La cuidadora y el presentao, o los sueños de Andrés
Por Federico Bello Landrove
La enfermedad, la
vejez y el egoísmo se dan la mano con la amistad y el amor crepuscular, para
conformar este relato de sabor agridulce, ambientado en mi ciudad de Castellar, el lugar
de cuyo nombre no quiero acordarme. Y, ya saben, cualquier parecido del relato
con la realidad no es mera coincidencia, ni pretendo aparentarlo.
1. La enfermedad…
¡Hay que ver lo
que son las cosas! Todo el embrollo que voy a contarles no se habría producido
si no se hubiese creado la Asociación de Antiguos Alumnos del Instituto León
Pinelo, de Castellar[1].
Eso fue hace un montón de años: cuando yo, recién licenciado en Derecho,
todavía tenía muy presente el recuerdo de los que juzgaba mis mejores años,
los siete que había pasado como alumno del liceo castellarense. Y no les haría
esa confidencia si, con más de seis décadas a las espaldas, no siguiera
opinando lo mismo.
Con semejante
preámbulo, ni dudarán ustedes de que fui socio fundador de los Antiguos Alumnos,
efeméride que se celebró por todo lo alto, aprovechando sin duda que coincidían
a la sazón en la misma persona los cargos de director del León Pinelo y
de alcalde de la ciudad. De suerte que a los flamantes asociados se nos dio una
recepción en el Ayuntamiento, que concluyó -como entonces se decía- con un vino
español, que es como solía denominarse en tan patrioteras calendas un
piscolabis o refrigerio ofrecido gratis, de forma oficial y, en el mejor de los
casos, et amore.
Como de costumbre,
pasó el tiempo -y más rápido de lo que habría deseado-. Un servidor, descastado
y olvidadizo, dejó de pagar las cuotas que, como asociado le correspondían y, a
mayores, se alejó de Castellar, salvo en navidades, y no todas. Mi condición de
secretario de Administración Local me fue llevando por diversos lugares de
España, hasta acabar recalando en A., donde me casé y nacieron mis tres hijos,
y donde cerré el círculo de mi matrimonio con un discreto divorcio de mutuo
acuerdo, cuyos motivos omitiré, aunque solo sea porque casi nadie es buen juez
de sus propios asuntos. Baste decir que sobre aquello han corrido ya tres
lustros, suficientes para pasar página, como ahora se dice, y para que
los hijos volaran de las “casas paternas” y nos dieran, a mi ex y a mí,
el honroso e inevitable epíteto de abuelos.
Nunca me gustó
Castellar, pero una ciudad, más que por sus piedras, te entra en el alma por
las personas y los recuerdos que ligas a ella. Pero mis recuerdos se fueron
obnubilando con el tiempo y la ausencia, y las personas se van o, simplemente,
envejecen y te resultan extrañas. Quiero decir que no se me habría ocurrido volver
a vivir en Castellar, si no me hubiesen impulsado a ello con vehemencia mis
hermanos:
-
Eres
el mayor, acabas de jubilarte, no tienes hijos a cargo y seguro que te vendrá
bien no encontrar cada dos por tres en la calle a tu pretérita, del
brazo de ese concejal de los negocios sucios, que te tenía entre ceja y ceja.
-
Mujer,
Pepita, llevo veinticinco años residiendo en A. y, precisamente por ser el más
viejo de los hermanos, soy el menos preparado para adaptarme a una nueva vida.
-
Anda,
anda, déjate de milongas, que sigues siendo más castellarense que el pan
lechuguino. Además, eres de nosotros el que más se parece a papá en carácter.
Seguro que lo pones a tono que, desde que falta mamá, hace lo que le da la gana
y toma a la chica que lo cuida por el pito del sereno.
-
¿Qué
quieres, con noventa y dos años y el genio que tuvo siempre? Desde luego, no
voy a ser yo quien le prive, a su edad, de hacer lo que le plazca…, dentro de
un orden.
-
Con
eso nos vale, Andrés. Y ya sabes que cuentas con todos para echarte una mano, o
sustituirte cuando quieras tomarte un descanso. No tendrás más que avisarnos
con algo de tiempo.
Y así fue como, un
par de meses más tarde, me hallé en mi ciudad, en el viejo caserón
familiar, al cuidado de mi padre. Eso era todo lo que me daban hecho. Del resto
tendría que decidir yo, y cuanto antes, si no quería pasar todo el tiempo
leyendo los viejos libros de nuestra biblioteca y escuchando los rezongos de mi
progenitor acerca de sus achaques y de los supuestos dislates de nuestros
políticos. Y entonces fue cuando volví a topar con la Asociación de liceístas a
que antes aludí; en principio, con el único objeto de ponerme al día en el pago
de cuotas. ¡Si estaría en la luna, que no me percaté de que cuarenta años de
atrasos podrían suponer un pico que dejaría chiquito el de un tucán!
***
La joven que me
atendió, en efecto, hizo cuentas y me aconsejó:
-
Le
vale más apuntarse de nuevas, aunque se le cobre una pequeña cuota de entrada.
-
Tiene
usted razón. Lo único que siento es que tenía el carné número 19, y a saber cuál
me va a corresponder ahora…
-
De
cualquier modo -rebatió, sonriendo-, tendría que haber canjeado su viejo
documento por otro, cuando la Asociación introdujo un pin y la firma
electrónica en los nuevos documentos.
-
No
creí -comenté, medio en broma- que la informática hubiese llegado a tanto en el
viejo León Pinelo.
-
Todo
se moderniza. Si se da una vuelta por el Instituto, lo encontrará muy cambiado.
-
En
efecto -aseveré-. Y seguro que lo que más, los chavales de ahora.
-
Y
las chavalas -puntualizó-, que no las habría en su época.
-
Verdad
es -sonreí-: Teníamos que salir afuera a buscarlas…
Cuando me fijé en
el número de mi nuevo carné, el 6.715, eché cuentas y opiné:
-
Pues
no es un número muy alto para la cantidad de promociones que han pasado por
aquí. Se ve que la Asociación no tiene mucho éxito.
Pagué y me entregó
un folleto explicativo de las normas y actividades de la entidad; pero yo
echaba en falta una cosa, esencial para sacarle partido a mi afiliación:
-
¿No
podría facilitarme una lista de los asociados? Es la mejor manera de enterarme
si todavía anda por ahí la caterva de viejos de mi época.
-
Lo
siento, pero no tenemos fotocopias de ella-repuso-. Lo más que puedo hacer es
dejarle consultar el libro registro de afiliados. Están colocados por la fecha
de su inscripción y tiene anejo un índice alfabético.
Estaba a punto de
tirar la toalla, cuando me hizo una sugerencia fructífera:
-
Cuando
repartimos los nuevos carnés, hace años, respetamos la prioridad de los socios
veteranos al corriente de las cuotas. Tal vez le resulte suficiente con consultar los primeramente
inscritos.
Dicho y hecho. Al
pasar la vista por las páginas iniciales, la memoria feliz para las cosas
remotas me hacía recordar sin vacilación los apellidos correspondientes a los
de mi promoción e, incluso, a los alumnos de uno o dos años adelante y atrás.
Eran pocos, ciertamente, pero me llevé un alegrón y, sacando bolígrafo y
agenda, me dispuse a apuntar nombres, direcciones y teléfonos. La joven me
llamó la atención:
-
Lo
siento, pero no puede anotar más que los nombres. Direcciones y teléfonos son
datos confidenciales, que no podemos facilitar sin autorización.
Me enfadé de la
manera que suelo hacerlo: ridiculizando al contrario.
-
Hacen
bien en tomar precauciones. ¡Hay que ver la de robos domésticos y llamadas
maliciosas de condiscípulos que habrán evitado ustedes con su celo!
Tengo la impresión
de que la joven no captó la ironía. Retiró el libro y me hizo un par de
sugerencias, como alternativa a aquella grave infracción de la privacidad:
-
Todos
los meses se celebran reuniones de socios: Venga y seguro que encuentra a algún
conocido. O, si no, pinche un mensaje de saludo en el tablón de anuncios,
que tiene usted a su espalda.
-
Gracias
-contesté con indiferencia-. Lo tendré en cuenta.
La verdad es que
no era mala idea la del tablón, pero tenía prisa por salir y consumar mi delito.
Había sido capaz de retener por el momento el teléfono de uno de los alumnos de
la promoción siguiente a la mía, famoso otrora porque era de los pocos que
lograba la cuadratura del círculo: ser un notable alevín de futbolista y sacar
buenas notas. Alberto Carracedo Soriano era su nombre. ¿Se acordaría él de mí
tan bien como yo de él? Me propuse no tardar en averiguarlo… si su número
telefónico seguía siendo el mismo de tantos años atrás.
***
Pues sí que
mantenía el número, y también se acordaba se mí, entre otras cosas, porque
habíamos coincidido un verano en el campamento de las Milicias Universitarias,
aunque en unidades diferentes. Recibió mi iniciativa con alegría, que
inmediatamente justificó con sinceridad:
-
Así
que divorciado y de vuelta, tras muchos años de ausencia, ¿eh? Vas a necesitar
que te echen una mano para adaptarte y que no se te caiga la casa encima. ¡Si
lo sabré yo, que me quedé viudo hace tres años! Y eso que solo falté de
Castellar en los primeros años de profesión… En fin, para empezar, tenemos una
tertulia en el café Inglaterra de lunes a viernes. Ya sabes, café, palique
y unas partidas de dominó. ¿Qué tal se te da el arte de las veintiocho
fichas?
La verdad, tenía
muy poco arte para los juegos de mesa, no siendo el trivial [2]
y similares. Tampoco me hacía gracia vincularme a un grupo tan asiduo, pero
no era cosa poner pegas de entrada. Le di las gracias y quedé en pasarme por el
café un día de estos. A mi padre le pareció de perlas, pues suponía que
le dejaría dormir la siesta a pierna suelta, sin tirar de él de paseo al
parque. Me lo hizo saber, con un inusitado rebozo:
-
No
tendrás más remedio que cultivar la vida social, si no quieres acabar como yo, que
las únicas cartas que he tenido entre manos son las de Bécquer[3].
Puedes tomar lecciones de Julita que, desde que la contratamos de sirvienta,
todo se le vuelve insistir para que pasemos la velada jugando al subastado.
-
No
me vale, papá -repliqué-. Los tertulianos del Inglaterra juegan al
dominó: Tendré que ejercitarme dando porrazos en la mesa con las fichas…
En fin, en lo que
se refiere a los tertulianos y a su arte, pronto llegamos a un ten con
ten. Poniendo una disculpa plausible, reduje a dos o tres días a la semana mi
asistencia a sus charlas y peroratas. En cuanto al dominó, me incorporé al trío
que le daba por la garrafina, donde fui bien recibido, más por permitirles
formar un cuarteto, que no por mi habilidad natural para combinar las fichas
con maestría. Y, no más tarde de las cinco y media, me despedía
indefectiblemente, con la sensación lastimosa de haber matado el rato.
Menos mal que, en lo referente al entumecimiento de las piernas, lo superaba
con un largo paseo, callejeando por la ciudad antigua en el invierno y dando un
par de vueltas al parque en el buen tiempo. Pronto se me agregó Alberto
Carracedo, que parecía congeniar conmigo y no le gustaba alargar en exceso la
timba, tal vez porque perdía bastante más de lo que ganaba, y le llevaban los
demonios, aunque no se jugase más que el modesto importe de las consumiciones
cafeteras. Yo lo tentaba con otros vicios:
-
Alberto,
todavía me acuerdo de lo buen deportista que eras. ¿Por qué no te animas y
vienes conmigo alguna tarde al gimnasio, o a la piscina?
-
¡Quita,
quita! -rechazaba siempre-. Todo tiene su momento. ¿No ves la de lesiones que sufren
los tíos cachas, de los cincuenta para arriba? No hay cosa más insana
que el deporte…; como que no sé cómo, siendo tan sensato, te has metido al olimpismo.
-
Todo
es cosa de dosificación. ¡No sabes lo eufórico que vuelvo para casa, después de
unos cuantos largos, o de diez minutos de sauna!
-
¡Lo
que te faltaba para estar como un fideo!, comentaba entre risas. No hijo, no.
Yo, tranquilito, con mis noventa quilates y mis pastillitas para la
hipertensión. Total, ya sabes lo del cuento: vale más vivir un año a gusto, que
cinco a pan y cebolla…, o a pesas y espalderas que, para el caso, tanto da.
***
Para tristeza mía
y, tal vez, alegría suya, un infarto de miocardio se llevó a mi padre mientras
dormía, sin dolor ni aviso previo. De la noche a la mañana, me quedé sin nada
que hacer por los demás, como no fuese aplicar mis conocimientos jurídicos para
repartir la herencia paterna, y mi inclinación a la parsimonia, para reemplazar
a la criada de toda la jornada con una asistenta por las mañanas. Incluso,
tentado estuve de poner en venta la casa e irme a vivir a un apartamento de 40
metros cuadrados a la orilla del río. Una vez más, fue mi hermana Pepita -que
le había cogido el gusto a eso de dirigirme la vida- quien se opuso, en nombre
de todos los hermanos:
-
¡Caramba,
Andrés, qué descastado eres: vender la casa de los abuelos apenas papá ha
cerrado el ojo! ¡Qué trabajo te cuesta darnos la satisfacción de mantener la
casa en la familia! Si te viene grande para limpiarla, cierra unas cuantas
habitaciones y en paz. Y, ya que papá te mejoró en el testamento -¡asomó la
envidia!-, bien puedes hacer alguna reforma, que convierta el caserón en una
vivienda confortable.
Más por indolencia
que por sensiblería, decidí conservar el caserón, pero tal cual, con su
pátina y sus recuerdos. ¡A buenas horas me iba a meter en gastos para que, a la
vuelta de unos pocos años, el inmueble fuese a parar a manos de unos nietos que
ni se habían dignado ponerse una corbata y una chaqueta para acudir al funeral
de su abuelo!
Y, hablando del abuelo,
una noche, a poco de fallecer, tuve un sueño en el que él, con la apariencia de
sus cuarenta años, hablaba conmigo, tal cual soy ahora, y parecía querer
ajustarme las cuentas. Más o menos, decía:
-
No
te quejarás, Andresín, que poca guerra te he dado muriéndome tan de
repente. Poco más de un año me estuviste cuidando y fíjate la pedrea que
te ha caído: la casa nuestra de toda la vida, con cuanto contiene de puertas
para adentro…
Yo nada respondía,
por lo que el espectro continuaba:
-
Así
que lo menos que debes hacer es sacrificarte por otro lo que no tuviste que
hacer por mí.
Aquello me hacía
pensar y mi padre, que parecía leer en mi mente, concluía:
-
No
te preocupes, que pronto tendrás ocasión de cumplir con la obligación que te
impongo… Solo tendrás que seguir jugando una temporada al dominó.
De repente, me vi
solo, trasladado por ensalmo a un desierto café Inglaterra, que recorría
una y otra vez, tratando de hallar en vano algún alma. Finalmente, frustrado,
trataba de salir del café, mas en vano: la puerta giratoria no se ponía en
marcha, pese a todos mis esfuerzos. La angustia me hizo despertar y el haber
pasado sin transición del sueño a la vigilia determinó que el sueño -casi una
pesadilla- se me quedase grabado en el consciente. La verdad es que nunca había
tenido un ensueño tan bíblico; es decir, tan de ordeno y mando. Claro
que el mandante no era Dios, pero, para el caso, mi padre se le aproximaba
mucho.
***
Sucedió mientras
pasaba unos días fuera de España, en un viaje organizado por El club de los
sesenta -años, claro-. Al regresar y presentarme en la tertulia del Inglaterra,
me dieron la mala noticia:
-
¿No
sabes lo que le ha pasado al pobre Alberto?... Pues un ictus. Salió del
trance y ya está en su casa, pero parece que quedará bastante perjudicado…
Claro que la recuperación, rehabilitación incluida, logra a veces maravillas.
