Crónicas de un
claustro (III)
Por Federico Bello Landrove
Concluyen con esta entrega las Crónicas de un claustro, mezcla de
rumores, fantasías y vivencias –por este orden- de mis felices tiempos del
bachillerato y otros próximos. He procurado mezclar la ingenuidad de entonces
con mi actual perfidia,
la sensibilidad con la ironía. Insisto en recomendarles que lean previamente
las entregas anteriores, a fin de que algunos personajes comunes a ellas no les
resulten totalmente desconocidos.
8.
Una noche muy movida
Los llamados viajes de estudios ya no son lo que eran. Aunque
tópico, eso solo es parcialmente cierto: Los viajes susodichos siguen siendo de
tan pocos estudios hoy como ayer. En cambio, dos aspectos los hacen
completamente distintos, cincuenta años después: lo mucho que han visto y
viajado los adolescentes de hoy, y el mayor respeto de entonces hacia los
profesores que trataban de controlar las peripecias nocturnas de sus alumnos
excursionistas.
¡Oh, las excursiones escolares! ¿Qué docente, aún de los de antaño, no
sentía un escalofrío cuando el director planteaba la peliaguda pregunta de quién
se apuntaba para el viaje de fin de curso, o de bachiller? Con todo,
dice mucho del amor de los enseñantes de Medias por el riesgo –y por sus
alumnos- el que siempre los había dispuestos a dar el sí, de forma más o menos
voluntaria. Generalmente, la pesada carga se repartía entre ambos sexos y por
edades. Proporción: un profesor por cada quince o veinte alumnos era lo
aconsejable. Ergo, entre dos y cuatro docentes acababan subiendo al autobús de
las delicias, con tanto valor como buena voluntad. El Director, o algún otro
cargo del Centro, acudía a despedir la expedición, generalmente aprestada para
un periplo por el sur o el este de España, supuesto que el Instituto radicase
en la Meseta norte; en Castellar, por ejemplo.
El viaje de aquel año no fue una excepción. A la señorita Historia
–ya conocida de la entrega I- y Milagros, adjunta de Matemáticas, veteranas
ambas, se agregaron un par de profesores veinteañeros y célibes. Él impartía
Educación Física y, aunque bajito, su poderosa musculatura y los ojos azules
habrían causado estragos en otro Instituto que no fuera masculino –y aún
así...-. Ella era una ayudante de Lengua, a quien yo conocía de vista por ser
vecina de mi abuela materna, razón por la que me constaba que tenía novio o, al
menos, acompañante asiduo.
La primera noche se pernoctó en Zaragoza. Ya fuese por el madrugón y la
paliza de autocar, ya por especial intercesión de la Virgen del Pilar, la gente
se retiró a buena hora y durmieron razonablemente hasta las nueve y pico del
día siguiente. La visita a la capital aragonesa fue muy breve (el Pilar y la
Seo) y el recorrido hasta Barcelona, por buena carretera y no excesivamente
largo. Llegados los castellarenses a la Ciudad Condal, hubieron de repartirse
entre dos hostales, en la animada zona de la Plaza Real. Para el debido
control, los profesores se dividieron por parejas. Nadie supo los motivos que
los llevaron a distribuirse según edades, pero lo cierto es que las veteranas
se quedaron en el establecimiento de mejor pinta, en tanto el gimnasta y
la ayudante de Lengua pecharon con la pensión Raval, de infeliz
recordación para algunos.
Después de cenar y de un paseo por las Ramblas y alrededores, los
estudiantes hubieron de reintegrarse a sus respectivos hostales, con poco sueño
y muchas ganas de jarana. Las crónicas nada narran de lo acaecido en el
alojamiento de Historia, Milagros y
sus veinte cachorros. Supongo que no sería muy diferente de lo que pasó en la
pensión Raval, hasta que los
profesores se volvieron roncos y desde la recepción se amenazó con llamar a la
Policía. En vista de ello, a eso de la una y media, cesaron los cánticos y las
carreras por los pasillos y fueron sustituidos por las timbas en algunas
habitaciones y la ingestión de bebidas espirituosas en grupo, conductas mucho
más pecaminosas pero, de sí, menos ruidosas y conspicuas.
