Asuntos de familia
Por Federico Bello
Landrove
¿Hasta que punto nos condiciona la
pertenencia a una familia? ¿No somos injustos cuando nos apropiamos de sus
méritos y le achacamos nuestros errores y fracasos? Meditemos sobre todo ello,
con base en dos casos de la vida real, que afectaron a personas bien conocidas.
Mas, como no se trata de hacer crónica, sino inspirarse en ella, dejaré que
sean los lectores quienes rastreen las identidades, si les place.
1.
Un padre de menos
Como es natural, morar en la calle de la
Misericordia no imprimía carácter a sus vecinos. Bien lo sabía Alicia Menéndez,
que vivía en el segundo piso de aquel hosco caserón, desde los tiempos en que
sus padres habían liquidado la labranza de su pueblo y habían tomado el camino
de Castellar con sus tres hijos, para
darles un porvenir. De eso ya iba para veinte años, con República y guerra
civil de por medio. En verdad, no había sido buena época para mejorar de
fortuna.
De aquellos
lejanos tiempos de la mudanza, apenas quedaba otro recuerdo que la casa
familiar de Abadía de Don Juan, que se estaba cayendo a pedazos, y Fermina, la fiel
y perpetua sirvienta, a la que no se le había conocido otra veleidad que un
breve noviazgo con un ayudante de tahonero, que fue a finar en Alhucemas. Todo
lo demás había ido siguiendo el curso inexorable del tiempo. Don Arsenio (a quien las harpías del
primero recalcaban el tratamiento, cuando no lo llamaban el patán) había entregado el alma en el Año del Hambre, dejando la casa
convertida casi en un gineceo. En efecto, su único hijo varón, Damián, el
primogénito, licenciado en Medicina de
carrera larga, impartía ahora sus escasos saberes profesionales en el
Hospital Militar de Sevilla, no dignándose cruzar Despeñaperros a no ser para
bodas y funerales, así como para huir en su mes de vacaciones del bochorno
sevillano, periodo en que recalaba en el solar abadiense, para desesperación de
Esperancita, su mujer:
-
Damián,
por Dios, a ver si arregláis la casa, que se nos va a venir encima.
-
¡Quita
allá, mujer, menudo gasto! Y, además, estas construcciones antiguas tienen una
resistencia a prueba de bomba.
Otro tanto podía
afirmarse de la matriarca, Doña Cirila
quien, acostumbrada desde niña a atender casa y hacienda, parecía no cansarse
nunca de las faenas domésticas, por más que los años no pasaran en balde. Los
sesenta le habían caído hacía tiempo y cada vez le costaba más madrugar y
aguantar los juegos e impertinencias de sus nietos. Si no hubiera sido por
consejo de Alicia, habría rechazado probablemente la interesada oferta de Asun,
su hija pequeña, al morir su Arsenio:
-
Mamá,
la casa es muy grande y siempre es bueno que haya en ella un hombre.
-
Pero,
hija, vosotros tenéis vuestro hogar, aunque sea pequeño.
-
No
se hable más: me vengo con Manuel y los niños. Ya verás cómo no te dan ninguna
guerra.
Aquello era mucho
decir en lo que respecta a la parejita de nietos, pero absoluta verdad en lo
referente a Manolo, auxiliar de
notarías, verdadero campeón de horas extraordinarias. Su escasísimo tiempo
libre lo repartía entre el Círculo de Recreo y la afanosa búsqueda de sellos de
animales y plantas; algo que su suegra le recordaba con preocupación de tacaña,
recibiendo de él siempre la misma contestación:
-
No
pretenderá que la acompañe a las novenas y otras devociones del Rosarillo. Un
hombre ha de tener otros entretenimientos, siempre que gane para ellos.
La discusión no
llegaba más lejos, pero doña Cirila tomaba buena cuenta del argumento de su
yerno para el siguiente enero, en que invariablemente se actualizaba la
cantidad que aquel aportaba para contribuir a los gastos de la familia.
