Al fuego del amanecer
Por
Federico Bello Landrove
El día 11
de octubre de 19 34, en el curso de un violento proceso
revolucionario padecido por la región española de Asturias, grupos armados
sublevados contra el Gobierno dinamitaron y volaron la Cámara Santa, pequeña
iglesia altomedieval aneja a la Catedral de Oviedo, la capital asturiana. Pocos
días más tarde, de entre las miserables ruinas del que fue corazón religioso e
histórico de aquellas tierras, un profesor universitario, miembro de la
Comisión Provincial de Monumentos, rescató y conservó durante años celosamente
en su casa un pequeño y maltratado Nuevo Testamento, que halló abierto por el
pasaje de la lapidación de San Esteban. Su familia apenas comprendió el significado
de aquel gesto. Hasta hubo un hijo que lo tildó de superstición y despojo. El
profesor, no obstante, decidió mantener su afectuosa acogida hasta que la
Iglesia matriz fuese dignamente restaurada. El profesor era mi padre. Yo su
impiadoso censor. Lo que sigue, fragmentos de la historia que se fue tejiendo
en torno a las páginas del Libro que un día, va para ocho años, pasó a formar
parte de nuestras vidas.
***
La Cámara Santa, bajo una u otra
apariencia, ha sido el símbolo y emblema religioso de Asturias desde el siglo
IX. Su epíteto de Santa se extendió a toda la diócesis: Sancta Ovetensis,
bendecida por las reliquias sagradas, por la devoción de los reyes de Asturias
y por los peregrinos a Compostela, que no olvidaban su difícil desvío hasta la
catedral de El Salvador:
Quien va a Santiago y no al Salvador
Visita al criado y olvida al Señor
Entre las joyas que atesora la Cámara
Santa algunas destacan por su inmenso valor artístico o religioso: la Cruz de
los Ángeles, del año 808, símbolo de Oviedo; la Cruz de la Victoria, un siglo
posterior, emblema de Asturias; la espléndida Arca de las Reliquias, de plata
nielada y repujada, de finales del siglo XI, que guarda, entre otras muchas
reliquias, el Santo Sudario y un gran trozo de la Cruz del Salvador, origen de
un jubileo multisecular. La arquitectura que acoge estas preseas era reducida y
modesta pero, a finales del siglo XII, fue ornada de un Calvario y de un
Apostolado en piedra, que contaban entre las maravillas de la escultura
románica.
Pues bien, fue esa entrañable capilla de
tanto valor sentimental la que volaron con dinamita los revolucionarios en
retirada, de modo que no quedó de ella piedra sobre piedra.
Vencida la intentona revolucionaria, las
Autoridades competentes se personaron en las venerables y polvorientas ruinas
para percatarse de los destrozos y valorar la posibilidad de una restauración.
Una de las primeras visitas fue la girada por la Comisión Provincial de
Monumentos, a la que pertenecía mi padre, como profesor de Historia del Arte en
la Universidad de Oviedo; pero no le fue posible acudir, en primera instancia,
por hallarse encamado con gripe. Lo hizo, tan pronto se recuperó, a la caída de
la tarde del viernes, día 18 de octubre, cuando brigadas de operarios ya habían
retirado de los escombros cuanto de valor había quedado –intacto o
reventado- entre o bajo las ruinas. Mi
padre nos lo contó en familia, más o menos, así:
Eran las seis de la tarde. Las sombras empezaban
a cubrir aquel lamentable solar de polvo y cascotes, por el que a duras penas
podía avanzar a saltos. El vigilante –única alma presente- me había dejado por
imposible y, gruñendo, había ido a sentarse junto a la improvisada valla de
tablones, a fumar un cigarro. En esto que, tropezando, fui a darme casi de
bruces con un trozo grande de sillar, bajo el que apuntaba una esquinita azul,
apenas perceptible salvo para quien, como yo, hubiese tenido forzosamente que
agacharse. Escarbé con el bastón y las manos, tiré hacía afuera y apareció ante
mis ojos un pequeño libro abierto. Era un ajado ejemplar del Nuevo Testamento,
en papel biblia y a dos columnas, abierto por sus páginas 210 y 211. Mi primera
intención fue la de entregarlo al guardián, pero su catadura no me había
inspirado confianza. No habiendo, pues, gente de respeto en aquel momento, me
eché al bolsillo el volumen, movido por la desconfianza y la inseguridad. Antes
de hacerlo, coloqué el marca-páginas de fatigada seda roja en el lugar por el que
el libro había estado abierto.
