Historia del final de la “mili”.
Objetores e insumisos
Por Federico Bello Landrove
Mis diecinueve
meses de voluntario en la “mili” no han marcado mi memoria ni mi visión
de su historia, pero tal vez me hayan animado a confeccionar este ensayo, que
constituye una aproximación a hechos e instituciones que tuvieron que ver con
uno de los sucesos más relevantes en la España reciente: la supresión del Servicio
Militar general y obligatorio, el cual exhaló su último aliento el 31 de
diciembre de 2001. Más discutible es que, además del aliento, exhalase también
su espíritu.
(Tomada del Diccionario ABC)
1. Presentación y límites de este
trabajo
Se atribuye a
decisión del rey Carlos III, allá por 1770, la implantación de un servicio
militar obligatorio para los varones españoles, institución que, con profundas
modificaciones y alguna que otra suspensión[1],
subsistiría en nuestra Historia patria hasta el 31 de diciembre de 2001. Dicen
algunos que lo acaecido en esta fecha no fue una supresión del Servicio
Militar, sino una mera suspensión del mismo[2];
pero no asustemos a nuestros jóvenes, pues no es nada probable que la mili[3]
resurja, mientras no nos alcance el azote de una guerra -quizá mi observación
no resulte particularmente tranquilizadora-.
¿Qué pudo llevar a
Carlos III a la implantación de la milicia general y obligatoria? Lo resumió en
dos ideas[4]:
patriotismo y economía. Pocos años después, la Revolución Francesa aportaría un
terrible motivo más, que el resto de Europa pronto aprendió: masificación, es
decir, un ejército nacional para matar y matarse en mayores cantidades.
¿Y cuáles fueron
las razones por las que, 230 años después, se sustituyó en España el Servicio
Militar general y obligatorio por el profesional? No espero hallar la verdad
-al menos, toda la verdad- en la Exposición de Motivos de la Ley que lo plasmó[5],
pero tampoco me propongo discutir su contenido. Las palabras son numerosas,
pero en su mayoría sinónimas y, por ende, redundantes: Conseguir un ejército
que responda a las necesidades de especialización, complejidad,
profesionalidad, internacionalismo, eficacia, operatividad y flexibilidad,
impuestas por la defensa y la guerra de nuestro tiempo; para concluir: unas
fuerzas armadas más reducidas y mejor dotadas. En resumen: Se entiende que el
ejército profesional puede ser más eficaz, más reducido y, por efecto de esto
último, mejor dotado.
Claro está, no
busquemos ahí los motivos concretos de alta y baja política que llevaron a
nuestros dirigentes patrios a asumir -en su mayoría, a regañadientes[6]-
tal resolución. Una determinación que, en lo político, pasó por el trágala del
principal partido político catalanista -Convergencia y Unión- para apoyar
la investidura como Presidente del Gobierno de José María Aznar, ganador de las
elecciones de 1996 con minoría mayoritaria[7];
y que, en lo social, tuvo como ariete decisivo el movimiento por la objeción de
conciencia y la insumisión al servicio militar, que será el principal objeto de
examen en este ensayo.
Dicho cuanto
antecede, quiero exponer al lector el contenido y los límites de mi presente
trabajo. En cuanto a lo primero -como acabo de indicar-, me centraré en el
aspecto numérico del fenómeno objetor-insumiso (en lo sucesivo, MOC[8]),
así como en las sucesivas estrategias y tácticas usadas por este, y combatidas
por sus contrarios, para lograr el objetivo final de acabar con la mili. Complementariamente,
aludiré a aquellas instituciones que me han parecido necesarias para completar
el panorama objetivo de mi estudio (Servicio Social de las mujeres, Milicias
Universitarias[9], actual
Ejército profesional…). Una brevísima referencia bibliográfica completará el
ensayo.
En lo tocante a
límites, no busquen detalles acerca de las disposiciones legales y
reglamentarias que fueron regulando la cuestión militar a lo largo del periodo
abordado (aproximadamente, 1970-2002, con alusiones anteriores y posteriores).
Tampoco entraré en discusiones -y disquisiciones- ideológicas, huyendo desde
luego de aportar mis experiencias o batallitas. Estas, y otras limitaciones voluntarias, procurarán que, ya que no están ustedes ante un
trabajo profundo, por lo menos se encuentren con un tratamiento objetivo
y no muy indigesto. Espero conseguirlo.
2. Las cifras y su baile
Cuando el 1 de
abril de 1939 concluyó nuestra guerra civil, el llamado Ejército nacional o
franquista tenía unos efectivos levemente superiores al millón de hombres, no
muy diferente de los que había alcanzado hasta el año anterior el Ejército de
la República, su enemigo en la guerra. Cifras tan altas eran la consecuencia de
haber permanecido simultáneamente en filas los jóvenes de varios reemplazos
anuales y que, como es lógico, no volverían a alcanzarse, ni a aproximarse
siquiera, no siendo en los momentos finales de la Segunda Guerra Mundial,
cuando Franco temió con cierto fundamento que España podría ser invadida por los
Aliados, para forzar el cambio de Régimen. En efecto, allá por 1945, los
reemplazos volvieron a solaparse bajo las armas, calculándose que llegaron a
setecientos cincuenta mil hombres. Fuera de esos dos momentos concretos -y de
los meses o el año siguientes a los mismos- el volumen de nuestro Ejército,
vinculado a los sucesivos reemplazos anuales, estuvo ligado a dos datos fluctuantes:
el volumen de población joven masculina y la duración del Servicio Militar.
La población
masculina joven.
Es cierto que la población total de
España fue incrementándose constantemente a lo largo del periodo que
historiamos. Tres momentos clave: Hacia el final de la guerra civil, los
españoles eran veintiséis millones (censo de 1940); en los comienzos del
movimiento MOC (1970), la cifra había subido hasta 34 millones; a finales de la
mili (año 2000), el número era de unos 41 millones. Y, sin embargo, la
cifra total de españoles, incrementada entre 1940 y 2000 en quince millones de
personas, no supuso una variación ni mucho menos tan grande en el total de
conscriptos de cada anualidad, que se mantuvo notablemente estable a todo lo
largo del periodo, con una media de unos 250.000 quintos cada año. ¿Razón? El
incremento de población fue teniendo mucho más que ver con la longevidad, que
no con la natalidad. ¿Consecuencia? Con ciertas correcciones -excedentes de
cupo[10],
mayor tolerancia en materia de exenciones del Servicio Militar[11]-,
el Ejército español pudo mantenerse década tras década en una cifra alrededor
de los 300.000 efectivos, contando en ellos los mandos (oficiales,
suboficiales), además de los individuos de tropa o marinería.
Este inmovilismo
numérico empezó a flaquear, en un doble y opuesto sentido:
-
A
mayores, debido a un primer baby boom, por superación de lo peor de la
posguerra. Así, en 1976 se dio el más numeroso reemplazo anual de toda la
historia de España, casi 350.000 soldados[12].
-
A
menores, la efervescencia del movimiento MOC aconsejó desde los años de 1980
hacer un uso generoso de la excedencia de cupo, fruto, no solo del aumento de
los quintos, sino de estimular una cierta benevolencia juvenil hacia el
Ejército, cosa que dudosamente se obtuvo, al operar la excedencia de modo
aleatorio, no en consideración de situaciones o perjuicios concretos. El máximo
de excedencia de cupo se produjo en 1986, con una cuarta parte de los quintos
sorteados, de los que solo 237.000 pasaron a hacer el Servicio Militar. La
excedencia de cupo se mantuvo en los años sucesivos, pero con cifras mucho
menores, como la de 16.500 para 1998, compensando el paralelo y gran incremento
de los objetores a la mili.
De todos modos,
los años no parecieron pasar por las cifras de efectivos de nuestro Ejército
que, alcanzando los 300.000 hombres apenas terminada la guerra civil (1940),
andaba por los 289.000 hombres en 1970 y por los 237.000 individuos de tropa en
1986, a los que habría que sumar los militares de carrera, de los generales a
los sargentos.
La duración del
Servicio Militar.
La duración del Servicio Militar ha
experimentado una constante disminución, si se atiende a épocas de paz y se
admiten excepciones muy aisladas. Fuera del periodo que tratamos, aparecen
casos que recuerdan, aunque de lejos, la experiencia de los antiguos romanos.
Se dice que en 1800 la mili duraba ocho años; en 1821, se rebajó a 6
anualidades; en 1837, como efecto de la Primera Guerra Carlista, volvió a
alcanzar los 8 años; en 1867 el Servicio Militar duraba 4 años. El siglo XIX
terminó con la duración, establecida en 1881, de tres años, que vinieron a ser
los que sufrirían los reclutas de la mayor parte de nuestras últimas
guerras coloniales y de Marruecos.
La Ley del
Servicio Militar llamada de Canalejas (1912) mantuvo con carácter general el
tiempo en filas de tres años. En plena última guerra de Marruecos (1924), se
indica que la duración de la mili bajó a los dos años. En 1930, dicha
duración se rebajó hasta un año, y a entre cinco y diez meses para los soldados
de cuota[13].
Superada nuestra
guerra civil de 1936-1939, se fijó (1943) la duración de la mili en dos
años, la cual se mantendría durante un cuarto de siglo, hasta que otra Ley del
Servicio Militar (1968) la rebajó a dieciocho meses. En 1984, ya con la presión
del movimiento objetor, se rebajó a un año. Finalmente, a partir de 1991, la mili,
ya agonizante, fijaría su periodo bajo las banderas en nueve meses.
