El amor es algo muy
peligroso
Por Federico Bello Landrove
Para Susana y Diego, compañeros de Pepe Villares
El amor es algo maravilloso, se titulaba una hermosa canción de la
película La colina del adiós. Sin rechazar ese epíteto, un veterano policía,
amigo nuestro, añade este otro: muy peligroso. Para probarlo, nos aporta,
con su frialdad y precisión acostumbradas, tres relatos, en cierto modo conexos
y complementarios. Aunque, a fin de cuentas, ¿quién osará poner en duda la
inevitable peligrosidad del amor?
1 El
amor perdido
De lo que ahora les voy a contar, ha pasado ya la friolera de veinte
años. Pese a ello, mantengo muy vivos los recuerdos, como me pasa siempre que
un caso se me escapa de las manos y vuela hasta el limbo de los expedientes
sin resolver. ¡Ya nos destripó la historia!, se dirán ustedes; he aquí un
tipo que empieza el relato policiaco por el final. Pero es que yo no soy un
escritor, sino el poli que investigó el asunto, el profesional falible
que tuvo que afirmar al final aquello de in dubio, pro reo; aunque en
este caso se trataba de una rea,...¡y qué rea!
Cuando mis colegas me pasaron el asunto, al regresar yo de las
minivacaciones navideñas, la investigación estaba prácticamente completa y, sin
embargo, empantanada. De forma escueta, el inspector Zarzuelo, me puso al
corriente de los hechos que, aunque con ciertas lagunas, inculpaban claramente
a la Profesora, como desdeñosamente llamaban a la única sospechosa:
-
El
día 26 de diciembre, la profesora estaba en su casa de la calle Auto de Fe,
pasando la noche con un arquitecto, amigo suyo. No había nadie más con ellos.
Durante la noche, cerca ya de la madrugada, el amigo se bebió una taza
de infusión relajante –al parecer, en
la cocina- y volvió a acostarse y dormirse plácida... y eternamente. A las
09:43 horas del día 27, una mujer llamó a la centralita del 091 para poner el
óbito en nuestro conocimiento. Fuimos para allá y constatamos la defunción y la
presencia en la casa de una sola persona viva: la profesora que nos había
avisado.
-
Curioso
–opiné-: llamar a la Policía por una muerte aparentemente natural. ¿No avisó
antes a un médico?
-
¡Je!
Yo también pensé: ¡qué error subconsciente más tonto! Por más que convendrás
conmigo en que, de ser una asesina, habría tenido mejor pensados los pasos
siguientes. Y más, teniendo en cuenta el veneno que empleó.
-
¿Difícil
de detectar?
-
Yo
no diría tanto. Se trataba de E.
Ya sabes, rápido, insípido y sin síntomas particulares. Tienes que ir tras él
para encontrarlo en el hígado.
-
¿Lo
ha confirmado el forense?
-
Aún
no llegaron los análisis de Toxicología, pero la señora cantó la gallina, sin necesidad de que la apretásemos. Daba la
impresión de encontrarse desolada por lo sucedido. Pero lo que no me cuadra es…
-
Para,
para, Zarzu, no empieces con tus
deducciones. ¿De dónde dijo haber sacado el producto? Porque, lo que es en
farmacia, se andan con cien ojos.
-
Ahí
empezamos con las peculiaridades del personaje. Resulta que la profesora reside
habitualmente en Cartagena y solo estaba en Castellar pasando las vacaciones.
-
¿Ya
os habéis puesto en contacto con nuestros colegas murcianos?
-
¡Estás
fresco, Pepe! Me refiero a Cartagena de Indias; en Colombia, vamos. Y, por si
fuera poco, me dijo que no recordaba la farmacia que le había expedido allá esa
especie de medicamento.
-
Bueno,
mientras siga confesando el producto que era y su compra… ¿Y qué razón da para
haberlo adquirido?
-
No
he logrado sacarle otra cosa que era para ella, por si llegaba a necesitarlo,
y que se lo habían envuelto en un par de sobrecitos como los de infusiones, para poder disimularlo mejor en casa. Con
decirte que lo había guardado en un envase de té rojo con canela… Eso sí, había
retirado de la cajita todos los sobres originales, a fin de evitar confusiones.
-
¡Madre
mía, qué disparate! Pretende evitar errores y lo guarda en una caja de té en la
cocina. ¿No comprendía que cualquiera podría equivocarse?
-
No
digo que sea muy coherente, pero recuerda que estaba sola en casa, pasando unos
días.
-
Esa
es otra: vivía en Colombia y tenía casa abierta en Castellar para venir de vez
en cuando. ¡Qué dispendio!
-
No
parece que le preocupe mucho el dinero, a juzgar por las apariencias. Y,
además… ¡Qué demonios, Pepe!, ¿no te vas a hacer cargo del caso? Pues no te
molestaré más con mis deducciones.
Date una vuelta por la casa de la calle Auto de Fe y sácalas tú solito.
Tengo que reconocer que Zarzuelo estaba un poco envidiosillo de mi
condición de inspector jefe de la Criminal.
***
Efectivamente, decidí entrevistarme con la Profesora en su propio terreno, para conocer de primera mano la escena del crimen. Tomando un café
esa misma mañana, el Jefe me sermoneó:
-
Ándate
con tiento, que la señora es una escritora de campanillas y su familia fue muy
conocida en esta ciudad. Fíjate que, siendo lo duro y puntilloso que es, el
Juez Salmerón le tomó una declaración versallesca y la dejó en libertad sin
fianza.
-
Sí,
pero -según me aseguró Zarzuelo- encareció vivamente que continuásemos
practicando gestiones, porque también su señoría tiene sospechas vehementes.
-
Claro,
si no te digo que no, pero actúa con mucho tacto: que ella misma se meta en la
ratonera.
Era una forma muy vulgar de expresar la conveniencia de conocer a la
fémina y pulsar sus puntos flacos. Así que demoré la entrevista unos días, durante
los cuales consulté sus datos por Internet, leí un par de cosas suyas y, sobre
todo, profundicé en la historia de su familia. Complementariamente, también me
informé sobre el finado arquitecto y ahí empezó a hacérseme la luz. Pero
permítanme que no sea más explícito por ahora: está comenzando a entrarme el
gusanillo de la narración policiaca.
Quedábamos en que, apartándome un poco de lo habitual en España, fui a
casa de la sospechosa para entrevistarme con ella. En seguida me percaté de lo
que Zarzuelo había querido transmitirme: aquella vivienda era, ante todo, un
verdadero museo, a mayor honra y gloria de los antepasados recientes de su
ocasional moradora. Amueblada cuarenta, o más, años atrás, era un compendio de libros, cuadros,
fotografías y figuras de época, con una constante referencia a la imagen,
afable y angulosa, del abuelo de la profesora y a la firma, al pie de lienzos y
acuarelas, de su progenitor. Parecía increíble un orden y pulcritud tales, en
una casa habitada solo ocasionalmente y sin servicio conocido. Empecé por ahí:
-
Es
asombroso lo bien cuidado que tiene usted todo, con el compendio de cosas que hay.
-
No
creo que la palabra compendio sea la
correcta para el caso, pero le entiendo. Antes de mis viajes a Castellar,
encargo a una chica de toda confianza que abra la casa y la deje en perfectas
condiciones. Luego, una vez aquí, yo misma me encargo.
-
Claro.
Será muy emotivo…
La profesora pareció sentirse incómoda:
-
¿Quiere
ver usted algo en particular?
-
¡Oh,
sí! Empecemos por la cocina.
-
Y
luego, el dormitorio, me figuro.
-
¿Qué
dormitorio?, pregunté de la forma más inocente y desconcertante que pude. ¿El
de la víctima o el suyo?
Me miró con una mezcla de rabia y de desprecio:
-
O
me toma el pelo, o no parece muy al corriente del caso.
-
Por
eso último he venido. He decidido partir de cero y que sea usted quien me lleve
de la mano por el camino de la verdad.