***
Entre Damián y
Asun, había nacido, casi cuarenta años atrás, Alicia, a quien hemos dejado
camino de la Gota de Leche, para atender una convocatoria urgente del director
del colegio. A las vecinas podía resultarles tan vulgar y corriente como el
resto de la familia, pero para los vecinos era otra cosa… De estatura más que
mediana, bien proporcionada, vivaz y expresiva aun sin ser bella, con la vitola
de soltera y sin compromiso, había sido el centro de las miradas de los
unos y de los cotilleos de las otras durante mucho tiempo. Aún ahora, con su
media melena de permanente, maquillaje discreto y atuendo faldicorto,
despertaba la masculina admiración. Años atrás, sus ojos claros, grandes y
tristes habían provocado la comparación:
-
Se
parece a Sylvia Sidney.
Y con Sylvia
Sidney se quedó.
***
-
Habría
preferido que viniera su madre de usted, porque creo que tiene más ascendiente
sobre Adrián. Vamos, que el chico le tiene mucho respeto.
-
Le
ha sido imposible venir. Además, como su llamada ha sido tan perentoria, he
temido que sufriera un disgusto, a su edad.
-
Pues,
en efecto, la cosa no es baladí. Me temo que su sobrino va a perder el curso.
No era la primera
vez que tenía que repetir. Ya se sabe, la mala salud le impedía llevar una
escolaridad regular. Pero esta vez la cara hosca del director hacía suponer
motivos peores:
-
Hace
dos meses que casi no pisa por la escuela. Le he llamado la atención varias
veces y les hecho llegar por su conducto algunas notas de advertencia.
-
Lo
siento. No nos las ha entregado.
-
Me
lo figuraba. Por eso he optado en esta ocasión por la llamada telefónica. Verá:
hablando francamente, Adrián hace novillos un día sí y otro también. Su maestro
me indica que ha sido visto en horas de clase por la orilla del río, con una
panda de golfillos.
-
No
sabíamos nada. Descuide: a partir de ahora, lo ataremos corto. Yo misma me
encargaré de acompañarlo hasta aquí, mañana y tarde.
-
Me
parece bien pero temo que no sea suficiente. Con doce años, habiendo repetido
dos cursos y no habiendo pasado de cuarto…
-
Es
un buen niño, solo que –ya sabe usted-, con su mala salud, sin padres… Pero es
inteligente y lee mucho. Se pondrá al día en los dos años de escolaridad que le
quedan.
-
Mal
lo veo, señora. Para empezar, nos veremos obligados a sancionarlo por su
indisciplina. Será expulsado del colegio hasta fin de curso.
-
¡Pero
si todavía faltan dos meses para las vacaciones! Es un crío. Si lo expulsan, le
cubrirán de vergüenza y le privarán de cualquier estímulo.
-
Yo
que ustedes –concluyó el director, impertérrito- iría pensando en prepararlo
para los exámenes del Certificado de Estudios Primarios. De otro modo, veo
imposible que pueda conseguir la habilitación para seguir estudiando. Y sería
una pena porque, malas compañías al margen, es un muchacho inteligente.
Alicia salió a la
calle corrida y demudada. Buscando serenarse, eludió el camino más corto a su
casa y se dejó llevar por el dédalo de calles que rodeaban la Catedral. Su mole
blanca resaltaba al sol de atardecida de mayo y parecía querer desplomarse
sobre el castillo de arena en que sus padres y su propia falta de carácter
habían convertido su relación con Adrián. Los pies la llevaron, calle de San
Pedro adelante, hasta la solemne farmacia-laboratorio “Herederos del Dr. Egea”,
donde, al decir de su padre, había dejado su sudor y su vergüenza.
Miró de reojo los azulejos talaveranos ya demodés, con sus medallas de
premiación, coronadas por la estrella azul de seis puntas, y continuó sin
detenerse, hasta desembocar en la gran Plaza, presidida por el Consistorio
neoplateresco.
-
¡Alicia!,
gritó una voz femenina conocida, desde el centro ajardinado del ágora.
Era lo que menos
deseaba la interpelada en aquellos momentos: encontrarse con una compañera de
trabajo. En cambio, a mí me va a venir muy bien pues, mientras las colegas
platican, tendré tiempo de contarles lo que los abogados denominan antecedentes
de hecho.