Las susodichas
duraciones tienen un carácter indicativo, pues las guerras, la costumbre pro
milite, el voluntariado, etcétera, podían alterar las expresadas cifras.
Con todo, pueden ser aclaratorias, no solo de que fue procurándose hacer el
Servicio Militar más llevadero, sino para aclarar que, hasta cierto punto, se
jugaba con su duración para atender a las menores necesidades de reclutas y a
las mayores de atención presupuestaria. Si, por una vez, me permiten citar la
experiencia personal, me consta que, en vísperas de la modificación de 1968 -es
decir, cuando legalmente la mili duraba dos años-, los reemplazos se
iban para casa, con licencia indefinida, a los quince meses, o a los diecinueve
los soldados voluntarios[14].
3. Testigos de Jehová y simples
objetores de conciencia
Pretendo resumir en este capítulo la historia numérica del movimiento de
simple objeción a lo largo del franquismo y del periodo posterior que concluye
en 2001; es decir, trato de aquellos objetores que se conformaron con no hacer, tal
cual, el Servicio Militar, pero aceptaron otras alternativas que se les
ofrecieron, sin colocarse en situación de insumisión ante las mismas.
Objeción por
motivos religiosos: los Testigos de Jehová.
Parece una
premonición que el primer objetor conocido al Servicio Militar en la España de
la guerra civil en adelante, fuese un testigo de Jehová, Antonio Gargallo
Mejía, condenado a muerte por deserción[15]
y ejecutado en Jaca (Huesca) el 18 de agosto de 1937, tras no aceptar el
indulto de la pena capital con la condición de ir a combatir al frente. Su
semilla parece que no fructificó hasta el año 1958, en que nuevos compañeros de
creencias se negaron a hacer el Servicio Militar por razones religiosas. Su
número fue incrementándose, hasta llegar a un total de 285 hasta 1976, con un
total acumulado de cárcel -se dice- de 3.218 años, lo que habría supuesto que
cada uno hubiera sido condenado a algo más de diez años de prisión, por término
medio. En el citado año 1976, por aplicación de un Decreto-Ley de Amnistía,
salieron a la calle 118 testigos de Jehová, que venían cumpliendo en ese
momento penas de cárcel impuestas en consejo de guerra. En lo sucesivo, los
objetores por motivos religiosos serían autorizados a reemplazar su servicio
militar por tres años de servicios cívicos, en lo que sería el primer ejemplo
hispánico de una prestación social sustitutoria (en lo sucesivo, PSS).
De manera menos
enérgica -vale decir, como objeción de baja intensidad-, a partir de 1965 otros
testigos de Jehová no se negaron a ir a la mili, pero sí a vestir el
uniforme y a hacer prácticas o servicios con armas. Ello suponía, de entrada,
meras condenas por falta de desobediencia a dos meses de arresto en calabozo
pero, a la tercera, la sanción era ya de seis meses de estancia en prisiones militares,
y así sucesivamente, hasta que concluía el tiempo del Servicio.
Objeción por
motivos de conciencia: los objetores en general.
A la objeción religiosa
de los testigos de Jehová fue añadiéndose la llamada objeción civil, es
decir, la fundada en considerarse libre de hacer o no la mili y, en su
caso, de ir a la guerra o no, por motivos de conciencia entendibles desde un
punto de vista estrictamente no confesional. Se cita como pionero de esta
objeción en España al jienense José Luis (Pepe) Beunza, que manifestó su
negativa en 1971, pasando en prisión y batallón disciplinario más de tres años
de su vida, dando un ejemplo de sacrificio y de activismo que fue muy valorado
y ampliamente seguido. Tan es así que, al aprobarse la Ley General de Amnistía
en octubre de 1977, fueron ya 318 los insumisos a los que se les aplicó,
otorgándoles de inmediato la condición legal de reservistas[16].
La Constitución de 1978 -artículo 30.2- vino a resolver de una vez el
reconocimiento de la objeción de conciencia al servicio militar[17].
Fue entonces cuando la tradicional imprevisión de los políticos españoles en
materia jurídica -entre otras- provocó un caos por anomia, del que luego
derivarían consecuencias ya insuperables. Aludo a que, entre 1978 y 1988, no se reguló
en debida forma el citado derecho constitucional, provocando un enorme tapón
de objetores expectantes; algo que quizá merezca una breve explicación.
Tensiones
políticas y militares -no se olvide el golpe de Estado del 23 de febrero de
1981 y alguna otra intentona menor- dieron lugar a un desacuerdo institucional,
que demoró la promulgación de la Ley de Objeción de Conciencia[18]
hasta 1984. Dicha ley fue impugnada ante el Tribunal Constitucional que,
conforme a su inveterada táctica de entonces de resolver con el mayor retraso
los recursos más candentes, no validó la norma definitivamente, hasta 1987[19].
En desarrollo de dicha norma legal, se publicó el oportuno Reglamento[20],
que todavía demoraría su efectividad por anulación parcial acordada por la Sala
Tercera del Tribunal Supremo[21],
si bien puede cifrarse en 1989 su entrada en vigor, a los efectos que en este
ensayo abordamos.
En efecto,
contabilizados por trienios, los objetores que se filiaron al sistema de PSS
fueron en 1988-1990 un total de 51.577, es decir, el 4,26% del total de
alistados en esos tres años. Era un número impactante, pero todavía tolerable.
Claro que otros 47.870 jóvenes fueron declarados prófugos[22]
en dicho trienio, lo que agregaba otro 3,95% a los alistados que no harían la mili
en tiempo y forma.
El trienio
siguiente (1991-1993) vio dispararse el porcentaje de objetores hasta el
21,72%; una proporción inconcebible en los países de nuestro entorno y
difícilmente soportable a medio plazo para el sistema del Servicio Militar. No
fue muy diversa la proporción de objetores para el siguiente trienio
(1994-1996), un 22,30% del total de alistados. El trienio sucesivo (1996-1998),
último del que tengo información coherente, arrojó una cifra de casi 443.000 objetores
para un total de 964.000 alistados, no muy lejos, por tanto, de suponer la
mitad de todos los conscriptos del trienio. No se olvide que, en 1996, fue
pública la noticia de que el Servicio Militar tenía sus días contados -aunque
aún sobreviviría cinco años largos más-, cosa que animó a los jóvenes a objetar
o, mejor aún, a pedir cuantas prórrogas de incorporación se les concedieran. Y
así, para el año 2000, había 882.500 llamados a filas en situación de prórroga
autorizada. Aquello fue el colmo que llevó al Gobierno a adelantar en un año el
fin de la mili, para la Nochevieja de 2001, en vez de la misma fecha del
año 2002.
La Prestación
Social Sustitutoria (PSS)
La clave para la objeción de
conciencia al Servicio Militar fue la implantación de la PSS, es decir, de un
trabajo no remunerado[23]
que el objetor habría de realizar durante un tiempo tasado, en favor de la
sociedad, con asignación y control a cargo de una entidad pública
especializada, el Consejo Nacional de Objeción de Conciencia, con sus Oficinas
provinciales y locales de la PSS. Los trabajos fueron muy variados, destacando
los de tipo benéfico[24]
y los públicos[25]. En
este ensayo, me interesa destacar los aspectos de duración y de insuficiente
oferta de puestos, el segundo de los cuales determinó el colapso y absoluto
fracaso de una institución que, por sí misma, parecía tener una filosofía
razonable.
En cuanto a la
duración de la PSS, comenzó siendo en 1976 de tres años, cuando la de la mili
era de dieciocho meses. Como hemos indicado en el capítulo anterior, en
esos momentos la PSS era una fórmula voluntarista acordada por los Ministerios
militares para desanimar a los objetores de mantener su postura; no de otro
modo puede entenderse que la prestación tuviera una duración doble que el
Servicio Militar, arruinando durante tres años la posibilidad de colocarse en
el mercado laboral.
Al regularse por
Ley la PSS (a partir de 1984), la penalización por duración pasó a ser menor
que la del doble, antes existente. Su primera longitud fue la de dieciocho
meses, en un momento en que el Servicio Militar tenía una duración de un año.
Cuando, hacia 1991, la mili se rebajó a su mínimo histórico, nueve
meses, la PSS se rebajó hasta trece mensualidades. Finalmente, admitiendo que
la mayor duración de la PSS pudiese constituir una discriminación ilegal para los
objetores, en 1998 se rebajó la duración hasta los nueve meses, es decir, la
misma que tenía entonces el Servicio Militar.
Pero, para bien y
para mal, el problema principal de la PSS no fue el de su duración, sino el de
que, ni estuvo debidamente controlado su cumplimiento, ni había plazas
mínimamente bastantes que ofrecer a los objetores. En estas cuestiones, o no
hay estadísticas, o estas suelen resultar poco fiables. Con todo, me parece
obligado abordar el tema con cierto detalle numérico.
Para empezar, está
claro que la cifra de objetores rebasó enormemente los pronósticos oficiales y
cualquier posibilidad de asignarles PSS, aunque hubiese habido buena voluntad
por unos y por otros -que, ciertamente, no la hubo-. Recordemos que, en los trece años que vino a durar efectivamente la prestación[26]
(1989-2001) llegó a acumularse un total aproximado de un millón veintiocho mil
objetores, de forma progresiva. Contabilizados por años, entre 1985 y 2001,
encontramos recogidas las siguientes cifras de objetores[27]:
1985: 12.170; 1987: 8.897; 1989: 13.130; 1991: 28.051; 1993: 68.209; 1995:
72.832; 1999: 101.000; 2000: 121.000; 2001; 112.000. Como se ve, a partir de
los años noventa, el volumen de la objeción hacía materialmente imposible implementarla,
tanto en vigilancia, como en asignación de PSS.
