El topo desagradecido
Por Federico Bello
Landrove
Una referencia, fragmentaria y
posiblemente mal intencionada, me da pie para pergeñar un cuento histórico y
reflexionar sobre una realidad poco conocida: la de los licenciados en Derecho
-algunos, de campanillas- que colaboraron durante nuestra Guerra Civil con la
Administración de Justicia militar. ¿Con qué resultado? Pues bastante pobre, a
juzgar por lo que sigue.
0.
Presentación
De una página
cualquiera de cierto libro[1]:
A.R., elegido diputado por … en las
elecciones de febrero de 1936 y miembro del Comité Central del Partido
Comunista, nos dice lo que sigue: … El Delegado de Hacienda de … y dirigente
socialista, G.B., tuvo escondido en la guerra al Fiscal de aquella Audiencia
Provincial. Al final, este mismo Fiscal lo condenó a muerte y, después de
mantenerlo confiado en que, a pesar de todo, no lo liquidarían, terminaron por
fusilarlo.
Como he sido
fiscal y la noticia presentaba, de entrada, algunos posibles errores[2],
me preocupé de corroborarla. Descubrí la certeza de muchos aspectos, aunque he
fallado en dos datos importantes: de qué modo se implementó el escondite y,
sobre todo, quién fue el presunto fiscal desagradecido[3].
El resultado de mi análisis y reflexión es este relato que, en sus dos primeros
capítulos tiene aroma de cuento histórico y en el tercero, de ensayo sobre un
poco conocido aspecto jurídico y sociológico de nuestra Guerra Civil.
1. Pacto de caballeros
Todo aquello de
las categorías y subcategorías en la Carrera Fiscal, al bueno de Ángel le
resultaba una engañifa. Apenas llevaba dos años ejerciendo y ya se encontraba
en la Audiencia de Calatrava en el puesto de Teniente Fiscal. La asignación provisional de su Jefe a funciones en
Madrid lo convertía, de hecho, en la máxima autoridad del Ministerio Público en
la provincia. Y es que, como él decía parafraseando a su maestro Antón Oneca, en España lo provisional es lo que más dura[4]
.
Así las cosas, al
flamante Teniente Fiscal, en funciones de Jefe, le tocó lidiar con las
consecuencias procesales de la Revolución de 1934 en su provincia, bastante
sangrientas en varias localidades. Afortunadamente para él, los juicios se
vieron en Consejos de Guerra, por la Jurisdicción militar. Con todo, algunas piezas
menores del proceso principal quedaron, de entrada, en manos de los magistrados
civiles y de la policía a ellos
subordinada[5]. Y ahí
es donde vino a coincidir Ángel con Carlos, el otro protagonista de nuestra
historia.
A diferencia del fiscal,
que era apenas un recién llegado a la provincia, Carlos era un calatraveño de
toda la vida, de esos que los censos y matrículas antiguas denominaban
imprecisamente empleados, queriendo
aludir a obreros con algunos estudios, que usaban del cerebro más que de los
brazos. Nuestro “empleado” lo estaba en las oficinas del Catastro y dedicaba el
poco tiempo libre del que disponía al servicio del Partido Socialista y de su
central sindical, la UGT, de la cual había llegado a ser uno de sus más notorios
dirigentes provinciales.
Aunque de talante
pacífico, y aún contemporizador, cuando llegaron a Calatrava las consignas
levantiscas en el 34, Carlos no se echó atrás y colaboró cuanto pudo en el
acopio de armas, la colocación de explosivos en puntos estratégicos de la vía
férrea y como animador de la huelga general y el levantamiento proletario. Hay
quien dice que Carlos era uno de los triunviros que dirigían la sublevación
provincial, en tanto otros asignan ese dudoso honor a sus correligionarios,
llamados Antonio, Calixto y Benigno. Yo no me pronunciaré al respecto, habida
cuenta de que mi colega, el fiscal Ángel, ya concedió al sospechoso el favor de
la duda.
