Alegría de vivir
Por Federico Bello
Landrove
Para Silvia Tortosa, que inspiró este cuento[1]
Resulta muy fácil poner de chupa de dómine a quien lucha denodadamente por superar los
dolores y desgracias del amor, sin dejar de perseguir este o, cuando menos, de
estar abierto a él. Y, si en esa agonía emplea fórmulas o criterios peculiares
o apasionados, entonces la crítica alcanza ribetes de acre censura ética. Este
relato invita a tomar lo mejor de tan valientes personas, sin análisis ni
mimetismos.
1.
Insomnio y soledad
Compostela es mi
ciudad predilecta y el Hostal de los Reyes Católicos, uno de los hoteles más
lujosos y acogedores de España. Y, sin embargo, mi breve estancia en la
primavera de 2007 estaba resultando funesta. En verdad, tener que acudir a un
lugar –aunque sea el Edén- por exigencias profesionales no es el mejor punto de
partida para alcanzar la placidez. Las conferencias eran plúmbeas y los
colegas, demasiado jaraneros para mi gusto. Llegaron las nueve de la noche y
estaba para pocas bromas; menos aún, para salir de cena y copas, como se me
invitó. Así que tomé un sándwich en
la cafetería de huéspedes y me retiré pausadamente a mi habitación en el
segundo piso del patio de San Lucas. Y en esto, me dio la morriña, como era de esperar, dado el lugar y las circunstancias.
No quiero
cansarles con mis achaques, pero lo cierto es que estaba pasando una época poco
grata. La llegada a la tercera edad [2] me había venido acompañada
de determinados padecimientos ominosos, entre ellos, el no menor de trastornos
del sueño. Cualquier ruido de los que abundan en los hoteles me crispaba los
nervios, hasta el punto de impedirme dormir y generarme una claustrofobia
reactiva. Y, por si fuera poco lo somático, tampoco era mi mejor momento
sentimental. Eso pasa hasta en las mejores familias; de modo que no tengo que
dar explicaciones por ello.
En fin, a eso de
las once y media, cansado de dar vueltas y de maldecir la televisión de los
vecinos y el ronroneo incesante del aire acondicionado, me vestí de cualquier
manera –vale decir, con ropa informal y el pijama como ropa interior- y decidí
desandar el camino de la cafetería, con un somnífero en el bolsillo y el
ordenador portátil, por si me daba por trasladar los apuntes tomados de las
ponencias o, tal vez, ver alguna de las dos películas que llevaba grabadas.
Quizá piensen ustedes que, para tomarse una pastilla o teclear en el PC, no
hace falta salir de la habitación, pero ya les pondría yo la penitencia de una
cámara amueblada al estilo del siglo XVII, escasa de luz y ayuna de compañía.
Así que ¡andando!, por un dédalo de crujías, cuyo hilo de Ariadna pasaba por la
soberbia capilla y el patio de San Juan. ¡Agotador!
Como era de
esperar, la cafetería estaba prácticamente desierta y a media luz. Por un
momento, temí que me impidieran el acceso por razón de cierre, pero no. Es más,
casi engullidas por los altivos sillones, unas cuantas personas charlaban o
leían, sin apenas hacerse notar. En condiciones normales, habría ido a sentarme
lejos de los desconocidos. Esa noche, me dio por hacerlo junto a la mesa en que
una señora menudita y teñida de rubio, hojeaba una revista. La cosa era en mí
insólita, pero todavía no pecaminosa. Me puse más cerca de la tentación cuando,
al acercarse el camarero para el pedido, puntualicé:
-
No
sé qué pedirle. Tengo un insomnio de campeonato.
-
Tal
vez, el señor podría tomar una valeriana. Es más, creo que tenemos unos sobres
de infusión relajante.
-
No,
me va a traer una tila. Dejaremos los grandes remedios para dentro de un rato.
Por cierto, ¿habría inconveniente en que pusiera bajito el sonido del
ordenador? Es que me apetece ver una película.
-
No
hay ningún problema. Si acaso, podría cambiarse de mesa para no incomodar a la
señora.
