Una boda en Tahití
Por Federico Bello
Landrove
Pequeñas historias provincianas, en torno
a una boda ciertamente peculiar. Aseguro el carácter verídico de la mayor parte
de los hechos y de los personajes. Lo de Tahití es una licencia, para hacer más
atractivo el título. De todas formas, tiene su porqué, como podrán comprobar
quienes lean hasta el final esta ¿vieja? historia.
El lunes de
Pascua, 10 de abril de 1950, se celebró en la iglesia de El Pardo la boda de la
hija única del Jefe del Estado español. La novia, Carmencita Franco Polo,
llevaba un vestido blanco de seda natural, con velo de tul de espuma, ceñido
por una diadema de perlas y brillantes, regalo de sus padres. El número de
invitados oficiales fue de unos ochocientos. Acabado el banquete, los recién
casados salieron de viaje en luna de miel hacia Lisboa.
Si les hago esa
reseña -que completo con una foto alusiva-, no es por traer a colación una
ceremonia ya casi olvidada, sino porque tiene incidencia directa en el origen
de esta verídica historia.
***
En aquella época
de NO-DO[1]
incoloro y fotografía periodística de muy baja resolución, supongo que no
resultaría fácil a sastres y modistas copiar para sus clientes los modelos de
la gente famosa. Con todo, me consta que numerosas novias españolas llevaron en
su gran día réplicas más o menos precisas del vestido de Carmencita. Aurora Benavides fue una de ellas y, por lo que he oído
a algunas testigos, de las más afortunadas. Claro que tenía dos buenas razones
para ello. Una, el denodado esfuerzo y buen hacer de su madrina y tía, que
había hecho pinitos con la alta costura en el Madrid de antes de la guerra. Y
otra, el buen tipo y gran belleza de aquella joven veinteañera. ¡Cuidado que
era formal su padre! Sin embargo, la castiza frase le salió del alma:
-
Puede
que el traje no esté tan bien acabado, pero tú tienes mejor percha que la otra; de eso no hay duda.
De donde se
infiere que la chica valía un Potosí,
además de andar por medio la pasión de padre.
***
Aparte la
dificultad de imitar el diseño, existía la de tener la condición económica
precisa para adquirir no menos de diez metros de tafetán de seda, así como tul
espuma para confeccionar un velo de unos cinco metros de cola. Naturalmente, la
diadema de perlas y brillantes quedaba fuera de casi todos los presupuestos,
cabiendo escoger tocados y tiaras mucho menos pretenciosos y mejor adaptados a
la personalidad de la contrayente. Y, puestos a bajar el nivel -por inexorables
motivos económicos- la viscosa y el tul ilusión podían dar perfectamente el
pego, en aquella parroquia, digna y oscura, que había de reemplazar a la Catedral
de Legión. Y es que don Julián -ya va siendo hora de que conozcan la gracia del
padre y padrino de la futura contrayente- había tenido un sueño y, lo que es
peor, se había cansado de pregonarlo a sus íntimos:
-
Mi
Aurora se casará en la catedral.
-
Pero,
Julián, con lo fea que es la pobre… La catedral, quiero decir.
-
No,
hombre, no. En la de Castellar, ni pensarlo. En la de Legión.
Luego resultó que
las buenas relaciones con ciertos canónigos del Cabildo no habían sido
suficientes para lograrlo, ni pagando la cuantiosa donación usualmente estipulada. Claro,
a buena parte vas, casarse a lo grande la hija de don Julián Benavides, que
salió del penal de San Marcos de milagro y conducido por la Guardia Civil, gruñía
su esposa, la mamá de la novia. Y su marido, quitando hierro al rechazo
eclesiástico:
-
Dicen
que es porque no tenemos el domicilio en aquella diócesis. Bueno, no importa. El
Redentor es una hermosa iglesia y, como no seremos muchos, resultará más
acogedora.