Ojalá fuera así,
porque cuando yo fui a visitarlo por vez primera, me lo encontré en la cama,
casi del todo paralizado del lado izquierdo del cuerpo, perdida la visión de un
ojo y con un habla balbuciente, apenas inteligible. Una silla de ruedas yacía
en una esquina de la habitación, para enfado y desesperación de un hijo del
enfermo que me explicó la situación:
-
Mi
padre es el colmo. Comprendo que esté muy jodido, pero lo cierto es que siempre
ha hecho lo que le salía de los cojones. Parece no darse cuenta de que lo que
no recupere en un par de meses lo perderá para siempre.
Capeé la lluvia de
palabras gruesas y llegué a la conclusión de que el enfermo no colaboraba lo
más mínimo: Ni aceptaba el pasar de la cama a la silla portable, ni parecía
dispuesto a que lo trasladasen diariamente en ambulancia al hospital, para
recibir la rehabilitación que inicialmente le practicaron a domicilio. En fin,
había mucho movimiento en la casa; de modo que dirigí a Alberto unas palabras
de ánimo, le estreché su única mano activa y me despedí, prometiéndole una
pronta visita. Al salir, el hijo volvió a la carga:
-
Como
no se espabile y coopere, se va a quedar completamente inútil y, con el
carácter que tiene, no va a aguantarlo ni Dios.
En el camino a
casa iba ya rumiando la idea que acabé de desarrollar aquella misma noche.
Echar una mano con Alberto era la tarea que había predicho para mí en sueños mi
padre. Claro que, por fortuna, no tenía que ser yo el protagonista de los
cuidados, que para eso estaban la familia y los profesionales; pero algo
tendría que hacer, y la silla de ruedas me suscitó los primeros proyectos.
Empezaba a cumplirse aquel irónico adagio que escuché de labios de un
benemérito abuelo que cuidaba de tres nietos en el parque: Nunca me he
afanado tanto como de jubilado.
Un Instituto como el del relato
2. … Y el remedio
Así pues, todo empezó
por la silla. Entre la sorpresa por la iniciativa y el relativo respeto que
Alberto había llegado a sentir por mí -ya se sabe que los sentimientos son, con
frecuencia, incomprensibles-, mi amigo aceptó que lo sacase a tomar el sol y a
conversar un rato en el Gran Parque. Pertrechado de periódico y de móvil con
datos, me dediqué a charlar por los codos, procurando que él no tuviera que
comentar mucho, porque yo apenas entendía sus réplicas. Tanto palique debí de
darle que, con su media lengua, me dio a entender que descansara un poco y le
dejase escuchar el trino de los pájaros con su único oído útil.
Del paseo con la
silla -procurando que la hora y el lugar le evitasen toparse con algún
conocido, o dar el espectáculo ante numerosa concurrencia-, pasamos a la
partidita de ajedrez rápido, el intercambio de películas reproducibles en el
televisor y el café de media tarde -con churros, por supuesto-, en una
cafetería cercana a su domicilio. La verdad es que a mí me iba condicionando
bastante la vida pues le dedicaba casi toda la tarde. Más de una vez, los
antiguos contertulios del Inglaterra se brindaron a reemplazarme, y
hasta lo invitaron a que se sumara a la timba de dominó, pero, entre el
deseo de pasar desapercibido y el de no molestar, Alberto acabó por tener una
evidente dependencia de mí, la andremanía, que su familia agradecía,
temiendo no obstante que la demasiada asiduidad acabase por espantarme.
Aunque eran cuatro sus hijos, acabé teniendo plena confianza con Antonio, el
malhablado, quien tuvo la gentileza de seguir diciéndome las verdades del barquero,
pero sin formas groseras:
-
Habrás
notado -me confesaba- que mi padre está mucho mejor de la pierna mala, hasta el
punto de que puede andar con un apoyo, aunque él lo niegue. En cambio, el brazo
izquierdo lo tiene como un colgajo, ya sin remedio.
-
Me
alegro de saber que es capaz de caminar. Iniciaré la batalla de sacarlo de la
silla y pasarlo al bastón[4].
-
Te
lo agradezco porque eres el único al que hace caso, aunque a regañadientes y
como si te hiciese un favor. En cambio, con mis hermanos y conmigo se ha vuelto
más protestón y desabrido que nunca. ¡Y no digamos con la criada y el
fisioterapeuta! Todo son protestas y broncas, y está por la primera vez que se
le oiga un gracias o un por favor.
Me daba la
impresión de que la verdad de las cosas estaba entre la versión de Alberto y la
de su hijo, pero, sobre todo, empezaba a sospechar que mi amigo no iba a tardar
en dar con sus huesos en una residencia para ancianos necesitados de
asistencia. No era algo tan terrible sino, más bien, inevitable. De hecho, yo
me imaginaba en unos años camino de uno de esos centros y hasta iba anotando en
mis paseos los predilectos. Pero para Alberto sería una tragedia, por su forma
de ser y, sobre todo, por su idiosincrasia y edad, todavía no avanzada. Decidí
empezar una nueva cruzada: la de convencerlo de que su estancia en el
domicilio, tal y como se estaban poniendo las cosas, exigiría de él un radical
cambio de estrategia.
Lo más sencillo
era sugerirle que cambiase de actitud, volviéndose más tolerante y mucho más
obediente. Pero, ante mis consejos, tomaba el camino más fácil, asegurándome
que era un dócil enfermo y que los malos e intolerantes eran -¡cómo no!- los
otros. En ese “otros” incluía en muy primeros puestos a su hijo Antonio y
al fisioterapeuta, especie de tirano, al que achacaba hasta malos tratos. Por
un tiempo, llegué a pensar que tal cosa podía ser cierta, no con carácter
general, pero sí cuando mi amigo llegase hasta el punto de sacar a aquel
tiarrón de sus casillas. Los hijos convinieron a regañadientes en cambiar de
cuidador y ello fue pasar de Málaga a Malagón, pues el nuevo era tan
condescendiente, que no hacía otra cosa que lo que consentía Alberto, cosa muy
cómoda para ambos, pero totalmente contraria a las indicaciones de los médicos.
La cosa estalló cuando el otro hijo varón, Miguel, apareció por sorpresa una
mañana a la hora del paseo y encontró a la pareja jugando a la brisca. Me lo
contaba Carmen, una de las hijas, a punto de sollozar:
-
¡No
sabes lo que es esto! Un día vamos a acabar mal, que no es solo mi padre quien
en la familia tiene el genio vivo. Los vecinos ya están alarmados de las
discusiones a gritos… y lo malo es que, como él está así y parece un corderito
de cara a los demás, para la gente somos nosotros los malos de la película.
-
¿Y
es así con todos? ¿No hay algún hijo que pueda llevarlo con más tiento?
-
Quizá
mi otra hermana, Marta, la que vive en Madrid, que viene a visitarlo una vez al
mes con sus hijos pequeños, con los que él está encantado; pero, claro, no
viviendo en Castellar, ni siquiera cerca…
-
O
sea que…
-
…
Que estamos a punto de tirar la toalla y dejarlo a su aire, dado que no hay
quien lo convenza de tomar el camino de una residencia, por buena que sea.
Se me encogió el
estómago, y no solo por Alberto, sino por lo que podía suponer de sobrecarga
para mí. Pregunté:
-
¿Y
no podéis obligarlo a que vaya a una institución de acogida?
-
Imposible.
Mi hermano Miguel, que es abogado -como sabes-, dice que, mientras esté en sus
cabales y tenga dinero para contratar cuidadores, de su casa no lo mueva nadie,
si él no quiere.
-
¡Pues
estamos buenos!, opiné, empleando un plural muy comprometedor.
Una vez en mi
domicilio, me puse a recorrer el pasillo, meditando en voz baja, como suelo
hacer en mis momentos más reflexivos. Al final de cada opción sobre la que
pensaba -a cual más descabellada-, volvía a aparecérseme el fantasma de mi
padre, recordándome que él había delegado en mi amigo la condición de
beneficiario de mis atenciones y deberes. La verdad, entre el mundo real y el
imaginario, iban a volverme loco. Gracias a que estaba a punto de cumplirse en
mí el proverbio de que Dios aprieta, pero no ahoga. Fue de la manera
menos pensada. Enseguida les diré cómo.
***
Lo cierto es que
la prehistoria del hallazgo se remontaba a los primeros tiempos de
nuestra amistad, cuando todavía Alberto se encontraba en plenitud física. Me
había enseñado la casa, como procede cuando la primera visita. En una de las
habitaciones, desde una consola, enmarcada en plata, una señora como de
cuarenta y tantos años, posaba para nosotros con un traje malva y una amplia
sonrisa, con un fondo de marina tropical. Como al desgaire, al notar que la
miraba, mi amigo hizo la presentación:
-
Es
mi hermana Pili. Se casó con un indio y le ha ido rematadamente mal. Con
todo y con eso, en América sigue, por no perder a los hijos, ni el trabajo.
La segunda vez que
tropecé con la tal Pili fue ya tiempo después del ictus. Llegando a casa de
Alberto tras nuestro paseo por el parque, la criada le dijo:
-
Hace
un rato, lo llamó su hermana de América. Que la llame usted cuando pueda.
-
Mi hermana de América -rezongó mi amigo-. Ni que tuviera otra. ¿Qué tripa se le
habrá roto ahora?
-
Querrá
saber qué tal marchas -supuse yo-.
-
Ya
me llamó el jueves -replicó-. Ni que esto mío fuese la purga de Fernando[5].
Anda, coge de ese estante la libreta de los teléfonos, busca el número de
Carracedo, Pilar, y márcamelo, que yo no me arreglo.
Así lo hice y, mientras sonaban las señales, hice
ademán de salir de la habitación. Alberto negó con la cabeza, pese a lo cual me
quedé en el pasillo, aunque dejando la puerta entreabierta, para no incumplir
del todo su indicación.
La conversación fue
breve y, por lo que a mi amigo respecta, un tanto áspera, en lo que yo podía
entender. Tras colgar, me aclaró el tema de la conferencia:
-
Después
de diez años sin aportar por aquí, ahora va y se pone melosa. ¡Pues no se le
ocurre otra cosa que venir a verme!
-
Hombre,
Alberto -le reconvine-. ¡Qué cosa más normal que esa! Cualquier hermana lo
haría y, viniendo de tan lejos, es de agradecer.
-
¡De
ningún modo! Si dejó de visitarnos cuando yo estaba sano y vivía mi Paquita, no
quiero que se moleste en hacerme el rendibú, ahora que hasta a mí me da
grima verme.
-
Así
que…
-
Le
he dicho que ni hablar… Mejor dicho, para no pasarme de grosero, que lo deje
para cuando esté mejor y pueda atenderla como se merece.
-
Has
sido un tanto duro de todas formas -opiné-. En fin, allá vosotros.
-
Un
día te contaré y lo entenderás, concluyó de manera misteriosa.
Pero, cuando el
día llegó, el narrador no fue él, sino su hija Carmen.
***
Pese a tener
escaso trato con Carmen, yo tenía formada la impresión de que era el prototipo
de la mujer celosa de su independencia. Aunque había tenido la oportunidad de
trasladarse a Castellar, llevaba un montón de años de profesora de Artes
Plásticas -otrora, Dibujo- en el Instituto de una capital de provincia próxima,
cuyo pequeño tamaño la hacía -según ella- más acogedora que la impersonal
ciudad que nos había visto nacer. De estado civil “soltera”, me parece que, si
no promiscua, por lo menos era de relaciones amorosas frecuentes y poco
comprometidas. Otro tanto -en lo de la independencia, digo- acaecía con su vida
profesional: Nunca había querido entrar en los circuitos de las galerías
comerciales y de las exposiciones institucionales. Vendía sus obras entre los
conocidos y las daba a conocer en salas de circunstancias, o en escaparates de
tiendas de amigos. Personalmente, no me gustaba su trabajo, y una aguada que me
regaló la coloqué en el pasillo de casa, donde apenas le llegaba la luz. La
verdad es que todo eso a ella le traía sin cuidado: Con mi sueldo de
profesora -decía- no necesito pintar para comer. Y, para cerrar su
presentación, diré que pude enterarme por su hermano Antonio, de que Carmen
había alquilado un apartamento cerca de la casa paterna, para no verse obligada
a alojarse en esta cuando le apeteciese dar una vuelta por Castellar.
Si les he contado
toda esta monserga, es para que la relacionen con lo que he dicho que iba a
contarles. En efecto, tomando té un día que habíamos coincidido por la calle,
Carmen me confesó:
-
No
me parezco físicamente a mis padres. En cambio, todos coinciden en que me llevo
un aire con la tía Pili, tanto en el rostro, como en la manera de ser.
-
No
tengo el gusto de conocerla -me justifiqué-, por lo que no puedo opinar.
-
Y
te va a ser difícil el lograrlo. Antes, venía por Castellar todos los años por
primavera, y hasta algunas navidades: primero, en familia; luego, ella sola.
Pero, desde que murieron los abuelos, no ha vuelto; al menos, que sepamos.
-
Pues
ahora -le confié- estaba dispuesta a venir para ver a tu padre, pero ya sabes
cómo las gasta: Se lo ha quitado de la cabeza porque no quiere que lo vea en el
estado en que se encuentra.
Carmen sonrió,
enigmática:
-
Esa
ridícula vergüenza… y algo más.
Sin entrar en
detalles, me reveló algo que sucede en las mejores familias: las
rencillas por mor de las herencias. Al parecer, aprovechando su proximidad a
los padres, Alberto y su esposa se trabajaron a los testadores para que
los mejorasen ampliamente y a ella le hiciesen cuantiosos legados, entre ellos,
la mejor parte de las joyas. Como es natural, el expolio no le sentó
nada bien a la tía Pili, que puso el grito en el cielo y prometió -asimismo, a
voz en cuello- que no volvería a poner los pies en aquella casa de la que, de
facto, se la había excluido.
-
Ni
quito ni pongo rey -opinaba Carmen-, pero comprendo el punto de vista de mi
tía, a la que ni mucho menos le sobraba el dinero entonces, recién divorciada y
al cargo todavía de sus dos hijos. De todos modos -concluía-, la mayor parte de
la culpa fue de mis abuelos, que ninguna razón de bulto tenían para apartarse
de la regla de oro de las herencias: no desigualar a los hijos y dejar al
margen a yernos y nueras.
-
Pues,
si algo de bueno podría traer la situación de tu padre, podría ser el
reconciliarlo con su hermana única… Ya le he leído la cartilla para que
rectifique y consienta en que ella reanude la relación y las visitas.
Creo que Carmen no
me escuchó estas últimas consideraciones, sino que seguía a lo suyo, pensando
en voz alta:
-
¡Lástima
que la tía viva tan lejos y todavía trabaje! Si hay alguna persona que podría
meter en vereda a mi padre, es ella.
***
A partir de los
datos que me había facilitado Carmen, fui añadiendo piezas, hasta
componer un rompecabezas, cuya imagen final no dejó de depararme alguna
sorpresa. Fui espigando noticias de aquí y de allá, sin mostrar especial
interés ni formular muchas preguntas. Para simplificar el relato, lo que fui
descubriendo se resume en lo siguiente:
Pilar Carracedo -Pili
para casi todos- era la única hermana de Alberto, un año menor que él.
Siguiendo su estela, había estudiado con notable aprovechamiento en el Instituto
de Castellar, si bien era el entonces “femenino”, llamado Juan de Matienzo[6],
que compartía nuestro mismo edificio, solo que en horario de tarde.