***
No me cabe duda de
que Alicia era, no solo la más interesante, sino la más inteligente de sus
hermanos. Todavía en el pueblo, había tenido una escolaridad muy provechosa y,
como vástago de una familia acomodada de propietarios, había podido
disfrutar del piano de las abuelas y de una selecta biblioteca de los abuelos;
en concreto, del materno quien, retornado de la guerra de Cuba con el mal
cronificado de la fiebre amarilla, había tenido que reemplazar la esteva por el
mostrador de la botica de Abadía. Cuando el riñón o el hígado le hacían crisis,
no tenía más remedio que reposar en cama o en la mecedora de la sala, con la
amigable compañía de un libro. Su nieta le había heredado la afición y hasta
las predilecciones:
-
Alicita,
no lo olvides: como poeta, Rubén es el más grande. Entre los prosistas, la cosa
está más discutida, pero yo me inclino por Valle Inclán.
De modo que
cuando, quinceañera o poco más, la moza siguió a sus padres hasta Castellar, no
solo había crecido en edad, estatura y gracia, sino que era poseedora de
una buena cultura y de aficiones literarias y musicales. Era buen punto de
partida para otras aspiraciones, las que cortó en agraz su enérgico progenitor
el día que la sorprendió escribiendo poemas con su cuidada caligrafía, en un
cuaderno intitulado Los cisnes del Frondor:
-
Me
dicen en la academia que has adelantado mucho con la mecanografía y el francés;
así que ya va siendo hora de que te coloques y vayas progresando, que para eso
nos vinimos del pueblo.
Se colocó de
oficinista en los “Laboratorios del Doctor Egea”, cuya farmacia residual
acabamos de ver en la calle de San Pedro. Cuando Alicia entró a trabajar, hacia
1928, era todavía una empresa fuerte, que la segunda generación de Egeas
dirigía con profesionalidad y tino. Integrante de la tercera, Carolina Egea se
dejaba caer por la sede, más por aburrimiento que por interés. Era bastante
mayor que Alicia, con la que pronto hizo buenas migas, gracias a su común
afición musical. Estaba casada con un abogado de familia oriunda de Sevilla,
Don Alejo Lontananzas, de cuyo padre se decía que había tenido que salir por
pies de la ciudad hispalense, tras un duelo sangriento de motivación política.
El hijo había heredado de él el genio vivo y el bufete, pero no la dedicación a
la vida pública, por más que simpatizara con Melquiades Álvarez y, más tarde,
con Azaña. Alejo y Carolina no tenían hijos cosa que –según me contó una amiga
de la familia- había contribuido a enfriar el cariño entre los esposos, sin
afectar por ello a la paz del hogar.
La misma amiga y confidente
proseguía:
-
Pudo
ser eso, o el indudable atractivo físico del abogado y la administrativa, o
quien sabe si la euforia y el relajo que advinieron con la República. El caso
es que las cosas pasaron a mayores y Alicia quedó embarazada.
-
Pero
¿se trató de una relación ocasional o es que llegaron a ser amantes?
-
Querido,
mi conocimiento no llega a tanto. Lo único que puedo asegurarte –pues me lo
confirmó Carolina- es que Alicia se presentó un día en su casa con la criatura,
le contó todo y le sugirió que adoptase al bebé o, cuando menos, lo acogiera en
su familia. ¡Figúrate la que se armó! La echó fulminantemente de casa y...
-
...
Del trabajo.
-
Pues
sí. ¿Ya lo sabías?
-
Pura
intuición, Carmen. Pura intuición.