En uno de esos desplazamientos colectivos que tales actividades
implicaban, un grupito de alumnos escuchó a través de una puerta el rítmico
crujido de un somier, acompasado con la voz entrecortada y quejumbrosa de una
fémina. ¡Para qué queremos más! Los muchachos, entre risas sofocadas y
comentarios bisbisantes subidos de tono, pegaron la oreja a la madera sin
hacerse notar de los de dentro, hasta que uno de los espías, con razón o sin
ella, exclamó:
-
¡Anda,
pero si es la voz de la de Lengua!
Tan insólito descubrimiento
provocó en sus oyentes risas y exclamaciones de asombro, que paralizaron de
golpe la actuación de los ocupantes del cuarto, sustituyendo a poco el ruido de
la cama por el de unos pasos sobre la tarima. Pero nada hay que corra más que
unos adolescentes en apuros. Antes de que una figura se recortase en la puerta
de la habitación 19 –esto del número es seguro; lo de que fuese un hombre en
calzoncillos parece, más bien, una leyenda urbana-, los mozos curiosos eran un
recuerdo en el pasillo en penumbra.
***
Nunca fue fácil lo de ponerle el cascabel al gato. Quiero decir que
nadie se atrevió a preguntar al hosco posadero quién había sido el huésped de
la habitación 19 la noche pasada. A riesgo de quedarse bizco, alguien creyó
leer de soslayo un apellido similar al Fermoso del gimnasta. Lo cierto es que,
a la noche siguiente, en medio de una expectación nunca vista, Fermoso y la fermosa se recogieron en sus
respectivas habitaciones, de dos pisos distintos y sin el número diecinueve
sobre el dintel. Claro que la verdad nunca debe echar a perder una buena
historia:
-
Seguro
que se han cambiado de habitación –gruñó el perito en voces-. Se darían cuenta
de que los habíamos descubierto…
Para entender lo que pasó en las jornadas siguientes, nada mejor ni más
preciso que el Aria de la calumnia de
El barbero de Sevilla. Como mi voz de bajo no es buena ni con los efectos de
una laringitis catarral, me permitirán la remisión a las delicias de la
discografía. Por lo demás, mis lectores son inteligentes y yo, poco dado a
relatar obviedades. Así que…
… Para cuando la excursión regresó a Castellar, la noche de Barcelona nada tenía que envidiar a las de Sodoma y
Gomorra. En vano hubo una vigorosa defensa de los sospechosos por parte de la
señorita Historia, jefa de la
expedición. Inutilmente el Director, con su perspicacia proverbial, formó una
Comisión indagatoria, que cuando quiso empezar a investigar, se topó con las
vacaciones de verano y la salida del Instituto de muchos de los espías de
pasillo, ahora ya flamantes bachilleres. Para el siguiente octubre, el tema estaba
olvidado, o resultaba incorrecto y obsoleto tomarlo como materia de broma y
conversación. Pero, como decía Esiquio, mi bedel favorito:
-
Siempre
hay alguien que paga el pato. Habrás notado que la señorita del Valle no ha
vuelto por el Instituto.
Y yo, muy ufano por saber algo que él parecía ignorar:
-
Y
se quedó sin novio. No la he vuelto a ver con él.
Aunque, la verdad sea dicha, no sé si entre Barcelona y esa ruptura hubo
relación de causa a efecto. Me gustaría creer que no.
9. Los jubilosos clarines del Progreso
Aunque ustedes no lo crean, me caía bien entonces el Director del
Instituto. Fue cosa suya el organizar un magno vino español cuando la jubilación de Esiquio y permitirle continuar
como usufructuario de su casita oficial de la torre todo el tiempo que quieras –el bedel era prudente y se buscó otro
acomodo apenas unos meses después de cumplir los setenta-. Cuando don Fermín
empezó a caerme gordo fue cuando le nombraron Presidente de la Diputación, con
derecho a compatibilidad con la Dirección. Don Fernando, el literato, decía que
había de ser porque ambos edificios daban a la misma plaza, según había
demostrado Carlos I, cuatro siglos y pico antes.
