jueves, 4 de diciembre de 2025

LA GUERRA MUNDIAL LLEGA A FERNANDO POO

 

 

La guerra mundial llega a Fernando Poo

Por Federico Bello Landrove

 

     Este relato tiene como base real una no muy conocida operación de comandos británicos llevada a cabo a comienzos de 1942 en la isla de Fernando Poo, entonces colonia española. Sobre esa base cierta, se construye una leve superestructura imaginaria que, aunque no desvirtúa lo realmente sucedido, le da el barniz de fantasía que permite poner el nombre de un escritor al pie del relato. No creo que resulte difícil a los lectores deslindar lo verídico de lo inventado, pero les ayudaré en ello con las notas al texto.

Imagen en blanco y negro de un barco en el agua

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El Duchessa D’Aosta en su primera época

 

1.      Una duquesa italiana retenida en el trópico

 

     Dicen que el arrogante Mussolini llegó tarde a su cita bélica con Hitler porque, pese a su bizarría, era consciente de que su ejército no estaba suficientemente preparado. Otros, más maliciosos, suponen que el Duce esperó a que su aliado nazi tuviera la guerra aparentemente ganada. Lo cierto es que el Führer se echó al monte en septiembre de 1939, en tanto que su colega italiano no se subió al tren bélico hasta el mes de junio del año siguiente. Semejante espera no fue del todo bien aprovechada por los italianos. Por ejemplo, a la declaración de guerra de Mussolini a los franco-británicos, siguió el que Italia perdiera de golpe un tercio de su marina mercante, que quedó internada en puertos aliados o neutrales -cuando no destruida-, ya que nadie avisó a los buques mercantes italianos de la entrada en guerra que se planeaba[1]​. Uno de ellos fue la duquesa aludida en el rótulo de este capítulo, y el puerto al que tuvo que acogerse, el de Santa Isabel de Fernando Poo[2], a la sazón bajo la soberanía colonial de España.

     El buque que, sorprendido por la declaración de guerra de Italia, hubo de acogerse a la amistosa hospitalidad de la neutral España, llevaba por nombre Duchessa D’Aosta. Era un navío mixto, de carga y pasaje, propiedad de la naviera Lloyd Triestino, botado en 1921. Tenía ciento setenta y un metros de eslora y desplazaba 7.872 toneladas. Su tripulación -que nadie hasta ahora parece haber contado con precisión- oscilaría entre los cien y los ciento veinte efectivos, que era lo habitual entonces para barcos de sus características. En el momento de acogerse al muelle neutral de Santa Isabel, hacia mediados de junio de 1940[3], no consta que llevase pasajeros a bordo, pero sí una abundante y valiosa carga (lana y pieles, copra, cobre, etc.), cuyo valor fue calculado por los informadores británicos en unas 250.000 libras esterlinas[4]. La Duchessa no estaría sola en el puerto fernandino. La acompañaban dos modestas embarcaciones alemanas, la lancha Bikomba, de 36 metros de eslora y 199 toneladas de arqueo, y la barcaza Bibundi, de 30 metros y 100 toneladas. Se trataba de embarcaciones de cabotaje, dedicadas al comercio de productos agrícolas tropicales, en las que habían embarcado precipitadamente cincuenta y ocho súbditos alemanes que trabajaban en el Camerún inglés al estallar la guerra[5]. Para cuando la Duchessa recaló en Santa Isabel, las citadas embarcaciones germanas llevaban nueve meses retenidas, pero una pieza mayor que enarbolaba la bandera de la cruz gamada había volado. Como su hazaña fue objeto de envidia y anhelos de emulación por los italianos, bueno será que diga algo a su respecto.

     El barco alemán de respetables dimensiones llevaba por nombre Pionier; estaba dedicado al tráfico comercial africano por la naviera Woermann-Linie y desplazaba 3.285 toneladas. Pese a lo arriesgado de la empresa, aquel buque -calificado un tanto despectivamente de bananero- optó por abandonar sigilosamente el puerto de Santa Isabel en noviembre de 1939 y emprender una larguísima singladura de no menos de 4.600 millas náuticas[6], sorteando la abundante y muy eficaz flota británica, cosa que consiguió, llegando felizmente a Hamburgo tras una travesía de cuarenta y dos días.

      Pero olvidemos las glorias teutónicas y reconozcamos que la Duchessa y su tripulación no parecían estar para tan descomunales hazañas. Lo cierto es que se hallaba ya muy entrado el año 1941 y el barco seguía amarrado al muelle de Santa Isabel, sin razonables expectativas de liberación. Si acaso, algunos tripulantes, debidamente autorizados por las autoridades con causa justificada, habían podido abandonar Fernando Poo a título individual, en alguno de los pocos barcos de la empresa española Transmediterránea que hacían la travesía de la Península a la Guinea Española, con escala en las Canarias. Los demás languidecían, suponiendo que ya nadie, fuera de sus familiares, se acordaba de ellos. Mas, para bien o para mal, las cosas no eran así y los retenidos se equivocaban. Mucha gente, y gente importante, los tenía bien presentes y, no tardando, tendrían debida constancia de ello. Quizá los primeros avisos les llegaron a través de la radio del buque que, contra lo que debían haber hecho los neutrales españoles, no había sido, ni retirada ni precintada. Lo peor es que los ingleses lo sabían  y no era poca la inquietud que tal benevolencia les despertaba.

***

     Decía que, contra lo que opinaban los desmoralizados tripulantes del Duchessa, había bastantes personas importantes trabajando o intrigando por su liberación y la recuperación del buque. Por razones de alcurnia, es obligado referirse en primer lugar a la mismísima Duquesa de Aosta, Doña Elena de Orleans, persona respetada y de gran corazón, que había sido la madrina de botadura, razón por la cual el buque llevaba su nombre[7]. Sus gestiones habían impulsado al rey Víctor Manuel[8] a sugerir a su gobierno alguna acción o esfuerzo en pro del inmovilizado Duchessa. Mussolini, solícito, conectó de inmediato con el embajador en Madrid, Francesco Lequio[9], a fin de encargarle la ardua tarea de convencer al gobierno español de que facilitase en todo lo posible la fuga exitosa del Duchessa de su dorado encierro en Santa Isabel. La comisión era con plenos poderes, y tampoco es que el Duce fuese muy explícito. Había escrito por valija diplomática al embajador:

     No le doy otra orden que la de que, cualquiera que sea el procedimiento empleado, este ofrezca al buque y a su tripulación una razonable probabilidad de escapar a los ataques de las marinas aliadas. No quiero que, por salvar el honor de la Patria, acaben con certeza cien marinos italianos con su navío en el fondo del océano.

     En resumen, en las manos del embajador quedaba la decisión sobre la viabilidad del medio empleado para burlar al poderoso enemigo. Cualquier otro, en su caso, habría hecho como que hacía, pero Lequio no. Por muy fascista que fuese, también era un diplomático capacitado y un aristócrata con honor. Gracias a ello, la historia siguió su proceloso curso -y nosotros podemos seguir con nuestro relato-. De si este concluyó en gloriosa epopeya o en tragedia lastimosa tendrán cumplida cuenta los lectores que tengan suficiente paciencia como para llegar hasta el final.

     Aunque solo fuese por razones protocolarias, el embajador empezó por pedir audiencia al ministro de Asuntos Exteriores español, Ramón Serrano Suñer, el cuñadísimo de Franco. Pero, además de por formalidad, Lequio acudió a Serrano con la secreta esperanza de que le favoreciese la inquina que el ministro sentía hacia Inglaterra, la pérfida Albión. Y, para alimentar dicha antipatía, el embajador le llevaba una noticia que los servicios secretos fascistas habían escuchado recientemente de sus colegas nazis:

-          Señor ministro -le confió Lequio-, tenemos información fidedigna de que los ingleses están tramando una posible invasión de las islas Canarias, en cuanto lleguen al convencimiento de que nuestros amigos alemanes pretenden tomar Gibraltar por tierra.

     Serrano, que no tenía en mucho a los fascistas, le contestó con displicencia:

-          Ya he tenido hace algún tiempo informes de lo que me advierte Su Excelencia, a través de los alemanes. De hecho, el Caudillo ha tomado precauciones e iniciado la fortificación de las islas más expuestas[10]. De modo que le agradezco el aviso, pero ha llegado tarde… ¿Hay algún otro asunto del que quiera tratar?

     Lequio quedó bastante cortado, mas no era cosa de omitir el tema que lo había llevado hasta el palacio de Santa Cruz. Reanudó pues la conversación, dando un nuevo rodeo para llegar a lo que le interesaba:

-          Cuando el Duce se enteró de lo que los ingleses proyectaban en Canarias, montó en cólera por el desprecio que suponía para la integridad y soberanía de ustedes. Dijo literalmente: “Esos engreídos brits[11] se creen con el derecho de humillar a nuestros amigos españoles, por el hecho de tener una fuerte marina. Se merecen un buen escarmiento o, mejor aún, una burla que los deje en ridículo ante el mundo”.

     El ministro, sonriendo irónicamente, completó la frase a su modo:

-          … Y, claro está, el Duce ya tiene el plan y los medios para tomar el pelo a Inglaterra de esa manera clamorosa.

     El embajador se dijo para sus adentros que había cazado al escurridizo y orgulloso cuñadísimo:

-          Por supuesto que tiene el plan -replicó con suficiencia-, si bien los medios tendremos que ponerlos, como si dijéramos, alalimón, ustedes y nosotros.

     Serrano miró fijamente a su interlocutor mientras acariciaba su bigotillo. El gesto de Lequio, con su dejo de picardía, le hizo repantingarse en el sillón y pronunciar una sola palabra:

-          Explíquese.