***
Alicia ya se ha
despedido de su compañera y, lentamente, endereza a su casa. Como un ritual,
dirige antes la mirada a la balconada del Ayuntamiento y maldice entre dientes
el yugo y las flechas que la coronan. Por detrás quedan su oficina del servicio
municipalizado de aguas y, en la otra ala del edificio, la vetusta biblioteca,
con sus vitrinas polvorientas y libros encuadernados en oro y azur, ocasional
guardería y sustento para la inagotable sed lectora de Adrián. Muchos años y
mucha infamia habían caído sobre aquella casa de todos, desde que ella
entró por oposición en el treinta y dos, después del tropezón con Don Alejo y
familia. No obstante, le tenía ley al consistorio, después de tantos años de
servicios y de secretos compartidos. Pero hoy no está para recordar los
estragos de la guerra; ni los requiebros de Felipe, el jefe de sección, que se
cree con derecho a casi todo, porque sea republicana y –se rumorea-
madre soltera; ni siquiera los flujos ominosos del terrible bacilo. Ahora solo
le cae en mientes el fracaso académico de su sobrino, su frecuencia de golfillos, el oscuro porvenir que le
espera.
Aprovechemos su
paso deliberadamente cansino, para adelantarnos a ella y concluir la prometida
exposición de antecedentes:
¡Buena era Doña
Cirila para venirle con remedios vitandos! Al menos en lo de no abortar, estuvo
firme y frenó también los ímpetus de su marido, que quería poner a Alicia en el
arroyo. Pasó el embarazo recluida en Abadía y fue a tener la criatura al
Hospital de Caridad de Zaragoza. No me consta si estuvo sola o asistida en este
trance, pero sí que tuvo el valor de inscribir al hijo como propio y no dejarlo
en la inclusa. Hasta le echó su miaja de malicia al inscribirlo:
-
¿Qué
nombre va a ponerle?
-
Adrián
Alejo, respondió muy decidida.
Claro que la
bravura de Alicia tuvo una condición sine qua non, por parte de su madre: El
niño no habría de pasar ante nadie por hijo suyo. Y, para implementar
tal designio, no se paró en barras. La criatura fue entregada a una nodriza de
un pueblo próximo a Castellar, cuya familia lo acogió como uno más de ella,
durante varios años. Pero, al menos para esto, la guerra civil no fue
despiadada:
-
Mamá,
por Dios, que le puede pasar una desgracia.
-
Está
bien, Alicia, lo traeremos con nosotras, pero con el compromiso por tu parte de
no aparecer como su madre, sino... como su tía. En cuanto la líes, como el día
que se lo presentaste a Doña Carolina, se vuelve por donde ha venido.
Creo que Alicia
cumplió su promesa. Con todo, la cosa llegó a saberse –o sospecharse-
entre los próximos. Decía mi madre que en ello tuvo bastante que ver el
confesor de Doña Cirila. No seré yo quien le lleve la contraria.
En fin, nuestra
protagonista está entrando en el portal de su casa. Como si nos hubiese
escuchado, lleva pensado algo, que tal vez debería haber decidido mucho antes y
que ni siquiera ahora estoy seguro de que se atreva a efectuar: decir a las
claras a Adrián que ella es su madre. Sube las escaleras lentamente, sin dar la
luz, casi a oscuras. A la altura del primero –como siempre- se abre la mirilla.
Desde el descansillo superior, le llega la voz sonora y distinta de la chacha
Fermina:
-
¡Adrián!
¿Cómo voy a decirte que no metas cucarachas en la artesa?
Solo entonces
Alicia recuerda que, al regreso de la entrevista con el director de la escuela,
tenía que haber parado en una droguería a comprar Cucal.
***
El niño oye el
giro de la llave de su madre en la cerradura y, según una vieja costumbre,
corre hasta el dormitorio, abre la puerta del armario y se acurruca entre los
trajes arrumbados de los ancestros, que tantas veces le han dicho que fueron de
su difunto padre. Logra a duras penas cerrar el mueble antes de escuchar los
pasos de su tía por el pasillo y
reclina la cabeza entre un abrigo con cuello de cabritilla y el famoso uniforme
militar con el que presuntamente su padre combatió por la República cuando, en
realidad, fue su bisabuelo quien lo portó con honor en la tercera Guerra
Carlista. Encienden la luz, que filtra sus rayos por entre las holguras de la
puerta de luna.
-
Adrián,
cariño, ¿estás ahí?
