En Irlanda, con Mick
Collins (Segunda parte: El descenso a los infiernos)[1]
Por Federico Bello
Landrove
En esta segunda parte de la historia, se
siguen fielmente los acontecimientos, desde las negociaciones del Tratado
anglo-irlandés de 1921, hasta la muerte de Michael Collins (22 de agosto de
1922).
El señor Doogan me
había tomado gran afecto. Los 50.000 dólares que había confiado a mi
discreción, ya lejos de las garras del Hombre
Alto, habían ido a parar a las muy respetables manos de la Cruz Roja, que
los habría hecho llegar a las víctimas de la guerra, con total seguridad. De
Valera había desaparecido de la escena americana, no sin dejar una Asociación
que administrara sus intereses en los Estados Unidos. Mi jefe lo había
comentado con acidez:
-
Primero
se tira dos años haraganeando por aquí y luego le entran las prisas y regresa
de tapadillo.
-
Hombre,
Jefe, tiene que esconderse de los ingleses y no es extraño que quisiera pasar
las Navidades con su familia.
-
Ya,
ya; para todo hay disculpa. Verás como ahora la lía en Irlanda y le quita los
galones a Collins.
He de reconocer que, para no saber mucho de
política, Doogan era muy perspicaz. Yo no habría definido con más acierto ni
menos palabras el cisco que se preparó entre los gallos Dev y Mick. Pero a mí, por entonces, se me daba un ardite:
Irlanda era un recuerdo lejano, del que yo me distanciaba aún más, al haber
tenido mi estancia allí poco de agradable. Simplemente, envié a Lucy Wood una tarjeta
postal de felicitación navideña, con una vista de la biblioteca de Harvard.
Ella me contestó con una carta, de la que pude deducir lo fea que estaba la situación
por Dublín y lo mucho que había agradecido mi regalo del libro de Yeats. Y así
siguieron las cosas, hasta que en pleno verano del año siguiente nos llegaron
noticias de la tregua entre británicos e irlandeses, así como de la inmediata
apertura de negociaciones para alcanzar un Tratado definitivo de paz y el Home Rule. La indignación de Doogan fue
de campeonato. Me la hizo llegar directamente, por teléfono:
-
¿Leíste
el Globe de ayer?
-
No
suelo hacerlo, Jefe. El médico me tiene prohibido leer a la competencia.
-
Déjate
de guasas. Ha dedicado tres páginas al alto el fuego en Irlanda, con fotos,
entrevistas, opinión de expertos de aquí y un editorial. ¡Y nosotros, ni
enterarnos!
-
Estoy
muy desconectado del tema pues ya recordará que hace más de un año que regresé
de Dublín. No obstante, si lo desea, podría echar una mano y completar lo que
mande en el futuro el corresponsal en Londres.
-
Te
lo agradezco y ponte a ello con prioridad absoluta. En cuanto al corresponsal,
olvídate. Acabo de ponerlo en la calle. ¡Menudo mastuerzo!
Estuve a punto de
replicarle que tal vez las cosas nos habrían salido mejor de tener una oficina
en Dublín, pero me abstuve de dar ideas, en mi propio interés. Capeé el
temporal lo mejor que pude, aprovechando mis artículos de 1920 y la experiencia
atesorada durante mi estancia en Irlanda. Doogan respiró y, más aún, cuando le
informé sobre mis intentos de conseguir una fuente fiable in situ. Lamentablemente, la cosa no cuajó en principio, como
inferirán ustedes de este fragmento de carta, remitida por Emmet Dalton en
respuesta a la mía:
Dublín, 20 de julio de 1921.
Estimado mister Rosson:
Agradezco sus buenos augurios acerca de la
reciente tregua y los deseos de que sirva a la definitiva pacificación y, en su
día, a la libertad de Irlanda. He de decirle que nuestro pueblo la ha recibido
con el lógico júbilo, el cual no es compartido por los jefes del Sinn Fein y
del IRA, muy escépticos por razones que usted fácilmente podrá comprender…
En cuanto a su petición de seguir las
negociaciones de Londres a través de la información que pudiéramos facilitarle
Mick o yo mismo, lamento indicarle que ello va a ser imposible pues el señor De
Valera, que encabeza nuestra delegación, no ha incluido en ella a Collins. De
hecho, hasta el día de hoy, se ha limitado a comunicar con él mediante una
carta, que es un modelo de ambigüedad y sentimentalismo…
Collins me encarga le haga llegar su
gratitud por el interés y buen sentido que su diario muestra hacia la cuestión
y la causa de Irlanda, de lo que usted es, sin duda, el mayor responsable.
Por mi parte, si la actual situación
cambiase a mejor, no tendré inconveniente en compartir con usted la información
que me llegue, dentro del lógico deber de confidencialidad, y siempre con el
conocimiento y aprobación de Mick…
***
A finales de
agosto, se produjo se produjo el bombazo.
Después de mes y medio negociando de modo poco formal, De Valera y sus
adláteres regresaron a Dublín y, con vistas a la nueva ronda de conversaciones
-esta vez, plenamente oficiales-, Dev declinó presidir de nuevo la delegación
irlandesa y forzó a Collins a formar parte de esta, con Griffith[3]
como presidente. A mayores, los cinco delegados eran designados “plenipotenciarios”,
con lo que ello suponía de capacidad para obligar al Dáil[4].
Yo estaba hecho un lío, pues no imaginaba que el maquiavelismo de Valera
llegase a esos extremos de absurdo. En uno de mis artículos de aquellos días en
el Sentinel lo reflejaba así:
Como saben nuestros lectores, los británicos
han llegado hasta el borde de cuanto pueden conceder como Home Rule a Irlanda:
algo así como lo que tienen canadienses o australianos, con las correcciones
propias de no ser lo mismo estar separados por los océanos, que por el Canal de
San Jorge. Por su parte, el señor De Valera ha tenido que transigir con la
Monarquía y, sobre todo, con la probable división de Irlanda, al excluir la
incorporación del Ulster de mayoría protestante. Si casi todo parece ya bien
atado, no le veo sentido a que quien se paseó durante año y medio por América
como Presidente de la República de Irlanda y personificación de su nación, se quede ahora en Dublín y mande en su
lugar a unos plenipotenciarios,
encabezados por un maduro teórico moderado, el señor Griffith, y por un joven
guerrero extremista, mister Collins, ninguno de los cuales tiene afinidad
personal con él. Tenemos el derecho de interpretar su ausencia de Londres como
una muestra de cobardía política, sin que por ello se nos tache de mal
pensados.
Debí haber sido
más prudente. Llamar cobarde a de
Valera y recibir un montón de cartas con la reprimenda de los lectores, fue
todo uno. Al director del Sentinel le
faltó tiempo para ir con el cuento a Doogan y este me llamó a capítulo, en su
palacete de la Avenida Charles.
-
Pero
vamos a ver, Harvey -me dijo con tono condescendiente-, ¿qué motivos fundados
tienes para insultar a ese santurrón,
al que venera la mayoría de nuestros lectores?
-
Es
de puro sentido común, Jefe. Si ese tipo, que es modelo de quien quiere
mangonear y dirigirlo todo, endosa la negociación más importante de su vida a
personas desafectas, y como plenipotenciarias para más inri, es que quiere escurrir el bulto y cargar con el sambenito a
sus rivales políticos. Ya ha probado en estas semanas todo lo que están
dispuestos a concederle los británicos y por eso manda ahora a Collins, como
chivo expiatorio, para dar a entender que el fracaso ha sido suyo y ponerlo a
los pies de los caballos.
-
Todo
eso está muy bien y, por lo que sé del tal De Valera, estoy dispuesto a
suscribirlo; pero se nos han dado de baja cerca de cuatrocientos suscriptores y
vas a tener que disculparte y volver en exclusiva a la Agencia de noticias por
una temporada. Y eso que…
Doogan sonrió de
forma taimada y esperó unos segundos para proseguir, imaginando cuál podría ser
mi reacción.
-
…
Estoy pensando que nos hemos quedado sin corresponsal en Londres, lo que es
inadmisible, y más en este momento. No te voy a hacer la faena de desterrarte
de América por una temporada larga, pero sí te voy a comisionar como enviado
especial a las negociaciones del famoso Tratado. Irás con dietas dobles y se te
respetará el puesto de Subdirector en O’Clock,
que volverás a ocupar tan pronto se firme el acuerdo o se rompan
definitivamente las conversaciones. ¿Qué me dices?
-
Le
digo que acepto, aunque a regañadientes, porque estoy convencido de que soy el
mejor -¡qué digo el mejor!-, el único en Doogan
Press capaz de desempeñar dignamente el encargo; pero no pienso moverme de
Londres. Como me hable de pasar a Irlanda, aún con tregua y todo, me despido en
el acto.
El Jefe se echó a
reír. Luego, me bajó los humos:
-
No
creo que necesites volver a Irlanda: Ya te has vuelto fanfarrón y boceras de
sobra. Anda, anda, prepara todo lo necesario y en dos semanas todo lo más, te
quiero a orillas del Támesis.
***
No hizo falta
andar con prisas: La compleja conformación de la delegación irlandesa y los
formalismos y condiciones de última hora retrasaron mes y medio el inicio de
las negociaciones. Entre tanto, además de buscar un buen alojamiento para mi
estancia en Londres, había comunicado con Dalton, para recordarle su compromiso
de ayudarme, ahora que Collins se había convertido en la figura clave entre los
plenipotenciarios, por obra y gracia de su antagonista De Valera. La respuesta
me llegó, precisa y puntual:
… En efecto, como suponía, Collins cuenta
conmigo para que lo acompañe a Londres, aunque no como miembro de la delegación
para discutir el Tratado, sino como enlace con los británicos para asuntos
militares y, en el fondo, para su propia ayuda y protección. Dentro de las
limitadas posibilidades que me da este puesto, cuente con mi cooperación para
sus reportajes, en una labor de mediación que podría ser innecesaria, si usted
no se mostrase tan reticente a entrevistarse directamente con Mick…
Como me consta su interés por ser objetivo,
para lo que es preciso conocer las dos caras de la realidad, y no constándome
que tenga contacto fluido con los estirados miembros de
la Delegación inglesa, le aconsejo que intente aproximarse al primo irlandés de
mister Churchill, conocido por Shane Leslie, de quien tenemos noticia de que va
a formar parte de su equipo. Es un sujeto bien informado y muy interesante a
nivel personal. Baste decir que, siendo un importante terrateniente noble, es
católico y firme defensor de la autonomía de nuestro país…
Los recuerdos que me ruega transmita a mi
prima Lucy bien podría hacérselos llegar personalmente, pues Dublín está
completamente en paz y el tiempo es todavía templado y poco lluvioso. Thomas
Gay está dispuesto a recibirlo en su casa de Clontarf, de donde usted hubo de
salir bastante aprisa el año pasado…
En vista de la
amable misiva de Dalton, hice algunas gestiones, hasta dar con el alojamiento
londinense del muy interesante Leslie[5].
Paraba en el afamado hotel Metropole,
en pleno Whitehall, tal vez demasiado caro para el enviado especial de un
periódico de no mucha tirada. Cayó en mis manos una propaganda del
establecimiento, en la que la propiedad se acordaba de nosotros, los pobres
palurdos coloniales y americanos que no conocíamos Londres. Se la pasé por las
narices a Doogan:
-
Un
poco caro, jefe, pero mi principal informador, todo un baronet[6], se
hospeda en él. Además, ya ve: especial
para coloniales y americanos que no conozcan bien Londres. Y la verdad es
que yo apenas he estado allí un par de veces.
-
Bueno,
bueno, gruñó. Pero, una vez contactes con tu
señorón, haz el favor de cambiarte a un hotel de menos tono. Cuenta con que las
conversaciones pueden alargarse durante meses.