     De forma muy seductora, aunque tan breve como imponía lo poco estudiado que aún tenía el proyecto, Lequio resumió:

-          Como sin duda conocerá Su Excelencia, desde hace año y medio un valioso barco mercante italiano, con toda su tripulación y cargamento, se halla internado en el puerto de Santa Isabel de Fernando Poo. Los ingleses lo saben, por supuesto, y no les hace ninguna gracia que nuestro Duchessa D’Aosta pueda ayudar de algún modo a los submarinos alemanes e italianos que patrullan por aquellas aguas africanas. Sería un golpe durísimo para la marina británica el que Duchessa escapase, Atlántico arriba, ante las narices de sus patrulleras. Claro que habría que pergeñar algún subterfugio evasivo y ahí es donde necesitamos una cierta colaboración de su gobierno, señor ministro.

-          ¿Cómo cuál?, inquirió Serrano ásperamente. Ya conoce Su Excelencia que nuestra posición oficial de no beligerancia[12] no nos permite ciertos… excesos.

-          Lo comprendo, señor ministro. Se trataría, tan solo, de que nuestro barco saliera en secreto de puerto, con combustible suficiente y bien avituallado, con ciertas modificaciones superficiales que le permitiesen generar confusión sobre su identidad. Como ve, nada que pueda comprometerles a ustedes, si se actúa con rapidez y sigilo.

     Serrano, sorprendido por la propuesta, se quedó por unos momentos silente, no sabiendo qué contestar. Pero era un hombre listo y pronto halló el modo de quitarse de encima la carga de la decisión acerca de lo sugerido:

-          Si nuestra colaboración no tiene que llegar más allá de lo que apunta Su Excelencia, mi ministerio no presentaría objeciones. Ahora bien, desarrollar el proyecto implica contar con la planificación y el apoyo de las autoridades de la marina. ¿Conoce Su Excelencia al ministro del ramo, almirante Moreno[13]? Es una persona muy experimentada y que, si me permite decirlo, cuenta con la plena confianza del Generalísimo. Yo puedo anticiparle su proyecto y, cuando lo tenga perfectamente detallado, puede Su Excelencia presentárselo al almirante.

     Lequio se mordió los labios. En dos palabras Serrano le había dado a entender que él no quería comprometerse en el asunto y que, por otra parte, entendía que el plan estaba todavía en mantillas. Aquí se dio por terminada la entrevista y, escalinata abajo, el embajador tomó ya una resolución nacida, no tanto del interés de Mussolini por aquella evasión insensata, cuanto de su amor propio de embajador de prosapia:

-          Si ese cocchetto[14] se ha creído que voy a tirar la toalla, es que no conoce al hijo de mi madre.

***

     El ministro de Marina, Don Salvador Moreno, era un hombre práctico. De una parte, no le hacía ascos a una colaboración activa de España con Alemania, cuando esta supusiera ventajas prácticas -como la de construir algunos submarinos-; de otra, era un acérrimo defensor de la neutralidad o, dicho de otro modo, de no entrar de ninguna manera en la guerra. Así lo había sostenido desde 1939 y no le había convencido de lo contrario la buena marcha de la contienda hasta entonces para las potencias fascistas. Quiere decirse que, cuando su colega Serrano le habló de las ideas de Lequio, le replicó de forma desabrida:

-          Conque burlarse de Inglaterra, ¿eh? ¿No será, más bien, a nosotros a quienes quiere tomarnos el pelo?

     El ministro de Exteriores, molesto con la parte que del sofión le correspondía, replicó con una media verdad, que fue suficiente para poner firmes al almirante:

-          Pues al Caudillo no le ha parecido de entrada una mala idea. Yo que usted, no la descartaría sin analizarla.

     Moreno gruñó, tragó saliva y respondió huraño:

-          Siendo así, que venga el embajador a verme cuando quiera.

     La visita apenas se demoró unas fechas. Mal que bien, Lequio había rellenado el mayor hueco del plan de una manera que le pareció factible. Se lo explicó así al ministro de Marina:

-          Además de lo que adelanté al ministro Serrano, se nos ha ocurrido que el Duchessa podría modificar superficialmente su estructura; cambiar el color de su pintura para igualarse con la de los barcos que hacen la travesía regular entre la Península y Guinea, así como pintar en los costados la bandera española, como la propia de un Estado neutral. ¡Ah!, además, alguna naviera española importante tendría que registrar el buque con un nuevo nombre, como adquirido de segunda mano en algún país complaciente. Nosotros nos encargaríamos de conseguir la documentación necesaria para legalizar luego la transferencia. Daríamos al Duchessa algún nombre español de postín… Se me había ocurrido el de Castillo de la Mota, por aquello de que logró escapar de él el famoso hispano-italiano César Borgia, en 1506.

     El ministro estaba llegando a la conclusión de que lo único claro en aquel proyecto era el futuro nombre del barco y lo bien traído de su razón de ser. Todo lo demás, era impreparado, peligroso y descabellado. Pero ¡claro!, el Generalísimo había mostrado interés, al parecer, y ¿quién era él para despedir al embajador con cajas destempladas? Tratando de conseguir una cierta complicidad de Lequio, intentó de llevarlo a razones, de manera un tanto ladina:

-          Señor embajador, no se preocupe Vuecencia del desprecio que los británicos parecen profesar hacia nuestra soberanía en Canarias, que ya nos encargaremos de darles un buen escarmiento, si se atreven a aparecer por allá. Y, en cuanto a su Duchessa D’Aosta, mejor que pase en Fernando Poo toda la guerra que arriesgarse a que acabe en el fondo del mar con su tripulación.

     Lequio saltó, ante estas últimas palabras, como si hubiera recibido una bofetada:

-          Señor ministro -replicó tajante-, denos la modesta ayuda que le pido y le aseguró que repetiremos la hazaña del Pionier hace un par de años. Los italianos somos capaces de conseguir lo mismo que los alemanes y con menos medios, pues nos sobran inteligencia y valor.

     El ministro comprendió que la conversación estaba tomando unos derroteros inconvenientes. Recordó que el Caudillo parecía ver con buenos ojos aquel descabellado plan de torear a la flota británica y dejarla en ridículo. Y, por otra parte, el barco y sus tripulantes eran italianos y -en discutible afirmación del embajador- más aguerridos que Héctor Fieramosca[15]; de modo que con su pan se lo comieran, siempre que no implicasen escandalosamente en su empresa al gobierno español. En fin, Moreno zanjó el debate al modo que lo había hecho Serrano: cargándole el muerto a un tercero. Concluyó:

-          Entiendo que el meollo de la cuestión no es el aprobar su plan o no, sino como llevarlo a cabo con ciertas probabilidades de éxito. Para eso, nadie más adecuado que el director general de la Marina Mercante[16].

     Lequio, tragando quina, cometió una incorrección al sugerir:

-          Ya que esa dirección general radica en este mismo edificio, ¿no sería posible que Su Excelencia se pusiera en contacto con el director general, para ver si puede recibirme esta misma mañana? Comprenderá que cualquier demora puede ser fatal para el proyecto.

     Moreno, impertérrito, repuso con una suave negativa:

-          Deje que primero hable yo con él y le ponga en antecedentes del caso. Luego, el señor Cárdenas[17] se pondrá en contacto con su embajada… No se inquiete, Excelencia, que el director general es persona muy diligente y expeditiva.

     Lequio se levantó, presto a despedirse. Moreno le sugirió:

-          ¿Por qué no me deja su cartapacio con los documentos e informes del asunto? Así podríamos irlo estudiarlo con la atención que merece y la premura que solicita Vuecencia.

     La petición del ministro era tan razonable, que el embajador no pudo resistirse a atenderla. Sin embargo, según bajaba en el ascensor, no dejaba de darle vueltas a su condescendencia:

-          Espero que no me pierdan los papeles, ni acaben en manos de algún espía. ¡Tanto ir de un sitio para otro…! ¡Qué tipos: Reparten juego mejor que Mazzola[18]!

***

     Don Pedro de Cárdenas, el director general, era hombre de pocas palabras y que se sentía menos obligado que su ministro a bailar el agua al embajador mussoliniano. Se mostró inflexible en cuanto a no dar de paso la fuga del Duchessa sin tener mayores garantías de que podría seriamente eludir el bloqueo británico pues, de otro modo, el plan podría acabar en un desastre para la tripulación del barco. Lequio insistió:

-          Mi gobierno asume todos los riesgos. Por otra parte, debe recordar usted que, conforme al Derecho internacional, tenemos pleno derecho de abandonar el puerto de refugio, sin más que avisar a ustedes de nuestra partida.

-          Desde luego, convino Cárdenas. Pero eso sería por sus propios medios, no involucrando a nuestras autoridades en facilitarles combustible, tripulantes y hasta un disfraz de buque neutral. Eso nos convierte en cómplices y ya puede suponer cómo se pondrían los ingleses con nosotros si les echan mano con la bandera de España pintada en las amuras y con marinos españoles entre los tripulantes. El chasco tan divertido que íbamos a dar a los británicos se convertiría en un fracaso y un conflicto internacional.

     Lequio, abatido, preguntó a la desesperada:

-          Entonces, ¿no me queda otra que abandonar un proyecto en el que tanta ilusión había puesto el Duce y, al parecer, también su Caudillo?

     Al escuchar esta última palabra, Cárdenas optó por no cerrarse en banda y ofreció una última -y muy poco probable- oportunidad:

-          Si encuentra usted alguna naviera española que dé realidad y consistencia al trucaje del barco que pretende… Pero que sea bajo su exclusiva responsabilidad y dejándonos a nosotros al margen. Eso sí: Si el asunto va adelante, me informará puntualmente, para que yo pueda dar cuenta a mi ministro.

