La vedete y sus locuras
Por Federico Bello Landrove
Esta historia
policiaca, basada en hechos reales y ambientada en el Madrid de 1981, viene a
poner de manifiesto -si le buscamos una moraleja- que no siempre es
conveniente, ni posible, descubrir toda la verdad, así como que los magnates pueden ser, por
lo menos, tan inmorales como las gentes de vida alegre, aunque aquellos no
necesiten buscársela.
1.
Todo un carácter
-
¿Qué
tal se te da el delito de allanamiento de morada?, me preguntó Don Acisclo
Torrejón, con enigmática sonrisa.
-
No
es de los peores, repliqué un poco a la defensiva.
-
Pues
procura imponerte en el tema, que he decidido despedirte a lo grande, concluyó
mi mentor.
Esta confusa
conversación tenía lugar en el despacho del magistrado del Juzgado de
Instrucción número … de Madrid, entre su titular -el mentado Don Acisclo- y el
novato juez en prácticas al que aquel tutelaba, Miguel Alcaraz, servidor de
ustedes. La fecha, que venía a justificar lo de la despedida, era un día
de mediados de junio, cuando el trimestre de formación tocaba a su fin, ante la
llegada del descanso veraniego y la ulterior incorporación a mi primer destino
como juez de verdad, en la villa orensana de Verín. Quizá, previa esta
explicación, encuentren lógico que el encargo me pillase a contrapié, por más
que tuviera sus encantos. En fin, de los montones de asuntos que tenía sobre su
mesa, el Señor Torrejón entresacó unas delgadas diligencias y, a la par
que me las entregaba, concretó:
-
Toma;
llévatelas a casa para estudiarlas con calma, y mañana hablaremos.
No me dejó la
impaciencia demorar su examen hasta llegar a la razonable pensión que en Madrid
me servía de domicilio desde que ingresé en la Escuela Judicial, el otoño
anterior. Tan pronto entré en la cafetería de costumbre para comer el consabido
plato combinado, tomé asiento y saqué los autos de la cartera. Lo que leí en la
carátula, ni me sacó de dudas, ni me pareció especialmente interesante: Presunto
allanamiento de morada en el Paseo de la Castellana, 112, cuarto piso, de
Madrid, el día 8 de junio de 1981. Denunciantes: José Suárez Dopico y Sara
Laguna Ortiz. Denunciada: Adoración Fernández Sevillano. Una mano cuidadosa
había agregado los nombres de los abogados y procuradores de las dos partes, de
lo que colegí que, por poco destacado que fuese el delito, los implicados no
estaban dispuestos a tomarse el proceso a la ligera.
Esa primera
impresión de relativa vulgaridad la fui corrigiendo, según leía lo instruido y,
en particular cuando paré mientes en que la Señorita Adoración era, en el mundo
del espectáculo, la sin par Estela Rivarol, primera vedete de un
famosísimo cabaré parisino. Solo a un bicho raro como yo, que no veía
entonces la televisión y solo hojeaba el periódico si estaba disponible durante
el desayuno, podía haberle pasado desapercibido hasta entonces el apasionante
escándalo que nos había llegado a Plaza de Castilla[1],
bajo la anodina y formalista especie de unas diligencias previas por
allanamiento.
***
El asunto había
comenzado por una llamada telefónica de los Señores de Suárez Laguna al 091[2],
para comunicar que, aprovechando su amistad con Eduardo, hijo del matrimonio, una
joven se había introducido en la vivienda y no estaba dispuesta a marcharse de
ella -tal y como se le requería-, si no le dejaban llevarse una serie de joyas
y objetos valiosos, so pretexto de que eran regalos que el tal Eduardo le había
donado. El telefonazo añadía que, para robustecer su posición, la joven
rebelde, llamada Dori, había avisado a su madre, por lo que ahora eran
dos las personas a echar de la casa.
Los policías, al
mando del inspector con carné profesional número 13.131, se habían personado en
la mansión creyendo que se iban a encontrar con un servicio de tipo rutinario,
pero pronto salieron de su error. Para empezar, Dori, aunque apenas
maquillada y en ropa de casa, resultó ser una chica de belleza espectacular, a
quien enseguida identificaron algunos de los actuantes por su rutilante
parecido con esa moza estupenda que sale por la tele. Temiéndose un
escándalo mediático, el 13.131 ordenó suspender la diligencia para solicitar un
mandamiento judicial de entrada en el domicilio y, de paso, ver si se aplacaba
aquella tempestad en un vaso de agua. Yo no entendí ni poco ni mucho el porqué
de tal solicitud, hasta que el inspector, llamado Ezequías del Castillo, me lo
explicó vis a vis:
-
El
pisito de La Castellana resultó ser un caserón de cerca de mil metros
cuadrados, resultante de la unión interior de otros tres o cuatro. A cada uno
de ellos le correspondía una cierta autonomía: de los señores; de huéspedes;
del servicio, etc. ¡Y qué servicio! El sargento Padilla, policía armada que nos
acompañaba, contó veinticinco, a ojo de buen cubero. A lo que iba: La chica
dijo que estaba alojada como invitada en un ala de aquel casoplón;
así que, para curarme en salud, decidí pedir permiso para entrar en aquella
parte de la casa, toda vez que lo que estaba pasando no tenía ninguna pinta de
ser un delito flagrante.
Lo cierto es que
las dos horas que se tardaron en conseguir la autorización del juez de guardia,
lejos de suavizar los términos, enconaron la discusión entre las dos mujeres
protagonistas de la trifulca. El atestado era muy escueto al respecto, pero
Castillo se explayó mientras tomábamos un café sacado de la máquina del
juzgado:
-
Allí
la única que parecía pintar algo era la dueña, Doña Sara, que chillaba como un
demonio y todo se le volvía recordarnos que tenía muchos amigos entre nuestros
jefes. El marido, según ella, estaba de viaje en Galicia y, en cuanto a su hijo
Eduardo, se negó en redondo a que hablásemos con él, so pretexto de que padecía
una grave enfermedad nerviosa, para la que un disgusto así podría ser fatal.
-
¿Y
Dori y su madre?, pregunté.
-
La
madre, aunque le daba la razón, no dejaba de tranquilizar a su hija. Deja
que estos señores hagan su trabajo y lo aclaren todo, le decía; pero la
chica no tragaba, aduciendo que le iban a saquear su patrimonio y que estos
ricachones siempre consiguen llevar el agua a su molino. Por cierto, esto
último nos molestó a los compañeros, como es natural, por la desconfianza en
nuestra imparcialidad que suponía.
Del resto de lo
sucedido daba cuenta bastante el atestado, con el laconismo habitual en estos
textos literarios:
Haciendo uso de
la pertinente autorización judicial, se penetra en las habitaciones que la
denunciada manifiesta haber ocupado hasta ahora en casa de los denunciantes,
procediendo los actuantes a requerirle para que se vista de calle y recoja
exclusivamente sus pertenencias más personales. Ello provoca en la requerida un
acceso de violenta indignación, negándose a acompañar a los agentes a la
comisaría, para tomarle declaración en forma, diciendo que ella no se mueve
de allí, si no le dejan recoger y llevar a casa de su madre todas las joyas
y abrigos de pieles de su propiedad que allí mismo se encuentran. Comoquiera
que la denunciante manifiesta que todo ello es de su propiedad, y persistiendo
esta en su negativa a acompañarnos, el inspector que dirige la intervención
acuerda detener a Doña Adoración Fernández, a los solos efectos de tramitar la
expresada diligencia, siendo finalmente conducida a dependencias policiales en
vehículo de patrullaje convencional, tipo Z, ingresando en la comisaría del
Paseo de La Castellana, número 64, a las veintidós horas y treinta y cinco minutos
del día arriba reseñado.
Castillo
completaba su exposición, al tiempo que sorbía las últimas gotas del café con
leche y el azúcar no disuelto:
-
También
nos acompañaron la dueña de la casa y la madre de la chica, que quiso venir
voluntariamente. Lo único anormal y, tal vez, un pelín excesivo, fue que a Dori
se la engrilletó y así salió de la casa y entró en la Dirección General[3],
a la vista del público, que bien poco era a aquella hora. Lo de las esposas fue
cosa del sargento Padilla, que estaba hasta los mismísimos de aguantar las
intemperancias de la muchacha y quiso darse ese gustazo, so pretexto de que la
ley es igual para todos, incluidas las vedetes de París.
2.