Se queda con ganas
de no responder, pero siéntese descubierto y, bien mirado, lo de las cucarachas
no tiene mayor importancia. Contesta con otra pregunta, tan innecesaria como la
de Alicia:
-
¿Eres
tú, tía Ali?
El armario se abre
con un lúgubre crujido. Sale lentamente Adrián. Por un momento, refulgen las
charreteras de capitán de húsares. Nunca fueron tan tristes los ojos de Sylvia Sidney.
***
A la gente le gusta
dramatizar y revelar más de lo que realmente conoce. Yo ni quito ni pongo, pero
hay quien dice que la noche del velatorio de Alicia, Fermina tomó la sartén por
el mango, llamó a capítulo en la cocina a Adrián, recién llegado a su mayoría,
y le espetó:
-
Adrián,
harías bien sintiendo lo sucedido más que nadie, porque la que acaba de morir era
tu madre.
2. Un padre de más
Aquél uniforme con olor a naftalina y brillantes charreteras doradas le
habría cuadrado muy bien a un personaje de este segundo capítulo, el teniente
coronel Don Augusto Martínez de Poveda y Vereterra, marqués del Piornal, bizarro
militar del bando franquista y, sin embargo, derrotado irremediable, aunque
temporalmente, por el piojo verde contagiado en el frente.
La guerra civil concluyó para todos, incluido aquel héroe de la batalla
del Ebro, pero estaba a punto de iniciarse para él una larga contienda
doméstica. Desde el fondo de su corazón de caballero, recapacitaba Don Augusto
sobre las liviandades de su espectacular mujer y llegaba a considerarlas como
una penitencia por sus errores pasados, como el de haber desairado a la hermana
de la finalmente elegida como esposa, o el pasar por alto que le doblaba
holgadamente la edad en la fecha del matrimonio.
Finalmente, puso su honor en los brazos de la Inmaculada Concepción –que
había presidido sus nupcias- y pidió la excedencia del ejército con el grado de
coronel. Su esposa, por desgracia para él, no se dejó posar en brazos
virginales, sino en otros varios, más terrenales y membrudos, para pábulo de
chismosos y ludibrio del tolerante marido, indiscutible modelo de padre y
–quizá- de prudente esposo.
Si tan paciente ejemplo de consentidor ha pasado a la posteridad, no fue
sin duda por lo infrecuente, sino por haber tenido amores la señora marquesa
con un muy distinguido político, hasta el punto –se asegura- de fructificar tal
relación con una hermosa niña, que Don Augusto reconoció como propia y siempre trató
como a hija de su sangre. Se afirma que en estas cosas las madres son casi
infalibles. No obstante, tal vez con cinismo, el magnate del Régimen (que en el
envite perdió su carrera pública) nunca reconoció aquella paternidad doblemente
adulterina pues decía: ¿Cómo puedo
saberlo de cierto, si ella no ha dejado de convivir con su marido?
***
Me dirán que lo que sigue es cuento. Mejor
harían en recordar lo de que la realidad supera la fantasía. Es lo cierto que
aquella infidelidad, que bien pudo ser pasajera, vino a durar más de una
década, entre la condescendencia de los cónyuges legítimos y la cada vez mayor
indiferencia social. Ambas familias mantuvieron un trato correcto, propiciado
por la vecindad de sus hogares y la coincidencia de sus miembros en los lugares
de afluencia de la plutocracia. Eso sí, los amantes pusieron en lo sucesivo un
mayor cuidado o un menor apasionamiento en sus encuentros. Y así, la niña rubia,
heredera de los marcados rasgos de belleza y carácter de sus padres carnales,
no tuvo continuidad.
***
A veces, Pilar se sentía ahogar en aquella casa, en que nada podía
echarse a faltar, no siendo la intimidad familiar. Su padre, afectuoso y
paciente, era incapaz de compensar la efectiva falta de una madre tolerante y
cordial. La suya, en efecto, sobre pasar fuera la mayor parte del día, la
trataba en todo momento con rudeza o con desdén, imponiéndole sus decisiones y
no pasando por alto el menor fallo. Aunque el trato para sus hermanos no fuera
muy diferente, creía notar hacia ella una acritud y sequedad superiores al
resto. Lo sintetizaba con una frase, muy al gusto de la época:
-
Me trata como la madrastra de Cenicienta.