***
Y es que don
Julián, aunque oriundo de Castellar, había sido alguien en la bimilenaria ciudad de Legión, en los años de la
República. Destacado profesor de Historia, con varios libros publicados sobre
la materia, fue director del Instituto, presidente del Ateneo Obrero y, en
vísperas del Alzamiento, Subgobernador Civil. Eran las gracias del ínclito
Azaña[2],
empeñado en colocar a sesudos y apacibles partidarios suyos en puestos
políticos de brega y contundencia. El resultado, a la vista quedó: Tan pronto
se produjo la sublevación militar, el bueno de don Julián fue a dar con sus
huesos en San Marcos, penal de rancia prosapia, que nadie mejor que él sabría
apreciar. Y aún estuvo próximo a sentir las balas en la madrugada, de no ser
por la milagrosa intercesión, no de su admirado San Isidoro, sino de un
generalote con fama de brutal, cuya esposa sirvió de ángel de la guarda. Sus
años de prisión preventiva no se los quitó nadie pero, al fin, sin juicio
siquiera, lo dejaron en la calle, en el más pleno sentido de la expresión.
Quiero decir que pudo salir de la cárcel, pero privado del derecho a ganarse la
vida como catedrático. Además, adiós a Legión, pues se le confinó en la cercana
Castellar, lugar de su nacimiento y -como decía su esposa, doña Remedios- de su
óbito, a poco que el hambre y las represalias hicieran sobre él su efecto.
No fue así,
gracias a Dios y a un resquicio de luz y de piedad, impropio de aquellos
tiempos tan recios. Resultó que, a base de préstamos y fantasía, varios buenos
profesores destituidos pudieron montar una academia, con la autorización del
Rector. De ahí comieron su pan los Benavides durante unos cuantos años, cinco o
seis para ser más preciso. Los alimentos grasos y proteicos hubieron de venir
del taller de costura que, bajo la dirección técnico-artística de Madrina -ya recuerdan: la que iba para
reina de la aguja, en el Madrid de la anteguerra-, se montó en dos habitaciones
interiores de la vivienda de la familia. Doña Remedios completaba a su hermana,
con la costura y como sombrerera. Más adelante, Aurora -Aurita, para los
íntimos- ayudaría a sus mayores, con los hilvanes y de ojalatera, quiere
decirse, franqueando ojales.
***
Afírmase que no
hay mal que cien años dure. En 1947, don Julián fue readmitido en el escalafón
de Catedráticos, con la condición de no ejercer la docencia en Legión ni en
Castellar. El pobre hombre besó la comunicación oficial y optó por dar clase en
la muy próxima ciudad de Mantuana, sin necesidad de levantar casa ni taller de
costura. Era el mismo año en que su Aurita cumplía los dieciocho, edad
tradicional para las puestas de largo o bailes de debutantes. Oigamos cómo
explicaba la decisión del profesor su hija, en conversación con Nené y Tinuca,
sus dos amigas del alma:
-
Le
ha dado tanta alegría, que parece haberse vuelto loco. Sobre todo, no para de
decir que tiene que compensarnos a mi hermano Héctor y a mí, antes de que
perdamos el divino tesoro de la juventud. Con Héctor lo ha tenido fácil, pues
ya sabéis lo que le gusta la caza; así que le ha comprado una escopeta
magnífica, que le han puesto a muy buen precio en la armería de la Plaza Mayor.
-
¡Qué
suerte, chica!, ponderó Tinuca. Y tú, ¿qué vas a pedirle?
Aurita torció el
gesto, con rostro compungido:
-
Ahí
está el detalle, que, por prudencia, por no pasarme en el dispendio, le dije
que lo que mamá y él quisieran… Seguro que ni os imagináis el regalo.
-
Yo
creo que hiciste bien -juzgó Nené-. Tu padre tiene muy buen gusto y supongo que
no estará todavía el horno para pasteles.
-
Ya,
ya… Se le ha ocurrido poco menos que tirar la casa por la ventana: mi puesta de
largo en el Casino de Legión, junto a un montón de niñas cursis.
-
Pues
no está nada mal, hija -replicó Tinuca-. Lo único que no veo bien es que te
vayas a festejar los dieciocho a Legión, en vez de en el Círculo de aquí.