La ley y la trampa, frente a frente
En los diez días
que el asunto había circulado por el juzgado, apenas se había hecho otra cosa
que tomar declaración al matrimonio denunciante. La manifestación del marido
era de las de echar balones fuera, aprovechando la circunstancia de su
presunto viaje a Galicia, región en la que su familia había levantado un
emporio empresarial. Iniciado por la generación de sus abuelos, que se había
hecho rica trabajando como burros, y con gran ojo comercial, en la Cuba del
periodo de su independencia. De regreso a España, se había cumplido a medias con
los Suárez Dopico el conocido dicho de que los negocios los levantan los
abuelos, los conservan los padres y los dilapidan los hijos. Lo excepcional, en
este caso, es que aquellos magnates no se habían dedicado solo a atesorar
riquezas, sino que habían invertido buena parte de ellas en obras culturales y
de caridad por toda la comarca de sus raíces. Ese era el motivo de que Don José
fuese algo más que un despreocupado rentista y siguiera viajando a su tierra
con frecuencia para dirigir la fundación y las numerosas obras pías que
tutelaba. Bien podía decirse -me comentó el inspector Castillo- que el prócer
tenía dos personalidades: En Galicia, era un benefactor meticuloso y respetado,
al que solían referirse como el Señor Barón de Franza, por el título con
que el Rey, Alfonso XIII, había premiado sus desvelos filantrópicos; fuera de
allí, era Pepe Dopico, un hombre muy rico, de poca personalidad, entregado
a la buena vida, con un cierto lustre de cultura y de amigos de alto nivel. Pero,
por encima de todo:
-
Don
José, afirmaba Castillo, está eclipsado por su mujer, enérgica y ambiciosa, que
dirige la vida de toda la familia y, hasta si se tercia, echa un ojo a los
negocios de su marido, para que no se vayan a pique y puedan llevar su tren de
vida acostumbrado, al menos, durante el tiempo que les quede en este mundo, que
no será poco, habida cuenta de que andan por los sesenta años, y su hijo tiene
poco más de treinta. Claro que lo del hijo…
Dejemos aquí, por
ahora, al inspector 13.131 y enfrasquémonos en la deposición apud acta[4]
de Doña Sara Laguna. Era muy extensa y respondía al patrón de las dirigidas
por Don Acisclo, que primero dejaba narrar de corrido a los declarantes su
versión de los hechos, para apretarles luego las clavijas con preguntas
incisivas y bien informadas, que solían obligarles a desdecirse o entrar en
contradicciones clamorosas. Este era un claro ejemplo de dicha táctica, aunque
de lo escrito se colegía que la denunciante era una mujer firme e inteligente,
por más que el previo asesoramiento -o preparación- de su famoso abogado
no hubiese sido un dechado de perspicacia. Claro que, en mi modesta opinión,
había sido un disparate presentar lo sucedido como un allanamiento de morada.
Espero que, aunque no sean ustedes juristas, vayan entendiendo mi observación.
La descripción que
de los hechos hizo inicialmente Doña Sara era, poco más o menos, como sigue:
-
La
Señorita Fernández es una conocida de mi hijo, a quien se la presentaron en
París, saliendo con ella unas cuantas veces, en general, en compañía de amigos
comunes. Comoquiera que esa señorita suele venir casi todas las semanas por
Madrid, mi hijo la invitó a alojarse en nuestra casa, donde tenemos sitio más
que de sobra. Ella, seguramente por interés económico y hacerse publicidad, fue
presentando a los periodistas su condición de huésped de mi casa como la
demostración de que Eduardo, mi hijo, estaba muy interesado por ella, hasta el
punto de ser novios, y aún de haberse prometido. En tales circunstancias,
comprenderá usted, Señor Juez, que mi marido y yo, con el acuerdo de mi hijo,
decidiéramos poner fin a las estancias de la Señorita Fernández en nuestra
casa, si bien de forma amistosa, evitando habladurías y malos entendidos. No
nos fue posible porque, para abandonar nuestra casa, esa señorita puso la
condición de llevarse como suyas una gran cantidad de joyas y otros objetos
valiosos, que decía falsamente que eran de su propiedad, ya por haberlos
adquirido en Francia con su dinero, ya por habérselos regalado mi hijo en
prueba de su supuesta relación sentimental. Como es lógico, yo me negué a
aceptar esa imposición -mi marido, aunque estaba ausente aquel día, estaba
perfectamente enterado y de acuerdo-. La Señorita Fernández trató entonces de
llevarse todo por las bravas, llamando incluso a su madre para que la ayudase.
Gracias a la intervención de algunos criados, logramos evitar que lograse su
propósito, pero entonces empezó a montar escándalo y a asegurar que no se iba
de mi casa, me pusiera como me pusiese. Así pues, no tuve más remedio que
llamar a la Policía, que pudo comprobar la verdad de cuanto le he dicho, puesto
que se la llevó detenida y sin dejarle sacar de mi casa más que sus objetos más
personales. Afortunadamente, la casa es tan grande, que mi hijo no debió de
percatarse del desagradable incidente. Y lo digo, no solo porque él consideraba
a esa señorita su amiga, sino porque el pobre está muy delicado de los nervios
y le es muy difícil y doloroso hacer cualquier esfuerzo físico, razón por la
que, desde ahora, le suplico, Señor Juez, que no le haga venir al juzgado a
declarar.
Don Acisclo, como
es natural, se había informado a modo de las relaciones de Eduardo y Adoración
por la prensa de aquellos días y de los meses anteriores. Estaba, pues, en
condiciones de desmontar en gran medida la versión de Doña Sara; sin olvidar,
por otra parte, algunas de las pruebas que, a toda prisa, había podido aportar la
joven en el atestado, en su descargo. He aquí una parte selecta de las preguntas
y respuestas del juez y la denunciante, respectivamente:
-
¿Qué
edad tiene su hijo Eduardo? ¿Es mayor o más joven que la denunciada?
-
Tiene
treinta y dos años y es mayor que Adoración, pero no sé la diferencia.
-
¿Cuánto
tiempo hace que se frecuentaban su hijo y Adoración?
-
Como se han estado viendo en París, desconozco ese dato. Lo único que puedo decirle es
que yo estaba allí cuando le presentaron a la señorita Fernández y de eso
hará medio año, más o menos.
-
¿Recuerda
quien hizo dicha presentación?
-
El
doctor Puga, un buen amigo de mi esposo y mío.
-
La
señorita Fernández afirma que, en el piso de ustedes en París, guarda para
mayor seguridad ropas, cuadros y otros objetos de valor. ¿Es ello cierto?
-
No
tengo ni idea. De ser así, se trataría de un favor prestado por mi hijo.
-
Ha
dicho usted que la Señorita Fernández se ha inventado el noviazgo con su
hijo por razones poco éticas. Pero, no obstante haber hecho públicas tales
manifestaciones, no parece que ni Eduardo ni ustedes, sus padres, lo hayan
desmentido, ejerciendo el derecho de rectificación.
-
En
mi parecer, no hay peor cosa que salir con discusiones en la prensa, cuando se
tiene tanto que perder, como nosotros. Por otra parte, ya sabe usted cómo son
los jóvenes. Mi hijo es muy obediente, pero preferimos que fuese él quien
hablase con Adoración y tomase sus propias decisiones.
-
Pero,
finalmente, fue usted quien se las hubo el día 8 con la Señorita Fernández y, seguidamente,
llamó a la Policía y presentó la denuncia…
-
De
acuerdo en todo con mi hijo, pero ya le he dicho que…
-
Ya,
ya: Que él está muy delicado y hay ciertas cosas que tienen que hacer por él.
Lo cierto es que no consta la enfermedad que tenga Don Eduardo, ni las
limitaciones que le imponga… De hecho, si usted pretende que no lo llame a
declarar, habrá de aportar un certificado médico a la mayor brevedad posible.
-
Descuide,
señor juez, y será de uno de los mejores especialistas del mundo, el Doctor
Novak, que es quien lo atiende desde hace años.
-
No
se preocupe por la calidad del médico. A fin de cuentas, habrá de reconocer a
su hijo el médico forense de este juzgado… Veo que se está haciendo tarde y
usted parece cansada. Voy a hacerle unas pocas preguntas más, muy concretas.
-
Usted
dirá.
-
La
Señorita Fernández entregó a la Policía un juego de llaves correspondiente a la
casa de ustedes y asegura que le fue facilitado por su hijo, cuando decidieron entre
ellos que se quedaría en Paseo de La Castellana, 112, para poder verse en
todo momento, sin que tuviese él que salir de casa. ¿Qué me contesta?
-
Puede
ser. En todo caso, ella entraba y salía libremente de nuestro domicilio.
-
También
aportó dicha señorita un tarjetón de bienvenida que, al parecer, acompañaba a
un gran ramo de rosas. En dicho documento -que tengo a la vista-, se dice: Querida
Dori: Bienvenida a nuestro hogar, y que tu estancia entre nosotros redunde en
la mayor felicidad tuya y de Eduardo. Y está firmado legible por Pepe y Saruca.
Está fechado a 11 de mayo. ¿Reconoce usted el documento y que es de su puño
y letra?
-
En
efecto, pero entonces no le dimos mayor valor que el de recibirla como
invitada, respondiendo a la petición que Eduardo nos hizo en tal sentido.
-
Otra
cosa. Hay un baile de millones que, al menos a mí, me marea. Adoración
dice que tenía en su casa objetos personales y regalos por valor de unos cien
millones de pesetas. Usted rebaja el posible importe de lo que ella quería
sacar de allí a unos veintisiete millones. En cualquier caso, como suele
decirse, un pastón.
-
¡Claro!
¡Qué mejor prueba de que esa… señorita no era su dueña, por muchas cuentas del
Gran Capitán que haga sobre lo que ha ganado hasta ahora en el mundo del
espectáculo!