Seguidamente, se había matriculado en la carrera de Filosofía y Letras pero,
acabados los dos años comunes, había trasladado la matrícula a Madrid, para
cursar la especialidad de Lenguas Románicas. Aquellos tres años madrileños le
aprovecharon mucho -tal vez, demasiado-: No solo se licenció, sino que intimó
con un estudiante de Medicina de la República americana de P. -baste con la
inicial-, unos años mayor que ella, con el que se casó -pese a las reticencias
paternas o, seguramente, con la ayuda de ellas-. A sus veintiún añitos,
había partido con su flamante esposo para tierras del Nuevo Mundo, y allí, en
los tiempos felices, tuvieron dos niños y Pili se doctoró y pasó a enseñar
Literatura española en un liceo privado. Luego, las cañas se volvieron lanzas,
y el matrimonio un campo de Agramante. En resumen: separación, peloteras por
los hijos y, por último, divorcio. Afortunadamente, la doble nacionalidad y el
puesto docente le permitieron subsistir, con la ayuda económica
adicional de sus padres. Finalmente, sobrevino la querella hereditaria ya
referida y -cosa que Carmen inicialmente desconocía- la jubilación de la
profesora, quien vivía sola, al tener un hijo en los Estados Unidos y otro en
la capital de P.
¿Dónde está la
sorpresa?, me preguntarán. Ciertamente, en los viejos álbumes de fotos, de los
que un día tiró mi amigo Alberto para ilustrar sus trabucadas frases. En muchas
de las imágenes aparecía Pili y, según se iba aproximando a la edad de la
adolescencia, iba surgiendo en mí el convencimiento de que la había conocido
por aquellas calendas; pero ¿dónde? Le daba vueltas al magín y no era capaz de
dar con la coincidencia, hasta que…
-
¿Y
dices que estudió Románicas?, pregunté.
-
Precisamente,
respondió Alberto. Mejor le habría ido estudiando aquí Historia y evitando
aquel desgraciado desmadre en los Madriles con el estudiante tropical.
-
Creo
que ya caigo -apunté-. Me recuerda a una chica muy formal que sabía un montón
de francés, y que fue una temporada a mi clase en la Academia Hulot.
-
Pues
seguro que era ella. Desde luego, sí que fue alumna de esa academia.
El resto me lo
callé, aunque un grato hormiguillo me recorrió la columna. Aquella mocita me
había entrado por el ojo derecho y, aunque yo no había superado la timidez como
para abordarla ante un alumnado bastante numeroso, estoy seguro de que una y
otro supimos de nuestro interés recíproco. Y digo esto, no por petulancia, sino
porque el último día de clase, cuando el ínclito Monsieur Hulot
entregaba las notas y los diplomas de mérito, la presunta hermana de Alberto y
yo recogimos los dos primeros. Con la distinción honorífica venían adjuntas dos
entradas para una película francesa de moda -todavía recuerdo el título: El
gendarme de Saint-Tropez[7]-.
Venciendo la vergüenza, me atreví a sugerirle en un aparte, a la salida del
aula:
-
¿Quieres
que vayamos juntos?
-
Tenemos
dos entradas para cada uno -repuso ella, en plan de disculpa-. Mejor las aprovechamos
yendo con algún familiar.
Recuerdo que yo
fui con un amigo, pues era una película de humor desopilante, que no agradaba a
mis padres. Hice por verla antes de empezar la función, y llegó, en efecto, con
su madre, una señora elegante y muy bella que -ahora que lo pienso- estaba
mucho mejor que su hija. En fin, el que no se consuela es porque no quiere.
Luego, yo -un par de años mayor que Pili- tuve que pasar a la Facultad y no
tuve tiempo para gollerías, como el idioma de Balzac y las películas del
gendarme, Louis de Funès[8].
Así que adiós a mi seria condiscípula y a cuanto pudo ser y no fue.
Anuncio de mano de El gendarme de
Saint Tropez (ahora, en DVD)
***
En casa de
Alberto, las cosas iban de mal en peor. Aunque no estuve presente, me llegó la
noticia de que los hijos le habían planteado un ultimátum: O se dejaba llevar
por sus cuidadores, o ellos lo dejarían solo frente al mundo, en
expresión apocalíptica de mi amigo. Yo volví a la carga:
-
¿No
estarías mucho mejor en una residencia, entre auténticos profesionales que se
encargasen de todo?
-
¡Ni
hablar!, replicó. Comprendo que soy muy mío y un poco impertinente, pero tampoco
un ogro, y me encuentro muy bien en mi propia casa. Como pretendan sacarme de
aquí, soy capaz de tirarme por el balcón, y ya sabes que es un noveno piso.
No puede por menos
de echarme a reír, aunque la procesión fuese por dentro. Él tuvo la idea
descabellada, que yo me venía temiendo desde tiempo atrás:
-
¿Por
qué no vienes tú a vivir aquí conmigo? La casa es muy grande y, total, nos
haríamos mutua compañía.
Yo ya tenía la respuesta premeditada:
-
Jamás
me las he arreglado para llevar una casa. Aquí lo que hace falta es una mano
femenina. Si alguna de tus hijas se prestara…
-
¡Quia!
Marta tiene marido e hijos, así como un buen gabinete psicológico en Madrid. Ni
hablar de sugerírselo siquiera.
-
¿Y
Carmen?, vacilé.
-
¡¿Estás
loco?! ¡Menuda es! No tardaríamos ni una semana en tirarnos los trastos a la
cabeza.
Decidí jugar a la
ruleta rusa:
-
¿Por
qué no probar con tu hermana? La idea no ha sido mía, sino de Carmen. Podrías
indicarle que ya estás preparado para recibirla… Una vez aquí, cuando haya
visto el panorama, a tiempo estarías de dejar caer la idea de que no se marche,
al menos, por unos meses. Y luego…
Para mi sorpresa,
no rechazó incontinente la sugerencia, sino que se quedó rumiándola durante su
buen medio minuto:
-
¿Tú
crees?, fue cuanto me replicó de mano.
-
Por
probar…, contesté yo, así mismo lacónicamente.
-
Vale,
consintió; pero tendrás que ayudarme con el proyecto. Ya sabes lo mal que hablo
-reconoció- y que apenas puedo escribir con claridad.
-
No
tengo inconveniente -concedí-, pero ¿quién soy yo para tomar la iniciativa? Me
mandaría a freír espárragos.
-
Ya
se nos ocurrirá algo… A fin de cuentas, fuisteis colegas en la Academia Hulot,
concluyó con una sonrisa de oreja a oreja.
3. ¿Quién cuida a quién?
Entre Alberto y yo preparamos la encerrona
a Pili, contando con el beneplácito de Carmen, la tolerancia de Antonio y
la indiferencia de los otros dos hermanos. Primeramente, Alberto, exagerando
por una vez sus dificultades de pronunciación, le hizo ver a su hermana que,
para mejor comprensión, un buen amigo suyo le escribiría un correo electrónico,
en el que le transmitiría cuanto él tenía que decirle. Ella le indicó su cuenta
de correo y yo, después de numerosas correcciones, le remití el siguiente
mensaje:
Estimada Pilar:
Como ya te ha
advertido tu hermano, soy yo quien me dirijo a ti, en vista de las dificultades
que él tiene para hablar de modo inteligible por teléfono y, por supuesto, para
escribir con un teclado; pero cuanto voy a decirte ha sido decidido por él y,
casi casi, escrito al dictado, con la excepción de la posdata con que concluiré
esta carta.
Lo primero de
todo, Alberto ha reflexionado sobre tu proposición de venir a visitarlo, la
cual acepta de buen grado, y muy agradecido, una vez ha mejorado lo bastante
como para no producirte una deprimente impresión. De hecho, para prepararte a
encajar su nuevo estado e imagen, te adjunto una fotografía suya muy reciente,
sacada -como descubrirás sin duda- en el Gran Parque.
En segundo lugar,
Alberto se pregunta si no te importaría -ya que te has jubilado hace poco y
faltas desde hace tiempo de Castellar- alargar tu estancia aquí más allá de las
tres o cuatro semanas de tus viajes precedentes. Seguro que ello le llenaría de
alegría y contribuiría a mitigar la soledad y las limitaciones de su actual
estado. Por supuesto, el proyecto que traigas podrás modificarlo cuanto
quieras, así como emplear buena parte del tiempo en visitar a otras personas y
hacer excursiones. Si te lo indica expresamente, es para que vengas con el
equipaje conveniente y, si aceptas su sugerencia, dejes en tu casa y ciudad las
cosas en regla, para una estancia de amplia duración.
Nada satisfaría
más a Alberto que tu aquiescencia a cuanto te sugiere, lo que también ha
comentado con sus hijos, a plena satisfacción de estos. Desde ahora, espera tu
contestación con impaciencia, aunque comprende que te tomes cierto tiempo para
decidirte; y siempre -insiste-, sin compromiso ninguno.
Esperando dicha
respuesta, Alberto te envía todo su cariño con un fraternal abrazo.
Posdata.- Además de
haberme convertido en los últimos tiempos en un amigo inseparable de tu
hermano, me permito recordarte que fuimos condiscípulos en la academia de Monsieur Hulot. Yo me he percatado
de ello recientemente, al ver algunas fotografías tuyas de aquel entonces. No
sé si tú me recordarás: Mi nombre es Andrés Terradillos y, aunque no te envíe
ninguna foto mía, seguro que caerás en la cuenta de quien soy -o de quien fui-,
si te cito el nombre de una vieja película: El gendarme de Saint-Tropez.
Saludos
cordiales de tu antiguo compañero de las clases de francés,
Andrés.
La respuesta de
Pili se hizo esperar, lo que provocó la decepción de su hermano y mi propia
sorpresa. No habíamos contado con la agudeza de nuestra corresponsal, hecha, no
solo de inteligencia natural, sino de esa astucia o suspicacia que elaboran las
personas a las que la vida ha maltratado frecuentemente. Y, si no me lo toman a
machismo, diría que ello es más agudo en las mujeres, que no en los hombres
frustrados, quienes no suelen perder hasta tal grado la ambición y la
esperanza. En fin que, por unos motivos u otros, la hermana americana se olió
la tostada, y ya se imaginó sirviendo de paño de lágrimas a su deteriorado
hermano y viendo en video toda la saga del Gendarme, a la vera de su
prehistórico condiscípulo. La cosa, ciertamente, era como para pensársela
mucho.
Quiero creer que,
al final, el amor fraterno logró imponerse a todos sus demás encontrados
sentimientos…, aunque yo no dejaría a un lado el deseo de volver a sus raíces,
ni lo anodino de su vida americana, un tanto solitaria. El hecho es que, aunque
muy en sus puntos -y hasta leyéndonos la cartilla-, al cabo de un mes, día
arriba, día abajo, recibimos la siguiente contestación:
Querido Alberto:
Me alegro
muchísimo de tu mejoría, la cual -por fin- te permite recibir visitas y, entre
ellas, la mía, demorada durante tanto tiempo y que ahora está a punto de
producirse, aunque en circunstancias que nadie habría imaginado. En fin, nunca
es tarde para que dos hermanos se reencuentren físicamente, y procuren asimismo hacerlo en otros aspectos, más profundos y afectivos. Seguro que será así
en nuestro caso, tal y como los papás habrían deseado.
Lo que no puedo
prometerte es una estancia larga en Castellar. Sigo dando aquí clases como
emérita y, aunque la relación no es fluida, tampoco querría perder el contacto
presente con mis hijos y nietos. Además -y no es problema menor- la
delincuencia en esta zona en que vivo es muy abundante, bastando con que se
percatasen de que estoy lejos de mi domicilio, para que lo desvalijen, y hasta
lo ocupen. No es
que tenga cosas muy valiosas dentro, pero sí recuerdos abundantes -muchos,
traídos desde España- y una biblioteca, de las mejores privadas del país. De
todas maneras, un mes da mucho de sí, pudiendo estar seguro de que te lo
dedicaré de manera casi exclusiva, pues mi edad y mis achaques -que también yo
los tengo, y serios- no aconsejan que me dedique a hacer turismo y excursiones
por esas tierras de España que -salvo Castellar- ya me dicen muy poco y tengo
casi olvidadas.
Por cierto, la
fotografía que me enviaste me reconfortó mucho, pues te encuentro joven y con
buen aspecto. Te correspondo con otra mía, sacada en la fiesta de mi
jubilación, para que no te sorprendas cuando veas qué vejestorio llega hasta ti
desde tierras americanas.
En cuanto saque
los pasajes, te informaré de la fecha aproximada de mi llegada a Castellar. Por
supuesto, haré por mi cuenta el viaje desde Madrid y, en principio, voy a
alojarme en esa en el hotel que hay junto al parque, muy cercano a tu
domicilio. No tendría sentido que, con la carga que sobrelleváis, venga una
persona más a incrementarla.
Hasta pronto,
pues, y un abrazo muy, muy grande de
Pili
Posdata, dirigida
al colega de la Academia Hulot, que tan bien parece recordar los tiempos
remotos del Gendarme de Saint-Tropez:
Muchas gracias por
las atenciones y cuidados que dispensas a mi hermano. Te ruego prosigas con ellos
pero, por favor, no llegues hasta convertirte en lo que aquí llamamos un presentao. Si sigues siendo el
culto Andrés que recuerdo, seguro que entiendes lo que he querido decirte.
Afectuosamente,
Pili.
Por supuesto,
acudí al diccionario de la Real Academia y, con cultura o sin ella, descubrí el
sentido de su acertado consejo[9].
***
Los días
precedentes a la llegada a Castellar de Pilar Carracedo fueron para mí de un
azacaneo constante. Alberto se había empeñado en prepararle en su casa una
habitación de huésped, con toda clase de comodidades y detalles que se
la hiciesen grata, para lo cual creía que nada era mejor que atiborrarla de
recuerdos de sus padres y de su infancia. Sus cuatro hijos, aunque interesados
en que su tía picara y se quedase largo tiempo, no tenían conocimientos
ni tiempo para cooperar con destreza en la operación; así que aquí me tienen a
mí siendo los ojos y las manos que Alberto, por desgracia, no podía bien
emplear. Quizá por eso, una noche sí y otra también, me asaltaban sueños con
Pili, casi siempre angustiosos: No hallaba la puerta de embarque; la detenía la
policía por llevar equipaje no autorizado, o yo no la encontraba cuando iba a
recibirla al aeropuerto madrileño. Porque Alberto estaba empeñado en que yo la
acogiese al pie del avión y la condujera hasta nuestra ciudad, como si eso
fuera del recóndito gusto de la viajera:
-
Que
no, Alberto -protestaba yo-, que ya nos escribió que nadie anduviera
saliendo a recibirla. Además, ya no conduzco y sería ridículo que la acompañase
en tren o en el autocar.
-
¿Cómo
que ridículo? -me afeaba con su media lengua-. Ella ya habrá olvidado cómo
moverse por Madrid y, además, cuando venía antes, no había tren de alta
velocidad, como ahora… No se hable más -sentenciaba-. Además, ya he encargado
dos billetes en el AVE[10]
para el día 24…
-
¡Vaya,
hombre, dos billetes de vuelta! ¿Y cómo te figuras que voy a hacer el viaje de
ida?
Me respondió con
sorna:
-
Estaba
esperando a que te decidieras, pero no te inquietes: tendrás tu tique y una
habitación en uno de los hoteles del aeropuerto para que pernoctes el día
anterior, que el avión de P. aterriza de madrugada y no es del caso que llegues
tarde a su recepción.
De todo lo cual
colegirán ustedes lo emocionado que estaba mi amigo, aunque fuese más por
interés que por sentimentalismo. Así que no es de extrañar que me contagiara,
al menos, durante el sueño, hasta que, de tanto ir el cántaro a la fuente…, se
me volvió a presentar mi padre. Estaba sentado a la mesa camilla, con su típico
brasero eléctrico, vestido con pijama y bata guateada. Me tenía en pie ante él,
y me mostraba intrigado aquella foto de Pili, en la bahía al atardecer,
echándome en cara sin palabras mi desfachatez. Yo no hacía más que repetir
disculpas, como dando a entender que no sentía la más mínima inclinación por
ella, pero papá no se dejaba convencer y, al fin, pronunciaba gravemente
cuatro palabras, que me restallaban en la cara, como un bofetón:
-
¡Pero
vas a buscarla!