-
Dios
no lo quiera. No sabe lo aburrido que puede resultar el regateo diplomático.
Con lo de París, ya tuve bastante.
Finalmente, no
tuve que abandonar el Metropole. Con
pasarme a una habitación interior y lograr un descuento por larga estancia,
conseguí cuadrar el presupuesto.
***
Para abreviar en
lo posible mi relato, forzoso me será acudir al expediente de recoger algunos
fragmentos de mis crónicas en el Sentinel,
que resulten ilustrativos de la marcha de las negociaciones, entre el 11 de
octubre de 1921 -cuando se abrieron solemnemente- y el 3 de diciembre del mismo
año, que será objeto del capítulo siguiente. He escogido tres pasajes,
separados por un número similar de días.
Londres, 13 de octubre.
….Para tan alta ocasión, el Gobierno de facto irlandés ha enviado a negociar el Tratado a una Delegación coja. Quiero decir que, frente al poderoso dúo que
forman el histórico político, fundador del Sinn Fein, Arthur Griffith, y el
líder militar y héroe para su pueblo, Mick Collins, el Presidente De Valera ha
creado un inconcebible vacío, al quedarse en su casa, por decisión propia, y
permitir que hagan otro tanto los duros y maximalistas, Cathal Brugha y Austin
Stack. De esta forma, lo único confiable que tiene De Valera en la capital
británica son algunos fieles de segunda fila, que serán sus ojos y sus oídos en
las conferencias: el delegado, experto en asuntos económicos, Robert Barton, y
el distinguido secretario, nacido en Inglaterra, Erskine Childers, autor de la
famosa novela The riddle of the sands. Los
otros dos delegados, señores Duggan y Duffy, son abogados, llamados a jugar un
papel más técnico que decisorio…
Se ha especulado mucho con la
consideración de los delegados irlandeses como plenipotenciarios. Es un intento del señor De Valera por dotar
de capacidad internacional al Parlamento irlandés (el Dáil), que no es
reconocido por los británicos. De hecho, el Primer Ministro, Lloyd George, ha
dejado claro desde el primer momento que no reconoce en la Delegación irlandesa
otro título que el de portavoces del parecer de su pueblo, como personas de
alta consideración política. El Tratado, caso de llegarse a él, no podrá ser
validado por la mera firma de los delegados, sino por la votación favorable de
los diputados elegidos en las elecciones de mayo del corriente año para
representar a Irlanda en la Cámara de los Comunes, aunque no se hayan
incorporado a ella…
Fuentes muy fiables, consultadas por este
corresponsal, aseguran que, aunque el Dáil no dio a los delegados instrucciones
ni límites para su función, el señor De Valera, en su calidad de Presidente del
Parlamento irlandés y Jefe de su Gobierno, el Aireacht, ha desvirtuado toda la
apariencia de plenos poderes, comprometiendo secretamente a los delegados a
consultar con Dublín cuantas decisiones importantes hayan de tomar y, por
supuesto, el texto final del eventual Tratado, antes de firmarlo…
Y, en la crónica
publicada por el Sentinel el día 2 de
noviembre de 1921, podía leerse lo siguiente:
En las últimas fechas, el Gobierno británico
parece haber fijado de forma casi definitiva su postura ante el Tratado
irlandés, en forma de un memorándum, en el que se consideran puntos inalterables:
la consideración del Rey de la Gran Bretaña como Jefe del Estado de Irlanda, al
que habrán de jurar fidelidad todas las autoridades y oficiales públicos; la inexistencia
de una ciudadanía peculiar irlandesa, ni de una política exterior de Irlanda,
que le permita declaraciones de guerra, paz o neutralidad propias; la defensa
naval y aérea de Irlanda a cargo de la Marina y la Defensa Aérea británicas,
que habrán de tener determinadas bases y facilidades en territorio irlandés; la
prohibición de todo tipo de restricciones, aduanas o aranceles a las mercancías
de cada uno de los países en el territorio del otro; el reparto de la carga de
la deuda pública y de las pensiones de la Gran Guerra, asumiendo Irlanda la
cuota que le corresponda.
¿Qué significa todo esto, se dirán
ustedes? Pues el reconocimiento a Irlanda del estatus de Dominio, similar al de
nuestros vecinos canadienses: a fin de cuentas, lo que ya habían ofrecido los
británicos a De Valera el pasado verano, a raíz del comienzo de la tregua. ¿Y
qué opinan de ello los negociadores irlandeses? Por lo que yo sé, no les parece
mala solución, pero recelan no ser apoyados por Dublín y temen la reacción de
los duros del IRA y de la gente de Valera. Pero aún temen más las advertencias
de Londres, en el sentido de que no firmar el Tratado significaría el regreso a
una guerra total, para la que los republicanos están
menos preparados ahora de lo que lo estaban en julio.
¿Y dónde queda el tema candente de la
unidad de Irlanda? Es comprensible la omisión en los ingleses, pues su Gobierno
necesita los votos de los unionistas y de los conservadores que apoyan
incondicionalmente al Ulster. Pero, ¿y los irlandeses? ¿Están haciendo toda la
fuerza e hincapié posibles en la unidad de su isla? Me llegan noticias de que
Griffith no parece muy inclinado a poner a Lloyd George contra las cuerdas y
aceptaría una partición temporal, recuperando inmediatamente los condados y
ciudades de mayoría católica y nacionalista. A fin de cuentas, un Ulster
reducido a la mínima expresión sería un mero enclave, difícilmente sostenible a
medio plazo.
Por último, en mi
crónica del 20 de noviembre podía leerse:
La Conferencia unionista de Liverpool,
celebrada días pasados, ha dejado claro que el Ulster no se entregará sin lucha
al Dominio unido de Irlanda. Es una decisión tras de la que se adivina el apoyo
sin fisuras de Wilson, Bonnar Law, Carson y tantos otros, cuya opinión pesa
decisivamente en el Ejército y el Parlamento. Es probable que Lloyd George
estuviera tentado de mandarlos al infierno, si no necesitase de ellos para
mantenerse en el poder. Y Churchill, pese a su realismo, no está lejos de la
opinión de su ilustre padre, cuando dijo, hace muchos años, el Ulster
luchará y tendrá razón para hacerlo. La
tenaza de Londres y Belfast se va cerrando sobre Irlanda.
Y, mientras tanto, ¿cómo se comporta
Collins? Para sorpresa de los negociadores británicos y de quienes lo conocimos
antes de la tregua, su protagonismo está redundando en una objetividad
encomiable. Es cierto que es más tajante que Griffith a la hora de reclamar una
sola Irlanda. Es verdad que su idea de los Dominios no está muy alejada de la
de la Asociación Externa entre iguales de Valera. Pero nunca rebasa los límites
de lo tolerable para los británicos y, ayudado por un buen equipo de abogados y
economistas, está manteniendo el tipo frente a la apabullante calidad de los
negociadores de la otra parte. Solo hay una cosa en que Collins esté muy por
debajo de sus antagonistas: el poderío militar. Me figuro que nadie, mejor que
él, es consciente de lo que tal cosa significa, a la hora de tensar la cuerda o
de romper la baraja...
He de reconocer, en confidencia a los
lectores, que mi opinión sobre Collins ha mejorado radicalmente desde que, por
obra y gracia de su Jefe, ha tenido que convertirse en diplomático y
estadista. En cambio, sigo pensando igual de mal respecto de Valera que cuando
lo llamé político cobarde, con gran
enfado de muchos irlandeses americanos. Ojalá tenga que rectificar no tardando esa
opinión tan negativa.
2. Un encuentro inesperado
Debo confesar que
la primera vez que pasé a Irlanda durante la negociación del Tratado no fue
para ver a Lucy Wood, sino invitado a su castillo por Shane Leslie, el primo de
Churchill con el que había logrado conectar como por casualidad en el hotel Metropole. Dalton había tenido razón:
Shane era un sujeto bien informado y muy
interesante. Su primo, el Ministro, tenía en alta consideración el
conocimiento que poseía del laberinto irlandés y lo apreciaba sinceramente; no
en vano en su infancia y juventud Churchill había pasado temporadas en su
mansión de Glaslough, en el condado de Monaghan, al lado de la incipiente
frontera del Ulster. Cuando Collins se enteró de mi buena relación con aquel
terrateniente, se despachó con ingenio y malicia:
-
No
sé por qué a mí no me consideras lo mismo, teniendo Leslie y yo tanto en común.
Mi familia posee una granja de cuarenta y nueve acres y la de él, otra de cuarenta
y nueve… mil.
Bien es verdad
que, cuando yo lo conocí, estaba económicamente en horas bajas. La nueva
normativa sobre la tenencia de tierras y la efervescencia política hacían muy
difícil tratar con los arrendatarios, y no digamos cobrarles la renta. Y, a
mayores, a Shane le había dado por dedicar a bosque cuanta tierra poseía de
modo directo, incluso gastándose el patrimonio en reforestarla. ¡Había que
verlo hablar con pasión de una nueva Irlanda que, como la antigua, fuese un
paraíso arbolado! Vamos, una utopía, como tantas otras dedicaciones suyas.
En aquel año
veintiuno, Shane andaba a vueltas con la biografía de no sé qué político[7]
y con una novela en clave sobre su poco grata estancia adolescente en Eton[8].
Al mismo tiempo, desempeñaba lo mejor que sabía la función de asesor particular
de su primo Winston en asuntos de Irlanda. No tardaría en sufrir la profunda
decepción de ser no grato para ninguna de las facciones irlandesas, y
sospechoso y abandonado por los políticos británicos, entre los cuales había
otrora formado. Pero durante las conversaciones del Tratado, se le notaba
ilusionado y muy activo. Unos diez años más joven que su pariente, el Ministro
de Colonias, trataba de vender de él a quien quisiera escucharlo la imagen de
un moderado y buen amigo de la Verde Erín. Escuchar era lo menos que podía
hacer yo, en las veladas de nuestro común hotel, amenizadas por la orquesta contratada para placer de bailarines y
melómanos[9].
Es más, le prometía:
-
En
lo que a mí respecta, ya sabes que tengo en mucho el pragmatismo de tu primo.
De hecho, en mis crónicas lo dejo al margen de los energúmenos del Parlamento;
pero no le hace ningún favor el precedente paterno, que yo creo apoya y
comparte.
-
Tengo
la desgracia -se lamentó Leslie- de que mis tierras se extiendan por la
frontera del Ulster y aún en parte por él. Por tanto, nadie conoce mejor que yo
la violencia que allí ya existe y la que se prepara. Collins ha estado
promoviendo y organizando los ataques del IRA y ahora se lamenta de la réplica
unionista. Dudo que Irlanda vuelva a ser una, pero ambas partes tendrán de ello
la culpa.
El viaje a
Glaslough me creó mala conciencia. Mi primera estancia tenía que haber sido en
Dublín, para recordar tiempos pasados y saludar a Lucy, como su primo Emmet me
había sugerido. Pero el otoño declinaba y hacía un tiempo de perros.
Finalmente, Dalton insistió:
-
Casi
todos los fines de semana pasamos a la Isla para informar al Aireacht. ¿Por qué no nos acompañas
alguna vez?
Improvisé una
disculpa:
-
Es
una oferta tentadora, Emmet, pero temo que, de aceptarla, Scotland Yard me ponga
en la lista negra.
-
Allá
tú, me replicó, pero no te vendría mal saludar a Collins. Estás jugando al
escondite con él sin motivo ninguno.
-
Tenerlo,
lo tuve, pero verdad es que ahora no me importaría volver a estrechar su mano.
Así quedaron las
cosas por el momento. Diciembre estaba al llegar y era evidente que las
negociaciones tocaban a su fin, cualquiera que este fuese. Me dio la ventolera
y, dejándolo todo, viajé hasta Liverpool y saqué pasaje para Dun Laoghaire. En
el equipaje portaba una sombrerera con el regalo anticipado para la fiesta de
Santa Lucía.