-
Si,
pero a lo que yo quiero referirme ahora es a una partida, que reclama la
señorita Fernández, con gran interés: Pulsera y anillo de pedida, a juego
con pendientes, en oro y platino, con incrustación de brillantes y zafiros azul
medianoche, valorado en doce millones de pesetas. Fíjese usted: de
pedida. Luego su hijo, si no ustedes, ¿estaba decidido a un inminente
matrimonio?
Doña Saruca no
tuvo más remedio que reconocer la intención de boda, aunque con todas las
matizaciones que pudo:
-
¿Qué
puede esperarse de un pobre inválido, abrumado de dolores y tristezas, cuando
cae en manos de una mujer sin escrúpulos? Es cierto. Incluso habían fijado
fecha para el enlace, sin hacerla pública todavía; una data que su padre y yo
íbamos aplazando con los pretextos más diversos, tratando entre tanto de
quitarle la idea de la cabeza. ¡Pero buena era la tal Dori! Le había
clavado el anzuelo y ya no se lo arrancaría hasta lograr su propósito: Volverse
rica y respetable para toda su vida, y sin dar ni golpe. ¡Menudo chollo!
-
En
cualquier caso, señora, con todo lo que acaba de decirme, le aconsejo que
consulte unos momentos con su abogado, sobre si mantiene o retira su denuncia,
o si quiere darle otro sesgo diverso del de allanamiento.
Era mucho explicarse,
pero Don Acisclo era de los que aplicaban la fórmula de reducir el campo penal
todo lo posible. Salió de su despacho unos minutos, pero, al regresar, las cosas no
habían cambiado:
-
Señoría
-dijo el letrado-, mis clientes mantienen la acusación pues, si la
entrada en su domicilio fue consensuada, luego la denunciante se mantuvo en él
contra la voluntad de los moradores[5].
Y nos reservamos el derecho de ampliar los hechos punibles a hurto doméstico o
apropiación indebida, para cuando formulemos nuestro escrito de personación
como acusación particular.
El Juez, algo
enfadado, puntualizó:
-
Supongo
que hablará usted en nombre de su cliente aquí presente, no de su marido, que
está citado para declarar mañana.
Doña Sara dijo
entonces, quizá, su primera verdad plena en la declaración:
-
Mi
marido está de acuerdo conmigo en todo.
Y Don Acisclo
-según luego me dijo-:
-
No
sabe usted la suerte que tiene.
3.
El precio de la fama
Como ya me había
avisado, Don Acisclo me examinó de aquel caso de presunto allanamiento.
Yo fui tajante en mi juicio -demasiado-:
-
No
hay por dónde coger semejante calificación de los hechos -pontifiqué-.
Es un caso clarísimo de conversión de una discusión familiar en un proceso
penal.
-
Según eso -adujo con picardía el magistrado-, tú
opinas, como Quintano[6],
que el hijo tiene pleno derecho de permitir a su amiguita que siga en la casa,
incluso contra la voluntad de sus padres, que supongo serán los dueños únicos
del piso… No es mala interpretación, pero también está la de Binding[7],
que limita el derecho de permitir el acceso de otros al domicilio a los casos
en que sea autorizado por todos, y solos, los titulares. Con lo cual, la
denunciada habría incurrido en delito. Ya sabes que la sentencia del Tribunal
Supremo de 10 de julio de 1896…
Esta me la sabía y
repliqué como un rayo:
-
En
ese caso, se trataba de la autorización por una simple sirvienta, lo que es muy
distinto que el consentimiento de un hijo mayor de edad que vive en la morada.
Don Acisclo sonrió
y aplacó mi impulsividad:
-
Tranquilo,
Miguel, que yo pienso, como tú, que este asunto es carne de archivo;
pero vamos a darle un poco de carrete hasta que se calmen los implicados y los
periodistas. Entretanto, iremos recopilando material para una novela
sentimental por entregas que, tal vez, escribas tú algún día.
-
¿Por
qué yo, Don Acisclo? Como juez del caso -bromeé-, tiene usted la prioridad para
publicarla, y hasta los derechos de autor.
-
¡Je,
je!, rio con fingimiento. Por nada del mundo te privaría del arrobo de tomar
declaración a la bellísima Estela Rivarol. A partir de este momento,
como juez en prácticas, delego en ti la práctica de la instrucción de este
caso, bajo mi supervisión tutelar, por supuesto.
-
¡No
me haga usted esto, por Dios!, supliqué exageradamente. Ese asunto no es
Derecho, sino cotilleo.
-
Razón
de más para que cargue con él un alevín de juez, no un magistrado de renombre. De
modo que vete haciendo a la idea, pues la declaración de la moza está fijada
para mañana a las diez. Vamos, el tiempo justo para que te compres una corbata
de moda y pases por el peluquero.
***
Don Acisclo
decidió, para dar empaque al acto y, de paso, no sacarle a él del despacho, que
recibiera a Adoración y a su abogado en la sala de audiencias del juzgado, al
modo de una declaración testifical en juicio, si bien permitiendo a la joven
que se sentase en una silla de brazos, al pie de los estrados. Y puedo decir en
honor de la verdad, que, más arrobados que yo, quedaron la Señorita
Fernández y su letrado al ver, en el sitial de Don Acisclo, a un chaval de
veintiséis años, completamente desconocido para Paco Rojo, el abogado
designado por la vedete. Hube de explicarle, con el refrendo del secretario,
que yo había sido habilitado por el magistrado tutor, dentro del reglamentario plan
de formación de los jueces en prácticas.
-
Al
menos -gruñó Rojo-, espero que sea el juez titular quien resuelva el caso.
-
Depende,
respondí muy serio. Si mi criterio coincide con el suyo, seré yo quien firme
las resoluciones, con su visto bueno.
Parecía dispuesto
a continuar la discusión, pero su clienta le cortó con firmeza:
-
Empecemos
de una vez, Paco, que tenemos a los periodistas a la puerta y quiero
acabar cuanto antes.
Me pareció una observación
tan sensata, que le perdoné la advertencia de que tendría que dirigirse a su
abogado de usted y en forma menos coloquial que el hipocorístico Paco.
En su lugar, intenté ganármela con una gentileza:
-
Esté
tranquila la señora denunciada. Esta diligencia no es pública y ningún
periodista accederá a la sala. Cuando concluyamos, si lo desea, podrá salir por
la puerta que da a las oficinas, para ahorrarse molestias.
-
Muchas
gracias, respondió con una leve sonrisa.
Solo entonces tuve
ocasión de fijarme en ella. Se veía que el abogado y su propio saber estar le
habían cambiado la apariencia exuberante con que aparecía en los medios.
Llevaba el cabello recogido, sin tinte aparente. El maquillaje era discreto,
como también el traje de chaqueta gris azulado, sobre blusa blanca de escote
camisero. Al cruzar las piernas, además de otras consideraciones, pude hacer la
de que los zapatos eran de tacón bajo, como si no quisiera realzar en exceso su
aventajada estatura. En fin, la típica estampa de quien quiere aparecer para la
ocasión de la manera más formal y menos destacada posible.
Por lo demás, su
relación con Eduardo Suárez me la describió al modo que lo había hecho en la
conocida revista El Semanal, un par de meses atrás. Eduardo y ella se
habían conocido en París medio año antes, siendo presentados por el doctor
Puga, muy amigo de los padres de él. Mediante llamadas telefónicas, primero, y salidas
y visitas, después, habían ido cimentando una relación de gran amistad que,
inevitablemente, había desembocado en el amor. ¿También por parte de usted?,
le pregunté incrédulo. Desde luego -me
contestó con mucha convicción-. Eduardo es un chico muy inteligente y con
grandes cualidades, apenas afectadas por su grave enfermedad, de la que ambos
éramos plenamente conscientes.
Habíamos llegado
al aspecto más morboso de la relación: Cómo una espléndida joven de veinticinco
años podía caer en los brazos de alguien tan seriamente afectado por una
enfermedad invalidante y que podía empeorar con notable rapidez. Cualquiera, aunque
no fuera mal intencionado, habría supuesto que la clave estaba en la liviandad
de la joven y en la cuantiosa fortuna del galán. Adoración decía ver las cosas
de otro modo:
-
Se
han dicho disparates de la enfermedad de Eduardo: Que si está tetrapléjico; que
si es un paralítico que tiene que usar siempre silla de ruedas. Nada de eso: Es
una enfermedad de la médula que le provoca un gran cansancio muscular, por lo
que no puede andar ni permanecer de pie durante mucho tiempo. Es un mal para el
que no se ha encontrado cura por ahora y que va empeorando con la edad. ¿A qué
ritmo? Cada persona es distinta en eso. El médico que lo trata desde hace unos
años -un genio en su especialidad-, dice que tiene mucho de psicológico. No es
por darme coba, pero yo lo aliviaba mucho porque lo estimulaba y le daba cariño
y ganas de vivir. ¿Cómo no iba a sentirme orgullosa e ilusionada con esa aparente
mejoría?
-
Así
pues -proseguí el interrogatorio-, entiendo que ustedes ya venían haciendo vida
de novios -íntima, podríamos decir- en París, antes de que Eduardo regresara a
Madrid y se organizara todo este lío…
-
En
efecto. Una vez instalada yo en la Capital francesa, mi madre regresó a Madrid
y me quedé sola en mi apartamento. Aunque soy muy sociable y trabajaba mucho en
mi espectáculo, no dejaba de sentirme un poco mustia y descentrada. Eduardo me
propuso que, sin dejar mi alojamiento, pasara algunos días en su estupenda casa
parisina. Yo acepté, dada nuestra relación y los inconvenientes de él para desplazarse.