-
Sus
razones tendrá don Julián -alegó Nené-. Quizá no quiera que crucifiquen a Aurita las debutantes de
familias bien, o que le hagan el vacío los chicos de Falange[3].
No seré yo quien
lleve la contraria a la gentil Nené, máxime cuando acababa de convertirse en señora -¡a los diecinueve años!- y
conocía el paño mucho mejor que yo. No obstante, habrá que escuchar al autor
del proyecto legionense, tal y como lo fundamentó ante su esposa, escéptica con
el mismo:
-
Mira,
Reme, las fuerzas vivas me sacaron de
Legión lleno de piojos y entre un cortejo de guardias civiles y falangistas.
Ahora, me prohíben que vuelva a mi cátedra de allá, que en justicia me
corresponde. Pues muy bien, regresaré en triunfo, dando el brazo a mi hija y
entrando de etiqueta por la puerta grande del Casino. Creo que se lo debo a
Aurita pero, ¡qué demonios!, también yo me lo merezco.
La esposa
comprendió que era inútil objetar de modo directo, así que se limitó a
replicar:
-
Si
no te dejan volver al Instituto, ¿por qué crees que tendrás más suerte con el
Casino? En cuanto los de la Directiva se enteren de quien eres…
-
Ya
me he asegurado antes. La hija pequeña de Jorge Garay, el cirujano y antiguo
alcalde, también participa en la fiesta. Le recordé que Aurita y ella habían
ido al colegio juntas cuando eran niñas y que luego habían mantenido la
relación. En fin, que me ha prometido apoyar mi petición y que no habrá
dificultad ninguna.
-
Pero,
¿y el destierro?
-
Mujer,
lo que no me dejan es dar clase, pero esto es otra cosa. Además, solo pararemos
allí veinticuatro horas…, aunque no creas que voy a esconderme. Hasta estoy
pensando en anunciar mi visita a algunos compañeros y antiguos alumnos míos,
por si quieren hacer por verme.
-
Lo
dudo mucho. Las cosas no han cambiado tanto, como para que dejes de ser un
apestado.
-
Allá
cada cual. Lo que es, yo pienso ir con la cabeza muy alta.
Así, ya saben
ustedes tanto como yo de las razones de don Julián. Sobre el poco éxito que
tuvo él y el mucho que cosechó su hija en aquella visita a Legión, trataré acto
seguido. Conociendo las ideas políticas del padre y la espléndida y juvenil
belleza de la hija, no les llamará la atención tal resultado.
***
Temía don Julián
que su hija se pasara la velada sentada en una silla, ya por desairar a su
padre, ya por ser en Legión una perfecta desconocida. No fue así, por fortuna.
La compañía de su popular amiga de colegio y el extraordinario palmito de la joven rompieron el hielo
y, al cabo de unos minutos, desencadenaron el éxito de Aurita, que apenas se perdió
un baile y eso, por cansancio. Su padre, sintiéndose felizmente de más, optó
por retirarse al ambigú, en busca de amistades con que conversar. Fue en vano.
De forma educada o grosera, sus conocidos de antaño le volvieron la espalda o
se limitaron a esbozar un saludo, hasta que…
-
¡Don
Julián, cuánto tiempo!
La interpelación
resultó provenir de un camarero, todavía joven, a quien el profesor no pudo
identificar. El otro prosiguió exclamativo:
-
¿No
se acuerda, verdad? Adalberto Cabiedes, del Ateneo Obrero. Nos daba clase de
Historia Universal todos los jueves.
Algunos
circunstantes, estimulados por lo de obrero,
parecieron prestar atención. Pese a sus bizarros propósitos, el adalid de
Izquierda Republicana[4]
se batió en retirada:
-
Tanto
gusto. Perdone, pero estoy aquí con mi hija y creo que me está haciendo señas
de que acuda.
