Memoria
sobre la Restauración de Portugal
Por Federico Bello Landrove
Un escribano de Valladolid, hijo de
español y portuguesa, tendrá ocasión de entrar al servicio de la duquesa de
Braganza, pocos años antes de que esta se convierta en reina de Portugal en
1640. Ello le dará excelente ocasión para vivir muchos de los sucesos de la
época, que culminarán en la Restauración de Portugal, es decir, en su
independencia de la monarquía hispánica, la cual ha proseguido
ininterrumpidamente hasta nuestros días.
Monumento
a los Restauradores (Lisboa)
1.
Un
manuscrito de procedencia dudosa
No
fue precisamente en Sanlúcar de Barrameda[1], sino en El Puerto de
Santa María, donde, haciendo honor a mi inveterada costumbre de husmear por las
librerías de viejo, di hace unos años con un librillo empastado al estilo del siglo
XVIII, resultado de encuadernar, sin mucha gracia ni dispendio, unas así
llamadas Memorias de las cosas de Portugal, escritas por un curioso. Así,
ni más, ni menos. Ninguna referencia a la identidad del autor, ni a la fecha en
que fueran escritas, ni siquiera a qué asuntos portugueses eran los que habían
despertado la curiosidad del escritor. Aunque no soy un experto, el tipo
de letra empleado me recordó a otros muchos documentos del siglo XVII, y la
grafía, corrida y fácilmente legible para avezados en la documentación de la
época, hacía sospechar la mano de un habitual de la escritura.
Conocía superficialmente al librero, de
haberle comprado por internet un buen ejemplar del Gil Blas de Santillana de
1863, a un precio bastante asequible. No era este el caso de las Memorias que
ahora concitaban mi interés, pues su dueño me las ofreció inicialmente por el alto
precio de mil quinientos euros. Mi primera reacción fue la de rehusar de plano
la compra y devolver el tomo a su lugar en la estantería. El librero, con una
sonrisa socarrona, no aceptó la negativa así como así, sino que extrajo nuevamente
el libro del anaquel, mientras pugnaba por que reconsiderase mi negativa:
-
¡Jozú[2], qué prisa tiene usted!
Claro, estará de turismo por aquí y no querrá perder el tiempo regateando con
un viejo librero de colmillo retorcido… Pero no se precipite. ¿Dónde para usted
por aquí cerca?
-
He
venido a dar una vuelta por la provincia de Cádiz -repuse- y he hecho centro en
un hotelito de Jerez.
-
Pues
llévese el libro, sin compromiso; lo hojea tranquilamente y, si no le conviene,
les deja el encargo de que me lo devuelvan por correo certificado, con gastos a
mi cargo.
-
Y,
si llegara a interesarme, ¿cómo discutimos el precio? -pregunté-. Lo digo
porque, en cualquier caso, mil quinientos euros están fuera de mis posibles.
El librero -de cuyo nombre no quiero
acordarme- esbozó una media sonrisa de incredulidad:
-
Seguro
que acabaremos poniéndonos de acuerdo -aseveró-. Pero le ruego que satisfaga
una curiosidad mía -añadió-: ¿Por qué se ha fijado precisamente en ese
manuscrito? ¿Acaso por su antigüedad?
-
En
parte, sí -confesé-, pero también porque me interesa ese periodo histórico. Mi
tesina de licenciatura versó sobre Don Juan José de Austria[3].
-
Luego
es historiador -dedujo mi interlocutor-. Ya me había parecido que era usted un
hombre de cultura.
Me hizo gracia esa definición de mi
humilde persona y le aclaré, minorando el calificativo:
-
¡Tanto
como historiador! Doy clase de historia a chavales de instituto.
El librero llamó a uno de sus ayudantes y
le encargó que envolviera cuidadosamente el tomo para que me lo llevase. Entre
tanto, sugirió:
-
Pasemos
a la trastienda. Que no se diga que un cliente mío pasa por El Puerto sin que
lo invite a tomar una copita de fino[4].
Pasamos al susodicho tabuco, tan forrado
de estanterías como el resto de la tienda, de la que lo separaba una cortina
estampada, sujeta a la pared con un cordón de borlas. En el centro del reducido
espacio, una mesa camilla con tapete granate y tres o cuatro sillas con asiento
de anea. Mi huésped abrió un armarito, practicado entre las baldas, y sacó una
botella, un par de copas y un platillo de aceitunas. Me hizo los honores, se
sentó frente a mí y, como si solo se tratara de charlar haciendo tiempo, me
preguntó:
-
Habrá
oído hablar usted de la duquesa roja, quiero decir, la vigente titular
del ducado de Medina Sidonia[5]…
-
Vagamente -contesté-. Creo que ese apelativo,
así como los hechos y escritos que lo inspiraron, coincidieron con los últimos
años del régimen de Franco, y yo entonces era un niño, que apenas seguía ese
tipo de noticias.
-
¡Claro!,
concedió el librero. Además, no vive aquí. En cambio, nosotros tenemos el honor
de ser casi vecinos de la duquesa. No sale mucho del palacio porque ya va
mayor, pero es todo un personaje, y muy respetada, además… Pero no es de la
señora de quien quería hablarle, sino de su padre, el anterior duque, que
se las tuvo tiesas con los falangistas y los militares sublevados; y eso,
cuando la guerra, que uno se jugaba la vida por menos de un pimiento.
-
¡Hombre!,
repliqué, siendo el duque de Medina Sidonia supongo que contaría con cierta
tolerancia…
-
Por
supuesto -reconoció el librero-. De no ser así, habría pasado a engrosar la
larga lista de paseados[6] y de condenados a muerte
que hubo por estas tierras; pero eso no quita para que fuese un tío bragado, a
la altura de algunos de sus ascendientes… Pero no iba a eso -que cada vez estoy
más chocho y me pierdo dándole a la sin hueso-. Lo que quería ponerle de
manifiesto es que el libro que se va a llevar tiene, con toda probabilidad, una
historia oscura que lo hace aún más interesante…, aunque, yo que usted, no se
la andaría contando a cualquiera, que libros antes despreciados o empleados
para hacer lumbre, ahora se reclaman por autoridades y fundaciones[7], como si fuesen la edición
prínceps del Génesis.
El empleado ya había dejado el libro de
marras perfectamente empaquetado sobre la camilla y su principal y yo habíamos
trasegado cada uno un par de copas de fino bien fresquito, pero el librero
parecía dispuesto a contarme su prolija historia hasta la hora del cierre. Le
advertí:
-
Perdone,
pero tengo bastante prisa, pues tengo entrada con hora prefijada para visitar
una bodega.
-
Tiene
razón -admitió-, le estoy dando un buen rollo, pero no se apure, que le cuento
el final como por telegrama. Resultó que el Alzamiento[8] les pilló a los duques
veraneando en el extranjero: De hecho, la actual duquesa, la roja, nació
en Portugal[9].
En octubre, finalmente, cuando los duques regresaron a Sanlúcar, se encontraron
con que su palacio había sido ocupado por las fuerzas de Falange, que campaban
por sus respetos y habían dañado o saqueado lo que les había dado la gana. El
duque montó en cólera; habló con Queipo de Llano[10] y logró que le
reintegraran toda la parte noble del palacio, para establecerse con su familia
en ella. Por supuesto, cesaron casi del todo las sustracciones, pero lo robado,
robado quedó. Y, aunque no pueda decirse que los falangistas de entonces fuesen
muy aficionados a la lectura, el hecho es que algunos arramblaron con fondos de
la biblioteca y del archivo palaciegos. Me consta por ciertas confidencias… y
por el tipo y uniformidad de las encuadernaciones. En fin, que los birladores
se cansaron de tener los libros escondidos en casa; con el tiempo, perdieron la
vergüenza, y ellos o sus familias trataron de venderlos a los libreros de
lance, como un servidor. Como es de razón, me negué a comprar los ejemplares
que indudablemente procedían de palacio, incluso con su sello heráldico o el ex
libris del ducado, pero sí acepté mercar otros, de procedencia dudosa, pero
sin muestras indudables de su origen ducal. Pues bien, amigo profesor…
-
…
Que el que voy a llevarme a Jerez es de esos sospechosos -concluí-.
Pues, siendo así -bromeé-, va a tener que dejármelo a mitad de precio.
El librero debió de creer que le hablaba
en serio, pues replicó muy en sus puntos:
-
Se
lo dejo en mil euros, ni uno menos. Y no piense que lo rebajo por malas
razones, sino porque, como interesado por el tema, sé que hará usted un buen
uso del libro y de su muy interesante contenido.
-
Pues
no se hable más -rematé-. Aquí tiene mi tarjeta de crédito, que espero tenga
efectivo suficiente, aunque estemos a fin de mes.
De todo lo que acabo de contarles han
pasado ya un buen número de años, suficientes para que la Duquesa roja y
el librero de viejo de El Puerto hayan pasado a mejor vida. Así que, antes de
que a mí me suceda lo propio, me decido hacer público el contenido de aquellas Memorias
que compré a principios de este siglo y que seguramente nadie haya leído
con detenimiento en los cuatro anteriores, a no ser su autor. Pero, como soy un
realista bien informado[11], he resuelto hacer una
síntesis de los textos que ahora publico y despojarles de los giros y vocablos
que puedan resultar hoy menos inteligibles, por arcaicos. Dicho lo cual, paso a
ofrecerles la primicia, acompañada -como es mi costumbre- de un aparato de
notas, que permitan contrastar el relato con la así llamada verdad
histórica, tal cual hemos llegado hoy a reconocerla[12].
Interior
del Palacio de Medina Sidonia (Sanlúcar)
2.
Del
autor, de su entorno y de sus antojos de censor
Tengo para mí que nada de lo que voy a contar lo habría
vivido, de no coincidir dos hechos que bien pueden tenerse por casualidades: mi
conocimiento de la lengua portuguesa y la relación de mi padre con el linaje de
Lerma[13]. Pero, antes de nada, quiero hacer mi
presentación: Mi nombre es Rodrigo Cardenal y Menezes, y vine a nacer en
Valladolid en el año del Señor de 1603. De quiénes fueron mis padres y sobre
cómo llegaron a conocerse habré de explicar pormenor algunos hechos, por
resultar necesario su conocimiento para el esclarecimiento de buena parte de lo
que aquí dejaré escrito.
Era mi padre, Antonio Díaz Cardenal,
maestro de obras del famoso arquitecto Francisco de Mora[14], vecino de Madrid, quien tantas y tan
buenas fábricas dejó durante su no larga vida, así religiosas como civiles. Y
es el hecho que el muy famoso y poderoso señor, Don Gaspar de Sandoval, Duque
de Lerma[15], queriendo tener en su villa ducal
una casa acomodada a su rango y riqueza, encargó al maestro Mora las trazas y
erección de un palacio en la villa lermeña, allá por los primeros años de su
privanza[16]. Como mi padre era entonces soltero,
el arquitecto a quien servía lo escogió a él para que se desplazara hasta
tierras burgalesas, a encargarse de los primeros trabajos de la nueva y
suntuosa mansión del duque. Pero hete aquí que, apenas se había instalado en
Lerma, recibió la orden de trasladarse a Valladolid -que acababa de recibir el
honor de la capitalidad de España[17]-, con el objeto de dirigir las
labores de transformación del palacio vallisoletano del duque de Lerma en el
nuevo palacio real. Como es de razón, el encargo, a más de muy comprometido,
presentaba la mayor urgencia. Quizá fuese esta la razón primordial por la que
el duque y Mora le impusieron el mandato de llevar a cabo los trabajos de hermoseamiento
de la forma más rápida y sencilla posible. Mi padre resumía la conversación
entre los tres de esta manera:
-
No
conozco otra forma más fácil y económica -afirmó mi padre- que la de alicatar
los muros con azulejos de mayólica. Es un trabajo muy bello, en el que
últimamente se están especializando en Portugal[18] y que es muy superior artísticamente
a lo que hasta ahora viene haciéndose a la cuerda seca en Toledo, Valencia o
Sevilla.
Mora, en principio, rechazó la
sugerencia, por lo que supondría de tiempo y gasto el traer azulejeros, y hasta
improvisar hornos y talleres para la cocción y pintado de la loza, pero el
Duque de Lerma aprobó de inmediato la iniciativa, añadiendo, a las ventajas de
la originalidad y belleza del empeño, otra de tipo político, con la que los
simples alarifes no habían contado:
-
El
rey está muy interesado en complacer a sus súbditos portugueses y a la gran
cantidad de magnates lusitanos que forman parte de su corte… No se hable más y
pongámonos en marcha. ¿Dónde se encuentran los mejores artesanos?
-
En
Lisboa, sin duda -contestó mi padre-.
-
Pues
traigámoslos al punto y, si me place la obra del palacio real, veré de
contratar otra tal para mi futura casa de Lerma.
Claro está que, para llegar a esa fase de
la obra, aún faltaban muchos años[19], pero muy pronto tendrían los
artesanos portugueses nuevos trabajos en el Palacio de la Ribera, que para
solaz y cacerías del rey se erigiría acto seguido en la otra orilla del
Pisuerga[20], por no hablar de los contratos que
fueron surgiendo para casas de la nobleza e iglesias de Valladolid, por
imitación de los edificios reales. Con todo, el trabajo de loza artística a la
portuguesa no acabó de cuajar en Castilla, tal vez por la mayor tradición de la
cerámica talaverana y la mudéjar, o por un temperamento menos propenso a la
decoración; de modo que los obreros venidos desde Lisboa y otros lugares
lusitanos fueron regresando a su reino, no mucho después de que Valladolid
perdiera la capitalidad y las construcciones al servicio del rey su áulica
dedicación.
Entre los alicatadores venidos de Lisboa
-o, más precisamente, de Setúbal-, se instaló por unos años en Valladolid un
capataz que, fiado de las buenas perspectivas de colocación en la nueva
capital, trajo consigo a su esposa y a una hija joven y soltera, a la que
conoció mi padre, prendándose de ella. Sus relaciones llegaron a buen fin,
casándose en la iglesia de San Llorente[21] en el otoño del año 1602. De esa
unión nací yo, al verano siguiente, en la propia villa vallisoletana, y de ahí
me viene el apellido Menezes y mi perfecto conocimiento de la lengua de Gil
Vicente[22] y de Camoens, que de tanto habría de
servirme para aquellos acontecimientos en que estuve presente y que en estas
memorias recogeré.
***
Por aquellos días, más o menos, contrajeron
matrimonio, Juana de Sandoval -hija mayor del duque de Lerma- con el heredero
de la casa de Medina Sidonia[23], que pasaba por ser la
más opulenta de los reinos de España y, desde luego, de toda Andalucía. Tardó
aún dicho heredero, Don Manuel de Guzmán, casi veinte años en suceder a su
padre en el ducado, mas, cuando lo hizo, decidió destacarse y aplicar buena
parte de su riqueza a hacer de la ciudad de Huelva una pequeña corte,
abandonando temporalmente la sede anterior del ducado, establecida en Sanlúcar
de Barrameda. Además, reformó o construyó nuevas fortificaciones, palacios y
conventos, constituyéndose en mecenas de notables artistas y escritores de su
época. Por supuesto, dio a sus tres hijos una esmerada educación y supo
mantener en todo momento su posición preeminente en el reino, favorecido en
ello porque, poco después de perder el duque de Lerma su privanza, la adquirió,
con el nuevo rey, Don Felipe IV, el conde de Olivares[24], andaluz y Guzmán,
como Don Manuel -el VIII duque asidonense[25]-, aunque de una rama
de la familia de menor alcurnia hasta entonces.
Terminadas las obras en Lerma y por
recomendación del duque en desgracia, mi padre pasó a servir a Don Manuel, su
yerno, como maestro de las obras del convento e iglesia de La Merced Descalza[26] y, por extensión y creciente
confianza, de otras de las muchas que el duque emprendió, tanto en Huelva, como
en otras localidades de su señorío.
Quiere decirse, pues, que, a partir de los
quince años, pasé a residir con mis padres y hermanos menores en la ciudad de
Huelva y, por proximidad y obtención de una beca, cursé estudios de leyes en la
universidad de Osuna[27], donde me licencié a los veintitrés
años, con el propósito de seguir alguna carrera jurídica. Me sonrió la fortuna,
en forma de munificencia del duque pues, habiendo quedado vacante una
escribanía del número en la localidad de Niebla[28], Su Excelencia tuvo a bien
adelantar los cinco mil ducados en que se remató, con cargo a los servicios que
le venía prestando mi padre y a la obligación que yo contraería de restituirle
lo prestado en un plazo de diez años; pasado el cual sin haber cumplido con mi
compromiso, habría de enajenar la escribanía para saldar la deuda, si bien mi
benefactor se obligaba a darme trabajo en su casa, en calidad de contable, de
administrador o cualquiera otra que tuviera que ver con mi anterior oficio.
Adelantándome a los hechos, confesaré que, gracias a mi trabajo y vida austera
-ayudado en ello por mi vinculación a la Tercera Orden de San Francisco- pude
liquidar enteramente mi deuda en cinco años, cuando todavía felizmente vivían
mi padre y Su Excelencia, Don Manuel, que bien mereció el nombre de Bueno, por
sus merecimientos propios, además de por los de su muy ilustre antecesor[29].
Entre tanto, la única hija mujer del señor
duque, a la que yo llevaba diez años, casi día por día, llegó a la edad de
contraer matrimonio, que -según se dice[30]- fue preparado con mayor egoísmo que
acierto político por su todopoderoso pariente, el conde-duque de Olivares, interesado
en emparentar a la mayor familia noble de Portugal con una de Castilla próxima
a él y, además, a la frontera entre ambos reinos. Don Manuel convino con el
deseo del de Olivares; se acordaron capitulaciones con la casa de Braganza, de
la que el novio era a la sazón heredero, y, el 12 de enero de 1633, se celebró
el fastuoso enlace en la villa portuguesa de Elvas, no lejos de las sedes de
las familias de ambos contrayentes, quienes, como es lógico, pasarían a residir
en tierras lusas, en la localidad de Villaviciosa[31], distante de Badajoz no más de diez
leguas.
Para mi sorpresa, como dos meses después
de contraído el susodicho matrimonio, Don Manuel me hizo venir desde Niebla,
para hacerme la siguiente petición:
-
Rodrigo,
conozco a tu familia y a ti mismo desde hace muchos años y tengo de vosotros la
mejor opinión. En particular, te tengo por persona religiosa, honrada y
experimentada en las cosas de la economía y, a mayores, eres hijo de portuguesa
y hablas su idioma como los nacidos en dicha tierra. Por todo ello, considero
que eres el más indicado para pedirte un favor muy importante, como padre y
como amigo, sin necesidad de recordar pasadas atenciones que tuve cuando me
necesitaste.
Sin dudar, le contesté que contara conmigo
para lo que se le ofreciera, que yo no tenía otro deber, ni otro placer, que el
de servirlo. Lo que me pidió me dejó anonadado:
-
Mi
hija Luisa, aunque todavía moza, es mujer culta y decidida. A veces pienso que
no es casualidad que la sangre de su bisabuela corra por sus venas[32]. Pero me escribe que, en aquel
grandioso palacio[33], ya que no damas y doncellas -que la
acompañaron unas cuantas de las de aquí-, echa en falta a un hombre de plena
confianza, en cuyas manos poner la administración de sus cosas y bienes
personales y al que confiar la correspondencia y los mensajes íntimos que
quiera cursar a sus padres y hermanos, o a otras personas de su amistad.
¿Querrías servir a mi casa asumiendo esas tareas, trasladándote a Portugal para
cumplirlas? Yo me encargaría de que se te reservara la plaza de escribano,
poniendo un sustituto en tu ausencia, y te pagaría el doble de lo que vengas
percibiendo como honorarios de tu oficio.
Después de lo que le había prometido
inmediatamente antes, no me hallé con fuerzas para negarme, ni para disculparme
siquiera. Acepté el encargo, con el compromiso de no demorarme más allá de lo
preciso para que el duque advirtiera cortésmente a su consuegro de mi llegada.
Se me entregaron mil ducados para viático y primeros gastos; me despedí de mi
familia y emprendí el viaje a una tierra que yo no sentía extraña, ni personal,
ni políticamente. Pronto comprobaría que, al menos, en este segundo aspecto, me
había equivocado de medio a medio.
Patio
del Palacio Real (Valladolid)
***
A continuación, Rodrigo Cardenal se
explayaba acerca de sus primeros tiempos en el palacio de Villaviciosa, al
servicio de Doña Luisa de Guzmán, detallando circunstancias y avatares que no
tienen que ver directamente con lo que me ha movido a publicar sus Memorias,
a saber, el interés que puedan tener como testimonio de hechos y tiempos
relacionados con la así llamada independencia de Portugal. Dejo, pues,
pasar inéditos algunos pasajes de su relato, el cual retomo en el momento en
que Rodrigo halló en la extensa biblioteca de la residencia bragancina una
importante obra histórica que, aunque publicada un par de años antes, no había
sabido hasta entonces de ella, ni de su sorprendente alusión a unas supuestas Cortes
medievales, celebradas en la ciudad de Lamego… Pero dejemos que sea él quien
nos cuente lo sucedido.