En efecto, no
viendo clara su participación revolucionaria, Ángel informó al Juzgado en el sentido
de que archivaran las actuaciones respecto de Carlos, no pasando las mismas a
la Jurisdicción militar; ello, no sin el enfado del comisario Benavides, al que
el Fiscal tapó la boca con la ayuda de las Ciencias exactas:
-
Vamos
a ver, comisario, ¿no dice usted que la rebelión estaba encabezada por tres
individuos?
-
Así
es, señoría.
-
¿Y
Antonio, Calixto y Benigno no forman un trío?
-
Desde
luego, pero…
-
Pues
no se hable más. No vamos a quedar como unos lerdos ante el Consejo de Guerra.
Así pues, Carlos se
libró por los pelos aritméticos. No era hombre detallista, pero su mujer, a la
pata la llana, se presentó en casa de Ángel con un par de capones. No estaba él
en casa, gracias a lo cual sus dos tiernas hijitas se lo pasaron bomba durante
un buen rato, acariciando a los acongojados volátiles. Pero, tan pronto llegó
el Fiscal a casa y recibió de su mujer la noticia, ordenó a la criada:
-
Vaya
usted ahora mismo con esas aves al Catastro, en la calle de…; pregunte por don
Carlos… y le devuelve los animales con esta nota que le doy. ¡Ah!, procure
hacerlo de manera discreta; que no cacareen.
Ignoro si los
capones se hicieron notar, ni tampoco he tenido ocasión de leer la esquela
adjuntada, pero sí me consta la respuesta tajante de Ángel ante la petición de su
esposa para que reconsiderara su radicalidad:
-
Los
sobreseimientos -dijo- se acuerdan, no se granjean.
No es una mala
frase, por más que los capones fueran, no de granja, sino de corral.
***
Pasó el tiempo sin
que Ángel y Carlos intercambiasen una sola palabra, ni tan siquiera un saludo,
pese a cruzarse de vez en cuando por la calle. En enero de 1936, se celebró al
fin el Consejo de Guerra del triunvirato calatraveño,
siendo condenados los acusados a pena de veinte años y un día de reclusión. Nunca
duró menos tal sanción pues dos meses más tarde se les amnistiaba por el nuevo
Gobierno del Frente Popular. Ahora iban a cambiar las tornas. Pronto tendría
nuestro Fiscal evidencias de ello.
En efecto, a
finales de marzo del citado año fatídico, Amadeo, el jefe provincial de Falange
Española fue detenido por presuntas injurias verbales a las Autoridades
establecidas. ¡Ni que hubiese sido un asesinato! La sala de vistas de la
Audiencia se llenó de bote en bote. Otro fiscal había calificado la causa y
solicitaba para el falangista pena de mil pesetas de multa -con arresto
sustitutorio de dos meses de cárcel-. Ante la relevancia del caso, Ángel se
sintió obligado a dar la cara y actuó en el juicio. Al concluir el mismo,
solicitó la absolución del acusado, por no haberse acreditado los hechos de
modo suficiente. Consecuencia: escándalo popular
y sentencia absolutoria, que el Tribunal procuró subrayar que lo era por imperativo del inexorable principio
acusatorio, dado que el Ministerio Fiscal -única parte activa personada- ha
retirado su previa acusación.
Esa fue una
consecuencia. Otra, menos previsible, fue que el Gobernador Civil ordenó la
detención de Amadeo, tan pronto salió de la sala del juicio. El Presidente de
la Audiencia y Ángel solicitaron inmediata audiencia y explicación al
expeditivo Poncio. Su respuesta tuvo
tanto de legal como de ladina:
-
La
Policía tiene preparado un abultado dossier
de Amadeo, suficiente para acusarlo de asociación ilícita, tenencia ilegal de
armas, conspiración para la rebelión y un montón de cosas más.