Me contaba muchos años después la tata
Sonsoles –que tan bien conocía los secretos de aquella casa- que la Señora
tenía un genio muy vivo y era altanera y displicente -de eso no había duda-;
pero que la Nena había salido a ella, terca y combativa, tan inteligente como
crítica. No le parecía que hubiese entre los hermanos esos distingos que Pilar
sentía, como no fueran los propios de la edad y el sexo de cada uno, según los
usos de aquel tiempo. En resumen, concluía la vieja niñera:
-
… Cosas de adolescentes. Nada especial, de no haber
sido por lo del señorito Luis.
-
¿Y que es ello? Cuente, cuente…
-
Me parece que ya he hablado bastante.
No le pude sacar a Sonsoles ni una palabra más, pero ya tenía una pista
que seguir, por nombre Luis. A día de
hoy, esa pista se ha convertido en un camino trillado, que muchos conocen. Con
todo, sigue llevando a un final digno de recordar.
***
Por decirlo al modo romántico, Luis era el hombre de la vida de Pilar. Se
habían conocido de niños y habían crecido sintiéndose parte principal de su
existencia. Objetivamente, es lo que se dice estar hechos el uno para el otro,
cosa que en la práctica no siempre funciona, pero que en el caso de Pili y Luis
lo hacía a la perfección. Con prudencia impropia de su edad, los muchachos
progresaban en la intimidad de su relación, acompasándola a lo que las familias
entendían como mero fruto de una honda confianza y de una profunda amistad. O
es que, tal vez, no fueran capaces de columbrar otra cosa que lo que esperaban
ver.
Llegó el verano del cincuenta y nueve y, con él, la plenitud de su amor.
He obtenido confidencias no detalladas, pero todas coinciden en que los
jóvenes, con la profundidad de la primera vez, abrieron sus cuerpos a lo que
sus almas sentían desde siempre. No creo que haya que buscar en ello más
explicación que las exigencias de la edad y del deseo. Algunos me dieron otras
razones, relacionadas con la ligereza de costumbres de ciertos ambientes
sociales, así como la heteróclita
influencia de los estudios allende los Pirineos, en alambicada expresión
del padre Palomar, a quien volveremos a encontrar posteriormente.
Luis se aproximaba a la mayoría de edad; era un aventajado estudiante de
Derecho y gozaba de amplia libertad en su familia. Pilar acababa de superar la
adolescencia, era muy decidida y estaba harta de aguantar las imposiciones y
estridencias de su madre. De este cóctel, salió la drástica resolución que
tantas parejas muy jóvenes tomaban en aquella época para liberarse de su
familia y vivir el amor en plenitud: casarse rápidamente. Si la presión
exterior era muy fuerte, los jóvenes solían buscar el embarazo, para forzar el
consentimiento paterno. Ignoro por qué no fue esa la opción de nuestros amigos.
De todas formas, de haberlo hecho, sólo habrían añadido más amargura a su
fracaso.
Pongamos la resolución en manos de Pilar, pugnaz y poco dada a evitar
los choques frontales. Luis, si acaso, aportaría su edad, más próxima a la
mayoría civil, y sus conocimientos de alevín de jurista. El caso es que la
muchacha acudió a la parroquia para pedir –con un pretexto cualquiera- su
partida de bautismo, documento preciso para el expediente matrimonial.
Seguidamente, abordó a su madre –curiosa decisión esa, de empezar por el
escollo presuntamente más duro- y le manifestó su decisión de casarse con Luis.
***
Para narrar situaciones como esta, se impone ser un buen escritor o un
simple cronista: no parece haber término medio. Así que ejerceré de cronista.
