El amigo de la
familia
Por Federico Bello
Landrove
En ocasiones –menos de las que sería de
desear- los cuentistas tenemos el santo de cara y nos viene por el aire,
inopinadamente, una buena historia, lista para redactar. La que sigue me la
contó, tal cual, una vieja señora, muchos años después de que sucediera. Sus
protagonistas ya no están entre nosotros, no obstante lo cual tomaré algunas
precauciones para preservar su honor e intimidad de ultratumba.
1. Todo, con medida
La primera parte
de esta verídica historia la conocí de propia mano, aunque me sea inevitable
acudir a la valoración de mis padres, que la completaban en sus antecedentes y
la juzgaban con su experiencia:
-
Quiera
Dios –decían- que un día no acaben mal. Tanto entremetimiento no es bueno. Cada
quien debe vivir su propia vida.
Y eso que las dos
hermanas que protagonizaban tan amoroso ejemplo de simbiosis no eran en
absoluto parecidas. Es más, nadie habría sido capaz de detectar en ellas el
parentesco, de no conocerlas. La mayor, Herminia, fornida y con evidente
tendencia a la obesidad, era mucho más lucida
que hermosa, pero una verdadera fuerza de la naturaleza: saludable,
charlatana, trabajadora, enérgica y sincera. Alma de su casa y de su negocio,
formaba una buena pareja con su marido, fuerte y simpático, pero mucho más tranquilo
y suave que ella. Aquella pareja bien avenida y cariñosa no había engendrado
hijos. Cuando yo los conocí, frisaban la cuarentena y habían perdido la
esperanza de tener descendencia.
La hermana menor,
Sofía, era unos cinco años más joven que Herminia, con la que apenas compartía
otro rasgo que la nariz respingona de la familia. Elegante, esbelta y muy
bella, guardaba la compostura y la reserva que su hermana con frecuencia daba
de lado. Algo delicada de salud, laboraba con sosiego y eludía en lo posible
los trabajos de notable esfuerzo físico. Con su esposo constituía una extraña
pareja, inevitablemente distanciada por formación y horarios de faena, aunque
–en mi opinión- sólidamente cimentada en la confianza mutua y la atracción
física. Tenían una pareja de hijos, también muy diversos en el carácter, aunque
similares en la buena capacidad intelectual.
Los avatares de
una dolorosa y difícil posguerra civil unieron a las dos hermanas, no solo en
el sentir y el resistir, sino en levantar y sacar adelante un mismo negocio,
como medio de sustento. Por las razones expuestas al principio, me veo obligado
a cambiar el ramo de aquel, aún a riesgo de desenfocar la situación y hacerla
menos agobiante. Es igual, convirtámoslo en una tienda de comestibles de las
ahora llamadas de barrio, lo que, ya
de por sí, da la idea de dedicación constante y de escasa consideración social,
cualidades que yo querría vincular al comercio emprendido en común por
Herminia, Sofía y sus maridos respectivos, para hacer así más comprensible lo
sucedido.
He aquí el
escenario que yo conocí, digno de las Escenas
de la vida en provincias de Balzac. Aquella tienda en una calleja del
centro de la ciudad, destartalada y fría, con su laberinto de almacenes en la
trastienda; el indefinible olor de
ultramarinos; los clientes, variopintos y locuaces, con predominio de la
compra al fiado y las cantidades mínimas. Con todo, Serafín –el esposo de
Sofía-, buen conocedor del paño, laborioso y ordenado donde los haya, gobernaba
aquel complejo mundo de sacos, cajones y latas con mano de ángel, en tanto
Herminia fungía de rostro amable del establecimiento, locuaz, dominante,
infalible. Sus respectivos cónyuges bastante hacían con cubrir ausencias,
atender a representantes y, si acaso, realizar aquellas interminables gestiones
y pagos en el Ayuntamiento y la delegación de Hacienda. Y así, lo que desde
fuera podría parecer un pandemonio, funcionaba en realidad como un mecanismo de
relojería, que dejaba buenas ganancias.
Un engranaje
esencial de ese mecanismo era el amor y la dedicación que Herminia profesaba
por los hijos de Sofía, como si fuera su segunda madre. Por un lado, asumiendo
una carga adicional de trabajo, permitía a la madre biológica dedicar a sus retoños
una atención, que de otro modo hubiera sido imposible. Por otro, los trataba como
si fuesen hijos propios, llegando con ellos hasta el despilfarro y la
abnegación. Yo diría que, en estos aspectos, el niño era ampliamente preferido a
su hermana pero, a fin de cuentas, suele aceptarse que las mujeres antepongan a
las criaturas del sexo opuesto.
Aquella completa e
íntima vinculación entre ambas hermanas parecía haber llegado a asfixiar sus
respectivos matrimonios. Era habitual verlas juntas los fines de semana y,
cuantas veces mis padres coincidían con ellas por la calle o en el cine, iban solas
o con los niños. Era entonces cuando mi padre, que pocas veces salía sin mi
madre, movía la cabeza y reflexionaba:
-
No
es normal tanta asiduidad, tal prescindencia de los maridos. ¡Y esa dedicación
de Herminia a los hijos de su hermana! Esto no va a acabar bien. Ya se sabe: todo,
con medida.