En efecto, iba
a buscarla. Mientras me desayunaba el consabido cacao con galletas
integrales, reconocía, muy a mi pesar, que aquella frase paterna tenía un doble
sentido, que enlazaba, como un puente, el pasado soñado con un futuro ignoto. Y
lo que todavía me resultaba menos confesable era que, en esa obra de ingeniería
tan inestable, mi amigo Alberto apareciese cada vez más como un pretexto.
***
Haciendo una
oportuna elipsis de unos días, saltemos al encuentro del presentao y la
americana, a la llegada de esta a Madrid. Tenía yo ciertos recelos de cómo
encajaría mi presencia, siendo así que había rechazado por correo que alguien
saliese a recibirla. Con todo, me figuro que alguna sospecha tendría de no ser
obedecida pues, a mi jocoso saludo -Bienvenida, Pilar. Soy Andrés, el
presentao-, replicó con no menos picardía:
-
¡Pues
qué bien! Así no cargaré con la maleta más pesada y tendré palique durante el
viaje a Castellar.
Ciertamente, traía
una maletona, junto con otra mediana, tamaño cabina de avión, y el típico
neceser o maletín de mano; de lo que colegí que, o bien que era una minimalista,
o bien que no venía decidida a quedarse en España por largo tiempo. Y, en lo
referente a la charla, ciertamente lo difícil era escoger entre los numerosos
temas a abordar, desde el viaje y sus pejigueras, hasta todo lo alusivo al
estado de Alberto, pasando -¡cómo no!- por los viejos tiempos pasados y los
nuevos por pasar, en la ciudad castellana que nos esperaba. Precisamente, una
novedad para ella fue su primer motivo de sorpresa:
-
¿Cuántas
horas tardaremos en llegar a Castellar?, me preguntó.
-
Apenas
una, repuse. Ahora es un viaje comodísimo.
-
¡Ya
lo creo!, ponderó… Entonces, permíteme que saque la libreta y apunte unas
notas, antes de que se me olviden. Con esto de pasar toda la noche en el avión,
tengo la cabeza a medio componer.
Se tiró sus buenos
veinte minutos escribiendo de forma entrecortada y nerviosa, como si anotase
palabras sueltas o alguna frase o impresión lacónicas. Ahora que ya sé… lo que
sé, comprendo el sentido y la duración de su impulso gráfico. Entonces, un tanto
aburrido y algo molesto, me dediqué a mirar por la ventanilla y, de tanto en
tanto, a contemplar su cabello rebelde, en melena corta teñida de rubio a
mechas; su rostro ajado, ligeramente maquillado y velado por unas gafas
ahumadas con gruesa montura de fantasía; las manos, con un par de sortijas de
precio, que chispeaban conforme las agitaba al escribir; la blusa malva con
cuello de gorguera, que apenas sobresalía de un chaquetón blanco con broche de
plata y esmalte, representando un águila con las alas extendidas, quién sabe si
a la azteca o a lo incaico; un amplio pantalón negro que, al cruzar las
piernas, dejaba ver un botín del mismo color con tacón medio. En conjunto, una
apariencia cuidada y sencilla, ciertamente grata, pero en la que me costaba trabajo
recordar rasgos y gestos de aquella jovencita de la Academia Hulot,
pasada por el túnel del tiempo: ese moldeador implacable del que cada uno de
nosotros solo ve su obra en los demás…, hasta que tropieza con su imagen en el
espejo del lavabo o del restaurante.
No dudo de que
ella se percatase de mi contemplación, pero tuvo la educación de no comentar
por de pronto su decadencia ni la mía, con ese piadoso qué bien te conservas,
tan reconfortante como falso. Su primera frase, tras guardar en el bolso el
recado de escribir, tuvo, no obstante, una cierta conexión con las imágenes del
pasado:
-
¿Y
qué, amigo Andrés, has vuelto a ver El gendarme? Creo que todavía
subsiste en DVD.
-
¡Quita,
quita! Lo repusieron por la tele hace un porrón de años y entonces me pareció
una patochada.
-
Pues,
en cuanto a mí -replicó Pili-, puede decirse que no lo he visto nunca… del
todo. ¿Sabes que mi madre me sacó del cine en cuanto la película empezó a
tratar con cierto desenfado, muy francés, de las bañistas en cueros vivos?
Me eché a reír,
sin atreverme a criticar aquella mojigatería. Por el contrario, repuse:
-
¡Con
razón no os vi a la salida! Por cierto, tu madre era una señora guapísima…
Bajó los ojos y,
con la voz velada, desvió en parte la conversación:
-
Así
que nos echaste de menos, ¿eh? Ya ves lo que tiene el destino: unas nudistas de
la Costa Azul nos separaron para siempre…, porque no recuerdo que volviésemos a
vernos.
Me pareció que
fingía; de modo que le contesté francamente:
-
No
sé tú, pero yo sí que volví a verte por la calle y en la Universidad; pero el clímax
ya había pasado. De hecho, creí que habías salido anticipadamente del cine
para no tener que saludarme en presencia de tu madre.
-
¡Jesús,
qué retorcido eras!, censuró Pili. Con razón suelo decir a mis alumnos: Sed
optimistas o, cuando menos, bien pensados, y dejad para los adultos
escarmentados aquello de “piensa mal y acertarás”.
-
Es
curioso -reconocí-. En mi caso, el recorrido ha sido a la inversa. Si ahora no
te encontrara a la salida de un cine, pensaría que tenías una cita inaplazable con
el geriatra.
Estuvo riéndose un buen rato, tan
sonoramente que algunos viajeros la miraron, sorprendidos. De pronto, se
contuvo y me soltó la verdad de Perogrullo:
-
Eso
es, ni más ni menos, porque habrás superado la timidez y la inseguridad de tus
años mozos, que tú y yo sabemos que no tienen por qué ser tan brillantes y
felices como puede hacer creer el divino tesoro del poeta[11].
Acertó a suceder que, entre quienes se
habían quedado mirándola cuando las carcajadas, estaban una presunta madre, de
mediana edad, y un supuesto hijo suyo, aún joven, pero con los evidentes
estigmas de la esclerosis múltiple, en una liviana silla de ruedas en el
pasillo del vagón. Por un instante, Pili y yo cruzamos nuestra mirada y no
necesitamos de palabras para entender la asociación de ideas. Yo le dije:
-
La
de tu hermano es más voluminosa y no se ha decidido por un modelo eléctrico… La
verdad es que la echo de menos las tardes que no la empujo por el Gran Parque.
Y ella, muy
suavemente, preguntó:
-
Esa
señora y su hijo; Alberto y tú: ¿Quién cuida a quién?
4. La americana toma las riendas
De mutuo acuerdo,
Alberto y yo habíamos planificado la táctica encaminada a impulsar a Pili a
hacerse cargo de la situación o, como decía mi amigo, a ponerse al frente
del negocio. Obviamente, lo primero de todo es que cambiase su habitación
del hotel por el dormitorio que con tanto mimo se le había preparado en casa de
Alberto. Yo lo veía bastante factible pues el cuarto en el hotel Parque no
era precisamente barato, ni la economía de la profesora jubilada -por lo que
suponíamos- estaba para incurrir en excesos. Y la segunda regla -que yo había
fijado con énfasis algo egoísta- era la de aminorar mi dedicación a Alberto,
con cualquier pretexto razonable, a fin de forzarla a sustituirme en la
faena. Elegí el pretexto de un doloroso lumbago que, entre otras cosas, me
impediría empujar la silla del corpulento parapléjico. El ataque de
lumbalgia quedó programado para el quinto día de estancia de la americana en
Castellar. En tan breve plazo esperábamos que Pili tomara conciencia de la
situación y viera que, entre la dolencia que aquejaba a su hermano y la notable
cuenta corriente de este, no le sería especialmente oneroso hacerse cargo de la
dirección de la casa, cuyo atractivo inmobiliario era, por lo demás, evidente.
La verdad es que
Pili era todo un carácter. Así pues, incluso más que el afecto hacia su
hermano, eran su genio e iniciativa las potencias para guiarla insensiblemente
a darle la vuelta al entorno a la medida de su criterio y, por supuesto, a
corregir todo aquello que le pareciera imperfecto o fuera de lugar. Lo cierto es que, dejada la situación durante meses en manos de Alberto y de su cuidadora
asalariada, era mucho lo que habría de corregirse: desde la sobreabundancia de
grasas en las comidas, hasta la limpieza de una casa tan amplia y con tantos
recovecos. Con todo, el tercer día me llamó reservadamente, antes de adoptar
cualquier resolución, y ello me enorgulleció:
-
Tengo
una pregunta que hacerte, Andrés: ¿Quién se encarga verdaderamente de la casa y
del control de mi hermano?
-
Si
te he de ser sincero, todos y ninguno. Quiero decir que cada hijo hace lo que
puede, pero ya sabes cómo es Alberto, caprichoso y nada dispuesto a reconocer
que, en su estado, debe abdicar de aquellas facultades que, en efecto,
no puede ya ejercer.
-
Es
que la casa está hecha un asco -exageró- y ayer vi cómo le entregaba a la
criada cien euros para que fuese al súper. Claro que luego le pregunté
cuánto le había devuelto y me salió con que era una buena mujer y que tampoco
podía controlarla al céntimo. Figúrate, en esas circunstancias y con los años
que tiene, puede acabar a la puerta de una iglesia.
-
¡Mujer!,
no será tanto -objeté a su hipérbole-.
Me miró con cierta
displicencia y volvió al principio:
-
Entonces,
sus hijos, ¿no…?
-
Te
explicaré lo que yo sé. Antonio se dedica a las cuestiones médicas y a manejar
las cuentas bancarias, conforme a lo que su padre le indica. Carmen echa un
vistazo a la casa y -digamos- trata de controlar a la empleada. Los otros dos
no viven en Castellar y se limitan a visitar a su padre una vez al mes o, por
mejor, decir un fin de semana de cada cuatro.
-
Y
tú -inquirió, mirándome fijamente-, ¿qué opinas de todo esto?
Fui, a la vez,
sincero y tendencioso, como correspondía:
-
Pues
que aquí hace falta alguien que ponga orden, empezando por organizar en debida
forma la vida de Alberto, tema que marcha de mal en peor. Y, si no lo tomas
como machismo, te diría que lo más indicado es que fuese una mujer.
Pili pareció
asentir, suspiró y formuló una pregunta bien expresiva:
-
Por
lo poco que conozco a mis sobrinos, opino que la más retorcida es Carmencita.
¿Tú crees que se pondría de uñas si yo…?
Vi los cielos
abiertos, aunque fui con pies de plomo, para no delatarme:
-
Pienso
que no. Ella, como los demás hermanos, ya están tan hartos de la situación, que
veo a tu hermano, no tardando, en una residencia para personas dependientes,
cosa de la que él huye como de la peste. Así que, figúrate su contento, si tú
echaras una mano: Te pondrían en un altar.
Pili sonrió:
-
Ya
me lo figuro. Quien más, quien menos, escurre el bulto cuanto puede; pero yo
tengo mi vida y estoy aquí, como quien dice, de visita. Ahora bien, el tiempo
que pase en Castellar puedo dedicarlo a ver los toros desde la barrera, o a
agarrarlos por los cuernos y hacer algo bueno por mi hermano, aunque solo sea
en recuerdo de nuestros padres… En fin -terminó-, voy a pensármelo y a decidir.
De todos modos, gracias por tu información…, y espero seguir contando contigo,
como hasta ahora.
La situación
parecía tan despejada, que le repliqué, pese al lumbago que se barruntaba:
-
Por
supuesto, aunque a mi edad está uno menos para cuidar, que para que lo cuiden.
***
Las cosas
marcharon tan bien, que mi ataque de lumbago no duró más de una semana.
En mi precautorio semi confinamiento, llamaba diariamente por teléfono y me iba
enterando de los avances que, en aquel septenario, se producían diariamente:
-
Pili
ha dejado el hotel y se ha venido para casa.
-
Pili
ha hecho un plan de menús, que ha entregado a la criada.
-
Pili
ha decidido que, antes de salir por la mañana a pasear, Alberto se duche todos
los días, con la ayuda del que viene a sacarlo.
-
Pili
va a hacer personalmente la compra en el súper y, para lo más pesado, hará
un pedido semanal.
-
Pili
ha tenido una bronca con la criada a propósito de la limpieza de la casa,
siendo de suponer que haya que sustituirla por otra, contratada por medio de
una empresa de servicios.
-
Pili
ha estado hablando con Antonio y con Carmen, que le han dado carta blanca en la
casa y un poder de disposición para el banco.
-
Pili…
Pili…
Era tanta la
felicidad, que no puede menos de pedir hablar con Alberto, aunque se le
entendía fatal por teléfono:
-
¿Cuándo
vas a venir? -me espetó-. No hace falta que empujes la silla: Puede hacerlo
Pili.
-
¡Anda,
so vago! -repliqué, medio en broma-. Agarra un bastón inglés y deja de
destrozarnos los riñones, ni a Pili, ni a mí.
-
…
-
Por
cierto, ¿qué tal te va con ella? Me han dicho que te cuida como una madre…
-
Estupendamente.
Bien sabes cómo es de mandona, pero todo lo hace bien y, por otra parte, ya supones
la alternativa que me espera, si no me achanto.
-
¿Cuál?
¿Qué se vaya ipso facto?
-
¡Toma,
claro!, y que yo acabe en una residencia, entre tullidos y babeantes, viendo la
tele todo el día.
Colgué muy
contento, pero pronto me dio la neura. ¿Por qué será -me dije- que nos repugne
en los demás lo que no vemos en nosotros mismos?
***
Cuando me
reincorporé al trabajo, los cambios eran notorios. Mi amigo Alberto era
ya solo la mitad de los Carracedo, pues Pili nos acompañaba en el paseo
de todas las tardes que, por cierto, hacíamos los tres a pie, siempre con el
cuidado y la inquietud de que la debilitada pierna de mi amigo no lo sostuviera
a satisfacción. Se había cambiado a la cuidadora permanente y la ayudaba una
asistenta, para limpiar y planchar. Antonio y Carmen prácticamente habían
desaparecido, salvo en los fines de semana que les tocaba estar de guardia. Y,
cosa increíble de no verla, Alberto había cambiado como de la noche al día:
Seguía como un corderito las indicaciones de sus auxiliares y, por supuesto, de
Pili. Lo que es más: lo hacía sin rechistar, con rostro alegre y dando las
gracias a menudo. Se lo ponderé:
-
¡Caramba,
Alberto, vaya cambio! Si lo sé, me demoro con el lumbago un mes más.
-
Obligado
te veas -me dijo con su lengua de trapo-; pero, sobre todo, es que me tratan
con cariño. Cada vez que entra Pili en mi habitación para sacarme de la
cama por las mañanas, me parece estar oyendo la voz de mi madre, diciéndome
aquello de Alberto, que se te hace tarde para ir al Instituto.
-
Pues,
ya ves -repuse con simulada envidia-. Yo, en cambio, me levantaba al retumbante
timbrazo de un despertador. Eras un afortunado.
Nunca hubiera debido
decirlo. Me contestó, emocionado:
-
Amigo
Andrés, hasta el fin nadie es dichoso.
Ya me habría
gustado haber conocido a Pili y Alberto de niños y saber todas sus claves
sentimentales y las personas de quienes hablaban, pues así habría participado
de las confidencias y comentarios que hacían en los paseos vespertinos, hasta
el banco de costumbre en el parque, y una vez en este. A lo más que podía
llegar era a recordar a aquella mocita de la Academia Hulot; la ráfaga
de belleza de su madre el día del Gendarme, o a los profesores comunes
que Alberto y yo habíamos sufrido -o hecho sufrir- en el Instituto León
Pinelo. Pili, más observadora -incluso, seguía tirando de libreta para sus
anotaciones-, se percataba de que me dejaban en fuera de juego y reñía a su
hermano con ternura:
-
Vamos,
vamos, ya está bien de volver al pasado, que Andrés se queda in albis
de lo que estamos tratando.