Prueba de ello es que he dejado en su piso muchas cosas mías, que espero
recuperar sin problemas en cuanto regrese a París.
-
¿Llegó
su relación hasta el punto de pensar en la boda, con compromiso y pedida?
-
Desde
luego. Nos cruzamos los habituales regalos y fijamos una fecha para el enlace:
el sábado, 20 de este mes, o sea, hace tres días. Nos confabulamos todos para
tenerlo muy en secreto y casarnos en privado, en la capilla del pazo de
los Dopico, en Galicia. Claro, con todo lo que ha pasado, nuestros propósitos han
quedado anulados, tal vez, definitivamente.
-
¿Eran
unos propósitos conocidos y aprobados por los padres de Eduardo?
-
Por
supuesto que los conocían: Por eso me instalé en su casa, para ir haciendo los
preparativos, una vez terminado mi contrato anual en París. En cuanto a su
aprobación, no voy a ocultarlo, al principio no se les veía muy convencidos
pues pensarían que yo no era la mujer perfecta para un chico tan distinguido y
tan… limitado como Eduardo. Vamos, señor juez, que yo podía ser una lagarta
que iba al matrimonio por el dinero de mi futuro esposo. Pero rápidamente
cambiaron de opinión, debido a dos razones muy poderosas: Que yo, aunque no
nadase en la abundancia, era una mujer de éxito, con todo el trabajo que
quisiera y mis caprichos bien cubiertos; y lo que antes de dije, que el Doctor
Novak les hizo ver lo mucho que había mejorado Eduardo desde que éramos novios.
-
…
Y el hecho de que Don Eduardo, aunque muy dependiente de sus padres, no deja de
ser un adulto de treinta y dos años, que puede casarse sin necesidad de obtener
su consentimiento, añadió el abogado, metiendo baza indebidamente.
-
Me
hago perfecto cargo, Señor Rojo, como también su patrocinada que, si no ha
aducido lo que usted destaca, será porque entiende que este juzgado está al
cabo de la calle de la mayoría de edad del novio y de sus efectos jurídicos.
El abogado acusó
la censura con un disculpe, señoría. Yo volví a la carga por donde se nos
había interrumpido:
-
¿Siendo
así, qué razón tuvieron Doña Sara y usted para discutir tan severamente, hasta
el punto de pretender ella echarla a la calle con lo puesto?
-
Bien
mirado, no pasó de ser una pelotera entre dos mujeres que, la verdad sea dicha,
tenemos mucho carácter. En el fondo, fue un desacuerdo o malentendido acerca de
mis futuros trabajos, para después de contraído el matrimonio.
-
Explíquese
acerca de los términos de ese convenio y del ulterior desacuerdo.
-
Con
harto sacrificio y dolor de mi corazón, acepté dejar mi ocupación de primera vedete
en el teatro de París, entendiendo que resultaría incompatible con las
atenciones que mi marido requeriría, y me comprometí a instalarme en Madrid,
junto a él. Pero lo que yo no dije, pese a que mi futura suegra así lo
entendiese, es que fuese a dejar cualquier trabajo compatible con mi vida de
casada, dejando de ganar dinero por mí misma y encerrándome en casa con
Eduardo, como en un convento. El propio Eduardo no me exigía tal cosa, ni era
la forma de vida a la que él y yo estábamos habituados.
-
Ya
me voy dando cuenta. ¿Y qué trabajo le ofrecieron, y cómo, para que el día 8 de
los corrientes estallara la tormenta?
-
Algo
tan inocente como ir invitada a un programa de gran éxito de Televisión
Española. Por conducto de mis padres, el realizador obtuvo el teléfono de casa
de Eduardo y me llamó, pero cogió el aparato Sara quien, sin avisarme, le soltó
que la Señorita Fernández ha abandonado definitivamente el mundo del
espectáculo, dado que va a casarse próximamente. Claro, apenas tardé un par
de días en enterarme y le armé un espolique por meterse en mis asuntos
laborales sin mi consentimiento. Ella me contestó indignada que era una
mentirosa, que iba a ser la perdición de su hijo y que quería quedarme con el
santo y la limosna, y así empezó todo.
-
Bien,
solo un par de preguntas sobre el tema concreto del allanamiento. ¿Por qué no
quiso usted abandonar la casa cuando se lo exigió la dueña de ella?
-
¡Toma!,
pues porque pretendía que lo hiciera inmediatamente, abandonando allí cuanto
tenía de mi propiedad, incluidos los regalos que Eduardo me había hecho con
conocimiento de sus padres.
-
¿Cuál
fue la actitud de su novio ante la conducta de su madre? ¿También él le pidió
que se fuera, o, por el contrario, se enfrentó con su madre por tal motivo?
-
Ahí
tiene usted un buen ejemplo de lo que va de mi suegra a esta vedete sin
entrañas: Ella actuó de espaldas a su hijo y sin dejarle intervenir. Yo no
quise provocarle la angustia de llamarlo y obligarle a tomar partido por su
madre o por mí. Así que, si quiere usted saber lo que Eduardo habría hecho
aquella tarde, tendrá que preguntárselo a él. Yo, la verdad, prefiero tomarme
algún tiempo y que sea él quien asuma la iniciativa. Si sigue pretendiendo que
nos casemos, tendrá que ser en circunstancias muy diversas a las actuales, como
podrá comprender.
El abogado apenas
añadió dos o tres preguntas sin importancia. En cambio, las palabras finales de
la chica me produjeron bastante impresión. Más o menos, fueron así:
-
Vengo
de una familia tan digna como lo pueda ser la de Eduardo. Me he labrado un
brillante porvenir, no por andar de cama en cama, sino por mis cualidades,
talento y trabajo. Estoy en la cumbre y vivo estupendamente por mis propios
medios. Mucha gente importante y famosa me conoce y me aprecia. No tenía otra
razón para emparejarme con Eduardo y ponerme límites profesionales, que la de
quererlo mucho y sentirme necesaria para él. Que todo eso quede claro es lo que
de verdad me importa. Siendo así, estoy segura de que se me hará justicia, pues
no he cometido más delito -si puedo llamarlo así- que el de triunfar en el
mundo del espectáculo y estar orgullosa de ello.
Nada más terminar
la extensa diligencia, recogí los folios de la declaración y pasé por el
despacho de Don Acisclo, que estaba a punto de salir para tomar el café de
mediodía. Recuerdo que echó un rápido vistazo a lo escrito y, por de pronto, me
preguntó:
-
¿Qué,
salió por la puerta falsa?
-
En
efecto, pero, si hubiera dependido del secretario, la mecanógrafa y un
servidor, la habríamos sacado por la puerta grande -exageré-.
Se echó a reír y
apostilló:
-
Habría
muchos a los que tampoco les hubiera importado sacarla en hombros, seguro.
4.
El caso sigue su curso
Mucho temía yo,
para acabar la instrucción y marchar de vacaciones, las dificultades y
dilaciones que pudiese plantearnos Eduardo Suárez en venir a declarar, pero era
indudable la necesidad de su testimonio para avanzar en la investigación del
caso. La sorpresa me vino de Don Acisclo, cuando me dijo muy satisfecho:
-
Ha
venido a verme un abogado, en nombre de Eduardo. Dice que está deseando
declarar y que le señalemos un día cuanto antes, que ya está harto de las
monsergas de su madre para que le baile el agua y deje a su novia en la
estacada.
-
Pues,
por mí -respondí-, como si quiere venir mañana mismo.
-
Dejémoslo
para pasado mañana -decidió el magistrado-. Le mandaré la citación de inmediato
por un agente y telefonearé al bufete de su abogado quien, por cierto, no es el
mismo que representa a sus padres.
Eduardo, aunque trabajosamente y del brazo de un cuidador, entró en el
juzgado caminando, en compañía así mismo de su letrado. Aparentaba bastante más
edad que los treinta y dos años que tenía: de estatura mediana, grueso, fondón,
bastante calvo, era la antítesis física de Adoración, con la que habría formado
una pareja muy contrastada. Pero todo cambiaba cuando empezaba a hablar,
con su voz tenue y acariciadora, la sonrisa permanente y los ojos fijos en la
persona a quien se dirigía. Aunque se le notaba la tensión de someterse a una
prueba seguramente nueva para él, en la que tenía que dejar en mal lugar a
personas muy queridas, debía de traer muy pensada su declaración pues, no solo
no vaciló, sino que en muchos tramos tomó la iniciativa, sin necesidad de
preguntas. En el fondo, había venido a ayudar a Dori todo cuanto pudiera,
harto de las intromisiones y excesos judiciales de su madre:
-
Adoración era mi prometida -reconoció- y
estaba en nuestra casa a petición mía y con el pleno acuerdo de mis padres. Por
supuesto que el piso está a nombre de ellos, pero yo también vivo allí y me
siento con el derecho de invitar por buenas razones a quien quiera, y a que, si
mi madre se cansa de mi huésped, me lo haga saber, antes de ponerlo
vergonzosamente en la calle. No se comportó así con Dori el pasado día 8
y solo siento no haberme enterado, pues seguro que hubiese evitado todo este
escándalo.