Llegado
que fue a casa, mi padre nos expresó su desolación por aquella penosa visión de
la Cámara Santa, en la que, cual Jerusalén apocalíptica, no había quedado
piedra sobre piedra. Seguidamente, para nuestra sorpresa, nos mostró el libro,
sucio y con señales de mucho uso, y lo abrió por el lugar en que lo había
hallado en la Cámara. Esta vez, el pasmo fue suyo, cuando constató que en ambas
páginas, pertenecientes a los Hechos de los Apóstoles, se narraba la lapidación
de San Esteban. Leyó con voz velada: Lo empujaron fuera de la ciudad y se
pusieron a apedrearlo… Esteban… repetía esta invocación: “Señor Jesús, recibe
mi espíritu”. Luego, cayendo de rodillas y clamando con voz potente, dijo:
“Señor, no les tengas en cuenta este pecado”. Y, con estas palabras murió.
No era
mi padre persona especialmente sensible ni expresiva, pero tengo para mí que
debió quedar impresionado por la relación de aquel pasaje con la destrucción de
la Cámara Santa, como si aquellas gloriosas joyas y reliquias, y este humilde
receptáculo de la Palabra, hubiesen sido lapidados con sus propios sillares. El
caso es que el honrado profesor decidió por sí quedarse con el librito, valioso
solo como testigo de una barbarie que, no obstante, habría de ser perdonada.
Días más tarde, lo colocó sobre un atril en la gran estantería de su despacho.
Nadie lo ha reclamado como suyo –alegó- y, en todo caso, volverá a su morada
genuina cuando la Cámara Santa esté en condiciones dignas para recibirlo. Luego,
volviéndose a mí, dijo entre la conminación y el ruego: Y, si yo no viviese
hasta entonces, lo harás tú, en memoria de tu padre.
***
Transcurrieron casi dos años de grandes conmociones políticas, de
acciones y reacciones cada vez más irreligiosas y violentas, que acabaron por
desembocar en la sublevación militar de julio de 1936 y en la larga y cruenta
Guerra Civil que la siguió. Oviedo quedó desde el primer momento en poder de
los sublevados, si bien rodeado de territorio hostil. Durante tres largos meses
la ciudad fue cercada, cada vez más estrechamente, con el inevitable dolor y
aislamiento de sus setenta mil habitantes. Como este relato refleja, yo me
encontraba durante este tiempo en Madrid, en la zona gubernamental. Es, pues,
mi madre quien ha de tomar la palabra para decirnos:
Tu
padre, anciano y desmoralizado, era el ejemplo de un vecindario que –igual que
él- imaginaba que ya nunca más habría de florecer la Cámara Santa y sus tesoros
religiosos, y que el Espíritu divino había abandonado a los ovetenses a su
mortífera suerte. Como si buscara remedio a sus cuitas, se quedaba largos ratos
mirando el Libro, rogando la inspiración que diese sentido a la vida y a la
muerte. Tuvo finalmente una idea, que pronto maduró: Reunir a sus allegados –casi
todos, vecinos- en torno a aquel pobre ejemplar de los Hechos de los Apóstoles. Era el texto
del Cristianismo primitivo, tantas veces vilipendiado y perseguido. ¿No tendría
algo que decir a los atribulados cristianos de la España de 1936?