-
Si
es suficiente o no para acusar, seré yo quien tenga que valorarlo, replicó el
Fiscal de forma desabrida.
-
Señor
fiscal -contestó el Gobernador, a quien llamaremos don Germán-, seamos claros y
prudentes. ¿Se imagina la que se habría armado si Amadeo vuelve en triunfo a su
casa, con los plácemes de la Fiscalía?
-
Si
ese ha sido el motivo real -terció el Presidente-, bien está, pero suéltenlo en
unos días, cuando la reacción haya amainado.
-
Como
el atestado va a ir en seguida a manos del Juez Instructor, que sea él quien
decida, concluyó don Germán, tan perspicaz como de costumbre.
***
El juicio susodicho se había celebrado el 25
de abril. A mediados del mes siguiente, Carlos el ugetista se presentó en el
Palacio de Justicia, solicitando audiencia al Teniente Fiscal. Ignoro los
términos precisos de la conversación, pero el sentido es claro: Carlos había
quedado bien impresionado, y agradecido, del comportamiento del fiscal en su
caso. Ninguna duda tenía de que la imparcialidad y la objetividad eran también
los motivos que le habían guiado en el caso del falangista Amadeo. Pero las
cosas estaban como estaban:
-
Me
consta -debió de decir- que algunos energúmenos se la tienen jurada a usted y,
como se líe la que todos nos tememos, su vida corre peligro.
-
¡Y
qué quiere que haga! Me han puesto escolta y salgo de casa lo menos posible.
-
Tal
vez pueda hacerse algo más. Para eso he venido a verlo.
Y, veladamente al
principio, con toda claridad después, Carlos propuso un pacto de ayuda mutua,
en función de quién acabara llevándose el gato al agua en Calatrava:
-
Si,
como espero, somos nosotros los que dominemos, lo protegeré hasta donde me sea
posible. Si ganan los fascistas -y perdone, que no le considero tal-, será usted
quien me preste toda la ayuda que pueda. Creo ser una buena persona y, desde
luego, no me he manchado las manos de sangre, ni con dinero mal adquirido.
-
Todo
eso está muy bien -parece que concedió Ángel-, pero la revolución no se ha
producido y quiera Dios que no lleguemos a la guerra civil. ¿Y entre tanto?
-
Yo
me encargo de que no le toquen ni un pelo. Pero no estaría de más que hiciera
algunos preparativos, poniéndose en lo peor. Para empezar, envíe a su mujer y a
sus hijas a veranear a un sitio más seguro. Yo, desde luego, en cuanto acabe el
curso escolar, mandaré a mi familia al campo, con mis suegros.
Dicen que, al
terminar, se dieron la mano. Era lo más lógico como despedida, pero ustedes
entenderán la impresión que, mucho años después, revelaba Ángel:
-
Tuve
la sensación de haber cerrado con ese apretón un trato en la feria.
***
Amaneció el 19 de
julio y sonaron los primeros disparos. Calatrava no tenía guarnición militar y
la Guardia Civil se mantuvo expectante, pero falangistas y milicianos se liaron
a tiros durante un par de días, hasta que los fieles a la República se hicieron
con el pleno control de la situación. Cayeron unos pocos -entre los cuales, el falangista
Amadeo- pero, de entrada, las represalias fueron contenidas y no pasaron de
encerrar en la cárcel a los de derechas. Con los días y el ejemplo de las
violencias foráneas, la ciudad fue llenándose de extremistas venidos de Madrid
y de la provincia, prestos a eliminar a los adversarios políticos y a
cualquiera que les pareciera tal. La ley y sus servidores parecían estar de
adorno. Ángel, no obstante, seguía yendo a trabajar. Precisamente en su
despacho recibió la visita de un inspector de Hacienda, al que ya conocía de
vista:
-
De
parte del Delegado, que me acompañe a conversar con él.