-
¿Qué
no se enteró, dice usted, con los gritos que hubo y lo que duró el desalojo?
Perdone, Don Eduardo, pero me parece difícil de creer.
El interpelado se
puso colorado y, por unos momentos, bajo la cabeza, ignoro si por vergüenza o meditando
su respuesta.
-
La
casa es muy grande -alegó- y no excluyo que estuviese de visita algún amigo o
atendiera llamadas telefónicas. Y, si escuché algunas voces, tampoco me hubo de
extrañar, ya que mi madre tiene un genio muy vivo y riñe constantemente a las
criadas.
-
Y
a su novia, ¿también la reñía? ¿Cómo se llevaban entre ellas?
-
Mucho
mejor que al principio. Mi madre había terminado por aceptar como futura nuera
a Dori y hasta me pareció que se establecía una intimidad o complicidad
entre ellas, como dos mujeres que habían empezado a comprenderse. Eso me
alegraba mucho y, por lo mismo, me pilló de sorpresa lo sucedido. Luego me he
enterado del motivo de la discusión y, una vez más, he de dar la razón a mi
novia: Ni ella se había comprometido a abandonar su carrera, ni hubiésemos
podido ser felices con un condicionante tan radical y súbito.
-
¿Y
qué me dice de lo que su novia quería llevarse? ¿Era suyo o de la familia de
usted?
-
Al
no estar presente, no puedo contestarle más que de modo indirecto: Dori tenía
muchas cosas suyas en nuestra casa, incluidos los regalos que le habíamos hecho
y que me parece denigrante tratar de quitárselos por una rabieta. Y, desde
luego, no es una aprovechada ni, menos aún, una ladrona. ¿Cómo iba a
comprometer su fama y su prestigio quedándose con lo que no era suyo, habiendo
llamado ya mi madre a la Policía?
Por mi parte,
habíamos acabado, pero me di cuenta de que para él empezaba una nueva fase de
su vida, bastante más oscura que la que ahora se cerraba. Mientras recogíamos
los folios de la declaración, me llegó a duras penas la pregunta que Eduardo le
hacía a su abogado:
-
¿Crees
que, con todo lo que he dicho, no le pasará nada a Dori y todo volverá a
ser como antes?
El letrado no le
contestó o, al menos, yo no alcancé a escuchar su respuesta.
***
Todavía siguió la
instrucción del caso por unos días más, pero la única diligencia que mereció la
pena fue el testimonio del eminente Doctor Novak, que declaró en la
condición mixta de testigo-perito, ya que, por una parte, conocía bien el caso
clínico concreto de Eduardo Suárez y, por otra, había de aportar sus
conocimientos médicos acerca de la dolencia que le aquejaba. El Doctor había
venido exprofeso de París, lo que evidenciaba el interés por su paciente,
aunque él minimizó el esfuerzo:
-
Vengo
a cada poco a España, donde atiendo a numerosos pacientes y estoy montando una
clínica para impartir mis tratamientos. Por eso me defiendo en español, aunque
le agradecería me echase una manita cuando me atasque con alguna palabra.
-
Si
quiere, puedo designarle un intérprete.
-
No
creo que sea necesario. Estoy viendo que también usted se bandea muy
aceptablemente en francés.
-
Pues
adelante. Hágame un resumen del estado de Eduardo, de la manera más sencilla
posible.
-
Eduardo
padece desde la adolescencia una miastenia gravis, es decir, un
deterioro general y progresivo del sistema nervioso, de origen medular, que va
entorpeciendo y limitando la función muscular, provocando cansancio, pérdida de
fuerza y, a la postre, una paraparesia, o semi parálisis. Es una enfermedad que
empeora más o menos rápidamente, hasta llegar a provocar la muerte en casos
extremos. Y lo peor es que no se le conoce tratamiento curativo, sino solo paliativo,
sintomático y para lentificar su progreso. Y en esas estamos con Eduardo, a
quien vengo tratando desde hace ocho años.
-
¿Y
cómo va en él el avance de su enfermedad?
-
Muy
aprisa, lamento decirlo. Si todo sigue como hasta ahora, preveo un desenlace
fatal a la vuelta de unos diez años, más o menos. Claro que…
Novak me miró de
hito en hito y preguntó:
-
¿Me
dispensará si me meto donde no me llaman? Me refiero a la influencia benéfica
que está teniendo en el caso Estela Rivarol…, digo, la señorita Dori.
-
Explíqueme
cómo.
-
El
tratamiento de la miastenia es endemoniado. Tenemos que convencer a los
enfermos de que se dejen hacer judiadas, como verdaderos conejillos de
indias; mantenerles el ánimo y el compromiso vital, cuando lo único que les
funciona bien es la mente y sus potencias. ¿Cómo demonios podemos darles
esperanzas y ganas de luchar? Bien, pues eso es lo que Dori está
haciendo con Eduardo, de forma tan acertada y cariñosa, que no puedo menos de
decirle de ella lo que afirmo a todos con cuantos hablo: Que es la mejor medicina
que Eduardo podría haber encontrado.
-
¿La
conoce usted bien?
-
En
efecto. En París la conoce todo el mundo y yo la he tratado mucho desde que se
hizo novia de mi paciente. Por eso, también a mí se me ha venido el mundo
encima, al enterarme de la trifulca que ha organizado la madre, Sara, que es una
mujer que adora a su hijo, pero que no ha sido capaz de dejar estar la relación
y de tolerar y apreciar a Dori, aunque solo fuera por lo que había hecho
por su hijo… y lo que estaba dispuesta a hacer en el futuro.
-
¿Ha
reconocido usted a Eduardo después de lo sucedido el día 8?
-
Aprovechando
que venía a Madrid, lo telefoneé, como médico y como amigo. Me dijo que todavía
no estaba para ver a nadie y me colgó el aparato. Espero que todo se arregle, o
que el paso del tiempo haga su beneficioso efecto, pero entre tanto…
-
¿Qué
pasaría si Eduardo se abandonase y dejara de recibir tratamiento para sus
dolencias?
-
La
Medicina no es una ciencia exacta, pero puedo pronosticar que todos habremos de
lamentarlo y los que más, los responsables de este sinsentido. Por favor, señor
juez, si es legalmente posible, no les sigan ustedes el juego.
***
Como era de
esperar y yo había minutado, Don Acisclo acordó formalmente el sobreseimiento de
las diligencias, por no haberse acreditado la existencia de delito alguno. En llamativa
demostración de deferencia, el abogado de Adoración, al enterarse del final del
caso, se presentó en el juzgado y pidió hablar conmigo. Me pilló de milagro,
pues ya estábamos a 6 de julio y Don Acisclo me había rogado que demorase el
comienzo de mis vacaciones, hasta que se viera si los padres de Eduardo
apelaban o no el auto de archivo -ya les adelanto que no presentaron recurso,
quizá a petición de su hijo-. El caso es que el abogado Rojo venía en plan amistoso:
-
Lo
primero de todo, quería pedirle disculpas por mi comportamiento, si es que di
lugar a que usted se sintiese menoscabado en su función, por el hecho de ser un
juez en prácticas y tan joven. Lejos de mí tal descortesía. Lo que pasa es que
a veces soy muy vehemente y el asunto nos tenía indignados a Dori y a
mí.
-
Nunca
pensé tal cosa, repuse. Solo intenté que el asunto no se nos fuera de las
manos, por la notoriedad que había alcanzado en la prensa.
-
…
Y que va a continuar. Precisamente mi cliente va a hacer unas declaraciones,
ahora que ha concluido el proceso, para explicar en los medios lo sucedido.
Mañana por la tarde dará una rueda de prensa en el Hotel …
-
No
me parece buena idea, cuando aún no es firme el auto de sobreseimiento.
El letrado pareció
no escucharme, pues prosiguió:
-
…
Y ya me ha hecho el encargo -que he aceptado muy gustoso- de presentar una
querella contra Doña Sara y su marido por apropiación indebida, detención
ilegal y calumnias; y contra los policías que practicaron su detención, por
malos tratos y vejaciones morales. Se les va a caer el pelo.
-
Ya
se verá, abogado. De lo único que me alegro es de que yo estaré lejos de Madrid,
en un juzgado de Galicia, precisamente.
-
¡Ah!
¿Se marcha? Es lástima, pues Dori quedó encantada del trato que recibió
de usted cuando vino a declarar y, por supuesto, con el contenido del auto de
archivo, y le habría gustado venir a darle personalmente las gracias.
¡Era demasiado! Ahora
sí que estaba que mordía con aquel abogado, que me estaba dorando la píldora,
entre la hipérbole, la confianza excesiva y la sinuosidad. Me puse de pie,
dando por terminada la entrevista, y le solté la andanada:
-
Pues
ya que no va a ser posible que nos veamos, puede decirle a su patrocinada que
la mejor muestra de agradecimiento que puede recibir un juez es la de que le
digan toda la verdad, para así poder hacer cumplida justicia. Precisamente lo
que en este caso no ha hecho ninguno de los implicados, no sé si por decisión propia,
o por consejo de sus abogados.