Dicho y hecho: El Espíritu es eterno y
fuerte –dijo-.
Salgamos con fe a su encuentro, reuniéndonos en el nombre del Señor Jesús.
2.
Confidencias
en una terraza, al amanecer
Un mes va
que la Ciudad está sitiada, pero solo unos días desde que los republicanos
aprietan de veras el cerco. Como hiciera dos años atrás, cuando la Revolución
de Octubre, Eduardo Cáceres, preocupado e insomne, sube de tapadillo a la
terraza de su casa y otea en la noche los movimientos militares de las calles
próximas, y los fuegos y explosiones que brotan en lontananza. Como si lo
viera, imagino a mi padre acodado en el poyo, con sus prismáticos de campo,
intuyendo movimientos tácticos o localizando las cotas y los barrios donde se
emplazan las baterías o vienen a caer los proyectiles con horrísono tronar.
Me
figuro peor -pues dependo para ello del testimonio de mi vecina Cecilia- a esta,
subiendo a la azotea para ver amanecer. Yo guardaba mayormente de ella el
recuerdo de una chica tímida, de aspecto agradable, que ayudaba a sus padres en
las tareas de portería y en algunas ocasiones hacía a mi madre mandados de
tienda o mercado. No obstante, acepto sin vacilar su versión de los hechos:
No iba a perderme, por una simple guerra,
la lluvia de estrellas de agosto. Descabecé el primer sueño y subí al terrado
lo más silenciosamente que pude. Enfrascada en la contemplación del cielo, con
los oídos tapados por las manos para amortiguar los zambombazos
de la artillería, no me percaté de que tu padre subía, como tampoco él de mi
presencia. Aguardando la aurora, quedé traspuesta. Me despertó tu padre,
poniendo su mano en mi hombro. ¿También tú has subido para ver el combate?,
me preguntó. ¡Oh, no señor!, quería ver las Lágrimas de San Lorenzo, respondí.
Es cierto, chiquilla, es la época de las Perseidas. Este año, el Santo
llorará por los ovetenses, concluyó.
Cecilia
ignora si mi padre ya había iniciado para entonces las reuniones nocturnas en
su casa, para fortalecer con ellas la esperanza y el vigor de sus próximos. Yo
creo que no habrían comenzado aún, dado que las primeras semanas del cerco
fueron muy llevaderas, casi de hacer vida normal. Mas tampoco quiero dar al
encuentro con Cecilia una trascendencia que no poseyera. Con terraza y sin
terraza, a mi padre se le había metido en la cabeza el fervor religioso y ¡bueno
era él para cambiar de opinión! Lo que tengo por seguro es que, sin la epifanía
estelar de la chica, no se le habría ocurrido a mi padre invitarla a
aquellos encuentros vecinales, forzosamente limitados a unos pocos. Cecilia me
lo resumió de manera muy sincera, tal vez en exceso:
-
Yo no dejaba de ser una pipiola, hija de los
porteros. Para entonces, ya estudiaba Magisterio, escribía versos -bastante
buenos, según creo- y tenía una honda sensibilidad religiosa. Pero era lógico
que mis valores pasaran desapercibidos, siendo hija de quien era, para tu padre
y para todos los vecinos.
-
¡Oye, oye, un respeto!, que yo te veía con buenos
ojos y bastantes veces charlamos al coincidir en la escalera, o camino de tus
clases.
-
Tienes razón, Miguel, perdona. Si no hubiera sido
así, no habría sufrido el mal de amores de los quince años…, ni la patética
confusión que vino después.
Me siento incómodo, como me sucede siempre
que alguien me confía un sentimiento o un dolor que yo pude evitar, de haberme
percatado a su debido tiempo. Ahora ato cabos y me explico el fragmento de una
carta de mi padre, en que encomiaba el comportamiento de Cecilia durante el
cerco. Por casualidad, es de las que él guardó hasta que pudiera enviarlas y yo
recuperé a mi regreso a casa, acabada la guerra:
¿Por qué
será que, según voy leyendo, se me aparece en el papel de Marta nuestra vecinita
Cecilia, la hija de la portera? Se desvive por ayudar a tu madre y a tu abuela,
ahora que está de vacaciones y no tenemos a Rufa. Es un torbellino, risueña y
servicial.