     El embajador abandonó el despacho de Cárdenas resoplando. El director general era un hueso, pero le había dado una oportunidad que no podía desaprovechar. ¡Hasta se le estaba ocurriendo una compañía española que difícilmente podía negarse a cooperar!

Ramón Serrano Suñer

 

 

2.      Los caballeros de Churchill

 

     Muy lejos de Madrid, pero de forma simultánea con las idas y venidas del embajador Lequio, otro grupo de personas también se preocupaba del Duchessa D’Aosta, aunque por razones muy diferentes. Si bien los informes de los espías e informadores no eran concluyentes, existía en Londres la aprensión de que el Duchessa estuviera ayudando de diversas maneras a los submarinos alemanes que frecuentaban el golfo de Guinea, hasta el punto de haber hecho de la costa de Sierra Leona una ruta de la muerte para los cargueros británicos. Tal posible ayuda resultaba aún más factible, habida cuenta de que las autoridades españolas habían olvidado anular la potente radio que montaba el barco italiano, según habían captado en diversas ocasiones los interceptadores de comunicaciones usados por los ingleses. Ante todos estos riesgos, el Servicio de Operaciones Especiales británico (al que en lo sucesivo aludiré con el acrónimo SOE) decidió enviar a Fernando Poo al teniente Charles Guise, experto en estas lides, bajo la apariencia de un agente diplomático que temporalmente prestaría servicio en el consulado del Reino Unido en Santa Isabel.

     Guise contó para su trabajo con la ayuda de su compatriota Charles Lippett, que venía desempeñándose como espía al servicio de su país, con contrato laboral de la naviera liverpuliana, John Holt & Co, y que, dada su larga estancia en la isla, estaba al tanto de cuanto se cocía en Fernando Poo. Otro Charles más, este apellidado Michie, había hecho amistad con el piloto oficial de la avioneta al servicio del Gobernador General[19], haciéndose pasar por gran aficionado a la fotografía. El piloto español, un auténtico incauto[20], lo llevó frecuentemente a bordo de su aparato, lo que permitió a Michie tener un completo reportaje aéreo del puerto de Santa Isabel y de la ubicación de los barcos enemigos.

     Aquel verano de 1941, el consulado británico en Santa Isabel[21] bullía de actividad que muy poco tenía que ver con la propia de tal institución. Al llegar septiembre, Guise estuvo en condiciones de viajar a Londres y exponer su informe al servicio secreto del Reino Unido. Las conclusiones del mismo alarmaron a sus rectores: Era preciso neutralizar la labor que probablemente realizaba el Duchessa en favor de los submarinos alemanes[22]. Se decidió la realización de una operación de comandos contra el barco italiano y sus dos pequeños acompañantes alemanes, que le fue encargada al mayor March-Philips[23], teniendo como centro logístico el puerto nigeriano de Lagos[24], distante unas ciento setenta millas náuticas del de Santa Isabel. La operación recibió el nombre en clave de Postmaster, vaya usted a saber por qué. De entrada, el objetivo a lograr sería la destrucción de la radio y la inmovilización del Duchessa, mediante la detonación de explosivos en sus hélices motrices. Durante todo el planeamiento y el desarrollo de la Operation Postmaster se consiguió mantener el secreto, de manera que cogió de improviso a españoles e italianos.

     Los caballeros de Churchill[25] no eran todos de nacionalidad británica. La diáspora al final de la guerra civil española había llevado a numerosos ex republicanos a tierras inglesas, prestos bastantes de ellos a unirse a las fuerzas que luchaban contra los amigos de Franco, alemanes e italianos. Un puñado llegaron a formar parte de los comandos de operaciones especiales. Como es lógico, tres de ellos fueron incorporados a los efectivos de la operación Postmaster, con el objetivo principal de aprovechar su dominio de la lengua española, para el caso de tener que comunicar o entenderse con civiles o militares fernandinos.

     Con todo, el colaborador español más famoso en la operación Postmaster, ni era un comando, ni tomó parte directa en la acción militar. Se trataba de Agustín Zorrilla Contreras[26], otrora partidario de la II República quien, tal vez mirando por su seguridad, había pasado en 1940 de la Península a Fernando Poo, donde inicialmente había montado una tienda de ferretería[27]. Más adelante veremos cuál fue su papel en el desarrollo de la Postmaster, el cual la mayoría de las fuentes consideran importante y hasta crucial.

     Despedimos por ahora a los caballeros de Churchill cuando, a bordo de un pesquero de pequeño tamaño, con propulsión mixta -a motor y a vela-, su comandante March-Philips y el grupo de comandos a sus órdenes realizan la enorme travesía, para tal barco, entre la Gran Bretaña y Nigeria, que será la colonia en la que preparen la operación Postmaster y desde la que, en su día, inicien la singladura hasta Santa Isabel. El gobernador y comandante en jefe de la colonia nigeriana, Sir Bernard Henry Bourdillon, ya había recibido la orden de proveer de los medios precisos para llevar a cabo con éxito la empresa. Nosotros dejamos aquí a los esforzados brits y retornamos a España en esas mismas fechas de septiembre de 1941. ¿Qué tal le iba al embajador Lequio y a sus no muy condescendientes amigos españoles?

 

 

3.      La Transmediterránea entra en acción

 

     Muy probablemente el embajador Lequio habría visto frustrados sus esfuerzos, a no ser por la coincidencia cronológica de que, por aquellos días de septiembre de 1941, el gobierno británico aprobó por fin la operación Pilgrim[28]. El ministro Serrano tuvo constancia casi inmediata de ello y, con su habitual anglofobia, se encargó de malquistar a su cuñado, el Generalísimo, contra la pérfida Albión, que, según él, como ocupase alguna de las Canarias, se quedaría con ella para los restos, según había hecho siglos antes con Gibraltar, ahora objeto de deseo de los alemanes. Franco trató de tranquilizarlo, recordándole que ya se habían tomado las pertinentes medidas de fortificación e incremento de las guarniciones, pero el cuñadísimo quería algo más pues estaba indignado por el atrevimiento de Churchill.

-          Esos tipos se creen capaces de todo gracias a su poderosa marina -insistió-. ¡Qué bueno sería bajarles los humos con una operación que los dejase en ridículo!, como sucedió con la fuga del Pionier, hace un par de años.

     El Caudillo, que tenía una memoria de elefante, recordó:

-          Ya te veo venir, pero no acaba de convencerme tu sugerencia. Si dejamos marchar de Fernando Poo a ese buque italiano, los ingleses seguramente lo hundirán y tendremos un problema internacional… En fin -concluyó Franco, dubitativo-, si nos lo pide Mussolini y nosotros no tenemos que comprometernos…

     Le faltó tiempo al ministro de Exteriores para telefonear al de Marina, haciendo de las palabras del jefe del Estado la interpretación más favorable a sus intenciones:

-          ¡Vía libre, Moreno! -exclamó. Dejen salir de Santa Isabel al vapor Duchessa, sin restricción ninguna… Eso sí -agregó con bastante menos énfasis-, no le dé tales facilidades, que los británicos puedan sentirse ofendidos.

-          ¡Pues ya me dirá usted como pueden compatibilizarse ambas cosas!, protestó el almirante. Por de pronto, tendríamos que llenarle los depósitos de combustible para que pueda intentar una travesía tan larga.

Imagen que contiene taza

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     Serrano permaneció unos segundos en silencio, mientras buscaba una solución para la razonable objeción de su colega. Finalmente, creyó dar con ella:

-          Deje que los italianos se busquen la vida con el apoyo de empresas o personas particulares; mientras, nosotros, como los tres monos sabios[29].

-          ¿Los tres qué?, inquirió estupefacto Moreno.

-          Quiero decir que nos haremos los tontos, concluyó Serrano, mientras pensaba que, en el caso de Moreno, no habría de costarle mucho trabajo conseguirlo.

     Le faltó tiempo al ministro de Marina para preguntar al director general de la Marina Mercante cómo iba el asunto del Duchessa, por el que volvía a interesarse el de Exteriores, al parecer, a requerimiento de Franco. Cárdenas, demasiado oficioso, no le dejó ni acabar la frase:

-          Ningún problema, almirante. Tengo todo el asunto bajo control.

-          De acuerdo -aceptó Moreno, con cierta aprensión-. Pero sin comprometernos como gobierno: Que los italianos se busquen la ayuda en la iniciativa privada.

     El director general se esponjó:

-          Justo lo que tenía pensado, almirante. Precisamente esa es la consigna que tengo impartida al subdirector general de Puertos. Y, según mis noticias, hay una naviera interesada en el asunto.

***

     La naviera a la que se refería el señor Cárdenas era nada menos que la compañía Transmediterránea, quizá la más importante de España entre las dedicadas al tráfico regular de pasajeros y mercancías, aunque sus líneas habituales no rebasaban los límites de los puertos nacionales, ya que enlazaban la península con las Baleares, el protectorado de Marruecos, Canarias y la Guinea española[30]. El embajador Lequio había dudado en dirigirse precisamente a la Transme pues había tenido gran poder en ella el conocido industrial y banquero, Juan March[31], cuya buena relación con las autoridades inglesas era sabida de todos. Pero al embajador le constaba que el actual hombre fuerte de la naviera era el señor Anastasio[32], que no se llevaba nada bien con March y que estaba harto de que la flota británica hiciese a los barcos de la Transme objeto de frecuentes abordajes y registros, pese a su insobornable neutralidad. Además, Lequio contaba para convencerlo con un palo y una zanahoria. Comencemos aludiendo al palo.