***
Aún a riesgo de
perderme algo importante en Londres, viajé a Dublín el martes, 29 de noviembre,
dispuesto a no regresar hasta el domingo siguiente. No obstante, dejé a Shane
Leslie el encargo de mandarme un telegrama en clave a mi pensión dublinesa de
la calle Capel, si sucedía algo que aconsejara anticipar mi regreso. En efecto,
el viernes, día 2, me disponía a encontrarme con Lucy para comer en Devlin’s, cuando la señora Robinson me
avisó de la llegada de un cablegrama. Era de Leslie y del siguiente tenor:
Patty abortará o tendrá niño lunes.
Era tanto como
decir que los irlandeses deberían dar su definitivo sí o no al Tratado tres
días después.
Con pena, cancelé
el almuerzo e hice el equipaje a toda prisa. La hostelera me preparó unas
viandas frías y Lucy se empeñó en acompañarme a Dun Laoghaire, para que tomara
allí el correo de las dos de la tarde; todo tan a la carrera, que apenas me
fijé en los viajeros que conmigo cogían el barco. Mi acompañante, al
despedirnos, me entregó un paquetito regular, envuelto en papel sepia y atado
con bramante. Al abrirlo durante la corta travesía, descubrí que se trataba de
una pequeña bandera de Irlanda en seda, con un arpa bordada con oro sobre la
franja blanca central.
Al atracar en
Liverpool, me apresuré hacia la estación de ferrocarril pero no logré encontrar
billete hasta el último tren de Londres, que salía a las nueve de la noche. Saqué
de la maleta el volumen II de la biografía de Lord Randolph Churchill por su
hijo Winston[10] y releí
los amplios pasajes sobre el Home Rule y
el problema del Ulster. Dicen que la Historia es maestra de la vida en la
medida en que, como otra frase famosa asegura, la Historia se repite. En
verdad, si para alguna nación se cumple tal cosa, es para la irlandesa.
***
Subí a mi vagón de
segunda del expreso, tan pronto quedó este formado en el andén, pues la sala de
espera estaba poco caldeada, como para poder contrarrestar el frío y la humedad
de la tarde. Seguí leyendo a la pálida luz ambiente hasta que el convoy se puso
en marcha, momento en que -según mi costumbre en los viajes nocturnos- cerré
los ojos, evitando así todo conato de conversación de los compañeros de
compartimento.
A la media hora,
me sobresaltó el roce de una mano en mi hombro. Miré con hosquedad y me
encontré con el rostro sonriente de Emmet Dalton, deseándome buenas noches. Se
sentó a mi lado y, en susurros, me explicó que también ellos habían viajado esa tarde de Dublín a Liverpool. En su misión
de vigilancia, había llegado en descubierta a la estación una hora antes de la
salida del tren, habiéndose percatado entonces de mi presencia, aunque optara
por no distraerme de la lectura, ni a él mismo de su inspección. A las nueve menos
cinco habían llegado los demás,
subiendo inmediatamente al coche correspondiente.
-
¿Quiénes
venís? ¿En qué vagón están los demás?, inquirí francamente.
-
Vamos
a tomar algo al coche restaurante, respondió Emmet.
Sin darme tiempo a
declinar el ofrecimiento, me tomó del brazo y, con un guiño apenas perceptible,
me invitó a seguirlo. Apenas habíamos cerrado la portezuela y avanzado unas
yardas, se detuvo y nos acodamos en las ventanas del pasillo:
-
Comprenderás
-me dijo- que no son cosas para contestar ante desconocidos. Les he comentado que estabas en el tren
y Mick me ha ordenado llamarte.
-
¿Mick?
¡Ah, claro!, habrá viajado a Dublín para decidir el destino del tratado con De
Valera y los demás ministros.
-
Para
haber estado tan ocupado con mi prima, pareces muy al tanto de la situación
-bromeó Emmet-. Anda, avanza, que tenemos que recorrer casi todo el convoy.
En efecto,
trastabillando al ritmo del tren, progresamos en el sentido de la marcha, hasta
uno de los vagones de primera. El departamento buscado tenía las cortinillas
echadas, pero Dalton no dudó ni un momento. Dio cuatro toques con los nudillos,
al modo beethoveniano. Le abrieron desde dentro. Me bastó una breve ojeada para
reconocer en los viajeros a Collins, Griffith y Broy. No di con la identidad
del que nos había franqueado la entrada, hasta que me lo presentó Emmet: era
Liam Tobin.
El ambiente
parecía amable, aunque fatigado. De hecho, Broy bostezaba a cada poco. Collins
tenía un aire muy cansado y a Griffth, desmadejado en su butaca, parecía
costarle trabajo mantener abiertos sus vivos ojos azules bajo los quevedos, que
se quitaba con frecuencia, para frotar aquellos con índice y pulgar. Solo Tobin
y, por supuesto, Dalton parecían despejados y alerta, como centinelas que
vigilan mientras sus compañeros descansan.
***
Emmet rompió el
silencio tras la introducción, con una frase que despertó la atención de todos:
-
Aquí,
el señor Rosson, demostrando la perspicacia de la prensa americana, parece
estar al cabo de la calle del motivo que ha llevado hoy a nuestros delegados a
Dublín.
Incorporándose
ligeramente, Griffith puntualizó, con cierto interés profesional:
-
Así
que es usted periodista. ¿De qué diario?
-
Del
Sentinel de Boston, respondí. No es
de los grandes de mi país, pero también trabajo para la agencia de noticias O’Clock que, entre clientes fijos y
ocasionales, llega a otros tres o cuatro millones de lectores.
Tobin emitió un silbido admirativo:
- Más que todos nosotros, calculó.
Collins se incorporó
a la conversación:
-
Estás
más delgado que el año pasado.
-
También
tú, me parece -repuse-, aunque la mayor diferencia es ese bigote, que te sienta
fatal.
Dalton sonrió:
-
Lo
lleva para disimular su identidad, pero, a estas alturas, cumple más bien la
función contraria.
Me invitaron a
sentarme, lo que aprovechó Griffith para excusarse y salir camino del vagón
restaurante, para tomar un bocado. Broy lo siguió.
Collins volvió al comienzo
del diálogo:
-
Emmet
dice que sabes que estamos al principio del fin.
-
Eso
me han comunicado mis fuentes inglesas: todo o nada, el próximo lunes.
-
Según
eso, ¿crees que todas las cartas están ya sobre la mesa?
-
En
lo fundamental, desde luego que sí. No darán un paso atrás en la cuestión del
Ulster, ni para prorrogar la discusión. Pero, si quieres algo más de precisión
por mi parte, tendrás que decirme algo de lo que habéis estado cociendo en
Dublín… ¿Atrás o adelante?
Mick vaciló por unos instantes en
sincerarse. Luego, según su costumbre, lo hizo de modo amplio y veraz:
-
Estamos
divididos pero, si los británicos ceden algo en el tema del juramento de
fidelidad y en del Norte, supongo que firmaremos. No podemos arriesgarnos a una
guerra inmediata.
-
Lo
de la unidad de Irlanda y no abandonar a vuestros hermanos del Ulster lo veo
lógico y justo, pero lo del juramento al Rey… ¡A quien se le ocurre ir a una
guerra por una mera cuestión de palabras!
-
Algo
de razón tienes, pero no puedes comprender el fondo del asunto sin ser irlandés
y conocer todas las implicaciones del tema. Yo mismo estoy dispuesto a no
firmar, si no se cambia la fórmula del juramento, tal y como Dev sugiere.
-
¡Hombre,
menos mal que De Valera es concreto en algo! Espero que, esta vez, os haya dado
instrucciones más precisas en todo lo demás.
-
Ya
sabes -suspiró Collins-: mucha divagación, mucho volver atrás pero -eso sí- las
críticas a posteriori.
Lo vi tan
decepcionado, que me dio lástima. Procuré animarlo:
- Conoces el parecer de Lloyd George: vuestra firma, por muy plenipotenciarios que
seáis, no cuenta nada, si el Dáil no
ratifica el Tratado. Así pues, firmad en conciencia, aunque solo sea por evitar
la guerra, y batíos el cobre en la Mansion
House[11], donde
Dev, Brugha[12] y
compañía tendrán que dar la cara por fin y se verá con qué fuerza cuentan.
-
La
guerra… -dijo Mick, volviendo sobre mis palabras-. Entonces tú no crees que su
amenaza sea una bravata del Primer Ministro. Sin embargo, otros delegados así
lo creen y lo han manifestado en el Aireacht.
-
Yo
que vosotros, no me arriesgaría en el envite. Es verdad que el Ejército
británico sigue retirándose, pero ahí tienes lo que está pasando en el Ulster,
donde se está encuadrando y armando a miles de voluntarios protestantes, con
pleno apoyo del Gobierno de Londres; lo que, dicho sea de paso, os cierra
cualquier intento de última hora, para alcanzar algún cambio favorable en ese
tema.
Collins asintió, pese a apostillar:
-
Pero
habrá que intentarlo. Estoy de acuerdo con Dev en que no podemos ir al Dáil con una partición definitiva de
Irlanda, sin la contrapartida siquiera de una revisión de fronteras.
-
¿Definitiva? A Lloyd George le importaría
un bledo el Ulster, si su Gobierno no dependiera del apoyo de sus diputados.
Creo que es cosa de los irlandeses de uno y otro bando el congeniar, limar
asperezas y sustituir la separación por una autonomía amplia. Todo es posible,
si lográis apartar al Norte del Reino Unido.
-
En
fin, Rosson, eso es el futuro y bastante tenemos con actuar lo mejor posible en
los próximos días.
-
Discrepo,
Collins. Este presente es el principio de un futuro, en el que el Tratado habrá
de desarrollarse. Tú mismo lo has dicho muchas veces: sentar las bases de la
libertad, echar al Ejército y las autoridades inglesas de Irlanda y dar a
vuestro país un estatus y una presencia en el mundo. Ahora se trata de dar un
primer paso decisivo, y a fe que sin duda lo será.
-
¿Sabes,
Dalton? Deberíamos incorporar a este tipo a nuestra delegación…, tal vez en
sustitución de Childers. ¿No te parece?
La carcajada de
Emmet y de Tobin vino a coincidir con el retorno de Griffith y Broy. Mick no
debía querer que nuestra conversación trascendiera al veterano Arthur, siquiera
indirectamente. Dijo:
-
Ahora
nos toca a nosotros, si aún es hora de que nos atiendan. Vamos a tomar un café,
Rosson. Supongo que intentar dormir antes de llegar a Londres será una utopía.
Salimos con
Dalton. Antes de llegar a nuestro pretendido destino, Collins estrechó mi mano
y añadió:
-
Vuelve
a tu departamento. Por hoy basta de charla y de confidencias: Estoy deshecho y
demasiado comunicativo… Ya nos veremos… ¡Ah!, y no dejes de cortejar a Lucy
Wood. Emmet ya está haciéndose un buen traje para actuar de padrino.
-
Te
equivocas, Mick -replicó Emmet-. Me lo estoy haciendo para tu toma de posesión
como Presidente del Estado Libre de Irlanda.
***
A las dos y media
de la mañana del martes, 6 de diciembre de 1921, el Tratado anglo-irlandés era
firmado por los miembros de ambas delegaciones. Dos días más tarde, aparecía en
la página 3 del Sentinel mi primera
crónica comentando los términos del acuerdo. En dicho reportaje podía leerse:
En un denodado esfuerzo de última hora, la
Delegación irlandesa, liderada en la práctica por Collins, ha logrado
importantes avances en los temas de juramento al Rey, comercio y marina. Por el
contrario, todos sus intentos por conseguir concesiones en la cuestión del
Ulster no han conseguido su propósito; todo lo más, se ha reducido a un mes el
plazo con el que cuenta el Parlamento de Belfast para decidir sobre su
integración en el Estado Libre; tiempo muy breve, para que los unionistas no
puedan incrementar aún más su fuerza armada y sus presiones sobre los católicos
nacionalistas.