Mi madre, que había sido alumna suya cuando empezaba su labor académica,
lo lamentaba:
-
¡Qué
pena que se meta en Política, con lo buen profesor que era!
Y no le faltaba razón. Siguió siendo un maestro de calidad muy
respetable, pero el interés por el Centro y su infalible asistencia a las
clases se resintieron mucho. Tal vez por ello, decidió dejar en el Instituto
una impronta inolvidable por otros medios. Haciendo alarde de sablazos e
influencias, decidió dotarnos de ¡una piscina climatizada y cubierta! Como él
mismo llegó a decir en el paraninfo, sin que nadie le tirase nada, habían
sonado para nuestro Instituto los
jubilosos clarines del Progreso.
La iniciativa despertó los sentimientos habituales en nuestro País,
cuando alguien promueve algo extraordinario: incredulidad, envidia y alusión a
inconfesables beneficios personales. Nada de ello arredró al ilustre prócer
quien, para acallar dudas y prejuicios, se trajo para poner la primera piedra
al Subsecretario del Ministerio de Educación, nada menos.
Yo me hallaba entonces en mi último curso del liceo, entonces llamado
Preuniversitario. En consecuencia, nada esperaba de la futura piscina a nivel
egoísta. Más aún, cuando el inevitable Esiquio me confesó:
-
Dice
el arquitecto que van a tener problemas. La piscina va muy baja respecto del
nivel de la calle y será muy grande la presión del agua en las tuberías.
-
Eres
la monda, Esiquio. ¿Cómo lo sabes tan de primera mano?
-
¡Toma!,
como que lo conozco, a él y a sus hermanos: listos pero vagos.
-
Habrán
cambiado. Todo el mundo cambia, repliqué recordando la lección de Heráclito.
***
Pasó el tiempo y, al fin, en primera de El Noticiero apareció la feliz noticia:
A las cinco de esta tarde, se
procederá a la inauguración de la piscina cubierta del Instituto Masculino,
tras laboriosas obras que han durado tres años. Cuando se proyectó, era la
primera instalación de sus características en los Centros docentes estatales…
La pileta, de veinticinco metros y seis calles, permitirá celebrar en ella
competiciones oficiales y servirá al entrenamiento de aventajados nadadores de
nuestra ciudad… Los vestuarios… Las duchas y sala de masaje… Presidirá la
inauguración el Ministro de Educación…
Todo ello era muy reconfortante. La obra había sido coronada por el
éxito o, cuando menos, con su fin. Esiquio, aunque bastante achacoso, podría
comprobar que su pesimismo era infundado. En cuanto a mí, como antiguo alumno
del Centro, iba a tener la posibilidad de disfrutar por las tardes de las
templadas y puras ondas, siempre que encontrase tiempo y dinero para ello. Hay
algunos días en que es grande ser joven.
Me imaginaba a don Fermín, todo orondo de su mayor logro, descubriendo
la placa que había de perpetuar su memoria: Inaugurose
esta piscina cubierta y sus instalaciones complementarias, el día…, por el Excmo.
Sr. Ministro de Educación, Don ..., siendo Director del Instituto el Iltmo. Sr.
Don Fermín… ¡Qué legítimo orgullo para él y para cuantos amábamos aquel
Centro docente, que nos había acogido y formado durante siete largos años. ¡Y
qué envidia para los Colegios privados que, como mucho, podían presumir de
piscina al aire libre, en aquel Castellar de heladas y nieblas! Estuve a punto
de fumarme el estudio aquella tarde
para acudir a la mentada inauguración y estrechar la mano del profesor metido a
político. Como casi siempre en la vida, me bastó con la buena intención.
En consecuencia, me veo obligado a ser un mero testigo de referencia,
aunque mis fuentes sean dignas de crédito. Es el hecho que el acto comenzó con
la bendición de las instalaciones por Manolín, Jefe de Estudios del
Instituto y profesor de Religión del mismo –como ya saben los lectores de la
susodicha primera entrega de esta saga-. Siguieron los discursos y el descubrimiento
de la lápida conmemorativa. Finalmente, las Autoridades y acompañantes realizaron
un detenido recorrido por las instalaciones, amenizado por la rondalla del
Centro y las demostraciones de destreza acuática de un grupo de nadadores del club
Tritones de Samoa. Claro está que, en aquella época oscurantista de
censura previa, El Noticiero había tenido que retirar cualquier
referencia a la más notable destreza acuática de la tarde que, precisamente, no
corrió a cargo de ningún tritón, sino del propio Ministro.