No
limpies todos los días la habitación de Miguel –le ha dicho tu madre- pues
¿quién sabe cuándo volverá? Y ella: Cuanto más tarde en volver –Dios no lo
quiera-, más agradecerá que todos y todo estén esperándolo.
Me gusta
esa chica. Será una maestra espléndida.
Cuando leo este fragmento a Cecilia,
enrojece y desvía la conversación:
-
¿Cómo es eso de que
tu padre te escribía cartas que nunca echó al correo?
-
Que no las echase
es perfectamente explicable: Las escribió durante el cerco, cuando toda
comunicación de Oviedo con el exterior estaba rota. Además, desconoció mi
paradero durante el corto tiempo que aún le quedaba de vida. Por qué las
escribió es lo que encuentro sin sentido…
-
Pues está bien
claro, Miguel. Sentía la necesidad de hablar contigo, aunque su voz no pudiera
llegarte hasta más tarde. Nuestras vidas pendían de un hilo y él se sentía
viejo y enfermo: no podía esperar. La lástima es que no me las hubiera confiado
al partir hacia La Coruña. Así podrían haberse salvado todas de la destrucción
que sufrió la casa con los bombardeos y el expolio por los saqueadores, que
siguió al abandono del inmueble.
Cecilia sabe y siente mucho más que yo; tal vez, bastante más de lo que
cuenta. Le pregunto:
-
¿Cómo te hiciste
con mi carpeta de poesías? No merecía la pena conservarlas.
-
¡Ah, los famosos Poemas a C.!
-
En efecto. Si
llegaste a leerlos, verás que no me llamaba Dios por la senda de los versos.
-
Por supuesto que no
los he leído. No tengo por costumbre fisgar en lo que no me concierne… Por
curiosidad, ¿puedo saber el nombre de la musa?
-
Carmen -le
respondo, algo incomodado por la intromisión-. Era alumna de mi padre.
3.
La confusión de Cecilia
Bien sé yo -piensa Cecilia- quién es la
tal Carmen, Carmina Noriega, con la que coincidí prestando servicios como
enfermeras en el hospital de sangre de Salesas. La verdad es que fue una pura
casualidad: Al decirle en dónde vivía, ella me comentó, sin importarle la
confidencia:
-
¡Qué casualidad! Es
la casa del profesor Cáceres. Tiene un hijo abogado, Miguel. A saber qué haya
sido de él pues el Movimiento lo pilló en Madrid, para presentarse a las
oposiciones… Estaba coladito por mí
pero, qué quieres, era demasiado serio y no pensaba más que en los estudios.
De haber sabido yo esto algún tiempo antes, me habría ahorrado muchas
falsas ilusiones y una metedura de pata muy gorda. Como don Eduardo contaba en
la carta, por afecto a su familia -sobre todo, a la madre, que iba perdiendo la
cabeza con aquellos sucesos-, los ayudé mucho con la compra, muy penosa
entonces, y con la limpieza de la casa. Con tales motivos, entraba mucho donde
los Cáceres y el alma se me iba a la habitación de Miguel, que estaba tal cual
la dejó al partir para Madrid, menos de un año antes. Si nadie se percataba,
cerraba la puerta y, como una pava, me dedicaba a curiosear sus cosas.