La consecuencia
inevitable fue que hacerse objetor fue sinónimo de jugar a una lotería de no
hacer la PSS, con la mayor parte de las papeletas a favor. Así, en 1993, se
calculaba -a ojo de buen cubero, desde luego- que la PSS era cumplida, mejor o
peor, por el 16% de los objetores. En 1996, el porcentaje había bajado hasta
alrededor del 3%, y no es de suponer que mejorase en los años sucesivos, viendo
el enorme incremento del número de objetores y el poco interés político y
social en imponerles la PSS.
Imponer la PSS:
He ahí la clave de una inadmisible actitud de los sucesivos Gobiernos, que
jugaron a la severidad en casos aleatorios y aislados, proyectando sobre el
Poder Judicial (tribunales y fiscalías) la necesidad legal de castigos penales.
Aportaré una muestra del temprano reconocimiento por los entes administrativos
de que no podían controlar el cumplimiento de la PSS: En los dos primeros años
de vigencia de la PSS (1989 y 1990), las Oficinas de la PSS formularon más
denuncias por incumplimiento de la PSS que en toda la década siguiente, siendo
así que los casos de objeción de conciencia se multiplicaron por diez o más.
Dichas denuncias iban a parar a las correspondientes Fiscalías provinciales,
que se encargaban de examinar el caso con carácter preliminar y, de
considerarlo procedente, cursarlo al juzgado de instrucción, mediante denuncia
penal o querella. El filtro de las fiscalías tuvo una considerable -y no
reconocida- importancia para reducir mucho los casos de enjuiciamiento de
objetores que incumplían la PSS[28].
En cuanto a las
consecuencias del incumplimiento de la PSS, comoquiera que, ante la
jurisdicción ordinaria tuvieron un tratamiento análogo al de la insumisión al
Servicio Militar en sentido estricto, las abordaremos conjuntamente con esta
última, en el capítulo siguiente.
4. De la objeción, a la insumisión
La verdadera y
tajante insumisión por motivos políticos o de conciencia aconfesional no tuvo
ocasión de surgir en España hasta los años 1988-1989, cuando -como hemos visto-
fue factible usar o no de la PSS para ahorrarse legalmente el Servicio Militar.
Para entonces, la opinión de los jóvenes españoles sobre la vida militar era,
muy aproximadamente, la que había presentado una encuesta de la primavera de
1986 entre 2.500 jóvenes de 16 a 24 años. El 85% de los preguntados consideraba
perjudicial el Servicio Militar; el 49% se inclinaba por un ejército
profesional y hasta un 40% decía no estar dispuesto a defender a España, si
fuere objeto de una agresión armada. Como se ve, un gran caldo de cultivo ideológico
para que buen número de objetores de conciencia pasasen a ser insumisos,
es decir, personas que se negaban a hacer, tanto la mili, como la PSS.
Y, para mayor consolidación y expansión de tal decisión, apareció en 1989 un
movimiento de carácter nacional, llamado Movimiento de Objeción de Conciencia
(en lo sucesivo, Movimiento), que logró una intensa y generalizada influencia y
visibilidad, compartidas a muy inferior nivel por otras asociaciones o
entidades de tipo regional (Galicia, País Vasco, Navarra, etc.).
En comparación con
las cifras de objetores teóricamente dispuestos a hacer la PSS, el número de
insumisos fue siempre mucho menor. El propio Movimiento ha sido incapaz de dar
una cifra segura, señalando un total mínimo de 20.000 insumisos y otro máximo
de 50.000[29]. Este
último es el que parece más coherente con los datos ofrecidos por otras fuentes[30],
que muestran además un crecimiento constante y más armónico que el de
objetores. Así, arrancando de 371 insumisos en 1989, pasa a 2.210 en 1991,
9.393 en 1993 (la mayor subida porcentual bienal), a 12.400 en 1995, 16.000 en
1997 y 20.000 en 1999, no ofreciendo datos correspondientes a los dos últimos
años (2000 y 2001).
Una vez centrado
el fenómeno de la insumisión en sus cifras totales, es llegado el momento de
examinar sus consecuencias represivas, es decir, los datos de las personas que
sufrieron de alguna manera (denuncia, prisión preventiva, juicio oral,
condena…) las consecuencias legales penales de su comportamiento. Pero antes de
enfrascarse en las cifras, me parece oportuno reseñar una realidad básica:
Hasta 1991, la competencia para juzgar y condenar a los insumisos a la mili
fue de la Justicia Militar, en los oportunos consejos de guerra; desde 1991,
asumieron todos los asuntos los tribunales ordinarios[31]
(jueces de instrucción, para investigar; jueces de lo Penal, para juzgar y
resolver en primera instancia; salas de lo penal de las Audiencias
Provinciales, para decidir las apelaciones).
Los primeros casos
judicializados de insumisión (todavía ante la Justicia Militar) tuvieron un
doble origen: 1º. Los casos -pocos- de los llamados objetores sobrevenidos, es
decir, soldados que, antes de licenciarse, se marchaban de los cuarteles o se
negaban a realizar todas las tareas propias de su estado militar. 2º. Los
objetores colectivos, que se presentaban ante las autoridades en grupo,
manifestando que no estaban dispuestos a incorporarse a la mili ni a la
PSS: los primeros grupos fueron un total de 192 jóvenes, en tres remesas, entre
febrero y junio de 1989. Ante esta especie de insumisión colectiva, la reacción
oficial fue desde el primer momento tan aleatoria -mejor diríamos arbitraria-,
como lo sería a todo lo largo de la historia de la insumisión, predominando
absolutamente la benignidad -cuando menos, inicial o en las medidas
cautelares-: solo cuatro de aquellos objetores fueron detenidos. Al menudear
los casos, el Gobierno decidió cortar por lo sano, haciendo borrón y cuenta
nueva con los 21.490 objetores que habían sido reconocidos como tales hasta el
1 de enero de 1988 y que podían dar ahora el paso de declararse insumisos a la
PSS: El total de esos 21.490 objetores pasaron a la reserva sin necesidad de
cumplir la PSS. A partir de 1989 y hasta 1991 -en que la competencia pasó a la
Justicia ordinaria-, podemos recordar los siguientes datos numéricos sobre insumisos
al Servicio Militar:
-
El
total de insumisos llegó hasta los 1.200. El problema se agravó con la
participación de España, bajo la cobertura de la ONU, en la primera Guerra del
Golfo (1991), adonde fueron enviadas algunas corbetas, entre cuyas
tripulaciones surgieron insumisos. Algunos insumisos se declararon en huelga de
hambre para potenciar sus reclamaciones.
-
De
los citados 1.200 insumisos, se calcula que las detenciones y prisiones
preventivas (año 1989) alcanzaron al 8,5% de ellos. Cada vez fueron menos pues,
pese a no solicitarlo los inculpados, eran los propios fiscales militares
quienes pedían la libertad provisional, de modo que la estancia en prisión
preventiva andaba por una media de quince días.
-
Los
juicios o consejos de guerra celebrados entre 1989 y 1991 fueron entre trece y
quince, lo que puede dar una idea aproximada del número de condenados, si bien
era habitual que cada juicio incluyera a varios acusados (no muchos). Las penas
de cárcel recaídas, entre cinco meses y un año de prisión, permitían la
concesión de la condena condicional[32],
salvo que se tuvieran antecedentes penales.
La insumisión a
la PSS fue siempre competencia de la Jurisdicción penal ordinaria, que
tampoco se dio mucha prisa ni energía en la persecución, entre otras cosas, al
encontrarse con el incordio de que, mientras las leyes penales militares
permitían condenas alrededor de un año de prisión (y, por tanto, redimibles),
la Ley Orgánica del Servicio Militar de 1984 fijaba un mínimo de dos años,
cuatro meses y un día[33],
que por su extensión tenía que cumplirse necesariamente en la cárcel. Las
primeras condenas se produjeron ya en 1991, siendo juzgados en dicho año un
total de 15 insumisos a la PSS.
En ese mismo año
1991, rompiendo con la dicotomía competencial antes enunciada, el conocimiento
de todos los juicios de insumisos (tanto del Servicio Militar, como de la PSS)
pasó a los tribunales ordinarios. El Ejército se lava las manos, fue el
comentario más escuchado ante tal cambio legislativo. Naturalmente, los jueces
ordinarios no se quedaron impasibles, sino que reaccionaron, de consuno con la
mayor parte de la sociedad, absolviendo todo cuanto se podía -aunque fuese
torciendo la interpretación más sensata de la ley-, o aplicando atenuantes que
permitieran al insumiso no ingresar en prisión[34].
A lo largo de 1992, se celebraron 107 juicios por insumisión[35],
recayendo en los dos tercios de ellos penas de cárcel de un año o inferiores,
las cuales no suponían por sí mismas el cumplimiento en prisión. En el primer
cuatrimestre de 1993, se produciría el récord de 108 juicios, pero ya las penas
inferiores al año alcanzaron el 77% del total. Me parece innecesario seguir
recogiendo más años o meses, pues había quedado ya fijado el criterio: una
verdadera lotería -por culpa de la Administración- en cuanto a ser
denunciado o no; y un criterio judicial de que, en lo posible, los insumisos no
entrasen en la cárcel y, siendo factible, fuesen absueltos. No quiere ello
decir que no hubiese ningún insumiso condenado en prisión, pero de su mínimo
número dan idea los datos para el verano de 1993 (58 insumisos encarcelados en
toda España) y en el verano de 1994 (65 insumisos presos en todo el país, más
122 que cumplían yendo a dormir a centros de rehabilitación: el llamado tercer
grado penitenciario).