Y es que, girando visita a la pileta por el estrecho pasillo lateral de
la misma, una junta de la tubería principal estalló de la presión, provocando
la salida de un potente chorro de agua que, al impactar en el compacto grupo de
visitantes, fue a dar con tres o cuatro de ellos en la calle seis de la
piscina, afortunadamente llena de agua. Uno de los lanzados fue el señor
Ministro quien, como los demás improvisados bañistas, fue inmediatamente
socorrido por los fornidos tritones, que a la sazón se estaban marcando
unos cien metros braza imponentes. Eso sí, ante la falta de ropa de repuesto
adecuada, el Ministro y demás personajes empapados hubieron de cubrir su
humanidad con los albornoces celestes de los chicos de Samoa y ser
evacuados en vehículo oficial o taxi, hasta sus respectivos alojamientos.
Pueden ustedes comprender ahora por qué admiraba tanto a Esiquio y fiaba
en sus predicciones. Y también podrán deducir con facilidad lo corta que fue la
carrera política de don Fermín, a partir de ese momento. Mas no todo fueron
desgracias. Los vicios ocultos de la instalación –no muy ocultos, la verdad-
fueron reparados y durante veinte años pudo dar salud y solaz a sus usuarios,
entre los cuales tuve la fortuna de contarme durante algún tiempo.
10. La casamentera
La verdad sea dicha, Dios no la había hecho atractiva físicamente, pero
la cosa no era para tanto, como ponerle el mote de La Bicho, con el que
pronto fue conocida por los perversos alumnos de su Instituto. Pequeña, miope, muy
morena, con ostensible desviación de columna, es probable que Julita tuviera
que hacer acopio de la Filosofía que enseñaba, para aplicársela a sí misma.
Pues lo cierto es que su carácter era encantador: simpática, dicharachera,
siempre de buen humor y dispuesta a quitar hierro a los incidentes académicos.
Cuando la conocíamos mejor, el apodo peyorativo era paulatinamente reemplazado
por el diminutivo; pero, ¿cuántos alumnos estábamos en disposición de conocer a
nuestros profesores, más allá del tópico y la defensiva?
Si algo tenía Julita que no gustaba era su constante inclinación a
buscar media naranja a todo célibe que se moviera a su alrededor. ¡Incluso a
los alumnos de los dos últimos cursos! ¡Y qué efusiva satisfacción, cuando
lograba emparejar a alguien de su predilección! Tal parecía que, para ella, la
famosa definición de la persona por Boecio tenía que ser objeto de un pequeño
cambio: sustancia dual de
naturaleza racional. Vamos, que uno no era nadie hasta que se casaba
o ennoviaba. Hubo muchos que, para quitársela de delante, fingían estar
comprometidos, o a punto de entrar en religión.
Casi todo lo que acabo de exponer me fue transmitido o corroborado
-¡cómo no!- por Esiquio, cuyos níveos bigotes caídos se agitaban de la risa al
decirme:
-
¡Esta
mujer es incansable! ¿Querrá creer que me quiere buscar una cita con una vecina
suya, que regenta un estanco?
-
¿Tú
fumas?, inquirí malicioso.
-
¡Es
el colmo! –prosiguió-. Según ella, permanecer viudo es un lamentable
desperdicio. ¿Se imagina, a mi edad volviendo a empezar?
Y reía inconteniblemente. Yo, desde mi ignorancia de la vida, apenas
paliada por la inmersión en la Lógica aristotélico-tomista, me decía que la
buena de Julita, ya que tenía muy difícil lo del casorio, se dedicaba a
buscárselo a los demás. Estaba por ver si en ello tenía buen olfato y buena
maña; algo que tuve ocasión de valorar con ocasión de mi viaje de estudios de
fin de bachiller por tierras sureñas. No les miento: mi viaje de sexto
curso. El aludido en el apartado 8 de este mismo multirrelato (“Una
noche muy movida”) no lo viví en persona, por mi bien.