Un día que me había quedado en casa casi sola, para cuidar de la abuela
impedida, registré a fondo los cajones de su escritorio y así encontré el
famoso cartapacio de los Poemas a C. Ni
que decir tiene que leí los que pude y me percaté de que se trataba de una
colección de poesías inspiradas por una chica, sin duda la tal C. Luego los releí muchas veces y más a
fondo pero, en un primer momento, no hacía más que dar vueltas a la cabeza
pensando quien sería la tapada con aquella letra inicial, supuesto que su
nombre efectivamente empezara por ella. Mi atención iba una y otra vez a los
detalles físicos y morales que de los poemas se deducían. Supongo que la
imaginación es libre, y más en una adolescente enamoriscada. Así que di en
pensar que la inspiradora de aquellas cuartillas podía ser yo. ¿Motivos
fundados? No otros que las superficiales atenciones del señorito Miguel, al preguntarme por los estudios o invitarme a un
refresco en los aguaduchos del Parque. Al menos, yo no le conocía novia. Luego,
si no seguridad, bien podía mantener esperanza.
De esa esperanza brotaron mis primeras poesías realmente buenas -yo,
cuando menos, las tengo por tales- y la idea de escribir un diario, epítome de
mis experiencias de la guerra. Hasta ahora no se han posado en él otros ojos
que los míos. Pero Miguel ha vuelto y tiene el derecho de leer todo cuanto se
refiera a su familia y a los sucesos en los que habría participado, de no
haberlo arrastrado el azar por extraños derroteros.
Reescribiré, pues, el diario, como si fuese el original, pero dejaré
fuera cuanto se relacione con el desconsuelo y la ternura que en mí otrora despertó.
Puede parecer un fraude, pero así habrá de ser en tanto él y yo no estemos
seguros de nuestros sentimientos.
4. Epílogo inconcluso
Cuatro de septiembre de mil novecientos
cuarenta y dos. La plaza de la Catedral de Oviedo refulge al atardecer, con el
sol prendido de cientos de banderas rojigualdas. Apenas dos días después, en
vísperas de la fiesta de la Natividad de la Virgen, la Cámara Santa,
maravillosamente reconstruida, será consagrada con toda solemnidad. Es el
momento que había soñado don Eduardo Cáceres, el de que su hijo Miguel cumpla
con el encargo que su padre ya no podrá realizar en este mundo. Y así lo ha
preparado, con su acostumbrada exactitud.
Hace apenas quince días, trató de hablar
con el Deán, mas se encontraba de vacaciones y fue el Canónigo Penitencial
quien le dio la respuesta:
-
Hijo,
por lo que me dices, ese Nuevo Testamento pertenece a la capellanía de la
Cámara Santa y, aún con toda la buena voluntad del mundo, no debiste quedarte
con él. Fue una chiquillada, pero habrás de confesarla ante mí, al tratarse de
un libro de propiedad sacra.
Una chiquillada. En efecto, lo
había sido: la de ocultar la debilidad de su padre, asumiendo él la autoría del
temporal expolio. El capitular prosiguió:
-
Ven
cualquier tarde de estas a mi confesionario en la capilla del Rey Casto,
trayendo el libro. Allí absuelvo de los pecados entre las siete y las ocho, con
las licencias especiales que establece el Derecho Canónico para los casos
reservados.
Miguel estaba confuso. ¿Sería válido el
perdón cuando se basaba en una mentira? ¿Reconocería, al fin, su falacia cuando
estuviera de hinojos ante el tribunal de la Penitencia? Cecilia, siempre amiga,
se ofreció:
-
Lo
principal es cumplir con el voto de tu padre. ¡Ea!, yo te acompañaré, no sea
que te des la vuelta, que bien conozco tus dudas.
Pues bien, he aquí a nuestra pareja
entrando en el gótico templo, ya en penumbra, y avanzando lentamente hasta la
iglesia aneja de Santa María, llamada desde tiempo inmemorial la capilla del
Rey Casto. Levemente adelantada ella, en suave escorzo que le permite mirar de
soslayo a Miguel, quien porta en su mano el Nuevo Testamento azul ciano, de
tejuelo rojo. La nave lateral se abre a izquierdas, con la hermosa portada
gótica presidida por Cristo, Varón de Dolores, y la polícroma Virgen de la
Leche, flanqueados por cuatro Apóstoles. Frente a ella, el solemne
confesionario barroco, color caoba, en el que hacen doble cola no menos de dos
docenas de penitentes. Cecilia y Miguel se acomodan en los bancos de la nave.