Era el señor duque[34] muy aficionado a
coleccionar libros -aunque ignoro hasta qué punto procuraba leerlos-, los que
acogía en una espléndida biblioteca, de la que cuidaba con esmero por medio de
varios servidores, a quienes gobernaba un viejo licenciado por Coimbra, que no
simpatizaba en nada con que tocaran “sus libros” personas ajenas a la familia
de su señor. En lo que a mí respecta, tras una discusión por pretender el
acceso a la librería para consultar algunos volúmenes, había recibido de la
señora duquesa el permiso para hacerlo, incluso tomándolos en préstamo, bajo
recibo y con los compromisos de no sacarlos de palacio y restituirlos, a más
tardar, al cabo de una semana. Mis lecturas predilectas eran las relativas a
asuntos portugueses, pues quería conocer al máximo lo referente al país en que
me encontraba, teniendo así, cuando menos, la oportunidad de mantener con sus
naturales una conversación bien informada. Esta predilección me llevó hasta
tomar prestado un voluminoso tomo, publicado en Lisboa un par de años atrás,
intitulado Monarchia Lusitana, Tercera Parte[35], del que era autor un
fraile bernardo, abad del convento de Nuestra Señora del Destierro de Lisboa y
cronista mayor del reino. No me iba a ser fácil leerlo por completo en siete
días, habida cuenta de que contaba con más de trescientos folios, pero no tuve
mucha dificultad en llegar hasta los numerados del 142 al 145, en los cuales se
aludía a la celebración de unas Cortes en Lamego, en tiempos del primer rey
portugués, Don Alfonso Enriquez[36].
El monje autor de dicha Historia recogía,
primero, en latín, para luego traducir al portugués, el presunto contenido de
las actas aprobadas por dichas Cortes.
¡Cuál no sería mi sorpresa al hallar en las mismas unas reglas generales y
perpetuas para regular la sucesión en la corona de Portugal, de las que nunca
había oído ni leído antes, las cuales hacían ilegal la transmisión del trono a
Don Felipe II y a sus sucesores de la Casa de Austria, al ser descendientes de
los reyes portugueses por línea de mujer[37], casada con persona no
portuguesa[38]!
Leyendo entre líneas, y dicho llanamente, el trono portugués correspondía
legítimamente al actual duque de Braganza, pues tendría que haber heredado a su
abuela, la infanta Catalina de Portugal, ya que ella sí que estaba casada con
un natural del reino portugués, a saber, con Juan de Braganza, VI duque de
dicha casa. Y, por consecuencia, nuestro Felipe IV, tercero de su nombre en
Portugal, era un rey usurpador, como lo habían sido su abuelo y su padre. Con
todo, el atrevido fraile sabía, como casi todos los consagrados a Dios,
cubrirse las espaldas ya que, al transcribir las actas de aquellas supuestas
Cortes, reconocía que él no las había visto personalmente, sino en un traslado
de las mismas, que había encontrado en un cuaderno del archivo conventual de
Alcobasa. Añadía que habían sido otros quienes le dijeron que lo hallado en su
monasterio se correspondía con escrituras auténticas, conservadas en otros
monasterios y catedrales del reino, y hasta en el mismo archivo de la Torre do
Tombo, en Lisboa[39]. El fraile no se
privaba de agregar que, en lo atinente a su propia consideración, juzgaba el
contenido de tales actas de Cortes como probable y verosímil, a tenor de los
demás hechos históricos.
La sorprendente revelación del monje
cronista, como el resto del contenido de su libro, había obtenido las
pertinentes licencias, tanto de los rectores de su Orden, como del Ordinario y
de la Santa Inquisición. Tampoco faltaba la autorización para publicar de la
autoridad del Palacio, ni, para mayor desfachatez, una laudatoria dedicación de
la obra “al Rey, nuestro señor”, a quien -como he dicho- en el pasaje citado se
le venía a juzgar ilegal detentador de la corona portuguesa. Me preguntaba con
qué escasa atención, o sobrada malicia, los censores daban de paso obras
impresas tan relevantes como esta y que tanto daño podían hacer a la real
majestad. Con todo, aunque no fuera historiador, no podía menos de comprender
que la verdad no debe ocultarse por el hecho de que a algunos pueda perjudicar
su divulgación; tanto más, tratándose de personas consagradas a Nuestro Señor,
suprema Verdad. De buena gana me habría dejado caer en el monasterio de
Alcobasa y tratado de comprobar la existencia y antigüedad del documento en que
fray Antonio decía haberse basado para plasmar la invención de las Cortes de
Lamego[40]. Mas, para lograr con éxito dicho
propósito, no habría necesitado menos que una carta de recomendación de Su
Excelencia, el Duque; cosa muy inapropiada de pedir, habida cuenta de que el
recomendante podía ser el menos interesado en que se escarbara y armase bulla
sobre algo que ahora a él tanto comprometía, pero que en el futuro mucho podría
beneficiarlo. Con todo, me resistía a dejar pasar aquella muy probable patraña,
a la que el duque de Braganza pudiera ser ajeno, pero que, en cualquier caso,
tanto dañaba los legítimos derechos y la firme posición del rey de España en
tierras de Portugal. ¿Qué hacer?
En aquellos momentos, mi padre seguía
siendo persona diestra en su arte, muy solicitado por los arquitectos más
afamados. La dedicación a su oficio había vuelto a llevarlo a Madrid, donde
trabajaba a las órdenes del famoso, Francisco de Praves[41]. Le escribí, pues, una carta, a la
que adjuntaba copia de cuanto fray Antonio Brandao decía acerca de la legítima
sucesión a la corona portuguesa, y le rogaba que, a la mayor brevedad, lo
hiciera llegar al rey, por el conducto seguro que tuviese por conveniente. Así
lo hizo mi padre, confirmándome que la misiva llegó a manos de un secretario
del Conde-Duque, sin que recibiera acuse de recibo o contestación ninguna, como
era de esperar.
Si mi llamada de atención tuvo algún
efecto, es cosa que me permito dudar, a juzgar por lo que me ha sido dado
conocer en todos estos años. Bien es cierto que el fraile que, con toda
probabilidad, inventó las Cortes de Lamego murió pronto[42], como lo es que el duque tuvo varias
llamadas para presentarse en la Corte de Madrid -todas las cuales desatendió,
con uno u otro pretexto-. En cualquier caso, tranquilicé mi conciencia y, sin
abandonar la prudencia, al menos conseguí que ello no me trajera ninguna
secuela desfavorable.
3.
En que Rodrigo Cardenal ejerce de indagador
En los años siguientes, Rodrigo Cardenal
parece volcado en la atención de su señora, Luisa de Guzmán, quien, año tras
año, va trayendo al mundo a sus hijos, si bien dos de los cinco que tuvo entre
1634 y 1640 fallecieron nada más nacer[43]. Por otra parte, el
fallecimiento del duque de Medina Sidonia, que le había conferido el encargo de
cuidar y administrar los intereses de su hija, sucedido por el IX duque, Don
Gaspar[44], alejará a Rodrigo de los
asuntos asidonenses, máxime reputando al nuevo magnate como una persona mucho
más débil y menos preparada que su ilustre progenitor. Puede decirse que, a
partir de estos momentos, Rodrigo será menos Cardenal que Menezes, tomando una
curiosidad creciente por los asuntos de Portugal, gracias a lo cual se
convertirá en un relator impagable de los hechos y problemas de aquel
conflictivo periodo. Cierto es que, hombre sedentario y cumplidor, apenas
saldrá de Vila Viçosa y sus contornos, pero no perderá ocasión de informarse de
cuanto suceda en el reino, favorecido para ello por su carácter abierto y
afable, su proximidad al duque de Braganza y su probada religiosidad y
pertenencia a la Venerable Orden Tercera de San Francisco.
Doña
Luisa de Guzmán, duquesa de Braganza y reina de Portugal
Veamos, pues, lo que tenga Don Rodrigo que
contarnos acerca de los muchos y variados acaecimientos sucedidos entre 1634 y
1637, últimos años de verdadera paz en aquel reino portugués que, sin que nadie
pareciera percatarse, caminaba resuelto y presuroso hacia su completa
independencia.
… Cuando yo llegué a Villaviciosa, acababa
de partir para la guerra Don Eduardo de Braganza, segundo hermano del duque[45], de quien todos se hacían lenguas de
su valor y otras prendas personales. La mayor parte de quienes la comentaban
explicaban su decisión como la propia de un segundón de noble familia, que
quería ganar gloria y fama por uno de los pocos medios que se le ofrecían en
aquel tiempo. Mas otros paraban mientes en el hecho de que don Eduardo se
hubiese enrolado en el ejército del Emperador[46], no en el de su señor natural, el rey
de España, que era aliado de aquel y luchaba contra los mismos enemigos; más
aún, habida cuenta de que la puesta de su espada al servicio de un monarca
extranjero no había contado con el beneplácito del español, quien, al parecer, ni
siquiera había sido informado. Decíase también que en aquellos días Don Felipe
IV andaba ya en sospechas acerca de la fidelidad a su persona de la casa de
Braganza, por lo que mucho le habría agradado la muestra de lealtad que hubiese
supuesto que uno de sus miembros más distinguidos sirviera bajo las banderas
españolas. En cualquier caso, cuando don Eduardo se tomó una licencia años
después, regresando directamente a Portugal, las sospechas de doblez se
recrudecieron, por más que él no diera motivo para ello; y bien que lo acabaría
pagando con su libertad y, quizá, con su vida, contra todas las leyes del honor
y la caballerosidad, que los reyes, antes y más que nadie, deberían observar[47]…
… No resultaba fácil para alguien como yo,
considerado español, aunque mi madre fuera portuguesa, y directamente vinculado
con el servicio de la duquesa de Braganza, el ser abiertamente recibido por las
buenas gentes del pueblo, y que me hablasen con plena libertad. La devoción que
doña Luisa tenía por Nuestra Señora de la Concepción de Villaviciosa[48], a cuya iglesia acudía con
frecuencia, hizo que se me ocurriera una forma ingeniosa para confraternizar
con los lugareños de toda condición; y fue la de solicitar, con intercesión de
la duquesa, que se me recibiera como hermano de la cofradía de la Señora de la
Concepción[49], con todos los derechos y
obligaciones inherentes. Mi buena disposición para las devociones cristianas y
la saneada situación económica de la que disfrutaba para poder hacer obras de
caridad, ayudaron a que se me recibiera por los cofrades muy afablemente, de
modo que pronto hice amistad con bastantes de ellos y participé de sus alegrías
y vicisitudes.
… A juzgar por cuanto viví y escuché entre
la gente del pueblo de aquellos lugares, tenían la firme convicción de haber
sido conquistados por los españoles, que habían impuesto sus intereses y los
habían privado de una independencia conseguida con las armas en la mano frente
a moros y castellanos durante la Edad Media[50]. Los esfuerzos impositivos y
militares que se les reclamaban desde Madrid, de modo cada vez más acuciante,
eran tomados como muestra de que los españoles pretendían poner sus personas y
sus bienes al servicio de sus propios designios e intereses, como lo probaba el
hecho de que su imperio -conseguido con tanto arrojo y sacrificio- se estaba
desmoronando, a manos de holandeses e ingleses, a causa de formar parte Portugal
de la corona de España. Aquella gente rústica, de menestrales y labriegos, no
entraba en honduras acerca de la política del conde-duque de Olivares, ni
conocía los detalles de cómo, piedra a piedra, se iba hundiendo el muro de
defensa de las libertades y derechos exclusivos concedidos por Don Felipe II en
las Patentes de Tomar[51]. En suma, aquellas gentes llanas
entendían que no se podía ser, a un tiempo, portugués y español -ellos decían
castellano-, pues lo uno era incompatible con lo otro; por supuesto, ellos eran
y se sentían exclusivamente portugueses[52]. Si eso había sido siempre así, o si lo
había provocado la política igualitaria e intervencionista de Olivares[53], es algo que yo no podía elucidar,
puesto que no me había sido dado el conocer otro gobierno y época que la de mi
señor, Don Felipe IV, siempre con la privanza del Conde-Duque y bajo las
exigencias de una o más guerras muy comprometidas[54]. Y tengo que confesar que mi señora, doña
Luisa, participaba de mis impresiones, pues una de sus damas andaluzas, con la
que yo mantenía una buena relación, me transmitió el siguiente juicio de la
duquesa:
-
Créeme,
Isabel, nada tenemos en común los portugueses y nosotras, como no sea el rey.
Nada más agregó la duquesa, pero su dama y
yo imaginamos que podría no estar lejos de nosotros quien pudiera disputar a
Don Felipe la corona de Portugal.
Iglesia
de la Virgen Patrona de Portugal (Vila-Viçosa)
***
Rodrigo Cardenal tuvo la oportunidad de tratar
con personas representativas de aquellos estamentos que tradicionalmente se han
considerado entre los más contrarios a la permanencia de Portugal en la
monarquía hispánica, al menos, en los términos en que se estaba produciendo en
el reinado de Felipe IV. Como ejemplo o modelo de otros varios de su misma
clase social, recojo lo que en las memorias de Cardenal se refleja
acerca de los puntos de vista de dos hidalgos[55] y de un jesuita,
cuya existencia histórica está plenamente acreditada.
… En cumplimiento de mis gestiones para
con el patrimonio de la Señora Duquesa, eran frecuentes mis visitas a la ciudad
de Évora, a realizar operaciones de tráfico o de pago de impuestos, cuestión en
que doña Luisa mantenía unos escrúpulos poco habituales en personas de tanta
influencia y tan elevada condición. Estas tareas me dieron ocasión de conocer y
tratar a numerosas personas que desempeñaban diversas funciones y oficios
públicos; entre ellas, ninguna más importante que el corregidor de la ciudad,
Don Andrés de Moraes Sarmento, quien, habiendo sabido que yo era español y
servidor de condición ilustre de la duquesa de Braganza, me llamó a su despacho
y mantuvo conmigo una larga plática, en la que no ocultó las preocupaciones que
le daba su cargo, ni dejó de responder a mis preguntas, en lo tocante a los
motivos por los que era evidente que los nobles y personas de rango en Portugal
se apartaban cada vez más del servicio y la conformidad con la monarquía, así
como de los remedios que deberían ponerse para volver a los tiempos mejores de
los reyes anteriores.
Pero Don Andrés tenía entonces[56] su mayor inquietud en cómo distribuir
en su corregimiento el elevado impuesto que la Corte había ordenado repartir
entre los contribuyentes de Portugal, para sufragar los gastos crecientes de la
guerra[57],
tanto en Europa, como para la defensa del Imperio lusitano. La turbación del
corregidor tenía varias razones, siendo la primera de ellas lo crecido de la
cantidad a recaudar, en unos momentos en que las cosechas no eran buenas, ni
los rendimientos mercantiles lograban salvar los obstáculos derivados de la
guerra y de la invasión del Brasil, de Angola y de las plazas de Oriente. Pero
Don Andrés tenía motivos añadidos para mostrarse desolado, que me expresaba
así:
-
Como
hombre de leyes, comprenderá vuestra merced que no hay nada más difícil de
vencer que la resistencia de los hidalgos y de los clérigos a perder aquellas
exenciones y privilegios, por virtud de los cuales no tenían que pechar con
tributos o contribuciones. Y, a mayores, ahora se les imponen nuevas y pesadas
cargas sin que se haya reunido Cortes que lo hayan aprobado, contra lo que
venía siendo la ley de este reino. Créame, señor escribano, mi situación es
angustiosa. Y por si fuera poco todo ello, hay quienes desde los púlpitos
enardecen a los díscolos, así como gentes de orden y de alcurnia que amagan en
los conciliábulos, y reparten hojas y fijan pasquines sobresaltando al pueblo y
llamando a la desobediencia.
-
Por
su cargo, señor corregidor -repliqué-, no dudo de su información ni de su
juicio, pero, si todo se limita a unas alteraciones debidas al pago de
contribuciones que se consideran excesivas, no creo que haya como para
alarmarse en exceso. Hasta es posible -aventuré- que Su Majestad y el Conde-Duque revisen sus cuentas y rebajen las cargas, si así se solicita…
-
No
cuente con tamaña benevolencia -refutó Don Andrés-. La guerra con Francia no
permitirá un alivio semejante. Por el contrario, mucho me temo que, a la
exigencia de mayores impuestos, se añadan levas para ir a combatir por Europa,
algo que los portugueses difícilmente aceptarán sin severa coerción… Pero ya
veo que, al no pesar sobre vuestra merced la obligación, juzga liviana la carga
que ella comporta. Tal vez si otras personas de crédito apoyasen mi opinión,
acabarían por convencerle, aunque el escarmiento sea en cabeza ajena.
No era mala la sugerencia que me hacía el
corregidor, hombre sincero y de buena fe, pero, en mi opinión, apocado y falto
de iniciativa. Mas no era necesario que me sirviera de su gentileza para
comunicar con tales personas. ¿Qué mejor lugar para lograrlo que el palacio de
los duques? Me bastaría con el apoyo de Doña Luisa, en caso de que los elegidos
por mí se mostrasen reacios a sincerarse con un desconocido de mediana calidad.
***
En efecto, Rodrigo Cardenal tenía toda la
razón al afirmar que el palacio ducal de Vila Viçosa era un espléndido lugar
para cambiar impresiones con gentes importantes… siempre que estuvieran
dispuestas a charlar, además de a conspirar. En aquellos años de 1635 y
sucesivos, el duque de Braganza era el centro de los anhelos y las ambiciones
sobre Portugal, desde los de los aspirantes a su separación de España, hasta los
sentidos por los más celosos defensores de la unión de ambos reinos. Aquellos
comprendían que era casi imposible en la época restaurar un Estado, como el
portugués, sin poner a su cabeza a un rey de una gran estirpe, asentada en la
tradición lusa. Estos, preocupados por las disidencias de la monarquía en época
de guerra, trataban de ganarse por todos los medios a los hidalgos lusitanos de
mayor alcurnia, procurando que trasladasen su residencia a la Corte de Madrid
o, mejor aún, que asumieran algún cargo o empleo de los ejércitos o la
administración españoles. Y una y otra de esas ambiciones contradictorias
convergían en don Juan de Braganza, el más poderoso de los nobles portugueses[58] y el único que, por su
parentesco con la anterior dinastía de Avís, podría ser proclamado rey con una
sólida base por su sangre.
Pues bien, entre los numerosos personajes
recibidos en audiencia por el duque braganzano, Cardenal logró que uno de ellos
le explicase, con aparente sinceridad, su punto de vista acerca de la situación
reinante en Portugal y, en particular, los motivos de enfado y desagrado que
los nobles como él sentían con aquella. Y no se trataba de un interlocutor
cualquiera: el conde de Vimioso[59] sería uno de los más
conspicuos actores en el famoso motín de Évora y, producido el alzamiento
lisboeta del 1º de diciembre de 1640, apoyaría civil y militarmente la causa
independentista.
… Egoístamente -inició el conde sus
confesiones-, los hidalgos portugueses poco habíamos de perder, y mucho que
esperar, del rey de España como monarca nuestro. Vuestra merced, que conoce
bien la casa de Medina Sidonia, sabrá que los privilegios y exenciones de que
disfrutan los nobles castellanos eran superiores a los que teníamos los
lusitanos con los reyes de la casa de Avís. Por otra parte, don Felipe I[60], para congraciarse con
su nuevo reino y obtener la proclamación en las Cortes de Tomar, evitó
cualquier intromisión de los españoles en este reino y distinguió a los
hidalgos lusos con numerosos títulos y mercedes harto generosas.
-
Pero
los tiempos cambian, Excelencia -observé-, y ahora, por necesidades de la guerra,
nuestro rey y su valido, el Conde-Duque, están conculcando las leyes de hace
sesenta años y, sin mucho escrúpulo, os cargan con nuevos impuestos y pretenden
que contribuyáis, con vuestros bienes y personas, a eso que Olivares llama la Unión de
Armas[61].
El de Vimioso pareció sorprendido y
halagado por mi sinceridad, hasta el punto de que se mostró menos severo que yo
a la hora de valorar los incumplimientos legales de la monarquía, inclinándose
por resaltar la responsabilidad que incumbía a los propios portugueses:
-
No
es tanta la culpa del rey, como de sus malos consejeros. Estaba previsto que el
Consejo de Portugal en Madrid y el Consejo de Estado en Lisboa fueran los
mentores que permitieran gobernar al rey y a su virrey con conocimiento y
acierto; pero hace años que se han enseñoreado de ambos Consejos dos
endiablados cuñados, Diego Soares y Miguel de Vasconcelos[62], que tan solo viven para atesorar
riquezas y premiar a sus protegidos. Bien podría decirse que ellos son los
validos portugueses de Olivares, hasta el punto de que, aunque solo sean
secretarios de entrambos Consejos, lo gobiernan todo de manera omnímoda,
dejando de lado a los letrados e hidalgos de mayor valía de nuestra nación.
-
En
cualquier caso -repliqué-, de quienquiera que sea la culpa, parece cierto que
la nobleza lusa -de la que Su Excelencia es un digno representante- está muy
insatisfecha últimamente de las decisiones que a su respecto se toman desde la
Corte. Me refiero a cuestiones como que les alcance la nueva tributación, o que
se les convoque a Madrid para apartarlos de sus tierras, y quién sabe si a
formar parte de los ejércitos que combaten contra Francia.