-          Señor Anastasio -advirtió el embajador-, en la guerra no se puede andar con exquisiteces ni rasgos demasiado altruistas de amistad. Ya ve usted como las gastan los ingleses, que se dicen los campeones del fair play y la caballerosidad. Nosotros podríamos hacer lo mismo, o incluso más, habida cuenta de que nuestra marina, aunque muy poderosa, no llega al nivel de la británica y tendría que actuar sin contemplaciones. ¡Cuántas veces nuestros barcos han perdido la oportunidad de hacer presas o torpedear ciertos buques, en la duda de si eran enemigos o neutrales! Sobre todo, sucede en el Mediterráneo, que es donde Italia se juega el resultado de la guerra naval.

     Anastasio veía venir a Lequio, pero puso su cara más inexpresiva, como si no supiera por donde iba a salir su interlocutor. Este, un poco más acelerado, prosiguió:

-          Habrá comprobado que sus barcos, que hacen el servicio de las Baleares y de Marruecos, nunca han sido molestados por los nuestros, ni de superficie ni submarinos. Pero eso puede cambiar, ¡qué digo!, no vamos a tener más remedio que ser más… expeditivos. El almirante Iachino[33] es de esta opinión.

     No hizo falta mucha más palabrería para hacer comprender a Anastasio que habría de colaborar con aquella rocambolesca tentativa de hacer pasar al Duchessa por un buque neutral -español, por más señas-, aunque todavía el embajador no había precisado el alcance de la cooperación que se recababa de la Transme. De negarse, los vapores de la naviera barcelonesa corrían el riesgo de constituirse en víctimas de una campaña persecutoria, cuando menos, en el Mediterráneo.

      Bien, hasta aquí, el palo. Pero ¿y la zanahoria? El embajador Lequio la presentó así:

-          Comprendo el esfuerzo económico y el riesgo con el que ha de correr su naviera. Por supuesto, mi gobierno les cubrirá los gastos que tengan que hacer para dar de alta al Duchessa como Castillo de la Mota, enrolar a algunos tripulantes españoles y hacer los retoques y pintura necesarios para que el barco pueda pasar por propiedad de la Transmediterránea y, por ende, como neutral. De todo eso habrán de encargarse ustedes pues Italia no tiene logística adecuada en Fernando Poo y, si enviamos allí una dotación de obreros, los espías británicos se percatarían al momento.

     Anastasio estaba atónito. La mera compensación de gastos no suponía beneficio alguno para el riesgo que podía correr la Transme, si los ingleses descubrían el engaño y la participación de la naviera en él. Un poco molesto con la supuesta desfachatez del embajador, le objetó:

-          Señor Lequio, no veo por ninguna parte el provecho para mi empresa que compense el gran riesgo que corremos.

-          Espere, espere, que todavía no he terminado -explicó el embajador-. El Duchessa D’Aosta continúa teniendo en sus bodegas un valioso cargamento de los más diversos géneros[34], que la propietaria ha valorado por lo bajo en unos cien millones de liras, que son…

-          Como mucho -hizo el cálculo Anastasio con rapidez-, unos quince millones de pesetas.

-          Eso será -admitió Lequio-. Ya sabe usted lo que fluctúan los cambios en estos tiempos. Pues bien, agregó, la naviera Lloyd Triestino está dispuesta, tan pronto el Duchessa llegue a un puerto italiano o bajo control nuestro o alemán, a compensarles a ustedes con un cincuenta por ciento del valor de toda la carga, es decir, cincuenta millones de liras.

-          ¿Y si -Dios no lo quiera- el buque no llega a su destino?, preguntó Anastasio, que empezaba a ver interesante el negocio.

-          Entonces les pagará otro tanto la compañía de seguros que correrá con el riesgo. Es una empresa de toda confianza, con numerosas oficinas en España: la Adriática[35].

-          La conozco y no tengo duda de su solvencia y seriedad, reconoció Anastasio. De todos modos, me parece que debemos contar con la aprobación del gobierno español.

     Lequio levantó los brazos, para dar por supuesto un requisito tan obvio:

-          ¡Desde luego, mi buen amigo!, exclamó. No le digo más que el Caudillo está muy interesado -exageró-. Y mi gobierno es garante de todos los compromisos derivados de cuanto aquí hemos hablado.

     El embajador estaba entusiasmado, mientras Anastasio ofrecía la sonrisa de circunstancias de aquél a quien invitan a comer recién extraída una muela del juicio. Lequio le urgió:

-          Y ahora, señor Anastasio, ¡a ello! El tiempo corre y que no se diga de nosotros que, por ser latinos, nos tomamos las cosas con pachorra.

***

     Lo delicado del asunto llevó a Anastasio a dirigir personalmente la operación de trucaje, no sin contar a pie de muelle con la experiencia de los hombres de la naviera, que conocían el puerto de Santa Isabel y a sus empleados desde hacía décadas.

     Para empezar, matriculó en los registros oficiales a un buque fantasma, bautizado aún nonato como Castillo de la Mota, propiedad de la Transmediterránea y con base en Barcelona. Era el aspecto más conflictivo del plan ya que, de consultar el libro de matrícula, los ingleses, tendrían inmediata constancia de que la Transme estaba detrás de la tomadura de pelo que con ellos se intentaba. Pero el secretario general de la compañía era persona de recursos para salir de cualquier atolladero. ¿Cómo explicaría la mutación del Duchessa en el Castillo de la Mota? No era fácil, pero dio con una solución aceptable: La naviera italiana, desesperada por tener inmovilizado su buque, tripulación y carga en Fernando Poo durante años, habría convenido en vendérselo a la Transme a bajo precio y esta habría cerrado la operación, habida cuenta de que el Duchessa era un buque similar a los que la compañía española usaba en sus líneas regulares. No era, ni mucho menos, una operación infrecuente la de comprar navíos de segunda o ulteriores manos, en vez de tener que construirlos, máxime en aquella época de guerra. Así que problema casi resuelto. Anastasio quedó tan satisfecho con su idea, que resolvió darse un rato de respiro en su agotador trabajo, y se fue a ver una película de humor del director Sáenz de Heredia[36]. Entre risa y risa, decidió que no sería mala idea difundir el rumor de la compraventa del Duchessa por Santa Isabel si, como era de esperar, los lugareños se percataban de las obras y el movimiento insólito que tenían lugar en él.

     El paso siguiente lo dieron los empleados de la Transme en Fernando Poo, con la ayuda de sus buenas relaciones y de una cierta cantidad de pesetas, generosamente repartidas entre las personas adecuadas. En un abrir y cerrar de ojos, el Duchessa fue trasladado a un extremo del puerto relativamente disimulado y de difícil acceso, y se llevó a cabo la adquisición del material indispensable para las pequeñas modificaciones que convendría hacer en el buque para disimular su línea original, así como los envases de pintura y barniz encaminados a dar al barco la apariencia y color propios de los vapores de la Transme. Todas las compras se encargaron por individuos del montón, debidamente financiados por la naviera española.

     La mano de obra era indispensable que no procediese de la colonia; de modo que se encargaron todos los trabajos a los tripulantes italianos, que recibieron las órdenes con el enfado propio de personas a las que se pone a trabajar en serio tras mucho tiempo de holganza casi absoluta. Para suavizar asperezas, el capitán comunicó a la tripulación que un buen número de ellos serían embarcados en pocas semanas en el Dómine[37], dejando solo en Fernando Poo a los indispensables para el gobierno del barco. En igualdad de otras condiciones de edad y familia, tendrían prioridad para marcharse quienes fuesen más diligentes en el trabajo que ahora emprendían. No hace falta afirmar que la iniciativa fue muy bien recibida por todos los tripulantes, aunque la verdad -por ellos ignorada- era que la ausencia de los repatriados había de ser cubierta por los marineros españoles venidos de la Península, que embarcarían para apoyar el simulado cambio de pabellón del barco.

     Por supuesto, la última labor a realizar sería la relativa al cambio de nombre del navío y a pintar en sus costados las grandes banderas españolas, que servirían para advertir a los buques de guerra de uno y otro bando del carácter neutral de la embarcación. Ya se había previsto llevarlo a cabo de noche, cubriendo de día con lonas lo obrado en la oscuridad.

     Una última diligencia -y, tal vez, la de mayor importancia- era la de conseguir el combustible suficiente para garantizar al Castillo de la Mota llegar por sus medios hasta Canarias, por lo menos. El Duchessa contenía en sus depósitos apenas la tercera parte del fuel-oil necesario. En Fernando Poo escaseaba dicho líquido, incluso para cubrir las necesidades más perentorias. No era fácil que las autoridades de Madrid diesen prioridad a un pedido formalizado por conducto ordinario. Pero también eso lo remedió el mago Anastasio, con la ayuda de unos cientos de miles de pesetas en sobornos. Como, por el momento, no había ningún transporte de productos petrolíferos disponible, el secretario general de la Transme mandó cargar hasta los topes los depósitos de sus vapores en tránsito o salida inmediata para Guinea, amontonando en sus bodegas y otras partes disponibles de los barcos bidones de fuel, mejor o peor camuflados. Era de esperar que tan grandes esfuerzos fuesen coronados por el éxito, una vez que semejante flujo de combustible pasara de sus barcos portadores al Duchessa. Pero el tiempo apremiaba, pues bien suponían Lequio y Anastasio que los británicos estarían vigilantes. ¡Pero no imaginaban hasta qué punto!