-
Para
empezar, lo guiaré hasta la cocina. Tenga la bondad.
Cubrí el expediente del recorrido por la casa. De vuelta a la sala, el
reloj de péndulo dio solemnemente las cinco. Tal vez ello le hizo recordar los
deberes de cortesía en una anfitriona:
-
¿Le
apetece un café?
-
Mejor
un té con canela.
Me la había jugado y gané. La profesora se echó a reír de muy buena
gana. Tanto, que la acompañé de nuevo a la cocina, mientras se calentaba la
infusión. Lancé el sedal:
-
Profesora
Velarde…
-
Llámeme
Alicia.
-
Con
gusto. Mi nombre es bastante más corriente: José.
-
No
está mal, siempre que no lo vulgaricen en Pepe.
-
Me
temo que es mi sino. En fin, quería decirle que estoy a punto de pedir que me
releven del caso. De una parte, la ponen a usted por las nubes y me piden que
la aborde con toda clase de precauciones, pero, por otro lado, la juzgan
escurridiza y omisiva y entienden que estamos ante un crimen, llegue a probarse
o no. Y luego, mi manera de ser…
-
¿Su
manera de ser? No entiendo.
-
A
mí no me vale, como vulgarmente se dice, sentar a alguien en el banquillo, ni
siquiera meterlo en la cárcel. Yo necesito llegar al fondo de cada caso, explicármelo
en términos psicológicos y estar completamente seguro de acertar. Así que, si
no me ayuda usted, Alicia, tendré que arrojar la toalla.
-
Hombre,
presenta las cosas de una manera, que parece como si tuviese que colaborar con
usted, hasta el punto de ponerme el dogal al cuello.
-
Nada
de eso. Tenemos que apoyarnos el uno en el otro, para llegar hasta la verdad,
cualquiera que ella sea. Además, lo cierto es que tengo ya muchas de las claves
del caso. Con un par de cosillas que me aclarase…
Alicia se quedó atónita, pero no era tonta. Tenía que demostrarle que mi
seguridad no era engañosa. Cogí la taza, bebí un par de sorbos. Hice con
segundas el elogio de la calidad del té y le resumí:
-
Mis colegas no han tardado mucho en deducir
que el arquitecto y usted pasaban la noche en amor y compañía, cosa no del todo
conforme a la moral –recalqué irónicamente estas últimas palabras-, dado que él
era casado…
-
Ya,
pero la moral quedaba a salvo, porque
nos reunimos fuera de la ciudad de su residencia y no nos habíamos exhibido por ahí, escandalizando a sus pudorosos
conciudadanos.
-
No,
si comprendo su deseo de volverse a reunir. ¡Después de tantos años!
-
¿Qué
quiere usted decir?
-
Que
he estudiado los precedentes de usted
y el pobre arquitecto, señor Céspedes. Estoy al corriente de que fueron novietes en sus años mozos, que la cosa
no fue adelante y que, por avatares de la vida, acabó usted al otro lado del
charco. Así que, después de veintitantos años sin verse, es lógico el calentón,
si me permite la vulgaridad.
-
Permitida.
Pero, oiga inspector, si lo tiene todo tan estudiado, no será precisa mi ayuda
en el caso.
-
Ya
le dije que solo iba a necesitar su cooperación en un par de cosillas…
-
Pues
vamos con la primera.
-
Aunque
la pregunta pueda perecerle ociosa, dado que se llevaron tan bien en otra época,
me intriga por qué se puso usted en contacto con Céspedes, después de tantísimo
tiempo sin verse.
-
Presupone
muchas cosas, pero no voy a discutírselas, pues está usted en lo cierto. Fui yo
quien llamó a Jenaro para citarnos y es verdad que no lo había hecho ninguna de
las otras veces –pocas- que había venido a España, ni siquiera para avisarle
del fallecimiento y entierro de mis padres. Pero voy al grano, que ya observo
su impaciencia: Estoy preparando una extensa biografía de mi abuelo…
-
El
ministro de la República…
-
El
ministro, en efecto. Ya es hora de que se pase de los homenajes rutinarios y
las coronas en su tumba, a exponer en detalle su altura de estadista, sus obras
y su martirio. Y ahí es donde entraba Jenaro quien –como sabrá- vivía en
Villafranca, provincia donde el abuelo ordenó un plan de obras hidráulicas muy
ambicioso. Le escribí pidiendo su apoyo sobre el terreno, como quien dice, y ese día vino a Castellar para informarme
de sus avances. ¿Quiere que le enseñe la documentación?
-
Luego,
más tarde. Si me lo permite, pasemos a la segunda pregunta. ¿Qué demonios hacía
una mujer, tan rozagante y valiosa como usted, con dos gramos de E. en la caja
del té con canela?
Alicia se ruborizó notablemente, mientras sonreía con mi apasionado
elogio.
-
No
tan rozagante, amigo. Precisamente, la presencia de ese mágico compuesto que,
según dosis, puede ser hipnótico, anestésico y pócima letal, se debe a una
seria complicación de salud.
Hizo ademán de levantarse, como para aportar algún informe médico. La
detuve con el gesto. Prosiguió:
-
Hace
un par de años, me vaciaron por un
cáncer de matriz. Desde entonces, sufro de agudos dolores en esa parte –algún
nervio que descompuso el cirujano- y, además, vivo con la espada de Damocles de
una metástasis intestinal. Esa es la razón de haber comprado y tener la E. a
mano. Tan a mano, como para que se confundiese el pobre Jenaro y con tan mala
suerte, que se le ocurriese tomársela toda. ¿Quién le mandaría…?
-
A
eso iba. Tomarse un té con canela a las tantas de la madrugada y sin avisar…
-
Ciertamente.
Si yo llego a enterarme…, pero –no sé cómo decirlo-… habíamos tenido mucha
charla y agitación aquella noche y me
quedé traspuesta. No obstante, tengo un pálpito acerca de las intenciones de mi
fogoso amigo.
-
Diga
lo que piense, aunque resulte baladí.
-
Pues
bien, helo aquí. De tantas cosas que salieron a relucir aquella noche, se vio
que Jenaro estaba un poco, o un mucho, preocupado por no cumplir conmigo hasta el punto juvenil que él quería. Con aquel
humor tan especial que le caracterizaba, me dijo muy serio: Querida, de saber que mis indagaciones sobre
tu abuelo iban a concluir de manera tan apasionada, habría venido pertrechado
de algún afrodisiaco de mi predilección. Lo lamento –le contesté, así mismo muy en mis puntos-, mi salario de profesora no me ha permitido
invitarte a cenar ostras. ¡Oh, yo soy
mucho más modesto! –repuso Jenaro-;
ajo o cebolla habrían bastado. Menos mal que no se te ocurrió ingerirlos –repliqué-; con tales olores ni acercarte te habría
permitido. Pues, entonces, canela –concluyó-.
-
¡Rayos!
¿No le diría usted que tenía té con
canela en los armarios de la cocina?
-
Por
supuesto que no, pero debió adivinarlo y mire lo que pasó… En fin, parecerá
estúpido, pero tengo para mí que esa fue la historia del bebedizo. Una vez más,
Jenaro fue víctima de sus amplísimos conocimientos. Bueno, una vez más, no: la
última.
La verdad, el cuento de la canela venérea me pareció muy endeble. Mas,
para no desilusionarla, decidí cambiar de tema:
-
Bien,
Alicia, no quiero cansarla. Ahora, si me deja un rato a solas con esos
documentos…
-
Nada
de eso. Lléveselos a casa y estúdielos con tranquilidad. Ya sabe que el juez me
tiene retenido el pasaporte, cosa que será una delicia para usted… y para mis
alumnos de Colombia.
-
Por
mí, no va a permanecer retenida en España ni un minuto más de lo necesario.
Obtendré unas fotocopias autenticadas por el secretario judicial y se los
devolveré en un par de días.
-
Estupendo.
Si quiere, podemos quedar aquí de nuevo.
-
Mejor
en alguna cafetería. Querría corresponder a su té, invitándola a tomar el
aperitivo.