-
¿De
qué se trata? ¿Y por qué no viene él a la Audiencia para la entrevista?
-
Yo
que usted, no pondría pegas. Me parece que don Carlos quiere hacerle un favor.
¡Así que se
trataba de hacer efectivo el pacto de ayuda mutua! No tenía ni idea de que su
protector hubiese subido tanto en tan
poco tiempo. Claro que a otros les estaba pasando lo contrario: bajaban a toda
velocidad; incluso hasta la tumba.
En efecto, Carlos
ya tenía preparado el plan. Le entregó un carné de la UGT a su nombre, a falta
de la fotografía, y un oficio firmado por él, en el que designaba al funcionario de Justicia, Ángel…, agente de la Delegación de Hacienda para la
incautación de fincas en el partido judicial de Mercurino.
-
De
lo que se trata -puntualizó el Delegado- es de que se acomode en la explotación
de La Bienvenida y no salga de allí, procurando en lo posible pasar
desapercibido. Es usted poco conocido en Calatrava y ni habrán oído hablar de
usted en la sierra. De todos modos, le recomiendo que eluda presentarse con su
primer apellido y, al firmar, lo represente solo con la inicial.
Ángel no abría la
boca, concentrado como estaba en memorizar cuanto Carlos le recomendaba. Este
procuró abreviar y concluyó:
-
Vaya
a su casa y coja una foto de carné y lo más imprescindible, sin alardear de
maleta. Vuelva luego al vestíbulo de la Delegación. Daré orden de que lo recoja
una camioneta del Sindicato. Monte atrás, a cubierto del toldo. Y no intente
ponerse en contacto conmigo, salvo en caso de estricta necesidad.
Todo resultó
conforme a lo proyectado. Era tiempo: Dos días más tarde -el primero de
agosto-, empezó la cosecha de sangre indefensa. No cesaría en casi una década.
2. La mala paga
Como es sabido, la
Guerra Civil acabó en la provincia de Calatrava a fines de marzo de 1939. No
tengo constancia de que Ángel saliese de su escondite antes de dicha
finalización, para él doblemente venturosa, por recobrar la libertad y no haber
perdido la vida. No obstante, podría estar yo equivocado, a juzgar por el dato
que poseo, de documentos irrebatibles: Nuestro fiscal civil, haciendo uso de facultades legales[6],
se incorporó en los primeros días de abril al Cuerpo Jurídico Militar, en
concepto de Capitán Honorífico. Por mucha prisa que él y la Justicia militar
tuviesen en el ingreso, no parece posible desarrollar tamaña urgencia. Pero el
hecho -lo que nos interesa para el relato- es este: que Ángel obtuvo
temporalmente la condición de Fiscal militar, con facultades para ejercitar la
acusación en los Consejos de Guerra. Es probable que no desease ni pretendiera
ejercer tal función en Calatrava, pero así se lo ordenaron:
-
¡Qué
mejor que en una provincia que conoce bien y sin tener que desplazarse respecto
del que será posteriormente su destino civil!
-
Pero,
mi comandante, puede ser que conozca a los sujetos a quienes se haya de juzgar.
-
Pues
lo pone usted en conocimiento de la Auditoría y que le aprueben la abstención
en el asunto. ¿No hacía lo mismo, llegado el caso, cuando trabajaba en la
Audiencia Provincial?
Era cierto, pero
solo a medias. No iba a andar absteniéndose a cada vez que le sonara la cara de
un tipo y, menos aún, si no se percataba hasta el momento del juicio.