En efecto, no acabó bien. El primer paso en la mala
dirección fue la muerte repentina del marido de Herminia, todavía joven, lo
que, lejos de echar más aún a esta en brazos de su hermana y sobrinos, pareció
alterarla mentalmente y romper su equilibrio vital. Yo no soy psicólogo, ni
conocí profundamente el alma de la viuda, ni la intimidad de su relación con el
difunto. No tengo, por tanto, explicación plausible para un hecho evidente:
Herminia pareció distanciarse de su familia y asumir un cierto rol de viuda alegre, como sintiéndose sola y
presta para pasar incontinente a segundas nupcias. Como es natural, reacción
tan explosiva no fue bien vista por sus próximos, que veían en ella, no solo un
injustificado alejamiento, sino el riesgo de un himeneo con persona interesada
o inconveniente. El ominoso presagio no tardó en hacerse realidad, en opinión
de Sofía, dado que el caballero elegido era bastante añoso y con cuatro
talludos retoños a su alrededor, fruto de un anterior matrimonio. Ya se sabe:
cuando alguien no traga con una decisión ajena, siempre encuentra peros que
poner a su ejecución.
Yo –ignorante de
mí- entendía la debacle fraternal que vino después, como fruto de aquella boda
tan mal recibida. Me faltaba un importante dato de hecho, acaecido poco antes
de ella; un acaecimiento que, décadas después, me refirió una amiga común y que
abrió una nueva y un tanto novelesca perspectiva: la intromisión en el curso de
los sucesos de un amigo de la familia.
2. Historia de una frivolidad
-
¡Qué
desastradamente terminaron las dos hermanas!, ¿verdad, Merce?
-
Y
que lo digas. Con decirte que Sofía no fue al entierro de Herminia, pretextando
un fuerte catarro…
-
Ya
se sabe, su segundo matrimonio rompió la unidad de la familia; y luego, los
líos del testamento y la herencia…
Mi longeva amiga
me miró de hito en hito, como si escrutara el archivo de mi memoria. Cerciorada
intuitivamente de mi ignorancia, agregó:
-
No,
las cosas ya estaban mal desde mucho antes. No sé si debería contarte…
-
Como
quieras, pero ya conoces que soy muy discreto (como están viendo ustedes).
-
Bien,
vamos allá. Debió de suceder por el tiempo que Herminia pasó entre un
matrimonio y otro, es decir, cuando estaba viuda. Salieron de compras las dos
hermanas y se encontraron con…, bueno, con un amigo de la familia. El caballero
las cumplimentó muy obsequioso y, usando de la mayor cortesía, se brindó a
acompañar a Herminia hasta su casa, a fin de llevarle los paquetes, más
voluminosos que los de Sofía. Ya para entonces, ambas vivían en casas
diferentes…
-
Cierto,
que durante un tiempo vivieron pared por medio. Luego Herminia se fue a la
calle San Juan y dejó la anterior vivienda para su sobrino del alma.
-
Bien,
a lo que iba. Llegados al portal, el amigo insistió en subir la carga al piso,
a pesar de la facilidad del ascensor. Y, una vez allí, pues… se propasó.
Me quedé mirándola
asombrado, como esperando ulteriores detalles o aclaraciones. Sin embargo, no
obtuve otra cosa que: la abrazó… la tocó
por todo el cuerpo… Merce difícilmente me ampliaría la información. Así que
le dejé continuar:
-
Finalmente,
logró echarlo con cajas destempladas y cerrar la puerta. Como comprenderás,
pasado el sofocón inicial, lo primero que hizo fue coger el teléfono y contarle
a su hermana lo sucedido. Y allí fue ella.
Conociendo a las
dos hermanas, no necesitó mi informadora entrar en más detalles conmigo.
Perfectamente imaginé la sorpresa de Sofía, hasta términos de incredulidad. El amigo de la familia parecía tener la
vitola de respetabilidad que a su hermana le faltaba desde su reciente viudez.
Vaya usted a saber si, incluso, no comprendió la explosividad del hombre, ante
la etapa, un tanto desatada y provocativa, por la que estaba pasando Herminia.
En fin, el sentido práctico y prudente de una hermana vino a chocar con la
indignación y apasionamiento de la presunta víctima, que juzgaba intolerable
lujuria, lo que la otra veía como simple frivolidad. Mi imaginación llegaba
hasta pergeñar algunas hipotéticas frases de aquel diálogo:
-
Mujer,
de tanto hablar de soledad, y habiéndolo invitado a entrar, no sé, tendría un
pronto o se imaginaría vete a saber qué…
-
Sofía,
que no te estoy hablando de una caricia o un beso cariñoso; que el tío me
manoseó por salvas sean las partes.
-
¿Estás
segura de acordarte bien? En momentos así una no sabe…
-
Pero
bueno, ¿Vas a poner en duda lo que te estoy diciendo? Pues, si eso es lo que
puedo esperar de alguien de mi sangre, te puedes ir a la mierda.
En fin, a buen
entendedor, con pocas palabras basta. Algo importante, sin embargo, me quedaba
oscuro, dado que el amigo de la familia permanecía
anónimo y yo no tenía ni idea de quién podría ser. Inquirí:
-
¿Quién
fue el abusador? Tal vez lo conocí por aquella época.
-
No
lo sé –mintió m iinterlocutora con cierta torpeza-. Lo que sí me confesó
Herminia es que, cuando falleció bastantes años después, Sofía y su marido
fueron a su entierro.
-
Y
seguro que mantendrían la relación con la viuda y los hijos, aventuré para
tirar de la lengua a Merce.
-
Eso
lo ignoro. Como te he dicho, nunca llegué a saber quién era. Herminia, para ni
siquiera mencionar su nombre, lo llamaba el
Salvaje.
-
Así
que El amigo Salvaje –bromeé-. Buen
título para una novela antitética de la de Galdós.
-
No
tan opuesta –replicó mi ilustrada amiga-. También este se quedó sin conseguir
sus pretensiones[1].
[1] Obvias alusiones al título
y argumento de la novela de Benito Pérez Galdós, El amigo Manso (1882).