No se le fue el
bochorno en toda la velada, que pasó en compañía de un ABC[5] y una copa de ponche, sentado en un
butacón del vestíbulo. A eso de las tres, volvió al salón de baile, dispuesto a
recoger a su retoño y retirarse al hotel Conde Sol. La chica no lo acogió de
muy buena gana, pero hizo de tripas corazón:
-
Papá,
voy a presentarte a este joven. Amador Turienzo. Es de Peñatajada y está
estudiando quinto de Medicina en Castellar.
Le faltó añadir
que había bailado con él más de la mitad de las piezas. Seguro que se lo
aclararía luego en el hotel, o en el tren de regreso. El caso es que el futuro
galeno va a tener un papel importante en este relato. Fuerza es, por tanto, que
lo introduzcamos con cierto detalle.
***
Si los polos
opuestos se atraen, entonces no es extraño que Amador bebiera los vientos por
Aurora ni, en muy otro orden de cosas, ella también por él. De las prendas de
Aurita ya hemos tenido noticia. Vamos ahora, por así decir, con las de Amador.
Unos años mayor
que Aurita, el mozo era el hijo pequeño de los tres que sus padres tuvieron, en
un matrimonio también hecho de contrastes. El padre, don Isaías Turienzo, era
conocido en toda la provincia de Peñatajada como el Señor de Corrales, aunque su título era el inmediato superior de
barón, concedido a su bisabuelo, con carácter hereditario, por el Pretendiente
don Carlos VII[6], para
premiar su valor y denuedo en la acción de Abanto[7].
Allá por 1920, el Barón de Abanto se había casado con Arsenia Vidriales, hija y
heredera única de una rica familia de labradores (propietarios o
terratenientes, según ella) de Codesos del Campo, lo que fue tanto como casar
prosapia y posibles, trojes y casa solariega, en un feliz matrimonio de
conveniencia. Los esposos pasaron a vivir en la capital de la provincia, donde
don Isaías repartía el tiempo entre el cultivo de sus numerosísimas relaciones
-casi todas, de postín- y la rehabilitación paciente y cuidadosa de su mansión
corralina, en tanto doña Arsenia cuidaba, como buena ama de casa, de sus hijos
y del hogar. La longevidad de su padre -Vidriales- y el buen hacer del
administrador de toda la vida
ahorraron a dicha señora preocupaciones por su futuro patrimonio, fuera de la
natural de percibir mes a mes una renta que alejase a la familia de toda
inquietud económica.
Poco antes del
final de la Guerra Mundial[8],
falleció el señor Turienzo, aún en muy buena edad. Su primogénito, mayor de
edad y abogado, asumió la baronía y se convirtió en nominal cabeza de la
familia; solo nominal, pues doña
Arsenia seguía llevando la dirección de los asuntos y controlando los cordones
de la bolsa. Para ella, su ojito derecho era siempre Amador, a quien la
orfandad sorprendió estudiando para médico en la Facultad de Castellar,
residente en un Colegio Mayor regentado por los jesuitas. Era un muchacho
estudioso y nada faldero, de aquellos que se dice no dan un ruido. No es, pues, extraño que, pese a la pequeñez de la
ciudad y lo despampanante de Aurita, Amador y ella no su hubiesen conocido
hasta el día de la puesta de largo en Legión; ocasión verdaderamente señalada
en su vida, de la que no dejó de hacer comentarios a su madre, ciertamente
encomiásticos, siquiera imprecisos. La buena señora recibió con alegría la
noticia, no sin hacer las advertencias que todos los padres hacen a sus hijos,
cuando los ven fulminantemente enamorados:
-
Ve
con tiento y prudencia. Sobre todo, no olvides quién eres y de dónde vienes. Y
ya sabes lo que te he recomendado siempre: chica honesta, de buena familia y muy
religiosa. Eso es lo de verdad importante, aunque, si además es tan guapa como
dices, mejor que mejor.
En el cerebro de
Amador se encendió una lucecita, al escuchar las palabras de su madre, por muy
reiteradas o manidas que fuesen. No parecía que Aurora se ajustase mucho al
modelo propuesto, salvo en lo de la honestidad. Convendría, pues, no ser muy
explícito por el momento.