No fue eso, desde
luego, lo que aconteció con el sumario 463/1939, seguido contra Carlos…,
Delegado de Hacienda de Calatrava. Ángel desconocía hasta entonces si su
protector había logrado huir o no pero, en cualquier caso, nombre y cargo eran
inconfundibles. Estuvo en un tris de presentarse de inmediato a su Superior y
solicitar la abstención. Ahora bien, ¿qué iba a contarle? ¿Que se había pasado
toda la guerra tranquilamente emboscado, colaborando en ocasiones con las
incautaciones de tierras y siendo testigo pasivo de torturas y asesinatos? Decidió
pensárselo mejor y, por lo pronto, visitar en la cárcel al procesado. Se
proveyó de una buena cesta con víveres y útiles de aseo, para iniciar así su
ayuda a la recíproca.
Como es natural,
Carlos estuvo encantado de verlo y de que fuera el fiscal de su causa. Con
todo, llevaba ya casi cuatro meses en la prisión y no se hacía muchas
esperanzas:
-
Mire,
don Ángel, a mí de la pena de muerte no me salva ni el Papa; ¿para qué voy a
engañarme? Así pues, no tiene sentido que ande revelando usted que lo escondí
durante la guerra y verse obligado a dejarme en manos de otro fiscal, sin duda
más duro. Haga lo que pueda ahora, es decir, no exagerar los términos y echarme
alguna flor, por si cae la breva.
Luego, cuando llegue el momento de pedir el indulto, será cuando pueda valer
cuanto diga en mi favor.
-
Entonces,
¿qué puedo hacer por ti en este momento?
-
Dar
una mano a mi familia. Unas pesetillas les vendrían de perlas.
***
Como había
vaticinado, Carlos fue condenado a muerte, pese a la inusitada continencia de
Ángel. No solo era por el cargo importante que había ejercido, sino por el
acierto en el desempeño del mismo. Para su mal, el sumario recogía la eficacia
y vehemencia del procesado en cumplir sus funciones, entre las que destacaban
las incautaciones de tierras y el expolio de los edificios religiosos. Con toda
diligencia y sin quedarse con un céntimo, había volcado impuestos y beneficio
de las ventas en favor de las unidades de Milicias calatraveñas que combatían
en los diversos frentes. La verdad es que su contribución a la suerte de la
guerra había sido escasa pero, por lo menos, iban bien equipados. Otro tanto
podía loarse la dedicación de Carlos hacia los refugiados, que más que doblaban
la población autóctona en la capital y sus aledaños.
Notificada la
condena, Ángel volvió a entrevistarse con Carlos, a fin de reconfortarlo y
resumirle lo que tenía pensado hacer para intentar salvarle la vida. Más por
acopiar datos útiles que por curiosidad, el fiscal le preguntó:
-
¿Cómo
es que no intentaste escapar? Podría ser bueno alegar que confiabas en la
benevolencia de tus adversarios.
Carlos sonrió con
ironía y contestó:
-
Esta
ha sido, y sigue siendo, una guerra a muerte en el más estricto sentido de la
expresión. Si estoy aquí es porque no tuve medios de escapar con mi familia.
Dejarlos aquí y huir yo me pareció una canallada… En fin, a lo hecho, pecho.
Ángel pensó que
aquel reo había tomado la peor resolución para todos, él incluido. Se escuchó
diciendo la frase más manida en estas ocasiones:
-
Mientras
hay vida, hay esperanza.
-
Acabo
de cumplir los cuarenta -señaló Carlos, un tanto conformista-. ¡Cuántos se han ido
con bastantes menos!
***
De lo que sucedió
en los trece meses siguientes[7],
no tengo otra referencia que la que derivada de la presunción de inocencia y de lo mucho que se tardó en ejecutar la
pena capital. En atención a lo primero, he de aceptar, salvo prueba en
contrario, que Ángel intentó por todos los medios a su alcance conseguir el
indulto y conmutación de la pena de muerte. Los trece meses que tardó esta en
cumplirse no hacen sino abonar tales esfuerzos, por baldíos que resultasen.