… Nos llegan noticias de que en Dublín el
acuerdo no ha sido bien recibido por el Sinn Féin, el IRA y el Gobierno de
Valera, entre otras cosas, al haberse enterado de su firma por los periódicos,
literalmente. En efecto, gracias a una filtración de origen y finalidad
dudosos, nuestro colega, el Evening Mail, publicó
el texto del Tratado antes de que hubiese sido transmitido a De Valera, con la
lógica indignación de este.
… En nuestra opinión, la firma de este Acuerdo
es un hito tan grandioso para la Historia de Irlanda, que bien merecería que
todo Dublín se reuniera en las catedrales para cantar un tedeum, o el más
emocionante Aleluya desde 1742[13]…
… En uno de los momentos finales de la
negociación, afirman que Griffith llegó a decir que, si se negaban a firmar el
Tratado, el pueblo de Dublín los colgaría de los faroles de la calle O’Connell.
Es mi parecer que bien podrían hacerlo, y con toda justicia, con quienes
pretendan no ratificarlo, llevando al desastre a la Nación que dicen amar.
Es opinión de
Doogan que perdí el Pulitzer por este
último párrafo. Lo siento, no por no haberlo logrado, sino porque los faroles
de Dublín no llegaran a soportar tan fúnebre carga.
3. El guerrero paciente
Lo de mi futura boda con Lucy era una broma de Collins, a las
que tan dado era. Por otra parte, poco tiempo habríamos tenido para sacar los
atrasos debidos a la negociación. Apenas me había aposentado en Dublín para
seguir las discusiones sobre la ratificación del Tratado, cuando recibí la
llamada al orden de Doogan, reclamándome de inmediato en Boston para reanudar
mi trabajo en la Agencia O’Clock. Como
mucho, conseguí pasar la Navidad en Irlanda, evitando tener que sufrirla solo y
embarcado. Casi no me dio tiempo de seguir alguna de las pocas sesiones
iniciales que el Dáil celebró en
audiencia pública. Fue suficiente para sacar una impresión muy pesimista, que
trasladé a mi última crónica de 1921 en el Sentinel:
Hay mucho entusiasmo y bastante realismo, aunque
inflamado de retórica. Pero, todavía más, los fantasmas del pasado y las
utopías sobrevuelan la Round Room[14]. Parecen dos líneas de pensamiento que nunca
hayan de encontrarse. Sobre todo, son dos formas de acción que, olvidando un
mismo origen nacional y una lucha común, se van encerrando en reproches y
personalismos, confundiendo discrepancia con traición y al rival con el
enemigo.
Me despedí, prometiendo a todos volver
pronto y, a Lucy, hacerlo por ella. Acerté en lo primero pero, en lo atinente a
los motivos, fueron muy otros y bastante más desdichados, como seguidamente
tendré ocasión de explicar.
***
Desde que regresé
de Irlanda, el señor Doogan se dejaba caer con cierta frecuencia por mi
despacho de la Agencia, o me invitaba a su casa de vez en cuando, algo
inusitado hasta entonces. Como decía su esposa, una Connolly de pura cepa, le has inoculado a Jerry el bacilo gaélico. Efectivamente,
en aquellos encuentros discutíamos sobre la situación irlandesa y su ominoso e
imprevisible futuro. Reconozco que me había convertido en un entusiasta de
Collins y, en consecuencia, en acérrimo defensor del Tratado, aunque hubiera de
reconocer su maléfico influjo en la división de la Isla.
El último domingo
de marzo del año 22, coincidí en una de esas comidas gaélicas con un caballero cincuentón, espigado y bigotudo, que
estaba de paso por Boston a fin de participar en una reunión del Clan na nGael. El Jefe me lo presentó
-seguro que con malicia- como Joe McGarrity[15],
de Filadelfia, tratante en licores,
algo ilegal en aquellos tiempos de la Ley Seca. Yo, que algo sabía del aludido,
puntualicé con cierto desdén, así mismo deliberado:
-
Espero
que, hoy por hoy, le dé más trabajo el ser representante de Valera en América,
que el comercio de bebidas espirituosas.
Aquello fue el
comienzo de una tormentosa comida, de un duro combate verbal entre un valerómano y un valerófobo, que presumo de haber ganado claramente a los puntos,
según justo veredicto del árbitro anfitrión. Afortunadamente, conocía el dato
de que, en un principio, McGarrity había saludado con alborozo el Tratado. Solo
después de haber recibido una típica carta de Valera, había cambiado totalmente
de opinión.
-
Ese
acuerdo -afirmaba Joe- es una imposición al Aireacht
y un acto de deslealtad para con su Presidente. Lo firmaron sin autorización y,
para conseguir una doble seguridad, se lo dieron a conocer a la prensa antes
que a sus colegas.
-
¡Alto
ahí!, exclamé. Hubo una mera filtración en un diario londinense, cuya
responsabilidad nadie puede afirmar. ¿O es que no interesaba la divulgación más
a los ingleses, que a los delegados de Irlanda?
-
Es
posible, concedió McGarrity, pero ni Dev ni los ministros estaban conformes con
su contenido.
-
No
es cierto, repliqué. Para empezar, tres de los miembros del Gobierno eran
plenipotenciarios y firmantes del Acuerdo. Un cuarto, Cosgrave[16],
lo apoyó durante la reunión. En resumen, De Valera quedó en minoría y no logró
que prosperara su moción de cesar inmediatamente a Griffith, Collins y Barton.
Pero, claro, él sí que es muy leal.
Pese al parecer mayoritario, acudió al día siguiente a la prensa y manifestó
que no podía recomendar la aprobación del Tratado, el cual el pueblo irlandés
no aceptaba. Muy típico de Valera: El Gobierno soy yo; el pueblo soy yo. Y,
cuando lo derrotan en el Dáil, se
marcha con todos sus seguidores y no reconoce al Gobierno Provisional.
Lo tenía cogido
por salva sea la parte. Iba a intentar una respuesta, cuando añadí:
-
Según
me consta, usted apoyó el Tratado cuando lo leyó, pero ahora abomina de él
porque De Valera aduce que es un hecho consumado, cocinado con deslealtad. Dejemos
las formas y vayamos al fondo. Seguro que conoce el documento que De Valera
presentó al Dáil como alternativa
defendible y patriótica. Pues bien, dígame una sola diferencia importante entre
el texto firmado por Griffith y Collins y el propuesto por De Valera.
McGarrity farfulló
algo sobre el afán de protagonismo de Mick. Yo concluí, con cierto desprecio:
-
Mire,
señor, solo hay una cosa que lamentar en el Tratado. Precisamente, la misma que
De Valera admitió desde julio pasado y que la verborrea sobre República,
Asociación Externa y juramento al Rey ha ido arrinconando: Va a haber dos
Irlandas, para baldón del País y desgracia de los que estén del lado equivocado
de la frontera. ¿Y sabe una cosa? Acertado o no, Collins está tratando de
revertir la situación, pero derramando sangre inglesa y unionista. En cambio,
De Valera celebró el día de San Patricio invitando a los irlandeses a que se
maten unos a otros. ¿No ha leído el Irish
Independent[17]?
En efecto, lo
había leído, pues ni siquiera objetó al carácter pro Tratado de ese diario. Hizo
bien, pues De Valera había tenido que mandar una carta al mismo disculpándose
de sus excesos verbales. El hombre alto solo
había pretendido dar una respuesta a quienes sostenían que el Tratado traía la
libertad para poder perfeccionar la
misma: Ya lo dije ayer. Para consumar
nuestra libertad, tenemos que marchar sobre los cadáveres de nuestros propios
hermanos. ¡Menos mal que los seguía reconociendo como tales!
***
El 14 de abril,
unos doscientos voluntarios del IRA anti Tratado asaltaban el gran edificio de los Cuatro Tribunales de Dublín[18].
Al día siguiente, Doogan me convocaba a su casa. Ni me mandó sentar.
-
¿Qué
demonios significa eso de los Tribunales?, me espetó.
-
Muy
sencillo, repuse. Los rebeldes al Gobierno Provisional van a por Dublín; y, si
les dejan ocupar la capital, adiós a todo: Collins, el Tratado, la paz…
-
Andará
De Valera detrás de todo eso, aventuró Doogan.
-
No
me extrañaría, pero lo cierto es que el IRA está desbocado. Irlanda parece
estar en manos de un ejército desmandado y dividido.
El Jefe me miró de
hito en hito:
-
Vas
a tener que hacer otra vez las maletas -me dijo-, pero ahora nada de contar
imparcialmente. Quiero que tomes partido y que desmontemos en los Estados
Unidos toda esa mierda del santurrón ávido de sangre y de dólares.
-
Para
eso, no me hace falta viajar: ya tengo aquí un arsenal suficiente.
-
Nosotros
informamos y, cuando opinamos, lo hacemos con fundamento. Ya sabes, Veritas, mentis lux[19],
como reza nuestro lema.
Así que me dispuse
a cruzar el Atlántico. Mandé sendos cables a Lucy y a la señora Robinson.
Cuando subí la escalerilla del Caronia[20], pese a la ilusión por ir a
reencontrarme con buenos amigos, tuve el presentimiento de que aquel viaje
tendría poco de placentero.
***
Como he hecho en
el primer capítulo, utilizaré ampliamente mis crónicas periodísticas para
abreviar el relato. La primera de esta etapa decía así:
Nada más ser ratificado el Tratado por el Dáil, Collins convocó sendos congresos del IRA y el Sinn Fein. Constatando
la profunda división existente entre los miembros de ambas asociaciones,
reconoció objetivamente los derechos de todas las partes. Así, repartió con
equidad armas e instalaciones entre los dos bandos del Ejército Republicano. Y,
en lo referente al Partido, llegó al compromiso de redactar y presentar a los
británicos un proyecto de Constitución, que rebajara sustancialmente las
concesiones hechas en el Tratado. ¿Qué es lo que se ha conseguido con tanta
tolerancia? Yo les diré…
El IRA anti Tratado ha entrado a saco en
las instalaciones militares y en la Administración del Estado Libre,
convirtiendo buena parte de Irlanda en auténticas dictaduras militares, en
manos de señores de la guerra… Con el robo de 230.000 libras del Banco de
Irlanda y el saqueo del buque Upnor[21], han comprado o requisado más armas que las
adquiridas penosamente por el Ejército oficial de Irlanda…
Los sinnféiners seguidores de Valera no
han reconocido al Gobierno Provisional legítimo. Con la ayuda de los
voluntarios, disuelven a tiros los mítines y actos electorales de sus
contrarios, sin respetar ni a Collins ni a Griffith. Pretenden demorar en seis
meses las elecciones que han de llevar al Dáil el legítimo
parecer de Irlanda. Comoquiera que Collins no ha aceptado tal retraso, De
Valera ha amenazado con la guerra civil y sus cachorros del IRA han empezado a
ocupar por las armas diversos edificios y zonas céntricas de Dublín…
Yo pregunto a mis compatriotas
simpatizantes de la causa irlandesa, que tantos son y tan generosos: ¿No ha
llegado el momento de reconocer que De Valera, no solo ya no representa a
Irlanda, sino que es el mayor enemigo de su paz y su prosperidad?