Creo llegado el
momento de exponer, en un nuevo capítulo, el llamativo fenómeno de acción y
reacción que mantuvieron durante todo el periodo de que tratamos los
movimientos de objetores insumisos (en particular el Movimiento o MOC)
y la Administración en general, con la curiosa paradoja de que los primeros
trataban de hacer peor la condición de los insumisos -bien que de acuerdo con
ellos-, en tanto las autoridades intentaban reconducir la situación a términos
de mayor benevolencia. Esta instrumentación de los insumisos merece un juicio
difícil de hacer, sobre todo, porque nos falta una respuesta clara a la
siguiente pregunta: De no haber actuado así, ¿se habría conseguido tan pronto
la supresión del Servicio Militar obligatorio, objetivo último del movimiento
insumiso?
5. La espada insumisa, contra el escudo
administrativo (y viceversa)
En el conflicto
de intereses entre los de los insumisos y los de los partidarios del
Servicio Militar obligatorio hubo aspectos fáciles de entender, por cuanto
suponían que el Movimiento y sus aliados intentaban conseguir -y, de hecho, lo
lograban- fórmulas legales más favorables, o menos dañosas, para sus
patrocinados. En otros supuestos, el movimiento insumiso y la opinión social[36]
provocaban decisiones gubernamentales, favorables o contrarias a la insumisión,
que el Movimiento aceptaba o no tenía cómo contrarrestar. En este capítulo
vamos a dar un rápido vistazo a estas cuestiones, con algún mayor detenimiento
en aquellas que me parecen más importantes (tercer grado penitenciario; clase y
duración de las penas; deserciones; modificaciones punitivas).
Batallas
menores y escaramuzas.
Hemos dejado dicho
en capítulos anteriores que el primer momento represivo para los insumisos era
su detención e ingreso en prisión preventiva, pudiendo durar esta lo que
tardase la instrucción de la causa y la celebración del juicio, hasta la
sentencia. El Movimiento aconsejó a los insumisos presos preventivos que no
solicitasen su libertad provisional, ni sus abogados recurrieran la prisión
cautelar. En consecuencia, fueron los fiscales (en los primeros tiempos, los
fiscales militares) quienes pedían la libertad provisional o, en su caso, no
solicitaban el ingreso en prisión de los insumisos, aunque no hubiese certeza
de que permanecieran en su domicilio fijado. En total, se calcula que, pasados
los primeros días (no más de unos quince), los insumisos encarcelados
preventivamente más de ese tiempo rebasaron en poco el centenar; y eso, por su
actitud rebelde, no compareciendo a los llamamientos judiciales o
constituyéndose prófugos.
En la línea de
solidaridad y de llamar la atención social, el Movimiento utilizó diversas
formas de agravar la situación de sus afiliados. Una de las más rebuscadas fue
la llamada impropiamente reobjeción, consistente en que el
objetor de conciencia -como tal, a la espera tranquila de que se le llamara o
prescribiera la posibilidad de hacerlo- renunciaba a tal condición y volvía a
la de reclutable para el Ejército; acto seguido, se negaba a incorporarse a
filas y se convertía en sujeto de un procedimiento criminal por ese motivo. Menos
rebuscado, pero igualmente forzado -pues no respondía a un verdadero cambio de
criterio del individuo-, era el caso de los objetores sobrevenidos,
es decir, de quienes esperaban a estar ya haciendo la mili para
declararse objetores; en ese momento ya no se permitía legalmente la objeción,
por lo que el infractor incurría en delito militar. No fueron muchos los
objetores sobrevenidos encausados: en todo el año 1992, por ejemplo, solo
fueron condenados tres de ellos en consejo de guerra, pues la competencia era
de la Justicia militar, al tratarse de una especie de deserción de menor
cuantía.
Como forma de
expresar su solidaridad con los hombres insumisos, numerosas mujeres
colaboraron en las labores administrativas del Movimiento, en las
manifestaciones e, incluso, declarándose formalmente insumisas, pese a
no estar alcanzadas por el deber del Servicio Militar. Se trataba, en el fondo,
de superar la llamada barrera de género, o la mala conciencia que
pudiesen tener algunas féminas por carecer de la obligación de hacer la mili;
tanto más, cuanto que -como más adelante detallaré- el Servicio Social de la
Mujer había sido abolido en el año 1978.
La forma más grave
de insumisión estuvo constituida por la deserción[37],
sin otro objetivo que poner a la Justicia penal militar en el disparadero,
determinando severas condenas a esos insumisos convertidos en desertores. Este
fenómeno se generalizó tan tardíamente, como en el año 1997, ya fuese porque
entonces era menor el rigor punitivo de los consejos de guerra, ya porque
hubiese pocas posibilidades de ser condenados de otro modo. En dicho año se
produjeron no menos de diecinueve deserciones de este tipo[38],
que fueron castigadas por los consejos de guerra generalmente con la pena
mínima prevista: dos años, cuatro meses y un día de prisión menor[39].
Fenómeno menor y
muy tardío (1999), vinculado a la participación española en las represalias de
la OTAN contra Serbia, fue el de la ocupación no violenta de instalaciones
militares, en la que participaron, junto a insumisos, otras personas civiles,
lo que dio lugar a celebrar consejos de guerra contra unos cuarenta infractores, sin consecuencias efectivas de
prisión.
Tanto en prisión
preventiva, como durante el cumplimiento carcelario, se produjeron numerosos
episodios de huelgas de hambre, pocas veces llevadas hasta el límite de
necesitar atención médica. En 1991, durante la primera Guerra del Golfo, hubo
diversos casos de dicha huelga, protagonizados por desertores de las corbetas
enviadas a dicha contienda, o por insumisos en general, produciéndose la
hospitalización de uno de los más recalcitrantes. En vísperas de los
Sanfermines del año 1993, los 28 insumisos presos en la cárcel de Pamplona
protagonizaron una huelga de hambre que, dadas las fechas, tuvo amplia
repercusión entre los festeros. Y, por no aludir a más supuestos, en 1994 se
produjo la huelga de hambre más masiva: un total de 93 insumisos ingresados en
cárceles de Pamplona y Zaragoza participaron en ella; se le previeron veinte
días de duración, y con ella se trataba de parar la dispersión -a que
luego aludiremos-, así como de publicitar la campaña No des de comer a los
ejércitos, que quizá estuviese en sintonía con la así llamada objeción de
conciencia fiscal a los gastos militares.
La abundancia de
insumisos navarros y aragoneses dio lugar a que abundaran en las cárceles de
Pamplona y de Zaragoza. Para desmembrar el Movimiento, el Gobierno decidió la dispersión
de ocho de ellos a otras prisiones. Esto acaeció en 1994 y, como hemos visto,
propició una huelga de hambre de insumisos en las dos cárceles citadas. El
Movimiento adujo que la medida de alejamiento, sobre ser ilegal, era
arbitraria, pues afectaba a reclusos que carecían de mando o especial
ascendiente sobre los demás.
Según nos consta
ya, la imposición a los insumisos de una pena carcelaria no superior a un año,
o incluso a dos, implicaba generalmente que se les aplicase la suspensión de
la condena, no teniendo, en principio, que ingresar en prisión. El
Movimiento exhortó a los insumisos para que no solicitasen ese beneficio, pero
los efectos de ello fueron nulos: jueces y fiscales aplicaron la suspensión por
propia iniciativa, sin admitir validez operativa a que los beneficiarios se
opusieran a gozar de esa condena condicional. Este fenómeno de oposición al
beneficio menudeó entre insumisos navarros, quienes usaban el lema o todos,
o ninguno, para explicar por qué querían ir a la cárcel mientras siguieran
entrando en ella otros jóvenes por similares delitos.
A las amnistías
de los años 1976 y 1977, y a indultos generales expresos o encubiertos,
el Gobierno agregó la aplicación de indultos individuales, aunque no
hubiesen sido solicitados por los insumisos, ya que no se consideraban autores
de ningún delito. El fenómeno se generalizó bajo el Gobierno del Presidente,
José María Aznar (1996), no tanto por benevolencia, como por reducir el
importante número de insumisos presos -que llegó a rebasar los trescientos- y
para ir preparando la supresión del Servicio Militar, acordada políticamente en
dicho año. La política de indultos masivos a insumisos puede darse por cerrada
en 1998, cuando el número de ellos en prisión había descendido hasta los
setenta en toda España.
Finalmente,
aludiré a uno de los puntos más interesantes: el juego que Movimiento y
Ministerio[40]
tuvieron a propósito de la aplicación a los insumisos presos del tercer
grado penitenciario[41],
que las autoridades estuvieron dispuestas a conceder por sistema a todos los
insumisos, sin necesidad siquiera de haber pasado previamente por un periodo en
segundo grado[42]; algo
que el Movimiento no vio con buenos ojos, pues el tercer grado no era valorado
por el común de los ciudadanos como una verdadera condena de prisión. Para
evitarse la crítica de instrumentalizar a los insumisos, el Movimiento presentó
la disculpa de que los Centros de rehabilitación en que se cumplía el
tercer grado no eran sino verdaderas cárceles; algo generalmente falso y que,
además, olvidaba la clave de dicho grado: la de poder salir a trabajar y
mantener una amplia relación social fuera del Centro.