-
Con
tal que no consista en ostras…
Nos echamos a reír. Yo, aunque parezca frío, soy un poco sentimental. De modo que aquello fue el
principio de una buena –aunque breve- amistad.
***
Valga lo dicho para explicar que, mes y medio más tarde, mi amiga tomaba el avión para Cartagena
de Indias, todavía a tiempo de implicarse en los exámenes del segundo
trimestre. Muy melosa, deshaciéndose en gentilezas, preguntó:
-
¿Me
acompañarás al aeropuerto?
-
Ya
me gustaría, respondí, pero la acusación particular está que trina y mis
propios colegas andan murmurando de mi credulidad.
Así que dejémoslo en una postal a tu llegada y mi promesa de descubrir las
bellezas de aquella tierra, cuando pueda disfrutar de unas largas vacaciones.
Alicia parecía dudar. Al fin, me miró fijamente y dijo:
-
Así
que te llaman crédulo. ¿Y qué opinas tú, tendrán razón?
Me acordé de su ominosa enfermedad (que no hacía probable nos volviésemos
a ver), así como del sobreseimiento acordado por la Audiencia, y decidí hacer
de la necesidad virtud:
-
Querida
amiga, hay certezas que solo pueden brotar desde la seguridad de los
sentimientos.
La profesora me tomó la mano:
-
Ni
Bécquer lo habría podido expresar mejor.
En verdad, yo había progresado mucho desde que había empleado
erróneamente la palabra compendio en
nuestro primer encuentro. Con todo, mi seguridad se resentía de apoyarse en
bases tan frágiles. Meses después, aprovechando una operación de entrega
vigilada de cocaína, entré en contacto con un compañero colombiano y, aunque
era de Medellín, me atreví a pedirle:
-
Estimado
colega, tenemos aquí en archivo provisional una investigación por muerte, en la
que estuvo inculpada una profesora de Cartagena. ¿Tendría la amabilidad de
ayudarnos informal y reservadamente con una pequeña indagación?
-
Con
mucho gusto. Precisamente tengo un primo que trabaja en la Central de policía
cartagenera. Es de lo más discreto.
Un mes más tarde, el comisario jefe me llamó a su despacho:
-
Pepe,
¿has sido tú quien hizo un encargo a la Policía colombiana?
-
En
efecto, algunos datos informales, por pura curiosidad. Vino todo rodado y no
consideré necesario tramitar el asunto por medio de ti. Perdona.
-
No,
si no es por ordenancismo, pero lo enviaron por conducto oficial, lo leí y…
bueno, será mejor que te lo entregue sin comentarios. A ver qué deducciones
sacas tú.
Un tanto mosca, me llevé los
tres folios a mi oficina y los leí a toda prisa. Casi todo era, digamos,
tranquilizador: señora de mediana edad; inmigrante española con doble
nacionalidad; profesora ilustre de la Universidad… divorciada con tres hijos;
graves problemas de salud por cáncer… En fin, nada nuevo ni relevante, hasta
que…
Sí, ahí estaba lo que había alertado el olfato de mi jefe y también
despertó en mí las alarmas policiacas, por muy adormecidas que respecto de
Alicia estuviesen: Casada en España con
el abogado cartagenero, Manuel Barrios… denuncias por malos tratos… divorcio
conflictivo… discusión judicial enconada sobre la custodia de los hijos…
difícil situación económica durante unos diez años, en que completó estudios,
titulación y profesorado…
¡Para qué más! Dejé pasar la jornada y reaparecí por el despacho de
jefatura al día siguiente, con mi mejor cara de falsa inocencia:
-
Ya
lo leí, jefe. ¡Vaya vida más desgraciada! Por lo demás…
-
Pepe,
¿me tomas por imbécil? Eres demasiado buen policía para comportarte como un
gilipollas. Ese suicidio olía a
asesinato a una legua. ¿Qué no había móvil? Pues ahora ya lo tienes: la
venganza. La pobre profesora –y, seguramente, sus padres- pasándolas putas en Colombia, mientras el
arquitecto se daba la gran vida aquí en España. No digo que él tuviese la
culpa, ni que sea lógica la reacción, pero es lo suficiente para reabrir el
caso y volver a la carga con la sospechosa.
-
Pero,
jefe, ¿vamos a hacer el ridículo con el Instructor y la Audiencia, por una
hipótesis tan aventurada? No veo base para reabrir la investigación.
-
Nadie
ha dicho que vayas ya con ese informe al juzgado, sino que hagas lo que
omitiste hace meses: ser más profesional y menos… faldero. Así que ya te estás
poniendo en contacto con tus amiguetes colombianos pero, esta vez, en plan
oficial.
Salí más corrido que una mona. Y aquello no era nada. Ya me imaginaba el
choteo de Zarzu y compañía, las
suspicacias de los colegas colombianos, la bronca del magistrado Salmerón y
hasta del Presidente de la Audiencia. Un sexto sentido, muy burocrático, vino
en mi ayuda. Una semana más tarde, llevé en mano la rogatoria policial, firmada
por el jefe, a Sabino, el veterano agente de la estafeta:
-
Toma,
Sabino, pero ya sabes –guiñé el ojo-, cúrsala por correo de urgencia.
Contando con las prisas que le había metido y la
tramitación en Colombia, pensé: hasta dentro de seis meses, por lo menos.
Con efecto, en vísperas de cumplirse el cabo de año del pobre Jenaro
Céspedes, nos llegó la misiva colombiana, en los términos por mí imaginados:
Lamentamos comunicarles que no
hemos podido atender su petición, dado que la doctora Alicia Velarde falleció
en el Sanatorio Fuente de la Salud de
Bogotá, el día 29 de septiembre del corriente año.
Les aseguro que, al conocer la noticia, no sé si pudo más en mí la pena
o el alivio. Una duda más que añadir al caso. Y ya saben ustedes que in dubio, pro reo. En masculino, en este
caso.
2. El amor robado
Era mi primer destino, en una ciudad fronteriza de apabullante
influencia militar – ustedes perdonen que no dé más detalles, por ahora-. Dio
la casualidad de que el magistrado decano era natural de mi patria chica y
teníamos conocidos comunes. Por cortesía, me presenté a saludarlo tan pronto
tomé posesión en la Comisaría. Tal gentileza me dio muchos quebraderos de
cabeza, gracias a los cuales puedo ahora contarles a ustedes la siguiente
historia.
Corría aquella época inestable y confusa del final del franquismo y la
Transición. No era muy propicia –si es que alguna lo es- para hurgar en la vida
cuartelera, ni para saltarse la cadena de mando. Por ello, me sentí inquieto al
recibir el siguiente encarguito, por boca del inspector jefe de la Criminal:
-
Villares,
que vayas a ver al magistrado Cerrón. Tiene
una investigación que encargarte.
-
¿Personalmente
a mí?
-
Pues
sí, por extraño que parezca. ¡Como sois castellarenses los dos! Es algo relacionado
con un soldado muerto en extrañas circunstancias.
-
No
había oído nada sobre ello.
-
Un
asunto muy chungo; así que no te arriendo la ganancia. ¡Ah! y que, aunque te lo
comas tú solito, me informarás semanalmente sobre cómo va… Órdenes del
comisario.
Lo primero que se me ocurrió fue preguntar por el caso a los compañeros,
pero algo me decía que lo mejor era alejarme de aquel ambiente. Me fui a la
hemeroteca de El Faro y, sin revelar
mi identidad profesional, me empapé cuanto pude del asunto en una tarde. En
principio, el tema no me atrajo en absoluto, pues tenía que ver con un joven
militar, fallecido por suicidio mucho tiempo antes. Luego, se habían propalado
rumores, en el sentido de que al recluta aquel lo habían suicidado.
El señor Cerrón –don Armando- me presentó la tarea en su despacho:
-
Verás,
desde hace muchos años, se ha venido hablando de una muerte criminal disfrazada
de suicidio, pero eran rumores que nadie se atrevía a analizar, por miedo a la
reacción de los militares…
-
…
Y porque, seguramente, sería competencia de la jurisdicción castrense.
