Cuentas pendientes
Por Federico Bello Landrove
Uno de los temas recurrentes en mis relatos es el del desfase entre
intenciones y resultados de los actos, en especial, cuando estos interfieren
directamente en las vidas ajenas. En este caso, pretendo enriquecer ese leit motiv con un matiz nada
desdeñable: las intenciones que
concurren en un mismo proceso causal pueden ser muy diversas y originar
unas consecuencias totalmente imprevisibles para quien lo puso en marcha.
1. La
casamentera
Considero injusto que el narrador me presente bajo este remoquete, pues
bien sabe Dios que pude merecerlo en otros casos pero no aquí, en que actué
movida por la intención más pura. Claro está que nada mejor podría haber
deseado para mi sobrina favorita, que el matrimonio con aquel muchacho tan
serio, conocido de la familia. No obstante, había pasado mucho tiempo desde que
tal unión pudo ser posible; mucho tiempo y muchas cosas. Entre ellas, que yo me
había casado, con cerca de cincuenta años, y tal cosa no había caído bien entre
los míos. Ellos decían que el elegido no había sido conveniente, pero yo
afirmo que hubo mucho de celos y de crítica moral hacia la tiísima
solterona, que tomaba de forma inesperada los derroteros de una vida propia e
independiente. De hecho, mi sobrina Alicia –ya entonces en el extranjero- ni
siquiera me felicitó, ni envió un modesto obsequio. En cambio, el muchacho,
César, me mandó una carta muy cariñosa y le faltó tiempo, cuando estuvo en
Castellar aquellas Navidades, de venir a vernos y charlar amistosamente con mi
Antonio. Es la vida...
Volvimos a coincidir en la boda de una amistad común, cinco o seis años
después. Para entonces, él seguía soltero y yo empezaba a distanciarme de mi
marido, que resultó más inclinado por los hijos de su anterior matrimonio y su
Villafranca del alma, que no por su nueva esposa y su circunstancia. No
se lo reprocho pues yo tengo un carácter fuerte y mi ciudad le resultó muy poco
acogedora. El hecho es que fui sola a la boda y –como digo- allí encontré a
César, como esperaba... Pero estoy desbarrando. Les he contado sobre mí y he
olvidado hacerlo acerca de mi sobrina... Bien, retrocedamos un poco.
Desde que mi matrimonio supuso la congelación de las relaciones con mi
familia de sangre, dejé de estar al día de la vida y milagros de Alicia. Hacía
años que sus cortos regresos a la ciudad natal, acompañada de sus pequeños
hijos, no contaban con la presencia de su marido, cosa que me hizo recelar. Yo
soy muy preguntona y mi sobrina, muy suya. Quiere decirse que, incluso
antes de nuestra ruptura, me movía entre suposiciones y conjeturas, que mi
hermano se encargaba en parte de aclarar. En fin, que las cosas entre la pareja
no marchaban bien y que, de no ser por los niños, ella habría reconocido el
fracaso y retornado a España. Pero, mientras estuviese en juego la educación y
guarda de sus hijos, Alicia lucharía y se haría fuerte en su papel de esposa
sin amor. Sus padres la apoyarían en la distancia, tanto en lo moral, como en
lo económico.
Días antes de la boda de marras, tuve la confirmación de que Alicia
llevaba avanzados los trámites de su divorcio, que estaba resultando muy
conflictivo, tanto por la reacción visceral de su marido, como por la tensión
que estaba generando con el hijo mayor, ya un hombrecito. Nada diré de las
secuelas económicas del asunto, pues mi hermano no quiso entrar en detalles,
pero son de suponer, habida cuenta que el esposo, celoso y posesivo hasta el
extremo, había impedido a su mujer homologar su titulación española y ejercer
cualquier clase de trabajo remunerado.
No recuerdo bien si ya lo llevaba premeditado, o si me surgió
espontáneamente. Es ello que, al saludar a César y preguntarme este por la
familia, no pude por menos de decirle:
-
Tengo
algo que contarte de Alicia. No te vayas del convite sin hablar antes conmigo.