El conde pareció titubear, a la hora de
exponerme su franco parecer. Finalmente, evadió en parte una respuesta
comprometida:
-
Las
grandes casas -como esta de Braganza, a la que servís- soportan las cargas sin
descomponerse, y hasta eluden los mayores compromisos, con inteligencia y
buenas componendas. Las dificultades son mucho mayores para los nobles de más
bajo rango, que gimen agobiados bajo las cargas y el empobrecimiento que traen
las continuas guerras. Me viene a la cabeza el símil popular sobre el riesgo de
ahogarse y la estatura que tenga la persona en peligro. A muchos, el agua ya
les llega al cuello y quizá no esté lejos el día en que, uniéndose al pueblo,
se echen a la calle y provoquen y dirijan los disturbios.
Por un momento, quise echar en cara a los
hidalgos su parte de responsabilidad en los quebrantos populares. Le dije:
-
Es
mi parecer, señor, que una de las razones de mayor cambio y complicación en el
Portugal sin rey propio es algo que parece tan nimio, como que haya
desaparecido la Corte lusa. Los hidalgos, sin nada que hacer, ni que esperar de
Lisboa, han vuelto a sus solares y, desde ahí, no tienen otro remedio que vivir
solo del producto de sus tierras, lo que es tanto como hacerlo del sudor de los
labradores que las trabajan. Claro que el cultivo del maíz ha mejorado bastante
el rendimiento del campo en Portugal[63]…
El conde de Vimioso sonrió con cierta
ironía y concluyó:
-
Bien
se ve que vuestra merced es bastante más que un escribano, de los de pliego y
péñola, aunque, en el fondo, siga creyendo, como otros menos ilustrados, que
los nobles no tenemos otro placer, ni otra labor en la vida, que la de sangrar
a nuestros vasallos y renteros… Si algún día tenéis la fortuna de alcanzar
algún título o, cuando menos, el hábito de alguna orden militar, ya veréis cómo
la nobleza trae más cargas y deberes, que no honores y prebendas.
Comprendí que había llegado demasiado
lejos en mi llaneza para con el conde y opté por disculparme y darle las
gracias por su afabilidad. Con ello perdí la oportunidad de consultarle cómo
veía él la situación en la ciudad de Évora, donde moraba, y desde la que habían
llegado a Villaviciosa rumores de revuelta. Pronto tendría confirmación de
ello, sin necesidad de que nadie me transmitiese sus conjeturas.
***
Pocos se recataban a la hora de
reconocer que muchos frailes y sacerdotes llegaban hasta usar de los púlpitos
para excitar los ánimos de los fieles contra la política que llevaba a cabo el
Conde-Duque en Portugal, tanto por lo que suponía de incumplimiento de las
leyes del reino, como de daño y empobrecimiento de sus súbditos. Era de suponer
que, si tan osados se mostraban en sus predicaciones, más activos aún estarían
a la hora de conspirar en sus reuniones y conciliábulos. Era también vox pópuli
que la palma en esta labor, así pública como oculta, la llevaban los padres
jesuitas, tan influyentes en Portugal, como en España, o tal vez más, por el
apoyo que habían recibido de los reyes para que ejerciesen labor de misión
entre los indígenas del imperio. Y, aunque mi señora, Doña Luisa, tenía por
confesor a uno de ellos[64], no me pareció
prudente hablar con él de temas profanos. Decidí hacerlo con alguno de sus
compañeros de Orden en Évora, lo que había de resultarme sencillo, habida
cuenta de que los jesuitas, no solo tenían convento en la ciudad, sino que
regentaban el Colegio del Espíritu Santo, que se consideraba por ellos y por
muchos como una verdadera universidad[65]. En consecuencia, era
grande su influencia en la urbe y numerosos los padres con los que podría
conversar.
Universidad
de Évora
Me acogió amistosamente el padre Gaspar
Correa, al saber que era yo un servidor de cierta categoría de la duquesa de
Braganza, si bien mostró alguna reticencia, sugiriéndome que procurara visitar
al padre Sebastián del Canto, superior del convento y del colegio en Évora[66]. Al replicarle que mi curiosidad no
merecía tanta distinción, sonrió y, mientras paseábamos por el hermoso claustro
del colegio, me explicó:
-
Como
sabe vuestra merced, los jesuitas somos una Orden joven[67]y que, en lo atinente a Portugal, ejercemos
nuestra labor casi siempre en ciudades de alguna importancia. Carecemos, por
tanto, de los vínculos e intereses de nuestros hermanos, los sacerdotes
seculares, así como de los de los frailes que moran en los campos, o llevan una
vida de trabajo físico y clausura. Por esas y otras razones, sólo puedo
hablarle de oídas acerca de algunas de las mayores inquietudes y razones de
disgusto de otros sacerdotes y monjes, como podría ser la venta de los bienes
de las capellanías, o la supresión de las exenciones fiscales para los titulares
de las parroquias. En cambio, nosotros, los jesuitas, estamos más preocupados
por el aumento de los privilegios y facultades para la Inquisición portuguesa,
a imagen de la española, y por los rumores de que, ante la imposibilidad de
recaudar por cabezas todo lo necesario, se va a llamar a la puerta de los
judíos encubiertos de Lisboa y de Oporto, para que aporten un millón de
cruzados, a cambio de darles las llaves del comercio con Brasil y con Oriente.
-
Pero
los jesuitas de España -objeté- están en buenas relaciones con el Conde-Duque,
como también lo está el Santo Padre[68]. ¿No será que su Orden pretende
romper la unión de Portugal con España, sintiéndose heridos por ciertas leyes y
medidas de la Corte, que parecen menoscabar las potestades lusitanas?
-
Ya
le decía yo -se lamentó el padre Correa- que debía hablar con el padre
superior, quien tiene mucho mejor criterio y ciencia que yo, un humilde hijo de
San Ignacio. Todo lo más que puedo contestarle es que el pueblo sufre: Se lo
agobia a impuestos; sube como la espuma el precio del trigo y otros alimentos;
so pretexto del embargo por la guerra, se dificulta la pesca de la sardina y la
exportación de la sal… Y ahora se rumorea que se harán levas de soldados
portugueses para luchar en favor de España en los campos de batalla de Europa.
Comprenderá vuestra merced que los pastores de la Iglesia no podemos ser
indiferentes al sufrimiento de nuestro rebaño, por más que seamos hombres de
paz y de concordia.
-
Según
eso, concluí, ¿puede refutar su paternidad la especie de que numerosos clérigos,
incluidos los de su Orden, predican desde los púlpitos contra las leyes del
rey, que dicen injustas, y que se conciertan con hidalgos y jefes del pueblo
para incumplirlas, incluso mediante el motín?
-
Absolutamente,
en lo que yo sé y a mis hermanos respecta. No tiene más que ver la tranquilidad
que se respira en esta ciudad de Évora y en su entorno, como habrá podido
constatar viniendo de Villaviciosa hasta acá.
Le repliqué con una socarronería, que
supongo no le pasaría desapercibida:
-
Me
tranquiliza mucho la opinión de Su Paternidad que, por supuesto, transmitiré a
mi señora, la duquesa, para que así mismo le sirva de sosiego…, aunque la
supongo al corriente de todo cuanto sucede, gracias a su elevadísima posición.
4.
Se
barrunta la tormenta
Vista
parcial de la ciudad de Évora
No fue el primer motín popular en Portugal
en aquellos años[69],
pero los sucesos de Évora, entre agosto de 1637 y marzo de 1638, al
extenderse cuando menos por todo el Alentejo y los Algarves, fueron seguramente
los más graves, forzando para conseguir su total dominación, una verdadera
campaña militar[70].
Para las Memorias de Rodrigo Cardenal, tuvieron la importancia añadida de la
proximidad de la ciudad eborense a Vila Viçosa, así como la evidente
repercusión en la vida del duque de Braganza y su entorno. Por ello, no es
extraño que nuestro narrador se explayara a la hora de relatarlos. Cosa
distinta es que su testimonio de los sucesos sea en todo momento digno de
crédito, aunque si puedo asegurar que se ajusta con notable exactitud a lo que
hoy conocemos de ellos que, en lo que respecta a lo escrito en lengua española,
creo que no ha avanzado mucho en los últimos cien años[71].
… Por cuanto he podido averiguar, tengo
por cierto que los sucesos de Évora tuvieron por causa, a más de una mala
cosecha y gran carestía de víveres aquel año, el haber pregonado y ordenado la
exacción de los impuestos llamados de la sal, del real de agua y de la sisa,
decididos por el gobierno del Conde-Duque sin previo acuerdo en Cortes, sino
como regalía de Su Majestad. El malestar popular por su cobro resultó tan
extendido en todo el reino de Portugal, que el valido de la virreina, Doña
Margarita[72],
optó por sustituir esos tres impuestos por una carga de medio millón de
cruzados, a repartir entre todas las cámaras[73] del país,
correspondiendo a los regidores[74] adoptar las
prevenciones oportunas para distribuir su montante entre las gentes de su
ciudad y territorio. Era regidor de Évora don Andrés Moraes, del que antes algo
ya he dejado dicho[75], persona poco resuelta
y de corto juicio quien, tras reunir a los próceres eborenses y constatar su
disgusto por la derrama y sus advertencias de que entre los populares existía
un hondo malestar, tuvo la ocurrencia de convocar e intentar convencer a los
dos sujetos que le dijeron destacados en la dirección de los gremios de la
ciudad. Eran estos, según me han referido, un tan Sisenando y otro, apellidado
Barradas[76],
que no se presentaron ante el regidor en su palacio hasta ser acompañados por
una multitud del populacho, que permaneció expectante en la plaza mientras
ellos dos subían a entrevistarse con don Andrés. No debió de ser muy cordial el
encuentro, ni conformes los pareceres pues, al cabo de un rato, el tal
Sisenando abrió el balcón y excitó a la muchedumbre con el anuncio de que
querían detenerlo y maltratarlo, lo que seguramente era falso[77]. Los apostados en la
plaza, de inmediato, asaltaron el palacio y saquearon sus muebles y
pertenencias, librándose el regidor por muy poco de ser asesinado, gracias a
que huyó y se refugió en el vecino convento de San Francisco. De allí a poco,
disfrazado de villano, tomó el camino de España y de la Corte, concluyendo así
su poco afortunada administración.
Todo lo que he relatado hasta ahora sucedió
el día 20 de agosto del año de 1637. A partir de esa jornada y durante varios
meses, la ciudad eborense quedó bajo el desgobierno de la gente del pueblo,
aunque tengo para mí que hidalgos y clérigos hubo, y numerosos, que dirigieron
ocultamente los acontecimientos. Y es que, al producirse en los primeros
momentos del motín múltiples desmanes, tales como asalto de casas de afectos al
gobierno de Su Majestad, quema de libros en archivos y registros públicos y asalto
a la cárcel y liberación de los presos, las autoridades de la ciudad hubieron
de comprender que tal situación no podía prolongarse. Consiguientemente, se
reunieron de consuno en la iglesia de San Antón, a llamada del arzobispo, don
Juan Coutiño, los condes del Basto y de Vimioso, el marqués de Ferreira, el
Comendador Mayor de la Orden de Avís y algunos otros magnates. De allí salieron
en procesión, con la cruz alzada, y convocaron a los jefes de los sediciosos,
para proponerles una reunión conjunta en San Antón, donde los nobles les
propusieron el cese de todas las violencias y abordar con calma el asunto de
los impuestos. Entre tanto, los principales ejercerían su mediación y, ante
todo, se procuraría evitar cualquier castigo por los hechos recientemente
sucedidos. Pero los populares, desconfiando de los próceres, les obligaron a
pronunciarse a favor o en contra de la sublevación y de sus causas, es decir,
por ellos o contra ellos. No sabiendo los nobles cómo actuar, optaron por
retirarse a sus casas, dejando en poder de los levantiscos el control y mando
de la que, a partir de entonces, sería llamada la Junta de San Antón, que
gobernaría los asuntos en Évora y otros lugares sublevados, hasta que las
tropas españolas restaurasen el orden, a comienzos del año siguiente. Molestos
por el abandono de la mayoría de los hidalgos, las turbas volvieron para
asediar los palacios y apedrear las ventanas de los que consideraban más
favorables a España. Con valor digno de encomio, el conde del Basto se ofreció
como víctima propiciatoria, tanto él como su casa, logrando con sus valerosas
palabras aplacar las iras populares.
A partir de estos momentos, comprendiendo
que al tumulto había de suceder el orden y el gobierno, por injustos que
fueran, la Junta de San Antón comenzó a dictar órdenes y bandos, con el apoyo y
la práctica de los jesuitas de la ciudad, entre los que se contaron los padres
Del Canto, Peres Pacheco, Correa, Lopes y otros, por más que procurasen actuar
de modo encubierto para eludir ulteriores castigos. Buena prueba de la
intervención jesuítica fue que los frailes de las demás Órdenes de la ciudad
optaron por mantenerse al margen de los acontecimientos, pese a que bastantes
de ellos compartieran sus sentimientos, y todo por no secundar a quienes
parecían querer controlarlo todo. Aunque no he de decir nombres, mis hermanos
franciscanos[78] me han asegurado la verdad de estas
apreciaciones.
… Mientras todo esto acaecía, la duquesa
Margarita de Saboya parecía tomar las noticias con una tranquilidad
exasperante, aunque parece ser que carecía de fuerzas para optar por la
solución militar. Todo lo que inicialmente acordó fue encargar la represión a
los tribunales, como si el motín fuera cosa de unos pocos. En consecuencia, el
levantamiento se extendió por todo el Alentejo y hasta los Algarves, como
pronto tuvimos angustiosa constancia en Villaviciosa, lo que luego explicaré. Y
fue entonces cuando empezamos a oír hablar del famoso Manuelinho de Évora[79], como el presunto cabecilla de la
sublevación y como la persona que firmaba -o en cuyo nombre se extendían- cuantos
bandos, decretos, órdenes de destierro, castigos personales e incautaciones de
bienes ordenaba la Junta de San Antón. Personaje misterioso para quienes no
fueran eborenses, llegó hasta decirse de él que era un muchacho imberbe,
escogido por los amotinados para aminorar por la edad su responsabilidad.
Finalmente, supimos que se trataba de un sujeto adulto y corpulento, posiblemente
flaco de mente, que era famoso en la ciudad por sus dichos curiosos y sus
recitaciones; lamentable espantajo usado para ocultar a quienes movían los
hilos del tinglado, al que se llevaba de un lado a otro, a ocultas y por
sorpresa, aparentando que poseyera el don de la ubicuidad. Y así, extendió la
sombra de su poder, sin que nadie se resistiera, a no ser las ciudades de Elvas
y Moura, que se mantuvieron fieles al rey. Por cierto que, cuando todo el
suceso hubo acabado, Manuelinho desapareció sin dejar rastro, como un segundo rey
Don Sebastián, siendo lo más probable que encontrase la muerte a manos de sus
propios fautores, o en algún encuentro con las tropas castellanas venidas para
acabar con la rebelión[80].
… Entre tanto, la virreina doña Margarita
prosiguió con su tolerante paciencia hacia los revoltosos, enviando a Évora
como regidor a don Jerónimo Ribeiro, que ya lo había sido antes con general
aplauso, así como al famoso predicador dominico, fray Manuel Macedo, pero uno y
otro hubieron de regresar a Lisboa sin conseguir siquiera ser escuchados; como
tampoco lo fue el hidalgo eborense, Fernando Martín Freire, quien pudo
comprobar que la titulada Junta de San Antón estaba dividida en sus pareceres y
sus miembros no osaban imponer su criterio a los jesuitas y los populares.
Vistos estos y otros[81] fracasos, entendióse al fin en Lisboa
que la solución había de venir de Madrid, seguramente por la fuerza de las
armas, ya que los rebeldes no cederían por menos que la supresión de los
impuestos nuevos, la fijación del donativo con mero carácter temporal y el
perdón completo de todos sus desmanes; exigencias muy bien vistas en otros
lugares del reino lusitano, si bien la hoguera de la sublevación no logró
prender, como se pretendía, en las tierras de las riberas del Tajo, logrando
sofocar su fuego en Setúbal y en Lisboa, donde había tropas suficientes para
atajarlo.
… Pasaba el tiempo y el mismo pueblo
alzado empezó a sentir la necesidad de volver a sus hogares y reanudar el
trabajo. Ello debió de impulsar al Conde-Duque a comportarse con algún rigor,
poniendo como condiciones para aceptar un acuerdo el que se avinieran a pagar
los tributos rechazados y que la pacificación fuese inmediata. Al mismo tiempo,
llegó a Évora la noticia de que se aprestaban los tercios para entrar de
inmediato en Portugal, lo que exacerbó los ánimos, con la ayuda de los sermones
y libelos de los jesuitas. Tan tensa se volvió la situación, que el arzobispo y
los nobles de la ciudad y su entorno se ofrecieron a adelantar el pago del encabezamiento.
También el Conde-Duque optó por ceder, enviando como emisario al conde de
Linares[82], quien era uno de los portugueses de
más predicamento en la Corte. Pero, cuando el conde se presentó en Évora fue
recibido con tal hostilidad, que estuvo a punto de ser ejecutado por los
revoltosos. Esa fue la gota que hizo rebosar la indignación del rey y de su
ministro, dando lugar a la entrada en el Alentejo de los tercios, mientras en
los Algarves lo hacían las tropas aprestadas por el duque de Medina Sidonia,
por orden real. Eso sucedió en las semanas finales del año de 1637, sin que los
sediciosos ofrecieran mayor resistencia. A partir de la forzada sumisión,
hicieron aparición en la zona tribunales especiales de justicia, cuyos
magistrados eran todos naturales del reino de Portugal. Así, la corte de Évora
fue presidida por don Diego Fernandes Salama, corregidor de Corte, auxiliado
por los alcaldes del crimen, Jerónimo Ribeiro y Sebastián de Faria. Las
diligencias comenzaron el mes de enero de 1638 y la sentencia se dictó el 16 de
marzo del mismo año. Fueron condenados a la horca los susodichos, Sisenando
Rodrigues y Juan Barradas, si bien lo fueron en ausencia, no llegándose a
cumplir lo mandado por haberse escondido hasta que, no mucho después, se produjo
la así llamada independencia de Portugal. El resto de los condenados lo fueron
a penas menores, diciéndome quienes conocen Évora mucho mejor que yo que en su
mayoría eran malhechores y delincuentes habituales, para quienes la cárcel era
poco menos que su destino habitual. Por descontado, ningún jesuita fue objeto
de juicio ni condena, aunque algunos de ellos fueran desterrados de la ciudad.
Dícese que la severidad fue mayor en los Algarves, cosa que yo no he podido
comprobar por mí mismo. En cualquier caso, toda dureza entonces y en los dos
años siguientes habría de quedar en nada, ante la ruina del poder real que
trajo consigo la mala marcha de la guerra en Europa, la sublevación de Cataluña
y, por último, la de todo Portugal.
… Terminaré mi exposición de los sucesos
de Évora recordando que, una vez dominados, el rey ordenó a muchos nobles y
eclesiásticos de la zona, considerados los más peligrosos para el buen gobierno
de Portugal, que se trasladasen a Madrid, con la excusa de informar a Su
Majestad de un asunto de importancia. No todos acudieron a la llamada, pero
tengo la certeza de que los que lo hicieron, lejos de ser confinados o puestos
en prisión -como en un principio pudo temerse-, regresaron más tarde a
Portugal, sin recibir maltrato ni castigo ninguno.
Visión
imaginaria de Manuelinho y sus camaradas
***
Los sucesos de Évora no dejaron de tener
honda repercusión en Vila Viçosa y, desde luego, en la vida de la familia ducal
de Braganza, obligando al duque a observar una conducta timorata o, cuando
menos, circunspecta, que algunos historiadores han juzgado indigna de su
posición y propia de un carácter apocado y poco apto para mandar[83]. No parece ser esa la
opinión de nuestro relator, Rodrigo Cardenal, que fue testigo privilegiado de
los acontecimientos y se ganó en ellos el respeto y la inclinación de don Juan
de Braganza, que hasta entonces lo había considerado solo como servidor de su
esposa y de la casa de Medina Sidonia. Veamos cómo expone lo sucedido Cardenal
en sus memorias.
… Bien tuvimos entonces la muestra del
ímpetu y la veleidad del populacho, cuando rompe todas las trabas que las
autoridades le imponen… A los pocos días de iniciados los sucesos de Évora,
empezó a cundir por las calles del pueblo de Villaviciosa el clamor de
reconocer al duque de Braganza como rey propio de Portugal. Ignoro hasta qué
punto era ese un deseo de algunas buenas gentes del pueblo, o un intento de los
junteros de San Antón y de los jesuitas para dar a la revuelta la autoridad y
relevancia de que hasta entonces carecía. Lo cierto es que las turbas acabaron
por presentarse ante el palacio, reclamando la presencia del duque, quien, en
un principio, optó por hacer caso omiso. Mas, comoquiera que el tumulto fuera
creciendo y se iniciara el apedreamiento de la fachada de la casa, formóse en
su interior una especie de consejo de familia y de allegados, del que tuve el
honor de ser, si no un partícipe, sí testigo presencial. Por respeto a la
discreción que debo a mis señores, eludiré tratar de la discusión y de los
pareceres ofrecidos por cada cual, pero sí tengo que reconocer que la decisión
final fue urdida por el inteligente y astuto padre Vieira, quien propuso una representación
teatral en dos actos, por así decir. Ante todo, para calmar los ánimos del
populacho, se asomarían a la ventana la duquesa y su hijito Teodosio[84], pretextando no poder
hacerlo el duque, por hallarse guardando cama por enfermedad. Posteriormente,
aplacado el tumulto, sería el momento de que Don Juan, haciendo oídos sordos a
cualquier sugerencia de proclamación real, se ofrecería como mediador con la
Corte de España, para hacerle llegar de buenas maneras las peticiones de los
eborenses[85].