Sorprendentemente,
esta había entendido el cuchicheo e intervino, muy amable:
-
No
se apuren por mí. Voy a retirarme pronto. Entre tanto, si lo pone bajo…
Convine en ello y,
al tiempo de dar las gracias, la miré de hito en hito. Ella lo hacía también
fijamente, pero la penumbra difuminaba los rasgos y la tenue luz de una lámpara
de mesa sacaba brillos a sus gafas. Dediqué un ratito a transcribir unas notas
y, seguidamente, pasé a arrellanarme en mi butaca de cine particular. Levanté
un momento la vista y, por pura cortesía, le dije: Bien, vamos a ello: Asignatura pendiente, de Garci. Ella completó la presentación:
-
Película
de 1977, con José Sacristán y Fiorella Faltoyano.
-
…
Y Silvia Tortosa, agregué.
La señora sonrió y
exhaló un suspiro:
-
¡Qué
tiempos! Treinta años tenía yo entonces.
-
¡Caramba,
vaya casualidad! Esa era también mi edad cuando la estrenaron. Por cierto, fue
un bombazo, pero yo no la vi entonces. Ha sido después, a base de butaca casera
y DVD.
Mi interlocutora
cambió de silla, aproximándose para charlar quedo.
-
¿Quiere
verla conmigo?, sugerí.
-
No,
gracias, estoy harta de estar sentada y me acuerdo perfectamente del argumento.
No sé si subir a la habitación o dar una pequeña vuelta por el Obradoiro y las
Rúas. Como a usted, el sueño se me resiste un poco, cuando estoy fuera de casa
y he tenido emociones fuertes.
-
Si
lo desea, puedo acompañarla. Es un poco tarde y, modestia aparte, soy buen
conocedor y entusiasta de esta ciudad.
-
¿Y
Asignatura pendiente?
-
Pues
que siga pendiente. Sacristán puede esperar.
-
Espero
que Fiorella también. Voy arriba a coger un chaquetón.
El camarero
intervino:
-
Si
van a salir ustedes, mejor lleven paraguas. Está empezando a llover.
-
¡Oh,
Señor!, lamentó la dama. Santiago y la lluvia. Dejemos el paseo.
-
De
ninguna manera, protesté. Ese binomio es perfecto. Un paraguas y no hay
problema. Total, son cuatro gotas.
-
Bien.
En diez minutos, a la puerta del hotel.
Sonaron las doce
campanadas en el ronco reloj de la catedral. El 20 de abril de 2007 dejaba paso
al día siguiente.
2. Las emociones fuertes
El conserje nos
facilitó uno de esos paraguas de hotel, bajo los que parece caber un
regimiento. Con todo, fue salir al Obradoiro y, entre el relente nocturno y que
las cuatro gotas eran bastantes más, la señora se subió el cuello de piel de su
prenda de abrigo y me tomó con firmeza del brazo. Susurró:
-
Perdona,
con estos tacones y las losas mojadas…
Como réplica afectuosa, me salió de dentro el pareado de la
famosa canción:
Un petit coin de
parapluie
contre un petit coin de
paradis [3]
-
Georges Brassens, agregó la dama. Me parece que, aparte los años,
tenemos algunos puntos más en común. Pero, ¡qué torpe! Me llamo Eulalia, aunque
los amigos me dicen Laly.
-
Carlos
Perramón. Mis amigos me llaman matasanos y
Doctor Barnard.
-
De
donde se deduce que eres cardiólogo,
de esos del Congreso que se celebra en el Hostal.
Nada había de
incierto en su deducción. Inicié una breve parada en el centro de la gran
plaza, a fin de ejercer de guía. Laly me empujó hacia adelante, aunque con
suavidad:
-
Hace
una noche de perros y no quiero hacerte trabajar. Así que paseemos y relajemos
el centro del sueño.
Me dejó un poco
corrido, lo que –como en mí es habitual- me cortó los temas de conversación.
Embocamos la Rúa Nueva y buscamos el abrigo de los soportales. Laly rompió el silencio:
-
¡Qué
casualidad! En esta librería de tanto sabor he presentado mi libro esta tarde.