***
Aquel año correspondió la dirección del viaje a Manolín, el cura Jefe de Estudios, y ya se sabe que, organizando
las cosas él, la austeridad era la norma. Campings
y tiendas de campaña para alojarse; latas de sardinas y calamares como
alimento cotidiano, y una sobrealimentación a base de un embutido llamado lunch, adquirido directamente en un
matadero extremeño, cuyo sabor y textura todavía recuerdo con horror. Y, junto
a Manolín, la entrañable Julita y la
consabida pareja de jóvenes solteros, urdida por la profesora casamentera con
las más evidentes intenciones. Si los implicados iban a la excursión de buen
grado o no, y si estaban al corriente de la encerrona juliana, son datos que no estoy en condiciones de desmentir ni
confirmar. Ni siquiera me acuerdo del nombre de la chica; sí del apellido del
novato profesor, por razones que más adelante descubrirán.
La primera acampada tuvo lugar en las inmediaciones de Mérida, en una
chopera a orillas del Guadiana. Las bellezas arqueológicas de Emerita Augusta sin duda exaltaron
nuestros ánimos, por no hablar de la euforia de montar las tiendas sin apenas
luz ni experiencia de ello. Es sabido que excitación nerviosa no facilita
conciliar el sueño, como también que ciertas comidas y una posición sedente
largas horas mantenida favorecen el meteorismo. En fin, apenas recluidos en
nuestros modestos habitáculos, a alguien se le ocurrió, con éxito inenarrable,
la idea de organizar entre las diversas tiendas un concurso de cuescos.
No creo que la noche muy movida de
Barcelona –ya citada- tuviese nada que envidiar a la de Mérida que les estoy
contando, ni en estruendosa algazara, ni en sana alegría. Con verdad o
simuladamente, algunos estudiantes consideraron imposible para sus pituitarias
el permanecer en las tiendas y comenzaron a vagar por el campamento en
tinieblas, tropezando con las cuerdas o vientos y provocando con ello la
pérdida de la verticalidad de los mástiles. Las quejas de los afectados
adquirieron la forma de palabrotas e insultos y se corrió el riesgo inminente
de que los campistas llegasen a las manos.
Menos mal que allí estaba Manolín –a
partir de ese momento, don Manuel-, que salió bruscamente de su tienda,
provisto de una linterna, y rugiendo:
-
¡Sinvergüenzas.
Mañana nos volvemos todos a Castellar!
Las rondas de los dos profesores varones apaciguaron mucho el escándalo.
Desde luego, lo suficiente para que todos captásemos las demandas de auxilio
que las profesoras lanzaban desde su tienda. Pues habrán de saber que –según
luego se aclaró- el habitáculo de Julita y la profesora joven había sido de los
más damnificados por las incursiones precedentes, hasta el punto de quedar
inhabitable. Qué moviera a Julita a llamar al profesor mozo y seglar, en vez de
a don Manuel, es algo que parece inexplicable. El caso es que…
-
¡Serrano,
ven!
Abucheo general.
El profesor Serrano debió ser el único que no se enterara de la llamada
de auxilio. Así que, la segunda vez, fue su joven colega la que clamó, aún más
alto:
-
¡Pero
Serrano, ¿no vienes?!
La algarabía fue de época y tardó largo tiempo en disiparse, hasta que
don Manuel, fuera de sí, empezó a sacar de las tiendas a los comentaristas más
procaces, para que se tranquilizasen hasta la madrugada. Eso sí, aquel buen
sacerdote no olvidaba la caridad ni en los peores momentos: La guardia nocturna
pudo pertrecharse de mantas.
***
Finalmente, los sinvergüenzas no
regresaron a Castellar al siguiente día. Supongo que el temor al escándalo
tendría algo que ver con ello. Desde luego, la excursión discurrió en adelante
por derroteros más moderados –por más que el hediondo concurso prosiguiera- y
las caras de las profesoras evidenciaban cierta tensión por su contribución,
involuntaria, al tumulto, ¡y con un sacerdote como testigo!