Habiendo recibido
autorización de Doogan para hacer oír mi voz directamente en Irlanda, logré
abrirme paso en las columnas del Hibernian
Independent, gracias a la recomendación de Griffith. Por precaución
-seguramente ineficaz-, decidí firmar mis artículos con el seudónimo de Charles Ross. El segundo de ellos lo
titulé Sentarse sobre las bayonetas y
creo que levantó ampollas entre los aludidos. En él podía leerse:
A quienes ven en el IRA el valiente espíritu
de Irlanda habré de recordarles que sus luchadores eran tres mil cuando la
tregua, en julio del año pasado. Pues bien, cuando el general Collins pasó
revista a sus registros el pasado enero, halló un total de setenta y dos mil
inscritos. Se lee en los Evangelios que muchos son los llamados y pocos los
escogidos. Su paráfrasis, en el caso del IRA, podría ser la siguiente: muchos
son los aprovechados y pocos los luchadores…
… Aunque no sé si alegrarme de que sean tan
pocos los dispuestos a tomar las armas, pues ahora lo hacen contra su Gobierno
y sus hermanos. No se dejen engañar por las buenas palabras de quienes ocupan Los
Cuatro Tribunales. Son los mismos que reinan sobre vidas y haciendas en
Limerick, en Cork, en Kerry. En Dublín tienen menos fuerza y por eso se
agazapan. ¡Qué bien vendrían sus ínfulas belicistas en el Ulster, para plantar
cara a los Provisionales y redimir a sus hermanos!…
Dos notas inseparables de un Estado
democrático y respetado internacionalmente son el monopolio de la fuerza por el
Gobierno y el sometimiento del Ejército al poder civil. O el IRA aprende y
practica inmediatamente esta lección, o se convertirá en verdugo dentro de su
Nación y en baldón de la misma en el extranjero.
Una tercera
muestra de mi trabajo apareció en el Sentinel
bostoniano el 1 de mayo de 1922 y parece que llamó la atención por su buena
dosis de crítica a la política de Collins:
Cuando el santón De Valera predica desde el púlpito de las plazas de Irlanda la guerra
civil y el asesinato político, o cuando sostiene que sus conciudadanos no
tienen el derecho de hablar y decidir sobre el futuro de Irlanda, se condena a
sí mismo, sin necesidad de que nadie lo acuse. Pero alguien tiene el deber de
hacerlo callar, antes de que su palabra incendie el país. En un primer momento,
el Gobierno Provisional estaba en inferioridad y es natural que contemporizara.
Ahora, transcurridos cien días, el señor Collins, sus ministros y sus
militares, están obligados a constatar que su política de benevolencia no ha
servido más que para radicalizar y fortalecer a sus antagonistas. Es el momento
de decir “basta”.
… Curiosamente, en el territorio del Estado
Libre, donde Collins tiene apoyos sólidos y cada vez más armas, su actitud es
flaca y vacilante. Encerrado en la Casa del Gobierno, se dice que está
ultimando una Constitución que los británicos en modo alguno van a aceptar, al
desvirtuar puntos clave del Tratado; así, el reconocimiento del Rey como Jefe
del Estado irlandés, o la competencia exclusiva inglesa para diseñar y regir la
política internacional. Por el contrario, en el Ulster, donde la superioridad
unionista es enorme y el IRA apenas tiene medios para luchar, Collins se empeña
en llevar a cabo una política de provocaciones y de desconocimiento del
Gobierno de Craig[22],
que ni siquiera es compartida por algunos de sus ministros…
Se dice que Collins se comporta así porque
quiere unir al IRA en torno a un proyecto común: la recuperación de la unidad
de Irlanda. Por ese medio solo logrará fracaso y desprestigio… Está olvidando
que ni él es ya El
hombre de la bicicleta, ni el IRA el
Ejército nacional de Irlanda…
Mucho dolor puede causar a Collins
enfrentarse con las armas a sus antiguos compañeros de lucha en la guerra
civil, pero eso no es nada comparado con el sufrimiento de su pueblo en una
guerra civil que, como Presidente del Gobierno, tiene la obligación de evitar.
Ya no caben terceras vías: o cumple con sus deberes presidenciales, o que se
retire a Cork a llorar sus desengaños.
***
Mi periodismo,
cada vez más directo y comprometido, no podía menos de traerme problemas. A la
hora del desayuno, se personó en mi pensión Emmet Dalton y me conminó:
Al llegar a la Mansion House, Emmet se despidió y un ujier me condujo hasta un
despacho de la planta baja, donde un hombrecito rechoncho, de mediana edad y
con gafas, apenas levantaba dos palmos de una amplia mesa de despacho. Cuando
se levantó para saludarme, confirmé su escasa estatura, pero también su amable
sonrisa y sencillez:
-
Disculpará
la penumbra, pero tenemos que tener las persianas bajadas, a causa de los
francotiradores.
-
¿Y
la luz eléctrica central? -pregunté en tono risueño, señalando la de flexo, que
se proyectaba solo sobre el buró-. Ya sabe lo que dicen de luz y taquígrafos.
-
¡Hum!
-siguió la humorada-. No creo que lo que voy a decirle tenga nada que ver con
la democracia.
En efecto, así
era. Para empezar, me hizo una advertencia formal sobre el contenido de mi
artículo anti IRA en el Independent.
No era el primer diario que los voluntarios destrozaban total o parcialmente.
Tenía suerte, me dijo, de que Rory O’Connor estuviese ahora ocupado en Los Cuatro Tribunales. Por favor -agregó-, cambie de tema o tendremos que retirarle
la credencial de periodista.
-
No
estoy destacado para cubrir ningún acontecimiento concreto -respondí-. Simplemente,
cuento lo que veo, y a fe que todo es un triste espectáculo.
Me pareció oírle
suspirar, pero inmediatamente pasó a otro tema:
-
Collins
le considera mucho y me ha pedido que le explique sucintamente cómo está la
situación con los británicos y la redacción de la Constitución, de la que yo
estoy encargado personalmente por mi condición de legista.
Seguidamente, se
enfrascó en una exposición detallada del texto y de los objetivos de la
política de Collins, aparentemente tan lene y errática. A mayores, rogándome la
máxima discreción, me ofreció una primicia sensacional, con la que él se
encontraba en doloroso desacuerdo: un compromiso con De Valera para repartirse
los escaños del Dáil y formar
seguidamente un Gobierno de coalición. Sobre lo que era publicable, escribí
unos días más tarde en el Sentinel:
La firma del Tratado anglo-irlandés ni
mucho menos ha roto las trabas del Gobierno de Dublín respecto al de Londres. Collins
está empeñado en mejorar mucho el acuerdo sobre el Ulster y la posición de su
país en el seno de la Commonwealth británica. Para lograr lo primero, entiende que
hay que parar los pies a los unionistas, demostrando que la frontera es
permeable y que el IRA puede ser tan duro como los Provisionales. Eso solo será
posible acabando con los enfrentamientos internos y uniendo a los republicanos
en una tarea común.
Para
dotar de más libertad a Irlanda, Collins apelará a la Constitución que está
elaborando, con la ayuda de un distinguido grupo de abogados, encabezado por
Hugh Kennedy. Habiendo aprobado ya el Tratado el Parlamento británico, el
Presidente del Gobierno Provisional tiene la ilusión -no sé si como ilusionado, o como iluso- de que la Constitución de Irlanda le permita perfeccionar su libertad, como él suele expresar. Pero, para que en
Londres lo tomen en consideración, tendrá que imponerse en esta Isla y someter
a todas las fuerzas armadas…
He aquí el sino de Collins: Si ejerce de
Presidente, puede provocar una guerra civil, pero, si no lo hace, Inglaterra
volverá a dominar Irlanda. No se engañen: los tommies[24] siguen marchándose, pero muy poco les costaría
regresar…
Sobre lo
impublicable, pronto tuve confirmación. El 20 de mayo se hizo público el
acuerdo de todas las fuerzas políticas de Irlanda en concurrir a las elecciones
del mes siguiente con candidaturas sin antagonista y la perspectiva de un
Gobierno de concentración. Cuando menos, se prometió que el recuento sería
limpio y que los aspirantes deberían dejar claro en la campaña si estaban a
favor o en contra del Tratado. Desafortunadamente,
Lloyd George no formaba parte del contubernio. Cuando Griffith y Kennedy le
presentaron en Downing Street el proyecto, lo rechazó sin remisión y dejó claro
que Tratado y Constitución eran un único texto, en el que dominaba lo acordado
en aquél.
Tuve ocasión de
ser un testigo privilegiado en la negociación constitucional. Invitado por mi
amigo Shane Leslie, estuve en todo momento al tanto de las conversaciones, que
volvieron a reunir a todos los delegados ingleses del año anterior, mientras
que del lado irlandés se agregó Kennedy, quien tuvo una actuación memorable
pero poco fructífera. Yo saqué la impresión de que el Gabinete británico no
cedería lo más mínimo en las cuestiones cruciales y que estaba dando largas y buenas
palabras sobre el Ulster. En cambio, no llegué a compartir el temor de Collins
de una inminente reanudación de la guerra, si Irlanda no pasaba por el aro, o
continuaba el desorden en su territorio. Lo cierto es que el Presidente Collins
quedó muy decepcionado de las conversaciones y no acudió a la firma definitiva,
con el argumento de que las elecciones generales irlandesas se celebraban al
día siguiente, 16 de junio. Dos días antes, viendo que nada tenía que ofrecer a
De Valera y los anti Tratado, se jugó el todo por el todo: Denunció el acuerdo
electoral y dio por definitivamente cerrada la pugna por lograr unos términos
más ventajosos en las relaciones con Londres.
Desde la capital
inglesa, mandé varias cartas a Lucy, que tenían mucho más de política que de
intimidad: hasta ese punto había llegado mi obsesión, que parece compartía con
Mick, según lo que ha llegado a contar su novia, Kitty Kiernan[25].
Todavía sin saber que Collins había roto con De Valera, escribía yo a Lucy lo
siguiente:
Londres, a 13 de junio de 1922.
Querida Lucy:
La suerte está echada. El Tratado quedará
como estaba y una hermosa Constitución nacerá en un par de días, para honra de
Irlanda, pero no para su mayor libertad. Ignoro si esta decepción cambiará el
sentido del voto del pueblo irlandés, pero de lo que estoy seguro es de que
aumentará la ira de los violentos quienes, si ganan, aplastarán y, si pierden,
desconocerán el veredicto de las urnas. Collins, decepcionado también, se ha
ausentado de Londres y no se le espera en el acto formal de la firma de su
Constitución.
Espero estar de vuelta para el viernes y
ser curioso espectador de las votaciones. ¡Qué feliz sería de que pudiésemos
pasar sin inquietudes el fin de semana en Clontarf, o a orillas del Shannon!
¿Mejoran las cosas en el Trinity? No te
signifiques y cuídate cuanto puedas. En último extremo, pide parecer a tu primo
sobre cómo comportarte, para tu mayor seguridad. No olvides lo mucho que
significas para muchos
gaélicos y cuánto te aprecia algún yankee que ambos conocemos.
4. La patria desgarrada
¿A quién puede habérsele ocurrido el
disparate de asesinar al Mariscal, Sir Henry Wilson, Jefe del Estado Mayor
Imperial británico, fanático defensor del unionismo del Ulster y Diputado por
Down Norte[26]? Los dos miembros del IRA que apretaron el
gatillo han afirmado que lo hicieron por propia iniciativa, cosa que nadie
cree. En Dublín todos niegan haber dado la orden, aunque íntimamente se alegren
de la desaparición de tan relevante enemigo del nacionalismo irlandés… Pero la
cuestión ahora es otra: Si el Gabinete inglés acepta la alegada inocencia del
Gobierno de Collins, no cabe duda de que le pondrá al punto ante el temido
ultimátum: o acaba con el desorden y el caos en esta Isla, o lo hará el
Ejército imperial, haciendo uso de las facultades militares que le confiere el
Tratado.