-
No,
mujer, seguid -concedía yo-. Así puedo llegar a conoceros mejor, pues ya sabes
aquello de genio y figura… Además, nuestros recuerdos coinciden en el
tiempo y el lugar.
-
Ya,
ya -bromeaba Pili-: Lo que tú quieres es enterarte de todos nuestros secretos.
Un día vamos a ser nosotros los que te hagamos un tercer grado y seguro
que descubrimos cosas muy interesantes…
-
Cuando
queráis -repliqué-. Soy una persona de lo más vulgar.
-
¡Eso
sí que no!, exclamó Pili. No confundas la sencillez con la vulgaridad.
***
Cuando se cumplió un
mes de la venida de Pili, a aquella casa y a su tullido propietario no los
conocía -hablando en plata- ni la madre que los parió. El piso y los muebles
relucían impolutos; Alberto olía a agua de colonia y comía a sus horas, sano y con
moderación; no se decía una palabra más alta que otra -en todo caso, las altas
las pronunciaba Pili-; la silla de ruedas había sido arrumbada, y las sesiones
de cine en DVD concluían indefectiblemente a las once y media. Esta última
decisión no dejaba de provocar los gruñidos de mi amigo, apagados por aquella
histórica cancioncilla, que cantaba a capella la tirana de la casa:
¡Vamos a la cama, que hay que descansar,
pera que mañana podamos madrugar[12]!
La verdad es que, acostado ya Alberto,
Pili volvía al salón y durante un cuarto de hora programaba las labores del día
siguiente, mano a mano con la criada interna, aún más americana que ella, puesto que lo era por raza y nacimiento.
La buena marcha de la mansión Carracedo y el transcurso del tiempo habitual de las
estancias de Pili, me llevaron a preguntar a esta en un aparte:
-
¿Qué? ¿Te encuentras a gusto entre nosotros?
Vio con claridad el sentido de la pregunta
y me contestó a modo:
-
¡No querrás que me marche cuando no he hecho otra
cosa que poner las cosas un poco en orden! Ahora, que voy desembarazándome, es
cuando pretendo vivir para mí y disfrutar un poco: por ejemplo, reuniéndome con
mis amigos. ¿O es que me crees tan áspera como para no haberlos conservado?
-
Perdona, mujer -supliqué-. Como te conozco desde
ayer, como quien dice, ignoro lo que solías hacer en las anteriores ocasiones
en que has viajado a Castellar.
-
¡Claro; si no te reprendo! A veces se me olvida
-explicó con demasiada cortesía- que hemos intimado mucho en muy poco tiempo.
Comoquiera que a los parientes de su
predilección -había otros, con los que apenas se trataba- ya los había visitado
días antes, le quedaban, al parecer, tres o cuatro grupos de personas con los
que cumplir el grato -o el puramente formal- trámite de reunirse. Ella misma me
lo resumió así:
-
Un par de amigas de mi madre que, por fortuna, aún
puedo decir que están en este mundo. Luego, el selecto grupito de mis
condiscípulas del Juan de Matienzo, con las que sigo manteniendo correspondencia y relacionándome. En
tercer lugar -bajó la voz, en afectado susurro-, algún amigo de los primeros
cursos de Facultad, que entonces estaba por mí hasta los huesos, ¡y bien que
habría hecho yo en no darle calabazas!... No creas, que, aun empollona y un
poco pavisosa, tuve mi público, aquí y en Madrid. ¡Lástima que acabase
escogiendo al peor para marido!
-
¡Y tener que marchar con tal motivo tan lejos!,
lamenté yo.
-
Por ese lado -me corrigió-, no ha sido mala la
experiencia, que los castellanos nos consideramos a veces el cogollo de la
hispanidad y la cosa no es para tanto. Lo peor fue para mis padres, que
sufrieron lo indecible imaginándome muy lejos, sola y desamparada… En fin, no
sé para qué te cuento…
-
¿Y no tienes que ver, o que visitar, a nadie más?,
inquirí, tratando de no profundizar en tristes recuerdos.
-
Tendré que ver a mi editor, quien, con el cuento de
que prefería liquidarme en mano, me ha estado escatimando los derechos de autor
desde el año de la nana.
-
¡No sabía que fueras escritora!, exclamé
sorprendido. Tu hermano no me había dicho nada.
-
¡Bah!, cosillas sin importancia, relacionadas con
la Lengua, no de ficción. El que más éxito tiene es un libro de preceptiva
literaria, que está de texto en algunas universidades.
-
Pues nada, chica -concluí-. A cumplir con todos tus
compromisos… ¿Y no piensas moverte de Castellar?
Pili me respondió enigmáticamente:
-
Alguna escapada habrá que hacer, con permiso de mi
hermano y de sus hijos; y es posible que, para alguna de ellas, tenga que
apalabrar a un cicerone.
El Gran Parque del relato
5.
Tras la obligación, la devoción
Llegó el momento en que, como era de
esperar, me tocó oficiar de guía para Pili, aunque no en otras ciudades, sino
en aquellos lugares de Castellar que parecían suscitar sus mayores recuerdos.
Siempre libreta en ristre y con el móvil como cámara, seguía mis explicaciones,
posiblemente innecesarias, pero con datos más amplios y actualizados que los
suyos. No es del caso importunar a mis sufridos lectores con la enumeración
exhaustiva de todas nuestras visitas, pero sí recoger algunas para ejemplificar
la variedad y contenido de las demás. He aquí algunas.
Una de las primeras, para mi satisfacción,
fue la del centenario edificio del Instituto León Pinelo que -como
hace ya mucho les dije- era compartido en nuestra época escolar por chicos y
chicas, a base de que los unos fuésemos por la mañana y las otras, por las
tardes. En este caso, mi presencia parecía justificada:
-
Eres vocal de la asociación de antiguos alumnos -se
explicó-. Seguro que te dejan entrar en dependencias que, de otro modo, no
mostrarían.
-
Lo intentaré -ofrecí-, pero mejor vamos a la caída
de la tarde, para que apenas haya labores lectivas.
-
¡Qué emoción!, replicó: Volver a la pubertad al
caer la tarde, un día de otoño…
-
Lo menos bueno -opiné con juicio de fotógrafo
aficionado- es que tendrás que utilizar el flash (lo que era una crítica velada
de su manía fotográfica).
En efecto, un simpático bedel que me
conocía se ofreció a ayudarnos de la mejor manera posible, tratándose de dos visitantes
nostálgicos:
-
Todavía no hemos cerrado nada; así que vayan y
entren donde quieran y, si alguien les echa el alto, digan que están
autorizados por el director: No falla.
Poco a poco -y con no pocas lamentaciones
por los cambios experimentados-, fuimos pasando por las aulas más recordadas;
la capilla de aquellas misas casi obligatorias;
el magnífico, aunque polvoriento y hasta apolillado, gabinete de Ciencias
Naturales; el laboratorio de Física y Química, sin duda, mi favorito; el
pequeño patio ajardinado, cuyos mejores ejemplares arbóreos alcanzaban el
tejado… Fue inevitable el resumen, en que ambos coincidimos punto por punto:
-
¡Qué años! Los mejores por casi todos los
conceptos.
-
¡Lástima de que no hubiese coeducación!, aunque los
mensajes en las oquedades de los bancos y las interminables esperas de las ocho
lo compensaban, con ingenio y paciencia.
-
Éramos muy recios y bastante zoquetes, pero, con
todo, ¡qué pocos profesores se hacían querer, o eran verdaderos maestros!
-
A diferencia de cuando la Universidad, nos traía
sin cuidado que gobernase en España un tirano bajito, casi siempre vestido de
uniforme militar[13].
La única discrepancia significativa la
ofrecían las razones por las que habíamos optado por estudios de Letras, es
decir, de Humanidades. Ella se decía entusiasmada por los idiomas clásicos y la
literatura, mientras que yo había decidido al tuntún, más que nada, por la reincidencia familiar en el campo del Derecho.
Otra visita notable fue al Museo
provincial, donde constaté que se sentía muy halagada de lo mucho que había
preparado yo las explicaciones, de las que tomó buena nota en la agenda… hasta
que se fatigó. Al final, mientras descansábamos de la paliza de casi dos horas, Pili ponderó, con aparente
sinceridad:
-
Ya veo que quien tuvo, retuvo… Quiero decir que
eres capaz de preparar una disertación con la misma dedicación y elegancia que
en tus mejores tiempos.
-
¡Bah! -repuse con displicencia-, en la época de
Internet ser un erudito es lo más fácil del mundo.
-
¡Que te lo has creído! A una profesora veterana,
como yo, no se la puede engañar: conoce perfectamente la diferencia entre el
copieteo, el plagio y la cultura propia. Muy pocos alumnos han conseguido darme
el pego en este punto.
Aludiré también a la visita de noviembre a
nuestras respectivas tumbas familiares. Estoy convencido de que Pili no creía
en la otra vida -por más que tuviésemos la prudencia de no hablar sobre ello-,
pero aceptó de buen grado mis momentos de oración, como yo el que ella
depositara sobre ambas tumbas
sendos ramos de flores (costumbre que he dejado de practicar con el tiempo, por
motivos que sería ocioso compartir con quienes podrían verlos como fútiles).
Ella me preguntó, con cierta ironía:
-
¿Tienes ya pensado dónde vas a pasar los próximos
doscientos años?
-
Supongo que por aquí cerca, en donde he vivido la
mayor parte de mi existencia. No me gustan las originalidades que se
estilan desde que se ha generalizado la cremación.
-
Yo lo tengo más difícil -confesó Pili-, al ser
ciudadana de dos mundos.
Ahí dejó la frase. De haberse sincerado
más, podría haber sacado yo las pertinentes consecuencias.
***
Una de nuestras escasas visitas a los
alrededores de Castellar fue al Pinar del Duero, que a Pili le traía intensos
recuerdos de meriendas campestres y bailes entre los árboles, con la
inestimable ayuda de un arcaico tocadiscos a pilas. Insistió en llevar como
única vianda una tortilla de patatas con pimientos, al estilo de mi madre -afirmó-,
preparada por ella, naturalmente. En cuanto a la bebida, se empeñó en no llevar
nada, por una poderosa razón histórica:
-
En el Pinar no se debe beber otra cosa que sangría del chiringuito que hay junto a la estación.
Mas sucedió que, estando avanzado el otoño
y siendo día de diario, aquel bar campestre estaba cerrado, como otro más, que
había junto a las piscinas. Pili se echó a reír, al notar mi desasosiego y
ofreció su particular solución optimista:
-
¡Qué se le va a hacer! Creo recordar que había una
fuente por aquí. Lo que más siento es no poder comprobar si seguían en la pared
aquellos azulejos con textos chistosos, como el que decía: Si bebes para olvidar,
paga antes de empezar.
-
O aquel otro -recordé yo-, que tanto me pasaron por
las narices mis amigos, por aquello del nombre: Dice San Andrés que el
que tiene cara de bruto lo es.
-
Vaya, vaya -bromeó mi acompañante, con rostro muy
serio-. Así que tú también anduviste por estos lares bailando el twist y la yenka[14]… No me
extrañaría que hubieses encontrado aquí a tu media naranja.
-
Nada de eso -repliqué, también simulando seriedad-.
La encontré en Soria, aunque, ahora que lo pienso, también es tierra de
pinares.
Pasamos un largo rato buscando en vano la
famosa fuente, lo que nos permitió dar un buen paseo entre los pinos,
recordando -mucho más ella que yo- los momentos íntimos o divertidos allí
pasados, medio siglo atrás. Acabamos por coger el último autobús de retorno a
la ciudad, cuando la anochecida no nos permitía ver con claridad el sendero,
haciéndonos tropezar. Ya sentados en el vehículo, Pili rompió a reír a
carcajadas, indicándome por la ventanilla un punto fijo, a un tiro de piedra:
Un surtidor de fundición invitaba a todo ser vivo sediento a apagar su sed…,
salvo a dos vejetes que
habían pasado media tarde buscándolo infructuosamente. Pili cortó en agraz mi
lamento a flor de labios, con esta frase -que, por supuesto, apuntó seguidamente
en su inevitable libreta-:
-
Somos humanos; luego algo tenía que fallar en una
excursión, por lo demás, perfecta.
Terminaré mis alusiones a las visitas
junto a Pili con la que hicimos a mi casa en la calle de las Angustias. Por fas
o por nefas, no estaba aquel caserón en buen orden de visita, pero ella, con su
proverbial talento, había encontrado la forma de invitarse:
-
Aparte el cementerio, nada me produce mayor
tristeza en Castellar que pasar por las dos casas en que viví, hasta que marché
para América.
-
Pues, ¿qué? ¿Es que ya no existen?
-
Una está en manos ajenas desde hace un montón de
años. La otra, donde nací y pasé mi niñez, la derribaron no hace mucho. Estaba
en la calle del Salvador… Procuro eludir el pasar por allí pero, una vez en
cada uno de mis viajes, me acerco hasta la fachada y rozo sus ladrillos con mi
mano. Es más que un rito: siempre espero el milagro de recobrar las fuerzas
perdidas y retornar a la infancia… Luego, me cambio de acera y oteo los
balcones que fueron nuestros. Alguna vez
he presentido que iba a aparecer mi madre para regar los tiestos o tirar a mi
hermano la bufanda que a él tanto le repugnaba llevar, pese a padecer mucho de
anginas… Es como el suplicio de Tántalo pues, como el antiguo frontis tenía
valor histórico, lo respetaron al reconstruir el edificio, mantuvieron la
fachada y construyeron retranqueados los pisos superiores… En fin, es la vida:
En los tiempos modernos es frecuente que las casas duren menos que las vidas de
sus primeros moradores. Por eso, envidio a quienes, como tú, aún podéis residir
en la que, con justificado orgullo, llamas la casa familiar.
Me sentí obligado a invitarle a que la
visitara. Aceptó encantada:
-
¡Qué bien! Seguro que también me trae
reminiscencias de la mía. Las levantarían probablemente en la misma época.
Aunque íbamos paseando no lejos de mi
calle, intenté demorar la visita:
-
Pues nada. Cuando quieras, te hago los honores.
-
¿Podría ser ahora mismo? Así nos resguardamos un
ratito de este biruji, que se me está metiendo hasta los tuétanos.
-
Allá tú -le avisé-. Hoy no le toca limpiar a la
asistenta.
-
No te apures. Entre atender a mi hermano y a mí,
comprendo que apenas te sobre tiempo para ocuparte de tu casa.
Lo que suponía iba a ser una visita breve,
se convirtió en un recorrido exhaustivo por las numerosas habitaciones, incluso
las que tenía habitualmente cerradas y con los muebles cubiertos con sábanas y
otros lienzos. No dejó sin escrutar fotografía, cuadro, librería o vitrina. Me
asaetaba a preguntas y ponía en parangón lo que estaba viendo con lo que tuvo
en su casa paterna. A mis respuestas y explicaciones, tomaba los consabidos
apuntes y fotografías; hasta el punto de que debió de notar en mí cierto
desasosiego. No obstante, prosiguió impertérrita, hasta que en el solemne reloj
de péndulo del salón sonaron las dos. Pareció sobresaltarse:
-
¡Qué horror! Pero ¿son ya las dos o es que no lo
tienes en hora?... Se me ha pasado el tiempo en un vuelo… Claro, es todo tan…,
tan personal y de tanto abolengo… Chico, verdaderamente eres afortunado de
haber heredado esta preciosidad… Bueno, y la casa también, por ser tú su dueño.