-
No
me digas. Así que eres escritora.
-
Algo
así, pero a ratos perdidos, por distracción. Es mi segunda obra, una exposición
de casos, curiosos o dramáticos, de amores fallidos.
-
¡Cáscaras!
Así que era eso a lo que te referías hace un rato, con lo de emociones fuertes.
-
A
eso y a desnudarme ante el público y
los periodistas, contestó al tiempo que señalaba el libro recién nacido,
expuesto con relevancia en el escaparate.
No parecía de las
escritoras propensas a contar sus particulares batallas con las musas, los editores y sus colegas. Le fui sonsacando, con
mi proverbial habilidad para la anamnesis, y lo que saqué en limpio se lo
resumo a ustedes a continuación:
Un poco psicóloga y otro poco buena
conocedora de la sociedad madrileña, Laly había imaginado el interés que podría
tener bucear en el trasfondo vital de distintas mujeres, para explicar los
motivos de su comportamiento amoroso –y aun sexual- y de las reacciones y
respuestas que habían encontrado para sus dificultades y renuncias. Como era de
esperar, los casos interesantes se contaban por docenas: Ella solo había tenido
que seleccionar los que más la habían afectado.
-
Chico,
hay de todo un poco. Homosexuales que hacen –mejor, hacían- el paripé del
matrimonio, para pasar por viriles. Acomplejados, aunque no tengan razón, que
acogotan psicológicamente a su pareja, para evitar que les haga la menor
sombra. Prepotentes, que se cobran en carne o inducen a la prostitución. Alcohólicos
y violentos; drogatas y pichas-flojas.
Y, entre semejante fauna, algún gran hombre que se te muere a poco de
conocerlo, o que te llega en el momento equivocado.
-
¡Dios
mío!, vaya galería de personajes siniestros. ¿No tienes miedo de que haya una
oleada de suicidios o una epidemia de depresiones, entre quienes lean tu libro?
-
No
serán muchos, en todo caso. Contra lo que puede deducirse de lo que te he
contado, no pretendo ser pesimista ni maniquea (¿se dice así?). Muchas mujeres
no tienen sino lo que están buscando, o se merecen. Y, a fin de cuentas, la
moraleja que yo pretendo se saque de mi libro es que hay que sobrevivir, seguir
adelante y –si se tercia- repetir.
Todo, menos venirse abajo, cerrarse al amor y al sexo, o dar por acabada la
vida cuando aún puede faltar lo mejor de ella.
-
¡Uf!,
Laly, me reconfortas. De todos modos, tanto puede pecarse por optimismo, como
por negatividad. No sé por qué me malicio que no andas lejos de proponer un
exceso de respuesta, o una super-compensación, que podría facilitar la recaída
en el mal anterior.
Habían quedado
atrás Santa María Salomé y la pintoresca fuente del Cantón del Toral. Ante
nosotros se abría la elegante Rúa del Villar[4], oportunidad espléndida
para satisfacer mi deuda santiaguesa y paliar el hastío que Laly mostraba
ostensiblemente a seguir adelante con la polémica.
-
Querida
amiga, si nos respetan los horarios de cierre, te sugiero darnos un breve
reposo en uno de los lugares compostelanos de mi predilección: el reino del
nogal y el azogue; la sede de la danza y la armonía; el templo del amor.
Por primera vez en
el recorrido, Laly dejó volar la risa, con aquella abierta franqueza, que tanto
me recordaba a otra persona. Aceleramos el paso y llegamos todavía a tiempo de
penetrar en lo poco, poquísimo (¡ay!) que quedaba del otrora lujoso Casino de
Santiago. Nos sentamos ante sendos orujos de yerbas y no tuve más remedio que
explicarme:
-
Verás,
Santiago me acogió en dos veranos de mi adolescencia y, gracias a la invitación
de unos primos socios, pude acceder a la primera planta del Casino, donde se
hallaba el salón de baile, un tanto degradado ya entonces, pero amplio y
coqueto aún. Nunca he sido un danzarín acreditado, pero había que hacer de
tripas corazón, con la de galleguiñas
interesantes que había.