… Y no deja de ser lamentable este fúnebre
incidente. Como ya saben nuestros lectores, las elecciones del pasado día 16
tuvieron muchos aspectos positivos: Los más importantes, la gran participación
de los electores y el claro triunfo de los candidatos pro Tratado, incluso los
del Sinn Féin[27]. Mas he aquí que, cuando De Valera y los suyos se lamían las heridas,
dudando sobre acudir al Dáil o seguir de espaldas a su
pueblo, la sangre del mariscal Wilson provoca inevitablemente apelar a la
fuerza, algo que los anti demócratas recibirán con los brazos abiertos. No
podemos olvidar que el Ejército del Estado Libre está aún en proceso de
creación y, todavía peor, precisa de la ayuda británica para dotarse de
artillería y medios blindados.
… Nadie conoce aún el día ni la hora, pero
sí el lugar. La guerra se iniciará en los Cuatro Tribunales de Dublín, a no ser
que sus ocupantes -que no llegan a los dos centenares- tengan el patriotismo y
buen sentido que hasta ahora les han faltado. De Valera en la sombra y Rory
O’Connor sobre el terreno tienen la palabra.
Son fragmentos de
mi crónica del 24 de junio de 1922, transmitida telefónicamente al Sentinel, ante el temor que sentía de
que las hostilidades estallasen de inmediato, convirtiendo mis reflexiones en
agua pasada. No fue así, sino que, dos días más tarde, recibí la típica visita
de Dalton, mientras desayunaba en el lecho, por gentileza de la señora
Robinson.
-
¿Qué,
llamada de la Casa de Gobierno?, inquirí con retintín.
-
Esta
vez es el Hombre Grande, así que ya
estás saltando de la cama, que tengo el coche en marcha, contestó Emmet con
adustez.
Encontramos a
Collins por los pasillos de la primera planta, acompañado por Ginger O’Connell, camino del despacho de
aquel, que se hallaba tan en penumbra por razones de seguridad, como los
restantes del edificio. Tan pronto tomamos asiento, el Presidente me dio rápida
cuenta de lo que de mí pretendía:
-
Hemos
recibido una carta amenazadora de Lloyd George, si no terminamos de inmediato
con la comedia de los Cuatro Tribunales
y, a mayores, Churchill se ha dirigido al general McReady[28]
ordenándole que sea él quien los bombardee, si no tomamos nosotros la
iniciativa. Ahora mismo va a salir Ginger
para allá a ver si convenciera a O’Connor. Si no lo consigue, que Dios nos
proteja.
Estaba a punto de
preguntarle qué quería en concreto de mí, cuando prosiguió:
-
Tenemos
cuarenta y ocho horas para impedir que los ingleses intervengan. Es todo lo que
nos concede McReady, que se ha disculpado con Churchill con que no tiene
munición adecuada y suficiente. Hay que agotar todas las posibilidades. Tú
escribes fuerte y claro y me consta que los del IRA te leen y toman en serio.
Ponte inmediatamente a la máquina y prepara un artículo sulfúrico para el Independent,
contando lo que te he dicho y la que se puede venir encima. Tiene que salir
mañana, sin falta… Ya sabes, breve y sin pelos en la lengua.
-
¿Quieres
verlo antes de que lo lleve al periódico?
-
Te
lo agradezco. Si no me pillas a mí, se lo enseñas a Griffith.
Me levanté sin
decir nada. Collins sonrió:
-
Espera
un momento -me dijo-. Ya sabes la que puede esperarte si a esos angelitos anti Tratado les molesta lo
que escribas. Dalton dice que ya estás avisado por conducto suyo y de Kennedy.
-
Me
la voy a jugar por algo en lo que creo -respondí-. Además, me pagan bien y
puedo ganar el Pulitzer.
Collins se echó a
reír.
-
¿Sabes,
Emmet -dijo-? Tal vez te quite el puesto del padrino en la boda de este
bostoniano.
-
Puedes
hacer lo que quieras, menos ponerte en medio de los novios en la foto, como De
Valera[29].
***
Mi artículo del Independent, como es sabido, no tuvo
ninguna eficacia. Era punto menos que imposible, al haber ido precedido de la
detención -algunos lo llamaron secuestro- del general O’Connell por los
levantiscos, cuando apareció por las inmediaciones de los Cuatro Tribunales como posible emisario de Collins. Con todo,
estos son los términos de mi llamada a
las puertas de la Historia, como osó calificarla la esposa de Doogan,
cuando la leyó bastante tiempo después:
El lunes de Pascua de 1916, un grupo de
irlandeses sublevados ocupó la Central de Correos, declaró la independencia de
su Patria, emocionó a sus conciudadanos y asombró al mundo. El 14 de abril de 1922, un grupo de irlandeses
sublevados ocupó por la fuerza de la sorpresa y de las armas los Cuatro
Tribunales, provocó a la guerra civil, dividió a sus compatriotas y avergonzó a
las naciones civilizadas. Y ahí siguen todavía, a conciencia de que el legítimo
Gobierno de Irlanda no puede consentir por más tiempo su rebeldía. ¿Podrán las
palabras evitar que rujan las armas? Como periodista debo creerlo y, como
extranjero que ama a este País, lo pido, lo reclamo, lo exijo: ¡Salid, portando
vuestras armas al hombro y las banderas al frente! ¡Que la sangre irlandesa no
empape las riberas del Liffey!
Dudo que puedan leer estas letras quienes,
durante dos meses y medio, ocupan la sede de la máxima Justicia en Irlanda;
pero estoy seguro de que lo harán De Valera, los jefes del IRA sublevados
contra el legítimo Gobierno de su país, la mayor parte de los dublineses y un
buen número de hombres y mujeres de los veintiséis condados[30]. A quienes tengan el corazón lleno de odio
y la mente de criminales prejuicios no tengo nada que decirles. Solo entienden
el lenguaje de las balas y de las bombas.
Yo me dirijo a los hombres y mujeres que
llorasteis de duelo en la guerra de vuestra independencia; a quienes saludasteis
con júbilo la tregua de julio pasado; a los que recibisteis esperanzados el
Tratado, aunque imperfecto, como fuente de progreso y de libertad; a quienes,
hace apenas diez días, votasteis masivamente a una mayoría de diputados
favorables al Estado Libre y sus leyes fundacionales. A todos vosotros, inermes
y armados, alzados y fieles, respetuosos de la Justicia u ocupantes de su más
alta sede, os digo: Dad una oportunidad a Irlanda, a su pueblo, a su Gobierno.
Esta es la hora, el lugar, el momento: ¡Paz hoy o mañana será la guerra civil!
A las cuatro de la
mañana del día 28 de junio de 1922, el Ejército irlandés iniciaba el bombardeo
de los Cuatro Tribunales. Dos días y
medio después, se producía la rendición de sus ocupantes armados y, apenas
cinco días más tarde, todo Dublín estaba en manos de los gubernamentales. Pero
en esos cinco días me tocaría pagar mi tributo de dolor, ya que no de propia sangre.
***
Fue a última hora
de la tarde del lunes, 3 de julio. Acababa de cablegrafiar a Boston mi última
crónica sobre Los Cuatro Tribunales,
con la referencia a la lamentable voladura de los Registros históricos de
Irlanda y a la muerte de Brugha -prácticamente un suicidio, según me
informaron-. Hubo bastante demora en cursarlo, por lo que no pude ser puntual a
mi cita con Lucy, en el pub Davy Byrnes
de la calle Duke, cercano al Trinity
College, donde ella trabajaba. Recuerdo que había aceptado con aprensión la
oportunidad de cenar juntos, a pesar de la relativa lejanía con el campo de
batalla de la calle O’Connell, al que habían quedado limitados los combates.
Finalmente, convinimos en el encuentro, con el compromiso de utilizar un taxi
para regresar a nuestras moradas respectivas.
Pese a llegar con
media hora de retraso, no hallé a la puntual muchacha esperando. Aguardé tres
cuartos de hora más. Telefoneé a la portería del Trinity, donde me aseguraron que todo el personal de la biblioteca
había salido a su hora. Decidí interrumpir la espera -no sin hacer la oportuna
advertencia a los camareros, por si Lucy aparecía- y me encaminé a toda prisa a
la Mansion House, muy próxima al pub, para informar y pedir ayuda a
Dalton. Broy estaba a la puerta y, a mi explicación, me dijo:
-
Su
prima Lucy… Hace un buen rato que le avisaron de que un familiar había sufrido
algún accidente y salió para el
hospital… Creo que el Mater
Misericordiae… Pero espera, hombre, que está lejos. Que te lleve alguno de
estos, que no tenga servicio por el momento.
Los malos augurios
se confirmaron. Emmet me refirió que -seguramente cuando Lucy iba a mi
encuentro- un francotirador la había disparado desde un tejado en el cruce de Nassau con Grafton. La habían alcanzado dos
balas, al parecer, de manera grave. La estaban operando desde hacía una hora y
lo peor parecía ser que había perdido mucha sangre.
Media hora más
tarde -con los padres y un hermano de Lucy ya presentes-, el cirujano nos dio
la información posoperatoria. Uno de los proyectiles la había alcanzado en el
abdomen, causándole tres perforaciones intestinales y desgarro de la arteria
mesentérica inferior, lo que había obligado a extirparle un buen trozo de
intestino. La segunda había impactado en su pierna derecha, produciendo
fractura conminuta de la tibia. El resultado de la operación y la juventud de
la paciente no hacían temer, en principio, por su vida, pero existía el riesgo
de peritonitis y embolia grasa, no descartables en los primeros días. En todo
caso, la estancia hospitalaria sería larga y resultaba muy probable una cojera
de por vida, amén de posibles desarreglos digestivos.
Dentro de la
gravedad del caso, todos respiramos aliviados.
El médico solo consintió que entraran a verla unos instantes sus padres. Es aconsejable la mayor tranquilidad y
reposo, agregó.
A la salida, como
yo había despedido el vehículo oficial en que había venido, Emmet me hizo subir
al suyo y me llevó hasta la pensión de la calle Capel.
-
No
conviene que andes por ahí sin escolta, dijo. Yo me encargo de hablar con
Collins del tema.
-
¿Entonces
crees que lo de Lucy puede haber sido un aviso o una represalia?
-
No
era el estilo del IRA vengarse en las mujeres, si es que ellas mismas no eran
espías o traidoras, pero ahora no pondría la mano en el fuego por nada ni por
nadie. Lo mismo puede haber sido un error de tirador inexperto, que un castigo
por ser tu amiga y mi prima; o una advertencia para los trabajadores del Trinity que, como sabes, tiene como
Institución una bien ganada fama de unionista.
-
¡Pobre
Lucy! A ver cómo pasa la noche…
-
¡Alto
ahí! Por ahora, deja la información y las visitas de mi cuenta. No salgas de
casa hasta que te pongamos vigilancia o venga yo a verte. Y comprende que la
familia de Lucy apenas te conoce y no estará muy satisfecha de los riesgos que
ha corrido saliendo contigo. Yo le diré lo muy apenado que estás y las razones
por las que no conviene que la visites.
-
Pero…
-
Espera.
Tú eres muy escribidor, ¿no? Pues, para cuando ella esté en condiciones de
leer, le escribes unas cartas maravillosas y, si quieres, hasta una copia de
tus crónicas que, por cierto, a partir de ahora serán todas para los yanquis. Ya ha estado bien de soflamas
en el Independent.
***
Fue en esas cartas
donde fui deslizando a Lucy la invitación para convalecer y recuperarse en los
Estados Unidos, hasta que concluyera en Irlanda la guerra civil. Los Dalton
seguían teniendo familia en la grata ciudad de Fall River (Massachusetts), que
podrían acogerla, si es que no juzgaba correcto aceptar mi invitación a Boston.
