto tan ardiente. Le explicó:
-
Tienes
razón. Por una vez, doña Blanca se encontró con la horma de su zapato. Él es un
galán de mucha consideración: de buena familia; poeta y dramaturgo afamado;
guapo y conquistador. Solo un pequeño defecto: casado y con hijos todavía
adolescentes. Bueno, somos un país moderno y a la gente bien se les consienten
muchas cosas. El hecho es que la relación entre Fernando y Blanca fue a más y empezaron
a dejarse ver en sociedad y hasta se rumoreó que él iba a divorciarse. En fin,
no sé por menudo lo que pasaría entre ellos; el caso es que rompieron, a lo que
parece, de forma brusca. Y ahí viene el escándalo. ¿No has leído Tiempo de hombres?
-
Pues
no, aunque el título me suena.
-
Por
supuesto. Es una novela de Blanca, que se publicó en vísperas de Navidad, para
mayor venta. Aunque con nombres ficticios, queda muy clarito que es
autobiográfica y que el gallo de largos
espolones y corta hombría es Fernando Reinares, quien no tuvo valor para
apoyar a Blanca y seguir los dictados de su corazón. El escándalo ha sido de
época; claro que aquí, en Veraguas, la cosa ha trascendido mucho menos que en
la capital.
-
Ahora
empiezo a atar cabos –confesó el policía-. El tal Fernando vendría a pedir
explicaciones o a tomar cumplida venganza
por la sátira.
-
Seguramente,
concedió su interlocutora. La verdad es que mientras transfigure el dolor en
poesía y la decepción en novelas, bien merece que se la deje tranquila, a ella
y, si no hay más remedio, también a la bestia parda de su antiguo amador.
-
Vamos,
que la Justicia debe inclinarse ante la Literatura –dedujo Roberto-.
-
Ojalá no tuviera que inclinarse ante cosas
peores –concluyó la anfitriona-. Anda, bajemos, que nos estarán echando de menos.
3. El ave fénix
Doña Luz durmió a
duras penas hasta las cuatro y media de la mañana, y eso que a medianoche se
preparó una tisana relajante. De la habitación contigua le llegaba el rumor
sordo y acompasado de la respiración de su madre, dormida. Sonrió. Con casi
noventa años y parecía no haber nada que le quitase el sueño. Tiempo atrás, al
morir su padre, se empeñó en compartir dormitorio con ella, para hacerle
compañía. Apenas se lo consintió durante unas semanas:
-
Hija,
tienes que volver a tu cuarto. Tienes el sueño muy ligero y me consta que
ronco.
-
No
es tu respiración lo que me desvela, mamá. Es este maldito insomnio.
-
Pues
razón de más. Estando sola, puedes dar la luz, levantarte o ponerte a leer: Lo
que se te antoje. Durmiendo conmigo, no te mueves por no despertarme.
A ella le
encantaba esa independencia materna, hecha a partes iguales de un carácter
férreo y del anhelo de no molestar. El
undécimo, no estorbar, como tantas veces repetía. Con todo, los años no
pasan en balde y Luz echaba la vista atrás y comprendía que le era cada vez más
necesaria, para hacerle compañía, para cuidarla, para dirigirla incluso. Eso
sí, con ternura y mano izquierda, cosas que nunca habían sido su fuerte.
Por enésima vez,
repasó mentalmente el discurso que tenía preparado para la ocasión. Como literata de campanillas, se suponía que poseía
el don de la palabra; pero lo de hablar en público en el acto de su jubilación
eran palabras mayores, sobre todo, por aquello de ser la despedida, la última
vez. Y se había impuesto la carga adicional de hacerlo de memoria, sin chuleta, como decían los de su
generación. Así que vamos a repasar…
Repasar, repasar.
Vamos con lo de los agradecimientos. En la penumbra soporosa, se siente llegar
al andén de la estación, con sus hijos, portando el ligero equipaje que en su
huída ha acertado a embaular. Cree percibir aún el abrazo de sus padres, como el
del hijo pródigo, tan expatriado y miserable como ella. Siempre le gustó aquel
símil de parábola. A fin de cuentas, también ella había partido llena de
orgullo y autosuficiencia; ella también había decidido desandar el camino para
escapar de la miseria y del dolor; igualmente, se le habían abierto las puertas
y el corazón de la casa paterna, con las reticencias y la incomprensión de su
hermano.