Ahora bien, no conociendo a fondo el caso, podríamos preguntarnos: ¿Por qué,
tras más de un año de idas y venidas, el indulto fue denegado? De la conjunción
de dos datos, la dilación del expediente de gracia y la eficacia del Delegado
de Hacienda de Calatrava, extraigo esta conclusión: Los expolios e
incautaciones levantaron contra Carlos a poderosos enemigos, terratenientes y
eclesiásticos, capaces de sostener con Ángel un pulso prolongado y letal. Es
una mera hipótesis, pero esto es solo un relato, tan real y tan imaginario como
los lectores quieran aceptar.
Podría ayudarnos
para juzgar el comportamiento de Ángel la asistencia que prestase a la familia
de Carlos, una vez fallecido este. Pero aquí me parece estar oyendo la voz
desgarrada y las palabras dignas de la viuda:
-
Díganle
a ese señor que, ya que no me regaló la vida de mi esposo, puede guardarse todo
lo demás.
3. De complementarios y honoríficos
Tenemos la fortuna
de contar en Internet con la Escalilla
del Cuerpo Jurídico Militar, publicada por la Dirección General de
Reclutamiento y Personal del Ministerio del Ejército, cerrada el 1 de enero de
1948. Aunque la fecha podría resultar demasiado tardía para mi propósito,
resulta muy útil, dado que sigue conservando los nombres y datos de muchos -no
todos- los individuos que prestaron servicios en dicho Cuerpo durante la Guerra
Civil y la inmediata posguerra. Gracias a ello, y siempre de conformidad con la
citada Escalilla, encontramos las siguientes cifras del personal
jurídico-militar:
·
Escalas activa y complementaria (es decir, profesionales del Cuerpo
Jurídico Militar, propiamente dichos): 177. Sus categorías son todas las
existentes entre general de división y teniente.
·
Escala de Complemento (entiendo que no profesionales, pero
equiparados a ellos, en tanto estén en servicio activo): 79. Solo 24
permanecían en activo en 1º de enero de 1948. Sus categorías son capitán y
teniente.
·
Escala Honorífica (licenciados en Derecho no
profesionales, ingresados al amparo del Decreto de 8 de noviembre de 1936, para
cubrir situaciones de plétora de asuntos[8]):
458. Solo 35 permanecían en activo en 1º de enero de 1948. Sus categorías eran
las de comandante, capitán y teniente[9].
De manera breve: Frente
a solo 177 jurídicos-militares auténticamente profesionales, hubo no menos de
537 de complemento u honoríficos en
el periodo de la Guerra Civil e inmediata posguerra[10].
Dicho de otro modo: a no ser por la aportación voluntaria de muchos
juristas, habría sido imposible mantener el ritmo de los Consejos de Guerra
franquistas y demás actuaciones derivadas.
Desde mi modesto
conocimiento de figuras destacadas del foro, la cátedra y la judicatura
(incluida la fiscalía), entiendo que no se trató solo de una aportación de
cantidad, sino de sorprendente calidad. Ya en el momento de su ingreso sucedía
así (catedráticos y profesores universitarios; jueces y fiscales ejercientes).
Posteriormente, no menos del diez por ciento de ese medio millar de individuos
(todos varones, por supuesto), llegarían a elevados puestos sociales, desde
Ministros a Magistrados del Tribunal Supremo y Fiscales equiparados, así como a
Abogados punteros y Catedráticos de Universidad[11].
Dos preguntas me
formulo ante esa realidad: ¿Qué movió a ilustres juristas a mancharse con el
fango de la Justicia militar de la época?
¿Cómo se comportaron: igual, mejor o peor que los militares profesionales,
jurídicos o no?
La primera
cuestión tiene -como es lógico- varias respuestas. Unos se sentirían llamados,
a fin de cumplir la tarea con mayor humanidad o conocimientos. Otros, para
librarse de la lucha en el frente, o para hacerse
perdonar una precedente ideología poco coincidente con el Franquismo. Quien
sentiría la llamada de un sueldo en una etapa de penuria, o del oropel del
uniforme. Habría quien no tendría cosa mejor que hacer, hasta tanto se
reanudaba la vida normal de Tribunales y Universidades. Y -¿por qué no?- otros
obrarían movidos por impulsos de resentimiento, venganza o espíritu justiciero
hacia enemigos despreciables o viles
criminales -que también los hubo ante los Consejos de Guerra-.