Le indicaba que había una espléndida biblioteca pública y un buen diario en
Fall River, donde Doogan podría influir para que le dieran algún trabajo, si es
que se hallase ya en condiciones para desempeñarlo.
Después de mucho
suplicar y en vista de que su salud iba recuperándose, recibí el permiso para
visitarla la tarde del 16 de julio, en ocasión de estar presentes en la
habitación una de sus hermanas y otra joven, esbelta y de rostro agradable, que
me presentaron como Kitty, amiga de la
familia. El grato momento y la charla fluida fueron cortados, a los diez
minutos, por una Hermana de la Misericordia, que nos despidió tajantemente a
Kitty y a mí, aunque con muchos menos miramientos hacia mi persona, lo que
atribuí a ser hombre, y joven. En un instante, me acerqué aún más a la cama,
tomé la mano de Lucy y deslicé un susurro en sus oídos:
-
¿De
acuerdo en lo de América?
Ella sonrió:
-
Con
tal de salir de esta… -divagó-.
Y luego:
-
Cuídate
y sigue escribiéndome. Me hace mucho bien.
Por los pasillos,
caminando juntos, la tal Kitty preguntó:
-
¿No
sabes quién soy?
-
Una
amiga de la familia, por lo que han dicho.
-
En
cierto modo. Soy la prometida de Mick y es en tal concepto en el que estaba
visitando a la hermana de Emmet.
Me salió de
dentro, sin pensarlo:
-
Ya
podéis tener cuidado, si queréis celebrar la boda.
Kitty asintió:
-
La
hemos retrasado hasta noviembre. Mick piensa que para entonces habrá
solucionado todo.
-
De
eso puedes estar segura. Nadie puede con Collins…, no siendo él mismo.
Habíamos llegado
al pórtico columnario. Nuestros respectivos guardaespaldas, hasta entonces en
retaguardia, se adelantaron hacia los coches. Nos estrechamos las manos y le
dije:
-
Estoy
harto de tantas precauciones y, total, para que puedan matarme en cualquier
esquina. Si no fuera por Lucy, ya habría embarcado para mi tierra.
-
Haces
muy bien quedándote por amor. Te toca jugar el papel de las mujeres irlandesas,
como yo misma: sufrir las consecuencias.
***
Para entonces, ya
había puesto a Doogan en antecedentes de lo sucedido a Lucy -a quien, para
mayor presión al recomendársela, aludí como mi
novia- y de que mis deberes periodísticos en Irlanda no incluían los de
corresponsal de guerra. Me respondió con un telegrama, redactado seguramente
por mano vicaria:
Continúa unas semanas excelente trabajo.
Haré posible colocación Lucy. Cuídate. Saludos. Doogan.
Pasaba los días
entre la pensión, breves visitas al Mater
y mucho más dilatadas a la Casa de Gobierno, donde Dalton y Kennedy me
permitían permanecer como una sombra invisible, con el consentimiento del cada
vez más ausente Collins. Gracias a ello, podía adquirir los datos que vertía en
mis casi diarias crónicas, que el Sentinel
a veces refundía. Eso voy a hacer ahora yo, para resumir mis recuerdos de
aquellos días.
En relación con
los sucesos del 12 de julio, escribía:
El Presidente Collins ha resignado
voluntariamente sus funciones civiles y el Gobierno ha nombrado para sucederle
al veterano y eficaz político, William Thomas Cosgrave, hasta ahora Ministro para
el Gobierno Local. La decisión viene motivada por el deseo y la necesidad de
dedicarse en exclusiva a organizar el precario Ejército del Estado Libre y
conducirlo a la victoria en la guerra civil a la mayor brevedad posible. Como
segundos en el mando, Collins ha designado al Ministro de Defensa, Mulcahy,
Jefe de Estado Mayor y enlace con el Gobierno, y a Eoin O’Duffy, Comandante de
la División del Sur Oeste, que es donde se centra el mayor apoyo a
los sublevados y se halla gran parte del territorio por ellos ocupado.
Nadie sabe si la renuncia a sus poderes
presidenciales supone una decisión definitiva o una mera suspensión en su
ejercicio. Tampoco creo que eso le preocupe a Collins, a Cosgrave ni al pueblo
de Irlanda, que solo anhela una cosa: el fin de esta absurda y cruel guerra. Y
eso es algo que nadie puede dirigir o lograr mejor que el nuevo Comandante en
Jefe, como ya tuvo ocasión de demostrar en ocasión mucho más gloriosa: la
pasada contienda contra el Ejército Imperial británico.
El 28 de julio me
hacía eco de uno de los más sorprendentes episodios de aquella pequeña y
rudimentaria contienda:
El progreso de las armas del Gobierno
parece imparable. No siempre es fácil de seguir, hasta el punto de que la
movilidad del General en Jefe desorienta en ocasiones al Presidente Cosgrave,
que no logra comunicar con él. Limerick parece ya fuera de toda presión rebelde,
tras furiosos combates, y el IRA anti Tratado, derrotado y dividido, ser
refugia en las colinas o se retira hacia el extremo suroeste de la Isla, los
extensos condados de Cork y Kerry.
… Mas la resistencia en esa zona extensa
y abrupta, cuya costa alta y recortada presenta pocos puertos y abrigos, está
siendo condenada al fracaso, gracias a la idea de uno de los más fieles y
eficaces colaboradores de Collins, el Mayor General Emmet Dalton. Se trata de
llevar a cabo operaciones de desembarco de tropas en puntos clave del
territorio rebelde. Aunque son realizadas desde simples barcos pesqueros y de
cabotaje, la sorpresa y el éxito las están acompañando hasta ahora, bajo la
atenta mirada de los severos marinos de la Navy inglesa,
quienes en todo momento se están absteniendo de intervenir activamente.
El 3 de agosto, hube de hacerme eco de uno de los momentos
más tristes y confusos de aquellas semanas: la muerte de Harry Boland, a quien
había tenido la ocasión de conocer dos años atrás en Nueva York, con motivo de
mi indagación acerca del destino último de la suscripción de bonos que llevaba
a cabo De Valera. Dije así:
Cualesquiera que sean los motivos y
circunstancias de una guerra, no pueden aceptarse los crímenes, las ejecuciones
sin garantías, las represalias, los pillajes. Mucho menos deben consentirse
durante una contienda civil, que por definición es una guerra entre hermanos
que, nada más firmada la paz, habrán de convivir. Las malas acciones propias no
pueden justificarse, ni por las fechorías del otro bando, ni por las ansias de
victoria, ni con la indisciplina de los subordinados. Y, menos aún, cuando se
enarbola la bandera del Gobierno legítimo y se llevan las de ganar.
La muerte de Harry Boland en el Grand Hotel de Skerries en un incidente que, de no haber tenido resultados tan
trágicos, habría sido grotesco, ha sido lamentada por todos. Yo tuve la
oportunidad de conocerlo en Nueva York hace dos años, lleno de ilusiones,
alegría e inteligencia. Collins lo quiso como a su mejor amigo durante un
tiempo, y siempre como a un gran irlandés, generoso y leal a sus ideas. Estoy
seguro de que el General en Jefe no está detrás de este hecho que, por inhumano
y absurdo, de ningún modo cuadra con su personalidad y con su compromiso
escrito y comunicado de respetar la vida y la libertad de Boland. Pero un jefe
ha de controlar a sus soldados y, si estos se exceden, debe castigarlos con
severidad.
Todos confiamos en que esta guerra acabe
pronto, pero también tenemos el derecho de esperar que concluya con la menor
cantidad de muertes, lesiones y daños que sea posible. El fin no justifica los
medios, ni merece la pena luchar sin piedad y sin justicia. Ténganlo presente
unos y otros. A la postre, solo alumbrarán a la nueva Irlanda aquellos hombres
cuya conducta no tenga las tachas rabiosas y sangrientas de la antigua.
5.
Se hizo el silencio
Aquellos días de
agosto fueron agridulces. De una parte, Lucy recibió el alta y el plácet médico
y familiar para viajar a los Estados Unidos, contando con mi constante y adyutoria
compañía. También veía como algo muy positivo la marcha de la guerra civil que,
en seis semanas apenas, había reducido la oposición de los rebeldes a
emboscadas y terrorismo en pequeñas y separadas zonas de Irlanda. Pero, por
otra parte, fueron los días en que nos dejó, todavía en excelente edad, Arthur
Griffith, Ministro de Asuntos Exteriores y Presidente del Parlamento irlandés.
Es posible que lo repentino y un poco misterioso de su muerte[31]
contribuyera a despejar su figura señera de las inevitables sombras de todos
los humanos. El emocionante entierro se produjo cuatro días más tarde, siendo
presidido militarmente por Collins, en cabeza, desafiante hacia quienes
pudieran estar inclinados a atentar contra su vida. Lo recogí en la que iba a
ser mi última crónica desde Irlanda:
… Sin estar siempre de acuerdo, partiendo
de las grandes diferencias de edad, formación y carácter, Griffith y Collins
formaron, desde los tiempos de la discusión del Tratado, un dúo complementario
y poderoso, que siempre se recordará cuando sean historiados estos días. No soy
de quienes adulan y olvidan los errores de un político a la mañana siguiente de
su muerte, pero sí pretendo estar entre los que opinan de la vida de un hombre
por el conjunto de sus obras. Juzgando así, no dudo en reconocer la gran deuda
de su País para con Griffith, ni lo grave de su pérdida para el futuro. Nadie
lo sabe mejor que Collins.
Ese era,
precisamente, el segundo punto de mi preocupación en esas fechas. No podía
menos de compartir el comentario de Dalton sobre el funeral, cuando me dijo que
nunca había visto a Collins tan erguido y
tan sereno, pero el mismo tenor del comentario denotaba sorpresa por el
contraste con el día a día. Hasta había quien afirmaba que el General abusaba
de la bebida, entre la depresión y el agotamiento.
El mismo día 16,
hice llegar a Collins, por conducto de Emmet, la siguiente nota:
General: Ha llegado para mí el momento de
la partida, aunque mi propósito sea el de regresar para la -quiera Dios-
próxima celebración de la paz definitiva. No querría marchar sin tener la
ocasión de estrechar su mano y desearle personalmente lo mejor, tanto en su
vida política, como en la personal.
Harvey M. Rosson.
P.S. Embarco con Lucy Wood en Portsmouth,
el próximo día 20. Mañana, a las nueve, me pasaré por la Casa de Gobierno para
conocer su respuesta.
Mick me recibió
alrededor de las diez, sin otra presencia que la de Dalton, al que se refirió
insistentemente como tu primo. Pese a
su habitual jovialidad y a la penumbra habitual en aquel entonces, encontré a
Collins decaído y poco locuaz. Divagamos acerca de lo que él aludía como nuestros próximos matrimonios y se
interesó por el inmediato porvenir de Lucy en Massachusetts. Le dije lo que
sabía de concreto:
-
Mientras
haya de mantenerse en silla de ruedas, estará conmigo en Boston y colaborará lo
que pueda en mi trabajo de la Agencia. Luego, cuando esté en condiciones de volar, supongo que lo mejor será que se
coloque de ayudante en la Biblioteca de Fall River. Sus parientes de allá la
vienen reclamando con insistencia.
-
¿Y
tú, seguirás escribiendo sobre Irlanda?
-
No
con la asiduidad que hasta ahora, pero sí me gustaría seguir comentando la
situación y colaborando en los editoriales sobre el tema. Ya sabes lo que te
estiman en América; así que tendré un público fiel. Eres el favorito en las
pinturas de las paredes de los pubs.
Collins se echó a reír:
-
Seguro
que mucho más que aquí, donde tengo que invitarlos a todos para que me acepten
los parroquianos.
-
Eso
es por el cargo y el uniforme -terció Dalton-. Ya sabes que el primer
mandamiento del irlandés es oponerse al Gobierno, mande quien mande.