Como es natural, no todos los servidores
de la casa estaban dispuestos a arrostrar los riesgos de abrir la ventana y
dirigirse a los manifestantes, para hacerles saber la supuesta enfermedad del
duque y la inmediata aparición ante ellos de su esposa y de su heredero, a fin
de mostrarles su dedicación y su afecto. Fue entonces cuando me ofrecí para
hacerlo, revestido del hábito e insignias que, como terciario franciscano, me
correspondían. Mi ofrecimiento fue aceptado y con breves palabras devotas, pedí
a todos los presentes al pie del palacio la paz y la calma que merecían las
dignísimas personas que ante ellos iban a comparecer. Todo salió a pedir de
boca y, tras las aclamaciones a la duquesa y a su hijito, la multitud se
disolvió y tornó a sus casas. El confesor de los duques, tal vez lamentando con
envidia no haber sido él quien diese la cara en mi lugar, alabó no obstante mi
gesto y mis palabras, recibiendo de mí una justa réplica que mucho me loó la
duquesa en privado:
-
Repare
su paternidad -dije al jesuita- que la sencillez franciscana suele ser más
eficaz que la astucia jesuítica.
… Que yo sepa, nada hizo el duque más allá
de dirigirse a Su Majestad ofreciendo su mediación, como he dejado dicho. El
palacio se mantuvo en calma y los duques optaron por no salir del mismo, a no ser para cazar o cabalgar por los parques y campos circundantes. Me parece
indudable que, del mismo modo que yo humildemente procuraba estar al tanto de
los sucesos de Évora, tanto y más lo harían los duques, recibiendo en audiencia
a personas de la mayor calidad. Sin embargo, no tuve constancia de ello, hasta
que se presentó en Villaviciosa el conde de Linares, quien venía desde la
Corte, donde moraba de continuo, con un mensaje del Conde-Duque para el duque
de Braganza.
En realidad, lo que pretendía el de
Linares parecía no ser otra cosa que aquello para lo que había estado dispuesto
el duque de Braganza semanas antes, a saber, ofrecer sus buenos oficios para
aplacar la situación, llegando a una buena componenda con los levantiscos. Pero
ahora estos tenían conocimiento de que las tropas españolas estaban preparadas
para entrar en Portugal desde Badajoz y Ayamonte, lo que había exacerbado los
ánimos y hecho perder a Olivares toda credibilidad. Así pues, aun reconociendo
a don Miguel de Linares su buena fe y lo acertado de su oposición en el Consejo
de Portugal en Madrid a la política de Diego Soares y de su cuñado Vasconcelos, el
duque rehusó comprometerse ahora con lo que el Conde-Duque pretendía. El conde
no tuvo más remedio que presentarse en Évora sin apoyo y por sorpresa, estando
a punto -como en otro lugar he dicho- de morir a manos de los sediciosos y,
pocos días después, los tercios invadían el reino, poniendo fin a la
sublevación en todo el Alentejo.
… No es aventurado opinar que Olivares
quedaría chasqueado y receloso por la negativa del duque a seguir sus pautas.
De hecho, lo convocó para que acudiese a Madrid a despachar con Su Majestad,
como a otros nobles y eclesiásticos a quienes se tenía por desafectos a su
política. Don Juan, de manera respetuosa, pero firme, rehusó abandonar el
territorio luso, aduciendo que era tradición de su familia la de no salir nunca
del solar patrio; tanto más, siendo el único varón adulto de su estirpe capaz
de reaccionar, si se recrudecían los desórdenes y volvían a estar el peligro su
esposa y sus hijos pequeños. De igual forma, rechazó ocupar ningún cargo fuera
de Portugal, por elevado que aquel fuese, como el de virrey de Milán. Durante
un tiempo, me consta que los duques estuvieron muy preocupados porque,
aprovechando la proximidad del ejército que comandaban los duques de Béjar y
Nochera, cabía la posibilidad de que Olivares mandase prender al de Braganza;
circunstancia en que -como quien dice- don Juan se mantuvo con un pie en el
estribo. Nada de lo temido acaeció, sino que, por el contrario, en una de
tantas acciones poco comprensibles del Conde-Duque, hizo llegar al duque bragancino la credencial de su nombramiento como Gobernador Militar de Portugal, con el
propósito definido de supervisar y preparar las defensas del reino contra un
probable ataque francés por mar[86]. Su Excelencia no tuvo otra
alternativa que la de aceptar el cargo, por poco grato que ello fuese para el
pueblo, pero, con astucia digna del padre Vieira, suavizó la hostilidad de sus
compatriotas, poniendo las condiciones de no tener que residir en Lisboa y de
poder acudir a dicha capital de modo encubierto. El desempeño de dicho cargo
fue simultáneo con la llamativa e impolítica decisión de suprimir en Madrid el
Consejo de Portugal, sustituyéndolo por dos Juntas a la medida de los adictos a
Olivares, una en la Corte y otra en Lisboa.
… El levantamiento de Cataluña contra el
rey en junio de 1640 y la ulterior invasión del principado por las tropas
francesas, animó a Su Majestad a reproducir los esfuerzos para que los
portugueses participaran en la guerra al lado de los españoles, cada cual con
arreglo a su clase y sin las exenciones acordadas en las Cortes de Tomar. En el
otoño, Olivares convocó de modo general a la nobleza lusa a Madrid, para
organizar su expedición al frente catalán. Esta vez Braganza no estuvo solo en
sus excusas: Todos los hidalgos declinaron el llamamiento, colocándose en una
situación de desobediencia, que presagiaba para muy pronto una rebeldía aún
mayor.
Vista
actual del palacio ducal de Braganza en Vila-Viçosa
***
Este capítulo de las Memorias se
cierra con acontecimientos producidos en los años de 1639 y 1640, durante los
cuales, por circunstancias que Rodrigo Cardenal nos referirá, nuestro narrador
tuvo la oportunidad de asomarse a los complejos vericuetos de la vida política
lisboeta. Para ello, tuvo antes que romper sus lazos con la casa española de
Medina Sidonia, asumiendo la condición de portugués naturalizado, gracias a la
cuna de su madre y al apoyo decidido del duque de Braganza quien, pese a sus
naturales titubeos y precauciones, estaba a punto de convertirse en el nuevo
rey de Portugal.
… A poco de suceder en el ducado de
Medina Sidonia a su añorado padre el nuevo titular, don Gaspar[87], empezaron a menudear
los retrasos en el pago de la asignación que se me había concedido para atender
a mis gastos y manutención en Villaviciosa, mientras servía a doña Luisa de
Guzmán, habiendo tenido por ello que abandonar mi oficio de escribano del
número en Niebla. Llegó a ser la mora tan dilatada, que hube de convencerme de
que, por la tácita, don Gaspar había decidido librarse de la carga de mi
sueldo, entendiendo que bien podría su hermana correr con su abono, puesto que
era ella la beneficiaria de mis servicios. En vista de ello, expuse la
situación a la duquesa de Braganza, aprovechando los momentos en que su esposo
había reparado en mi desempeño durante los sucesos de Évora, al encararme con
los revoltosos que cercaban el palacio. Doña Luisa debió de hablar de ello con
su marido, pues a los pocos días me ofreció la posibilidad de entrar al
servicio de la casa de Braganza, siempre que abandonase previamente el del
ducado asidonense. Ello era tanto -o así lo entendí- como desnaturalizarme
castellano y pasar a ser portugués. Bien es verdad que, por aquel entonces, una
cosa u otra no eran tan dispares, pues que ambos reinos obedecían al mismo rey
y formaban parte de España. En consecuencia, comprendiendo que mi trabajo y mi
inclinación me vinculaban a los Braganza, opté por viajar hasta Andalucía, para
despedirme formalmente del duque de Medina Sidonia y vender a buen precio el
oficio de escribano del que seguía siendo titular, aunque la verdad es que no
conseguí ni una cosa, ni otra. Su Excelencia andaba enfrascado en la campaña
militar de los Algarves, aunque el mando efectivo de las tropas correspondiera
-por su escasa inclinación por las cosas de la guerra- a su primo, el marqués
de Ayamonte[88]
y al más bregado, marqués de Valparaíso[89]. Y tampoco pude
conseguir un precio satisfactorio por la venta de mi oficio, pues la mala
situación económica del momento y el mal uso que del mismo había hecho mi
sustituto, lo habían devaluado hasta poco más de la mitad de lo que yo había
pagado años antes. En fin, con tres mil ducados y el corazón entristecido,
regresé a Portugal, imaginando que mi ausencia de aquellas tierras de mi
juventud habría de ser larga, y quién sabe si definitiva. Por el camino,
escuché rumores acerca de la dureza con que la hueste del de Medina Sidonia se
estaba comportando en los Algarves, que pronto recibirían la visita del
magistrado portugués, Pedro Vicora da Silva, quien, por lo que se supo luego en
Villaviciosa, también había sido más severo con los algarveños levantiscos de
lo que lo habían sido sus compañeros con los alentejanos.
6.
De
mis andanzas por Lisboa antes de su insurrección
El nombramiento real del duque de Braganza como
Gobernador de las Armas de Portugal me dio la oportunidad de salir de
Villaviciosa y frecuentar Lisboa y su entorno; pues, habiendo conseguido el
duque que se le aceptaran en Madrid sus condiciones ya sobredichas[90], usó de mis servicios, como persona
de su confianza y nada conocida en el país, para que lo acompañara en su
séquito y, en ocasiones, lo sustituyera o actuase como emisario en algunas
tareas subalternas. De hecho, apenas recuerdo una ocasión en que Su Excelencia
rindiera una visita descubierta y solemne a la ciudad lisboeta: Fue ello en
1639, a poco de ser designado Gobernador militar, y tuvo el principal objeto de
encontrarse con la virreina, tanto por cortesía, como porque formalmente seguía
teniendo la condición de Capitana General de Portugal, otorgada por Su Majestad
años antes[91]. Como es de razón, ni estuve presente
en la entrevista, ni conozco cuanto se discutiera en ella, pero me permitió
trabar conocimiento con diversos personajes, de la casa o el entorno del duque
los unos, de los oficios y la hidalguía del reino los más. He de reconocer que,
en cuanto no me fuera necesario, nunca invoqué mi origen castellano y, conforme
a la tradición portuguesa, empecé a utilizar como apellido primero el Menezes
materno, trocando el Cardenal en Cardeal, cuantas veces me fue necesario…
… Entre los muchos asuntos de los que me
llegó noticia en mis viajes a Lisboa, ninguno más sorprendente para mí que el
de la visita a dicha ciudad de don Duarte, el hermano menor del duque, quien,
como he dejado dicho, llevaba varios años combatiendo en el centro de Europa
bajo las banderas imperiales, circunstancia que había determinado el que yo no
lo conociese. Dijéronme los servidores de la casa de Braganza en Lisboa, que el
año anterior[92] don Duarte había regresado a Portugal
de manera encubierta, para tratar de ciertos asuntos privados, procurando
eludir el trato con otras personas. Me llamó la atención que mi comunicante
agregara “principalmente, si de hidalgos se trataba”. Le pregunté de buena fe
cuál podría haber sido el motivo y, con cierta reserva, me respondió que don
Duarte no quería que estorbasen sus planes con proposiciones apuradas, pues no
pretendía otra cosa que regresar de nuevo a sus deberes militares. Andando el
tiempo, hube de colegir que el hermano del duque había tratado de evitar que lo
tomasen por suplente de este en las intrigas que ya se tramaban para conseguir
no tardando que Portugal se sacudiera el yugo de Castilla, al decir de quienes
se estaban conjurando para ello[93]. Consiguió su propósito, esbozando
remotas promesas, y partió de nuevo para la guerra, de donde ya no habría de
volver, aunque sí supo de la elevación de su hermano, don Juan, al trono
portugués.
Tiempo después, cuando el duque de
Braganza ya era rey de Portugal, su esposa, la reina Luisa, me hizo una
confidencia muy reveladora, lamentando, al mismo tiempo, la triste situación de
su cuñado, a la sazón encerrado en una cárcel lombarda por orden del rey de
España:
-
No
creas, Rodrigo, que don Duarte abandonó Portugal en 1638 por amor a las armas,
sino por allanar el camino de su hermano, facilitando así que pudiera marcar
los tiempos de su aclamación[94], con prudencia y en seguridad. De
hecho, dicen quienes entonces se lo escucharon que estaba dispuesto a regresar
a Portugal a luchar por la patria y por su hermano, tan pronto dispusiera Dios
la restauración[95] del reino lusitano.
El Conde-Duque
de Olivares
***
De los numerosos servidores que el
duque de Braganza mantenía en Lisboa, para representación suya y de los
intereses de su casa, ninguno era más valioso que don Juan Pinto Ribeiro[96] que, por sus
cualidades de honradez y conocimiento de leyes, había sido designado por el
duque agente y representante suyo en todos los negocios que le importaban en la
capital y sus tribunales. Me constaba el aprecio que Su Excelencia le tenía
pues, en aquel mismo año de 1639, don Juan Pinto había recibido el hábito de
caballero de la Orden de Cristo y, poco después, la encomienda de Santa María
de Gimunde de dicha Orden[97]. Bien creo yo, no
obstante, que los servicios que había prestado hasta entonces eran puramente
privados, por así decir, y aún no tenían que ver con las conspiraciones que
algunos hidalgos ya tramaban para separar a Portugal de España y reemplazar
como rey a Don Felipe, por Don Juan de Braganza[98], aunque sea difícil de
creer que desconociese tales maquinaciones, viviendo el Lisboa y siendo persona
de calidad y bien informada.
… No se me escapa que, en algunos de mis
viajes de ida y vuelta entre Villaviciosa y Lisboa, pudiera ser que yo fuese
portador inocente de varios de los mensajes que se cruzaron por aquellas fechas
entre los conspiradores y el duque, mezclados con los recados y cartas que se
me entregaban en la oficina braganciana para su porte. Algo así me dieron a entender
las palabras de don Juan Pinto durante el viaje que hicimos juntos, de Lisboa a
Villaviciosa, con el pretexto de recibir el beneplácito y la firma del duque en
la solución de un pleito en que litigaba contra el conde de Odemira. Mi
compañero de viaje, de forma ligera, me advirtió:
-
¡Qué
vida más asendereada lleva vuestra merced, señor escribano! Pero no está lejano
el día en que no hayáis de transitar más entre Lisboa y Villaviciosa, al menos,
de forma tan incómoda, a lomos de cabalgadura.
-
Es
el sino -repliqué- de quienes modestamente servimos a los hidalgos, por altos que ellos
sean. Solo los reyes suelen estar en condiciones de ofrecer a su servidumbre
carruajes para el transporte. (Le dije lo precedente con evidente malicia,
imaginando la suerte que pronto podía alcanzar al duque)
-
Pues
siendo como decís -replicó mi acompañante con parecida astucia-, habremos de
conformarnos con un caballo o una buena mula, pues no creo que Don Felipe se
acuerde en Madrid de sus fieles súbditos de la Lusitania.
Aquellas jornadas fueron de muchas idas y
venidas, conciliábulos y reuniones en el palacio de Villaviciosa. Finalmente,
don Juan Pinto partió hacia Lisboa, con una escolta que me hizo suponer que su
misión fuera de la mayor importancia. En cambio, yo recibí de mis señores la
indicación de permanecer con ellos en la casa, aunque con equipaje ligero
preparado para un próximo viaje. Ello me impediría ser testigo de presencia en
los hechos cruciales del siguiente 1º de diciembre en Lisboa, que más adelante
referiré según me fueron relatados por personas dignas de crédito.
Como suponía, la marcha para Lisboa del
letrado Pinto Ribeiro tuvo mucho que ver con el destino del duque de Braganza.
Resultó que, hacia el mes de octubre anterior, los conspiradores contra el rey
Don Felipe tuvieron encuentro con don Juan Pinto, en el que le echaron en cara
la excesiva prudencia del duque a la hora de aceptar que fuese proclamado rey
de Portugal. Pinto Ribeiro les replicó que, a esas alturas de los preparativos,
lo que procedía era que fuesen ellos quienes decidieran la forma y el momento,
como mejores conocedores que eran de la situación; hecho lo cual, no deberían
esperar el plácet de nadie, pues don Juan de Braganza cumpliría con sus
obligaciones para con la patria. Y, aunque esas palabras satisficieron a los
conjurados, don Juan Pinto no se conformó sin hacer una última consulta con su
señor, siendo esa la ocasión en que viajó hasta Villaviciosa en mi compañía.
Una vez en palacio, logró convencer al duque de que no se volviera atrás en el
último momento, sino que se preparase para viajar a Lisboa, tan pronto se
tuviera seguridad de que el levantamiento había tenido éxito. El duque
consintió y extendió una carta de plenos poderes para dos de los principales
hidalgos prestos a sublevarse, siendo ese el documento que a toda prisa y
escoltado portó hasta Lisboa don Juan Pinto, como he dejado dicho [99].
***
Reza un adagio que “teniendo estos
amigos, no me hacen falta enemigos”. Pienso que algo así hubo de pensar el
Conde-Duque cuando se percatara del comportamiento del marqués de la Puebla,
primo suyo y persona de su confianza, a quien puso desde el primer momento al
lado de la virreina, doña Margarita, como asesor y superintendente, tratando de
equilibrar la decisiva influencia que en la vida política de Lisboa ejercía el
secretario de Estado, el lusitano don Miguel de Vasconcelos[100]. Bien es cierto que
el marqués, hombre ya mayor y que había sido presidente del Consejo de
Hacienda, hubo de recibir su nombramiento casi como un castigo o, cuando menos,
un descenso en su carrera. Lo cierto es que, bien por llevar la contraria al
todopoderoso Vasconcelos, bien por juzgarlo lo mejor para la suerte española en
Portugal, el marqués, don Francisco por nombre, convirtió las jornadas y
sesiones en el Palacio de la Ribera[101] en un verdadero campo
de Agramante, hasta que la virreina optó por seguir decididamente los consejos
e indicaciones de Vasconcelos, quizá por orden o sugerencia del propio
Conde-Duque. A partir de entonces, el marqués, aun sin hacer dejación de sus
poderes ante doña Margarita, empezó a mezclarse con hidalgos portugueses poco
favorables a España, incluso conspiradores contra el rey, haciéndose lenguas de
los abusos y concusiones que Vasconcelos en Lisboa, y su cuñado, Diego Soares,
en Madrid, perpetraban a la hora de repartir cargos y mercedes entre los
portugueses; como también censuraba a su propio primo, el Conde-Duque, por
multiplicar los impuestos y ofender a los sacerdotes con el asunto de las
capellanías[102]. Quizá no se deba ser
muy severo en el juicio del marqués, pues él mismo, un tanto perdido en medio
de una sociedad de la que todo ignoraba, pidió al cabo de un año a su poderoso
primo retornar a Madrid, a lo que este, con la volubilidad que lo caracterizaba,
le denegó la solicitud, provocando en él una reacción de hostilidad hacia el
gobierno de Olivares, que estuvo a punto de acabar en traición. Los portugueses
no le pagaron con la benevolencia su comportamiento arbitrario y equívoco pues,
una vez consumada la Restauración, el marqués permaneció tres años encarcelado,
hasta que fue libertado mediante un canje. Dícese que, a su regreso a Madrid,
coincidente con la caída de Olivares, no se le castigó por su conducta en
Lisboa, sino que obtuvo favor de su rey, que lo designó para uno de sus
principales Consejos[103].
Si tuve puntual conocimiento de estos y
otros sucesos que se producían en el interior del Palacio, fue gracias a la
facundia y la benevolencia del magistrado don Tomé Piñeiro[104], cuya relación conmigo y con estas
memorias bien merece un apartado especial.
Don
Juan IV de Portugal
***
Antes de que Rodrigo Cardenal nos relate
sus andanzas con Tomé Pinheiro da Veiga por Lisboa, permítanme señalar
que este notable magistrado portugués ha acabado por hacerse relativamente
famoso en España, por su espléndida narración del viaje que realizó a la Corte
-a la sazón radicada en Valladolid- en los meses de abril a julio de 1605,
coincidente con los grandes festejos celebrados en ella para conmemorar el
nacimiento del heredero de la corona -el futuro Felipe IV-, así como la
coincidente venida de una gran embajada británica para ratificar el tratado de
paz de Londres (1604), entre Inglaterra y España[105]. La relación de tales
fastos, así como de la vida social en la villa y corte vallisoletana, quedó
vívidamente reflejada por Pinheiro en un relato escrito poco después -en 1606 o
1607, probablemente-, que su autor dejó manuscrito, sin imprimir, aunque se
hicieron de él varias copias. De una de ellas, un ilustre erudito lusitano,
profesor en Coimbra[106], promovió, al fin, su
impresión ¡en 1911![107], que fue vertida al
castellano cinco años más tarde[108], con mediana difusión.