***
Es fácil de
entender el profundo cambio que experimentó la vida de Aurita y Amador en el
año en que este, con más dificultad que gloria, superó el último curso de la
Carrera y obtuvo el diploma de Sanidad[9].
Las relaciones marchaban viento en popa, sin la menor objeción por parte de los
Benavides, que veían en el pretendiente a un marido casi ideal. En cuanto a los
Turienzo, ojos que no ven… Quiero decir que, so pretexto de exámenes y
prácticas sin cuento, Amador viajaba a Peñatajada lo menos posible, reflejando el
noviazgo en las cartas de forma tan anodina, que habríase dicho estuviese
perdiendo el interés por él. Doña Arsenia, delicada de salud, no quiso
presentarse en Castellar para conocer de propia mano la situación, mandando en
su lugar a Vicen, su hija, con el pretexto de llevar a su hermano viandas y
prendas de abrigo. Como es natural, las dos chicas se conocieron bajo el
control del novio, que no las tenía todas consigo acerca del motivo real de la
visita de su hermana:
-
Aurita,
cariño, ¿no podrías ponerte al cuello para la ocasión una cruz, o una medalla
de la Virgen?
-
Sí,
claro; ¿y de dónde voy sacarla?
-
No
te preocupes, que yo me encargo.
Y luego,
-
Auri,
reina, ten cuidado con lo que le cuentas a mi hermana. No te dejes sonsacar.
-
¡Pero
bueno! -exclamó la moza, que tenía su orgullo-. ¿Te crees que soy tonta?
Además, no creo que tenga nada que ocultar.
-
Ya
sabes como están las cosas. ¿A qué ponerlas todavía más difíciles?
La presentación
resultó un éxito. Aurora lució una hermosa cruz de oro, comprada en la famosa
joyería de Orosio Pérez, y deslumbró a Vicen con su labia y su belleza. Dícese
que las mujeres se fijan en los detalles. ¡Qué
cruz tan bonita llevas!, ponderó Vicenta, y Auri:
-
¿Verdad
que sí? Seguro que fue a causa de ella por lo que un impertinente me piropeó el
otro día, comparándome con la Giralda de Sevilla[10].
Y, ya camino de la
estación, otro detalle más:
-
¡Qué
guapa es tu novia, Amador! ¡Y que encantador detalle el lunar que tiene en la
mejilla izquierda!
-
Pues
puedes estar segura de que es natural, replicó algo mohíno. Se esmera mucho con
la izquierda.
***
El año 1949 fue
especialmente fecundo en la vida profesional de Amador Turienzo. Para
satisfacer su vocación y tener unos ingresos mínimos asegurados, accedió a la
condición de médico titular y jefe local de Sanidad del pequeño pueblo de
Palacios, a unos quince kilómetros de la capital. A su vez, abrió consulta en
la propia Peñatajada, en la plaza de los Nomos, a tiro de piedra de la casa
familiar. Doña Arsenia se mostró inflexible… y generosa:
-
Nada
de un simple consultorio: una casa grande, donde quepan vivienda, sala de
espera y consulta. Con veinticuatro años, profesión y novia, no sé a qué
esperas para casarte.
-
Pero
un piso en esa plaza resulta muy caro. Tendría que hipotecarme.
-
Pues
lo alquilas y yo te ayudaré con la renta, si es menester.
De modo que fue un
año muy ajetreado en lo clínico, por no hablar de las constantes escapadas a
Castellar para ver a la novia. Por cierto, en esto hubo una novedad. Conclusa
su etapa de colegial, había de buscarse para el ilustre viajero un alojamiento
conveniente. No tuvieron que buscar mucho. La mamá de Tinuca regentaba una
acreditada pensión en la céntrica calle Aguarías. La amiguísima de Aurita recibió al nuevo huésped con la consabida
broma:
-
Mucho
cuidado, doctor, que lo vigilo.
Pero, para vigilancia, la que correspondió
formalmente a la otra componente del trío de inseparables. Con la patente de
respetabilidad que le daba su condición de casada, madre ya de un niño y con
otra criatura encargada, Nené se convirtió en la perfecta carabina. Ella y su esposo, Santos, fungían de chaperones de la
pareja a controlar. Sin duda, esta incómoda situación hubo de servir a los
futuros señores de Turienzo para iniciarse en la puericultura. Entre
paréntesis, les confesaré que ello fue en vano, pues no tuvieron hijos.