Así fue. Resultó que el chico –es una forma de hablar, dada nuestra
diferencia de edad- estaba in albis
de los problemas conyugales de mi sobrina. Manifestó su pesar por ellos,
supongo que sinceramente, y ello me dio pie para soltar lo que llevaba en mente:
-
Ya
sabes que, pese a todos los pesares, Alicia te respeta y tiene en mucha estima.
Le sería de gran ayuda moral que le escribieses, mostrando tu afecto y
solidaridad en este trance. Seguro que, con tu preparación y experiencia
profesional, tienes algún buen consejo que darle.
César prometió cumplir mi deseo, así como también la condición que le
puse:
-
…
Pero, por favor, hazlo como cosa tuya. No le digas siquiera que me has visto.
Ya sabes cómo es: basta que le sugiera algo, para que lo tome como
entremetimiento.
Y, en realidad, eso fue todo. No creo tenga más que contar que venga al
caso. ¿Cómo? ¡Ah, ya caigo! Pues sí, no voy a negarlo. Luego, en casa, di en
pensar sobre cómo reaccionaría Alicia al recibir la carta de César, todavía
soltero él, y ella tan mal casada. Pero no, eso era casi imposible, con tanta
distancia entre ellos y con los hijos de por medio. Habría sido bonito ayudar a
que el tiempo diera marcha atrás, por así decir, y les concediese una nueva
oportunidad. Los dos se lo merecían, aunque más César; no me ciega la pasión de
tía. Mas la cosa era tan difícil, que estoy casi segura de que, al principio,
ni lo imaginé. Solo actué por cariño hacia ambos y en bien de Alicia, para
reconfortarla. De modo que no acepto el epíteto de casamentera que me ha puesto el autor. No estoy de acuerdo, no
señor.
2. El penitente
Cuando tía Teresa me habló de lo de
Alicia, me quedé de piedra. Yo vivía y trabajaba lejos de Castellar y, al
volver allá para visitar a mis padres, lo que menos se me ocurría era preguntar
por aquellas personas a las que quería, pero que me hacían retroceder a un
pasado un tanto traumático. En el fondo, tampoco me extrañó mucho, pues la boda
de mi antiguo amor lo tenía todo para fracasar: un novio vulgar y escasamente
atractivo, que había tenido que sudar tinta durante años para llevarla al
huerto; una chica muy metida con su familia, que se veía obligada a trasladarse
miles de kilómetros, a tierra completamente extraña; serias dificultades para
ejercer su profesión en el extranjero, en un ambiente socio-cultural muy
inferior al de su costumbre... Claro que la moza se tenía bien merecido lo que
le pasara, después de haberme dado calabazas y rechazado con tozudez todas las
advertencias que debió de hacerle su familia. Aunque, por otra lado, me
preguntaba a veces si sería yo buen juez de la situación, cuando era parte
interesada –y escocida- en ella.
El tiempo todo lo cura; así que no vayan
ustedes a creer que me mantenía soltero porque siguiera suspirando por Alicia.
La memoria selectiva iba borrando de mi mente los errores y cobardías
personales, así como los sueños que otrora habíamos trenzado juntos. Quedaban
los buenos recuerdos, la experiencia sentimental–esa que las más de las veces es
desvirtuada por el doble tropiezo en la misma piedra- y, por qué no decirlo,
cierto resquemor que brotaba en las noches de insomnio:
-
¡Pues vaya un galán lucido por el que me reemplazó!
En el pecado llevará la penitencia.
¡Caramba, ya hemos dado con la penitencia!
Lo digo por la manía que le ha entrado al autor –buen amigo mío- de presentarme
en el relato como el penitente. Me pareció una ocurrencia que precisaba
explicación; así que le pregunté:
-
¿A ton de qué, el penitente? Hace siglos que
no me confieso y nunca he pertenecido a ninguna cofradía de las de Semana
Santa.
-
Pero si no hay más que verte, César. Fue contarte
Teresa lo del divorcio y venirte tú abajo, presa de remordimientos, como si
fueses el culpable de todos los males que afligían a su sobrina. Reo por
inadvertencia, por ligereza o simplemente por inmadurez, pero culpable, al fin
y al cabo.