-
Ya
ves, yo nunca tuve ese problema. Hasta seguí cursos de expresión corporal y
danza contemporánea en la Escuela Superior de Arte Dramático de Madrid.
-
¡Cáspita,
señorita Eulalia! Con su palmito y
esa preparación académica, cualquiera la tosería en los guateques.
Laly repitió su
impagable risa y salió por la tangente, más que por pudor, por reserva:
-
¿Qué
canciones recuerdas de entonces?, me preguntó.
-
Tengo
grabadas en la memoria Sapore di sale e
Y volvamos al amor.
-
No
es mala elección, no. Románticas a tope y llenas de sugerencias amatorias.
De modo
subconsciente, empezó a tararear con exquisito gusto la canción de Marie
Laforet[5]. Entre admirado y
malévolo, inquirí:
-
No
me digas que también has seguido cursos de canto.
-
Mis
pinitos he hecho. De joven, hasta me dio por grabar algún disco, pero ahí quedó
la cosa.
-
¿De
joven? Pues será ayer por la mañana, porque, por más que te miro, no imagino
cómo puedan haber pasado sesenta años por tu cuerpo serrano.
Laly adoptó una
pose de falsa seriedad y replicó:
-
Hay
cosas que un caballero no debe preguntar a una dama. De cualquier modo, tú,
como médico, debes conocer algunos remedios y respuestas.
Después de varias
revueltas y carraspeos, uno de los camareros nos invitó a marchar:
-
Cerramos
a la una. Si tienen la bondad de abonar la consumición…
En realidad, era
cerca de la una y media. Como niños pillados en falta, esbozamos una disculpa y
salimos a la calle. El pavimento, terso y mojado, reflejaba la imagen de una
luna casi llena, que había logrado rasgar el velo de nubes. El paraguas ya no
era preciso. Inicié la marcha hacia el Hostal pero Laly volvió a tomarme del
brazo y sugirió:
-
Señor
cicerone: ¿No tiene Santiago algún recóndito lugar que merezca contemplarse a
la luz de la luna?
-
Haberlos,
hailos, respondí, al estilo de la
tierra.
3. Literatura y vida
Se dejó llevar,
sin una pregunta, hasta la alameda de Santa Susana. Iniciamos la subida del paseo
de la Herradura, por aquella parte que da frente al casco antiguo y que tiene
la más hermosa vista de conjunto de la catedral. La atmósfera, limpia de lluvia
y luminosa de luna, hacía casi superflua la artificiosa iluminación de la
gigantesca fábrica de granito. Al llegar al banco que todos ambicionan, como el
que tiene la mejor vista, sugerí:
-
No
sé si estarás dispuesta para un rato de contemplación.
-
¿Temes
que mi corazón no resista el arrobo?
-
Lo
digo por el relente y por lo mojado que está el banco.
-
¿Quién
dijo miedo?, me replicó risueña.
Nos sentamos,
juntos y en silencio, durante momentos en que parecía haberse detenido el
mundo. Trataba de acomodar mi ánimo a la quietud exterior, pero era un avispero
de emociones. Por un instante, noté que Laly se acurrucaba junto a mí,
tiritando. Le pasé fraternalmente el brazo por los hombros y comenté:
-
Ya
te dije que hacía demasiado fresco. Esta humedad cala los huesos.
-
¿Y
cómo demonios te defiendes tú tan bien de ella, siendo tan delgaducho?
-
¡Ah,
querida!, es que yo no salgo de noche sin llevar debajo el pijama.
Y, desabrochando
todo lo desabrochable, le enseñé un mínimo trozo del otrora llamado esquijama, color verde y razonablemente
grueso. Mi friolenta acompañante se hizo de cruces, llevando jocosamente la
cosa por donde picaba:
-
Doctor,
es usted increíble. Bien está ser precavido y práctico cuando se acude a una
cita prevista, pero en este caso, por sorpresa, sin conocerme,… la Asignatura pendiente. Ahora que lo
pienso, ¿no seré yo la Patología suspensa?
-
Señora
mía, si se tratase de Anatomía, tendríamos mucho de qué hablar pero, en lo
tocante a enfermedades, la encuentro a usted sana como una manzana.