Su señoría se echó a reír:
-
Veo
que estás muy puesto. En efecto, ese es un motivo más para que nos
mantuviésemos al pairo. Pero ahora los familiares nos han pedido la reapertura
del caso y solicitado exhumación y autopsia. Lo que pasa es que, entre unas
cosas y otras, el caso está a punto de prescribir y ahora no será fácil
adquirir con certeza los datos y detalles.
-
Tiene
usted razón, don Armando. A propósito, ¿por qué me encarga usted a mí el
asunto, de manera personal? Se sale de lo corriente y no les ha gustado a mis
superiores.
-
Precisamente,
por eso mismo. Necesito alguien de entera confianza, sin condicionantes en esta
plaza y con una buena formación jurídica. Y arréglatelas como puedas, pero no
informes del avance de tus investigaciones más que a mí. Entretén a tus jefes
con titubeos y cosas superficiales: lo importante, solo a mí. No lo olvides.
-
Está
bien; pero écheme una mano si me vienen mal dadas.
-
Descuida.
Si hace falta, tengo amigos en la Dirección General de Seguridad. Eso sí,
trabaja rápido que –como te decía- los veinte años del suceso no tardarán en
cumplirse.
***
En el caso del arquitecto y la
profesora, me fui de la lengua con ustedes demasiado pronto. Ahora, para
compensar, les tengo en ayunas de los datos más básicos. Esto no puede seguir
así. Presten, pues, atención a lo que voy a revelarles.
El soldado Adolfo López Salazar, riojano de familia de agricultores,
había sido destinado a C., para cumplir la mili en infantería, allá por los
años cincuenta. Decían que era un tipo con pinta de actor de cine: alto, guapo,
moreno de ojos verdes, simpático y con muy buena voz. El chico tenía alguna
experiencia como barman y, entre unas
cosas y otras, acabó haciendo horas extras en el casino militar, con un destino
cómodo de ayudante en el botiquín del cuartel. A partir de ahí, empezaban las
habladurías, encaminadas todas ellas a poner de manifiesto que el chaval se había
dejado querer, o se había convertido en un ligón;
de tal modo, que un día fue sorprendido en actitud muy cariñosa con la mujer de
un capitán, a cuya casa había ido para llevar medicinas –según unos- o a poner
una inyección, según otros. No haré comentarios.
Los rumores seguían, indicando que Adolfo había acabando ennoviando con
la hija de un jefe militar, la cual se enamoró de él de manera apasionada. No
había datos concretos, ni de la graduación del padre, ni de la identidad de la
hija. Existían notables discrepancias sobre los motivos principales por los que
la familia de ella veía la relación con muy malos ojos. Aludían unos a la baja
extracción social del soldado; alegaban otros que la moza era poco más que una
niña; otros, en fin, apuntaban a que ya estaba comprometida con un joven
oficial, a quien llevaban los demonios que le birlase la novia un recluta. Ya
digo, todo muy vago e impreciso, y con casi veinte años encima, para complicar
más aún las concreciones.
En lo que sí había acuerdo es en que, por evitar problemas, los superiores
del soldado habían tramitado su traslado a Madrid, para cumplir el año que aún
le quedaba hasta licenciarse. Días antes de la partida, el chico había tenido
una fuerte discusión, más o menos violenta, con otros soldados, estando en el
patio del cuartel. Poco más tarde, a eso de mediodía, un teniente lo había
encontrado casi desnudo, en los retretes del botiquín, con la cadena del wáter
enroscada al cuello, sin dar señales de vida. Al día siguiente, sin hacerle la
autopsia ni dejar ver su cadáver a los soldados amigos, el cuerpo había sido
enterrado en la zona civil del cementerio, dado que la normativa canónica
impedía entonces enterrar en sagrado a los suicidas. Y eso era todo, cuando me
hice cargo de la investigación, con el celo y la inexperiencia de mi primer
caso complicado y de cierta importancia.
***
Una exhumación no es, desde luego, plato de gusto, pero alivia bastante
que el cadáver lleve muchos años bajo tierra. Aquella presentaba algunas dificultades
de identificación, pues le habían enterrado sin lápida y con desgaire. No
obstante, la familia no tuvo dudas:
-
Es
Adolfo, con total seguridad. Le falta solo la tercera muela de arriba.
-
Y
el calzoncillo. Lleva cosidos los botones que, para mayor refuerzo, le ponía
mamá.
La verdad es que daba pena de ver aquellos despojos, con la ropa
interior por toda mortaja. El cuñado
agregó:
-
Además,
el brazo roto, como nos habían dicho. Y tiene que tener rota la cabeza.
En efecto. El húmero derecho aparecía roto por su tercio medio. El
forense habría de concluir sobre la causa, pero no parecía plausible la
hipótesis de una fractura post mortem.
Ante la alegación del hermano político, me adelanté y volví hacia mí el cráneo:
en la zona parietal izquierda presentaba una fractura longitudinal, estrecha y
como de unos tres centímetros. El forense me susurró al oído:
-
Es
como si le hubieran golpeado con un objeto cortante…, o se hubiese dado al caer
con un bordillo, o algo así.
El médico legista se quedó a solas con los restos de Adolfo en el
depósito, mientras yo aprovechaba para interrogar a los familiares. Había una
primera cosa que aclarar, evidentemente:
-
Estaban
haciendo la mili con él otros dos
chicos de Arnedo. Nunca se atrevieron a decirnos lo que habían oído, por no
meter la pata ni trastornarnos. Pero, claro, cosas así es imposible ocultarlas
para siempre y, al enterarse de que veníamos a esto, nos dijeron: mirad si tiene roto un brazo y una fractura
en la cabeza, pues se corrió por el cuartel que murió de una paliza.
-
Ya.
¿Y no sabrán ustedes quién y por qué se la propinó?
-
Sobre
lo primero, no tenemos seguridad. En cuanto a los motivos, porque dejara a la
novia hubo de ser.
-
Pero
ya no era necesario. Lo iban a trasladar a Madrid a la semana siguiente.
-
No
era bastante para la chica. Cuando se enteró, se puso como loca y les dijo a
todos que lo seguiría hasta el fin del mundo, si era preciso. Adolfo no sabía
cómo quitársela de encima, para evitarse las funestas consecuencias.
Era cuanto podían decirme, sin entrar en elucubraciones. Tan solo
pregunté:
-
¿Me
pueden indicar la identidad y paradero de los compañeros de Adolfo?
Se miraron entre ellos. Finalmente, un hombre de mediana edad contestó:
-
Uno
ya ha muerto, pero yo soy cuñado suyo y doy fe de cuanto aquí se ha dicho. En
cuanto al otro, hablaré con él y lo prepararé, para que no le pille de sorpresa
y se le cierre. Llámeme dentro de unos días: aquí tiene mi tarjeta.
***
El magistrado Cerrón recibió mi informe con aire de estar al tanto de
casi todo:
-
Fernando
Villarrubia, el forense, me ha adelantado las conclusiones de la necropsia, que
coinciden con las sospechas de los familiares. Además de esas dos fracturas,
tenía un par de costillas rotas. Vamos, lo suficiente para sospechar con
fundamento que le dieron una gran paliza.
-
Y,
luego, las prisas por enterrarlo, como de tapadillo. Eso sí, con la cadena del
wáter en la caja y vuelto boca abajo, como si se tratara de un suicidio de
libro.
-
Bien,
amigo subinspector, antes no teníamos nada y ahora ya tenemos muchas dudas. Es
evidente que vamos progresando.
-
Tal
vez, si me desplazase hasta Arnedo para hablar con ese sujeto que levantó la
liebre…
-
Calma,
calma. Antes de hacer turismo, agota la investigación acá. Sería interesante
localizar a los esbirros que le dieron la paliza y sonsacarles lo que se pueda
acerca del encarguito. Voy a darte un nombre y una dirección, como en las
películas. Ve allá y entrevista al imán Ben Mimoun. Lo que él no sepa…
Mehdi ben Mimoun resultó ser un antiguo oficial de las tropas regulares.