 

 

4.  Una divertida velada en el casino de Santa Isabel

 

     Las numerosas modificaciones que con el tiempo se han ido haciendo en el que fue casino de Santa Isabel[38] y las escasísimas imágenes de sus tiempos coloniales hacen muy difícil afirmar de él algo más preciso que se trataba de un vistoso edificio de estilo colonial, enjalbegado y rodeado de amplios jardines con cerco de rejas de hierro. En aquellos años de la Segunda Guerra Mundial era su presidente Antonio Díaz, un español de raza blanca, del que apenas se recuerda el nombre, pero sí que mantenía una buena relación con Agustín Zorrilla, a quien ya presenté en el capítulo 2. Las celebraciones de año nuevo -1942, concretamente- los han reunido, aunque no en las instalaciones del casino, sino en el ambigú del hotel Ureca, alojamiento que pasa por ser de primera categoría y que compensa su menor prestancia que aquel con su excelente cocina, seguramente mejor que la de su rival para fiestas y celebraciones. Precisamente de esas piquillas de pueblo se nutre la conversación entre los dos amigos en este primero de enero del 42.

-          ¡Parece mentira que dudes entre este hotel y el casino! -echa en cara Díaz a Zorrilla-. Puestos a organizar una velada elegante, a base de bufé, buenas bebidas y baile, nosotros dejamos al Ureca a la altura del betún. Y, además, siendo la recepción en honor de los marinos italianos y alemanes, nada mejor que estar cerca del puerto, como el casino. Figúrate si no fuese así, estando como estarán a las tantas de la noche y con la ciudad a oscuras[39]

-          Quizá tengas razón -respondió Zorrilla, como haciéndose de rogar-. Pero, si me decido por tu choza, tendréis que echar el resto y sin pasaros en la cuenta. No olvides que, entre autoridades, los marinos del Eje y los demás invitados, podríamos llegar a un centenar de personas.

-          No hay problema -blasonó Díaz-. Hemos llegado a dar banquetes y saraos para más de doscientas. Pero, oye, no habrá problemas luego con el cobro de la factura… Todavía no me has dicho quién va a correr con semejante dispendio.

     Agustín ya esperaba que, más pronto o más tarde, Antonio le plantease la pregunta y tenía preparada una respuesta tan ambigua, como aconsejaban las circunstancias del caso:

-          Tú cumple con tu parte y no vengas pidiendo cuentas a un amigo que nunca te ha dejado un céntimo a deber. ¿Acaso quieres un adelanto, por si andáis mal de fondos en el casino?

     Su presidente se sintió herido en lo más vivo. Ahí era nada: poner en duda la liquidez de su institución. Replicó, mohíno:

-          El casino marcha estupendamente, pero los señores del cacao[40] han establecido unas normas económicas muy estrictas en la última asamblea de socios.

-          Pues no te preocupes, concluyó Zorrilla, que por mí no van a quitarte la presidencia.

     Así pues, el origen del dinero que habría de manejar el promotor del festejo quedó en la sombra. Razón tenía en ser reservado pues el acto iba a ser financiado por el servicio secreto británico, el entonces famoso SOE[41]. Fue, en concreto, su agente, Richard Mallaby, quien dirigió sobre el terreno la labor de disposición de fondos y de organización de la fiesta, con la inestimable colaboración de Zorrilla. ¿Cómo es posible que un comando de operaciones especiales se dedique a semejantes actividades recreativas? Pronto lo sabremos, pero antes tenemos que dar marcha atrás en el tiempo, para conocer a grandes rasgos lo que March-Philips y sus muchachos estaban preparando desde Nigeria, en obsequio de la Duchessa italiana y de sus dos pajes alemanes de tan africanos sombres. Vamos a ello.

***

Imagen en blanco y negro de un hombre con sombrero

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Gustavus Henry March-Philips

 

     Contra todo pronóstico y, quizá también, en contra del sentido común, lo que inicialmente se había programado como una destrucción total de las lanchas alemanas y una completa anulación del italiano Duchessa D’Aosta, destruyendo su radio y averiando las hélices motoras, se convirtió, una vez los comandos en Nigeria, en una operación encaminada a apoderarse de los tres barcos por la fuerza en puerto y remolcarlos seguidamente a mar abierto, con la esperanza de que la inoperancia de las fuerzas españolas y nazi-fascistas permitieran culminar la corta travesía de Santa Isabel puerto de Lagos. Seguramente, March-Philips había ido madurando el cambio de planes durante su travesía en pesquero desde Inglaterra. Ideas desmesuradas era lo que le sobraba, pero no sería fácil hacerlas triunfar entre sus jefes de Londres, que no pretendían otra cosa con la operación Postmaster que impedir la ayuda que los buques refugiados en Santa Isabel pudieran prestar a los submarinos alemanes. March-Philips -Gus para sus amigos- defendió como mejor pudo la ampliación de lo inicialmente previsto, contando con dos argumentos principales: El valor que tendría para el gobierno británico contar con un excelente transporte de casi ocho mil toneladas, que encerraba un cargamento valorado en un cuarto de millón de libras y, de otra parte, la posibilidad de encubrir medianamente ante la neutral España que la operación se había iniciado violando el Derecho internacional de la guerra. Al final de este relato quedará claro cómo se utilizó efectivamente por el gobierno británico el embuste de que los barcos enemigos habían sido capturados en aguas internacionales, sin necesidad de abordarlos en el puerto de Santa Isabel.

     La dirección del SOE y el propio Almirantazgo no dieron de paso en principio el cambio de plan de Gus, por más que este asegurase por escrito que la operación podría ser más rápida y menos peligrosa valiéndose del sigilo que esta ahora permitía, que no liándose a explosiones dentro del puerto, que darían lugar a la inevitable reacción de las baterías de costa españolas. Pero, finalmente -como suele acontecer- no fueron las buenas razones de un mayor del ejército sino las de una autoridad con muchos galones lo que inclinó la balanza del lado de Gus. En efecto, durante las pocas semanas que los comandos llevaban en Nigeria, se habían ganado el aprecio y la admiración del gobernador y comandante en jefe de la colonia, Sir Bernard Bourdillon[42], quien se ofreció a poner a disposición de los comandos los medios precisos para que llevasen a cabo su proyecto. La verdad es que se necesitaba bien poca cosa, aparte de suerte y contar con la muy probable lentitud e ineficacia de las fuerzas españolas. Bastaría con un verdadero remolcador armado, con capacidad para arrastrar al Duchessa, y con una lancha armada, con equipo de remolque, para tirar de la lancha y de la barcaza alemanas. En la marina colonial tenemos suficientes barcos de tales características, insistió el gobernador, sin que la Marina tenga que aprestar medios especiales. Los remolcadores servirán, a la vez, para trasladar a los comandos hasta Fernando Poo y traerlos de vuelta a Lagos. Todo lo más -apuntaba prudentemente Bourdillon- algún pequeño buque de línea, tipo corbeta, vigilaría a la debida distancia la operación, prestando la ayuda necesaria y escoltando los remolcadores hasta puerto. Por supuesto -concluía- aquí tenemos varios barcos de tales características.

     El apoyo vehemente del gobernador de Nigeria fue decisivo. En fecha no determinada de noviembre de 1941, el Almirantazgo dio su beneplácito a la operación Postmaster, tal y como March-Philips ha había modificado. Pero todavía había que atar muchos cabos para que la acción pudiera verse coronada por el éxito. Eso sí, con toda la urgencia que imponía el que les habían llegado noticias por diversos conductos de que, de algún tiempo a esta parte, en el Duchessa había una actividad inusitada, que se pretendía hacer pasar por reparaciones y repintado, pero que también iba acompañada de frecuentes cargas de combustible.

***

     Si la operación Postmaster pasó, de la aprobación por el Almirantazgo, a su ejecución en menos de dos meses, fue porque estaba preparada de antemano hasta el extremo por los agentes secretos británicos y españoles residentes o visitantes de Fernando Poo[43]. En particular, es de encomiar la información aportada por el ya citado, Charles Guise, quien, entre otras cosas, registró la posición exacta de los buques en el puerto, el flojo estado de ánimo de sus tripulaciones, la existencia de un equipo de transmisiones en funcionamiento a bordo del Duchessa, la presencia de guardia indígena vigilando los barcos y la existencia de una batería de cañones de cuatro pulgadas cubriendo el puerto de Santa Isabel y su bahía. El reportaje gráfico corrió a cargo de Charles Michie, empleado en el consulado británico, gracias -como vimos- a la inestimable cooperación del piloto de la avioneta que servía a los desplazamientos del Gobernador de la colonia y sus colaboradores. Otros informadores fueron actualizando, día a día, los datos más necesarios, como el de otros navíos surtos en el puerto, las horas de funcionamiento de las farolas del alumbrado urbano o -cosa muy importante- los días en que estaría ausente del puerto el único barco de guerra español de cierta importancia en la zona: el cañonero Dato[44]. El calendario estableció los días de la Luna en fase de novilunio. La conjunción de datos favorables permitió fijar como fecha de la operación el 14 de enero de 1942, miércoles.

     El día 10 de enero ya estaban aprestados en el puerto nigeriano de Lagos el personal de operaciones y los dos barcos que habrían de llevarlos hasta su objetivo. Comandados por March-Philips y por el teniente Graham Heyes, unos treinta comandos se acomodaron en el remolcador Vulcan y en la lancha remolcadora Nuneaton, que a su vez embarcaban a unos quince tripulantes entre ambas. En alta mar, la corbeta H.M.S. Violet estaba presta para las labores de acompañamiento y protección que fueren precisas.

     El día once, los remolcadores se hicieron a la mar para recorrer las ciento setenta millas náuticas[45] que separan Lagos de Santa Isabel, travesía que realizaron sin contratiempos; de suerte que, hacia mediodía del día previsto para la operación -el 14 de enero- se hallaban en posición para intentarlo, con la corbeta Violet de vigilancia. Varios botes de estructura semirrígida y propulsados a remo se amontonaban en las cubiertas de los remolcadores para transportar a los comandos hasta el puerto. La hora H de los previstos abordajes sería las 23:30, habida cuenta de que el alumbrado urbano se apagaba media hora antes, debido a las restricciones eléctricas.