-
No
le falta razón, amigo matasanos.
Aunque tengo ya los sesenta, estoy estupenda de salud y llevo un ritmo vital de
chavala de dieciocho. En cambio, en lo tocante a la anatomía, si yo le contara…
-
Cuente,
cuente. Los médicos estamos de vuelta de casi todo.
-
Soy
muy pudorosa. Solo le diré que la mitad de mi persona duerme en la mesilla de
noche.
Esta vez fui yo
quien, tras captar el sentido de tan exagerada y retorcida expresión, rompió a
reír a carcajadas, cosa totalmente insólita para mi costumbre. Laly parecía
haber recobrado su calor natural:
-
Bien,
doctor, yo ya me he confesado. Vamos ahora con usted. Tiéndase en el diván –dijo,
mientras me impulsaba a reclinar la cabeza sobre su hombro-.
-
Bah,
poca cosa. Soy un hombre vulgar, en una situación vital completamente normal.
Ya sabes, lo de siempre: cierto disgusto profesional, cierto miedo a la vejez
ya cercana, cierta rutina en lo familiar…
Fui cerrando los
ojos y, como en un sueño, me oí desgranando ante aquella perfecta desconocida
mi vida y milagros, con esa sinceridad –o desfachatez- con que uno se retrata
ante personas a quienes sabe que nunca más volverá a ver. Ella escuchaba, sin
apenas insertar una exclamación, o un mínimo comentario. En los instantes más
peliagudos, me tomaba la mano o acariciaba el poco cabello que aún peino. Me
había invitado al psicoanálisis: no fue muy distinto lo que, casi
involuntariamente, realicé en aquel banco mágico, con dosel de árboles de hojas
tiernas y escenario de torres y pináculos.
No sé lo que duró
aquello. Sí que, de pronto, era ella quien hablaba de sueños segados en agraz,
de entrega no correspondida, de juguetes rotos, de vulnerabilidad,
incomprensión, inseguridad. Minimizaba mis errores, pulverizaba mi sufrimiento,
regeneraba la esperanza, inspiraba alegría
de vivir. Y entonces, con la clarividencia que da la unión de dos almas
amigas a la luz de la luna, comprendí y pregunté:
-
Laly,
pequeña gran mujer: ¿Eres la autora de esa enciclopedia del dolor y la
transfiguración o, más bien, la protagonista?
Ella calló. Yo no
esperaba respuesta. Es más, cualquier palabra habría roto el hechizo.
***
En lugar de honor
de mi biblioteca, el libro de Laly convoca una y otra vez el recuerdo de
aquellas horas. En la guarda, una dedicatoria: Para que no olvides que todos somos, a la vez, médicos y pacientes,
Laly. Yo creo que se quedó corta. Es posible que yo le enseñara un
recóndito lugar a la luz de la luna. Pero es seguro que ella me abrió caminos
de fortaleza y de ternura hacia ese mágico destino que, a veces cínicamente,
llamamos felicidad.
Gracias, Laly,
allí donde estés.
[1] Agradezco la expresa aceptación de Silvia al
modesto homenaje de esta dedicatoria.
[2] Aunque cada uno puede pensar lo que quiera,
acepto la tesis moderna de que la tercera
edad se inicia a los sesenta años, aunque solo sea para estatuir una cuarta, a partir de los ochenta. No deja
de ser una visión optimista de la longevidad. Así que solo me queda desearles
que lleguen allá, en aceptables condiciones, por supuesto.
[3] Para entendernos, algo así como: Un trocito de paraguas / a cambio de un
rinconcito de paraíso. La canción es Le
parapluie, de Georges Brassens, datada en 1952.
[4] Aprovecho este lugar, para defender el
derecho de usar los topónimos usuales en castellano, ya que el relato está
escrito en dicha lengua. De sobra sé, por ejemplo, que a rua do Vilar no puede traducirse en el sentido que tendría su
versión literal al español.
[5] Es decir, Y
volvamos al amor. Sapore di sale fue
popularizada por Gino Paoli.