Rojo, haciendo con
el rubor de su rostro honor a su apellido, puso sonrisa de conejo y, mientras
me estrechaba la mano, susurró:
-
Se
lo diré, aunque yo creo que su señoría es un poco duro con ella.
5.
De confidencias
Se había corrido
la voz por los juzgados: La famosa Estela Rivarol volvería a pasarse por
la Plaza de Castilla; esta vez, como denunciante, para intervenir en el acto de
conciliación con los padres de su novio, a ver si el asunto seguía adelante, o
se avenían y llegaban a algún acuerdo. Era el trámite pertinente, toda vez que Estela,
entre otras cosas, se había querellado contra Don José y Doña Sara por delitos
de calumnia e injurias. Yo, con la credencial de juez ya en el bolsillo y el
nombramiento para Verín aparecido en el Boletín Oficial del Estado, estaba
deseando largarme de Madrid, pero aún tenía que cumplir un deber casi inexcusable:
invitar a comer a Don Acisclo y al secretario judicial, en prueba de gratitud y
como despedida. El magistrado se lamentó:
-
¡Cuánto
lo siento, pero no podrá ser el día 16, porque es el santo de Carmina, mi
mujer, y nos reunimos toda la familia! ¿Podrías aplazarlo al día siguiente, que
es viernes? Así, tan pronto acabásemos el postre, podrías salir de estampida a
casa de tus padres en Palencia, que bien que lo estás deseando.
-
Sin
problema, Don Acisclo. Tengo todavía veintitantos días para tomar posesión;
eso, si no pido disfrutar antes de las vacaciones.
-
Mejor
las dejas para después -aconsejó mi tutor-. Ya sabes que la antigüedad en la
Carrera se cuenta por la fecha de incorporación al primer destino.
Así que todavía
andaba por mi juzgado de prácticas, cuando recibí la sorprendente llamada del
abogado, Francisco Rojo:
-
¿Tiene
usted un ratito, Don Miguel? Adoración ha tenido que venir a una conciliación
y, terminada esta, estaría encantada de saludarle… Ya sabe: Como le prometí, le
dije todo lo que usted pensaba de ella y de su caso, y tiene mucho interés en
sincerarse plenamente y en cambiar impresiones con usted al respecto.
-
¡Hombre,
letrado! No creo que deba dar consejos a un justiciable acerca de un asunto pendiente
ante los tribunales.
-
Se
lo ruego, en nombre de Dori. En ningún caso tocará ningún aspecto que pueda
comprometerlo.
-
Está
bien, concedí. Cuando acaben ustedes de conciliar, me vuelve a llamar a este
teléfono y quedamos para vernos en algún sitio lo más discreto posible.
-
Desde
luego -noté que contenía la risa-. Los periodistas se han enterado de que
veníamos y se ha montado un buen revuelo.
-
Pues
líbrense de su persecución antes de quedar conmigo. No estoy dispuesto a salir
en el papel couché.
Fue la primera
sorpresa de aquel Día del Carmen, pero no sería la última. La conciliación se
alargó y no recibí la segunda llamada de Rojo hasta muy cerca de la una. El
lugar de la cita resultaba, cuando menos, sorprendente: el trasplantado templo
egipcio de Debod, entonces todavía una novedad[8].
Con el calor reinante aquel 16 de julio a mediodía, apenas había una docena de
turistas, que buscaban el relativo frescor del penumbroso interior del templo. Afortunadamente,
Adoración había sido puntual y ya me esperaba a la hora establecida -la una y
media- medio protegida y escondida por una columna.
Tras las usuales
palabras de salutación y agradecimiento por aceptar la entrevista, la vedete
sugirió lo que resultaba inevitable, dada la hora, y yo ya llevaba imaginado:
-
Tendré
mucho gusto -me dijo- en invitarlo a comer. ¿Se le ocurre algún sitio tranquilo,
que no esté lejos de aquí?
-
Conozco
uno que me encantó el par de veces que estuve. El sitio puede provocar aprensión,
pero las vistas son espectaculares y la cocina es bastante buena.
-
Perfecto.
Tomemos el taxi que he dejado en espera al principio de la calle de Ferraz.
En el trayecto, pude comprobar que la
estatura de Dori era más que respetable, claramente superior a la mía,
debido a los tacones de aguja que llevaba. Pese a esa superioridad y a su desenvoltura
natural, parecía nerviosa, como si yo siguiese siendo para ella el adusto juez
de su declaración de días pasados. Desde luego, no apeó el tratamiento de usted
en ningún momento, cosa que me pareció de perlas, dadas las circunstancias,
y a la que, por supuesto, correspondí.
-
A
la Clínica de La Concepción, edificio nuevo -indiqué al taxista, ante la
sorpresa de mi acompañante-. Conocí el restaurante por acompañar a un colega de
prácticas, que había sufrido un accidente de circulación el pasado mes de enero
-expliqué-. Pero no tema: Nada parecido a una cafetería normal de hospital,
llena de gárrulos sanitarios con bata y agobiados acompañantes de enfermos.
Si habíamos tenido
alguna aprensión de encontrarnos con un imprevisto lleno, la superamos, tan
pronto subimos a la novena planta del edificio, desde la que se tenía una
magnífica vista panorámica que, a través del blanco de las edificaciones y el
verdor de la Casa de Campo y de El Pardo, iba a perderse en las lejanas cumbres
de la sierra.
***
Pedimos sendas raciones
de espinacas a la crema -mi plato de preferencia en aquel sitio- y un lenguado meunier,
ella, y un escalope con patatas fritas y pimientos rojos, un servidor. Por
supuesto, yo no perdoné un postre dulce, en tanto que Dori no pasó de un zumo
natural de naranja. Me explicó, con gracia y evidente exageración:
-
Otra cosa no, pero, desde que caí en aquella casa, me contagié de lo mucho que comían, para no
desentonar, y me he puesto como una vaca. ¡Menos mal que este año cambian de
espectáculo en el teatro de París y me harán vestidos nuevos!
-
Deduzco de ello que ya ha decidido decir adiós
definitivamente a sus planes de boda y reengancharse como
primerísima vedete del mundo mundial.
-
¡Qué divertido!, replicó risueña. Ha empleado usted
la misma palabra que mi padre: reenganche. No sé si
sabe que es militar. Está trabajando aquí, en Madrid. En cambio, mi madre
estudió para maestra, pero lo dejó al casarse, como entonces solía hacerse,
creo que indebidamente. Pero lo cierto es que quienes salimos ganando fuimos
sus cuatro retoños, que hemos disfrutado de madre a tope; sobre todo yo, por
haber sido la mayor y necesitar de su presencia y su apoyo en los comienzos de este
mundo de locos, que he escogido para vivir y trabajar.
-
Un mundo, me figuro, que no es muy bien visto por
su señor padre, dada su formación militar.
-
¡Y que lo diga! Su formación y su carácter. Cuando
empecé a fallar con los estudios, me hizo dejar el bachiller a medias y empezar
la formación profesional. O modista, o peluquera: escoge. ¡Figúrese
qué panorama! -rio, hasta atragantarse-. Menos mal que mi madre me echó una
mano -las dos manos- y le hizo ver mis grandes cualidades como modelo y para el
teatro. Al final, el capitán cedió, con
una condición que lo define perfectamente: Sea -rezongó-, pero a condición de que triunfes. Como andes trampeando o haciendo el
ridículo, te mando de vuelta a la peluquería.
-
Lo veo muy justo -opiné-. Y se ve que confiaba
mucho en usted, cuando no aludió para nada a los temas de moralidad, tan
criticados en ese ambiente.
-
Para evitar todo peligro de perdición de mi alma
-bromeó-, está mi madre, que no me dejó a sol ni a sombra hasta mi mayoría de
edad[9]. Aún
hoy, buscamos nuestra mutua compañía, ya no como control, sino porque la
deseamos, sobre todo yo.
-
Es hermoso lo que me cuenta, pero no ha contestado
a la pregunta que le hice hace un rato, sobre abandonar a Eduardo y volver a su
vida anterior.
Dejó pasar unos momentos, como abstraída,
antes de contestar:
-
Precisamente -dijo, por fin- es el único punto en
que tengo que confesarme ante usted insincera o, por mejor decir, no del todo
veraz. Hace días, le aseguré que estaba enamorada de Eduardo, dejándome llevar
del romanticismo y no ponderando lo suficiente mis sentimientos. Ahora, después
de todo lo que ha pasado -que hace imposible que yo vuelva con esa familia y
reanude el noviazgo- creo estar en condiciones de afirmar que no estoy
enamorada, pero lo quiero muchísimo y nunca podré olvidarlo, como persona
maravillosa y que me quiere con locura. Tal vez, mezclé y confundí el amor con
la piedad, o me creí capaz de un sacrificio que superaba mis deseos y mis
posibilidades. Aunque me desgarre por dentro, cada día que pasa veo más lejano
y abocado al fracaso lo que pretendíamos. De hecho, hace una semana que he
firmado un nuevo contrato por dos años con los de París, a donde
partiré dentro de unos días, sin volver a ver a Eduardo. Tal vez lo llame para
despedirme, pero no me siento con fuerzas de verlo. Eso es cuanto en este
momento puedo decirle; bien alejado, en todo caso, de esa imagen de mujer
calculadora y egoísta, que se vende al primer ricachón que se encapriche de
ella.