La concesión
automática a los insumisos del tercer grado penitenciario fue decidida por el Superministro
Belloch[43], para
suavizar y difuminar la visibilidad de dichos presos tras las rejas de una
cárcel, en un momento en que era previsible que los supuestos se multiplicasen.
Así, en 1994, tras el primer año de esta normativa, había 65 insumisos en
segundo grado penitenciario y 122 en el tercero. Pero, antes, ya se había
producido el plante (diciembre de 1993), es decir, la
renuncia colectiva de los insumisos a gozar del tercer grado. Era una materia
en la que tenían la sartén por el mango pues, al hacer la Administración caso
omiso de su voluntad, los insumisos se marcharon de los Centros de
rehabilitación, forzando su detención, enjuiciamiento por quebrantamiento de
condena y retorno al segundo grado: Así sucedió con 45 insumisos en toda
España, cifra que demostró que la fuerza del Movimiento era importante, pero no
mayoritaria entre el colectivo insumiso. Se suscitó entonces la típica guerra
de cifras, exagerando el Movimiento su seguimiento, hasta elevar el plante a
143 penados. Lo cierto es que los medios de comunicación prestaban más atención
al Movimiento que a las estadísticas oficiales (mucho más tardías y menos
comunicativas); de modo que pareció que el plante pasaba a dominar de modo
apabullante. Se dijo que, en 1995, de 303 insumisos presos, solo 46 estaban en
tercer grado; y en 1996 (año récord de insumisos presos), de 384 insumisos en
prisión, solo 54 se encontraban en tercer grado.
De todos modos,
el Gobierno parecía haber dado con la fórmula magistral para reducir el número
de insumisos presos a un número casi simbólico -setenta, en 1998-. El sistema
fue el de reducir al mínimo las penas privativas de libertad para la
insumisión, rebajando unas y suprimiendo otras. El fenómeno se produjo gracias
a la aprobación de ese mediocre Código Penal de 1995[44],
calificado encomiásticamente como el Código Penal de la democracia.
El grueso calibre:
Las penas previstas para la insumisión.
Como dejé dicho al comienzo de este
ensayo, no es mi propósito detallar ni profundizar en los aspectos jurídicos del
tema, más allá de lo indispensable para su recta comprensión. Esto es lo que
sucede, llegados a este punto, con el fuerte giro punitivo que experimentó el
fenómeno insumiso, al entrar en vigor el nuevo Código Penal, el 25 de mayo de
1996, seguramente demasiado tarde ya para cambiar el curso de los
acontecimientos: No se olvide que fue en el mes anterior cuando España supo que
su Gobierno estaba comprometido con acabar a medio plazo con el Servicio Militar
obligatorio. Con esa noticia y la fuerza de dos décadas anteriores de bandazos
y de errores, era obvio que ni todos los códigos penales del mundo podrían
ahogar la insumisión, como no fuera con medidas draconianas. Y a fe que algunas
de ese tipo se intentaron, pero ni su contenido ni, sobre todo, su eficacia
resultaron suficientes para torcer el curso de la historia.
Simplifiquemos la
cosa, hasta el nivel de un esquema. El tratamiento penal de la insumisión se
había centrado, hasta 1995, en amenazarla con severas penas de cárcel. Tanto la
legislación militar, como la civil, contemplaban duraciones, hasta seis
años, que pretendían ser disuasorias, habida cuenta de que el Servicio Militar
duraba año y medio, o menos, y España no estaba enfangada en guerra ninguna.
Pero, si el máximo penal era de seis años, el mínimo era, según supuestos, de dos
años, cuatro meses y un día, o bien de un año[45].
Y, dadas las circunstancias sociales y la sensibilidad de los jueces, las
condenas iban mucho más por la vía del mínimo, que no por la del medio o del
máximo. A mayores, atenuantes había en la ley que, incluso, permitían rebajar
las penas hasta límites de unos cuantos meses. Aplicando, además, la suspensión
de condena, la pena resultaba por sí misma todo, menos intimidatoria o
aflictiva.
Con todo, algunos
-bastantes; quizá demasiados- insumisos iban a la cárcel y eso era algo que la
sociedad no podía permitir -ni los políticos jugarse su futuro
electoral-, ni siquiera siendo ello en buena medida voluntad y responsabilidad
de los insumisos más concienciados, como acabamos de ver; sobre todo,
cuando la insumisión tenía como objeto directo, no el cumplimiento de la mili,
sino el de la PSS. En su virtud, la pena de prisión quedó limitada a la
insumisión al Servicio Militar, rebajando su duración a la de seis meses a dos
años de privación de libertad, o de dos a cuatro años en tiempo de guerra[46].
La insumisión a la PSS no llevaba aparejada pena de prisión, sino una multa de
12 a 24 meses[47]. La
novedad -que he indicado antes que podría calificarse de draconiana- venía con la
segunda pena, que se añadía a la prisión o a la multa, según los casos: la de
10 a 14 años de inhabilitación absoluta, en la insumisión al Servicio Militar,
o de 8 a 12 años, si la insumisión era a la PSS. Ahora bien, se preguntarán
ustedes, si no son juristas: ¿Qué suponía ser condenado a una pena de
inhabilitación absoluta? En un documento interno del Ministerio de Justicia e
Interior que transcendió a la prensa, se decía que ello equivalía a la muerte
civil, mostrando con ello, no solo un incalificable orgullo, sino una
profunda ignorancia histórica. En concreto, la inhabilitación absoluta venía a
suponer dos cosas: 1ª. La pérdida de todo empleo, honor o cargo público que
tuviese el reo en el momento de la condena, así como la imposibilidad de
obtenerlos durante el cumplimiento de la misma. 2ª. La imposibilidad de ser
elegido para un cargo público durante la condena, es decir, la llamada pérdida
del derecho de sufragio pasivo[48].
Era, pues, una pena que, además de desmesurada en su duración, resultaba
profundamente discriminatoria, pues resultaba muy grave para quien fuese
funcionario público o persona dedicada a la política, y prácticamente
indiferente para el resto de los ciudadanos[49].
Apartado del
Gobierno el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), su tratamiento penal de
la insumisión no podía sostenerse pues, no solo era injusto, sino que se iba
evidenciando como ineficaz y, por supuesto, desfasado con la nueva tendencia a
suprimir el Servicio Militar obligatorio, pactada entre el Partido Popular -en
el poder, a partir de 1996- y los catalanistas de Convergencia y Unión. Aunque
se lo tomaron con calma, finalmente alumbraron en 1998 una de las primeras
reformas[50] del Código
Penal de la democracia. Dicha reforma eliminaba para los insumisos las
anteriores penas de prisión y de multa, conformándose con la fracasada de
inhabilitación, si bien, con algunas rectificaciones importantes: 1ª. La
duración se rebajaba para todos los casos a entre 4 a 6 años. 2ª. La
inhabilitación pasaba, de ser absoluta, a ser especial, solo para cargo
público. 3ª. La inhabilitación implicaba también la imposibilidad de obtener
subvenciones, becas y toda clase de ayudas públicas. Este último aspecto tendía
a igualar a los ciudadanos ante la aflicción penal y respondía al conocido
principio retribucionista, quien no hace nada por su País no puede pretender
que su País haga nada por él[51].
Todo llega a su
fin, incluido el Servicio Militar obligatorio en España y el Movimiento de
insumisión, que en su etapa final aquel había generado. La consecuencia
inmediata fue el archivo de las causas penales pendientes contra los últimos
cuatro mil insumisos procesados y pendientes de juicio, así como la libertad
definitiva de los siete que todavía cumplían condena de prisión. Los últimos
salían a la calle el 25 de mayo de 2002, casi cinco meses después de
que la Nochevieja de 2001 hubiese tenido trece campanadas: una de ellas, la campanada
de haber acabado con más de dos siglos de mili.
6. En las fronteras del Servicio Militar
Preparando a fondo
este ensayo, me he topado con algunas instituciones de notable interés, cuya
aportación aquí puede enriquecer y completar el contenido del trabajo. Dos de
ellas son simultáneas del Servicio Militar obligatorio o, incluso, alguna formó
una parte autónoma de él. Otras dos son directamente consecuencias de su
desaparición. Las iré exponiendo en este capítulo, por orden cronológico y con
la necesaria brevedad.
El Servicio
Social de la Mujer.
Nacido con la
intención de atender a presuntas necesidades bélicas de la retaguardia
franquista (1937), mantuvo a todo lo largo de su existencia el pecado
original de ser dirigido y controlado por la Sección Femenina de Falange;
de tal suerte que la supresión de esta en 1977 determinó la del Servicio
Social, al año siguiente (1978). En realidad, dicho Servicio nunca pasó de
tener una obligatoriedad de baja intensidad: Además de aquellas mujeres que
decidieran prestarlo voluntariamente, se exigía su cumplimiento en tres
supuestos generales principales: 1º. Al pretender la incorporación al trabajo
por cuenta ajena, singularmente, al servicio de las Administraciones públicas.