Él medita sus pecados, muy otros que el hurto sacrílego: las culpas de un
hombre de veintiocho años, curtido en tres de guerra, cuyo cabello empieza a
encanecer y el alma a ejercitarse con el alto honor y la pesada carga del
ejercicio como juez en la no lejana localidad minera de Villablino. ¡Cuánta ley,
pero qué poca justicia!, se dice.
Ella, de confesión semanal, apenas ha de
hacer introspección de su alma, pero reza por la de este amigo recobrado, que
otrora fue su platónico amor de adolescente, y por los niños de su escuela de
El Fontán, quienes tal vez sean metáfora de los hijos que aún no tiene y
vehemente desea.
Las colas ante el Penitenciario apenas se
acortan y Miguel no se decide a mantener la mentira en confesión. Se levanta
bruscamente; encamínase hacia el presbiterio de la capilla, cuya reja le
franquea el paso; abre el libro de su pasado por las páginas de entonces y lo
deposita en la mesa del altar, a los pies de la Virgen Asunta a los Cielos.
Reza en un susurro:
-
Señora,
tú que subes al Cielo entre ángeles, coronada de gloria, recibe este Libro en
la tierra y devuelve su Espíritu a lo alto.
Él mismo se extraña de tanta fe y devoción,
que poco o nada corresponden a sus cotidianas creencias. Espera en la portada de
la Capilla a que se le una Cecilia, entre emocionada y atónita, y ambos
desandan la nave catedralicia, al paso largo y vigoroso de Miguel. A los pies
del templo, él la coge del brazo y suavemente la ayuda a pasar el portón, los
escalones, la cancela. Ya en la plaza, Cecilia toma por un instante la mano de
su amigo y deshace aquel lazo, en que hay mucho más que protección.
-
He
tenido una idea –le dice Miguel-. He perdido un padre y hemos perdido el Libro.
¿Qué te parece si hiciéramos uno, nuestro, con las cartas que conservo de él y
las páginas de ese diario tuyo, del que me has hablado, sin dejarme todavía
hojearlo?
Cecilia asiente apenas con el gesto. En su
alma sabe que no puede negar al Espíritu lo que Miguel le pide: un mensaje para
él; para quienes hayan de continuar su sangre y sus nombres; para quienes a lo
largo de los años quieran beber en su fuente.
-
Hagamos
ese libro, repite Miguel.
-
Pero
si ya está escrito, replica ella. Solo habría que añadir y retocar unas pocas
cosas.
-
Yo
quiero escribirlo contigo –insiste él, como si no la hubiese escuchado-.
Cecilia lo mira. En sus ojos adivina que
algo más tiene que decirle. Y, al fin:
-
Yo
quiero escribir mi vida contigo.
Ella sonríe, con ese gesto que él ha
empezado a conocer, marcando la curva de su barbilla, con un suave prognatismo.
En su sonrisa envuelve a aquel loco enamorado; la pétrea cuadratura de la
Plaza; el caserío desvencijado; el Campo de San Francisco, lujuriante; el
terreno yermo que la Guerra devastó y bañó en sangre; la sierra del Aramo, con
sus dientes de acero que cortan el horizonte. Y Cecilia supo que no podría
responderle hasta que pasara la noche de angustiado insomnio y llegase la
aurora. Solo entonces, acodada en el poyo de la terraza, mirando al sol
naciente, trataría de encontrar la respuesta, al fuego del amanecer.
[1] El magistrado don Miguel Cáceres dio a este
prólogo un carácter explicativo bastante prolijo, pensando en que sus páginas
fueran leídas tanto por españoles, como por extranjeros (nota del editor)