Esta vez, fui yo quien dejó correr unos
segundos, levantando la vista y pasándola por el comedor. Algunas miradas me
dieron a entender que habían reconocido a Estela Rivarol, la mujer
del momento, y que no haría mal en apresurar en lo posible la salida del
restaurante, y de manera disimulada.
-
En lo que a mí respecta, Adoración, no he pensado
así de usted, ni soy tan injusto como para juzgar que el mundo del espectáculo esté
lleno de zascandiles, sino que hay multitud de personas laboriosas y de
verdaderos artistas. Claro que no creo que mi opinión le importe a usted tanto,
como para ser de eso de lo que usted quería hablarme, según me adelantó el
abogado Rojo.
Sonrió ampliamente al oír mi alusión al
letrado y me confesó:
-
¡El bueno de Paco! Sabe un
montón sobre cuestiones laborales y sindicales, pero he podido darme cuenta de
que está pez en Derecho penal… Abusando de su amabilidad, me atrevo a pedirle
consejo sobre los líos en que nos hemos metido, llevados del lógico enfado por
el maltrato y el bochorno del 8 de junio. Ahora, con las relaciones
definitivamente rotas y a punto de salir para Francia, empiezo a preguntarme si
he hecho bien poniendo todas esas denuncias contra los padres de Eduardo y los
policías que se pasaron cuando mi
detención.
-
Comprenderá, señorita, que, como juez, no puedo
asesorarla en temas que están sub iúdice, esto es,
en tramitación judicial. Pero sí le diré, como amigo, que no me gusta que se
haya metido en cuestiones penales contra personas tan próximas a Eduardo; y no
digamos contra policías en el ejercicio de su función que, en este país, siguen
siendo casi inatacables, aunque las cosas hayan cambiado bastante en los
últimos años. Yo que usted, abandonaría las querellas y, todo lo más, trataría
de llegar a un acuerdo económico, recuperando todos los regalos que se le
hubieran hecho.
-
A eso sí que está dispuesta Saruca, según lo que se dijo esta mañana: a devolver todo
-lo de París y lo de aquí-, menos el juego de joyas de pedida, lo que me parece
una charranada.
-
Pues a mí no. Cuando un matrimonio prometido no
llega a celebrarse, los novios deben devolverse recíprocamente los regalos
intercambiados por esponsales, a no ser que alguno de ellos haya incumplido la
promesa sin causa justificada[10], lo
que no parece ser el supuesto en este caso. En mi modesta opinión, despídase de
esas joyas que, a la postre, no le traerán sino malos recuerdos.
La joven me miró con gesto irónico:
-
Así que, según usted, borrón y cuenta nueva. Así de
sencillo… ¿Debería poner la otra mejilla?
Me dio por reír, en vez de enfadarme. Al
cabo de unos instantes, ella me imitó y, por un momento, nos sentimos muy
próximos, a pesar de nuestras obvias diferencias. Hice ademán al camarero de
que nos trajera los postres, mientras Dori
sentenciaba:
-
Con esa manera de ser, creo que va a tener muy
pocos asuntos criminales en ese pueblo al que va destinado.
La abrumé con una frase, que yo había oído
a mi preparador de las oposiciones:
-
El mejor Derecho penal es el que menos se aplica y,
de tener que aplicarlo, el que menos sufrimiento causa.
***
Un cuarto de hora más tarde, nos
despedíamos a la puerta de aquella sección del hospital. Adoración tomó un
taxi, en tanto que yo resolví caminar hasta el Parque del Oeste, para bajar la
comida. Al despedirnos, me advirtió:
-
No deje de llamarme, si va a París. Le regalaré una
entrada para mi actuación… Bueno, o dos, si viene con otra persona.
-
Pero que sean en las primeras filas -repliqué con
guasa-, que quiero contemplarla a usted muy de cerca.
-
Dudo de que podamos estar más cerca uno de otro que
en este estupendo almuerzo, concluyó, ya subiendo al vehículo.
Lo cierto es que, por fas o por nefas, no hemos
vuelto a vernos en persona, aunque no haya cosa más fácil que saber de su vida
y milagros por las revistas, o contemplar su palmito a la puerta de los cines y
en las carteleras de los teatros, en la pequeña pantalla o en las cadenas de
ropa prêt-à-porter. Claro que ustedes lo saben de
sobra y estarán informados tanto o más que yo. Así que, si me decido a
proseguir la narración, con la ayuda del inspector Castillo, es para hacerles algunas
interesantes revelaciones, que pueden haberles pasado desapercibidas hasta
ahora. Con ellas llenaré el capítulo sexto y último de este relato.
6. El policía 13.131 informa
Profesionalmente, he salido de Verín, pero
no de Galicia. En tierras orensanas me casé con una galleguiña y esa fue
la razón de que, habiendo de trasladarme por ascenso a la categoría de
magistrado, optase por una plaza en la ciudad de Lugo. Y allí me hallaba cuando
recibí un atento saluda
comunicando la toma de posesión como nuevo comisario jefe de la Policía en la
provincia lucense de Don Ezequías del Castillo Solaun, y rogando mi asistencia
al acto. Como comprenderán, no podía excusar mi asistencia, no solo por
cortesía, sino por presenciar la entronización en el
olimpo de las comisarías provinciales de mi viejo conocido, el policía con
carné profesional número 13.131.
Al final de la ceremonia posesoria, al
despedirnos, Ezequías -ya por el nombre y de tú, dado su ascenso profesional-
me dijo, con cierto retintín:
-
A ver si nos tomamos pronto un café, que me
gustaría contarte algunas cosas que te recordarán nuestros viejos tiempos de
Madrid.
Así, unos días más tarde, quedamos en el
café Celta y, tras las preguntas y explicaciones de
rigor entre dos conocidos que no se veían en diez años, Castillo me preguntó, por fórmula:
-
¿Te acuerdas del caso de la vedete Estela Rivarol?
-
¡Cómo no! ¡Menudo embrollo! Pero yo marché en
seguida de Madrid y le perdí completamente la pista.
-
Entonces -sugirió el policía- vamos a sentarnos,
que será largo y jugoso lo que tengo que contarte.
***
-
Lo primero de todo -afirmó Castillo- será decirte
que, después de ponerse tan irritada, acabó por retirar todas las denuncias o,
cuando menos, dejándolas fenecer sin proponer pruebas, ni solicitar el
procesamiento de ninguna persona.
-
Me alegro -confesé-. Aunque la madre de Eduardo era
una individua de cuidado, lo mejor para su pobre hijo y para Adoración era no
llevar las cosas más adelante, máxime cuando esta decidió abandonar España y
volver al escenario de París.
-
Y mejor aún hizo olvidándose de la acusación a los
policías que -según ella- la habíamos maltratado durante la detención. ¡No
sabes lo que somos capaces los polis de
averiguar, cuando se nos toca las narices!
Lo dijo con un soniquete, que me hizo
suponer que habían descubierto algo sorprendente, para poder utilizarlo contra Dori. En consecuencia, le provoqué:
-
Cuenta, cuenta.
-
Pues que, en la inquina que acabó teniendo Doña
Sara hacia la vedete, había algo más que enfado porque quisiera aprovecharse de
su hijo y no abandonar el mundo del espectáculo… Aunque lo pensaras durante
diez años, no serías capaz de dar con ello…
-
Siendo así, ahórrame el decenio de intriga y
revélame el secreto.
-
Como me lo contaron, te lo contaré, sin poner la
mano en el fuego por su veracidad. Según algunos sirvientes de la casa, para
ganarse a la suegra y obtener su consentimiento al
matrimonio, Adoración le dio tales muestras de ternura y afecto, que la otra debió de imaginar que eran fruto de algo más que
amor platónico, y entró al trapo del sexo.
Total, el malentendido acabó con un educado y seco rechazo por parte de la
vedete, que sentó a cuerno quemado a la rechazada y provocó la escandalera del
8 de junio -todavía me acuerdo de la fecha-.
-
En el turbio mundo en que nos movemos tú y yo
-repliqué-, cualquier cosa es posible, pero esto…
-
Quizá tengas razón y todo sea una patraña. Como el
asunto concluyó feliz y rápidamente, no hicimos más indagaciones sobre el
particular. Por cierto, según comentó el abogado de la vedete, un tal Rojo, esta
había decidido no seguir adelante con su acusación, no por aprobar las malas
formas con que la habíamos tratado, sino, textualmente, porque así se lo había aconsejado un juez, cuya opinión tenía en gran
estima. De ser ello cierto, ¿quién podría ser el autor de esa opinión tan
grandemente estimada?
Decidí no descubrirme, aunque no me
extrañaría que Castillo hubiese llegado a saber de mi almuerzo del Día del
Carmen.
-
Conocí un poco al tal Paco Rojo -afirmé-
y tengo de él la opinión de que, si alguna vez dice algo cierto, es porque comete
un lapsus linguae.
Iba a levantarme, creyendo que habían
acabado las revelaciones del comisario, pero todavía tenía, según él, mucho más
que contarme.