Suele recordarse que en la obra a que me refiero, la Fastiginia, se
tiene la primera referencia histórica a la primera parte del Quijote, impresa
precisamente en 1605[109]. En fin, me callo y dejo
que, a partir de ahora, sea Cardenal quien nos ponga al día de su encuentro con
Pinheiro, más de treinta años después de que este pasara en Valladolid unos
meses tan divertidos.
… En los días finales del mes de octubre
de 1640, don Juan Pinto Ribeiro me comisionó para llevar una nota de su parte
al archivo de la Torre do Tombo, dirigida al canciller mayor del reino, don
Tomé Piñeiro, a quien yo, ni conocía, ni siquiera había oído mentar. Supongo
que usó de mis servicios a tal fin, precisamente, por la circunstancia de ser
yo un desconocido en Lisboa, y tener el mensaje mucho que ver con la jornada de
sublevación que se preparaba. Pero, por lo mismo, me resultó laborioso que el
canciller me recibiera en persona, hasta que, después de esperar más de una
hora, hube de encararme con uno de sus oficiales y aducir que mi señor, el duque
de Braganza, habría de quedar muy descontento por su deservicio. Reaccionó al
punto aquel quídam y me condujo al despacho del prócer, viejo como de setenta
años, pero firme, y de gesto serio, aunque no severo. Recibió de mi mano la
misiva y me mandó sentar mientras comprobaba su procedencia, sin romper el
sello ni rasgar el sobre. Luego, más amistoso, me dijo:
-
Disculpe
la espera, pero no me es habitual el recibir a criados del señor duque, sino,
directamente, a don Juan Pinto.
-
La
verdad, Ilustrísima, es que soy algo más que un propio, pues sirvo a mis
señores los duques por haber entrado en un principio en la casa de la duquesa,
como administrador y consejero.
-
¿Cómo
así?, inquirió con curiosidad. La duquesa vino para casarse desde España, pero
vos no parecéis español por vuestra perfecta habla portuguesa.
-
A
estas alturas, señor, soy portugués a todos los efectos, pero hubo una época en
que tuve el oficio de escribano del número en tierras de Andalucía, donde me
formé, aunque nací en Valladolid, de madre portuguesa, y crecí en Madrid, donde
mi padre trabajaba de maestro de obras para uno de los grandes arquitectos de
allá.
Escucharme la referencia a la villa de mi
nacencia y echarse a reír fue casi todo uno. Se explicó brevemente:
-
¡Qué
buenos recuerdos me trae la alusión a vuestra tierra de origen! Allí pasé los
meses más amenos y movidos de mi, por lo demás, laboriosa vida.
Y, hablando y hablando, uno y otro vinimos
a tener otras coincidencias, como la de que, en aquella su visita a Valladolid,
don Tomé hubiese conocido a mi padre, cuando se realizaban los trabajos de
construcción para el palacio de recreo de Su Majestad en la otra orilla del
Pisuerga. Comoquiera que nuestra conversación se alargara y, como es lógico, el
canciller tuviera que despachar otras audiencias y asuntos, me despidió con
estas palabras:
-
Puede
decir a su mandante que, una vez haya leído su nota, le daré contestación. Si
vuestra merced no tiene otros compromisos, podría visitarme mañana por la tarde
en mi casa, frente al Convento del Carmen, y servirme de correo a tal fin. Le
prometo que no faltará un buen refrigerio, y ameno coloquio, que nos traerá a
entrambos recuerdos de tiempos más felices, cuando se podía ser un buen
portugués sin dejar de ser, a la vez, un buen español.
Comuniqué a don Juan Pinto la invitación
que me había hecho el señor Piñeiro y los motivos por los que se había mostrado
tan afable conmigo. Pinto me animó a aceptar, con estas irónicas palabras:
-
Afortunado
sois, pues la mesa del canciller mayor es famosa en toda Lisboa por su selecta
esplendidez, como corresponde a un epicúreo acaudalado, sin familia para la que
reservar sus bienes[110]. Acuda pues y, antes de que las
libaciones pasaren a mayores, recuérdele que ha de daros una carta en respuesta
de la mía del día de hoy.
¡La carta! Poco le faltó a don Tomé para
leerme su contenido, tras haber sido igualmente expansivo al referirme la larga
vida de cargos y de oficios que iba dejando atrás. Pese a ser un hombre del
común y de familia de cristianos nuevos, la buena posición de su padre y sus
propias prendas le permitieron estudiar leyes en Coímbra y ejercer su
conocimiento con proverbial laboriosidad. Comprendí que el éxito mundano de mi
anfitrión provenía de la feliz conjunción de un profesional severo y laborioso
con una persona de trato exquisito, buen conversador, sibarita y jovial[111]. Aún ahora, con setenta años
cumplidos, tenía ante mí a un conversador incansable, de privilegiada memoria y
que me hacía olvidar con su gentileza la diferencia social que a ambos
separaba. Sin alarde ni presunción, mi interlocutor había ido alcanzando las
cotas más elevadas en los oficios procesales de Portugal: fiscal de la Corona;
magistrado del supremo Tribunal del Palacio; supervisor del Tesoro, y, ahora,
canciller mayor del reino. Mas, como él me confesaba con amargura:
-
He
servido a dos Felipes[112] con la mayor fidelidad, dentro de lo
que la ley permite u obliga. Siempre he entendido que el rey, aunque morase en
Madrid y hablase castellano, lo era a todos los efectos de Portugal y, como
tal, he defendido sus derechos y regalías con denuedo… Supongo que Pinto
Ribeiro os habrá puesto al corriente de que toda mi vida he hecho valer las
potestades y defendido los bienes de la Corona contra toda clase de menoscabos,
procedieran estos de los concejos, de los nobles o de la mismísima Iglesia.
Seguramente, no soy muy popular en el reino, pero todavía se me respeta y, ante
el albur de grandes mudanzas, se dignan avisarme y muestran interés por mi
actitud ante ellos.
A buen entendedor… Claro que consideré
pertinente guardarme las ganas de preguntarle por su decisión, que podría
servir de ejemplo para otros muchos portugueses de su condición. Mas no fue
preciso que me hiciera muchas conjeturas. Don Tomé me entregó la carta para
Pinto Ribeiro, con estas palabras:
-
Deber
de los reyes es saber defender sus estados, como lo es de sus súbditos el servir
a quienes reinen con patriotismo y lealtad. Así me he comportado hasta ahora, y
no es cosa de mudar de costumbres a la vejez.
Me acompañó hasta el zaguán y ordenó a uno
de sus criados que, armado de espada, me acompañase hasta mi casa, o hasta que
dejara su misiva a buen recaudo. Se despidió con una expresión que yo no
conocía y que me produjo un estremecimiento:
-
Hasta
la vista, pero, si no hemos de vernos más, véanos Dios en el cielo.
Felizmente, habríamos de vernos algunas
veces más en este mundo, del que el canciller mayor -según se decía- tanto
había disfrutado hasta entonces.
Estado
actual de la iglesia del convento del Carmen (Lisboa)
7.
Un
solo día de Lisboa y no muchos más en Portugal
¡Primero de diciembre de 1640, en Lisboa!
Uno de los días más grandes en la historia de Portugal; comienzo exitoso y
mínimamente violento de la independencia moderna del reino o, por decirlo con
la palabra más usada -entonces y ahora- de su Restauración. Lástima que,
según lo que Cardenal ha dejado escrito poco más arriba, el cachazudo duque de
Braganza le ordenase permanecer junto a él en el palacio de Vila Viçosa, con
el equipaje preparado para partir, si la fortuna favorable así lo dispusiera.
Con todo, el esfuerzo de nuestro narrador por recoger el núcleo de los sucesos
de Lisboa en aquel día fasto nos permitirá conocer -aunque sea de segunda mano-
su versión de los acontecimientos. Y a fe que, consultados los relatos más
correctos y afamados de aquella jornada[113], el que nos ofrece
seguidamente en sus memorias se ajusta cabalmente a aquellos. Prestémosle,
pues, atención.
… Dícese que, en la misma mañana del
sábado, 1º de diciembre de 1940, los conjurados que iban a asaltar
inmediatamente el Palacio se confesaron y oyeron misa en una iglesia próxima;
mas es cosa que juzgo poco probable, habida cuenta de su número de unos cien[114], que sin duda, por su
calidad y yendo armados con espadas, puñales y algunas armas de fuego, habría
llamado poderosamente la atención, pese a lo temprano de la hora… Según lo
acordado, reunidos en la explanada de Palacio, al dar las nueve de la mañana,
invadieron por sorpresa este, sin que la guardia pudiese apenas ofrecer
resistencia, siendo varios de sus miembros heridos y, al menos dos de ellos,
muertos, entre los cuales un capitán, al que arrojaron por la ventana[115]. Al odiado
secretario, Miguel de Vasconcelos -cuya muerte habían acordado de antemano- lo
persiguieron y encontraron, aunque se dice que trató de ocultarse dentro de un
armario; lo pasaron por las armas, a espada y de un escopetazo, y lo arrojaron
por una ventana a la plaza. Así mismo, fueron eliminados dos individuos de la
localidad de Albergaría: uno por exclamar “viva el rey Felipe” y otro, al
parecer, por alguna cuestión pendiente con uno de los conjurados[116]. Superada así la
resistencia de los guardias, los sublevados se dirigieron a las dependencias
donde suponían se hallaba la virreina. Encontraron las puertas cerradas, por lo
que procedieron a derribarlas. En tanto lo lograban, se toparon con algunos
jueces que salían de las salas de los tribunales, y se oyeron voces induciendo
a darles muerte, lo que fue felizmente evitado por la intervención de uno de
los hidalgos, don Juan da Costa, quien les hizo ver que desconocían cuál era el
partido que seguía cada uno de los magistrados.
… Para su desventura, acertó a estar a la
sazón en Palacio don Sebastián de Matos y Noroña, arzobispo de Braga y, como
tal, primado de la Iglesia lusitana. Al verlo, uno de los conjurados -de quien
se dice que, precisamente, era un clérigo[117]-, se dirigió a él con la espada
desenvainada y le exigió que vitorease al rey Don Juan IV, a lo que el
arzobispo, entre retador y timorato, exclamó: “¡Viva quien quiera vuestra
señoría!”. Ofendido por la reticencia, el sacerdote hizo ademán de acometer al
primado, pero fue efectivamente detenido por otro de los asaltantes del palacio. Finalmente, cuando los invasores
lograron derribar la puerta, vieron que la virreina, Doña Margarita, se
encontraba asomada a la ventana, exhortando a la multitud que se iba reuniendo
alarmada al pie del palacio, a fin de que depusiera su actitud, para lo cual
prometía rectificar los abusos del ya difunto secretario Vasconcelos, al tiempo
que les aseguraba su intercesión para que el rey Don Felipe no castigara la
sublevación, ni la muerte del susodicho secretario…
Me permito hacer aquí un inciso en la
narración de Rodrigo Cardenal pues, de ser cierto que, ya desde los primeros
momentos, se había reunido una multitud en la explanada del Palacio (la zona
llamada entonces Terreiro do Paço), sufriría una notable alteración la
versión canónica de los sucesos del 1º de diciembre de 1640, que quiere
dar a entender que el pueblo prácticamente no se había enterado de lo acaecido
hasta que estuvo acabado. En cualquier caso, quedaría por ver el alcance de
dicha presencia popular, tanto en el desarrollo y éxito de la empresa restauradora,
como en el esfuerzo ideológico de los bragancianos para diferenciar
radicalmente la aclamación de Don Juan IV de los movimientos y motines
populares, según la tesis de los 40 Fidalgos como agentes
exclusivos del movimiento lisboeta. Pero sigamos el relato de Cardenal:
… Los conjurados, sin ningún
miramiento, retiraron de la ventana a la virreina y se dice que le explicaron
que aquello no era un simple motín contra el mal gobierno de Vasconcelos, sino
el destronamiento del rey don Felipe en Portugal, que sería reemplazado por el
duque de Braganza. Seguidamente, la forzaron a firmar una orden por la que
ordenaba a los alcaides y oficiales de todas las fortalezas que guardaban
Lisboa que rindieran sus armas a los hidalgos que portasen los pertinentes
documentos firmados por ella; con lo que, al haber sido acatado casi sin
vacilación, puede decirse que acabó la jornada de Lisboa con el pleno triunfo
de la sublevación, lo que los conjurados inmediatamente fueron a comunicar al
señor duque, que esperaba en su palacio de Villaviciosa el resultado de los
acontecimientos.
… Es llano que uno de los temores de los
hidalgos sublevados fue el de que la gente del pueblo organizase tumultos,
provocase saqueos o daños y, por cualquier modo, ejecutase venganzas o llevara
a cabo ejecuciones, más allá de las que se habían producido en el interior del
Palacio… Con el fin de evitarlo, el arzobispo de Lisboa, que estaba a favor de
los levantiscos, a petición de su cruciferario, el padre Nicolás de Maya,
organizó aquella misma mañana una procesión en acción de gracias, lo que tuvo
el efecto anhelado de evitar cualquier desorden, a la vez que fue para muchos
la ocasión de enterarse de cuanto acababa de ocurrir en la ciudad, así como de
los objetivos y consecuencias que con ello se pretendían.
Prendimiento
de Margarita de Saboya (cuadro historicista por Caetano Moreira)
***
Es de suponer que Rodrigo Cardenal,
después de haber viajado tanto a Lisboa en las semanas anteriores al alzamiento
del 1º de diciembre de 1640, estaría deseoso de acudir cuanto antes a la
capital lisboeta para ser testigo presencial de los sucesos que se producirían
en los días siguientes; pero fue así solo en pequeña parte, al haberse gestado
en aquellos momentos la decisión que marcaría su inmediato futuro: Por más que el
duque le profesara afecto y lo considerara ya como un servidor de su casa, era
la duquesa quien lo había recibido, años atrás, por su consejero y
administrador, y quien más gustaba de su presencia y compañía. Era, pues, al
servicio de la Señora al que, en lo sucesivo, también habría de seguir, si bien
con las correcciones que suponía el que una duquesa medio española se
convirtiera en reina de Portugal. Esto es lo que está en la base de las
ausencias y falta de información de propia mano que parecen destilar las
páginas de las memorias que siguen, aunque no pueda negárseles interés y
ecuanimidad.
… Las noticias felices de la aclamación
en Lisboa de Don Juan como rey de Portugal llegaron a Villaviciosa al día
siguiente, domingo, dos de diciembre, de manos de dos hidalgos mensajeros de
todos sus compañeros. La nueva fue inmediatamente llevada a Évora, por orden
del duque, por lo que fue esta ciudad -que tanto había se había distinguido
pocos años antes por su resistencia al gobierno del Conde-Duque- la primera en
reconocer a Don Juan por rey con el formal beneplácito de este. Con todo, tras
este rasgo de decisión y de firmeza, el duque regresó a su palacio de
Villaviciosa, tomándose con cierta parsimonia los preparativos de su viaje a
Lisboa, que decidió razonablemente emprender él solo, en compañía de un corto
séquito, dejando expectantes en el palacio a su mujer y a sus hijos, que solo
lo seguirían cuando la situación en la capital estuviese de todo punto decidida
y pacificada. Por ese motivo, hube yo de permanecer asimismo en Villaviciosa,
como persona de la confianza y servicio de doña Luisa…
Partió, al fin, el duque en un coche,
acompañado de los emisarios que le habían traído la embajada de los conjurados,
así como del marqués de Ferreira y del conde de Vimioso, que hasta entonces
habían residido en Évora, y de algunos hombres de armas[118]. Según luego me fue relatado por
quienes lo vivieron, el duque siguió viaje por tierra hasta las inmediaciones
de Lisboa más, en llegando al lugar llamado Aldea Gallega[119], la comitiva abandonó carruajes y
caballerías, para subir a un bergantín, en el que hicieron el corto trayecto
hasta los muelles de la capital, a la que llegaron en la mañana del día de San
Nicolás, 6 de diciembre, con tal temporal de lluvia, que apenas unos cuantos
caballeros los esperaban a pie firme. Don Juan y los suyos corrieron a
refugiarse de las inclemencias en el Palacio de la Ribera, donde fueron
acudiendo diversos hidalgos y otros próceres. Hacia las tres de la tarde,
habiendo amainado la lluvia, fue concentrándose en la explanada del Palacio una
considerable multitud, con gran entusiasmo, saliendo Don Juan a un balcón para
dirigirles una salutación…
… En los días siguientes apenas cesó el
diluvio, hasta el punto de que las calles estaban desiertas y tuvieron que
suspenderse los festejos previstos, en particular, luminarias y fuegos de
artificio, que solo pudieron lucir en las pocas noches en que cesó el aguacero.
… El día acordado para la coronación, que
era el sábado, 15 de diciembre, se reunió en Palacio la mayor parte de los
grandes del reino, que habían ido llegando de todas las comarcas del mismo,
recibiendo Don Juan su juramento de fidelidad, como rey de Portugal.
Seguidamente, se formó un gran cortejo por el orden que el ceremonial imponía,
aunque muy deslucido por el aguacero, del que tan solo podía librarse, y a
duras penas, Su Majestad, que iba a caballo y bajo palio, ya que todos los
demás cortesanos habían de transitar a pie y con la cabeza descubierta. Así
hubo de llegarse hasta la catedral, para la ceremonia religiosa de la
coronación, oficiada por los regentes del reino, los arzobispos de Braga y de
Lisboa. Concluida esta ceremonia, Don Juan IV y su comitiva regresaron a
Palacio de la misma guisa y chubasco… Dícese que, del frío y la mojadura,
muchos de los hidalgos enfermaron, lo que algunos juzgaron un presagio de las
desdichas que podrían venir para Portugal, por haber traicionado al poderoso rey
de España.
Mientras todos estos hechos se sucedían en
Lisboa, Villaviciosa ardía en noticias y preparativos para trasladar lo más
necesario de la casa al palacio lisboeta. En verdad, las nuevas eran casi todas
felices pues, de manera que se consideró milagrosa, por intercesión de la
Purísima Virgen, todo el reino aclamaba a su nuevo rey con entusiasmo y
emoción. En estos sentimientos -como suele suceder- era el pueblo quien de
manera más decidida y desmesurada se expresaba. Nos llegaban noticias de
Aveiro, Braganza, Guarda y otros lugares, relativas a saqueos de casas de
partidarios de Don Felipe, destrucción de registros y archivos, y otros
desmanes habituales en estos casos. Más reconfortantes eran las actitudes de
los estudiantes de Coímbra quienes, tan pronto fue oficial la noticia del
triunfo de Don Juan, se desprendieron de sus manteos y corrieron jubilosos por
las calles vitoreando al nuevo soberano, mientras las autoridades
universitarias reconocían al nuevo rey y organizaban fiestas y actos académicos[120]. Todo coincidía con mi opinión de que
el pueblo portugués -seguramente, más que sus próceres- no había aceptado de
buen grado la unión con España y, menos que nunca, desde que el gobierno de
Olivares diera al traste con lo acordado en Tomar, aunque fuese por verdadera
necesidad.
… Por fin, el día de San Juan Evangelista,
27 de diciembre, la señora duquesa, ya reina, acompañada de sus hijos y de un
corto séquito -entre el que me contaba-, llegó a Lisboa, a bordo de una goleta
entoldada, con mucho acompañamiento de otras embarcaciones. A su lado, como
camarera mayor, se hallaba la marquesa de Ferrera, de quien algunos decían que
ocupaba dicho oficio mal de su grado. A diferencia de lo acaecido cuando llegó
Don Juan, el tiempo era bueno y, en la plaza ante la que atracamos, una gran
copia de gente nos recibió con vítores y aplausos. En seguida, nos trasladamos
a Palacio… Hubo tres noches de fuegos y luminarias, que es la forma más
tradicional de celebrar en este país los festivos acontecimientos. Todos
disfrutábamos con tan plácida y sentida forma de cambiar a un rey por otro,
aunque nos pareciera a veces estar soñando, y los más agoreros opinaran que
todavía vendrían malos tiempos… Oí decir a una señora, cuyo nombre no conocía,
que bueno era el nuevo rey, pero estaba por ver cómo serían los que lo rodearan
y aconsejasen: “Si no acierta en elegir a sus lados[121], dentro de pocos meses será muy
infeliz”, pronosticó.
***
… Apenas en enero siguiente, reuniéronse
en Lisboa Cortes generales del reino de Portugal, en las cuales se declaró
ilegítimo, de origen y de ejercicio, el reinado en Portugal de los reyes de
España y se confirmaron en todos sus puntos la aclamación y restitución a Don
Juan IV de sus derechos al trono, procediéndose por los representantes de los
tres estados al juramento de fidelidad al soberano [122]. Pero para mí fue más importante que,
por las mismas fechas, se procedió a conformar la Casa de Su Majestad la Reina
y, en dicha organización me correspondió ejercer el cargo de secretario para
los asuntos y correspondencia tocantes con los reinos de España, además de
mantener el oficio de administrador de los bienes de doña Luisa procedentes de
su dote y herencia de su familia ducal española. Era esta última una tarea aún
por pesquisar, pues era de suponer que, como represalia de la independencia
portuguesa, la ahora reina de Portugal fuese privada de cuantos bienes de su
propiedad radicasen en España…
Plaza
del Rocío (Lisboa)
8.