***
Entró 1950, con el
relumbrón que supone el cambio de década. Amador, Aurita y sus respectivas
familias entendieron al unísono que era el momento de fijar fecha para la boda.
Ahora enlazamos con el frustrado intento por parte de don Julián de celebrarla
en la catedral de Legión. A partir de ahí, las cosas fueron quedando claras:
para finales de primavera y en la parroquia castellarense de la novia. El día
se fijó por sugerencia del párroco:
-
¿Por
qué no el 13 de mayo? Es sábado y fiesta local de nuestro Santo Patrón, como
sabéis, especialmente venerado en esta iglesia. Con tal motivo, el templo
lucirá como casi nunca, sin necesidad de que tengáis que hacer mucho
extraordinario.
-
¿Tendremos
tiempo suficiente para todos los preparativos?, inquirió preocupado el profesor
de Historia.
-
¡Hombre,
papá, que estamos en febrero! -protestó Aurita-. Como empecemos con
perfeccionismos, no nos casamos ni en un año.
De modo que, día
13 y todo, así se acordó. Lo peliagudo sería la copia del vestido nupcial de
Carmencita Franco, para la cual contarían con un mes; pero Madrina puso su buena voluntad acostumbrada:
-
Tendremos
las telas preparadas. Dando a la confección prioridad absoluta, en un mes habrá
tiempo suficiente.
Amador se sintió
obligado a informar personalmente a su madre de todos estos planes. La buena
señora se le echó al cuello entre exclamaciones:
-
¡Bendito
sea Dios, hijo! ¡Ya era hora! ¡No veía llegado el momento de llevarte al altar!
Claro que, antes de la boda, tenemos que hablar de la pedida. Estoy bastante
pachucha pero la tradición manda: tendrás que llevarme en el Peugeot[11]
hasta Castellar.
Doña Arsenia
volvió a tomar asiento. Un rictus de preocupación asomó en su rostro:
-
Sí,
es preciso que vaya y me cerciore por mí misma. No he querido decirte nada,
Amador, por no alarmarte, pero he hecho algunas averiguaciones y he oído
ciertas cosas que…
Al joven galeno le
cambió la color. Supo que tendría que luchar para llevar hasta el fin sus
planes de boda. Y menos mal que su madre había tardado tanto en descubrir las
circunstancias indeseadas de Aurorita Benavides. Después de todo, tal vez
tuviera razón Alfonso, su colega de Manzanal, cuando le dijo un día:
-
Desengáñate,
Amador. Para nuestros mayores, la guerra no acabó en el treinta y nueve. No han
aceptado la paz, solo la victoria… Ya lo dijo aquél: la política es la continuación de la guerra por otros medios[12].
***
No les cansaré con
el desagradable relato de la ceremonia de la pedida de Aurita. Solo les diré
que la pulsera terminó por los suelos, sin que en el acto nadie hiciese por
recogerla. Posteriormente, fue pasando de las manos de don Julián a las de
Amador y, de la posesión de este a la presunta de la limpiadora de la consulta,
que la descubrió en un cajón del escritorio. Cuando el médico comentó la
desaparición con su esposa y le anunció su propósito de denunciar el caso,
Aurora le respondió con tono glacial:
-
Eso
cuéntaselo a tu madre.
De donde podría
inferirse que, con toda lógica, el perdón y el olvido también resultaban arduos
para los vencidos.
***
Veinticinco años
atrás, se habían inaugurado en la ciudad de Castellar, a la vera de su río,
unas piscinas recreativas de altos vuelos, que nadie pudo luego explicar por
qué se llamaron precisamente Tahití.