La señora marquesa trató de
quitar de la cabeza a Pilar la idea del casorio con todos los argumentos que se
le fueron ocurriendo: la edad, la confusión entre la amistad y el amor, la
disparidad social… Hablaba, desde luego, con mucha menos fluidez y autoridad de
lo que era habitual en ella. Su hija, cerrada a la banda, mantenía su
propósito, admitiendo como mucho una breve demora, para que las familias se
hicieran a la idea y pudiera prepararse debidamente la boda. Llegó a apuntar
como fecha de la ceremonia el mismo día en que ella cumpliese los dieciocho,
allá por mayo.
Entre la espada de la pasión de su hija y la pared de su propia
vergüenza, la Señora comprendió que no era cosa de disuadir o de demorar, sino
de borrar para siempre aquella idea nefanda de la única manera posible; aquella
que nunca juzgó preciso hasta entonces emplear, ya por no rebajarse a dar
explicaciones, ya porque hubiera supuesto a su hija al tanto de todo, gracias a
las habladurías de sus amistades: Debía decir a Pilar quién era su padre y, en
consecuencia, la hermandad que la unía a Luis. Sí, pero ¿cómo y cuándo? Tenía
que aconsejarse de personas de su entera confianza y que no hubiesen tenido que
ver con el desliz causante de aquel
embrollo. Resolvió:
-
Pilar, no nos aceleremos. Dame unos días para
pensarlo meditadamente. Entre tanto, te ruego que mantengas en secreto tu
intención. No la comentes con nadie, ni siquiera con papá. Será mejor que yo le vaya preparando.
Es obvio que no era aquella la contestación que la chica esperaba, pero
convino en lo sugerido. Después de todo, no se trataba del sofión ni del
sarcasmo a los que decía estar acostumbrada.
***
Estaban al caer las Navidades, lo que hizo que Pilar, aunque muy
nerviosa, dejase pasar tan señalados días sin impacientarse. Es de suponer que,
entre tanto, su madre evacuara las pertinentes consultas, a juzgar por el
sorprendente consejo de familia que convocó el Día de Inocentes, de manera un
tanto precipitada:
-
Pilar, no te ausentes de casa esta mañana que, a eso
del mediodía, tenemos que
hablar.
La joven, aunque solo fuese por su deseo y por la inflexión de voz de la
marquesa, comprendió inmediatamente de qué iba a tratarse. Ni siquiera le
extrañó que la cita se demorase un par de horas: su madre solía llevar una
agenda muy apretada, en la que los asuntos de su benjamina no solían tener
ninguna prioridad.
Alivió la tensión de la espera repasando mentalmente sus argumentos y
telefoneando a Luis, para avisarle de que había llegado el momento temido y
anhelado. Era la señal para que él iniciase respecto de sus padres el mismo
proceso de revelación y solicitud de consentimiento. Supongo que la
comunicación sería larga, porque, apenas hubo colgado, la llamaron a capítulo
al salón.
La sorpresa fue mayúscula. Esperaban en la solemne pieza su tía Laura,
hermana mayor y confidente de su madre, y el padre Palomar, director espiritual
de la familia y capellán de la casa de Piornal en los momentos más señalados.
Ambos se levantaron al entrar Pilar, quien no pudo evitar una pregunta con
asombro:
-
¿Dónde está mamá?
-
Comprenderás que lo que vamos a revelarte le
resultase muy embarazoso para ella expresarlo. Así que ha delegado en el padre
Palomar y en mí la delicada misión de informarte y aconsejarte lo preciso. Siéntate
y, por favor, escucha con atención.
Tras este grave preámbulo, su tía le expuso concisamente lo que medio
Madrid –y nosotros con él- ya sabía: que Luis era su hermano consanguíneo, al
ser ella fruto de una relación ocasional de su madre con el Señor S.; que el hecho se
había llevado con la mayor discreción, por razones que Pilar podía comprender
sin mayores explicaciones; y que había sido intención de su madre el que
supiese por ella quién era realmente
su padre, pero más adelante, cuando tuviese edad para asumirlo sin grave
quebranto, solo que, ante sus propósitos de boda,...