En el fondo, mi amigo tenía razón. Como en
la famosa aria de La calunnia del
Barbero de Sevilla, lo que empezó siendo un vientecillo, una brisita muy
agradable, acabó convertido en un cañonazo que hace el aire tronar . Pero
ese corrosivo sentimiento de culpa ha venido más tarde. Lo que yo sentía cuando
cogí la pluma para escribir a Alicia era un aura caballeresca, un halo de
cariñosa solicitud, que había barrido de un
plumazo –nunca mejor dicho- el enfado y reconcomio anteriores. ¿Y no había
un germen de ternura, un anhelo de retorno, como sospecho que Teresa esperaba
hacer brotar con su sugerencia? No digo que no. Después de todo, yo seguía
soltero, sin explicación o motivo definidos , y
Alicia estaba a punto de quedar jurídicamente libre y escaldada de su torpe decisión. Todo era posible, suponiendo que se
decidiese por regresar a España. La oscuridad de mi alcoba se iluminaba con
aquella visión inmaculada y sobrecogedora, que había sido real años atrás: la
de Alicia, con abrigo blanco, caminando a mi lado por el parque de Castellar,
bajo las ramas desnudas de los árboles, albas de escarcha.
En fin, estábamos en que este penitente, con bastante dolor de
corazón y algunas esperanzas, escribió a su infortunada amiga una carta
extensa, plena de expresiones de afecto y solidaridad, contenida y pudorosa,
sin aclarar la fuente de conocimiento del caso. Ni hice fotocopia, ni recuerdo
ya sus exactos términos. No creo que importen. Eché la carta al correo y esperé
no menos de un mes su contestación, pasando durante la espera, de la
comprensión a la impaciencia y de esta, al enfado. ¡Habráse visto
desagradecimiento semejante! ¡Valiente amiga, que hasta la buena educación
olvida!
En el fondo, toda mi indignación sonaba en
tono menor, pues no podía engañarme sobre la doblez de mis sentimientos. Tal
vez, la perspicacia de mi corresponsal había llegado hasta el fondo de ellos. Finalmente,
su carta llegó y tengo que reconocer que me elevó hasta las nubes, por lo
menos. Su contenido era mucho más que un testimonio de gratitud. Se trataba de
una invitación preñada de posibilidades y promesas. Así que Alicia, no solo me
había calado, sino que compartía mi
afecto. ¿Cómo podía entenderse, si no, que me animase a hacerle una visita en
su país de acogida? Tengo una casa muy
amplia y bien situada, desde la que se ve la playa de arena blanca. Siempre ha
habido sitio en ella para los amigos y más ahora, cuando he logrado expulsar al
ogro que la custodiaba. Todavía me acuerdo de sus palabras, que me
transportaban a las ilustraciones de El gato con botas de mi tierna infancia.
Bien, padre,
el penitente ha concluido su confesión. Ahora, la absolución aguarda.
3. La
pobre mujer
Evidentemente, soy Alicia. No estaba muy
dispuesta a colaborar con esta encuesta, que su promotor creo intenta presentar
como cuento, con tan poco talento como escasa fantasía. Me figuro que, si he acabado
picando, ha sido por afinidad
profesional, y por la satisfacción de ser presentada como la pobre mujer de este relato. Yo
habría preferido la mala mujer, pero
no siempre se consigue todo cuanto una desea.
Así que recibí la misiva de César, como si
se tratase de su resurrección, o el pasado hubiese llamado a mi puerta. No cayó
en mal momento pues, contra lo que mi tía creía saber, los trámites del
divorcio habían concluido y yo disfrutaba –es un decir- de la impagable
sensación de ser libre y haber conseguido mantener la custodia de mis hijos. No
es menos cierto que mi situación económica era muy difícil y que el futuro no aparecía
franco, pues mi esposo no era capaz de asumir nuestra total y definitiva
ruptura, y trataba con cierta eficacia de malquistar a nuestros hijos conmigo.
El control que mi ex marido ejercía sobre mí, a corta distancia, hacía poco
aconsejable que yo invitase a un caballero de mi edad a pasar unos días en
casa; tanto más, cuanto que se trataba de un antiguo novio, al que Iván Aurelio,
mi ex, sucedió lamentablemente en mi predilección.