Además de para los tradicionales y necesarios chapuzones veraniegos, dicha
instalación cumplió durante muchos años -unos sesenta- una finalidad lúdica y
de ocio, que un nostálgico reflejó del siguiente modo:
Las Piscinas Tahití constituyeron una tabla
de salvación para muchos jóvenes de ambos sexos que buscaban, para estrechar
los lazos surgidos durante los tradicionales paseos por la calle de San Diego,
un lugar apacible donde el baile les permitiera sentir la proximidad del otro.
En nuestro relato
hubo efectivamente danza, pero después de la panza. Pues han de saber que, dentro de lo propio en un edificio
amplio y grato, sus gerentes pensaron en aprovecharlo para bodas y banquetes. La cocina de uno de los mejores hoteles de la
ciudad ponía los manjares y, de esa forma, podían programar dos tipos de
eventos: los más elegantes, en el céntrico hostal; los menos costosos, en las
simpáticas piscinas de junto al río. Naturalmente ello solo era posible -y así
se advertía en los anuncios- en temporada de verano. El resto del año, cerraban
las instalaciones y no era insólito que se le hincharan las narices al magno
afluente del Duero y hubiera que desplazarse en barca por la zona.
La cuestión, pues,
era la siguiente: ¿Entraba el 13 de mayo en el concepto tahitiano de estío?
Aparentemente, no, pero la primavera venía espléndida y el día del Patrón podía
ser bueno, cuando menos, para inaugurar la temporada de bailes. Aunque la boda
iba a ser de esas que se celebran en la
intimidad, no eran de despreciar las ganancias de treinta o cuarenta
cubiertos. Manteníase la decisión en el fiel de la balanza, cuando intervino
providencialmente Santos -el marido de Nené-, hijo del propietario de un
modesto complejo de bar y casa de comidas, próximo a las piscinas:
-
Si
tienen problemas para servir el banquete, me comprometo a buscar camareros y a
colaborar en el aperitivo y con los entrantes.
Mano de santo.
Comerían en Tahití y bailarían al ritmo de la orquestina Calor Tropical, que a las siete, como mucho, levantaría el campo
para continuar su programa de fiesta en la Sala Bolero. Así que todo resuelto,
salvo el problema, no pequeño, de la ausencia de la madrina.
***
Dentro de los
hechos sobre los que, por evidentes o por desagradables, he prometido correr un
tupido velo, se hallan las innúmeras discusiones y peloteras entre doña Arsenia
y Amador, a propósito de la chica elegida por este para acompañarlo de por
vida. Confidencialmente, les diré que un notario de Peñatajada hubo de pararle
los pies a la viuda y recordarle que, moral y legalmente, lo de desheredar a un
hijo era una cosa muy seria. Decisiones menos drásticas le importaban poco al
novio, en el aspecto material: Empezaba a vivir por su cuenta y los enfermos de
pago menudeaban en su consulta. Al final, no le quedó a su madre más que el
impropiamente llamado derecho de pataleo:
-
Nada,
que no voy a tu boda, te pongas como te pongas. Así que ya puedes ir buscándote
una madrina e inventando una disculpa ante los invitados.
En aquel momento,
Amador estuvo a punto de exhalar un ¡yupy!,
con todas sus fuerzas. Tenía el fundado temor de que su madre pudiera plantear
mayores disgustos en la ceremonia, que el de su ausencia.
-
Si
te parece bien, mamá, voy a pedir a Vicen que sea la madrina. En cuanto a
explicar tu ausencia, lo mejor será aducir alguna intempestiva dolencia.
-
Alguna
se te ocurrirá. Para eso eres médico -gruñó la señora-.
-
Pensaré
en algo impreciso pero doloroso. Así no nos pillarán en el renuncio y quedarás
bien con todos.
-
¡Me
importa un bledo como quede! Allá tú, que te has empeñado en pasar la vida
entre rojos y pobretones.
Vicen aceptó
encantada, pero quiso devolver a su hermano su velada alusión de antaño, ahora
diáfana:
-
¡Claro,
acepto encantada! Eso sí, cuando bese a la novia, lo haré solo en el carrillo
derecho, no sea que el lunar me contagie de izquierdismo.