     Y ahora sí que ha llegado el momento de encajar en el relato aquel festejo en el casino, que con tanto interés preparaba en año nuevo Agustín Zorrilla, a instancias y con financiación del SOE británico. Seguiré para ello fuentes de toda solvencia, junto a alguna otra por cuya veracidad no pondría la mano en el fuego.

***

     A cualquier mente despejada le habría despertado suspicacias que, sin más ni más, un modesto empresario ferretero de Santa Isabel tuviese la ocurrencia -y el dinero- de invitar a un festejo a los tripulantes de la Duchessa y de las lanchas alemanas, sin motivo alguno que lo explicase. Eso mismo había pensado Zorrilla cuando Michie le sugirió la idea, pero este -buen conocedor del mundillo fernandino- había despejado todas las dudas de manera harto simplista:

-          Lo peor que podría pasar sería que los fascistas rechazasen la invitación, pero jamás van a imaginar el motivo que nos impulsa. De todos modos, creo que hay una forma de que no se nieguen a venir: Invita también al gobernador y a sus adláteres. Si ellos acuden, seguro que se suman los marinos. A fin de cuentas, tienen la moral muy baja y los mata el aburrimiento.

     El gobernador general en funciones, Soraluce, acogió la idea de muy buena gana, aunque bien sabía que la estancia del Duchessa en Fernando Poo acabaría pronto. Pero ante Zorrilla disimuló y le aseguró sería una forma, por modesta que fuese, de compensar a nuestros amigos de los muchos sinsabores que suponía una ausencia tan prolongada muy lejos de sus familias. Zorrilla ahondó en la misma idea, señalando que los primeros días del nuevo año se prestaban a un incremento de la nostalgia, que un festejo podría paliar.

-          Vaya, vaya, señor Zorrilla -incitó Soraluce- e invite a esos bravos marinos. Yo le prometo mi asistencia y la de los jefes militares y los de mi secretaría. Por cierto, ¿será con señoras?

-          No me parece oportuno, Excelencia -repuso Zorrilla-. Creo que les traerían tristes recuerdos a los marinos extranjeros, que están aquí tan solos.

     Aunque no siguieron hablando, uno y otro esbozaron una sonrisa maliciosa. Soraluce, porque estaba pensando en los numerosos marinos alemanes e italianos que ya se habían buscado un reemplazo con faldas en la isla. Zorrilla, porque imaginaba un fin de fiesta no aludido en los tarjetones de invitación impresos al efecto.

     Agustín no tuvo problemas a la hora de invitar personalmente a los capitanes implicados. Los de las lanchas alemanas, poco más que marineros veteranos, se limitaron a agradecer el rasgo y asegurar su presencia.

-          No puedo asegurarle que mis hombres vayan también -dijo el comandante de la Likomba-. De algunos, no sé nada desde hace tiempo y otros se pierden por los tugurios de Santa Isabel en cuanto se hace de noche. Cómo será, que he tenido que pedir al jefe del puerto que ponga a un par de guardias coloniales para que vigilen la lancha.

     Más preocupación le despertaba a Zorrilla el capitán de la Duchessa, un auténtico marino de carrera, con largos años de experiencia y una amplia tripulación a sus órdenes que había ido perdiendo el ánimo y la disciplina durante el año y medio que llevaban de internamiento. Por si fuese poco, se apellidaba Specht, lo que hacía temer a Zorrilla que fuese un nazi contratado por la naviera italiana. Pero todo ese temor se vino abajo en cuanto se presentó ante él y le expuso el motivo de la visita:

-          ¡Oh, molto gentile!, exclamó el capitán. Ya es hora de que alguien se acuerde de lo mucho que estamos penando en este encierro. Por supuesto que acudiremos, tanto yo, como los oficiales y los marineros francos de servicio, por más que algunos de estos últimos será mejor que se esfumen, pues no son muy aptos para comportarse en sociedad. Más o menos, cuente con unos cincuenta invitados de nuestra parte, si es que no le parece un número excesivo.

-          De ninguna manera, capitán Specht. La invitación es abierta.

     Zorrilla pronunció tan a la alemana el apellido del capitán, que este se echó a reír:

-          No se esfuerce, amigo. No soy alemán, sino italiano del Trentino. ¡No sabe usted las mil y una maneras con que la tripulación martiriza mi apellido!

     Zorrilla regresó a tierra alborozado. Los trabajos nocturnos de trucaje del Duchessa suponían un grave inconveniente para un intento de abordaje. Ahora, con la certeza de que los oficiales estarían de convite y la tripulación reducida a los mínimos de guardia, era de suponer que las labores se interrumpiesen aquella noche y los comandos consiguieran un efecto sorpresa completo.

     El bueno de Specht tenía más de bondadoso que de afortunado. Como Agustín había previsto, el capitán llamó al contramaestre dos días antes de la fiesta y le dijo:    

-          Lo menos que podemos hacer por los hombres que se tengan que quedar de guardia es que lo pasen lo mejor posible. Suspenda los trabajos esa noche y que les repartan media botella de grappa[46] por barba.

     Hasta aquí, la bondad. La mala suerte le alcanzó el día antes del sarao en forma de una diarrea galopante. El médico de a bordo precautoriamente no precisó el diagnóstico:

-          Lo más probable, señor, es que se trate de una diarrea por algún alimento en mal estado, pero tengo entendido que en Santa Isabel se han presentado recientemente varios casos de disentería, por lo que cabe la posibilidad de que haya traído el parásito[47] algún alimento comprado allí. Le aconsejo que procure aislarse en su camarote y permanezca un par de días en observación.

     Specht era muy educado e hizo llegar a Zorrilla sus disculpas y al gobernador el motivo de su ausencia y la delegación en su segundo, el ilustre teniente de la Marina mercante real, Arrigo di Persano[48]. El anfitrión pasó un mal rato, imaginando que había sido descubierto el motivo del festejo en el casino, pero la preocupación le duró solo un día, que es lo que tardó en informarse de los motivos de la ausencia del capitán italiano. Por cierto, también pudo tranquilizarse este: Todo fue una mala jugada de los virus benignos de la gastroenteritis que, no obstante, lo mantuvieron recluido en su cabina por obvias razones de higiene.

***

     Agustín Zorrilla pasó parte de la mañana contratando una de las lanchas surtas en el puerto y reclamando al patrón, hombre de su confianza, que procurase cargar el combustible preciso para hacer una travesía hasta el puerto camerunés de Duala. Quedaron en que Zorrilla embarcaría a las 23 horas. Es cierto que los británicos se habían ofrecido a recogerlo en las aguas cercanas al muelle de Santa Isabel, pero Agustín no las tenía todas consigo, ni de que pudieran preocuparse de él ni de que camino de Nigeria no tuviesen los brits algún tropiezo. Camerún estaba más cerca y en manos de los franceses libres del general De Gaulle. Llegar allí por sus medios lo creyó menos peligroso. Una vez en Duala, medios tendría de pasar a Nigeria y que los ingleses le devolvieran el favor. En fin, había que tomar algún riesgo. Así que volvió a la ciudad y se dispuso, haciendo de tripas corazón, a preparar y animar la velada en el casino. De camino, se pasó por el consulado británico, donde Guise le confirmó que la función sería pasadas de las once de la noche.

     Poco o nada hay que contar del sarao, sino que resultó muy animado, con música, bufé y libaciones gratas y abundantes. Marinos y autoridades españolas confraternizaron como buenos amigos. El presidente del casino, Antonio Díaz, cuidó personalmente de que el personal y el servicio de la institución estuvieran a la altura de los asistentes y de la minuta que, al concluir la velada, iba a pasar a Zorrilla. Según se acercaban las once, se aprestaron las lámparas de petróleo, unas de techo y otras de mesa, a fin de suplir el alumbrado eléctrico. Unos minutos antes del apagón, Agustín, con el pretexto de ir a buscar algunas linternas y lámparas manuales por si alguien deseaba retirarse, cogió un farol, se escabulló del casino y tomó a toda prisa el camino del puerto, hasta el punto convenido con el patrón de la lancha. Cuando embarcó, todo era normalidad. Además del Duchessa y de las lanchas alemanas, no había fondeadas en el puerto arriba de tres o cuatro lanchas y gabarras. Algo más lejos, pasaron junto a un barco maderero anclado a la salida del puerto. En este punto, Agustín urgió al patrón para que pusiera su lancha a máxima velocidad. Serían imaginaciones suyas, pero le pareció divisar a poca distancia unos botes que se acercaban al puerto. Luego no vio ni oyó otra cosa que la luz de su barquichuelo y el fuerte ronroneo del motor, hasta llegar a Duala, tres horas después. Una semana más tarde, conseguía pasaje para Lagos y, de allí, se dice que hacia Nueva York, donde se pierde su pista. Probablemente, Zorrilla logró la connivencia anglo-yanqui para conseguir documentos que le facilitasen una nueva identidad.