2º. Para obtener titulaciones académicas superiores al bachillerato, en
particular, las universitarias. 3º. Para conseguir el pasaporte o sacarse el
carné de conducir. Como se ve, supuestos ciertamente no masivos en la España de
hacia 1940, pero cada vez más frecuentes en un país que, a partir de 1960,
caminaba decididamente por la vía del desarrollo económico y de la relativa
igualación con los hombres de las mujeres no casadas. Con todo, esta es la
fecha que no se tienen estadísticas nacionales fiables del número total de féminas
que realizaron el Servicio Social, como han reconocido los sindicatos cuando,
en febrero de 2020, el Tribunal Supremo ha reconocido el periodo de dicho
Servicio como computable a efecto de pensiones de jubilación[52].
Dos importantes
limitaciones del Servicio Social eran la edad y el estado civil de la mujer,
pues estaban exentas las mayores de 35 años y las casadas, aunque no tuviesen
hijos; exención esta última que dice mucho de la mentalidad con que la mujer
española era contemplada en aquella época.
El Servicio
Social, conforme fue aumentando el número de solicitantes y disminuyendo los
efectos de la guerra civil, se prestó en interés de los más variados objetivos sociales,
desde la cobertura de atenciones en hospitales u orfanatos, hasta las labores
administrativas en bibliotecas y oficinas públicas. En esto, su analogía con la
futura PSS de los objetores fue evidente. No lo fue, por el contrario, en su
duración, que se mantuvo estable en seis meses: tres, de formación, bajo la
férula de la Sección Femenina, y otros tres, de prácticas, que eran las que se
cumplían en los lugares que acabo de apuntar a título de ejemplo.
El trimestre de formación
podía reducirse entre uno y dos meses, en el caso de que la mujer ya estuviera
adoctrinada, como consecuencia de estudios anteriores acreditados (bachiller,
magisterio, carreras universitarias). En el supuesto de que se tratase de
mujeres rurales o habitantes de pueblos donde no se impartieran las enseñanzas
o prácticas del Servicio, este quedaba reducido a empollar una especie
de enciclopedia[53],
rindiendo al cabo de seis meses el oportuno examen, susceptible de poderse suspender.
Una de las
modalidades de cumplimiento del Servicio Social fue la de estudiantes
universitarias y afines (Magisterio, Comercio, etc.). Para evitar perjuicios
académicos, el periodo formativo abreviado se desarrollaba durante un verano,
en alguno de los albergues señalados al efecto por la Sección Femenina[54].
Era una fórmula que recordaba la de las masculinas Milicias Universitarias,
de las que trataré a continuación.
La desaparición
del Servicio Social femenino en el año 1978 le ahorró el calvario de
objeciones e insumisiones por el que hubo de pasar el Servicio Militar
masculino, más o menos, a partir de esa fecha. Todo lo más, se asistió a una
creciente resistencia a cumplirlo, por la vía de la solicitud de prórrogas, la
tolerancia de ciertos patronos y la frecuente falsificación de certificaciones
de cumplimiento[55].
A tenor del número
de páginas dedicadas en la Enciclopedia formativa, las mujeres españolas
eran aleccionadas en temas de religión católica (15,8%), política falangista y
del Régimen (25%), hogar y economía doméstica (32,4%) e higiene y puericultura
(19,2%). El 7,6% restante se dedicaba a algunos otros temas o era meramente de
relleno.
Las Milicias
Universitarias.
Con esta denominación, y con el
precedente de los Alféreces y Sargentos Provisionales de la guerra civil, se creaba
en 1942 una forma especial de Servicio Militar para universitarios y asimilados
-en especial, maestros- que tuviesen título o estuvieran en los últimos años de
la carrera. A partir de 1947, la institución pasó a denominarse IPS
(Instrucción Premilitar Superior), nombre que conservaría durante veinticinco
años. En 1972, su apelativo se cambiaría por el de IMEC (Instrucción Militar de
la Escala de Complemento), y en 1992, por el de SEFOCUMA (Servicio de Formación
de Cuadros de Mando). Este galimatías habría de completarse con la
denominación del pertinente servicio en la Armada y en el Ejército del Aire, de
los que haré gracia al paciente lector, cerrando este párrafo con una
aseveración casi innecesaria: Esta forma de Servicio Militar acabó a finales de
2001, junto con todas las demás modalidades del mismo.
Dos objetivos explícitos
cumplían las Milicias: Preparar amplios cuadros de reservistas[56]
con formación de oficial o suboficial, y facilitar a los universitarios la
compatibilización de sus estudios con la realización de la mili. Veamos
cómo se procuraba conseguir una cosa y otra:
1ª. La preparación
de reservistas con formación de oficial o suboficial de complemento se
aseguraba por el contenido y el nivel de las enseñanzas del periodo formativo,
seguidas de las prácticas en Unidades militares. La formación duró seis meses a
todo lo largo de la historia de las Milicias. Las prácticas duraban seis
meses, hasta los últimos años de la institución, en que se rebajó a cuatro
meses, para no quedar por encima de la que iba teniendo la mili ordinaria.
La circunstancia de pasar a la reserva como oficial (alférez) o como suboficial
(sargento)[57]
dependía del número obtenido en los exámenes y pruebas pertinentes: En general,
podía aspirarse con fundamento al alferazgo pues, a lo largo de toda la
historia de las Milicias, el número de alféreces más que duplicó al de
sargentos[58] -una
muestra más del caletre de quienes tomaban tales decisiones-.
2ª. La
compatibilización con los estudios intentaba lograrse -salvo para los suspensos
que se examinasen en septiembre- organizando los campamentos durante los
tres meses de verano (del 1 de junio al 31 de agosto, teóricamente). El periodo
de prácticas podía aplazarse, dentro de un orden, hasta el momento en que el
alférez o sargento hubiese acabado la carrera. En cualquier caso, al contar con
sueldo y posibilidad de ocupación de plaza en las Residencias de oficiales o de
suboficiales, el periodo de prácticas resultaba bastante llevadero para la
mayoría de los afectados.
Por las Milicias
del Ejército de Tierra, a lo largo de su existencia, pasaron un total de
251.755 hombres. Si sumamos los milicianos de marina y de aviación,
podemos apuntar la cifra de unos trescientos mil, a lo largo de los cincuenta y
nueve años de vida de la institución.
No me consta que
los milicianos planteasen problemas de objeción de conciencia ni de
insumisión. Sí que, por el contrario, es sabido que bastantes universitarios
tuvieron problemas por su condición de militares durante el periodo de Milicias
ya que, si llevaban sus protestas y excesos estudiantiles hasta niveles de persecución
penal, serían juzgados en consejo de guerra o, cuando menos, corrían el riesgo
de ser expulsados de las Milicias o incorporados inmediatamente a las
prácticas, sin demora alguna. Este ambiente empezó a infectar las
relaciones estudiantes universitarios – IPS – Ejércitos, a partir de los
últimos años de la década de 1960-69, cuestionándose, no solo la armonía de lo
universitario con lo militar, sino la propia existencia y viabilidad de las Milicias,
consideradas por los profesionales militares como un caballo de Troya en
los ambientes castrenses[59].
Algunos números
del Ejército profesional español.
La desaparición del Servicio Militar
obligatorio implicó, al menos, dos exigencias: 1ª. Sustituir a los individuos
de tropa de reemplazo por personas que voluntariamente asumieran la vida
militar durante cierto tiempo, a cambio de unas condiciones económicas y
jurídicas que hicieran de ella su profesión. 2ª. Reducir las dimensiones de los
ejércitos hasta el límite preciso, habida cuenta de la mejor preparación de los
profesionales y del encarecimiento del capítulo de sueldos. Tales cambios
también afectarían indirectamente a los oficiales y suboficiales, por más que
unos y otros ya fuesen profesionales durante la etapa en que funcionó la mili[60].
En un primer
momento, se asignaron a los ejércitos de España unos efectivos de 107.000
hombres -y mujeres-, que ha ido incrementándose con notable lentitud. Al
momento presente (año 2020), dichos efectivos son de 120.000 personas, estando
previsto un sustancial aumento en otros siete mil. Dichos contingentes se
subdividen en unos 42.000 oficiales y suboficiales, y 78.000 individuos de
tropa y marinería. Las mujeres alcanzaban en 2019 el número de 16.000, es
decir, un 13% del total.
Los soldados y
cabos profesionales firman un compromiso de servicio por tres años,
prorrogables por periodos trienales hasta cumplir los 45 años, en que habrán de
abandonar el Ejército, si no han conseguido antes el ascenso a suboficiales.
Sus emolumentos básicos andan por los mil euros mensuales, lo que viene a
suponer las dos terceras partes de lo que cobra un recién ingresado en el
Cuerpo Nacional de Policía o en la Guardia Civil[61].
El caso
infrecuente de los reservistas voluntarios.
Infrecuente
porque, a diferencia de otros casos de excesiva prodigalidad -recuerdo el de
las Milicias- las autoridades militares españolas han cerrado en exceso
la mano con estos reservistas, previendo convocatorias anuales de solo unas
ciento cincuenta plazas para toda España. La consecuencia es que, tras unos
diez años de existencia[62],
el número de reservistas voluntarios no alcanza los cinco mil efectivos.
El objetivo de
tales reservistas es el de servir en funciones humanitarias y auxiliares cuando
el Ejército lo necesite y demande. Hasta entonces, aprobado su curso formativo
de quince días, permanecen en espera de convocatoria, siendo entonces cuando
les será abonada la pertinente indemnización, fijada entre el doble y el triple
del SMI (salario mínimo interprofesional).