Dicen que soy lista. En este caso, solo
usé de la lógica para deducir que el bueno de César –tan indolente, como
cándido- había recibido de otra persona el encargo de escribirme. Si no me lo
toman a presunción, acerté incluso con la mandante, mi tía Teresa, que a
metomentodo nadie la gana y que nunca me ha perdonado que dejase a Cesítar con la miel en los labios. Tal
vez, yo tampoco, pero es mi vida y no tengo que dar cuentas a nadie por ello.
En suma, recibí, leí y entendí, incluso lo que se decía entre líneas. Pude
responder dando las gracias y punto. En principio, preferí no contestar,
intuyendo interferencias y segundas intenciones. Y así permaneció la carta en
el secreter una quincena, durmiendo su sueño tropical, hasta que llegase el
momento de archivarla, como es mi costumbre. Pero entonces sucedió algo que me
determinó, no solo a volver de mi silencio, sino a invitar a César a visitarme.
Se lo cuento y, luego, lo explico.
La noticia apareció en El Siglo. Dada mi precaria situación
económica y con respecto a mis hijos, me pareció muy positiva e interesante.
Decía así:
Sentencia ejemplar contra los maridos violentos
Una
magistrada de Colón ha privado de visitas a los hijos y doblado la pensión de
alimentos a un padre divorciado, por hacer la vida imposible a su antigua
familia con su acoso y control agresivo. El pasado octubre, el señor Juan
Anselmo C.V. entró sin permiso en el chalet de su ex esposa en la urbanización Las Brisas
de la capital colonense, y sacó a
puñetazos de él a un amigo de la señora, al tiempo que profería contra uno y
otra insultos relativos a su falta de honestidad. Fuentes jurídicas consultadas
por este diario aseguran que se trata de una resolución pionera, con muchas
posibilidades de ser invocada y seguida por otros juzgados y tribunales de todo
el país.
Cerré los ojos y saqué de mi memoria la
imagen, juvenil y borrosa, de un muchacho cuyas expresiones de cariño se
convirtieron en agua de borrajas, en cuanto surgieron las primeras pruebas o
dificultades para su amor. Dicha efigie extendía sus brazos, cual alas de
mariposa, provocando una dulce brisa que, en rápido crescendo, se transformaba en viento impetuoso, que me arrastraba
de modo irresistible hacia Iván Aurelio, sobrevolando el océano. Mis padres
trataban en vano de retenerme, mientras César daba la espalda a la escena y se
alejaba. Abrí de nuevo los ojos, que
fueron a fijarse directamente en aquella ridícula carta, sepultada en un cajón del
secreter, burda reaparición del galán en escena, con atuendo de caballero
andante, para recoger sin pena los restos de mi naufragio. ¿No se ofrecía a
ayudarme, no hacía protesta de que siempre
se había sentido mi amigo y de que podía
contar con su ayuda y compañía en cuanto necesitase? Pues ese momento había
llegado y no sabía él hasta qué
punto.
Me llevó poco más tiempo pergeñar un plan
sencillo y escribirle una carta, breve y superficial, para no cometer errores.
En resumen, gratitud por su oferta de apoyo, que por ahora no resultaba
necesario, y ofrecimiento de mi casa, para que –como otros íntimos antes que
él- pudiera pasar unos días en estas paradisiacas tierras. Venía a ser un
mordisco al anzuelo que él me había tendido. A él correspondía recoger sedal y
aproximar la barca a su pesca. Y no tardó en hacerlo. Mi carta salió a finales
de enero. A fines del mes siguiente, el pescador en río revuelto aceptó mi
invitación, para la Pascua Florida. La captura se había logrado, pero ¿quién
era el pez y quién el pescador?
Ahora habrán comprendido el porqué de mi
preferencia por el epíteto de mala,
en lugar del de pobre, que me ha
colgado el escritor de esta veraz historia.
4. El
malo de la película
Me he decidido a colaborar en este empeño,
porque preferí conocerlo a despreciarlo. Mi precio ha sido protegerme de la
imagen de malvado que, a no dudar, transmitirán el resto de los intervinientes,
mediante esa introducción: el malo de la
película. Con ella, pretendo dar a entender que en el reparto de papeles me
ha tocado lidiar con el más feo, no porque lo merezca, sino porque estoy en
absoluta minoría. Dicho esto, nada mejor que contarles mi parte de la historia
y ustedes juzgarán quiénes son los buenos y los malos.