Las
conspiraciones fallidas del año 1641
Está claro que lo que menos le podía
beneficiar a Rodrigo Cardenal era implicarse en intrigas palaciegas y
conspiraciones políticas, siendo -como era- un lusitano recién naturalizado, que
despertaría más suspicacias que confianza, tanto en España, como en Portugal.
Pero su presencia en la Corte lisboeta y el hallarse al servicio de la reina
Luisa de Gusmão le obligaron a conocer hechos y a tomar parte en sucesos que,
con sinceridad y prudencia, no dejó de plasmar en sus memorias. Como todos
ellos acaecieron en 1641 y este relato está resultando muy extenso, les
adelanto que no iré más allá de ese año en la presente publicación del relato
de Cardenal. De todos modos, no se pierde mucho con ello pues, por el motivo
que fuese, el autor interrumpió abruptamente su narración en los sucesos
producidos dos años después. Ignoro la causa, pero es probable que fuese la de
enfermar gravemente o haber fallecido…, si es que la incuria o la censura no
obraron una inmisericorde poda de los últimos folios de su historia.
Por lo demás, es notorio que, de manera
prácticamente sincrónica, se produjeron en el año de 1641 dos conspiraciones
-una, en Portugal; otra, en Andalucía-, probablemente relacionadas y, en cierto
modo, opuestas, ya que la portuguesa pretendía acabar con el reinado de Juan
IV, retornando al gobierno de Portugal por el monarca hispano de la casa de
Austria; en tanto que la andaluza pretendía confusamente su separación del
resto de la corona de Castilla, pasando a tener como monarca, al parecer, al
duque de Medina Sidonia. Una y otra conjuraciones siguen planteando abstrusas
preguntas y cuestiones irresueltas, pero no es este el lugar de detallarlas, ni
soy quién para dar mi parecer sobre ellas. Dejaré, pues, que sea Cardenal quien
nos cuente sobre el tema todo cuanto sepa.
… En verdad, Don Juan IV actuó con la
mayor rapidez y diligencia para conseguir que prosperara la restauración de su
monarquía. Apenas le habían jurado en enero de 1641 las Cortes en Lisboa, mandó
embajadores y firmó tratados con Francia y con las Provincias Unidas, que a su
vez se hallaban entonces en guerra con España. El fruto de estos acuerdos no se
hallaría en sazón de un día para otro pero, al menos, provocó alarmas en las
costas españolas del océano, ante el temor de que las escuadras de dichos dos
países y la de Portugal se concertaran para atacar los convoyes de América, o
para asaltar algún puerto desprevenido, singularmente en el litoral entre la
desembocadura del Guadiana y el estrecho de Gibraltar, zona cuya capitanía
general ostentaba, con poco conocimiento y menos interés, el duque de Medina
Sidonia, hermano de mi señora, la reina Luisa. Pero todo eso, como digo, eran
esperanzas para el futuro, y aún ni eso, pues los aliados holandeses no dejaron
de presionar sobre el norte del Brasil, conquistando el territorio de
Pernambuco, que era el de mayor riqueza azucarera de aquellas tierras…
… Aun sintiéndose portugueses, y hasta
habiendo tomado parte en la aclamación y juramento de Don Juan, era cosa sabida
que muchos hidalgos y altos oficiales de las oficinas y tribunales mantenían
inteligencias con la Corte de Madrid, donde seguían viviendo y medrando amigos
y familiares suyos. Tengo para mí que la principal razón para su desapego hacia
la dinastía de Braganza era el de dar por cierto que, en pocos meses, los
ejércitos castellanos invadirían Portugal, que no los podría resistir, estando
desguarnecido de fortificaciones y sin tropas dignas de consideración. En eso
se equivocaban, pues por aquellos días se hicieron denodados esfuerzos y
sacrificios por parte de las autoridades y del pueblo luso, principalmente en
las zonas fronterizas con España de las que se suponía vendrían los mayores
ataques: Extremadura, Andalucía y Galicia. Y, en el lado contrario, la guerra
con Francia y la defección de Cataluña iban a impedir a los españoles reunir un
número suficiente y bien pertrechado de tropas para cumplir con éxito la tarea
de reconquistar el territorio lusitano…
… Dícese que la conjuración contra Don
Juan se preparó en la primavera temprana del año de 1641, tan próxima a su
aclamación que no es extraño que se le oyera decir al rey que, para tratar de
acabar con él tan pronto, a son de qué lo habían jurado como rey tres meses
antes… Si el fin de la trama era indudablemente el de deponer al rey de
Portugal y volver a la obediencia de la corona de España, nunca estuvo claro
que los comprometidos hubiesen decidido hacerlo dándole muerte. De hecho, la cabeza
de la conjuración era el arzobispo de Braga, don Sebastián de Noroña[123], de quien no era de suponer tan
sanguinaria determinación. Otros conspiradores de nota eran el marqués de Vila
Real; su hijo, el duque de Caminha; los condes de Armamar, Castañeira y Val de
Reis; el Inquisidor General del reino, don Luis de Melo; el obispo electo de
Malaca; los magistrados de la Casa de Suplicación, Paulo y Sebastián de
Carvallo; el escribano de cámara del rey, Luis de Abreu de Freitas; el oficial
mayor de la Secretaría de Estado, Antonio Correia; el guardia mayor de la Torre
do Tombo, Cristóbal Cogomiño; los comerciantes de Lisboa, cristianos nuevos,
Pedro Baeza, Jorge Gomes Álamo y su hijo, Bartolomé Correa de Francia y Simón
de Sousa Serrao, de quien se dijo que había ofrecido un millón de cruzados para
financiar la conjura; y los nobles de bajo rango, Manuel Valente y Diego de
Brito[124]…
… He oído de personas dignas de crédito
que el desvelamiento de la conjura fue consecuencia de querer extender esta más
allá de lo prudente, captando al mayor número posible de personas aparentemente
proclives a sus pretensiones. El arzobispo Noronha, habiendo sabido que el
conde de Vimioso[125]se encontraba molesto con Su Majestad,
por haberlo destituido de su cargo militar en el Alentejo, pensó que ello lo
animaría a sumarse a la confabulación, razón por la que lo tentó en tal
sentido. El conde, aparentando solidaridad, sonsacó al arzobispo cuanto pudo
acerca del movimiento y, cuando estuvo bien informado, pasó toda su información
al rey. Pero tengo para mí, como después precisaré, que otros, antes que el de
Vimioso, acudieron al rey o a sus cortesanos de confianza para denunciar la
conjura contra aquel o, al menos, fueron tan ligeros de lengua, que sus
indiscreciones sirvieron al mismo fin… En fin, eran tiempos recios, cuando un
ejército castellano de unos diez mil hombres pasó la frontera y cercó las
plazas de Olivenza, Elvas y Mourao[126], aunque hubo de abandonar los asedios
sin haber conseguido rendir ninguna de ellas. Mas fue lo bastante, tanto para
que los conspiradores se apresuraran, como para que el rey resolviera cercenar
las intrigas y, sin ahondar más, castigar con severidad a algunos de sus más
destacados promotores…
La denuncia del contubernio por el
contador de la Hacienda, don Luis Pereira de Barros, hecha directamente al rey,
basada en que los conjurados le habían animado a incorporarse a la intriga, dio
lugar a que Don Juan, sin más dilación, ordenase la detención de sus
principales promotores, así como de algunos otros partícipes que anduvieran por
Lisboa[127]. Ello se hizo el domingo, 28 de
julio, formándose de inmediato un tribunal de seis hidalgos fieles al rey para
juzgar a todos los presos, a los que ese mismo día condenó a muerte, salvo al
Inquisidor General, que fue absuelto. El arzobispo de Lisboa fue exonerado de
la pena capital, sustituida por la de prisión de por vida, la cual sería ya muy
corta, pues falleció a los pocos meses, según se dice, de arrepentimiento, por
haber sido causante de tanto dolor y desgracia. En ese mismo día, el rey y la
reina recibieron peticiones de perdón para los hidalgos condenados a ser
degollados, pero todas fueron rechazadas, incluso la del duque de Caminha, de
quien era notorio que su culpa no era la de haber traicionado al rey, sino la
de no haber denunciado a este la conjura, cosa tal vez demasiado pesada, habida
cuenta de que su padre estaba entre los confabulados. Dícese que mi respetado
Canciller, Don Tomé Pinheiro, a la sazón, procurador del rey, expidió un libelo
muy severo, contrario a que se usara de piedad con los reos; como también opinó
así el Secretario de Estado, don Francisco de Lucena[128], quien llegó a ofrecer un cuchillo
con que degollar a los condenados, del que se decía que lo había traído de
Madrid como recuerdo, ya que había sido el usado en su día para ejecutar a don
Rodrigo Calderón[129]…
… Las sentencias fueron cumplidas al día
siguiente, 29 de julio, en la plaza del Rocío[130], donde se montaron los estrados, con
afluencia de una gran multitud que, según los momentos, vitoreó al rey y clamó
en favor de la muerte de los condenados, en tanto en ocasiones mostró respeto y
tristeza, o se comportó de modo indecoroso, llegando a despojar al cadáver del
marqués de Vila Real de sus zapatos y medias, obligando a que los cuerpos
fuesen inmediatamente recogidos en el convento de carmelitas descalzos, donde
pasaron la noche… Fueron degollados, como privilegio de nobleza, el citado
marqués; su hijo, el duque de Camiña, y los condes de Armamar y Val de Reis. A
continuación, fueron ahorcados y descuartizados los plebeyos, Manuel Valente,
Diego de Brito, Pedro Baeza y Bartolomé Correa de Francia, exponiéndose sus
miembros durante tres días en las puertas de la ciudad… Del despojo de los
bienes del duque de Camiña se formó un patrimonio llamado del Infantado, con el
objeto de mantener los gastos y el boato del infante heredero de la corona.
Palacio
de la Ribera y Terreiro do Paço, antes del terremoto de 1755 (Lisboa)
***
Mientras
en Portugal se sucedían los acontecimientos historiados en el apartado
anterior, en tierras de la Andalucía occidental se preparaba, a imitación del
ejemplo catalán, una rebeldía contra el gobierno del Conde-Duque de Olivares,
con la probable intención de separarse de la corona de España, contando con la
ayuda de Portugal y, tal vez, de Francia y de las Provincias Unidas[131]. Los promotores de este
movimiento secesionista eran el duque de Medina Sidonia -con el que se contaba
para encabezar el nuevo Estado- y su pariente, el marqués de Ayamonte. Entre
otras muchas cosas, queda por ver si la pretensión indicada estaba llamada a
abrazar toda Andalucía, contando con una hipotética cooperación de los
numerosos grupos de moriscos que, pese a la expulsión general de 1609, habían
permanecido encubiertos en el llamado reino de Granada[132]. Para la comprensión de
esa conjura andaluza, así como para aproximarse al contacto de la misma con el
renacido reino de Portugal, pueden ser de notable interés las siguientes
páginas de las memorias de Rodrigo Cardenal.
… Mientras en Portugal sucedían todas
estas cosas, en su frontera con Andalucía la situación era de casi completa
calma, pese a que, de la parte portuguesa, se fortificaban las plazas más
cercanas al río Guadiana y había constancia de que, de parte española, el duque
de Medina Sidonia, por orden del Conde-Duque, había levantado tropa como de
unos mil hombres de su señorío y otros limítrofes, con la finalidad de invadir
las tierras lusitanas. Tampoco las incursiones y el pillaje eran allí tan
numerosos como en otros lugares de la frontera. En Lisboa se era del parecer de
que la reina Doña Luisa, hermana del duque asidonense, hubiera mediado entre su
marido y su hermano, a fin de que no padeciese saqueos o ruina el patrimonio ducal,
que bastante estragado se hallaba por los despilfarros de don Gaspar y los
gastos que se veía obligado a realizar en la manutención de sus tropas, hasta
el punto de habérsele oído decir que Olivares había perdido a España con sus
tributos y que él estaba a punto de perder sus estados, a lo que no estaba
dispuesto… Otro tanto sucedía con su primo, el marqués de Ayamonte, don
Francisco, menos rico, pero igual de manirroto que su pariente, para quien
ejercía de lugarteniente de sus tropas, amén de mal consejero, por ser más
malicioso y decidido que el duque. Digo esto porque, por mi relación anterior
con la casa de Medina Sidonia y mi escribanía en Niebla, conocía de primera
mano a los dos personajes y sabía de la estrechez en que se hallaban sus
haciendas respectivas.
… Por más que la inacción militar del de
Medina Sidonia fuese llamativa, no tuve motivo de sospechar que aquella
significase un contubernio con su cuñado, el rey de Portugal, y una traición a
Don Felipe IV, hasta que, de forma casi simultánea, aparecieron por Lisboa el
padre franciscano, fray Nicolás de Velasco, del convento de su Orden en
Ayamonte[133], y el administrador del duque de
Medina Sidonia, don Luis de Castilla. Era de suponer que el franciscano fuese
emisario del marqués de Ayamonte, síéndolo Castilla del duque, su señor. Y,
aunque la reina no me ordenase expresamente acogerlos y atenderlos en lo que
necesitasen, pronto uno y otro hubieron de encontrase conmigo, o hacerse los
encontradizos, con distintos motivos o pretextos: Fray Francisco, por ser yo
terciario franciscano de estricta observancia, como ya he dejado dicho; don
Luis, por conocernos de los tiempos en que serví al anterior duque, don Manuel,
hasta que asumí el oficio de escribano del número en la villa iliplense…
Algunos dicen que el propósito de la venida de fray Nicolás y de Luis de
Castilla a la Corte de Lisboa fue el de alertar al rey de Portugal sobre la
conspiración que se estaba preparando contra él y que, si bien es verdad que la
habían emprendido lusitanos, se daba por cierto que tras ellos estaba la
inducción y el apoyo del monarca castellano[134]. Pero yo soy de la opinión de que ambos
emisarios fueron enviados por el duque y el marqués para concertarse con Don
Juan IV, poniendo en su conocimiento lo que en Andalucía tramaban y recibir su
ayuda en hombres y dinero. Mas he de reconocer que, pese a mi posición cercana
a la reina, esta no me reveló cosa alguna de lo que se tramara, sino que
hubiera quedado ayuno de noticias, de no ser por la indiscreción y disparatado
comportamiento del franciscano, como seguidamente relataré.
Había en aquellos días en las prisiones de
Lisboa numerosos españoles que habían sido sorprendidos en los meses anteriores
por la independencia de Portugal y, considerados sospechosos por las nuevas
autoridades, habían pasado a llenar las mazmorras de los fuertes y presidios de
todo Portugal. Concibió entonces fray Nicolás la peregrina idea de hacerse
pasar por uno de tales reclusos, para así ganarse la confianza de otros
prisioneros y sonsacarles cuanto supieran de la conjura que contra el de
Braganza se preparaba. Sospechando del fraile y queriendo aprovecharse de su
credulidad, don Francisco Sánchez Márquez, antiguo contador de la Contaduría
Mayor de Cuentas de Portugal, verdadero preso en Lisboa, entró en tratos con
fray Nicolás, ofreciéndosele para cuanto deseara, a cambio de que le gestionara
su liberación y entrada en España. El francisco, aunque por entonces no juzgaba
oportuno abandonar la misión que le había confiado el marqués de Ayamonte, no
solo accedió a lo que el contador le pedía, sino que le aseguró un puesto mejor
en Andalucía, ya que Sánchez le había hecho creer que, de retornar a Madrid, le
pedirían cuentas por ciertas irregularidades en su gestión como pagador del
ejército. Fray Nicolás, haciendo alarde de grandezas, le aseguró que, una vez
en tierras andaluzas, conseguiría para el contador un título de nobleza,
esperando por su parte nada menos que ser nombrado cardenal. Aquel embeleco
concluyó con la entrega al liberado, Francisco Sánchez, de unas cartas
comprometedoras para el duque de Medina Sidonia, de las que se dice que algunas
estaban firmadas por el mismísimo rey de Portugal. Resulta ocioso decir que,
tan pronto se hubo encontrado en Castilla, Sánchez, en lugar de encaminarse a
las tierras del duque de Medina Sidonia, se dirigió a la Corte madrileña, donde
entregó la correspondencia facilitada por fray Nicolás de Velasco al
Conde-Duque, que sería quien, a la postre, procurara al delator una recompensa similar
a la que se le había ofrecido, a saber, una plaza de consejero honorario de
Hacienda, con una renta anual de tres mil ducados.
***
… La reina, Doña Luisa, que había sentido
de las indiscreciones de fray Nicolás, y veía cómo su hermano se hallaba cada
vez más comprometido en una trama cuyos preparativos se alargaban, al no
concertarse efectivamente los portugueses con sus aliados franceses y
holandeses, sentía honda aprensión por el futuro de don Gaspar de Guzmán y la
casa de Medina Sidonia. Movida, pues, la reina por el amor que tenía a su único
hermano vivo y por la poca confianza que sentía hacia la reflexión y mesura de
él y de su asociado, el marqués de Ayamonte, escribió a aquel una carta -tal
vez, a espaldas de su propio esposo, el rey-, advirtiendo al duque asidonense
de los peligros que le acechaban y sugiriéndole que abandonase su muy incierto
propósito de erigirse en rey de Andalucía, y que, ante cualquier riesgo de ser
descubierto y detenido por orden de Su Majestad, Felipe IV, huyera a Portugal,
desde donde podría en su momento retornar a Andalucía con el apoyo de las
tropas portuguesas y, en su caso, de la flota combinada. Seguidamente, me
convocó ante ella para rogarme que fuese yo quien, como buen conocedor de
aquellas tierras, llevase la misiva a su hermano, el duque, al tiempo que me
revelaba el contenido de la misma, para que constatase que su propósito no era
otro que el de evitar a don Gaspar amenazas y peligros…
Gaspar
de Guzmán, duque de Medina Sidonia
… Dudo de que estuviese en mi sano juicio
cuando acepté aquel mandado, que podría suponer mi muerte, caso de ser
descubierto llevándolo a efecto. Cuente en mi favor mi devoción a Doña Luisa y
la circunstancia de que, en aquellos primeros días de agosto de 1641, mucha
gente cruzaba la frontera sin dificultad. De hecho, me sumé como uno más de su
séquito a la servidumbre de doña Luisa de Velasco, condesa de Castelnovo, que
había sido autorizada por la Corte portuguesa a trasladarse de Lisboa a
Castilla, abandonando definitivamente Portugal[135], como otras tantas personas de
alcurnia que, o bien eran españolas, o bien querían seguir fieles al rey de
España. Esa coincidencia me facilitó la entrada en Badajoz, sin ser molestado,
y desde allí tomé el camino hasta Sanlúcar, donde esperaba encontrar al duque
de Medina Sidonia, procurando evitar las rutas principales y hacerme acompañar
de muleros y hasta de contrabandistas.
… Al llegar a Sanlúcar, encontré allí a la
señora duquesa y a sus hijos, pero no a don Gaspar, que había sido llamado días
antes a la Corte, por su primo el Conde-Duque, por razones que se ignoraban,
pero que yo en seguida comprendí; tanto más, cuanto que me informaron de que también
había sido llamado el marqués de Ayamonte; solo que este, temiendo ser hecho
prisionero, había optado por la decisión absurda de permanecer en sus tierras,
hasta ser detenido en ellas por tropas al mando del marqués de Peñaranda. En
vista de todo ello, me decidí a pedir reservadamente audiencia a la duquesa,
doña Juana, exponiéndole muy sucinta y superficialmente la misión que me había
traído hasta el estado de su marido. Finalmente, le entregué a ella la carta de
la reina de Portugal, rogándole con el mayor interés que viera cómo hacérsela
llegar a su marido, de la forma más disimulada posible. Seguidamente, alquilé
un jabeque para navegar hasta Ayamonte y, desde allí, crucé por la noche el
Guadiana hasta Castromarín[136], frontero de la plaza ayamontina,
desde donde emprendí por la posta el regreso a Lisboa.