¡A saber lo que habrían hecho tus hermanos, de haber caído en sus manos!... Y,
desde luego, lo que se está perdiendo tu ex, sin esta
casa… y sin ti.
La cocina
de mi vieja casa (dibujo de mi nieta Lupe)
Es de comprender que me halagasen sus comentarios, aunque tuviesen mucho
de circunstancias. Con todo, los tomé un poco en serio y le contesté:
-
En cuanto a la casa, su actual marido está forrado,
y a ella no le iba este estilo retro. Y, en lo tocante a un servidor, me
conoces lo bastante, como para saber que no soy ninguna ganga…
-
Bueno -concedió, bromeando-, creo que has mejorado
con el tiempo, como los vinos buenos; pero conste que tienen que ser buenos por
naturaleza, como es tu caso, sin duda ninguna.
Salimos a la calle y, dada la hora,
aprovechó para preguntar:
-
¿Dónde sueles almorzar?
-
En un pequeño restaurante de comida casera, en los
soportales.
-
Pues hoy -me impuso- vas a comer con Alberto y
conmigo en nuestra casa el menú de los miércoles de semanas pares: revuelto de
champiñones y escalope con patatas fritas.
-
Mujer, así, sin avisar, lo mismo Esmeralda no ha
preparado suficiente comida…
Me repuso, tajante, mediante el conocido
dicho con estrambote:
-
Donde comen tres, comen cuatro…, si se echa más en
el plato.
6.
Unas navidades movidas
El fin de año se nos echaba encima y, con
él, los seis meses de estancia en Castellar de Pili Carracedo. Su hermano ya
daba por hecho que aquella sería definitiva y, de hecho, empezó a actuar como
si ya no tuviese que hacer méritos para que se quedase: volvían los caprichos,
las protestas y las infracciones, aunque todavía su hermana lograba imponerse sin
grandes dificultades. Previendo una posible tormenta, yo le leía en privado la
cartilla y, con el mismo objetivo, procuraba mostrarme cada vez más gentil con
la cuidadora y ayudarla cuanto pudiese. Vamos, que parecía que no saliera de su
casa, salvo para dormir por la noche, pues más de una siesta me tengo echada en
el sofá del desaprovechado despacho, bajo una manta de viaje que Pili había
encontrado por algún altillo. La verdad es que ella parecía cada vez más
cansada, y hasta me parecía que no tenía buena cara, pero no sabía a qué podría
ser debido. Recuerdo que le dije:
-
Te noto más delgada, Pili. ¿No estarás descuidando la
comida o el reposo?
-
¡Qué bobada!, repuso, tajante. Peso lo mismo que
cuando llegué y me encuentro perfectamente. Pierde cuidado.
Lo cierto es que había otro motivo más
perentorio de inquietud, del que yo no tenía constancia, hasta que recibí un
telefonazo de Antonio:
-
¿Tendrás un rato mañana para que nos veamos? Quiero
hablar contigo.
-
Claro -le dije-. Podemos quedar a mediodía donde te
venga bien.
-
De acuerdo. En El Suizo, a las
doce.
Resultó que, según sus cálculos, se
estaban disparando los gastos de la persona y casa de su padre: Casi el doble que cuando yo administraba, aseguró. Y
lo más llamativo es que, según él, no había razón para el exceso, dado que las cosas no han cambiado significativamente, me dijo.
Yo salté, seguro que con excesiva vehemencia:
-
Pues, según mi criterio, han cambiado, ¡vaya si han
cambiado! Como de la noche al día.
Antonio, sorprendido de mi taxatividad,
plegó velas:
-
Comprendo y comparto lo que dices: Aquello era antes la casa de tócame Roque, y ahora parece
un cuartel, y tan limpio como la patena; pero eso se logra con disciplina y
dotes de mando -que a mi tía le sobran-, y no hace falta gastar tanto.
Me sentía incómodo y empezaba a enfadarme:
-
¿A dónde quieres ir a parar, Antonio? Yo no tengo
ninguna información de lo que me indicas y, por supuesto, no me vendrás con que
sospechas de que Pilar esté quedándose con dinero, ni dilapidándolo
alegremente…
Seguramente eso era lo que él suponía, pero,
al verse forzado a reconocerlo, optó por capitular:
-
Déjalo. Lo único que quería hablando contigo era
hacer llegar finamente a mi tía
el disgusto porque se esté gastando mucho y no nos rinda cuentas de los
motivos. Pero, si tú vas a dramatizar las cosas, mejor hablamos con ella y en
paz.
-
Me parece bien, Antonio. Hay asuntos que es mejor
tratar directamente y sin ambages. Con todo, me permito hacerte la observación
de que nunca ha estado tu padre mejor atendido y alegre, al menos, desde que yo
lo conozco.
La cosa habría sido hablada por los
hermanos, pues unos días después fue Carmen la que se dejó caer por casa de
Alberto y me susurró: Quiero hablar contigo a solas.
¿Cuándo podría ser? En vista del precedente, me armé de paciencia.
-
Andrés -empezó-, ¿te acuerdas de cuando te dije que
mi padre lo que necesitaba era disciplina y mano dura, y que para eso nadie
mejor que mi tía?
-
Lo recuerdo perfectamente, contesté. Supongo que
estarás encantada por cómo van marchando las cosas.
-
No del todo -replicó con un eufemismo-. Una cosa es
que se haga cargo de dirigir la casa y otra que parezca que molestamos, cada
vez que aparecemos por allí para visitar a papá.
De buena gana la habría llamado hipócrita, pues lo cierto es que, desde la llegada de Pili,
los hijos aportaban cada vez menos por la casa. Incluso empezaban a hacer
novillos en los fines de semana. En fin, contemporicé:
-
Figuraciones tuyas, Carmen. Precisamente si algo
necesita tu tía es que se la ayude un poco, que ya va mayor y la noto cansada.
-
¡Pues, hijo, no sé de qué! -exclamó con raspe-.
Entre las criadas, el fisioterapeuta y tú -que te estás dejando la piel en el
empeño-, no le queda a Pilar mucho más que repartir juego y dirigir la
orquesta.
En la alusión que hizo a mi ayuda me pareció
apreciar un retintín, que no me gustó nada. Quizá por eso, me calenté un poco:
-
¿Sabes qué te digo, Carmen?... Pues que, si no
estáis conformes en cómo lleva tu tía las cosas, o preferís ocuparos más de tu
padre, se lo decís y en paz. Me parece que ella estaría encantada de descansar
una temporada y volver a América, para estar en su casa y con su familia.
Carmen reculó, sin
dejar por eso de lanzar pullas y suspicacias:
-
Ciertamente, como la casa de una no hay nada, pero
lo cierto es que no podrá quejarse de cómo se la trata aquí: Alojamiento
gratis, mesa puesta y sin que nadie le controle las decisiones que toma, ni el
dinero del que dispone.
Ya no pude contenerme más y le solté en
pocas palabras cuanto pensaba:
-
Una cosa, Carmen, es que Pilar no tenga motivos de
quejarse -cosa que nunca ha hecho- y otra es que el favor os lo está haciendo
ella a vosotros y no a la inversa. Bien es cierto que lo hace en interés de tu
padre, porque dudo mucho que se hubiese prestado a quedarse en España por sus
sobrinos… En fin, mujer, pensad bien lo que decís y vayáis a hacer, no venga a
suceder lo que con el perro del hortelano[15].
Como era lógico, mi interlocutora se
incomodó, y de qué manera:
-
¡Oye, oye, que lo que ayudas a mi padre no te da el
derecho de ofendernos! Solo nosotros somos sus
hijos y a nosotros corresponde buscar y decidir lo
mejor para él.
-
Supongo que con su permiso, que todavía tiene la
cabeza muy en su sitio, repliqué yo, incorporándome y poniendo fin a la tirante
conversación.
***
Con este ambiente previo, no es de
extrañar que las navidades se presumieran tensas, aunque procuré no transmitir
mis inquietudes a Pili, a la que solo apunté con suavidad las quejas que me
habían formulado Antonio y Carmen. Como me temía, su reacción fue vitriólica:
-
No es contigo con quien deben hablar. Que me lo
digan a mí, que ya sabré lo que tengo que responderles.
-
A mí me tienen más confianza y quizá intenten
evitar choques violentos, en bien de su padre.
-
¿En bien de Alberto? Estás tu fresco. Soy yo quien sí se ocupa de él, que, si no fuera por cómo está, a buenas
horas me quedaba…
-
Quizá podría colaborar -sugerí yo- y llevarte una
especie de dietario con los gastos más importantes… De ti dependería evitar
fácilmente algunos roces: por ejemplo, aprovechando para hacer recados o
gestiones cuando Carmen avisara de que iba a venir.
-
¿No se te ocurre ninguna cosa más para hacerme de
menos?, replicó, indignada, al tiempo que salía precipitadamente de la
habitación.
No sabiendo cómo comportarme, decidí
marchar con un pretexto cualquiera:
-
Voy a la tienda de DVD de segunda mano, a ver si
encuentro Uno, dos, tres[16], que le
interesa a tu hermano.
Me contestó a distancia,
entrecortadamente, como si contuviera el sollozo:
-
Alberto, siempre Alberto… Parece que no hubiera
otra persona en el mundo.
Pasaron unos quince días. Tomando la
iniciativa sin esperar la aquiescencia de Pilar, hablé con Antonio del tema de
la rendición de cuentas. Inmediatamente, se disculpó:
-
¡Cómo se te ocurre que yo vaya a sospechar que…!
-
Aunque no sea así, tienes razón en tu sugerencia,
máxime cuando la haces también en nombre de tus hermanos. Pili tiene bastante
con llevar la casa; de modo que yo me encargo… No vendría mal que volvieses tú
a hacer los pagos de los gastos fijos generales. Así tu tía solo tendría que
disponer de lo preciso para la compra y los desembolsos corrientes o
imprevistos. A principios de cada mes, nos reunimos y hablamos… ¡Sí, sí! Insisto:
las cosas claras y el chocolate espeso.
Lo de Carmen era un tema que habría de lidiar Pili. Sin duda aleccionada por mis esfuerzos con Antonio,
me prometió contención y paciencia -aunque yo dudara del resultado-:
-
Todo sea por la familia y por el espíritu de las
navidades, que ya están ahí mismo-me dijo-. Por cierto, espero que no nos dejes
solos este año…
-
Mujer, supongo que vendrán todos los hijos y los
nietos. Os van a faltar camas…
-
No te pido tanto como que vengas a dormir a casa
-aclaró-, pero yo te necesito a mi lado,
echándome mil manos y dándome todos los ánimos del mundo.
Su vehemencia me hizo reír, pero enseguida
me puse serio, al recordar que cualquier compromiso sería en detrimento de mi
tradición de visitar alternativamente a mis hijos en esas fechas. Precisamente,
aquel año me tocaba pasarlo con mi hija, con cuyo marido tenía una relación muy
satisfactoria. Sobre la marcha, improvisé una solución de compromiso:
-
Me será imposible quedarme en Castellar todo el
tiempo, pero, pasadas Nochebuena y Navidad, haré lo que pueda. Ya se me
ocurrirá alguna disculpa para estar de vuelta.
Así lo hice. Ayudé a Pili en las compras
propias de la época; ella lo hizo con los regalos que habría de llevar para mi
familia, y el día 20 de diciembre tomé el tren para Zaragoza. Expliqué a mi
hija:
-
Adelanté el viaje para estar de vuelta en Castellar
el día 27, a más tardar. Tengo consulta con el urólogo, pues llevo una
temporada con ciertos desarreglos. Nada de
cuidado, supongo, sino cosas de la edad.
***
Cuando volví a casa de Alberto era el Día
de los Inocentes[17].
Los forasteros ya habían marchado, cada cual a
sus ocupaciones. Carmen y Antonio, residentes en Castellar, solo habían pasado
con su padre la cena de Nochebuena y la comida del día siguiente. Me encontré
un ambiente mustio:
-
¡Menos mal que has vuelto!, me espetó Alberto. No
sabes el vacío que queda después de tanto guirigay y juegos con los chiquillos.
Por cierto, Pili está insufrible… Yo creo -opinó favorablemente- que echa de
menos a los suyos.
-
Pues claro, hombre -confirmé-. Es su primera
Navidad en España, sin los hijos y con vuestros padres ya fallecidos. En fin, a
ver si procuramos animarla.
El salón de la casa de
Alberto Carracedo en Navidad
No
era solo Pilar la decaída. Esmeralda, en mala situación económica como para
viajar al Perú, andaba por los rincones pingando el moco. Tampoco
soy yo la alegría de la huerta. Como
primera providencia, se me ocurrió que comiéramos todos juntos en el office, y preparé un lápiz de memoria con una selección
de música iberoamericana, para amenizar los ágapes. Así mismo, me puse de
acuerdo con Pili para que diese vacación a la sirvienta todas las noches, hasta
el Día de Reyes[18],
con el compromiso de quedarme yo, por si Alberto necesitaba ayuda. Finalmente
-hasta ahí llegó mi efusivo atrevimiento-, decidí que cenásemos de catering, al cincuenta/cincuenta, entre la cuenta de Alberto
y la mía, para evitar cualquier protesta de Antonio; para la cena de Nochevieja,
me empeñé en encontrar dos botellas de Château Margaux, marca que
tenía grabada en mi mente desde que me hice amante de la zarzuela[19],
allá por mis años de bachiller.
Pienso que mi cruzada en favor de poner
buena cara al mal tiempo tuvo un éxito que yo no esperaba, la verdad. Esmeralda
se me hizo incondicional y, supuesto que se refería a Alberto como el señor, hube de convertirme para ella en el señorito, algo bastante grato para alguien a quien lo mejor
que ya lo llamaban era abuelo. Mi amigo
parecía sentirse menos inútil y cascarrabias que de costumbre. Solo Pilar,
pálida, dubitativa y silenciosa, apenas improvisaba una sonrisa de
circunstancias cuando recibía nuestras atenciones. Yo lo achacaba a que tuviera
más preocupaciones que los demás, pero había otras razones, que yo sabría
bastante tiempo después. Con todo, aunque de forma menos habitual, seguía
teniendo a mano la libreta de sus apuntes y tomaba notas de vez en cuando. No
les negaré que muchas veces tuve ganas e intención de violar sus secretos, pero la respetaba -quizá, temía- demasiado
para realizarlo.
***
Sucedió en Nochevieja. No llegamos mucho
más allá de escuchar las doce campanadas, pues habíamos cenado pronto y las
libaciones superaron nuestras buenas costumbres. Lanzamos a los cuatro vientos
por los móviles los consabidos mensajes ilustrados de felicitación del Año
Nuevo y los tres pasamos, en nuestras respectivas habitaciones, a la posición
horizontal.
Ignoro la hora que fuera, pero no hacía
mucho que nos habíamos acostado, con la puerta entornada, por si llamaba Alberto.
Me pareció escuchar un roce en el umbral, que achaqué a un chasquido del
tillado. Mas, cosa de un minuto después, oí distinto el susurro de Pilar:
-
¿No estás dormido?... ¿Puedo pasar?... ¡Me abruma
la soledad!... Charlamos un ratito y me marcho… No, no des la luz; veo con la
del pasillo.
Avanzó lentamente, a tientas, y se sentó
en la descalzadora. Me percaté de que estaba en camisón y de que la
temperatura, a aquella hora, era ya bastante fresca. No sé cómo me atreví, ni
cuál fue mi prístino propósito:
-
Pero no te quedes ahí, mujer, que te vas a enfriar.
Anda, entra, que hay sitio suficiente, dije, mientras echaba hacia atrás parte
del edredón.