Mick se levantó,
me tendió la mano y, por unos instantes, apretamos fuerte y -al menos yo- con
emoción.
-
Cuídate,
Mick, por Irlanda y por los muchos que te queremos, dije.
-
Y
tú vuelve por aquí. Ya sabes que en noviembre tenemos boda. Cuento con que
estés en ella y hagas la crónica para Doogan y los demás irlandeses de Boston.
A mitad de camino
de la salida, recordé que llevaba algo en una carpeta, que había dudado en entregarle
hasta el último momento; pero, de tan amistosa como había sido la despedida, me
decidí:
-
General
-dije con sincera ceremonia-, es mi trabajo en y por Irlanda. A nadie debe más
que a ti.
Avancé y puse en
sus manos una sencilla carpeta etiquetada: Crónicas
irlandesas.
Leyó la rúbrica,
posó la carpeta sobre su mesa y rebuscó entre los papeles, hasta encontrar un
abrecartas:
-
No
tenía nada preparado, pero espero que esto te traiga mi recuerdo. Lleva conmigo
mucho tiempo y lo tengo en gran estima.
Era un sencillo
abrecartas de acero, con la empuñadura pavonada en azul zafiro. A duras penas
pude leer la dedicatoria en la hoja:
Me lo llevé al
corazón y salí.
Dalton me acompañó
hasta el recodo del pasillo. Allí me tomó del brazo, reteniéndome:
-
¿De
verdad estimas a Mick? En algunas de tus crónicas lo has tratado sin
miramientos.
-
Cariño
de buen periodista, Emmet. Por mucho que quieras a alguien, todavía tienes que
amar más la verdad.
- Te
lo diré tal cual. También él piensa así. Por eso respetaba al energúmeno de
Brugha y, en el fondo, por eso mismo no traga a De Valera.
***
Los padres de Lucy
nos acompañaron hasta coger el barco en Portsmouth, dado el estado de su hija.
Aunque no aprecié en ellos especial afecto, sí que noté un respeto hacia mí que
los mantenía particularmente reservados y tolerantes con la embarazosa
situación de una hija soltera impedida, en las garras de un periodista extranjero. No dudo de que ello fuese
influencia de Collins, a través de las confidencias que pudiera haberles hecho
su sobrino Dalton.
Gracias a la
largueza de Doogan y a mis ahorros, pudimos ocupar dos camarotes contiguos en
primera clase, lo bastante amplios y accesibles, como para que la silla de
ruedas de Lucy no fuese un impedimento excesivo. A mayores, las dos cabinas
daban a un amplio solario de cubierta, más apto para gozar de la brisa en
aquella época veraniega. Fue una suerte poder disfrutarlo pues, desde el primer
momento, la joven se adaptó perfectamente al ambiente del barco, sin sufrir el
casi inevitable mareo de las personas no habituadas a mar abierto.
En la segunda
noche de nuestra travesía, tras dejar la camarera a Lucy en el lecho, entré a
darle las buenas noches, dejando la puerta de comunicación entreabierta, por si
necesitaba ayuda. Cuando me retiraba, le oí decir:
-
No
me dejes sola.
-
Descuida,
contesté. Dejaré la puerta abierta.
-
Quédate
conmigo, por favor.
Ahora comprendí y,
más que una jubilosa sorpresa, sentí la sensación de quien alcanza la plenitud
gozosa, al final de un camino sembrado de dificultades.
Al siguiente día,
martes, 22 de agosto, le planteé a Lucy lo que me parecía era la consecuencia
lógica de nuestra íntima relación:
-
Ya
sabes -le dije- que en los barcos puede casar el capitán. ¿Qué te parece la
idea?
-
Por
mí, encantada -respondió-, pero no sé lo que opinarán nuestras familias sobre
no poder asistir a la boda.
-
Siempre
podemos explicar razonablemente lo sucedido y celebrar luego la ceremonia
religiosa por todo lo alto en Dublín.
Pareció
convencida. Yo, dándolo por hecho, me acordé de repente de algo que me hizo
sonreír:
-
Solo
me preocupa que Emmet y Collins se pirraban por ser padrinos. En fin, esperemos
que no se peleen por ello.
Ni corto, ni
perezoso, recogí nuestros pasaportes y nos pusimos a buscar al capitán. Este,
flemático y un tanto estirado, no pareció muy contento por tener que oficiar la
ceremonia a toda prisa:
-
Es
cierto que tengo autoridad para ello -afirmó-, pero la escasa documentación de
que ustedes disponen me obliga a condicionar el acto a que, en efecto, sigan
estando solteros y sin impedimento alguno, como parece inferirse de sus
pasaportes. Por otro lado, tendrán que gestionar luego la inscripción del
matrimonio en sus países respectivos o, al menos, en el de destino. Dado que no
parece ninguno de ustedes en peligro inminente de muerte, les aconsejo que
esperen hasta llegar a puerto.
-
Capitán
-repliqué-, creo que no se ha dado cuenta de nuestra situación. ¿Se imagina una
pareja joven y enamorada que, por razón de la invalidez de ella, tienen que
pasar día y noche juntos y solos, en la mayor intimidad? Tenga en cuenta que no
somos fríos británicos, sino portadores del ardor de la raza gaélica y del
primitivismo colonial.
El capitán esbozó
una sonrisa.
-
Tal
como lo expone, señor Rosson, parece que mi barco puede correr riesgo de
incendio… Está bien: Prepararé los papeles y vayan ustedes escogiendo dos
testigos. Mañana, a las diez horas, les uniré en matrimonio en el salón de
baile.
***
Nos sirvieron de
testigos el médico de a bordo y la camarera, que atendían afectuosamente a
Lucy. Celebrada la brevísima ceremonia, tras brindar con el champán que había
ordenado traer el amable capitán, este se dirigió a Lucy:
-
Usted
es irlandesa, ¿verdad?
-
En
efecto, de Wicklow, cerca de Dublín.
-
Entonces
quizá pueda interesarle la noticia que recibimos por radio la pasada noche: Han
matado a Michael Collins.
-
¡¿Cómo?!
-
Desconozco
los detalles pero, desde luego, han sido sus propios compatriotas.
En medio de
nuestra silenciosa consternación, dejó caer con indiferencia una cita bíblica:
Un compatriota
suyo, años más tarde, sería más justo con el Hombre Grande que acababa de dejarnos:
Sucesor de una siniestra herencia, alzándose
entre condiciones violentas y moviéndose en tiempos feroces, proporcionó las
cualidades de acción y personalidad sin las cuales no se habría restablecido la
base de la nacionalidad irlandesa.[34]
[1]
La primera parte de este relato puede encontrarse en este mismo blog, en el
epígrafe de “cuentos históricos”. Es aconsejable haberlo leído antes que este,
para conocer a sus personajes y algunos de los episodios que aquí se dan por
sabidos. Ello aligerará el aparato de notas a pie de página.
[2] Histórica calle londinense en que radican
buena parte de los edificios gubernamentales británicos. Downing Street es una
bocacalle de la misma.
[3]
Arthur J. Griffith (1871-1922), fundador del partido político Sinn Féin (1905), servía a la sazón como
Ministro de Relaciones Exteriores en el Gobierno de facto irlandés (Aireacht).
[4] Denominación en gaélico del Parlamento
irlandés (Cámara baja).
[5] Sir John Randolph Leslie (1885-1971), primo
de Winston Churchill. Hacia 1908, se convirtió al catolicismo y defendió con
firmeza el Home Rule para Irlanda.
Otros detalles biográficos se infieren del relato.
[6] El grado
más bajo de los títulos nobiliarios ingleses de carácter hereditario.
[7] Por la fecha, debía tratarse de la de Mark
Sykes, viajero y político conservador. En efecto, su obra Mark Sykes: His life and letters apareció en 1923.
[8] Se publicó en 1922, con el título de The Oppidan. El College de Eton fue
fundado en 1440 y seguramente es la institución de enseñanza secundaria más
famosa del Reino Unido.
[9] Por la época aludida, tenía que tratarse de
la Midnight Follies Orchestra,
liderada a la sazón por un saxofonista norteamericano, famoso por sus excesos
alcohólicos.
[10]
Titulada Lord Randolph Churchill, en
dos volúmenes, cuya primera edición es de 1906. Es accesible íntegramente por
Internet.
[11]
Histórico edificio del Ayuntamiento dublinés que, durante el periodo
historiado, servía de Casa del Gobierno y salón de sesiones del Parlamento o Dáil.
[12] Cathal Brugha (1874-1922) era Ministro de
Defensa del Gobierno fantasma irlandés.
[13] Año del estreno absoluto, en Dublín, del
oratorio El Mesías, de G.F. Haendel.
[14] Espléndida sala de planta redonda, aneja a la
Mansion House, citada en la nota 11.
[15]
Joseph McGarrity (1874-1940), importante hombre de negocios y activista
irlandoamericano, cuya inicial confianza y colaboración con De Valera acabo
trocándose en ruptura y enemistad hacia 1927.
[16]
William T. Cosgrave (1880-1965), entonces Ministro de Gobierno Local y, posteriormente,
Presidente del Gobierno de Irlanda (1922-1932).
[17]
Diario dublinés, surgido en 1905, con ideología conservadora y poco favorable a
excesos nacionalistas. Sobre los discursos y carta de Valera, ver ejemplares de
los días 7, 17, 18 y 20 de marzo de 1922.
[18] Magno edificio a orillas del río Liffey, sede
de los principales Tribunales de Justicia irlandeses.
[19] Frase latina imaginaria, traducible por La verdad es la luz de la mente.
[20] Buque trasatlántico de la compañía inglesa
Cunard, activo entre 1904 y 1932.
[21] Este
buque británico, que llevaba armas y municiones para el Gobierno irlandés, fue
saqueado en el puerto irlandés de Cobh (Queenstown) por miembros del IRA anti
Tratado, en abril de 1922.
[22] Sir
James Craig (1871-1940), Primer Ministro del Ulster entre 1921 y 1940.
[23]
Hugh Kennedy (1879-1936), Fiscal General (1922-1924) y Presidente del Tribunal
Supremo (1924-1936) de Irlanda.
[24]
Denominación coloquial de los soldados británicos, muy común en la época de la
Primera Guerra Mundial.
[25] Catherine B. Kiernan (1892-1945), novia y
prometida de Michael Collins. Es muy ilustrativa su correspondencia con Mick
Collins, recogida parcialmente en el libro In
great haste: Letters of Michael Collins and Kitty Kiernan, compilación por
Leon O’Broin (1983).
[26] El crimen
se produjo en Londres el día 22 de junio de 1922.
[27] En votos, 239.193 sinnféiners a favor de los candidatos pro-Tratado (proclamados,
58), frente a 133.864 sinnféiners en
favor de candidatos anti-Tratado (proclamados, 36).
[28] General en Jefe del Ejército británico en
Irlanda.
[29]
Así hizo en la boda del alto oficial del IRA, Tom Barry, el 22 de agosto de
1921. Adjunto la ilustración fotográfica.
[30]
Irlanda, exclusión hecha del Ulster separado, estaba dividida en ese número de
condados.
[31]
El diagnóstico fue inicialmente confuso o, por lo menos, multicausal. Una o
varias hemorragias cerebrales han acabado imponiéndose como motivo inmediato.
[32]
La estancia de cientos de rebeldes irlandeses en el campo de concentración
galés de Frongoch (entre ellos, Collins) fue considerado como fructífero
aprendizaje y camaradería en la Universidad
de la Revolución.
[33] … Todo el que empuña espada a espada morirá. Similar,
Éxodo, 21:12.
[34] Winston Churchill, World crisis and the aftermath, vol. V (1931), página 349
(traducción de Carme Camps, en Roy Jenkins, Churchill,
edit. Península, Barcelona, 2014, página 416).
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