Yo los perdí de vista al año siguiente, pero tengo para mí que don
Manuel –de nuevo Manolín- se lo
pensaría dos veces antes de promover más viajes de estudios en régimen de
acampada. ¿Y Julita? ¿Moderaría sus ímpetus en pro del casorio ajeno? Un día se
lo pregunte a Esiquio, ya jubilado, quien me respondió con la conocida paremia:
-
Genio
y figura, hasta la sepultura.
Pues que la tierra sea leve para ella.
11.
Un grito en la oscuridad
Creo haber hecho mención en otro episodio de esta serie al señor Galdós,
el represaliado profesor adjunto de Matemáticas quien, tras haber pasado diez
años de suspensión de empleo y sueldo por responsabilidades
políticas, fue reincorporado al funcionariado en el Instituto de Cangas del Narcea. Una década
después, logró meter la cabeza en el liceo masculino de Castellar donde, entre
la comprensión y la tolerancia, se consentían sus exabruptos y accesos
ocasionales de izquierdismo visceral. El más conspicuo era –como en los
republicanos de antaño, según mi tío Ricardo- su aversión hacia la presencia de
curas en el profesorado del Centro. Afortunadamente para él, nuestra Guerra ya
iba quedando muy lejos en el tiempo y la Dictadura se convertía en dictablanda, en opinión de Manolín, especialista en quitar
importancia a las frases más atrevidas de aquel viejo profesor, sobre todo,
cuando andaba cerca el de Formación Política, a quien yo todavía conocí de
camisa azul y corbata negra en los días fastos o luctuosos para la Falange.
Luego resultó que el fascista no
abrió jamás la boca y acudió al acto de jubilación de Galdós, pronunciando el
brindis más emotivo; o que Manolín asistió
al matemático en su agonía y hasta lo amortajó, al morir abandonado de todos.
Eso no me lo contó Esiquio, sino que me llegó por conducto del portero de la
casa, a quien yo había llevado más de un asunto legal.
No fui alumno del profesor Galdós, que impartía sus clases a los alumnos
de Ciencias del bachiller superior. De los comentarios y anécdotas que me
contaban, lo tenía por un tipo agriado y ridículo, por motivos que se me
escapaban, si es que –pensaba yo entonces- hacían falta razones para que un
profesor mayor tuviese esas cualidades tan comunes en ellos. Una vez más,
Esiquio tuvo que ser quien me abriese los ojos, de manera bien cruda, por
cierto:
-
Muchos
le echan en cara el vivir en el pasado. Habría que ver que harían ellos con
media familia en Francia y otra media en el cementerio.
-
¿Alguna
epidemia, tal vez?
-
Hijo,
Delgado, hay veces que pareces…; vamos, que no haces honor a los de tu familia.
La verdad es que, en mi ignorancia, no todo era culpa mía. Por unas
razones u otras –siempre por mi bien- mis padres no hablaban nunca de ciertas cosas y la vida de mis abuelos y
sus coetáneos me era tan extraña como la de Recesvinto.
***
La jubilación de Esiquio me viene a la cabeza asociada siempre con
aquella campaña machacona de los 25 años
de paz. Tal vez sea porque, con gran enfado por mi parte –todo lo que
suponía atenciones a los profesores y el personal del Instituto me parecía
hacer la pelotilla-, mis padres me encomendaron que le entregase en mano un
obsequio en aquel día. Para mi mayor vergüenza, aterricé en pleno vino español, con el bedel rodeado de
profesores y otra gente mayor. La señorita Historia
me puso en la mano un vaso de refresco y Manolín
me retuvo con un optimista algún día
te contarás entre nosotros; muy halagador, sin duda, pero a años luz de mis
expectativas de entonces. Pues bien –al grano-, fue allí donde escuche la
famosa frase por primera vez, de labios de Galdós, con el énfasis y la voz
cascada en él habituales:
-
Paz,
paz… Franco no sabe de paz. Lo único que conoce es la victoria.