Fue mi hijo mayor, Arturo, quien me dio la
noticia en la visita de fin de semana. Desde el principio sospeche que hubiese
gato encerrado, pues no me lo contó como un secreto, o la revelación de algo
pretendidamente oculto, sino como lo más natural:
-
Dice mamá que, para Pascuas, va a venir a casa para
verla un amigo suyo de España. César, creo que se llama. Es abogado.
De sobra conocía yo a aquel tipo y, por
ello no me extrañó que reapareciese ahora, como los buitres al cadáver. Lo
extraño es que Alicia no me lo ocultara; que se lo hubiese contado a los chicos
con antelación y como lo más natural del mundo. Me vino a la mente la imagen
del tal César, cuando lo conocí yo de mucho más joven, delgaducho, atildado y
con hechuras de no haber roto un plato. ¡Anda, que no me reí yo cuando, contra
todo y contra todos, le birlé la chica y la hice mía! Pero ahora surgía de las
sombras del pasado para ajustarme las cuentas pendientes, para
ganar la última baza y llevarse la apuesta. Se me engarfiaron los dedos y
nublóseme la vista. ¡Eso no podía, no debía pasarme! Le había ganado antaño y
no iba a ser de otro modo ahora, cuando era yo quien estaba en posición de
fuerza, en mi país y con los derechos que me daba el ser el marido de Alicia,
con divorcio o sin divorcio.
Afortunadamente, la práctica médica me ha
hecho más reflexivo que en la juventud. Pensarse dos veces el diagnóstico y la
prescripción ha sido la clave de mi éxito profesional, aunque algunos me hayan
tachado de lento o de timorato. ¿Qué pretendería mi mujer atrayendo a aquel
galán tronado hasta esta parte del mundo? ¿Y por qué, lejos de ocultarlo, me lo
pasaba por las narices, por medio de mi hijo mayor, tan unido a mí por carácter
y afición? Decidí armarme de paciencia y fui a consultar a mi abogado.
-
Ni se te ocurra oponerte ni, menos aún, liarla –me aconsejó-. Te guste o no, el divorcio ya es firme y la
Judicatura panameña va cada vez más a favor de las mujeres. Podemos estar a la
expectativa y, si tenemos pruebas de intimidad entre tu ex esposa y su
visitante, alegarlo en contra de ella y tratar de quitarle la custodia de los
hijos, por conducta inmoral en su presencia.
Me pareció una astuta vuelta de tuerca a
las intenciones de Alicia, pero no me gustó la propuesta. No me iba la postura
de cornudo, sin otra reacción que buscar testigos o fotógrafos de la
infidelidad. Por otra parte, aunque deseaba perjudicarla en donde más le
doliera, no acababa de ver claro lo de hacerme cargo de mis hijos, perdiendo yo
la libertad que con ello le otorgaba a mi esposa. No me cabía duda de que ella
la aprovecharía para regresar a España y rehacer
allí su vida, mientras yo tenía destruida la mía, sin culpa ninguna por mi
parte.
Estuve pensando la manera de vengarme de
ellos, de modo que alejase al moscón,
sin consecuencias graves para mí. Algo así como un escarmiento, que me dejase
en buen lugar y a mi esposa no le supusiera ventaja alguna. La cosa no era
fácil, aunque contaba con el apoyo de mi hijo para lograrla. Se lo presenté
como un juego:
-
Arturo, tú no querrás que mamá se vaya de Panamá y
os lleve con ella a España.
-
Ni hablar, papá. Yo estoy muy a gusto aquí, contigo
y con mis amigos.
-
Pues hay que controlar bien lo que pretende esa
amistad que viene a verla. Infórmame cuando llegue y de lo que hagan. Usa el
teléfono o escápate en un momento a mi consulta. El caso es que no te descubran
espiando.
-
Descuida. Tendré mucho cuidado, por la cuenta que me
trae.
Así que nada de errores, ni de cuestiones
de suerte. Todo estaba bien preparado y controlado. Yo no soy un malvado, ni un
loco. Todo lo más, el malo de la película.
5. La
ley y el orden
Un poco excesiva mi presentación, sin
duda. Simplemente, soy una vecina de Alicia, buena amiga de ella desde hace
bastantes años y su persona de confianza, cuando las cosas se le torcieron.