Había luchado en nuestra guerra civil, donde alcanzó los galones de sargento.
Se reenganchó al terminar la contienda y, en tiempos de la mili de Adolfo, era
capitán en su mismo acuartelamiento. Al jubilarse, lo había llamado la religión
y actualmente era uno de los imanes más respetados de la ciudad. Al presentarme
de parte del cadí Cerrón y exponerle
mi encargo, me dio toda clase de facilidades… menos la de identificar a
posibles culpables.
-
Creo
haber conocido al difunto Adolfo, como guitarrista y cantante en el Casino.
Desde luego, no estuvo a mis órdenes pues, aunque compartíamos edificio, él era
infante y yo capitán de una mía de
Regulares.
Sí que estuve al tanto del caso, pues el comandante que gestionó el frustrado
traslado a Madrid era amigo mío. Por lo demás, lo único de interés que puedo
contarle lo supe, por así decir, como secreto de confesión. Años después del
suceso, un musulmán de aquí, cabo primero veterano en el regimiento del jotero –como coloquialmente apodaban a
Adolfo-, me relató, arrepentido, que, entre él y otros más, le habían dado una
buena paliza en el cuartel el mismo día de su muerte.
-
¿Le
dijo algo sobre que la zurra fuera por encargo?
-
No
es esa la conclusión que yo saqué. Más bien supongo que se la tendrían jurada
por niño bonito, o por líos de
faldas, y quisieron desquitarse antes de que se marchara.
-
¿Cómo
sabían que se iba a Madrid?
-
Porque
en los cuarteles todo se sabe. Además, tendría que preparar el petate,
conseguir el pasaporte y todas esas cosas.
-
¿Y
la paliza llegó hasta el extremo de matarlo?
-
Todo
cuanto puedo decirle se reduce a que la solfa
se la administraron en el patio del cuartel y que, de las resultas, la víctima
cayó al suelo. Si fue por su pie hasta el botiquín, o si lo llevaron y
simularon el suicidio, es cosa que desconozco.
***
Para no tener que sincerarme con mis jefes, les pedí un permiso de una
semana, por asuntos familiares. Debían estar disgustados conmigo pues me
concedieron uno de tres días, y gracias. Sumados
al fin de semana, alcanzaban lo suficiente para llegarme hasta Arnedo y volver,
parando unas horas en Madrid, para lo que ustedes sabrán, si continuaren
leyendo esta historia.
Dositeo Campo se había convertido en un importante empresario del
calzado, pero su apariencia y formas seguían siendo las de un rústico. Para
empezar, intentó denigrarme:
-
Así
que la Justicia ha decidido tomar cartas en el asunto, cuando ya nada puede
hacerse. Y, para colmo, le confían el caso a un jovenzuelo.
-
¡Oiga,
oiga! Si el asunto no se ha investigado antes, se debe a que personas como
usted estuvieron bien calladitas, mientras en política pintaron bastos. En
cuanto a mi edad, no creo que tenga nada que ver con mis capacidades. Hay viejos
que son unos completos mastuerzos.
El zapatero recogió velas:
-
En
fin, todo sea por Adolfo y su familia. Le contaré cuanto sé, y bien que lamento
que Zacarías muriera hace dos años. Él sí que estaba al corriente.
En aquel momento, entró en la sala su esposa, quien me había abierto la
puerta, decidida a tomar parte en las revelaciones. El marido relató:
-
Adolfo
era un chico abierto y muy alegre. Cantaba como los ángeles y tenía mucho éxito
con las chicas…
-
¿Y
con las mayores? Se dice que tuvo algo que ver con la mujer de un oficial.
-
La
verdad es que algunas lo perseguían. Es que era un real mozo –terció la
esposa-.
-
Puede
que algo hubiera –agregó Dositeo, mirando ceñudo a su contraria-. Pero él no tenía ojos más que para Dorita, la hija del
comandante Prados. Bueno, y ella para él.
-
¿Llegaron
a hacerse novios, o a tener relaciones íntimas?
-
¡Vaya
con el policía! Como que me iba a contar a mí esas interioridades, si se hubieran
producido. Yo lo que sé es que salieron juntos bastantes veces y que estaban
muy amartelados. Por lo demás, sus padres estaban encima y procuraron
quitárselo a ella de la cabeza y, a él, hacerle la vida imposible.
-
Dicen
que había un oficial, que también estaba por la moza…
-
¡No!
La chavala era muy joven, como de unos diecisiete, y no había salido antes con
nadie.
-
Si
tan joven era, ¿cómo es posible que hablara de irse con él a Madrid, sin
autorización paterna?
-
Ya ve, una locura. Llegó el momento en que
Adolfo estaba muy preocupado por su seguridad y quería darle esquinazo, pero ni
por esas.
-
Bien,
dejemos ese tema. ¿Qué me dice de lo de la paliza y la muerte?
-
¡Qué
le voy a decir! Lo provocaron a una pelea y, como castigo, lo metieron en el
calabozo… y ya salió muerto de allí. Se puede figurar…
-
¿Cómo
que en el calabozo? ¿No fue el jaleo en el patio del cuartel?
-
No,
no, lo llevaron detenido la tarde anterior. Por eso, cuando nos enteramos de la
muerte, sospechamos lo peor.
-
Cuando se enteraron… ¿Se lo dijeron inmediatamente?
-
¡Qué
va! Nos informamos por radio macuto. Quisimos
verlo y nos lo negaron. No hubo capilla ardiente, ni entierro, ni nada. Como lo
quisieron presentar como un suicidio, lo sepultaron de cualquier manera. Fuimos
los compañeros los que, días después, pusimos una cruz de madera sobre la
tumba.
-
Y
lo de haber aparecido en el retrete del botiquín con la cadena de la cisterna
enrollada... Allí lo vio un teniente y dio la voz de alarma.
-
¡Un
cuerno! Se les fue la mano con la paliza en los calabozos y lo subieron al
botiquín, seguramente ya sin vida. Luego, montarían todo ese teatro. ¡Un
teniente! ¡Menudo testigo! ¿Qué pintaba un teniente sano yendo a cagar al wáter
de la enfermería?
-
¿Un
cafetito, señor?, ofrecióme la zapatera, como tratando de suavizar las iras de
su marido.
-
Muchas
gracias, pero se me ha hecho tarde y no quiero desvelarme.
-
Más
le valdría estar bien despierto –refunfuñó el áspero Dositeo-; si no, lo
engañarán como a todos.
***
Dije antes que pensaba hacer una parada en Madrid. Dorita Prados tenía
la culpa, como antaño la tuvo de los sufrimientos de su amado Adolfo. Según mis
indagaciones, vivía con su marido e hijos, así como con su madre viuda, en unas
casas militares frente a la Virgen de Atocha. Tratando de desahogarla, quedé
citado con ella en la cafetería de un hotel próximo. Me prometió llevar un
vestido de cheviot rojo a cuadros, para facilitar la identificación. Yo me
ofrecí a llevar una boina, cosa inusual en mí.
Para facilitar sus improbables confidencias, tras un breve preámbulo en
que me atreví a loar su buena presencia, le propuse:
-
Dori,
vamos a hacer un trato de honor. Yo le digo todo cuanto sé del caso y usted se
limita a confirmar o desmentir las informaciones que tengo a priori, muchas de
ellas, contradictorias.
-
¡Cuánto
me agradaría poder ayudarle, por la memoria del pobre Adolfo! Pero yo misma
estuve engañada y, cuando me enteré de su muerte, estoy segura de que me
contaron las cosas de la manera que me hiciera menos daño.
-
Según
eso, ¿no estuvo usted informada desde el primer momento?