 

 

5.  La operación Postmaster logra sus objetivos


     Yo no sé nada de la culminación de la operación Posmaster que no hayan relatado sus jefes en los informes y los historiadores bastante tiempo después[49]. Por ello, me limitaré a resumir lo sucedido de la manera más certera posible. He aquí mi intento:

     El grupo asaltante estaba formado por unos treinta hombres[50], al mando del mayor March-Philips, que se movieron a remo en dos botes de desembarco, llevados por los dos remolcadores hasta la entrada de la bahía de Santa Isabel. Tres de los comandos eran españoles[51], por motivos de idioma, a fin de que no levantaran sospechas cuando pudieran darles el alto los centinelas de los barcos a abordar. Uno de los botes, al mando de March-Philips, se dirigió al Duchessa, en tanto el segundo, mandado por el teniente Heyes, arrumbó hacia las lanchas alemanas. Estaba previsto que llegar hasta sus objetivos no les llevase más de un cuarto de hora y otro tanto dominar a los tripulantes enemigos y ejercer en sus naves las tareas precisas para luego remolcarlas. Tales labores consistían en cortar las cadenas de las anclas y, en su caso, los cabos que sujetaban sus popas a los estayes; anular la radio del Duchessa; dominar cualquier intento de resistencia de la guardia; controlar los respectivos timones con hombres armados, así como las válvulas de cierre y los cables de remolque. Todas estas operaciones estaba previsto que se realizasen en solo un cuarto de hora.

     Todo salió a pedir de boca en el caso de las lanchas alemanas, cuyos tres vigilantes de la guardia nativa se tiraron al agua y huyeron nadando, en cuanto se percataron de la presencia de los comandos. Pero en el Duchessa, aunque los veintiocho tripulantes y el capitán fueron fácilmente domeñados sin resistencia, la cadena del ancla ofreció más dificultades de las previstas para volarla con explosivos plásticos, provocando las detonaciones un estruendo que asustó a quienes estaban próximos al puerto. Eran poco más de las once y media y estuvo a punto de darse la alarma, que habría puesto en acción a la guardia colonial y a las piezas de artillería que guardaban el acceso al puerto[52]. La cosa no llegó a mayores debido a que, cuando las autoridades quisieron reaccionar, los dos remolcadores y sus tres presas habían desaparecido en la oscuridad, rumbo a mar abierto. Tan solo habían dejado atrás varias gorras de marineros de guerra franceses, con sus simpáticas borlas rojas, tratando de despistar sobre la nacionalidad de quienes habían realizado la operación.

     Con las primeras luces del siguiente día, 15 de enero, el gobernador ordenó que uno de los dos aviones tipo Dragon Rapide, que la compañía Iberia tenía estacionados en el aeródromo de Fernando Poo, saliese a patrullar en busca de los barcos, armándolo de emergencia con una ametralladora portátil y bombas de mano. Muy poca pericia debió de poner el bueno del piloto civil que se encontró con aquel marrón, pues después de sobrevolar repetidamente las costas de Camerún y de Gabón, regresó sin noticias del convoy de los cinco barcos. La cosa llega a resultar sospechosa, habida cuenta de que el peor de los remolcadores, el Nuneaton, se averió a poco de salir del puerto y estuvo reparándose durante dos días, todavía a la vista de Fernando Poo. Finalmente, las cinco embarcaciones arribaron al puerto de Lagos, entre el entusiasmo de los comandos y de sus superiores.

     También el 15 de enero de 1942, el delegado de Marina en Santa Isabel envió un cablegrama al ministerio de Marina en Madrid, del siguiente tenor literal:

     A las 23,30 horas de ayer, fueron puestos varios explosivos en el muelle causando gran alarma. A las 23,55, dado el alumbrado, se notó que los buques refugiados Duchessa D’Aosta, italiano, Likomba y otra lancha alemana, habían desaparecido fuera de boyas, remolcados por un buque desconocido.

     Con un informe tan impreciso y el fracaso de la inspección desde el Dragon Rapide, mucho tuvieron que avanzar las investigaciones, o las sospechas, españolas, como para que nuestro gobierno, a través del ministro de Asuntos Exteriores -recordemos: el cuñadísimo, Serrano Suñer-, tuviese el valor de enviar a la embajada británica en Madrid una enérgica protesta, por la violación de nuestras aguas soberanas, contra las normas internacionales. En esa misma nota, mostrando la mayor desfachatez diplomática, Serrano añadía que los datos obligaban a pensar en un atentado realizado por buques y elementos al servicio de intereses británicos o de colaboradores directos. La nota finalizaba exigiendo al gobierno británico la restitución a la soberanía española de los buques apresados injustamente, así como de sus tripulantes y mercancías que se custodiaban a bordo.

     Claro que el descaro hispano recibió una respuesta en consonancia. La embajada del Reino Unido respondía con un comunicado del Almirantazgo británico, según el cual ningún buque de guerra británico o aliado se hallaba en las inmediaciones de Fernando Poo en el momento del incidente, pero reconocía que navíos ingleses habían interceptado y capturado en alta mar a los tres barcos que habían estado internados en Santa Isabel y los habían conducido al puerto de Lagos. Así pues, el gobierno de Su Majestad no podía aceptar protesta alguna del español, al no ser responsable de lo que hubiera ocurrido en Santa Isabel, de cuyos sucesos no podía aportar una explicación. Tampoco se sentía obligado, por lo mismo, a devolver buques enemigos capturados en alta mar.

     Así pues, el órdago de March-Philips tuvo un éxito adicional. Gracias a no haberse limitado a explosionar los buques enemigos en el puerto de Santa Isabel, el Almirantazgo había podido usar el recurso de que tales barcos habían sido abordados en alta mar. La culpa sería del Duchessa, el Likomba y el Bibundi que, sin avisar a los españoles, habían decidido volver a sus países, con el fracaso estruendoso que era de vaticinar.

     Así pues, la humillación y la burla que los gobiernos español e italiano habían tramado contra la Gran Bretaña, se habían vuelto contra ellos. Resulta, cuando menos, excesivo que el gobierno español hubiera de afrontar las recriminaciones de Alemania e Italia por no haber sabido defender el puerto de Santa Isabel y garantizar la seguridad de los barcos en él refugiados. Puede que Alemania tuviera razón, pero, en cuanto a Italia, lo más que puede decirse -si es que mis aportaciones originales son ciertas- es que los comandos británicos ganaron por la mano a quienes estaban dispuestos a convertir al Duchessa D’Aosta en el Castillo de la Mota.

***

   Cerraré este relato haciendo una referencia a lo que acaeció en los años siguientes al Duchessa D’Aosta y a algunas de las personas citadas en el mismo.

·         Nuestra Duchessa tuvo que poner a disposición de sus captores los tesoros que guardaba en las bodegas. No tengo la menor duda de que los brits haría un buen provecho con aquellas riquezas calculadas, como se sabe, en un cuarto de millón de libras esterlinas de la época. Con todo, el mayor beneficio que el barco prestó al Reino Unido fue el de servirle durante el resto de la guerra mundial como buque de transporte de efectivos militares y mercancías necesarias para el esfuerzo bélico, en especial, realizando numerosos viajes entre Canadá y la Gran Bretaña, bajo el nombre de Empire Yukon. Acabada la guerra, pasó a manos privadas inglesas en 1947, rebautizada como Petconnie. Finalmente, fue vendida a un propietario italiano en 1951, quien le dio el pintoresco nombre de Liù O, de bellas reminiscencias puccinianas[53]. Su segunda vida italiana fue corta, ya que el barco fue desguazado en La Spezia en 1952, a los treinta y un años de edad.

·         - No debió de hacerle mucha gracia al generalísimo Franco que la intentada burla a los ingleses se volviese contra el gobierno español. No obstante, el Caudillo no solía ser hombre de reacciones fulminantes. Con todo, el 5 de marzo de 1942 -menos de dos meses después del éxito de la operación Postmaster- se acordó el cese del gobernador general titular de Guinea Ecuatorial, señor Fontán Lobé, y del gobernador general accidental, señor Soraluce Irastorza. No cabe duda de la relación entre esas destituciones y el fiasco del Duchessa.

·              -   En cuanto al ministro y cuñadísimo, Ramón Serrano Suñer, dejó de ser titular de Asuntos Exteriores el 3 de septiembre del mismo año 1942. Su excesiva inquina hacia los ingleses, cada vez más dominadores de los nazis -tan queridos de este ministro-, fue una de las plurales y variadas causas de su cese, inicio, a su vez, de su rápida caída política.


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[1] Véase: Douglas Porch, The path to victory. The mediterranean theatre in World War II, edit. Farrar, Strauss & Giroux, Nueva York, 2004, p. 36.

[2] Actualmente, la ciudad se llama Malabo y la isla en que radica, Bioko. La independencia de este territorio de España se produjo en octubre de 1968.

[3] Fecha aproximada, habida cuenta de que la Italia declaró la guerra a Francia y el Reino Unido el 10 de junio de 1940.

[4] Con las oportunas conversiones y depreciaciones de moneda, el valor actual (2025) sería de unos catorce millones de euros.

[5] La guerra entre Alemania, de un lado, y el Reino Unido y Francia de otro, empezó el 3 de septiembre de 1939.

[6] Unos 8.500 kilómetros.

[7] Elena de Orleans (1871-1951) era la esposa del Duque de Aosta, Manuel Filiberto -hijo mayor de nuestro Amadeo I-, que llevó el título entre 1890 y 1931. Se da por supuesto que la Duquesa Elena fuese la madrina de la botadura del barco homónimo, producida en la grada de Trieste en el año 1921. Elena de Orleans fue Inspectora General de las Enfermeras Voluntarias de la Cruz Roja Italiana durante la Primera Guerra Mundial, lo que le granjeó un considerable aprecio popular.

[8] Más precisamente, Víctor Manuel III (1869-1947), rey de Italia entre 1900 y 1946. El rey era primo hermano del marido de Elena, la Duquesa de Aosta.

[9] Francesco Lequio di Assaba (1892-1943), embajador de Italia en España entre 1940 y 1943, en que murió en el ejercicio del cargo.