¡Ah!, ejerzo la profesión de magistrada en el Tribunal Superior del Distrito de
Colón. Seguramente, fue esto último lo que movió a mi vecina y amiga a hacerme
una petición, llamativa y reservada:
-
Carolina, tengo la fundada sospecha de que mi marido
pueda estar preparando una de las suyas.
-
¿Otra bronca? ¿Y por qué lo supones?
-
Pues porque voy a recibir en casa a un buen amigo de
mi familia en España, que viene por acá en viaje turístico. Estoy segura de que
los chicos se han ido de la lengua y se lo han contado a Iván. Así que, si tú
pudieras hacer algo preventivamente…
-
Chica, no se me ocurre… En fin, hablaré con el
comisario Maldonado, que es amigo, y que ponga alguna vigilancia mientras esté
por aquí el español.
-
Me da mucha vergüenza, Carol. Ya sabes que están a punto de contratarme como profesora en
la Universidad Católica y sigo siendo extranjera. Cualquier rumor de escándalo
y…
-
Está bien. Me encargaré yo. Estate en guardia y, en
cuanto lo veas por los alrededores, me avisas.
-
Gracias. Supongo que con eso bastará.
Llegó el
español y Alicia me invitó en seguida a tomar café, para conocerlo. Mi
sexto sentido me advirtió al punto de que aquel amigo lo era muy especial, si
no algo más. Se le notaba eufórico, hablaba con una confianza inusitada y,
sobre todo, miraba a mi vecina con unos ojos… Resultó que era abogado, con lo
que teníamos un punto en común para conversar ampliamente. No obstante ello y
lo agradable que me resultaba, no tardé en dejarlos solos, por aquello de que el undécimo mandamiento es no estorbar. Alicia
me acompañó hasta la puerta y le dije:
-
Un tipo muy simpático, este César. Alguien como él
te va a hacer falta, cuando los chicos se hagan un poco más mayores.
Alicia enrojeció hasta la raíz del pelo.
Solo respondió:
-
Recuerda lo que te pedí. En cualquier momento puede
enterarse Iván y…
-
Tranquila, mujer. Estaré al acecho; así que tampoco
hagáis vosotros nada inconveniente, que os vigilo.
Nos echamos a reír y me retiré. Al llegar
a casa, llamé a Maldonado:
-
Comisario, he recibido una llamada telefónica
amenazadora. Me gustaría que estuviera sobre aviso.
-
A su entera disposición, magistrada Cienfuegos, a
cualquier hora del día o de la noche. Tome nota de mi teléfono privado.
***
Cuatro días más tarde, a eso de la
medianoche, me sobresaltó un ruido como de disparos. Tres detonaciones, que
procedían de la casa de Alicia. Ni siquiera me tomé el tiempo de avisar a
Cienfuegos. Eché mano a la FMK, que
guardaba cargada en el gavetero de mi dormitorio, y salí corriendo hacia la
celosía que separaba nuestras dos propiedades, la que salté con ayuda de la
escalera dispuesta al efecto. En el salón de la casa vecina, encontré de pie,
con una pistola en la mano, muerto de risa, a Iván Aurelio. En un sofá,
sentados frente a él, silenciosos y lívidos, muy juntos, Alicia y César tendían
las manos hacia su antagonista, como tapando su visión o tratando de parar las
balas. En un segundo plano, Arturo repetía incesantemente papá, no; papá, no. El pequeño, Daniel, aparecía en aquel momento
por las escaleras de acceso al piso superior. Al fondo, una televisión
encendida ofrecía el mapa meteorológico de Panamá.
Me costó muy poco tiempo y esfuerzo
desarmar a Iván, que seguía riendo a mandíbula batiente, y telefonear a
Maldonado, una vez constaté que no había nadie herido. El comisario apenas
tardó un cuarto de hora en presentarse en la urbanización pero, para entonces,
las cosas habían cambiado radicalmente de cariz.