-
¡Qué
va! Mi padre, que en Gloria esté, me hizo creer que habían metido a Adolfo en
el barco, anticipadamente, camino de la Península y con el consejo de que no
intentase ponerse en contacto conmigo o lo
pasaría mal. Entre esa amenaza y que él no se dignase escribirme, me sentí
muy triste, pero no me decidí a hacer mayores averiguaciones. Y así seguí allí,
más o menos, durante un año, en que me mandaron a casa de unos tíos, para
estudiar en Sevilla el último año del bachiller.
-
Luego,
tenía…
-
Dieciséis
años: una chiquilla, pero con mucho carácter.
-
¿Cómo
se enteró?
-
Año
y medio después, en vacaciones de verano. Se me ocurrió pensar en voz alta que
Adolfo ya habría acabado la mili y
qué sería de él. La criada estaba presente y se echó a llorar de pronto. Todo
lo que pude sacarle es que mi novio había muerto en unas maniobras, cerca de Madrid. Figúrese. Yo no me lo creí del
todo y empecé a preguntar directamente a unos y a otros, hasta que me
confesaron la verdad.
-
¿La
verdad?
-
Que
él había muerto en la misma C. y que lo habían enterrado poco menos que de
tapadillo, para no dar que hablar. Por lo demás, me dieron tres o cuatro
versiones diferentes: que si suicidio; que un accidente con el mosquetón; una
pelea entre soldados borrachos… Este es el día que no sé a ciencia cierta lo
que sucedió.
-
Y,
claro, habrá sufrido usted mucho por ello.
-
¿Me
creerá si le digo que podía más en mí la curiosidad y la rebeldía que el dolor
por su pérdida? Pasé casi dos años creyendo que se había burlado de mí, que me
había olvidado, que había huido cobardemente. En fin, después era tarde,
demasiado tarde. No iba a pasar la juventud y la vida llorando por él. Eso sí,
no volví a confiar en mis padres y decidí hacer mi vida al margen de sus
consejos y convicciones.
-
No
obstante lo cual, acabó casándose con un militar.
Dori sonrió:
-
Pero
no del gusto de papá. Este es un jurídico con ideas bastante avanzadas: de
izquierdas, podríamos decir.
-
¿Lo
conoció usted en C.?
-
¡Uf,
ni loca! Coincidimos en Burgos, cuando debuté allá como archivera. Tenemos dos
hijos, ya mayorcitos, y a mi madre con nosotros.
Durante unos momentos, nos dedicamos a dar buena cuenta de las aceitunas
y las patatas fritas. También el flujo de gente por la avenida parecía concitar
nuestra atención. Fui yo, finalmente, quien rompió el silencio:
-
Entonces,
¿no puede darme más detalles sobre la muerte de Adolfo? ¿Cuál sería, según
usted, la hipótesis más plausible?
-
Inspector Villares, quedamos en que las
hipótesis las formularía usted y yo me limitaría a apoyarlas o rechazarlas. No
obstante, voy a serle absolutamente franca. No creo en el suicidio, no creo que
mi padre llegase hasta ciertos extremos y, en fin, no creo que merezca la pena
remover el lodazal a estas alturas. Y, si no tiene más que tratar…
-
Nada
más. Le agradezco su gentileza y le informaré de lo que decida el magistrado al
cargo de la instrucción del caso.
Nos despedimos a la puerta de la cafetería y tomamos sentidos opuestos.
Cuando se alejaba, me pareció ver que se llevaba un pañuelo al rostro. Me
habría gustado creer que el triste destino de Adolfo todavía merecía alguna lágrima de aquella a quien
robaron su primer amor.
***
El magistrado Cerrón había terminado de leer mi informe. Se quitó las
gafas y sonrió beatíficamente:
-
Pepe,
si no fuera por el paisanaje que nos une, te echaría una bronca de las que me
han hecho famoso entre tus colegas. Me has dado un dossier que más parece un compendio de dudas, hipótesis y
opiniones. ¿Qué rayos quieres que haga con esto? Se supone que los policías
tienen que ser claros y expeditivos. Es a los jueces a quienes nos corresponde
ponderar, vacilar y dejarnos vencer en ocasiones por la incertidumbre.
-
Perdone,
don Armando, pero yo no puedo presentarle a usted como cierto o unívoco lo que
me resulta confuso y dubitativo. Le debo sinceridad y buena fe. Por otra parte,
era de esperar el resultado, a juzgar por el tiempo transcurrido y el deseo de
casi todos de enterrar el asunto.
-
¿Y
qué le digo yo a la familia? ¿Abro –o reabro- el caso, o lo entierro, como dices?
-
La
verdad, don Armando, yo no creo que haya caso; ahora que, si es por
complacerlos…
-
¡Complacerlos!
¿De cuándo acá se instruye un sumario por complacer a nadie? Si quieres que los
complazca, tú mismo puedes encargar para el finado un panteón esculpido en
mármol de Carrara.
Descarté inmediatamente la sugerencia, dado lo magro de mi sueldo, y me
puse en pie, presto a despedirme. Cerrón esbozó el adiós con un gruñido. Ya en
la puerta del despacho, me llegó la voz del magistrado, más templada y
contemporizadora:
-
Agente,
yo en su lugar habría hecho lo mismo. Así que a seguir así… y cuidado con los
sofiones del comisario.
3. El amor comprado
Nadie sabía a ciencia cierta de dónde había sacado la pasta aquella mujer, pulcra y simpática. Unos decían que un
lejano pariente, boticario rural, la había nombrado su heredera universal.
Otros, que había sido esposa de un magistrado, del que recibía desde su
divorcio una importante pensión compensatoria. Otros, en fin, cotilleaban en
voz baja que había ganado bastante dinero mercadeando con influencias desde su
modesta pero influyente plaza en la Administración. De esto último no me cabían
muchas dudas pues, aunque ella hubiese dicho de sí misma que estaba excedente,
bien sabía yo que, unos años antes, había sido expulsada del Cuerpo, por estafa
y tráfico de influencias. Como tampoco se me ocultaba que la señora había
comerciado con el alquiler de una vivienda de protección oficial, hasta que se
descubrió el pastel y le pusieron una multa importante. Ahora andaba de casa en
casa, arrimada a la familia, que hermanos cariñosos no le faltaban.
Ya se habrán figurado ustedes que mi razón de ciencia no era otra que la
de haberme encargado de esclarecer la muerte de doña Remedios, cuando estaba a
punto de jubilarme y entregar mi tiempo a coleccionar discos de vinilo, mi
afición favorita. El caso estaba tomando unas proporciones escandalosas, que
propiciaban el encomendarlo a un poli
experto y que, a punto de retirarse, no le preocupase en exceso el qué dirán.
Así lo dio a entender el comisario, al hacerme el encargo:
-
Pepe,
no tengo más remedio que pedirte este favor, antes de que te jubiles.
-
Pero,
¿no es asunto de la Guardia Civil? Pues que se lo coman entre ellos, los
fiscales y el juzgado, que parecen andar todos a la greña.
-
No
se trata de que figuremos en primer plano, sino de echar una mano a un
compañero y, de paso, evitar que le carguen el muerto –la muerta- por esas
puñeteras piquillas que tenemos entre unos y otros.
-
Perdona,
jefe, pero creo que te estás implicando en exceso por un colega, al que echaron
del Cuerpo Nacional por maleante y que, de entonces acá, no ha hecho más que
dar tumbos y ganar antecedentes penales.
-
No
seas así, hombre. Recuerda los excelentes servicios que prestó cuando era un
GEO.
Y ya sabes que le debo una y quiero pagársela con tu ayuda, informal y
reservada.
El comisario se refería, sin duda, al día en que Pedro Mary –el garbanzo
negro policiaco- salvó de perecer ahogado a Felipín, el hijo del jefe, en la
playa de Toró, bastantes años antes. Así que le di mi aquiescencia, a condición
de que me trasladase a un destino más cómodo las pocas semanas que me quedaban
de servicio activo. Si el favor mereció, o no, la pena, es algo que no me
corresponde juzgar. Mejor les cuento lo que averigüé, haciendo lo que un
investigador no debe permitirse nunca: poner las pruebas y las dudas al
servicio de una tesis previa, no al de la verdad.