Entró, se arropó y acurrucóse a mi lado,
canturreando a su modo la canción que habíamos oído por primera vez en la
Academia Hulot:
Un petit coin de ton
lit
Contre un coin de
paradis[20]…
Antes de llegar al paraíso, me susurró:
-
Esta noche no me preguntes nada, o me desvaneceré,
como en los cuentos… Tal vez, más adelante…
***
Por iniciativa de uno o de otra,
compartimos lecho hasta la noche de Reyes, cuando -según ella- fuimos cada cual
el auténtico regalo para el otro. Luego, volvió Esmeralda y los días regresaron
a la monotonía. Podía ser el momento de interrogar a Pili, ya que no era tan de
temer su desvanecimiento. Con todo, no me atreví aún, pues
muchas veces hallábamos motivo para pernoctar juntos, sobre todo, desde que se
me ocurrió inventar unas obras de reforma en mi casa,
que la tenían manga por hombro. En fin, lo que tenía que pasar, pasó. Alberto
barruntó nuestros encuentros nocturnos y, en lo concerniente a la peruana, las
sospechas acabaron por convertirse en certeza, pese a mis prudentes retiradas
al amanecer. He de confesar que me lo reveló con una amabilidad, vecina de la
ternura:
-
¡Cuánto me alegro, señorito, y más aún por Doña
Pilar! Necesitaba aflojar un poco…
La verdad, me limité a sonreír y no le
contesté ni palabra. Quizá, si hubiese sido más explícito, las cosas habrían
ido mejor en el futuro.
7.
El desmoronamiento
De todas formas, opino que no hizo falta
la indiscreción de nadie. Carmen era lo bastante perspicaz -y mal pensada-,
como para olfatear que me había convertido en un
huésped casi permanente de la casa de su padre y sacar de ello las pertinentes
deducciones. ¡Al fin había encontrado un lugar en que hincarnos el diente, y a
fe que lo hizo hasta la yugular!
Si hubiese obrado de modo directo, habría
resultado menos eficaz a sus propósitos, pero, fingiendo comprensión, y hasta
considerándolo inevitable, puso nuestra relación en conocimiento de sus
hermanos, de los pocos amigos y familiares que, fuera de ellos, le quedaban vivos
a Alberto, y, finalmente, de este mismo, aunque se llevó un buen sofión, por el
que mi amigo creció varios puntos en mi estimación:
-
Papá -vino a decirle-, no sé si sabes que la tía y
tu amigo Andrés se entienden en nuestra propia casa.
-
¡Valiente novedad!, replicó Alberto. Si vinieses
más a verme, lo habrías sabido hace tiempo, y hasta podría haberte informado yo
mismo.
Pero lo cierto es que aquello hundió el
frágil edificio de nuestra armonía común. De mutuo acuerdo, Pilar y yo
decidimos acabar con nuestros encuentros nocturnos, lo que hice saber finamente
a Alberto y a Antonio. Este último volvió a mostrarme su lado mejor, aunque no
pondría la mano en el fuego por su sinceridad:
-
Con todo lo que hacéis por papá, por mí, como si os
apuntáis en el Registro de parejas de hecho -bromeó-. Pero ya sabes cómo son
mis hermanas… y lo que larga la gente…
Total, podéis veros en cualquier otro sitio: En tu casa, sin ir más lejos.
A Alberto no pude tranquilizarlo, aunque
le prometí por lo más sagrado que nada de aquello influiría en nuestra
vinculación. Por miedo o por perspicacia, él no dejaba de comprender que la
relación entre Pili y yo era un seguro de que ella no se fuera de Castellar y
yo hiciese de su casa el centro de mi vida.
¿Y Pilar? Yo no sabía a qué carta
quedarme. Por la facilidad en aceptar las imposiciones de Carmen y los suyos, así como por vivir en la misma ciudad, había yo
imaginado que todo seguiría en los términos que había apuntado Antonio. Mas,
cuando le pedí infructuosamente que nos viésemos en mi
casa, o en alguna excursión a los alrededores, declinó comprometerse, con un dame tiempo, o un más adelante, que me entristecieron
profundamente. Ella se percató y decidió que había llegado el momento de
aclarar las cosas sin necesidad de desvanecerse en el
éter, puesto que yo nada le había preguntado.
-
Andrés -me dijo-, lo tengo decidido: Me marcho.
Regreso a América.
Me quedé de una pieza. Por mucho que fuera
posible, o de que algunos signos pudieran habérmelo advertido, estaba convencido
de que lo nuestro había convertido en definitiva su
presencia entre nosotros. Ella prosiguió:
-
Cada día que pasa, echo más en falta mi casa y a mi
gente. Y, luego, está todo ese ganado de
criticones y desagradecidos. Últimamente, mi hermano está volviendo a hacer de
las suyas: Hasta me ha llegado a echar en cara que esté en su casa más por ti, que por él.
-
¡No es posible! ¡Será cerdo!, exclamé, empleando en
realidad un calificativo más sonoro.
-
No se lo tomes en serio -me rogó-. En el fondo, no
puede vivir sin ti. Imitándolo, yo también podría afirmar que te necesita más
que a mí.
-
De acuerdo -concedí para no disputar-, pero ¿dónde
quedo yo?; o, por mejor decir, ¿qué hay de lo nuestro? ¿Es que no ha
significado nada para ti?
-
No seas injusto, ni severo -pidió-, pero
pongámoslo, y pongámonos, en sus justos términos. Estos ya no son los días del Gendarme, ni siquiera los de mi divorcio, cuando me habría
asido a cierra ojos a un hombre como tú. Somos un par de carcamales, con la
vida trazada y -al menos, en mi caso, y tú lo sabes- que vivimos con permiso
del enterrador.
Una repentina sospecha me asaltó. ¿Y si su
peor aspecto de los últimos meses se debiera a una enfermedad?
-
¿Acaso te encuentras mal? ¿Has notado algún síntoma
alarmante?
Sonrió, un poco forzadamente:
-
No seas bobo -refutó-. Cansada sí que estoy, y eso
es todo. Mer parece que, con la edad que tengo y el trote que llevo, es lógico
que me agote y quiera retirarme a P. a descansar.
Hizo más para tranquilizarme. Me confesó:
-
Sabes que, de no ser por ti, me habría marchado al cumplirse el mes de estancia previsto. Has sido, de largo, lo mejor que
he encontrado en Castellar y me figuro que yo no habré sido la peor de las
mujeres con que te hayas topado… Por otra parte, he entregado a mi hermano casi
un año de vida, cuidándolo y aleccionándolo a base de bien. Ahora, entre sus
hijos, Esmeralda y tú, habréis de proseguir la tarea.
Se me ocurrió decirle que tenía la certeza
de que, sin ella, todo aquel montaje de cuidados, hecho a retazos, se vendría
irremediablemente abajo; que al año siguiente, por aquellas fechas, una
residencia de ancianos asistidos habría reemplazado a la hermosa casa de la
calle Aviación, donde tan felices habíamos sido en ocasiones. No obstante, me
pareció cruel transmitir aquel crudo presentimiento y solo acerté a
preguntarle:
-
Una vez que reposes y te des un baño de
americanismo, ¿volverás a Castellar?; ¿volverás conmigo?
Sus ojos, como los míos, se humedecieron,
sin llegar a más. Susurró:
-
Tú, que eres tan cinéfilo, seguro que recordarás
aquello de siempre nos quedará París.
Permíteme que, esta vez, sea la mujer quien lo diga[21].
***
¿Recuerdan ustedes a mi difunto padre, el
que se me aparecía en sueños para mantenerme en el camino recto? ¡Qué bien me
habría venido en aquellos momentos!, cuando el recuerdo de Pili hacía de mis
días una constante evocación de ella con Alberto, recordando sin cesar los
buenos momentos que pasamos juntos: los tiempos de la libreta de cuero
verde, los llamaba certeramente su hermano. Las noches, a solas en mi casa,
daba vueltas a la cabeza, buscando una salida para aquel ménage à trois[22],
absolutamente imposible de reproducir, a no ser que ella regresara. Para
empeorar aún más las cosas, al cabo de media docena de mensajes y de otras
tantas llamadas por teléfono, Pilar me suplicó:
-
Estoy sumamente atareada, procurando poner aquí las
cosas en orden. Luego, mi propósito es marchar a una playa lejana, sin móvil ni
correo, y descansar hasta convertirme en un pellejo tostado, envuelto en sal.
Por favor, espera a que yo te llame. Y, hasta entonces, recuerda, so pesimista,
aquella verdad como un templo: no news is good news[23].
Al fin, formé una decisión, tan meditada e
irrevocable como todas las mías. Ya que, por
unas razones u otras, ella no venía,
tendría que ser yo quien fuese a buscarla o, por mejor decir, a hacer un
segundo Castellar dondequiera que Pili se encontrara. ¿Temor a su reacción? ¡En
absoluto! También yo tenía derecho de tomar unas estupendas vacaciones,
bronceándome en el trópico y bañándome en el Caribe. Luego, según nos fueran
las cosas, o me quedaría, o retornaría a España. Por lo menos, mi presencia la
haría reaccionar y yo tendría la confirmación de lo que me esperaba el resto de
mi existencia.
Como si fuera un chiste bien traído, unas
noches más tarde, cuando ya podía dormir sin ayuda de cápsulas, se me apareció
mi padre, con una indumentaria a lo muslime. Pronto quedó explicado el original
atuendo, pues el espectro pronunció aquel famoso proverbio: Si Mahoma no va a la montaña, la montaña vendrá a Mahoma. Y el sueño
prosiguió:
-
Aprecio por el equipaje que se acumula en el
despacho que has decidido desobedecer a la moral y el destino, abandonando a
ese amigo que me simboliza y viajando en pos del placer mundano y de la
comodidad.
Mi imagen onírica trataba en vano de
ocultar las maletas, que aparecían en un número muy superior al par de ellas
que tenía, en efecto, preparadas. El fantasma paterno parecía enfadarse de mi
disimulo y exclamaba:
-
¡No podrás librarte del castigo! ¡Yo mismo seré tu
acusador ante el tribunal del último día!
Aquellos gritos me despertaron,
angustiado. Cualquier persona medianamente sensata y libre habría hecho caso
omiso de la reprimenda, pero yo tenía conciencia, una conciencia que clamaba: ¡Alberto! ¡Pilar! Una conciencia que había acabado por percatarse
-aunque fuera gracias a un sueño- de que Alberto, Pilar y Andrés eran una misma
e inseparable naturaleza en tres personas, una inescindible y vitalicia trinidad.
De modo que, a la mañana siguiente,
deshice las maletas y adopté una nueva irreformable decisión:
Esperaría la llamada de Pili, rezando a todos los santos para que se produjera
muy pronto. Pero estaba de Dios que mi oración no sería escuchada.
***
Dice el refrán que las
desgracias nunca vienen solas. Esmeralda, acostumbrada al carácter y la forma
de hacer de Pili, no pudo habituarse a los de Carmen. Me convertí en su paño de
lágrimas, pero, finalmente, este paño no fue
suficiente a enjugarlas:
-
No sabe cómo lo siento, señorito, pero no aguanto
más. Me escatima el dinero de la compra y pasan semanas enteras que no viene
por casa. Aquí me tiene con el señor, teniendo que resolverlo todo sin un
consejo ni una ayuda, como no sean los que usted me da. Y desde que Doña Pilar
marchó, su hermano está cada vez más rebelde y exigente. Pienso que lo mejor
que puede hacerse por él es mandarlo a alguna buena residencia, donde le pongan
una disciplina y unos cuidados profesionales.
-
Ya -objeté-, pero él no está por la labor y nadie
puede obligarlo. Como no le pase algo -¡Dios no lo quiera!- que haga imposible
mantenerlo en su domicilio…
A duras penas, conseguí de la peruana el
compromiso de aguantar un par de meses más. Entre tanto, me puse al habla con Antonio
quien, en cierto modo, me tranquilizó:
-
Mi hermano ya ha presentado una solicitud en el
juzgado, para que autoricen forzosamente el traslado de mi padre a una
residencia asistida. A ver si agilizan los trámites porque los informes médicos
son concluyentes; máxime con lo que ahora me dices de que la buena de Esmeralda
se despide.
-
¿No echarán para atrás la petición, si tu padre se
opone contra viento y marea?, pregunté.
-
No le valdrá de nada. Si por los viejos fuera, se
pudrirían en sus casas con tal de no salir de ellas… De todos modos, tú tienes
mucha influencia sobre él: Apoya, por favor, nuestro punto de vista, que bien
sabes no responde a móviles egoístas.
Pues no, yo no lo sabía. Es más, estaba
convencido de lo contrario; pero también comprendía que la situación en la
calle Aviación era insostenible. Así que me dio por pensar -cosa muy habitual
en mí, hasta el punto de tener en la vitrina un Pensador de Rodin,
que compré en su Museo de París[24]- y
opté por una vía de lo más práctico:
-
Alberto, me han asegurado que han abierto
últimamente en Castellar dos residencias para mayores cojonudas, con piscina, amplios jardines, minicine y, por
supuesto, sauna y baño turco.
-
¡Como te pases al enemigo y pretendas convencerme
de que deje mi casa y me vaya
a un albergue cuartelero, vas listo!
-
Es que no pensaba en ti, so terco, -aduje-. Estoy
procurando buscarme una buena mansión, en lugar del caserón que tengo, en donde
me siento solo y que está pidiendo a gritos una reforma integral. Quiero que me
acompañes y, sobre todo, me aconsejes sobre la pregunta del millón: ¿en sitio
céntrico, o en las afueras?
-
No me puedo creer que vayas a cometer tal
disparate, pero, si insistes, te acompañaré.
-
De disparate, nada, amigo Alberto. Solo se trata de
adelantar un par de años lo inevitable; y mejor hacerlo ahora, en buena forma y
con tiempo de irse preparando a lo por venir.
Ambos coincidimos en nuestra predilección
por una residencia que acababan de instalar en las antiguas dependencias de las
monjas de no sé qué congregación moderna, que en pocas décadas se habían
quedado sin vocaciones. No tenía más inconveniente -lo digo en broma, pues no
soy supersticioso- que el de estar en el Camino del Cementerio Viejo, pero
tenía parada de autobús a la puerta y estaba como a un par de quilómetros de la
Plaza Mayor, para el caso de que sus moradores, en lugar de encaminarse al camposanto,
prefirieran tomar el sentido contrario. Alberto empezó a dar su brazo a torcer:
-
Tampoco sería mala idea venirnos los dos a este
pensil florido…, al menos, por unos meses, como experiencia.
-
¡Ah, eso sí -apoyé con jocosidad-. Todo
experimental! Y, por si acaso, no se te ocurra vender la casa por ahora.
-
Ni de coña…; pero, oye, ¿no irás a hacer la del
Capitán Araña[25]
y te largues, dejándome aquí dentro, solo?
-
Descuida, que ya me conoces. Voy a firmar la
preinscripción para reservar la plaza, hago las gestiones económicas más
necesarias y me vengo para acá. Lo que no puedo certificarte es si me colocarán
en tu mismo grupo, o me considerarán plenamente válido.
Alberto se echó a reír:
-
¿Válido tú? ¡Menudo achacoso estás hecho! Deja que
pasen cuatro o cinco años y verás cómo te doy sopas con honda.
Aquella noche, muy ufano de mí mismo,
estuve esperando la aparición de mi padre para pasarle por las narices mi sacrificio. ¡Ahí es nada!, irse con el amigo del alma a vivir
los últimos años de la vida. El caso es que, ni soñando, ni despierto, se
produjo tal manifestación. Tal vez mi progenitor no considerase penitencia
digna de mención la de alojarse en una residencia de lujo, con una estupenda
capilla que le ahorraba a uno todo esfuerzo para comunicar -en lo posible- con
los espíritus celestiales.