La segunda
pregunta tendría también respuestas diversas, si pudiéramos contar con los
datos pertinentes. Entiendo que los historiadores han dejado correr las décadas
en que el análisis habría sido factible. Hoy -escribo en 2017- no creo que ni
la Historia, ni la Memoria, puedan ofrecer resultados sólidos. Sin otros
motivos que las exigencias de la función judicial de entonces, las
circunstancias de la época y el conocimiento del alma humana, me atrevo a
concluir que, por término medio, pocos justiciables tuvieron motivo para
comprender, y agradecer, que les hubiera tocado en suerte un jurídico-militar
de complemento u honorífico. Vamos, que lo de honorífico fue un calificativo meramente administrativo.
[1]
Como corro el riesgo probable de no ser creído por quienes no me conocen, me
veo obligado a citar la obra: Doménec Pastor Petit, Resistencia y sabotaje en la Guerra Civil, Ediciones Robinbook,
Barcelona, 2013, páginas 118-119. Dejo en el anonimato provincias e implicados,
contando con que la mayoría de los lectores no hará nada por indagarlo.
[2]
Uno es evidente, pues los Fiscales no condenan: solo acusan y piden penas.
También parecía erróneo que un Fiscal civil
actuase en un Consejo de Guerra (militar); pero esto último era en cierto
modo posible, como comprobarán quienes lean hasta el final esta curiosa
historia.
[3]
En este último punto, he llegado a una convicción racional, pero no a certeza.
Basado en tal convencimiento, he aportado en el relato muchas circunstancias
verídicas, aunque procurando que no permitan alcanzar a otros la seguridad que
yo mismo no tengo.
[4] Se pone esta frase en boca del insigne
penalista José Antón Oneca (1897-1981), como de otros varios, aludiendo a la
Ley Orgánica del Poder Judicial, aprobada provisionalmente
en 1870, pero que se mantuvo en vigor hasta ser sustituida por la de 1985,
ciento quince años posterior.
[5] Es legalmente dudosa esa dualidad de
competencias, pero se dio en la práctica y, sobre todo, resulta necesaria para
explicar la dinámica de nuestro relato.
[6] En concreto, el Decreto nº 70, de la Jefatura
del Estado, de fecha 8 de noviembre de 1936. Véase, en este mismo blog, mi ensayo El Derecho y la Guerra de España (III): Consejos de Guerra y Tribunales
especiales franquistas, apartado 2.1.
[7]
El Consejo de Guerra se celebró el 21 de agosto de 1939; el cumplimiento de la
sentencia, el 11 de septiembre de 1940. No soy experto en la materia, pero
entiendo que fue un periodo inusitadamente largo. Ya se considera tal el de
ocho meses (enero/septiembre de 1940), que pasó el dramaturgo Antonio Buero
Vallejo esperando el indulto -en su caso, concedido-: Véase en este blog mi ensayo El Derecho y la Guerra de España (VI): El macabro juego de los indultos
particulares, apartado 2.
[8]
Buena prueba de ello es que en su gran mayoría fueron licenciados entre noviembre de 1943 y enero de 1944, cuando los
Consejos de Guerra empezaron a escasear, proporcionalmente hablando.
[9] El promedio de edad era de unos treinta años.
El de permanencia en servicio, de casi seis años.
[10]
Las cifras no incluyen otras colaboraciones complementarias
de civiles en la Justicia militar, como en cargos de Secretario de Juzgado
militar.
[11]
Remito a los escépticos a la consulta, bien fácil, de la expresada Escalilla.
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