Seguidamente, tomó la palabra el buen dominico, para recordarle la
imposibilidad moral y legal de celebrar matrimonio con tan grave impedimento,
nefasto, tanto para ellos, como para la sanidad de su descendencia. Dijo
comprender el dolor y el gran sacrificio que se le pedía, en bien suyo y de la
familia. Finalmente, con un gesto grandioso –al menos, por su fuerza física-,
se levantó del sillón y caminó hasta la gran mesa ovalada de centro, donde
levantaba su colorido ornato un pequeño árbol de navidad, seña de
cosmopolitismo, vista con recelo a la sazón por la Iglesia española. Tomando
una de sus ramas, la desgajó con un neto chasquido, diciendo:
-
A tu edad, querida niña, renunciar a ese amor
prohibido puede suponerte un desgarro tanto así…
Dejó pasar unos segundos, para crear clímax y coger aire. Luego, añadió:
-
… Pero persistir en el error y profanar el
sacramento, sería condenar vuestras vidas, así.
Y, dando un tirón formidable, desarraigó el pobre abeto, esparciendo
tierra y trozos de cerámica por media habitación.
Pilar, por el momento, quedó lo suficientemente sobrecogida como para no
percatarse de que, como a la planta, algo se le rompía por dentro. Tía Laura
también rompió algo –el silencio, en este caso-, para concluir:
-
Damos por sentado, cariño, que has entendido y que,
para bien tuyo y en obsequio de todos, afrontarás este sacrificio. Y, de una u
otra forma, haremos llegar inmediatamente a Luis y a sus padres tu irrevocable decisión.
***
Hombre, irrevocable sí lo fue,
desde luego, pero no lo que se dice inmediata. Casi cinco años pasaron los
jóvenes en una especie de callejón sin salida y sin esperanza, viéndose y
tratándose, sin atreverse a romper una relación que sabían perfecta e
irrepetible. Luego, las vidas de Pilar y Luis siguieron caminos distintos, de
los que, o no estoy informado, o son de dominio público. Son dos buenas razones
para que, en lo que a mí respecta, baje sobre ellas, respetuosamente, el telón.
3. Viajeros de un tren
Otoño de
1996. Tren de la tarde Madrid-Gijón. En la cafetería coincide un apuesto –y
peripuesto- caballero sexagenario y una hermosa dama, unos diez años más joven
que él, atractiva aún, con unos maravillosos ojos tristes. Se saludan con
jovialidad, como viejos amigos, sinceramente contentos de volverse a ver
después de algún tiempo.
-
¿Y cómo tú por aquí, Pilar? Te hacía en Estrasburgo,
con la flor y nata de los políticos europeos.
-
Pues, ya ves, Adrián, aunque el Duque y yo no
acabásemos muy bien, que digamos, no podía desairarle en esta ocasión tan
grande para él. Así que me invitó y aquí me tienes. Por cierto, ¡una
enhorabuena muy gorda! Tú también vas a dar un paso muy importante hacia la inmortalidad.
-
¡Qué más quisiera! Pero, en fin, ya sabes que los
premios no significan nada ni me interesan nada,… salvo en casos como este, que
me lo dan a mí.
Algunos viajeros los han reconocido y deciden abreviar el encuentro:
-
Bueno, Pilar, ya nos veremos en Oviedo. Te
hospedarás en el Reconquista ¿no?
-
No estoy de humor… -está a punto de confesar algo,
pero se retrae-. De todos modos, asistiré a la recepción y allí tendremos
ocasión de charlar un poco más… y yo, de saludar a tu mujer.
-
… Que ha sido montar en el tren y quedarse
traspuesta. ¡Chica, que facilidad tiene para desconectar!
Pilar retorna a su asiento, seguida discretamente por el policía de
escolta. No sabe por qué le dijo a Adrián esa ridiculez de la inmortalidad. El caso es que la recorre un escalofrío y piensa
en la mamografía que acaba de hacerse y de la que todavía desconoce el
resultado.
-
En cuanto vuelva a Estrasburgo –musita entre
dientes-, pediré el diagnóstico.
***
Como ven, este capítulo –afortunadamente para ustedes- ha sido solo un
breve epílogo, casi una moraleja: Bien
está lo que bien acaba. ¿O, tal vez, no?
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