***
Muchas coincidencias tendrían que haberse dado para que un policía de
mal vivir y a la cuarta pregunta se topase con una señora en buena posición y que
frecuentaba ambientes de postín. Pero dicen que el amor todo lo puede y, en
este caso, flechas no le faltaban. Para empezar, Remedios –Reme-, aunque ya había cumplido los cincuenta, era un verdadero bombón, al que nadie le habría echado
más de la cuarentena. La chica tenía
buena salud y se cuidaba de miedo: peluquería, manicura, maquillaje, dieta,
deporte… Por su parte, Pedro Mary, unos años más joven que ella, conservaba ese
porte atlético y bronceado, adquirido en muchos años de entrenamiento y
ejercicio. Y, si ella era divorciada y con los hijos en poder de su exmarido,
tampoco Pedro tenía mucho compromiso familiar, pues los retoños eran ya mayores
y su esposa, para él, un cero a la izquierda.
Acabo de decir que Reme tenía buena salud. No es del todo exacto:
debería haber aclarado que en lo físico. En lo mental, dejemos que nos informe
Benigno, el simpático portero del inmueble en que la señora vivió en Oviedo,
hasta que se fue a vivir con una hermana a Luanco:
-
Siempre
fue muy fantasiosa: que si su familia, que si su fortuna… Yo le decía: doña
Reme, no ande usted por ahí alardeando, que uno nunca sabe. Después, empezó a
alterarse cada vez más. Bebía bastante y llevaba muy a mal las dificultades
casi insalvables para ver a sus hijos. Y luego, la bomba: el juicio por estafa,
la pérdida del trabajo y todo eso. Estaba ausente de la casa a temporadas.
Finalmente, me confesó que seguía curas de no sé qué terapias psicológicas o
psiquiátricas. Yo le mandaba la correspondencia a un apartado de Pola de Lena;
así que por allí estaría el sanatorio, o lo que fuese.
De modo que ya teníamos algo para igualar –por así decir- el mal
currículo del policía a proteger, con el de su presunta víctima. Pero aún
faltaba escrutar los caminos por los que Cupido había reunido a la pareja.
Siempre hay un roto para un descosido –dicen-. En este caso, fue Remedios quien
tomó la iniciativa de la costura:
Viuda de cuarenta años entablaría
relación sin compromiso con varón de similares características, que viva en la
zona central de Asturias. Teléfono…
Más o menos, ese era el tenor del contacto
que nuestra solitaria amiga insertó en una publicación especializada… de
Madrid. Pedro Mary, aunque residente en Mieres, no dejó de leer el aviso y se
puso en comunicación con la anunciante, con un resultado positivo que el tiempo
se encargaría de amargar.
Para seguir el hilo de aquella relación, el susodicho portero me fue de
poca utilidad:
-
Doña
Reme, de aquella, ya había dejado esta casa; según decía, porque se encontraba
muy sola. Yo creo que el dinero de la herencia del farmacéutico iba ya de capa
caída y por eso…
-
¿La
viste alguna vez con el policía de marras?
-
No.
Vino alguna vez por aquí, en busca del correo que le seguía llegando, pero
siempre sola.
No había forma. Parecía no haber testigos de los meses de felicidad de
la pareja, que algunos había habido. Al fin, di con la respuesta, gracias al
encargado de un bar de Mieres, en que paraba bastante el tal Pedro Mary:
-
Lo
que es, en Asturias no los va a encontrar. Pedro se largó a Madrid con la
querida. Tanta pasión y deseo de soledad me parecieron extraños en él. Tampoco
es que quisiera ocultarse, pues a su mujer la tiene ya muy acostumbrada a
aguantar y callar. La verdad, ni me lo explico ni, por supuesto, se lo he
preguntado nunca. Ya sabe el genio que tiene. Es más, si llega a saber que
hablo de esto con usted…
-
¿Cuánto tiempo estuvo fuera?
-
Unos
cinco meses. Cuando volvió, las cosas debían haberse torcido, pues se le notaba
de mal humor y nunca hablaba de ella. En fin, ¿qué quiere que le diga?
-
Pues,
por ejemplo, si usted cree que…
-
En
absoluto. Es posible que Pedro, si vienen mal dadas, pueda cargarse a un tipo
que le busque las cosquillas, pero a una mujer… No, no lo creo.
Con toda discreción, pedí a un compañero de Madrid que reconstruyera en
lo posible la vida de Reme y Pedro en la capital de España. La indagación
resultó frustrante. Parecía como si la pareja se hubiese limitado a pasar en la
villa unas largas vacaciones. Vivieron en un hotelito de la zona de Argüelles;
frecuentaban dos o tres pubs;
hicieron excursiones… y abrieron un par de cuentas indistintas, en que los
ingresos y transferencias eran siempre a cargo de la señora, siendo las
extracciones en beneficio del caballero. ¿Total? Unos doscientos mil euros;
vamos, a razón de más de mil eurillos diarios. No es extraño que la economía de
doña Remedios fuera de capa caída.
Pero, ¿y la parte sentimental? Era lo más entretenido del resumen de mi colega:
Me dicen los empleados del hotel
que, en un principio salían poco y gemían mucho, como las parejas recién
casadas (¿). Poco a poco, fueron menudeando las escapadas nocturnas y las
excursiones. A ella se la veía más dejada y, en ocasiones, parecía disimular algún arañazo o hematoma, como si
hubiese malos tratos, aunque solo recuerdan un par de discusiones serias. Al
final, él salía casi siempre solo y ella se recluía en la habitación o iba a
tomar copas a establecimientos próximos. Creen que ambos bebían bastante, pero
a ella se le notaba mucho más.
-
¿Qué
tal va la investigación?, me preguntó el comisario. ¿Haces progresos?
-
Poca
cosa que no figure ya en el sumario y sepan hasta los periodistas. Pero no
pierdo las esperanzas de encontrar fisuras en la tesis de culpabilidad.
-
Eso
sería bastante tratándose de un juicio con magistrados, pero con jurado…
-
¡Qué
quiere, jefe! Ya sabíamos que Pedro Mary era una joya. Ahora se trata de colocar a su mismo nivel a la difunta y, si
se tercia, a la Guardia Civil y a las Acusaciones.
-
Exactamente,
que aflore la basura y ventilador a todo trapo.
***
Se preguntarán ustedes por qué no me entrevistaba por Pedro Mary, cuando
se trataba de preparar su defensa, o poco menos. La verdad es que el tal no es
santo de mi devoción y, por otra parte, me llevaban los demonios por actuar de machaca
de mi comisario en un asunto que estaba empezando a caldearse. En efecto, a
esporádicas alusiones periodísticas, habían sucedido con el tiempo tensiones
institucionales, artículos sensacionalistas y la curiosidad desinformada de blogueros
y páginas web. Resumiendo las posturas, la Guardia Civil creía a
pies juntillas en la culpabilidad de Pedro, los jueces vacilaban y los fiscales
tenían diversidad de opiniones; los abogados, por supuesto, a lo suyo.
Creo llegado el momento de exponer los principales acontecimientos anteriores
al día de la muerte de Reme, tal y como maliciosamente los exponían quienes
querían encontrar un motivo para crucificar a su amigo. A mí, que soy bastante cinéfilo, me recordaban los que trata
la gran película de cine negro, Perdición,
cuyo visionado les recomiendo. Pero a lo que iba:
- De retorno a Asturias, Reme se mostraba evasiva y
temerosa. Salía poco de casa, siempre acompañada; rehuía encontrarse con
Pedro y, si no tenía más remedio, lo hacía en algún lugar público;
finalmente, abandonó la casa de su hermana en Luanco y se fue a vivir con
un hermano, en Olloniego, una localidad histórica y minera en los
alrededores de Oviedo. El tal hermano, minero jubilado, era un mulo,
físicamente hablando; de donde podría inferirse que, con su proximidad, la
señora buscaba protección.