Auguste
Rodin, El pensador (1903)
***
Mis primeros tiempos en la Residencia El feliz atardecer fueron como los del huésped de un buen hotel:
saliendo y entrando con completa libertad, haciendo la vida de una persona
jubilada, pero con disciplina. No era mucho el contacto que tenía con Alberto,
pues los acogidos en régimen de “dependientes, clase 2” tenían su propio
pabellón y actividades. Solo coincidíamos por las tardes, en las horas de asueto,
como era ya nuestra costumbre de los viejos tiempos. La
monotonía de su vida solo quedaba rota el día de la semana en que aparecían de
visita sus hijos y, excepcionalmente, los nietos. En ese caso, yo saludaba y me
retiraba prudentemente. Así iba transcurriendo el tiempo, camino del verano,
bastante soportable en aquel paraje de las afueras, entre jardines y con
piscina, para los que se encontraban en condiciones de utilizarla.
Es probable que, de no haberme acogido al Feliz atardecer, no hubiese dado con los talleres y oficinas de la
editorial Fuente del Cisne, una activa empresa local,
en la que creía recordar que Pili publicaba sus manuales de Lengua y Preceptiva,
aquellos de los que se quejaba por su retraso en pagarle los derechos de autor.
No sé por qué -o sí que lo sé-, me dio por entrar en las dependencias y
preguntar por el agente encargado de la edición de las obras de Pilar
Carracedo. Me miraron con sorpresa, pues no era aquel un negocio como para que
cada autor tuviese adjudicado a un responsable. Cambiaron impresiones y, al
fin, me pasaron a un despacho encristalado, en cuya puerta podía leerse Subdirección. A poco, un caballero cincuentón, bronceado y de
buen ver, entró, me saludó efusivamente y, para mi estupefacción, me confesó:
-
¡Caramba!, un amigo de la profesora Carracedo. ¡Con
las ganas que tenía de toparme con alguno de ustedes!
En realidad, exageración aparte, la cosa
no tenía ningún misterio. Un par de días antes de marchar para tierras
americanas, Pili había estado para despedirse y confiarle que, en principio,
mantendría las mismas direcciones y cuentas que anteriormente. Lo gordo vino inmediatamente después:
-
La verdad, reconoció el tal Leónides Lafuente -por lo que más quiera, llámeme simplemente Leo-, es que
pensé que, a su edad, ya se quedaría para siempre en Castellar, pero resultó
que había venido con ciertas expectativas que no se le cumplieron.
-
Ya estoy al corriente, repliqué de manera optimista
en exceso.
-
Sobre todo, lo de la novela… Según me dijo al
marchar, el proceso creativo se había complicado y prefería volver a América,
para concluirlo con mayor comodidad.
Debí de poner cara de gran sorpresa, pues
Leo se sintió impulsado a explicarse:
-
¡Ah!, ¿no lo sabe usted? Pilar, siempre tan
optimista como escritora, me aseguró al llegar que tenía entre manos la novela de su vida, una idea original y fecunda, que
podía hacer de ella la literata de gran éxito, que había rozado con su obra
sobre la penosa enfermedad que la había aquejado, hacía más de diez años.
Una intuición se me había quedado clavada en el magín y la expresé casi en soliloquio:
-
Así que la moza se dejó caer por Castellar para
acopiar material en que inspirarse.
Leo me lo confirmó indirectamente:
-
Pilar era una escritora que se crecía con los
argumentos que la tocaban más personalmente. De hecho, la Ceiba de plata se la concedieron por un relato autobiográfico,
basado en su desesperada lucha contra el cáncer. Lo publicó en P. con el título
-que yo habría desaconsejado absolutamente- de La mama de silicona. ¿No lo ha
leído usted? Es muy emocionante, pero no acabó de cuajar entre el público, y en
este negocio ya se sabe…
Intenté sonsacarlo acerca del proyecto en
ciernes:
-
Y dice usted que ahora estaba escribiendo sobre
algo parecido, para lo que se estaba documentando en España…
-
Eso me adelantó, pero no me haga mucho caso… De lo
que sí estoy seguro es de que la víctima -por así
decir-, no era en este caso ella, sino alguien muy allegado. Bueno, eso me
dijo. Eso, y que iba a publicar la obra con nosotros: Hasta me pidió un
adelanto para cubrir gastos… Por cierto, ¿no sabrá usted algo de Pilar en los
últimos meses? He intentado ponerme en contacto con ella sin ningún resultado.
-
Creo que a su familia le está pasando lo mismo
-inventé-. Están bastante preocupados.
-
Eso me pasa a mí -concluyó Leo-. Puede suceder
que se haya enclaustrado para acabar la novela, pero también… Al despedirla, la
encontré bastante desmejorada y, con la enfermedad de las seis letras, uno
nunca sabe.
En efecto, uno nunca sabe, ni con las
personas enfermas, ni con las sanas. ¡Valiente vejestorio necio estaba hecho, si
hasta ahora no había parado mientes en ello!
En los días que siguieron, pensé mucho, y
con tristeza, en lo que llegan a hacer los escritores y otros artistas, a fin
de lograr inspiración y tratar de alcanzar el triunfo. ¿No habría un sentido
del pudor y del sufrimiento ajeno, que convirtiera en arcana para ellos alguna
parte de su vida? La respuesta me la ofreció en alguna de aquellas noches una
confusa pesadilla, en la que Fausto, perseguía y trataba de engatusar a Mefistófeles, en vez de producirse al contrario,
como Goethe se había empeñado en hacernos creer a millones de crédulos lectores.
Al despertar, me dije que yo no sería en adelante uno de ellos, y me hice una
promesa:
-
No leeré una sola línea de ese engendro de Pili
nacido de la ambición y del engaño. Ya me ha hecho mucho daño en la realidad.
No consentiré que lo acreciente con la fabulación.
Con todo, una o dos veces al mes hacía por
pasar ante los escaparates de la editorial Fuente del Cisne, donde
exhibían sus novedades, por si Fausta Carracedo
ya hubiese dado a luz la novela en que me tocaría ser uno de los personajes.
Pero pasó el tiempo y el parto no tenía lugar: Se ve que el feto aún no estaba
a término. Y así, hasta el día -como dos años después de la marcha de Pili- en
que el correo me trajo noticia de lo realmente acaecido.
8.
La libreta de cuero verde
El envío llegó a El feliz atardecer reenviado por el portero de mi casa, que me
resistía a poner en venta por no saber qué hacer con los numerosos y
entrañables cachivaches -en
opinión de mis hijos- que guardaba. Consistía en un paquete de pequeño tamaño,
pulcramente encerrado en una de esas cajas especialmente preparadas por las
empresas de correo. Su procedencia me hizo entender que Pili andaba por medio,
aunque la remitente fuese una tal María Candelaria. En su interior, una carta
en sobre cerrado y un bulto de pequeño tamaño, así mismo ensobrado, pero, a más
de cerrado, sellado con lacre.
Por seguir un orden lógico, abrí primero
la carta. Constaba de una única cuartilla, escrita a ordenador, salvo la firma
de su autora. Como todavía la conservo -de lo que me alegro ahora-, voy a
transcribírsela de modo literal. Decía así:
Mi estimado señor:
Cumplo el penoso trámite de comunicarle el
fallecimiento de nuestra común amiga, Pilar Carracedo, que se produjo el pasado
día 16 de abril, víctima de una recidiva del cáncer que venía padeciendo, más o
menos larvado, desde hacía doce años. Conforme a su deseo, fue incinerada,
siendo esparcidas sus cenizas en el mar que une -a la vez que separa- los dos
países que la acogieron en vida.
Por expreso encargo suyo, le remito
adjunto el cuaderno manuscrito que Pilar fue redactando durante su última
visita a España. Por lo que yo sé, tenía pensado utilizar los datos recogidos
en él para escribir una novela. En todo caso, si ese era su propósito, no pudo
llevarlo a cabo, pues la enfermedad y la muerte la alcanzaron antes de
realizarlo.
Mi amiga ya me entregó su encargo tal y
como usted lo recibe, es decir, en sobre cerrado y sellado, sin indicación
expresa de destinatario. Cuando le pregunté si quería transmitir a usted algún
mensaje alusivo, se limitó a indicarme: No precisa de ninguna explicación.
Cumplido, pues, el mandado de mi querida
amiga, no me queda sino ponerme a su disposición, en el caso de que decidiere
venir por estas tierras que ella tanto amó, por más que la infelicidad la
acompañase tan frecuentemente en ellas.
Le saluda afectuosamente,
Candelaria Arroyo Benítez
***
El paso siguiente, por supuesto, era el de
acceder al cuaderno manuscrito, a fin de
comprobar si -era de esperar- se trataba de la libreta de cuero verde, según la
había denominado Alberto. Y sí, ahí estaba, como yo la recordaba, con la pasta
delantera y el lomo algo deslucidos, y las tres cuartas partes de sus páginas
cubiertas de breves anotaciones, frases sueltas y párrafos cortos; todo amontonado,
sin otro orden aparente que el cronológico del hecho o de la ocurrencia;
generalmente garrapateado, pero con numerosos remansos de paz, donde reinaba la
letra clara, simple, redondilla, que Pili habría aprendido de niña y nunca
abandonado.
Por unos momentos, sentado en el único
sillón de mi minúscula estancia, sentí brotar dentro de mí la piedad hacia los
muertos, la ternura por un pasado que, de pronto, te sumerge en los recuerdos.
Tenso e indeciso, me levanté, con el cuaderno entre las manos y miré por la
ventana el jardín, quizás en busca de sosiego, o tal vez de tiempo. De un
rincón, próximo a la tapia, una columnilla de humo oscuro ascendía hasta
desvanecerse en el neblinoso celaje otoñal.
Tomé del armario un chaquetón y guardé la
libreta en uno de los bolsillos. Me encaminé hasta el lugar, entonces desierto,
en que el jardinero había preparado una fogata, alimentada con las hojas y
vástagos secos propios de la estación. Una a una, otras hojas muy diferentes,
pero igualmente secas, fueron
añadiéndose a la pira, hasta quedar reducidas a pavesas y humo. Finalmente, en
mis manos quedó tan solo la cubierta verde, mudo testigo de tantos engaños y,
tal vez, de algún oculto sentimiento de amor. ¡Qué más daba ya! La arrojé
igualmente al fuego y allí me quedé, estático y mudo, hasta que la última
partícula de cuero verde se consumió.
La libreta
de cuero verde, poco antes de su cremación
***
Al reunirnos aquella misma tarde, di a
Alberto la noticia del fallecimiento de su hermana, que acogió con esa aparente
frialdad de los ancianos, cuando otros mueren
dentro de la normal e incesante ley de vida. Quedó
silente unos momentos y luego comentó:
-
¡Qué tiempos aquellos! Lo bien que nos lo pasábamos
a veces los tres; sobre todo, vosotros dos, ¿eh, pillín?
Y luego, al no recibir contestación por mi
parte, añadió:
-
¿Qué habrá sido de la libreta verde? Si pudiese
hablar, ¡qué de cosas contaría!
Y, finalmente:
-
Parece que la pobre Pili no tuvo tiempo de largar todo lo que se afanaba en apuntar… ¡Oye, Andrés!,
¿por qué no te encargas de escribirlo tú, que todavía tienes salud y te sobra
el tiempo?... Nada, nada, no se hable más. Quiero verlo todo bien contado y
poder leerlo antes de que estire la pata.
Pues bien, me puse manos a la obra y, con
mejor o peor fortuna, lo que ustedes pueden haber leído hasta aquí es lo que enhebrado. Precisamente será a las cinco de esta tarde cuando
empiece a leérselo a Alberto, porque los ojos del pobre ya no están para mucha
lectura. A ver si le gusta.
Desde luego, a quien no le agrada es a mi
conciencia, que me remuerde sordamente y me susurra:
-
Tanto despotricar de Pilar y, más o menos, has
acabado haciendo tú lo mismo que ella.
¿Tendrá razón? No lo sé. Esperaré a que se
aparezca en sueños mi estricto padre para tener al respecto un juicio
inapelable.
[1]
Antonio de León Pinelo, nacido en Valladolid en 1590 y fallecido en Madrid en
1660, insigne letrado e historiador de Las Indias. Véase nota biográfica
de la Real Academia de la Historia (dbe.rae.es), a cargo de Emelina Martín
Acosta.
[2]
Conocido juego entre varios jugadores, o por Internet, consistente en responder
acertadamente a las preguntas que se formulan aleatoriamente, sobre los más
variados temas.
[3] Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870) es autor
de dos conocidas obras epistolares: Cartas desde mi celda (1864) y Cartas
literarias a una mujer (1860-1861).
[4] Un andador no era útil en este caso, al tener
Alberto perdido el manejo del brazo izquierdo.
[5]
La purga de Fernando, que desde la botica estaba obrando, suerte de
aleluya alusiva a las causas que producen efectos de inmediato. Suele aludirse
más a menudo a la purga de Benito, por razones políticas que no vienen
ahora a cuento.
[6]
Juan de Matienzo, nacido en Valladolid en 1520 y fallecido en Sucre (Bolivia)
en 1579, jurisconsulto y cronista de Indias. Nota biográfica de la Real
Academia de la Historia (dbe,rah.es), a cargo de Emelina Martín Acosta.
[7]
Le gendarme de Saint-Tropez, película dirigida por Jean Gibault,
estrenada en Francia en septiembre de 1964.
[8]
El actor cómico Louis de Funès fue el protagonista de la extensa saga de
películas del Gendarme (un total de seis).
[9]
Según dicho Diccionario, presentado (fonéticamente en origen, presentao)
equivale en algún país hispanohablante a entremetido (o entrometido). Queda así explicado el título principal
de este relato.
[10]
Acróstico para los trenes de alta velocidad españoles.
[11]
En concreto, Rubén Darío (1867-1916). Es famosa la versión cantada por
Paco Ibáñez (2002), fácilmente asequible en youtube.
[12]
La canción fue obra de Máximo Baratas y Antonio Areta y se transmitió por
Televisión Española entre 1964 y 1970, para animar a los peques a
retirarse de la televisión hacia las 21 horas.
[13]
Evidente alusión a Francisco Franco Bahamonde, que fue Jefe del Estado español
entre 1936 y 1975, en que murió.
[14] Ritmos
bailables muy conocidos, que fueron populares en la década de 1960.
[15]
Según el conocido apólogo, se trataba de un can que, ni comía la fruta de su
amo, ni dejaba que lo hiciesen otros.
[16] Comedia cinematográfica de tono político satírico, dirigida por Billy Wilder en 1961.
[17] Es
decir, el 28 de diciembre.
[18] La
Epifanía se celebra en España el día 6 de enero.
[19]
Además de una acreditada marca de burdeos, es el título de una zarzuela
cómica estrenada en 1887, con libreto de José Jackson Veyán y partitura de
Manuel Fernández Caballero. Famosísima es su romanza para soprano, Vals de
Angelita, conocida por las palabras: No sé qué siento aquí.
[20]
Canción Le parapluie (1952) -El paraguas-, de Georges Brassens
(1921-1981). Originalmente, el primer verso es: Un petit coin de parapluie… Tal
y como la canturrea Pili, significa textualmente: Un rinconcito de tu cama,
a cambio de un rincón de paraíso.
[21]
Alusión a la inolvidable película Casablanca (Michael Curtiz, 1942). La
frase, traducible también por la similar, “siempre tendremos París”, es
pronunciada en la cinta por el protagonista masculino, Rick Blaine.
[22] O
“relación sentimental entre tres”, con una connotación sexual de la que carece
en este caso.
[23] Es
decir: Cuando no hay noticias, es que estas son buenas (refrán inglés).
[24]
Sería pretencioso describir dicha obra rodiniana, que, no obstante, ilustra el
texto. Su autor, el escultor francés Auguste Rodín, vivió entre 1840 y 1917. El
Musée Rodin de Paris se abrió al público en 1919, para exponer obras y
objetos personales del artista, en la que había sido su vivienda y taller desde
1905 hasta su muerte (se trata del Hôtel Biron, en la calle de Varenne, del
Distrito VII de París).
[25] Personaje
legendario de quien se dice que, tras embarcar a sus hombres, se quedaba él en
tierra.