Eso es todo lo que asocio a los famosos 25 años que, por cierto, significaron para mi cultura un notable
enriquecimiento, por aquello de que muchos carteles se rotularon también en
catalán y vasco. Para que luego digan que la propaganda no educa…
Aquel mismo año 1964 fue el del estreno de la película, supuestamente
documental y biográfica, Franco, ese
hombre, algo que revolvió las tripas del profesor
Galdós, hasta tal punto, que decidió no ser menos que aquel falangista valeroso
que, en el Valle de los Caídos, había osado interrumpir el funeral de José
Antonio, con el grito de ¡Franco, eres un
traidor! Si
alguien de su cuerda le había
plantado cara, ¿cómo era posible que sus enemigos permitieran que pasease su
inhumanidad por las pantallas de España, entre ditirambos y grandes ovaciones? Manolín, su confidente de los últimos
momentos, me aclaraba, muchos años después:
-
Según
parece, aquel año fue aciago para él. Su hermano mayor falleció en Venezuela,
víctima del cáncer, sin haberse atrevido a volver a España y morir aquí, lo que
era su mayor ilusión. Don Vicente –el profesor Galdós, para mí- estaba
dispuesto a echar en cara a Franco, en público, su crueldad. Podía haberlo
hecho en Castellar –decía-, pero lo descartó por ser muy conocido y por la
vergüenza que le podían hacer pasar ante sus colegas y sus alumnos. No siendo
aquí, ¡qué mejor que en Madrid, la Capital, en la gran sala en que proyectaban
la película! Y, ya ves tú, eso lo salvó.
-
¿Cómo
que lo salvó? ¿Qué quiere decir con eso, don Manuel?
-
Manuel,
y gracias. Te respondo. Escogió la sesión de noche de un día de diciembre,
próximo a las vacaciones de Navidad. Dio sus clases, como si tal cosa. Cogió el
tren de la tarde y se plantó en Madrid dispuesto a dar la nota. ¡Y no te creas
que de cualquier forma! Ya sabes que hubo una época en que se daban los gritos de ritual, invocando por tres
veces el apellido de Franco. Pues bien, según me contaba Vicente, se pasó
varios días buscando los insultos que mejor y más severamente cuadrasen al
Dictador. Finalmente, escogió tres, que no voy a revelarte todavía, para
tenerte más intrigado.
-
Vale,
vale, aunque no me resultaría difícil adivinar, al menos, dos de ellos.
-
¡Je!
Seguro que algo te han contado, porque, lo que es, ni en la prensa, ni en la
radio, ni en la tele dijeron una palabra, como es natural. De modo y manera
que, sin ni siquiera cenar, Vicente cogió un taxi hasta el Palacio de la Música, sacó una entrada del primer piso –para que se me oyera mejor, decía- y
decidió organizar el pitote en el minuto dieciséis de proyección, por ser ese
número su favorito.
-
Ya
es aquilatar. Supongo que tendría un reloj con esfera luminosa.
-
Eso
no puedo respondértelo. El caso es que, un par de minutos antes, se levantó y encaminose
a las últimas filas del anfiteatro y desde allí, en el momento oportuno, con
aquella voz suya tan típica, gritó rítmicamente: ¡Franco…asesino. Franco…ladrón. Franco…sangriento dictador! Y salió
corriendo escaleras abajo.
-
¡Ah,
vamos! Yo pensé que se quedaría quieto, dando la cara.
-
Nunca
aclaró si la huida había sido un acto reflejo, o si la tenía planeada. De todas
formas, no era fácil escapar. De entrada le salvó la paralización general por
la oscuridad y la sorpresa; y eso que, dada la índole de la película y ser el
local de su estreno, seguro que había Policía. El caso es que llegó al
vestíbulo y ¿qué dirás que pasó?
-
Ni
idea.
-
Pues
que se dio de manos a boca con un tipo joven que, o bien llegaba tarde, o bien
se había entretenido en los servicios o en el bar. El caso es que cogió del
brazo al profesor y lo llevó a rastras hasta la barra del bar, cogió el vaso de
tubo que acababa de dejar sin apurarlo y ordenó al camarero, como quien lo
conoce:
-
Anda,
Felipe –o como se llamase-, ponme otra ginebra con tónica, que estoy fatal
del estómago. ¿Y aquí, al amigo?
-
Un
té con limón, balbuceó Vicente, a quien le parecía estar en
Babia.