- Pese a que las relaciones amorosas estaban
formalmente rotas, la procesión iba por dentro; solo que, en opinión de
unos, era un malestar fruto del temor, mientras otros entendían que Reme
seguía estando por los bíceps –y algo más- de Pedro. El hecho es que la
moza continuaba sangrando sus cuentas corrientes, acudiendo a los
bancos en unión de su antiguo novio. Algunos oficinistas –tan maledicentes
como ineficaces- me hicieron llegar la especie de que doña Reme parecía
coaccionada, como si nos suplicase en silencio que no le diésemos el
dinero que solicitaba. Yo callaba y atesoraba munición, para el caso
de que aquellos inútiles fueran llamados a juicio a testificar contra
Pedro, si se llegaba tan allá.
- Mi anterior referencia a Perdición tiene
que ver con la espectacular guinda del pastel de la sospecha. Resultaba
que, un mes antes de su muerte, Reme había concertado un seguro de vida,
cuyos beneficiarios eran sus hijos, salvo en caso de muerte accidental, en
que lo era… ¡Pedro Mary! Si eso no es el colmo de la confianza y la
irracionalidad, que venga Dios y lo vea. Quizá sea digno de poner de
relevancia ante ustedes que la póliza, por valor de 250.000 euros, tenía
una cláusula muy usual: la de que nadie vería un céntimo, si la víctima
fallecía como consecuencia de suicidio.
Valgan los puntos anteriores como resumen y vayamos, al fin, al llamado día
de autos, o sea, a la jornada de primeros de agosto en que Remedios perdió
la vida.
***
Había sido un día radiante y caluroso, que invitaba a irse de playa. Eso
es lo que hicieron Pedro y Reme, por insólito y extraño que parezca, pues no
cabe ninguna duda de que la señora llevaba el bikini: es más, se lo puso sin la
parte de arriba, nada más llegar a La Canal, una recoleta y bellísima playa del
concejo de Llanes, que también les recomiendo, siempre que tengan cuidado y la
cojan con marea baja. No son fáciles los accesos y está a una hora de Oviedo;
así que ya fueron ganas de llegarse hasta allá para discutir los términos de la separación, según dijo Pedro. El caso
es –y eso nunca él lo negó- que allí llegaron juntos en su coche, a eso del mediodía, y se quedaron en bañador, muy acaramelados, según un excursionista
que dijo haberlos visto bajar hasta la playa, por el peligroso camino que hay
desde lo alto del acantilado. Luego, a eso de la una y media, un pescador
afirmó haber oído gritos de mujer –dos o tres-. Luego…, Pedro se largó de allí
en su coche, dejando a Remedios enfadada y distante: Me dijo de malos modos que me marchara y la dejase sola, que ya
llamaría a unos amigos que tenía en Honrubia para que fueran a buscarla. ¡Qué
genio tenía! Y total, porque no llegamos a ningún acuerdo para volvernos a
juntar.
El excursionista (en realidad, la)
y el pescador de caña se acogieron a la situación de testigos protegidos, pero
la verdad es que sus declaraciones eran confusas y sus descripciones de la
pareja, poco coincidentes con los personajes de nuestra historia. Claro que
eran muy pocos los bañistas en aquella miniplaya, ni aun en domingo, como era
el caso. Y, por otro lado, Pedro, ante la razonable probabilidad de que Reme
hubiese contado a alguien con quien iba a ir, decidió dar la cara y presentarse
a la Guardia Civil, tan pronto los periódicos dieron cuenta del luctuoso suceso.
Eso sí, con un pequeño matiz, que podía ser su ruina:
-
¿Qué
oyeron gritos a la una y media de la tarde? Pues yo ya no estaba allí. Me había
marchado a la una o poco antes.
-
¿Seguro?
¿Cuál es el número de su teléfono móvil?
¡Arrea, pues no había recibido el borrico
de él una llamada en las inmediaciones de la playa a las dos! ¡Y la había
contestado! ¡Menuda baza, en manos de los picoletos!
Una coartada falsa, nada menos. Era el agua lustral que purificaría todas las
demás contradicciones y deficiencias de la investigación.
Porque, lo que es mala intención, la había y a modo. Como el cuento
aquel de que Reme se hubiese ahogado en una lámina de agua de medio metro de
profundidad. Todos sabemos que la marea sube y baja, y los cuerpos inertes van
y vienen. Armado de un calendario de mareas, pude constatar que, a las trece
horas y treinta minutos del dos de agosto, la profundidad del mar en el lugar del
presunto ahogamiento era de metro y medio. No es mucho, qué caramba, pero sí lo
suficiente para ahogarse en aquella playita tan peligrosa, a poco que uno se
descuide.
Desde luego, a mí no me darán el Nobel de Literatura.
¡Mira que haber dado por sentado que ustedes conocían el triste final de Reme!
En fin, así es: La pobre señora se ahogó. Descubrieron su cadáver a las cuatro
de la tarde, cuando el pescador que oyó los gritos vio a lo lejos el cuerpo y,
sin más ni más, fue hasta el cuartelillo de Llanes a dar la voz de alarma. No
tenía más ropa encima que el culote del bikini, ni más huellas de violencia que
un enrojecimiento en la nuca, tal vez fruto de una modesta contusión. Con la
ayuda de Pedro, se encontró un par de días después, en una cueva de los
cantiles, el equipaje de Reme: sostén del bañador, ropa interior, vestido,
bolso, dinero y demás pertenencias personales. El metálico ascendía a
trescientos cuarenta y ocho euros con setenta céntimos.
¿Les cuento algo más? Por ejemplo, que las autopsias no hallaron huellas
de violencia alguna en el cuerpo de Reme, aunque se le llegaron a practicar
tres, sustancialmente coincidentes en sus conclusiones. O que, evidentemente,
Pedro Mary no verá un euro del seguro de vida de Reme, ya porque lo consideren
culpable de su muerte, ya porque juzguen esta fruto de un suicidio. Así que, de
una forma u otra, el crimen no paga. Le habría valido más a mi desagradable
excompañero de profesión haber desplumado a su palomita con más tiento. Le
hubiera sido mejor… y más grato, pues la señora estaba de muy buen ver.
Eso mismo le estaba diciendo al comisario, ante un vermú y gambas,
después de entregarle mi opinión del caso, con los puntos débiles de la
instrucción y las posibles líneas de defensa, si se llegaba a juicio. Mi
superior parecía contento:
-
Con
todo lo que has investigado sobre el pasado de la tal Remedios, las mareas y la
peligrosidad de la playa, hay más que de sobra para que no condenen a Pedro.
-
¿Tú
crees? Recuerda que puede caer en las garras de un jurado y nunca se sabe.
-
Bueno,
habremos hecho cuanto podíamos. El resto es cosa del defensor y de la suerte.
Gracias por todo, Pepe.
¿Iba en aquel todo los treinta
y tantos años de vida profesional? Si es así, le acepto la gratitud. Si es por
aquel trabajito de última hora, que se las guarde. ¡Vaya una manera de acabar
mi carrera!
4. Epílogo
Pepe Villares me dio a leer el manuscrito de estos relatos, a fin de que
se lo corrigiera, a tenor del diccionario de la Real Academia y las normas
ortográficas actualizadas. Como es natural, me dediqué más a paladearlo que a
ajustarlo a las reglas de las Autoridades lingüísticas. Pero, la verdad, no me
dejó buen sabor de boca. Así que le dije:
-
A
propósito, Pepe, veo que todos esos casos, o están a medio resolver, o no se
saca nada en limpio de ellos. ¿Fueron crímenes? En caso afirmativo, ¿quiénes
eran los culpables?
Pepe me miró con cierta displicencia y repuso:
-
Mi
estimado amigo, con el poco amor que hay en el mundo, no querrás que lo
desprestigie, tildándolo de mortal. Así que dejémoslo en muy peligroso.
-
Tienes
razón: dejémoslo. Después de todo, tú mandas. Yo no tengo vela en estos entierros.