¡Qué época
aquella, de sacrificios, de tensiones, de abajamiento! Todo, por un poco de paz
y de seguridad, por la limosna de la ayuda y el pan del consuelo. El tiempo
todo lo cura o, al menos, lo mitiga. ¿Cuál fue la clave? No es ociosa la
pregunta, para cimentar el dichoso discurso. Luz bien conoce la respuesta;
hasta recuerda el momento y el lugar en que la halló. Se cruzaron en los
soportales, un Jueves Santo. Ella iba de compras con Toñín. Él, del brazo de una señora, con una parejita. Por un
momento, parecieron reconocerse; luego, cada uno siguió su camino.
-
Mamá,
me ha parecido ver a Enrique Beltrán por los soportales. ¿Sabes si está por
aquí?
-
No
sé, Luz, hace mucho que no sé de él. Es posible que haya venido a ver a sus
padres, aprovechando estos días de fiesta.
¡Veinte años! ¡Ni reconocerla siquiera! ¿O
tal vez sí? En todo caso, carpe diem,
arrumba el pasado, busca dentro de ti, ¡renace!
¿Fue todo tan
sencillo? Ella así lo cree: sencillo, sí, pero no fácil. Tan simple, como una
revolución copernicana. Hasta entonces, a sí misma se emplazaba –y se engañaba-
para el feliz momento en que llegara a ganarse la vida y los hijos se hicieran
mayores. Olvidar el amor, olvidarme de
mí, hasta… Ahora ya lo tenía claro: es imposible dar marcha atrás en el
tiempo, revivir el pasado. En consecuencia, nada hay que aplazar, sino empezar,
reanudar, aprender.
¿Es posible que el
divorcio viniese con un pan debajo del brazo? Fue dejarla en paz el ultramarino –como lo llamaba su
padre-, y sentirse volar, con aquella cabeza firmísima y brillante, tan
desaprovechada hasta entonces. Las oposiciones a Institutos. Las carreras de
los hijos. Por fin, aquella famosa novela, Atando
cabos –era su título-, ajuste de cuentas con el pasado y con el género
masculino, en general. Trabajo y fama. El vuelo del fénix.
Si el fénix vuela,
ella –su trasunto- camina pasillo adelante, con ese anadeo que ya no nace de la
coquetería, sino de la artrosis. Sentada en el escusado, reflexiona y sonríe.
Aquel fénix sexagenario habrá sido, al modo lopesco, de los ingenios porque, lo que se dice del amor, de renacimiento
nada. A no ser que, al suave sol del atardecer, se llegare a fijar en ella –y
viceversa- algún jubilado de vejez vehemente y viril.
Retorna al lecho
riéndose sofocadamente. Al pasar frente a la puerta de la alcoba, su madre la
interpela:
-
¿Te
pasa algo, hija? Me pareció oírte llorar.
-
¡Qué
va, mamá! Me reía de mi misma. Ya ves, desde mañana, a vivir de pensionista.
***
El salón de actos
–otrora denominado paraninfo- está de bote en bote. El cansancio ante los
discursos, cargados de metáforas y ditirambos, se hace patente en el auditorio.
Luz ya está harta de repasar mentalmente su inmediata contestación. Transpira y
vaga con la mirada y el pensamiento por aquellas filas que están al alcance de
sus gafas. Es como una resucitación de espectros, algunos de los cuales ya
creía extintos. Su madre; su hermano; los hijos, venidos de lejos; el nieto
mayor; antiguos alumnos, viejos compañeros, amigas del alma, su abnegada
editora… Sí, en tercera fila, arrinconado, aquel
Enrique Beltrán, amistosamente recuperado hace unos años. Es el sino del ave
fénix: Ella puede renacer, pero no está en sus alas, ni en el fuego
purificador, que sus próximos rejuvenezcan con ella. Pero no: son el espejo de
la verdad; ellos no mienten. Tendré que
apresurarme a concluir mi obra maestra, por si las moscas –se aconseja,
sintiendo un escalofrío-.
Los aplausos
brotan con cierto entusiasmo. El director, en pie, la mira sonriente,
expectante. Vuelve a sí y comprende que le
toca. Se levanta, imposta la voz, aguarda el silencio y empieza:
-
Queridos,
hoy se apaga una presencia, una voz se extingue entre estas paredes, pero no
tengo cuidado, ni siento nostalgia. Clara, y Blanca, y Luz, y tantas otras
vivirán mientras alguien sienta con su amor o sufra con sus decisiones. Cual el
Fénix, purificada por el fuego, renazco en vosotros, hijos, alumnos, lectores.
Ese es mi legado o, al menos, mi esperanza…
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