[10] La isla elegida para un eventual desembarco británico era la de Gran Canaria, con Fuerteventura como opción subsidiaria. Las aludidas fortificaciones fueron realizadas con la cooperación alemana y todavía (2025) pueden verse restos de las mismas. El plan británico, conocido como Operation Pilgrim, inició su preparación en marzo de 1941, siendo aprobado por el gobierno inglés el 20 de septiembre de 1941, no siendo necesario llevarlo a efecto, dado que los alemanes no intentaron en ningún momento conquistar Gibraltar por vía terrestre -ni, por supuesto, naval- con la ayuda o tolerancia de España.

[11] Conocida abreviatura de british (británicos).

[12] Entre el 12 de junio de 1940 y el 1 de octubre de 1943, España abandonó el estatus internacional de neutralidad por el de no beligerancia, que implicaba amistad y ayuda a uno de los bandos beligerantes -en el caso español, el nazi-fascista-, pero sin llegar a excesos que supusieran pasar a ser beligerantes o aliados de dicho bando. Era una postura acomodaticia que solía preceder a la entrada en guerra, como sucedió con Italia en 1940 y con los Estados Unidos en 1941. En el caso de España no sucedió así pues en octubre de 1943 se volvió formalmente a la situación de estricta neutralidad.

[13] Salvador Moreno Fernández (1886-1966), ferrolano, fue ministro de Marina en los periodos 1939-1945 y 1951-1957. En realidad, en 1941 su rango militar era el de contralmirante.

[14] Equivalente en italiano a nuestro niño bonito o favorito de alguien muy importante.

[15] Condottiero (capitán de mercenarios) italiano del Renacimiento, cuya mayor hazaña (año 1503) fue popularizada y convertida en relato legendario por el escritor Massimo D’Azeglio en su novela histórica, Ettore Fieramosca, o La disfida di Barletta (1833).

[16] En la época del relato, dicha dirección general radicaba en el ministerio de Marina. Actualmente (2025) lo está en el ministerio de Transportes y Movilidad Sostenible.

[17] Personaje de existencia y nombre imaginarios, si bien el cargo efectivamente existía (ver nota 16).

[18] Valentino Mazzola (1919-1949), gran jugador del club de fútbol Torino, famoso, entre otras cualidades, por organizar el juego de su equipo y pasar el balón al compañero mejor situado.

[19] El Gobernador General titular era entonces D. Juan Fontán Lobé, que ocupó el puesto entre 1937 y marzo de 1942, pero tenía dilatadas ausencias, lo que dio lugar a que fuese Gobernador General en funciones D. Luis Soraluce Irastorza, entre octubre de 1941 y marzo de 1942.

[20] Se llamaba Alfonso Alarcón y hay quien dice que obró así, no por imprevisión, sino porque también él era simpatizante o colaborador de los británicos.

[21]  Durante aquellos años de guerra, estuvo al frente del consulado el vicecónsul Malcolm Gaisford.

[22] Lógicamente, al Duchessa le habría encantado también colaborar con los sumergibles italianos, pero su presencia en aquella zona era mínima.

[23] Gustavus Henry March-Philips (1908-1942), fundador y comandante del No. 62 Commando, también conocido como Small Scale Raiding Force (SSRF). Fallecería en acción de comando sobre la costa francesa en septiembre de 1942.

[24] Recuérdese que a la sazón Nigeria era colonia británica, de la que Lagos era su capital.

[25] Empleo el término caballeros en tono parcialmente irónico, pues el ejército británico nunca ocultó sus reticencias acerca de sus técnicas de guerra sucia o sin reglas, calificando a los comandos de desperadoes (feroces o dispuestos a todo) y de sujetos que hacían la guerra ungentlemanly (sin cumplir las reglas, de manera no caballerosa). Son términos empleados, por ejemplo, en un libro y una película basada en él: Damien Lewis, Churchill’s secret warriors. The explosive true story of the special forces desperadoes of W.W. II, Quercus Publishing, Londres, 2014; The ministry of ungentlemanly warfare, película de 2024, dirigida por Guy Ritchie (accessible en la Plataforma Amazon Prime Video).

[26] Algunas fuentes cambian indebidamente el apellido Zorrilla por el de Castilla.

[27] La confusión al respecto es notable. Hay quien dice que fue él quien abrió la tienda y era titular de la misma. Otros entienden que, antes de la operación Postmaster, había pasado a prestar servicios en la emisora de radio de Santa Isabel, aprovechando sus conocimientos de técnico o ingeniero en la materia. Finalmente, algunos lo califican decididamente de agente británico en Fernando Poo, no de mero simpatizante de los aliados.

[28] La fecha exacta fue 20 de septiembre de 1941. La preparación de dicha operación se había iniciado en el mes de marzo de dicho año.

[29] Referencia a la representación de origen japonés de los monos que no ven, no oyen y no hablan. Serrano, y tantísimos otros, olvidan que la filosofía sugerida por los monos no es la de hacerse los tontos o pasar de todo, sino la de ignorar la maldad, los chismes y la maledicencia, para así llevar una vida buena y sabia.

[30] La compañía se fundó en Barcelona en noviembre de 1916 y, con su nombre y plena independencia, ha durado hasta 2017, cuando ha entrado en un complejo proceso de fusiones y asunción de capital externo.

 [31] Juan March Ordinas (1880-1962), cuyas relaciones con la Transmediterránea acabaron en conflictos y ruptura, aunque no me consta si ello le llevó a vender toda su participación económica en la compañía.

 [32] Ernesto Anastasio Pascual (1880-1969), secretario general y, luego, presidente de la Transmediterránea. Cuenta con una biografía, al menos: Juan Zamora Terrés, Ernesto Anastasio Pascual, “más allá del horizonte marino”, edit. Museu Marítim de Barcelona, Barcelona, 2019.

 [33] Angelo Iachino (1889-1976), comandante en jefe de la flota de guerra italiana en aquellos momentos.

 [34] Lana, pieles, copra, palo de campeche, ruedas de motores, aloe y, probablemente, cobre y amianto.

[35] Riunione Adriatica di Sicurtà, gran aseguradora italiana fundada en Trieste en 1828 (cuando la ciudad y su entorno véneto pertenecían al Imperio Austriaco). Abrió su primera sucursal en España en 1911, a la que siguieron otras varias. Fue absorbida por la Alemana Allianz en 1987.

[36] Con esos datos, supongo que se trataría de A mí no me mire usted (1941), dirigida por José Luis Sáenz de Heredia, con Valeriano León y Rosita Yarza en los principales papeles.

[37] Uno de los vapores de la Transmediterránea más conocidos en el tráfico entre Guinea y la Península. Su curioso nombre se debía al apellido de Don José Juan Dómine Blasco (1869-1931), uno de los fundadores de la Transme y su primer presidente, entre 1917 y 1920.

[38] Actualmente (2025) el edificio está ocupado por la Cámara de Comercio, Industria, Agrícola y Forestal de Bioko.

[39] Por restricciones eléctricas, el alumbrado de Santa Isabel se apagaba a la sazón a las once de la noche, en lugar de dos horas más tarde, como era costumbre.

[40] Por aquellas fechas, las plantaciones de cacao eran el negocio más saneado de la isla de Fernando Poo. He tratado del tema en mi relato titulado, El asesinato del Gobernador General, Gustavo de Sostoa, en este mismo blog, etiqueta de “cuentos históricos” (entrada de 5 de mayo de 2020).

 [41] Siglas de Special Operations Executive, organización creada en 1940 por el propio primer ministro Churchill, bajo el control del ministro de Economía de Guerra, Hugh Dalton, con la cooperación de la sección D del Servicio de Inteligencia MI6.

[42] En 1941 el gobernador y comandante en jefe de la Colonia de Nigeria era Sir Bernard Henry Bourdillon, que ocupó dichos cargos desde 1935 hasta 1943.

 [43] La fuente indispensable en español para conocer la operación Postmaster es: Jesús Ramírez-Copeiro del Villar, Objetivo África. Crónica de la Guinea española en la II Guerra Mundial, Marcial Pons, Madrid, 2004 (libro de 400 páginas con abundantes ilustraciones). Lo resume, sin la obligada gentileza de citarlo, Pere Romanillos, Historias curiosas de la Segunda Guerra Mundial. Comandos y Raids, Robin Book, Barcelona, 2014, espec. pp. 75-80.

[44] Este barco estuvo en activo entre 1925 y 1953. Su servicio en Guinea Ecuatorial fue meramente de patrulla durante la segunda guerra mundial y con base estable en la colonia entre 1946 y 1953.

[45] Unos 750 kilómetros.

[46] Aguardiente italiano a base de orujo de uva, con una graduación media de 45 grados (actualmente, dicha graduación se ha rebajado considerablemente).

[47]  En concreto la Entamoeba histolytica.

[48] Personaje imaginario, con el mismo apellido del almirante Carlo di Persano vencido por los austriacos en la batalla naval de Lissa (1866).

[49] Había razones poderosas para evitar la publicidad, no solo para seguridad de los comandos, sino para evitar que las inevitables protestas españolas contasen a su favor con la confesión británica.

[50] Hay fuentes que elevan los efectivos hasta los cuarenta. Ha de tenerse en cuenta que viajaban en solo dos pequeñas embarcaciones de desembarco y abordaje.

[51] Se ha dicho que, antes de ser reclutados por los británicos, habían estado alistados en la Legión Extranjera francesa.

[52] Sobre todo, dos piezas de 7,62 mm, emplazadas en el lugar llamado Punta Fernanda.

[53] Liu es en la ópera Turandot el nombre de la dulce esclava china enamorada del príncipe Calaf.