-
Buena
gente que hay por el mundo –prosiguió el joven, pasando un brazo por los hombros
al profesor-. Porque has de saber que este señor estaba en el wáter y me
echó una mano. Si no, me caigo redondo.
-
Es
lo malo que tienen las indigestiones –apostilló el camarero-. Te vienen los mareos y
no sabes qué hacer.
-
Además,
yo llevo fatal lo de arrojar. No tengo facilidad ninguna.
-
¿No
han visto pasar a algún individuo corriendo? –interrumpió
un sujeto fornido, seguramente policía secreta-.
-
No,
señor. ¿Es que ha robado a alguien?
-
Mucho
peor. Ha ofendido al Caudillo.
-
Hay
gente para todo, replicó el joven con gesto despectivo, al
tiempo que hacía un rapidísimo guiño al camarero.
El presunto policía los miró con cierto recelo, pero el camarero
intervino:
-
Don
Antolín, ¿llamo a un médico?
-
¿Qué
le pasa? –preguntó el sujeto fornido-. ¿Se encuentra mal?
-
Una
indigestión como un piano –respondió Antolín-. Si no llega a ser por este
señor, me desmayo en los servicios a poco de empezar la película.
-
Vaya,
vaya, don Manuel. Un ángel de la guarda no lo habría hecho mejor.
-
Un
ángel no habría mentido, puntualizó el sacerdote.
***
Hasta aquí, lo que consideró oportuno relatarme Manolín, tal vez, por proteger al buen samaritano, toda vez que aún no había fallecido Franco. Cuando, al fin, bajó a su imponente
sepulcro, pude enterarme del final de la historia. Hubo de ser don Fernando, el
de Literatura, único confidente de Galdós en el Instituto, quien me pusiera al
corriente:
-
Pues,
sí, Vicente y su salvador salieron sin problemas del cine, cogieron un taxi al
paso y se fueron a cenar al Madrid de
los Austrias. La indigestión del joven y el cerote que había pasado el
viejo no les impidieron dar buena cuenta del yantar. Al concluir, pagaron a
escote y el joven –Antolín, como sabes- preguntó a Vicente si había reservado
habitación en algún lugar. Yo había
pensado en la Comisaría, replicó el interpelado. Pues nada, don Vicente,
se viene usted a mi casa y mañana será otro día.
-
Vaya
sujeto atento.
-
Espera,
espera. De camino a casa, Antolín preguntó a Vicente: Pero, ¿no se acuerda de mí o es que está gastándome una broma? Y
Vicente: Llevo toda la noche dándole
vueltas a dónde pueda haber visto su cara, pero no hay tu tía. Y Antolín: Pues tengo aún bastante acento asturiano,
aunque lleve muchos años en Madrid, dando clase en un Instituto de Aluche, como
le he contado. En fin, que se despejó la incógnita: Antolín del Cueto había
sido alumno de Vicente Galdós en Cangas del Narcea y había reconocido a su antiguo profesor desde
el primer momento, cuando chocaron en el Palacio
de la Música.
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Acabáramos:
Por eso se portó todo lo bien que lo hizo.
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Así
lo supuso Vicente, quien también pensó que su salvador era de la misma
ideología política. Pero en eso dio un patinazo. Antolín del Cueto era de una
familia de derechas, que había sido masacrada durante la Guerra Civil por los
esbirros del republicano Consejo Soberano de Asturias y León.
Así que ya ves, el bueno de Vicente fue por esta vez el alumno, y su alumno
quien le dio una lección.
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Espero
que le aprovechase.
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Desde
luego, aunque los mayores cambiamos poco. Contó que, al día siguiente muy de
mañana, Antolín lo acompañó a la Estación del Norte y, al despedirlo, le dijo: Don Vicente, desde ahora, más clases y menos
gestos. Y añadió: Ser maestro es sembrar
para poder mejorar el mundo, y eso no se consigue gritando.
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Buena
valoración, aunque un pelín exagerada. ¿No cree, don Fernando?
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Yo
no lo creo, Delgado. Quizá por eso he sido profesor durante cuarenta y siete
años; y tan feliz, pese a todo con lo que me ha tocado pechar.