-
¿Has sabido algo de Eduardo Suárez, desde entonces?
-comenzó preguntándome-.
-
Nada en absoluto. Es probable que haya fallecido,
de cumplirse el vaticinio del Doctor Novak, que le daba diez años de vida.
-
Ha muerto, sí -confirmó Castillo-, pero no a los
diez años, sino a los seis meses. Así que, o el ojo clínico de esa eminencia deja mucho que desear, o algo hubo que adelantó la
muerte de manera fulminante.
-
Seguro que fueron la tristeza y la depresión que le
produciría todo aquel asunto y, en especial, verse privado de una mujer como Estela Rivarol, dispuesta a casarse con él, fuera por las razones
que fuesen.
-
No dudo que tengas razón en cuanto dices -reconoció
mi interlocutor-, pero debo ponerte en antecedentes de algo que da a la
defunción un nuevo sesgo y explica su rapidez… En esto, no te costará mucho
deducir lo que pudo haber pasado para producirse tan rápido final.
-
Por supuesto, admití. Teniendo a su disposición tantos
fármacos fuertes y peligrosos, pudo tratarse de un suicidio. Lo que me extraña
es que has dicho lo que pudo haber pasado, como si
no se supiera a ciencia cierta.
Castillo me iba a dar un buen revolcón en
mi confianza del cumplimiento de las leyes:
-
No creerás que avisaron al juzgado, ni que le
hicieron autopsia. Certificaron que la muerte era indudable consecuencia de la
parálisis progresiva que sufría el finado; lo llevaron a enterrar, y fin de la
cuestión.
No
tenía por qué ser el fin de la cuestión. Apunté:
-
Si no le incineraron y hay razonables sospechas de
cuanto refieres, todavía se podría…
El segundo revolcón me llegó a lo más hondo:
-
¿No crees que ese desgraciado se ha ganado el
derecho de descansar en paz?
***
El prolongado silencio que siguió a
aquella pregunta retórica fue interrumpido por el propio Ezequías con otra
interrogante, mucho más concreta que la primera:
-
¿Te acuerdas del sargento Padilla?
-
Creo recordar que era el nombre del policía al que
denunció Adoración, por haberla esposado sin motivo suficiente, contesté, pero
no llegué a conocerlo en persona.
-
Pues ya no tendrás ocasión de hacerlo, dado que
falleció, casi día por día, a los tres años del famoso 8 de junio.
-
¡Qué pena! -me lamenté-, porque supongo que sería un
hombre todavía joven.
-
Treinta y ocho años; casado y con tres hijos,
todavía a su cargo… Pero se lo tuvo merecido.
Me quedé de un aire, esperando que Castillo
me aclarase aquella salida de tono, tan poco piadosa. No dejó de hacerlo, como
verán al momento.
-
Aunque era un individuo que hacía honor al concepto
popular del policía -explicó-, es decir, intemperante y de genio demasiado
vivo, tenía una hoja de servicios limpia y no se le conocían mayores
necesidades ni aficiones caras. Por eso tengo para mí que lo impulsaría el espíritu del 8 de junio.
-
¡Y dale con el 8 de junio! Lo vas a mezclar hasta
con la muerte de Manolete.
Echó una risotada, recuperando como por
ensalmo la mayor seriedad:
-
Yo fui el inspector que hizo el informe de su
fallecimiento. Te lo voy a relatar a la manera que lo hacen los fiscales en sus
calificaciones. Presta atención:
En la
noche del 29 al 30 de mayo de 1984, el sargento de Policía Armada, Manuel
Padilla Roldán, de 38 años de edad y sin antecedentes penales, aprovechando la
existencia de un completo andamiaje metálico para restaurar las fachadas del
edificio, escaló por él hasta el cuarto piso del inmueble número 112 del
madrileño Paseo de la Castellana, que constituye la vivienda del matrimonio
formado por José Suárez Dopico y Sara Laguna Ortiz, en el que, por actuaciones
profesionales anteriores, sabía que se guardaban numerosos objetos de gran
valor. Tras entrar sigilosamente por una de las ventanas, cortando su cristal
con una cuchilla de borde diamantino, penetró en el interior de la casa, en
concreto, en la parte de la misma reservada exclusivamente a la citada pareja
matrimonial, en la probable e infundada creencia de que la misma se encontrase
ausente, pues lo estaba el Señor Suárez, pero no así su esposa, que descansaba
en uno de los dormitorios. Cuando ya había registrado algunas habitaciones y
sustraído diversos efectos, que iba guardando en una amplia maleta que llevaba
al efecto, penetró en la que se hallaba acostada la Señora Laguna, que se
despertó bruscamente y empezó a gritar, lo que trató de impedir el sargento,
empuñando por el cañón una pistola que llevaba, marca Tauler, del calibre 9 corto, y golpeó con la culata de la
misma a la susodicha señora. Comoquiera que el arma se hallaba cargada y no
estaban debidamente activados los seguros para evitar que se disparase
involuntariamente, en los golpes y el forcejeo se produjo un disparo, cuyo
proyectil alcanzó sucesivamente la mano derecha y el estómago de quien la
empuñaba, ocasionándole una fuerte hemorragia, que acabó con su vida en muy
pocos minutos, durante los cuales no hubo tiempo de prestar al herido la
necesaria atención médica. La Señora Laguna sufrió diversas erosiones y
contusiones, causadas por el finado Padilla, las cuales precisaron asistencia
clínica, pero no ingreso hospitalario, curando sin secuelas a los ocho días.
Como vulgarmente se dice, me quedé de
piedra, sin saber qué decir. Castillo, con su cargante ironía, añadió:
-
Si yo fuese tan puntilloso como algunos jueces que
conozco, tendría que haber agregado que la pistola era del modelo reglamentario
utilizado por el sargento Padilla y, como tal, perfectamente conocida del mismo;
que es un arma de gran seguridad, con dos seguros anti disparo involuntario[11], y
que es muy difícil que el proyectil siguiera la trayectoria indicada, si es que
la pistola la mantenía el sargento agarrada por su minúsculo cañón. Claro que,
siendo así de puntillosos, no habríamos resucitado a Padilla, ni recuperado su
mancilladísimo honor. Todo lo más, podríamos haber arrojado ciertas sospechas sobre
una señora que quizás aquella noche, haciendo honor a su nombre, pudo ser de armas tomar.
Al fin, el comisario había terminado de
contarme todo cuanto venía dispuesto a narrar. En consecuencia, dimos por
terminado aquel kilométrico café de
sobremesa y nos despedimos de la forma educada y formal con que el vecino de
una localidad lo hace con un recién llegado:
-
Bueno, amigo Ezequías, reitero mi deseo de que tu
estancia en Lugo sea lo más larga y exitosa posible.
-
No creas, me replicó; no las tengo todas conmigo,
desde que me he enterado de que el matrimonio Dopico pasa algunas temporadas en
Viveiro[12]…
[1] Sede principal
de los juzgados civiles y penales de Madrid.
[2] Número
de teléfono de los servicios de Policía en España.
[3] En Paseo de La Castellana, 64 radicaban
también las dependencias de la Dirección General de la Policía.
[4] Términos
forenses para aludir a las declaraciones que se prestan en los juzgados.
[5]
El artículo 490-1º del Código penal español vigente hacia el año 1980
consideraba allanamiento de morada, no solo en entrar en ella indebidamente,
sino mantenerse dentro contra la voluntad del morador, siempre que el presunto
allanador no habitase en la casa.
[6]
Véase Antonio Quintano Ripollés, Tratado de la Parte Especial del Derecho
Penal, tomo I, segunda edición (1972), al cuidado de Enrique Gimbernat
Ordeig, Madrid, pág. 977.
[7]
Karl Binding, Lehrbuch des Gemeinen Deutschen Strafrechts. Besonderer Teil, 2ª
edición, Leipzig, 1902. En esta obra se mantiene la opinión recogida en el
relato, bajo el discutible aforismo, melior est conditio prohibentis.
[8] Su inauguración madrileña se celebró en julio
de 1972, en la gran plaza ajardinada en que estuvo hasta 1936 el llamado Cuartel
de la Montaña.
[9] Es de recordar que, dada la fecha de su
nacimiento, la protagonista de este relato alcanzaría su mayoría de edad al
cumplir los 21 años.
[10]
Artículo 43 del Código Civil. Véanse: Encarnación Abad Arenas, La ruptura de
la promesa matrimonial, edit. Marcial Pons, Madrid, 2014, pp. 279 ss. (en
la versión inicial, como tesis doctoral de la UNED de 2013, pp. 287 ss. -tesis
en abierto por Internet-); Carlos Vázquez Iruzubieta, Comentario al artículo
43 del Código Civil, en la www vlex.es.
[11]
Seguramente, el comisario Castillo estaba aludiendo a la pistola Tauler,
llamada más comúnmente Llama Especial 380 Automática, calibre 9 mm corto
que, a partir de los años sesenta y durante unos veinte años, fue considerada
en España como arma reglamentaria para la Policía y para algunas Unidades
militares. En Internet pueden encontrarse numerosas descripciones y comentarios
sobre dicha pistola, como también en ilustración de este relato.
[12] Conocida villa costera lucense, a unos cien
quilómetros de la capital de su provincia.