Los reservistas
ostentarán un rango o grado de alférez, sargento o soldado, en función de su
formación académica inicial, sin perjuicio de progresar mediante los cursos de
adiestramiento y perfeccionamiento que se les impartan.
Le edad máxima de
los reservistas voluntarios es de 58 años. Pueden acceder también las mujeres,
que actualmente constituyen un 12% del total.
Por unas razones u
otras, sentar plaza de reservista voluntario es algo bastante deseado, hasta el
punto de que, en recientes convocatorias, ha habido una proporción de unos
trece aspirantes por plaza.
7. En conclusión
Con una prehistoria
en los años del franquismo, ligada a los testigos de Jehová y algunos otros
pioneros, el fenómeno de la objeción de conciencia surge en España en los años
de 1970 y, tras una década de aceptación, pero con anomia (1978-1988), prosigue
en los años siguientes, unida ya al movimiento insumiso. Una y otra, objeción
de conciencia e insumisión[63],
se solaparán en el denominado MOC (Movimiento de Objeción de Conciencia),
hasta acabar con el Servicio Militar a finales de 2001. Ya años antes
(primavera de 1996), políticos de derechas (Partido Popular,
Convergencia y Unión) habían decidido -con el beneplácito de los de izquierdas-
asumir para nuestro País la opción del Ejército exclusivamente profesional.
¿Qué nivel
numérico alcanzaron en esos años los objetores y los insumisos? Aceptando
cifras aproximadas, podemos señalar que los primeros rebasaron en poco el
millón de mozos, en tanto que los insumisos -mucho más escandalosos,
por no estar legalizados- quizá anduvieron por los sesenta mil. Durante esos
años (1978-2001), calculamos promociones de unos doscientos cincuenta mil
reclutas de promedio anual -quizá sea una estimación demasiado pequeña-. Siendo
ello así, los jóvenes llamados al Servicio en esos veintitrés años habrían sido
unos 5.750.000. Y, obteniendo los oportunos porcentajes, podrían sugerirse los
de poco más del 20% de objetores y alrededor de un 1% de insumisos.
Más precisión y
utilidad podemos obtener si cerramos el periodo en el año 1995, pues es
entonces cuando queda definitivamente configurada la photo finish de la
sociedad española, antes de que los políticos tirasen la toalla y aceptasen la
finalización de la mili. Para entonces, el número de insumisos había
sido de alrededor de unos quince mil, desde que en 1989 empezaran los primeros
casos. Y los objetores, aunque iniciemos su recuento en 1971 (caso de Pepe Beunza),
en ningún caso habrían rebasado los cuatrocientos mil. El total de conscriptos
entre los años 1978 (reconocimiento constitucional de la objeción de
conciencia) y 1995 (último año sin decisión de adiós a la mili) podría
cifrarse, de modo muy conservador, en 3.750.000. Ello rebajaría sustancialmente
el porcentaje de objetores (alrededor del 10% de los sorteados) y, no digamos,
el de insumisos (0,4%).
Con todo,
mostrando estas cifras, no pretendo afirmar que el Movimiento de Objeción de
Conciencia haya sido inútil o secundario para la supresión del Servicio Militar
obligatorio en España. Ya se sabe que, tanto o más que cuánta sea la gente,
influye lo que incordie y grite. Pero sí que estoy convencido de que fueron
decisivas para ello otras muchas cosas, entre las cuales se me ocurren cuatro:
las graves deficiencias de la vida militar española de aquellos tiempos; la
opinión social mayoritaria, fuertemente anti militarista en España; los errores
y monstruosidades de las guerras de la época (Irak, antigua Yugoslavia); y el
populismo nacionalista y la avidez de llegar al poder de los políticos que suscribieron
el Pacto del Majestic.
Hoy, casi veinte
años después, tengo la impresión, pues, de que lo mismo que buenos motivos
nutren en ocasiones malos efectos, en este de la mili española es
probable que sucediera justo lo contrario; o, dicho en términos religiosos -con
perdón- que Dios escribió derecho con renglones torcidos.
Nota bibliográfica
Esta nota solo
da una pálida imagen de mis lecturas para confeccionar este ensayo. Lo que
efectivamente pretende es sugerir algunas referencias para lectores interesados
en los numerosos hechos y datos recogidos en mi trabajo, como punto de partida
para más extensos conocimientos. Con ello, por lo menos cumplo dos
objetivos interesantes: 1º. Indicar textos solventes y válidos para estudios
ulteriores de las cuestiones. 2º. En el caso de que se trate de artículos, no
de libros[64],
recoger trabajos que están todos ellos en Internet, con libre acceso a los
mismos. Y ya, sin más preámbulo, abordo este apartado, que pone fin al
ensayo. Espero que la lectura haya sido de su agrado.
- ANÓNIMO,
Enciclopedia para cumplidoras del Servicio Social, Sección Femenina,
diversas ediciones. He consultado la aparecida en Madrid, año 1965.
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ANÓNIMO,
Una mirada al Ejército español en el siglo XX, Subdelegación del Ministerio
de Defensa en Lleida, Lleida, 2018. Accesible por Internet.
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Joan, Insubmissió! Quan joves desarmats van derrotar un exèrcit, Sembra
Llibres, Valencia, 2019.
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Jesús, Teoría e historia de la revolución no violenta, Virus, Barcelona,
2013. El capítulo 23 (“El ciclo de insumisión en el Estado español”) es
accesible en Internet.
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RIVAS, Nicolás, Los delitos de insumisión en la legislación española, Anuario
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tratamiento en el Anteproyecto de Código Penal de 1995.
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AUTORES, IV Congreso de Historia de la Defensa. Fuerzas armadas y política
durante el franquismo, Instituto Universitario “General Gutiérrez Mellado”,
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las pp. 51-75, 195-207, 325-363, 479-502 y 517-572. Libro totalmente accesible
por Internet.
-
VELASCO
MARTÍNEZ, Luis, ¿Uniformizando la Nación? El servicio militar obligatorio
durante el franquismo, Historia y Política, nº 38 (2017), pp. 57-89.
[1] Se
señala, como más destacada, la que decidió la Primera República, en 1873.
[2]
Entre otras razones, se aduce la de que no ha habido cambio constitucional del
artº 30.2 del Texto fundamental de 27 de diciembre de 1978.
[3] Obvia forma coloquial de aludir al Servicio
Militar obligatorio, que emplearé reiteradamente en el texto.
[4]
Recogidas por Juan Antonio Herrero Brasas, ¡Rompan filas! La cara oculta del
servicio a la Patria, Espasa (Temas de Hoy), Barcelona, 1995.
[5] Ley
17/1999, de 18 de mayo (BOE del 19).
[6]
Aunque no de manera unánime ni, quizá, plenamente sincera, las máximas
autoridades de los partidos políticos abrumadoramente mayoritarios entonces -PP
y PSOE- se mostraban contrarias a la desaparición del Servicio Militar
obligatorio por el profesional, sugiriendo la alternativa de una mili más
seria, mejor dotada y, seguramente, más corta.
[7]
El tema formó parte de los acuerdos fraguados en el llamado Pacto del
Majestic (Barcelona, 28 de abril de 1996), bajo la dirección de José María
Aznar y Jordi Pujol.
[8]
Utilizo aquí las siglas en sentido puramente gramatical, al margen de su
coincidencia con las del principal grupo activista que hubo en la materia,
entre 1989 y 2002, el cual, dadas las fechas, fue más bien un movimiento pro
insumisión que no en favor de la objeción de conciencia.
[9] Luego
conocidas con otros nombres, como el de Instrucción Premilitar Superior (IPS).
[10]
Es decir, quintos que eran excluidos por sorteo de hacer la mili, al ser
su anualidad demasiado prolífica para las expectativas que el Ejército tenía
acerca de manutención, alojamiento y otros medios.
[11]
En particular, la extensión de las incapacidades por motivos médicos y la
benevolencia con que se comportasen los tribunales de facultativos que las
juzgaban.
[12] Sin
embargo, no tengo constancia de que hubiese un gran número de excedentes de
cupo ese año.
[13]
Soldados que redimían parte de su servicio activo abonando una importante
cantidad de dinero, que debía invertirse en la cobertura de necesidades
militares, a mayores del presupuesto de Guerra.
[14]
La principal diferencia práctica era que los voluntarios, a cambio de
permanecer cuatro meses más en el cuartel, podían escoger la Unidad en que
hacer la mili, cosa que hacía esta mucho más llevadera.
[15]
Suele afirmarse que la condena a muerte fue por negarse a combatir, pero hubo
bastante más: Gargallo huyó de su acuartelamiento y trató de pasar a Francia,
siendo detenido antes de cruzar la frontera. Eso, en tiempo de guerra y en
aquel entonces, suponía ser fusilado, cualquiera que fuese la religión del
infractor.
[16]
Reservista es quien, por haber cumplido la mili o estar exento de ella,
queda libre de incorporarse al Ejército, salvo caso de guerra u otro de fuerza
mayor legalmente reconocido, siempre que para entonces no haya alcanzado una
determinada edad máxima.
[17]
“La ley fijará las obligaciones militares de los españoles y regulará, con las
debidas garantías, la objeción de conciencia, así como las demás causas de
exención del servicio militar obligatorio, pudiendo imponer, en su caso, una
prestación social sustitutoria.”
[18]
Ley 48/1984, de 26 de diciembre, reguladora de la objeción de conciencia y de
la prestación social sustitutoria (BOE del 28).
[19]
STC número 161/1987, de 27 de octubre (BOE del 12 de noviembre). De los doce
magistrados, cuatro formularon votos particulares.