… Mucho lamentó la reina mi informe de las
cosas de Andalucía, pues era paladino que la conspiración del duque de Medina
Sidonia y el marqués de Ayamonte había sido descubierta, siendo de esperar que
ambos nobles -como en su día los portugueses conjurados contra su rey- acabasen
en el patíbulo… Y, aunque mi viaje hubiese resultado infructuoso, complació a
la reina mi acatamiento de sus deseos y -según ella- el valor y la pericia
demostrados en dicho cumplimiento. La satisfacción fue aún mayor cuando Doña
Luisa tuvo conocimiento de que, sin perjuicio de otros castigos y menoscabos
para la persona y ducado de su hermano[137], el rey Don Felipe le había perdonado
la vida. De la concesión de dicha gracia se tuvo conocimiento en Portugal por
la extravagante manera de la que usó el duque, Don Gaspar, para mostrar su
adhesión al rey de España y su indignación para con el de Portugal. Consistió
aquella en retar al Su Majestad, Don Juan IV, para que con él luchara en
singular combate, por haber empañado el honor de su familia y esparcido
sospechas sobre su fidelidad acrisolada. Y, a la espera de la posible
aceptación por el rey lusitano, Don Gaspar, en unión de otros caballeros y de
nutrida hueste, se mantuvo a la espera durante ochenta días en Valencia de
Alcántara, entre el 1º de octubre y el 19 de diciembre de 1641. Comoquiera que
Don Juan tomara a broma el desafío, no haciendo de él el menor caso, Don
Gaspar, terminado el plazo, penetró en tierras de Portugal y realizó alguna
devastación en las tierras fronterizas, regresando seguidamente a Garrovillas,
donde permaneció de guardia varios meses, por orden expresa del rey, Don Felipe.
***
Como ya indiqué antes, dejo aquí -finales
del año 1641- la transcripción de las memorias de Rodrigo Cardenal y Menezes.
Tan solo añadiré un apunte sobre el destino que cupo al marqués de Ayamonte,
Don Francisco Manuel de Guzmán y Zúñiga. Por delito de lesa majestad, fue
condenado a pena de muerte, con confiscación de todos sus bienes, sentencia
dictada en 1646. En espera de una ejecución que, al dilatarse más de dos años,
hizo pensar más en un indulto real, que no en una mera suspensión de la
sentencia, el marqués permaneció recluido en el Alcázar de Segovia. Finalmente,
por diversas razones políticas -singularmente, una rebelión en Aragón,
encabezada por el duque de Híjar-, el rey ordenó cumplir la pena capital, lo
que se llevó a cabo por degollación en el citado alcázar, el día 12 de
diciembre de 1648. El marquesado de Ayamonte pasó por sucesión a la hermana del
ejecutado, doña Brianda de Zúñiga[138].
Así
se escribe la historia (a veces)
[1]
Se
resalta el hecho porque Sanlúcar de Barrameda fue la sede histórica del ducado
de Medina Sidonia, donde actualmente sigue ubicándose el palacio más destacado
propiedad de dicha familia noble.
[2]
Una
de las pronunciaciones “a la andaluza” de la interjección impropia, ¡Jesús!
[3]
Juan José de Austria
(1629-1679), político y militar español, hijo bastardo reconocido de Felipe IV.
Como general, tuvo participación destacada, aunque no afortunada, en diversas
campañas de la guerra hispano-portuguesa por la independencia del país luso
(1641-1668).
[4]
Tipo de vino de Jerez seco, que
suele tomarse muy fresco, con aperitivos salados (frutos secos, aceitunas,
conservas de pescado, etc.).
[5]
Luisa Isabel Álvarez de Toledo y
Maura (1936-2008), XXI duquesa de Medina Sidonia (1957-2008). Aunque pueda
parecer mentira, creo que su apasionante vida carece de una biografía digna de
tal nombre. En lo que interesa a este relato, entre sus numerosos trabajos
históricos, está el titulado Historia de una conjura: la supuesta
rebelión de Andalucía, en el marco de las conspiraciones de Felipe IV y la
independencia de Portugal, Diputación Provincial de Cádiz, Cádiz, 1985. En
él, con base en documentación de su archivo ducal, la autora niega que hubiese
una verdadera “conspiración” por parte de su antecesor.
[6]
Forma coloquial de aludir a los
asesinados por motivos políticos en nuestra guerra civil (1936-1939).
[7]
Entre esas fundaciones, destaca
para el caso la Fundación Casa de Medina Sidonia (1990), accesible por
internet en la página web, fccasamedinasidonia. com.
[8]
Forma de aludir al inicio de la
guerra civil aludida en la nota 6, producido en 17/18-07-1936.
[9] En concreto, el 21 de agosto de 1936,
en la localidad de Estoril (distrito de Lisboa).
[10]
Gonzalo Queipo de Llano y Sierra
(1875-1951), militar español que, durante la citada guerra civil, ostentó el
mando del Ejército del Sur del bando sublevado contra la República.
[11]
Poema haiku, obra de Mario Benedetti, Rincón de Haikus, múltiples
ediciones a partir de 1999. El poema dice así: Un pesimista / es solo un
optimista / bien informado. Yo prefiero definirlo como un realista bien
informado, pues me temo que los optimistas no cambien de registro tan
fácilmente…
[12]
El texto correspondiente a las Memorias
figura escrito en letra cursiva o “bastardilla”. Las observaciones o
apostillas mías lo están en letra redondilla.
[13]
En realidad, el linaje de Lerma
obtuvo la consideración de condado en 1484, pasando a ducado en 1599,
consideración que, con grandeza de España, mantiene en la actualidad (2024).
[14]
Francisco de Mora (1583-1610),
gran arquitecto español, maestro mayor de las construcciones reales y de las de
la villa de Madrid, quien dejó la mayor parte de sus obras en la capital de
España y alrededores.
[15]
Francisco de Sandoval y Rojas
(1553-1625), I Duque de Lerma, valido de Felipe III entre 1598 y 1618.
[16]
El palacio ducal de Lerma se
inició en 1601 y pudo darse por concluido hacia 1615, a falta de algunas obras
complementarias.
[17]
Valladolid fue capital de los
reinos de España entre enero de 1601 y marzo de 1606, cuando la Corte retornó a
Madrid.
[18]
No viene al caso entrar en detalles sobre la azulejería portuguesa, ni siquiera
la de la época. En internet hay interesantes artículos en español que resumen
el tema, como, por ejemplo: Museo Nacional del Azulejo, El azulejo en
Portugal: arte de identidad, patrimonio mundial (artsandculture.google.com);
ARTIS-Instituto de História da Arte da Faculdade de Letras da Universidade de
Lisboa, Breve historia del azulejo en Portugal (sietelisboas.com).
[19]
Como he dejado apuntado en la
nota 16, el alicatado y otros detalles terminales del palacio ducal de Lerma
(Burgos) se ejecutaron entre 1615 y 1618, aproximadamente.
[20]
Sobre
el Palacio Real de Valladolid, propiamente dicho, véase la extensa monografía
de Javier Pérez Gil, El Palacio Real de Valladolid, sede de la Corte de
Felipe III (1601-1606), “Arquitectura y Urbanismo”, nº 60 (2006),
Universidad de Valladolid, Valladolid, 2006. Sobre el llamado “Palacio de la
Ribera”, nunca concluido y hoy casi sin vestigios, Javier Pérez Gil, Jardines
y parques en la Huerta de Felipe III de Valladolid, Cuartas Jornadas sobre
“El Bosque” de Béjar y las Villas de Recreo en el Renacimiento, Béjar, 2002,
pp. 179-197 (con libre acceso por internet).
[21]
Denominación de época para la
iglesia vallisoletana de San Lorenzo, de cuya obra primitiva restan al presente
(2024) la torre y la portada.
[22] Tal vez la alusión a este gran
dramaturgo vimaranense (1465-1536) no sea muy acertada, ya que la mayor parte
de su obra más conocida fue escrita en lengua castellana.
[23]
El matrimonio se celebró en 1598,
es decir, el mismo año en que el padre de la novia se convirtió en valido del
nuevo monarca, Felipe III.
[24]
Gaspar de Guzmán y Pimentel
(1587-1655), valido de Felipe IV desde el inicio de su reinado (1621) hasta
1653; conde de Olivares y duque de Sanlúcar la Mayor (desde 1625), fue por ello
conocido como el Conde-Duque.
[25]
Manuel Alonso Pérez de Guzmán
(1579-1636), VIII duque de Medina Sidonia entre 1615 y 1636.
[26]
Véase Juan Miguel González Gómez
y Manuel Jesús Carrasco Terrizo, La iglesia de La Merced de Huelva, Boletín
Oficial del Obispado de Huelva, nº 209 (junio-agosto de 1976), pp. 1-30
(accesible en internet). La iglesia de La Merced desempeña actualmente las
funciones de catedral de la diócesis de Huelva.
[27]
Una de las más importantes
universidades de España entre las hoy desaparecidas. Radicó en la ciudad
sevillana de Osuna; funcionó entre 1548 y 1824, con fundación y patrocinio de
la casa de Ureña-Osuna.
[28]
El condado de Niebla, después de
múltiples avatares históricos, estuvo “asociado” a la casa de Medina Sidonia,
al ser ostentado por los todavía herederos de este ducado. Así, Don Manuel
Alonso Pérez de Guzmán (véase nota 25) fue el XI conde de Niebla, hasta ser investido
como VIII duque de Medina Sidonia.
[29]
La casa de Medina Sidonia toma
su origen del caballero castellano, Alonso Pérez de Guzmán (1256-1309), quien,
por sus méritos, fue apodado El Bueno. De hecho, durante algún tiempo,
los duques de Medina Sidonia se apropiaron del epíteto de su ilustre
predecesor.
[30]
En
efecto, a día de hoy todavía siguen existiendo dudas sobre si -por varios y
contradictorios motivos- el Conde-Duque de Olivares estuvo, o no, conforme con
este vínculo matrimonial que, si bien potenciaba a sus parientes Guzmanes,
también creaba una relación peligrosa entre dos grandes casas, a un lado y otro
de la frontera. El tiempo acabaría por dar la razón a quienes recelaron de tal
unión matrimonial.
[31]
Obviamente, se trata de Vila
Viçosa, localidad en el actual distrito de Évora, separada de la frontera
española únicamente por el municipio de Elvas. Aprovecho esta nota para señalar
que, siempre que sea posible, utilizaré para vocablos lusos la ortografía
española, como, por otra parte, hizo Rodrigo Cardenal en sus memorias.
[32]
Se alude a la famosa princesa de
Éboli, Doña Ana Mendoza de la Cerda (1540-1592). Véase, entre la abundante y
discutible literatura sobre ella: Manuel Fernández Álvarez, La princesa de
Éboli, Espasa, Madrid, 2010.
[33]
Durante la Edad Media el solar de la casa de Braganza fue su castillo mansión
de Guimarães. A comienzos del siglo XVI, habiendo optado por trasladarse a la
región del Alentejo, los Braganza iniciaron la construcción de un fastuoso
palacio para su residencia, cuya construcción fue avanzando -y modificándose-
lentamente a lo largo de dicho siglo y de la primera mitad del XVII. Al
convertirse en reyes de Portugal (1640), los titulares del ducado se
trasladaron a Lisboa, pasando a ser el palacio de Vila Viçosa residencia de
recreo y para las “vacaciones” veraniegas.
[34]
Se alude a Don Juan, VIII duque
de Braganza (1604-1656), que ostentaba el ducado desde 1630. Con el tiempo,
llegaría a convertirse en el rey Juan IV de Portugal (1640-1656).
[35]
Antonio Brandão, Monarchia
Lusitana, Terceira parte, impreso por Pedro Craesbeck, Lisboa, 1632. Puede
consultarse en la www.liburutegibiltegi.bizkaia.eus y -junto con la cuarta parte- en la www.purl.pt. Está escrito de portugués. El
doctor, fray Antonio Brandão (1584-1637), fue monje cisterciense ligado al gran
monasterio de Alcobaça, importante historiador y Cronista Mayor del Reino de
Portugal (1628-1637).
[36] Afonso Henriques (1109-1185), o
Alfonso I de Portugal (rey entre 1139 y 1185). Las supuestas Cortes de Lamego,
de las que fray Antonio Brandão no señala fecha precisa, se habrían celebrado
en los primeros años del reinado de Alfonso I, presumiblemente en 1139 (o entre
1139 y 1143).
[37] La traducción portuguesa de las actas
de Lamego en esta materia sucesoria se halla, precisamente, en el folio 144
de la obra citada en la nota 35. Esquemáticamente, venía a decirse que las mujeres tenían derechos de
sucesión, pero no podían casar con extranjeros. En caso de que esto sucediera,
su esposo no podría reclamar el título de Rey de Portugal, ni gobernar junto
con su esposa, de modo que el país nunca fuera gobernado por un rey extranjero. En esa misma situación,
la reina no podría transmitir los derechos hereditarios a sus propios
descendientes (el subrayado es mío).
[38] En concreto, con el emperador Carlos
V.
[39]
Nombre con el que es conocido el
Archivo Nacional (otrora, General o Central) de Portugal. Fue fundado en el
siglo XIV y continúa en pleno funcionamiento en la actualidad. Corresponde al
gran historiador luso, Alexandre Herculano (1810-1877), en su Historia de
Portugal (la octava edición, de 1875, puede consultarse íntegra en la www.purl.pt), el haber hecho pública la
constatación de que las actas de las Cortes de Lamego no obraban archivadas en
la Torre do Tombo, confirmándose así la opinión dominante en la moderna
historiografía de que dichas Cortes no se celebraron en realidad.
[40]
Invención no pequeña, pues la versión “original”
latina de sus actas ocupa un total de tres caras de un in folio,
escritas a doble columna. Véase nota 35.
[41]
Francisco de Praves (1586-1637),
hijo del también afamado arquitecto, Diego de Praves, trabajó principalmente en
Valladolid y Madrid, llegando a ser Maestro Mayor de Obras de Felipe IV. Véase,
Concepción Ferreiro Maeso, Francisco de Praves (1586-1637), Junta de
Castilla y León, Valladolid, 1995.
[42] Fray Antonio Brandão murió en 1637,
siendo así que la carta de Rodrigo Cardenal fue escrita en 1634.
[43]
Don Juan de Braganza y Doña
Luisa de Guzmán (o Gusmão) tuvieron cinco hijos entre 1634 y 1640: Teodosio,
Juana y Catalina, que sobrevivieron, y Ana y Manuel, que fallecieron al nacer.
Posteriormente, tendrían otros dos hijos, Alfonso (nacido en 1643) y Pedro
(nacido en 1648), que llegarían a ser, sucesivamente, reyes de Portugal.
[44] El VIII duque de Medina Sidonia falleció en 1636, sucediéndole Don Gaspar Alonso Pérez de Guzmán, que fue titular del ducado entre 1636 y 1645, en circunstancias de las que más adelante se tratará.
[45]
Eduardo (Duarte) de Braganza
(luego, de Portugal) (1605-1649). Hermanos menores de don Juan y de él fueron
Catalina (fallecida niña, en 1610) y Alejandro del que, aunque debió de ser
conocido por Cardenal -pues murió en 1637-, este nada dice en sus memorias.
[46]
En
concreto, Fernando III de Austria. La guerra era la de los Treinta años
(1618-1648), en la que estaba a punto de producirse la entrada decisiva de
Francia (1635) en contra del Imperio y de España.
[47]
Al sospecharse con fundamento que Eduardo de
Braganza iba a regresar a Portugal para apoyar la causa de su hermano, Juan IV,
el rey de España pidió y obtuvo del Emperador de Austria que lo detuviese y se
lo entregara (1641), procediendo seguidamente a encarcelarlo en Milán hasta su
muerte (1649), desoyendo las insistentes gestiones de Portugal para lograr su
liberación. Pese a la sospecha de Cardenal, no hay base para creer que don
Eduardo fuese asesinado, si bien la prolongada prisión pudo acelerar su muerte,
producida cuando solo contaba 44 años de edad.
[48]
Sobre la iglesia, cofradías y
devociones de Nuestra Señora de la Concepción de Vila Viçosa, véase: Maria
Marta Lobo de Araujo, Servir a dos Senhores: A real confraria de Nossa
Senhora da Conceição de Vila Viçosa através dos seus estatutos de 1696, Callipole,
nº 9 (2001), pp. 126-139. Sobre la devoción de Doña Luisa de Guzmán, véase p.
128, y sobre la continuidad de las cofradías desde la Edad Media, pp. 129-130.
El artículo puede encontrarse por internet en la página web,
repositorium.sdum.uminho.pt.
[49] Sobre dicha cofradía, a tenor de los
estatutos de 1696, véase el trabajo citado en la nota 48.
[50]
Puede venir a punto aquí el famoso grito
de Almacave, una invención paralela a la de las Cortes de Lamego, pero que
era creída y sentida por el pueblo portugués de forma generalizada: Nos
liberi sumus, Rex noster liber est, manus nostrae nos liberaverunt (En
portugués: Nós somos livres, o nosso Rei é livre, e as nossas mãos nos
libertaram). En español, “Somos libres, nuestro Rey es libre, nuestras
manos nos libertaron”.
[51]
En las Cortes de Tomar (1581) se
fijaron los criterios legales por los que el reino de Portugal pasaba a
integrarse en la corona de España. De manera general, véase: Elena Postigo
Castellanos, La casa de Habsburgo, la monarquía de España y el reino de
Portugal (las Patentes de Tomar, 1581 – el tratado de Lisboa de 1668), en
el libro colectivo “Encontros e desencontros ibéricos. Tratados
hispano-portugueses desde a Idade Média”, pp. 139-153, espec. pp.140-146.
[52]
Esta impresión nacionalista de
Rodrigo Cardenal es generalmente aceptada por los historiadores modernos, no
sin excepciones, como la del especialista en estos temas, el francés
Jean-Frédéric Schaub, por ejemplo, en el artículo, Le Portugal au temps du
Conte-Duc d’Olivares (1621-1640), Casa de Velázquez, Madrid,
2001 (puede consultarse en la web, books.openedition.org). En mi modesta
opinión, es posible que el nacionalismo portugués no jugara el principal
papel en el golpe de Estado de 1640, pero sí fue decisivo para su rapidísimo y
clamoroso triunfo interno, así como para su enérgica defensa frente al
exterior, tanto en el Portugal metropolitano, como en el imperio (en especial,
en Brasil).
[53]
A título de ejemplo, véase, R.A.
Stradling, Felipe IV y el gobierno de España (1621-1665), Cátedra,
Madrid, 1989, espec. pp. 124-133, 180-192 y 265-272 (El original inglés fue
editado en 1988 por la universidad de Cambridge).
[54]
En particular, la Guerra de los
Treinta Años y la entablada con las llamadas Provincias Unidas (vulgo,
Holanda).
[55]
Ha de tenerse en cuenta que el
vocablo portugués fidalgo no coincide con el español hidalgo,
pues implica una consideración nobiliaria más elevada o, cuando menos, no
necesariamente del rango inferior de la nobleza. Para mayores detalles, véase:
António Manuel Hespanha, A nobreza nos tratados jurídicos dos séculos XVI a
XVIII, Penélope, nº 12 (1993), pp. 27-42.
[56]
Cardenal no concreta la fecha de
la entrevista, pero, por el contexto histórico, se deduce que sería cercana al
año 1637.
[57]
El gasto creciente se debía,
sobre todo, a la declaración de guerra de Francia, gran potencia en la época.
La carga tributaria adicional a repartir había sido fijada, según autores,
entre 1 y 1,2 millones de cruzados.
[58]
Véase la extensa nota biográfica
sobre el VIII duque de Braganza -luego, rey Juan IV de Portugal- de la que es
autor Rafael Valladares Ramírez, en el Boletín de la Real Academia de la
Historia (www.dbe.rah.es). En ella se afirma que el citado
magnate era señor de cuarenta y cinco lugares y de ciento setenta mil vasallos
(otras fuentes rebajan esta última cifra a los cien mil).
[59]
Se trataba del V conde de
Vimioso, don Afonso de Portugal e Castro (1591-1649), que ostentaba el título
desde 1619. En 1643, Juan IV premiaría su fidelidad con el título de marqués de
Aguiar.
[60]
Alude a Felipe II de España. El
Portugal, los Filipes (I, II y III) equivalen a nuestros Felipes II, III
y IV, respectivamente.
[61]
Término empleado por el
Conde-Duque, a partir de su “Gran Memorial” de 25 de diciembre de 1624, para
referirse a la necesidad de que España combatiera en las guerras como un todo
uniforme, no -como hasta entonces- cargando Castilla con la mayor parte del
esfuerzo bélico.
[62] Sobre las controvertidas figuras de Diogo
Soares y Miguel de Vasconcellos, puede tenerse una idea suficiente con sus
respectivas notas biográficas en el Diccionario Biográfico de la Real Academia
de la Historia (dbe.rah.es), a cargo de Jean-Frédéric Schaub. Sobre Vasconcellos
se volverá más adelante, en el decurso del relato.
[63]
La introducción del cultivo del
maíz -procedente de América- fue más generalizada en Portugal que en España,
debido al mayor índice de pluviosidad de las tierras lusitanas.
[64] Rodrigo
Cardenal no nos da su nombre, pero bien pudiera ser el del famoso padre,
Antonio Vieira (1608-1697), que fue en efecto confesor de la reina Luisa de
Guzmán en momentos en que ya había llegado al trono, como también fue
importante consejero de su marido, Don Juan IV. Con todo, la identidad es
dudosa pues, en la fecha a que se refiere el relato, es probable que Vieira no
hubiese alcanzado privanza con la familia de los Braganza o, incluso, que
todavía anduviera evangelizando por las misiones de Brasil, su tierra nativa.
[65] El Colegio universitario del Espíritu
Santo fue fundado en Évora por decisión del cardenal infante Don Enrique
-luego, rey Enrique II- en 1559 y se mantuvo en activo hasta la expulsión de
los jesuitas en 1759. Actualmente, forma parte de las instalaciones de la
Universidad de Évora, fundada como tal por las autoridades civiles en 1979.