***
La historia podría
haber concluido aquí, pero no les privaré de dos jugosas anécdotas, que dicen
mucho para mí de los vaivenes y recovecos del ama humana.
La primera enfrió
intensamente las íntimas relaciones que hasta entonces había mantenido Aurita
con sus dos amigas de toda la vida.
Refundo en una las dos cartas que aquella envió a cada una de estas, desde
Peñatajada, a 15 de septiembre de 1950. Decían así:
Queridas Nené y Tinuca:
Una vez instalados Amador y yo en nuestra
casa en esta ciudad, procedo a ofrecérosla, esperando que muy pronto nos
visitéis, como también vuestras familias. La dirección es: Plaza de los Nomos,
17, segundo, derecha.
Eso sí, queridas mías, si vuestra visita
coincide con la presencia de mi suegra o de personas extrañas, os ruego que os
abstengáis de toda alusión a que tú, Tinuca, vives en una pensión que regenta
tu madre; o que tú, Nené, y tu marido lleváis una taberna y casa de comidas. Yo
-como bien sabéis- lo he asumido siempre y lo asumo ahora con naturalidad, pero
ya sabéis cómo es la gente y más, en sitios como este, todavía más provincianos
y chismosos que nuestro Castellar…
La segunda
anécdota es aproximadamente un año posterior. Por razones diversas, don Julián,
su esposa y la Madrina se trasladaron
a Madrid, de donde ya no volverían. Llegado el momento de levantar la casa de
Castellar, confiaron la gestión a Amador, sin que consten las instrucciones que
pudieron darle para tal comisión. El doctor Turienzo trasladó todos los muebles
a su domicilio de Peñatajada. Me aseguran que, pese a la pobreza por la que
había pasado, don Julián conservaba despacho, comedor y dormitorio de gran
valor, así como algunas antigüedades de mucho gusto y precio. A todo ello hubo
de decir adiós, tras aquella sorprendente mudanza.
***
Ahora sí, termino.
Me atrevo a hacerlo con una paráfrasis del antes aludido von Clausewitz: La
filosofía es la continuación de la historia por otros medios. Yo me he limitado
a narrar la historia. Poner la filosofía es cosa de ustedes, si así les parece.
[1]
Noticiario gráfico de obligada inserción en las sesiones de cine y otros
espectáculos españoles, que se emitió entre 1943 y 1981.
[2]
Manuel Azaña Díaz (1880-1940),
Presidente del Consejo de Ministros (1931-1933) y de la República Española
(1936-1939).
[3]
Designación coloquial del partido político único del Franquismo, cuyo título
completo era: Falange Española
Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista.
[4] Nombre del partido político de D. Manuel
Azaña. Véase nota 2.
[5] Diario madrileño de ámbito nacional, en
circulación desde 1903.
[6]
Carlos de Borbón, Duque de Madrid, pretendiente carlista al trono de España,
especialmente en el periodo bélico de la Tercera Guerra Carlista (1872-1876).
[7] Acción bélica de resultado incierto, acaecida
durante la Guerra citada en la nota anterior. Se produjo en las inmediaciones
del Bilbao cercado por los carlistas, en marzo de 1874.
[8] La Segunda Guerra Mundial concluyó en mayo de
1945 en Europa y en agosto del mismo año en la zona del Pacífico.
[9]
El Diplomado en Sanidad es un título no universitario, de la Escuela Nacional
de Sanidad, que proporciona una formación básica en salud pública. Resultaba
necesario para ejercer de médico titular de una población, de Jefe Local de
Sanidad y de lo que -a partir del Decreto de 27 de noviembre de 1953- se
llamaron médicos de Asistencia Pública Domiciliaria. Actualmente (2017), las
Comunidades Autónomas comparten competencias en la materia con la Escuela
Nacional de Sanidad.
[10] La veleta o giraldillo que corona la famosa torre porta una cruz, entre otras
cosas.
[11] Conocidísima marca francesa de automóviles,
que viene fabricando desde 1889.
[12] Retruécano de la conocida frase de Carl von
Clausewitz (1780-1831): La guerra es la continuación de la política por otros medios.
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