[20] Real Decreto 20/1988, de 15 de enero (BOE del
día 21).
[21] Sentencia de 12 de enero de 1990. Véase,
Ángel Fernández Pampillón, Revocación de la nulidad
del Reglamento de la Prestación Social de los objetores de conciencia, Boletín
de Información del Ministerio de Justicia, nº 1598, pp. 67 y siguientes.
[22]
Es decir, se ocultaron o no respondieron a los llamamientos para la
incorporación a filas, sin acogerse a la PSS.
[23]
Los objetores, como los soldados de reemplazo, cobraban una cantidad mínima,
que apenas servía para pagarse un billete diario de autobús. Dos ejemplos: en
1968, los soldados percibían 35 pesetas mensuales, siendo el salario mínimo de
3.060 pesetas; en 1999, los soldados y objetores percibían poco más de mil
pesetas mensuales, siendo el salario mínimo de unas 17.000 pesetas.
[24] Desde
los primeros momentos, destacó la oferta, bastante amplia, de la Cruz Roja
Española.
[25]
La contribución en ello de los Entes públicos fue escasa y -como es lógico-
para labores de poca monta. Por ejemplo, el Ministerio de Justicia asignaba
colaboraciones en oficinas como la de los peritos tasadores o la de la Oficina
de Orientación Jurídica (atención rutinaria al público). La participación de la
iniciativa privada en la oferta se vio bloqueada desde un principio por la
postura sindical opuesta, porque decían que cada objetor era un puesto menos
para los trabajadores y, además, no cobraba por su desempeño.
[26]
Recordemos que, hasta 1989, no hubo base legal suficiente para iniciar las PSS
y que 2001 fue el último año de cumplimiento del Servicio Militar obligatorio.
Objetores, como es natural, había desde que en 1977 se amnistió a los primeros
y, en 1978, la Constitución admitió el derecho a la objeción, como hemos visto.
[27] Datos y
gráfica por Javier Salas, “Público”, 15 de
febrero de 2009.
[28] Me
consta, como persona que ejerció funciones de fiscal durante toda aquella
etapa.
[29]
Así, Joan Canela, Insubmissió! Quan joves desarmats van derrotar un
exèrcit, Sembra Llibres, Valencia, 2019.
[30] Véase
la citada en la nota 27.
[31]
Por derivación, el cambio competencial trajo consigo una modificación
penitenciaria: las penas ya no se cumplirían en prisiones militares, sino en
cárceles ordinarias.
[32]
O remisión condicional de la pena, que ahorraba su cumplimiento carcelario, de
no volver a delinquir durante su vigencia, que solía ser de dos años.
[33] El
máximo era de seis años de prisión menor.
[34]
Fue famosa la absolución del insumiso, Iñaki Arredondo, por el juez de lo penal
de Madrid, José Luis Calvo Cabello, no solo por ser la primera, sino por la
polémica jurídica que suscitó. En el mismo año 1992, la Audiencia Provincial de
Madrid revocó la sentencia, pero impuso una pena de solo 4 meses de arresto.
[35] Tres de
ellos, contra casos de insumisión sobrevenida, es decir, abandonando la PSS ya
iniciada.
[36]
La política en la materia y la propia opinión social tuvieron bruscas
oscilaciones, en paralelo con los mayores fenómenos concomitantes de la época,
como pudieron ser el referéndum sobre la entrada de España en la OTAN (1986),
la primera Guerra del Golfo (1991), el ya citado Pacto del Majestic (1996) y la
Guerra de los Balcanes (1999), entre
otros acaecimientos.
[37]
Podría definirse vulgarmente como la huida de un militar del lugar en que está
prestando su servicio, sin intención acreditada de regresar en breve plazo.
[38]
Se dice que, detrás de varias de ellas, estaba la inducción de la llamada Asamblea
Nacionalista Galega (ANOC), además
del casi siempre activo en estos menesteres Movimiento de Objeción de Conciencia (MOC).
[39] El
máximo era de seis años de prisión menor.
[40]
No aludo al nombre del Ministerio porque, por aquellas fechas, se produjo el
traspaso de las competencias penitenciarias, del Ministerio de Justicia, al de
Interior, con un periodo intermedio en que ambos Ministerios se fundieron en
uno solo.
[41] Dicho grado supone que el preso puede salir
para trabajar y hacer vida ordinaria fuera del centro penitenciario, regresando
al mismo para pasar la noche. Está previsto que, en vez de pasar los momentos
de reclusión en una prisión ordinaria, lo haga en un Centro de
rehabilitación, con un régimen menos riguroso y exclusivamente destinado a
quienes estén dentro del tercer grado.
[42]
Con carácter general, no puede clasificarse a un penado en tercer grado, sin
haber pasado una parte de su condena en el segundo (consistente este en el internamiento en prisión, salvo
permisos); un tiempo que empezó siendo taxativo y largo (alrededor de la mitad
de la condena), para luego flexibilizar duración y concesión.
[43] Superministro, porque impulsó la
fusión de los Ministerios de Justicia e Interior y asumió ambas carteras. El
experimento no tuvo más recorrido que el de la carrera ministerial del Señor
Belloch Julbe.
[44] Ley
Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre (BOE del 24), que entraría en vigor el 25
de mayo de 1996.
[45]
Había, incluso, supuestos penales de mínima entidad, en que la pena podía
oscilar entre cuatro meses y un día de arresto mayor y dos años y cuatro meses
de prisión menor: artº 135 bis i) del Código Penal de 1971, introducido por la
Ley Orgánica 13/1991, de 20 de diciembre, del Servicio Militar.
[46] Véanse
los arts. 527 y 604 del Código penal de 1995, redacción original.
[47]
Es decir, de 360 a 720 cuotas, multiplicadas por el número de pesetas
(entonces) que por cada día fijase el tribunal, en atención a la situación
económica del penado. Ejemplo: 12 meses de multa, a razón de 500 pesetas
diarias, suponía una multa de 360x500=180.000 pesetas.
[48] Véase
el artículo 41 del Código Penal de 1995, en su redacción original.
[49] En aquellos días, dos personas hicieron
sentir sus lamentos de forma muy notoria: un maestro nacional zamorano y un
concejal del municipio madrileño de Las Rozas, lo que confirma lo afirmado en
el texto.
[50] Ley
Orgánica 7/1998, de 5 de octubre.
[51]
No deja de ser una triste versión del eslogan del Presidente de los EE.UU.,
Kennedy: No te preguntes lo que tu País puede hacer por ti; pregúntate, más
bien, qué puedes hacer tú por tu País.
[52] Cosa
que ya se había reconocido antes a los hombres respecto de su periodo de mili
o de PSS.
[53]
Véase, Anónimo, Enciclopedia para cumplidoras del
Servicio Social, Sección Femenina, diversas ediciones. Quizá la más
conocida sea la aparecida en Madrid, año 1965, a la que aludo en el texto
del ensayo.
[54] Lo de albergues era muy relativo.
Recuerdo que uno de los utilizados para las estudiantes de la Universidad de Valladolid radicaba
en el enorme e histórico palacio de los Duques de Lerma, en la villa burgalesa
del mismo nombre.
[55]
Hacia 1960 y años siguientes, algunas personas y gestorías se especializaron
en dichas falsificaciones, por las que cobraban una jugosa cantidad: alrededor
de las 2.000 pesetas de entonces.
[56]
Fue excepcional que los milicianos decidiesen seguir la carrera militar,
para lo que había homologaciones que simplificaban a los alféreces de
complemento el acceso al grado de teniente efectivo.
[57]
Cabía, incluso, suspender los exámenes u observar tan mal comportamiento, que
el miliciano tuviese que integrarse en la mili ordinaria,
aplicándole el tiempo ya servido. Se calcula que el número total de reprobados
fue de unos siete mil, entre 1942 y 2001, sobre un total de 251.755 milicianos.
[58]
Según datos publicados por la Subdelegación del Ministerio de Defensa de
Lérida, el total de alféreces de complemento alcanzó los 164.616, en tanto los
sargentos de complemento fueron un total de 79.847 (al parecer, son datos solo
para el Ejército de Tierra). Véase, Subdelegación del Ministerio de Defensa en
Lleida, Una mirada al Ejército español en el siglo
XX, Ministerio de Defensa, Lleida, 2018.
[59] Véase, Fernando Puell,
Causas del antimilitarismo y antibelicismo de la ciudadanía española: La
incidencia del Servicio Militar (1808-2001), Instituto Universitario
“General Gutiérrez Mellado”, revista UNISCI, nº 51 (octubre, 2019), pp. 43-68.
[60]
Tal vez, la mayor novedad la representaría, a partir de 1988, el acceso de la
mujer a las Academias militares. La primera fémina en ingresar, Patricia Ortega
García, alcanzó el generalato en el año 2019.
[61]
Datos publicados en los medios de comunicación con tono de queja por los
implicados, no desmentidos de modo oficial.
[62]
Previstos legalmente, al menos, desde 2006, su Reglamento no se aprobó hasta el
año 2011: véase, Real Decreto 383/2011, de 18 de marzo (BOE del 23).
[63] Empleo la dicotomía sobre la base de que se
aceptara, o no, cumplir la Prestación Social Sustitutoria. Por lo demás, ya se
sabe que la insumisión podía ser, tanto a realizar la PSS, como el Servicio
Militar.
[64] Cuando los libros tienen libre acceso por
Internet, lo hago constar en la nota.