[66]
Los nombres, castellanizados,
corresponden a jesuitas realmente presentes en Évora en la época. Otros padres
eborenses, también destacados por su oposición a la política española en
Portugal, eran Álvaro Peres Pacheco y Diogo Lopes.
[67]
La Compañía de Jesús fue
aprobada por el papa, Paulo III, en 1540.
[68]
Véase, José Julián Lozano
Navarro, La Compañía de Jesús y el poder en la España de los Austrias, Cátedra,
Madrid, 2005, espec. pp. 177-287 (de libre consulta por internet en
digibug.ugr.es).
[69] Quizá el motín más notable anterior
al de Évora fue el llamado de las mazorcas, producido en Oporto en 1628.
[70] En mi opinión, el mejor libro en español sobre
las campañas militares de los ejércitos españoles en Portugal sigue siendo el
del investigador y literato, Serafín Estébanez Calderón, titulado: De la
conquista y pérdida de Portugal, Colección de Escritores
Castellanos, 2 vols., Madrid,1885 (accesible por internet, por ej., en books.google.com.bo).
Lamentablemente, el libro no se refiere al sometimiento de los amotinados de
1637-1638, quizá por no implicar una verdadera contienda entre dos ejércitos stricto
sensu.
[71]
Para contrastar el relato de
Rodrigo Cardenal, he empleado los siguientes artículos, ya antañones: Aurelio
Viñas Navarro, El motín de Évora y su significación en la restauración
portuguesa de 1640, Boletín de la Biblioteca Menéndez Pelayo, 1924, pp.
321-339, y 1925, pp. 29-49 (véanse espec. pp. 337-339 y 29-36). Los artículos
(continuación uno de otro) son accesibles por internet, en la www.cervantesvirtual.com.
[72]
El valido (en teoría,
secretario del Conselho de Estado radicado en Lisboa) era Miguel de Vasconcelos
(o Vasconcellos), aludido en la nota 62. La virreina, Doña Margarita, era la prima
del rey Felipe IV, Margarita de Saboya (1589-1655), virreina de Portugal entre
1634 y 1640. Nota biográfica sobre ella, a cargo de Rafael Valladares, en el
Diccionario Biográfico de la Real Academia de la Historia (dbe.rah.es).
[73] Cámara viene a equivaler en portugués a
nuestro ayuntamiento.
[74]
Nueva salvedad idiomática: el regidor
portugués de la época equivalía al corregidor castellano.
[75] En efecto: véase el capítulo 3 de este
relato.
[76]
Los nombres completos eran
Sisenando Rodrigues y João Barradas. Se afirma que Sisenando era juiz do
povo y Barradas, escribano.
[77]
La cuestión es dudosa. Lo que sí
parece cierto es que Sisenando y Barradas no se enfrentaron abiertamente al
regidor, sino que se escudaron reiteradamente en la circunstancia de que no
tenían mandato del pueblo para acordar el pago de una contribución que era tan
repudiada; de modo que, aunque ellos le diesen su beneplácito, de nada iba a
servir.
[78]
Se recuerda que Rodrigo Cardenal
era terciario franciscano.
[79]
La obra histórico-literaria más
famosa sobre este curioso y enigmático personaje histórico es: António
Francisco Barata, O Manuelinho d’Évora. Romance histórico (1637), Imprensa
Literária, Coimbra, 1873, espec. pp. 238 y siguientes. Puede consultarse por
internet en archive.org. Hago la salvedad de que se trata de un relato en
prosa, no de lo que los españoles entendemos por un romance.
[80]
Una tradición, recogida en el Romance
citado en la nota 79, le hace morir en el año 1643, durante los combates entre
portugueses y españoles por la posesión de la localidad pacense fronteriza de
Cheles.
[81]
Como los del jesuita, padre
Manso, y el dominico, Juan de Vasconcellos, que parece ser que fueron los
últimos emisarios de la virreina.
[82]
Miguel de Noronha (1585-1647),
IV conde de Linhares, antiguo virrey de la India portuguesa y miembro del
Consejo de Portugal. Habiéndose mantenido fiel en todo momento al rey de
España, fue cabeza del condado español de Linares (1643), que sería elevado a
ducado en 1667. Referencia biográfica, a cargo de Félix Labrador Arroyo, en el
Diccionario Biográfico de la Real Academia de la Historia (dbe.rah.es).
[83]
Véase Joaquim Pedro de Oliveira
Martins, História de Portugal, vol. 2º, 4ª edic., Vieira Bertrand,
Lisboa, 1887, pp. 123-124: inepto… fraco… egoísta… natureza mesquinha (puede
consultarse en internet: pt.scribd.com). Con todo respeto, yo disiento de tan
peyorativo juicio del gran historiador decimonónico.
[84]
Teodósio de Bragança -luego de
Portugal- (1634-1653), hijo mayor vivo de los duques de Braganza, que contaba a
la sazón tres años de edad, y que no llegaría a reinar por su temprana muerte,
víctima de la tuberculosis, a los 19 años.
[85] Para
conocimiento de los lectores, aclaro que lo único estrictamente
imaginario del relato es lo referido a la participación en los hechos del
narrador, Rodrigo Cardenal, de cuya existencia e intervención no estoy en
condiciones de afirmar otra cosa que su verosimilitud.
[86] El nombramiento tenía la fecha de 28 de enero de 1639.
[87]
La sucesión en el ducado se produjo en marzo
de 1636.
[88]
Se
trataba del V marqués de Ayamonte, don Francisco Antonio de Guzmán y Sotomayor
(1606-1648), del que se seguirá hablando en estas memorias, en el
capítulo 7.
[89]
A la sazón, don Francisco González de
Andía-Irarrazábal y Zárate (1576-1659), quien, entre otros cargos anteriores al
de la campaña portuguesa, había tenido el de capitán general de Galicia.
[90]
Es decir, no tener que fijar su
residencia en Lisboa y poder hacer de incógnito los viajes y visitas que
precisara para cumplir los deberes de su cargo.
[91]
Lo era desde 1634. Para
auxiliarla en esos menesteres militares, el Conde-Duque le asignó un asesor
castellano: Gaspar Ruiz de Escaray, hasta entonces miembro del Consejo de
Guerra en Madrid.
[92] Cardenal se refiere al año 1638.
[93]
Las sospechas de nuestro
narrador eran certeras. Sobre la base de documentos de la época, se resume los
conciliábulos entre don Duarte y algunos conjurados en: Rafael Valladares, Sobre
reyes de invierno. El diciembre portugués y los cuarenta fidalgos (o algunos
menos, con otros más), Pedralbes.Revista d’historia moderna, nº 15 (1995),
Barcelona, pp. 103-136, espec. pp. 115-116 (accesible en internet en la página
Dialnet.unirioja.es).
[94]
Aclamação es la palabra portuguesa con la que
habitualmente se nombra la proclamación como rey de Juan IV de Braganza, previa
o simultáneamente aceptada por este, a reserva de su coronación y de la
adhesión de las Cortes generales del reino.
[95]
Restauração es la palabra portuguesa para designar
la total independencia de Portugal respecto de los reinos de la corona de
España, a partir del año 1640.
[96]
Aunque con mucha menos extensión
(47 páginas) de la que el personaje biografiado merece, véase: Gualter Cardoso,
João Pinto Ribeiro, figura-chave da Restauração, Sociedade histórica da
Independéncia de Portugal, Lisboa, 1990.
[97]
Aunque la decisión en ambos
casos era del rey, lo que quiere dar a entender Cardenal es que aquel actuó a
petición expresa y efectiva del duque de Braganza.
[98]
La opinión de Rodrigo Cardenal
es compartida, no sin discrepantes, por numerosos historiadores, que llegan
hasta afirmar que Pinto Ribeiro no entró en las reuniones conspirativas hasta
mediados de octubre de 1640, si bien en el siguiente mes y medio su mediación
entre los conjurados y el duque de Braganza fue decisiva para el éxito del
golpe de Estado del 1 de diciembre de 1640.
[99] Ese relevante papel de João Pinto
Ribeiro en el final de la conspiración braganciana está detallado en un
manuscrito de la época, obrante en la Academia de Ciencias de Lisboa, Serie
Vermelha, ms. 669, ff. 7-35 vto. Lleva el rótulo de Como foi o suceso da
aclamação do Nosso Senhor Rei D. João IV (hay impresiones contemporáneas, a
partir de 1996-1997; la de 2007, a cargo de Evelina Verdejo, publicada por la
Universidad de Coímbra, es accesible por internet en la www.uc.pt). Los
plenipotenciarios del duque de Braganza a que se alude en el relato fueron D.
Miguel de Almeida (1560-1650), conde de Abrantes, y Don Pedro de Mendonça
(1592-1652), alcaide mayor de la plaza fortificada de Mourão.
[100]
Sobre este tema es muy
concluyente el resumen de Jean Frédéric Schaub, La Restauración portuguesa
de 1640, Chronica Nova, nº 23 (1996), pp. 381-402, espec. pp. 397-401.
Francisco Dávila y Guzmán (1580-1647), V marqués de Loriana y I de la Puebla de
San Bartolomé, tiene resumen biográfico, a cargo de Miguel Ángel Rengel
Manzanas, en el Diccionario Biográfico de la Real Academia de la Historia
(dbe.rah.es).
[101]
Palacio real de Lisboa entre
principios del siglo XVI y el terremoto de 1755, que lo destruyó. Frente a él
se abría una amplia plaza, o Terreiro do Paço, que con el tiempo daría
lugar a la Plaza del Comercio.
[102]
Política de supresión y
desamortización de los bienes de las numerosísimas capelas portuguesas,
que minoraba extraordinariamente los emolumentos del clero y ofendía los
derechos de la Iglesia en la materia, como el colector apostólico en Lisboa,
Alessandro Castracani, denunciaba con gran virulencia.
[103]
Una vez más, Cardenal estaba
bien informado: el marqués de la Puebla fue nombrado consejero de Estado.
[104]
Tomé Pinheiro da Veiga (c.
1570-1656), magistrado y político portugués, fiel y esforzado servidor de los
reyes de Portugal, Felipe II, Felipe III y Juan IV.
[105] Puntual noticia de tal embajada en: Patrick Williams, El Duque de Lerma y el nacimiento de la Corte Barroca en España: Valladolid, verano de 1605, Studia Historica: Historia Moderna, vol. 31 (2009), Salamanca, pp. 19-51, espec. pp. 23, 31-35, 40-41 y 44-47 (accesible por internet en: revistas.usal.es).
[106]
Se trata de José Pereira de
Sampaio (1857-1915). Nota biográfica del mismo: Ricardo Vélez Rodríguez, José
Pereira de Sampaio Bruno (1857-1915). O homem e la sua obra, Colóquio
Antero de Quental dedicado a Sampaio Bruno. Aracaju, 1995, pp. 83-104
(accesible por internet en la www.ensayistas.org).
[107]
Fastigínia, edição de Sampaio Bruno, Biblioteca Pública Municipal
do Porto, Porto, 1911.
[108]
Fastiginia, o Fastos
geniales, traducción
del portugués y anotaciones a cargo de Narciso Alonso Cortés, con prólogo de
José Pereira de Sampaio, Imp. Colegio de Santiago, Valladolid, 1916 (accesible
por internet: bibliotecadigital.jcyl.es). Hay ediciones posteriores, a cargo
del Ayuntamiento de Valladolid, en 1973 y 1989.
[109] Si bien no fue impreso el libro en Valladolid, donde a la sazón residían su autor y la Corte, sino en Madrid, por Juan de la Cuesta.
[110]
Lo cierto es que, aunque
Pinheiro da Veiga se mantuvo soltero de por vida, tuvo dos hijos de una
manceba, a los cuales reconoció.
[111]
Pero lo cortés no quitaba lo
valiente: Pocas cartas recibiría el rey Felipe IV tan duramente críticas, como
la que le dirigió Pinheiro da Veiga en 1632, a propósito del nuevo gravamen a
los funcionarios de justicia, llamado de la media annata. En aquel entonces,
Pinheiro era magistrado del supremo tribunal de justicia portugúes (en versión
lusa, desembargador do Paço). Véase: Rafael Valladares, Sobre reyes
de invierno, citado en la nota 93, pp. 109-110.
[112] Los
reyes de Portugal, Felipe II (1598-1621) y Felipe III (1621-1640). Para España,
habría que añadir una unidad al ordinal de los monarcas y extender el reinado
del segundo de ellos hasta 1665.
[113]
Además del sustancial manuscrito citado en la
nota 99, he contrastado el relato de Rodrigo Cardenal con algunos textos de la
época: Anónimo (casi con seguridad, el conjurado y testigo directo, padre
Nicolau da Maia Azevedo), Relaçao de tudo o que passou na felice aclamaçao
do mui alto e poderoso Rei D. João o Quarto, nosso Senhor, cuia monarquía
prospere Deus por largos años (Dedicada aos Fidalgos de Portugal), imprenta
de Lourenço de Anveres, Lisboa, 1641 (accesible en la www.arlindo-correia.com), y reeditado por Atlántida, Coímbra,
1939; Pedro Luis de Menezes, Conde da Ericeira, História de Portugal
Restaurado, tomo 1º, edición de Antonio Pedrozo Galvão, Lisboa, 1720, pp.
45-112, espec. pp. 99-106 (accesible en archive.org). Entre los resúmenes
modernos, véase: Rafael Valladares, Sobre reyes de invierno, cit. en la
nota 93, pp. 118-123.
[114]
Aunque la tradición quiere que
el asalto al Paço da Ribeira fuera perpetrado por Cuarenta Fidalgos (los
Quarenta da Fama), hoy se da por seguro que fueron bastantes más,
y no solo fidalgos, sino personas de menor condición caballeresca: los
llamados nobres. En el documento citado en la nota 99, se ofrece por su
autor original (el anónimo que, casi con seguridad, es Nicolau da Maia
Azevedo) una lista de participantes en la aclamación, que incluye a ciento
tres personas: 69 fidalgos o hijos y hermanos suyos, y 34 nobres.
[115]
La Historia ha conservado su
nombre: Diego Garcer. Los vigilantes de servicio pertenecían a la llamada Guardia
Tedesca.
[116]
Los nombres de las víctimas eran
Francisco Soares y el oficial, António Correia.
[117]
Se suele dar por cierto que
fuese el padre Nicolau da Maia de Azevedo (1591-fecha incierta), beneficiado de
la parroquia lisboeta de São Mamede y cruciferario del arzobispo de Lisboa, don
Rodrigo da Cunha. A dicho clérigo se le atribuye, precisamente, la autoría de
la citada, Relaçao de tudo o que passou na felice aclamacão do muy alto e
poderoso Rey D. João o Quarto…, accesible en la web arlindo-correia.com.
[118]
El relato del viaje del duque,
del de la duquesa, y de los actos de coronación han sido contrastados con la
versión del fraile agustino español, testigo presencial, Antonio de Senyer, en
su libro Historia del levantamiento de Portugal, imprenta de Pedro
Lanaja y Lamarca, Zaragoza, 1644 (276 páginas, más otras muchas fuera de
paginación), espec. pp. 88-91 (accesible, por ejemplo, en la web,
liburutegibiltegi.bizkaia.eus).
[119]
Aldea Galega da Merceana, en el
municipio de Alenquer.
[120]
Véase, André Simões, Os
clássicos na literatura da Restauração: Os applausos da Universidade de
Coimbra, en Maria Cristina Pimentel y Paula Morão, A Literatura Clássica
ou os Clássicos da Literatura, Lisboa, 2013, pp. 63-80, espec. pp. 63-64.
[121]
Respeto esa forma desusada de
referirse nuestro narrador a las personas que favorecen, aconsejan o
protegen a alguien, según el diccionario de la Real Academia.
[122] Para conocer el contenido de tales capítulos o asientos de Cortes, véase: Assento feito em cortes de los tres estados dos reynos de Portugal da acclamaçaõ, restitução e juramento dos mesmos reynos ao muito alto e muito poderoso senhor rey dom Ioaõ o Quarto deste nome, imprenta de Paulo Craesbeeck, Lisboa, 1641. Modernamente, véase: António Manuel Hespanha, La restauración portuguesa en los capítulos de las Cortes de Lisboa de 1641, en Varios Autores, 1640. La monarquía hispánica en crisis, Centre d’Estudis d’Historia Moderna “Pierre Vilar”, Barcelona, 1991, pp. 123-168.
[123]
Sebastião de Matos de Noronha
(1586-1641), arzobispo de Braga (1636-1641). Nota biográfica, a cargo de María
Rosario Themudo Barata, en el Diccionario Biográfico de la Real Academia de la
Historia (dbe.rah.es).
[124] La enumeración de implicados y
meramente sospechosos no tiene pretensiones de completitud. Probablemente, la
lista más amplia que he manejado es la de Mafalda Soares da Cunha, en su
artículo Elites e mudança política. O caso da conspiração de 1641, en
Brasil-Portugal, Belo Horizonte, 2005, pp. 325-343 (accesible por internet
en la web, dspace.uevora.pt).
[125]
Afonso de Portugal, V conde de
Vimioso entre 1637 y 1643. Su fidelidad a la Corona fue premiada con el
marquesado de Aguiar, del que fue su primer titular.
[126]
Véase Rui Ramos (coord.),
Bernardo Vasconcelos e Sousa & Nuno Gonçalo Monteiro, História de
Portugal, D. Quixote, Alfragide (Amadora), 2021, p. 309.
[127]
Un buen resumen de los sucesos
de 28 y 29 de julio de 1641 en: Cidália Aldeia, História. Ducado de Caminha
foi criado ha 400 años, O Caminhense, 18-V-2020 (accesible en la web,
jornalc.pt). La autora no pone en duda que, detrás del complot, estaba la mano
del rey de Castilla y de sus acólitos, con el objeto de matar a Juan IV y
forzar el retorno de Portugal al dominio castellano.
[128]
Francisco de Lucena (c.
1580-1643), importante político portugués de la primera mitad del siglo XVII,
Secretario de Estado del reino luso entre 1640 y 1642. Breve referencia
biográfica, a cargo de Coronel Valdez dos Santos, en el Diccionario Biográfico
de la Real Academia de la Historia (dbe.rah.es). Curiosamente, Francisco de
Lucena fue también degollado por motivos políticos en Lisboa, el día 28 de abril
de 1643, aunque posteriormente fue rehabilitada su memoria.
[129]
Don Rodrigo Calderón fue
ajusticiado en la Plaza Mayor de Madrid, el día 21 de octubre de 1621.
[130]
La plaza lisboeta del Rocio, o
Rossio, es actualmente (2024) llamada de Pedro IV.
[131]
Lo mejor, entre lo poco que
hasta ahora se ha escrito sobre el tema, sigue siendo un artículo, ya añejo:
Antonio Domínguez Ortiz, La conspiración del Duque de Medina Sidonia y el
Marqués de Ayamonte, Archivo Hispalense, tomo 34, nº 106, Sevilla, 1961,
pp. 133-159 (accesible en la web, archivoypublicaciones,dipusevilla.es), espec.
pp. 140-145.
[132]
Aparentemente, se trata de una
fabulación del político andalucista, Blas Infante, basada en una presunta
conspiración morisca, encabezada por un tal Tahir al-Hor, natural de Gádor
(Almería). En cualquier caso, no tiene base histórica solvente. Véase, Juan
Beneyto Pérez, Las autonomías: El poder regional en España, Siglo XXI de
España, Madrid, 1980, pp. 156 et alt.
[133]
El convento de San Francisco de
Ayamonte fue fundado en 1417. Sufrió graves daños por el terremoto de 1755 y
fue definitivamente abandonado en 1835, cuando la Desamortización. Actualmente
solo queda la iglesia de dicho monasterio.
[134] Esa
es la tesis del historiador portugués, Consiglieri Sá Pereira, A Restauração
de Portugal e o Marquês de Ayamonte. Uma tentativa separatista na Andaluzia,
Libraría Guimarães, Lisboa, 1930; una opinión que no es compartida por otros
historiadores, en particular, españoles.
[135]
Eran los momentos en que la
antigua virreina, Margarita de Saboya, fue autorizada a abandonar Portugal, en
unión de otras personas de su entorno; pero, habiendo enfermado gravemente, la
virreina hubo de realizar el viaje muy lentamente, no llegando a Badajoz hasta
finales del citado mes de agosto.
[136]
En portugués, Castro Marim,
entonces plaza fuerte,
[137]
Las prisiones y destierros
sufridos por el duque de Medina Sidonia, así como las multas que tuvo que
pagar, las tropas que hubo de mantener y la pérdida de la plaza de Sanlúcar
-que pasó a ser de realengo- y de su cargo de capitán general de las Costas de
Andalucía, fueron, junto a pleitos por las alcabalas de las salinas y las
almadrabas, motivos de grave descrédito y empobrecimiento del duque y de su
casa que, aunque pudo recuperarse en parte, no alcanzó en el futuro la posición
preeminente que había ostentado entre toda la nobleza española.
[138] Para detalles adicionales, véase el
artículo, ya citado, de Manuel Fernández Álvarez, La conspiración del duque
de Medina Sidonia…, pp. 143 y 153-155.