En efecto, entre carcajada y carcajada, el
presunto homicida me hizo saber que la munición empleada por él había sido de
fogueo, con el simple objetivo de asustar a los
tortolitos –así los definió- o, por mejor decir, embromar a su viejo amigo de España. Miré hacia César y lo vi ya en
pie, atónito por lo que oía. Con un gesto de mi mano armada, hice sentar a
Iván, mientras intentaba comprobar la inexistencia de impactos de bala en el
sofá y en la pared del fondo. Alicia, repuesta, dio todas las luces y me ayudó
en la pesquisa. Nada; solo los casquillos sobre la alfombra.
Por razones tan obvias, que ahorraré
explicitarlas, al llegar Maldonado, hicimos el ridículo; yo, la primera. Todo
había sido un malentendido, una broma entre viejos amigos, acompañada de la
ruidosa apertura de una botella de champán. No estando avisada, yo había
actuado con miedo y atolondramiento. El señor era un abogado de prestigio y la
dueña de la casa, una profesora de universidad. Lo mejor era olvidar lo
sucedido y acompañar a los viejos amigos
en la grata tarea de agotar la botella de espumoso.
Maldonado, aunque un poco desconfiado,
convino en el pacto de silencio, pero declinó la invitación, dejándonos solos a
los cinco. Me revestí entonces de la autoridad que antes había dejado por los
suelos. Mandé a los chicos a la cama y me enfrenté a los mayores, con cara de
perro:
-
Iván, entrégame en depósito tu pistola, sal
inmediatamente de esta casa y no vuelvas a poner los pies en ella, o por mi
madre que te hago detener por conducta impropia y allanamiento de morada.
El interpelado hizo cuanto le ordené,
aunque salió rezongando no sé qué sobre el profesorado de su esposa y la buena
suerte que esta tenía de contar con una magistrada a su favor. Hice oídos
sordos y me dirigí, también seriamente, a la sorprendida pareja:
-
Y, en cuanto a ustedes, si Alicia sigue deseando mi
consejo y mi ayuda, se despedirán mañana y César saldrá para Ciudad de Panamá,
que es aún más digna de conocer que esta ciudad de Colón.
Alicia trató de disculparse:
-
Carolina, no creerás también tú que andábamos
enredados. Simplemente estábamos charlando y viendo la televisión.
-
La verdad –respondí-, me importan un bledo vuestras
relaciones. Lo único que quiero es retirarme tranquilamente a descansar, que
mañana tenemos en el tribunal un asunto de
narices.
Así pues, aunque de modo un poco tardío y
peculiar, la ley y el orden quedaron
restablecidos en aquel pequeño chalet de la urbanización Espíritu Santo,
gracias a una magistrada que, aunque se apellide Cienfuegos, no necesitó
hacer ninguno aquella noche para imponerse.
6. El
final de esta encuesta
Aunque mi insistencia fue premiada con la
autorización de cinco de los implicados para que publicase este curioso suceso,
la venia no fue sin condiciones. Además de las usuales, de alterar nombres, trabajos
y localizaciones, hube de someterme a la exigencia de no revelar el motivo que
explicaba mi conocimiento de lo acaecido. Ya comprenderán ustedes que algo
tendrá ello que ver con el secreto profesional.
A cambio de tantas limitaciones, obtuve el
permiso de recoger como final del relato el destino o situación de sus
personajes, una vez volvieron a la normalidad sus vidas respectivas. Tal vez,
se lleven alguna sorpresa con este epílogo:
·
Tía Teresa enviudó
poco después y falleció el año pasado, en situación de ruptura total con su
familia de sangre. Fue César quien, por encargo de la finada, dispuso lo
relativo al sepelio y ejerció como albacea de su herencia.
·
Alicia sacó
adelante a sus hijos y superó su traumático divorcio. Actualmente ejerce como
catedrática de la Universidad de Panamá (Centro Regional de Colón) y ha
alcanzado notable predicamento como escritora. No ha vuelto a casarse.
·
Iván
Aurelio trasladó su consulta a Ciudad de Panamá, donde ejerce la medicina
hospitalaria. Contrajo nuevas nupcias hace siete años y es padre de una
parejita, fruto de este segundo matrimonio.
·
Carolina y César contrajeron matrimonio, va para
cinco años, al retirarse ella del servicio activo en la Magistratura panameña.
Actualmente viven en Bilbao, donde él funge de abogado con notable éxito.