PSICOPATOLOGÍA DE LA VIDA AMOROSA (II)
Transcripción fatal
Por Federico Bello
Landrove
Nuestro ya conocido Doctor del A. ejerció
en algunas ocasiones de experto para los tribunales penales. Esta es la
historia de uno de los casos más sobresalientes de su pericia forense, que he
recogido como ejemplo de lo que los criminólogos llaman delincuencia de proximidad. Y es que el amor no siempre prospera en
las distancias demasiado cortas.
1.
El crimen de la cañavera
De un suelto
aparecido en la página 18 del Diario de
Castellar, correspondiente al 16 de septiembre de 19 64:
En la mañana de ayer, la Policía encontró
sin vida el cuerpo del músico Isidoro Domínguez, cuya desaparición había sido
denunciada por su esposa la tarde anterior, al llevar más de veinticuatro horas
sin conocer su paradero. El cadáver fue hallado sobre una cama turca en el
dormitorio de la casa de campo que su familia posee en el barrio del Carmen, a
la que el finado solía retirarse frecuentemente para ensayar o componer, de manera
tranquila y sin molestar a sus vecinos urbanos. La Policía no descarta ninguna
hipótesis sobre las circunstancias de la muerte, al haber hallado, al parecer,
algunos signos de violencia en el cuerpo y en la casa.
Don Isidoro Domínguez era un consumado
trompetista, profesor del Conservatorio de Castellar y destacado componente de
nuestra Orquesta Sinfónica, desde la fundación de la misma. Igualmente había
grabado varios discos y actuado como solista con las mejores agrupaciones de
cámara de nuestro país. Por todo ello, su muerte ha sido muy sentida,
asociándose este Diario al dolor de la familia, en particular al de su esposa,
la también instrumentista, doña Angélica Cornaro, y sus hijos Nicolás y Vicente,
estudiantes del Colegio Calasanz.
Al tener que practicarse la autopsia, el
funeral corpore
insepulto y el entierro se anunciarán
oportunamente. Instruye las diligencias el Juzgado de Instrucción nº 2 de esta
capital.
***
Los pasos
siguientes de la instrucción criminal no figuran –como es lógico- en los
dietarios del doctor del A., que no intervino en el caso hasta un momento muy
ulterior. Con todo, y a pesar de los largos años transcurridos, las hemerotecas
y los recuerdos de segunda generación
me han permitido llenar el vacío, hasta que podamos ceder el uso de la palabra
–recte, de la pluma- a nuestro amigo
psiquiatra. He aquí los datos y detalles más gruesos del caso, precisos para
hacerse una cumplida noción del mismo, así en lo jurídico, como en lo
sentimental.
No le faltaba razón
al Diario, al suponer que la muerte
había sido violenta. Don Isidoro, trompetista de unos cuarenta años de edad,
había fallecido asfixiado, al serle destrozado el hioides y la parte alta de la
laringe, clavándole profundamente una caña como de veinte centímetros de
longitud. Deducían los investigadores que había contribuido al rápido ahogo la
hemorragia interna que se produjo, la cual apenas había permitido al músico
llegar hasta la puerta del improvisado dormitorio –en consecuencia, no había
sido hallado sobre la cama turca, sino decúbito supino, en el suelo-. La
destrucción de parte del aparato fonador le había impedido igualmente gritar
para pedir auxilio.
En cuanto a las
huellas de violencia en la casa –aislada de otras viviendas por una extensa huerta,
cerrada de alambre y seto vivo- consistían en algunos muebles ligeros
derribados, cajones vaciados alocadamente y la chaqueta del finado con los
bolsos vueltos del revés. A parte de la
billetera con su contenido y de la trompeta de plata dorada, no he echado nada
más a faltar, declaró la viuda.
La autopsia no
arrojó otros datos adicionales dignos de mención, como no fueran la
inexistencia de huellas físicas de resistencia o de lucha –lo que abonaba la
suposición de que el difunto hubiese sido sorprendido durante el sueño- y el
momento probable de la muerte, las cinco de la tarde anterior al hallazgo del
cadáver.
***
Dicen las malas
lenguas que los médicos rutinarios no buscan otros males o síntomas, que
aquellos que de mano esperan encontrar. Valga este exordio para expresar que,
si los forenses hubieran tomado muestras del contenido gástrico, habrían
hallado entre él un decilitro de láudano de Sydenham[1], suficiente para inducir
un sueño soporoso, bastante más profundo que el de una siesta de finales de
verano.
Si los galenos
actuaron un tanto a la ligera –incluso para aquella época, ya lejana- los
policías no se dejaron embaucar por las apariencias de robo. Ignoro los motivos
de su suspicacia. El conocido semanario de sucesos El Crimen apuntaba la
falta de profesionalidad en la busca del botín por parte de los ladrones, así
como la circunstancia de que no se hubiera empleado fuerza para abrir la puerta
de entrada. Un hijo del inspector Liceras, que intervino en la investigación,
me confesó mucho tiempo después:
-
Lo
que más extrañó a mi padre fue el arma mortal: ¡Mira que una caña seca,
aplicada prácticamente en el único lugar del cuerpo en que podía ser letal!
Tenía algo de caprichoso, de personalísimo..., de crimen ritual.
-
¡Atiza!
¿Es que no había cañas por las inmediaciones?
-
Por
supuesto. Ya sabes que el río pasa por allí cerca y hay zonas de carrizo. Pero
aquella caña, tan bien tallada, con el borde tan afilado... En fin, que mi
padre suplicó al comisario que la hiciese analizar en el Laboratorio Central de
Madrid. Y allí dieron con el dato que, a la postre, resultaría clave: La planta
correspondía a una subespecie que no se da por estas tierras, sino en la zona
mediterránea, particularmente en el delta del Ródano.
Está visto que mi
informador estaba empeñado en ponderar con exceso la intuición de su padre.
Tengo para mí que, con Ródano y sin Ródano, la Policía habría seguido in
albis a no ser ¡por las actividades extraescolares del colegio Calasanz!
Me explicaré.
***
Como creo haber
indicado antes, los dos hijos varones del matrimonio entre el difunto trompeta
y la oboísta italiana cursaban estudios con los Escolapios, en la etapa
denominada a la sazón el bachiller elemental. Los varones españoles no tenían
entonces contacto educativo obligatorio con la música, pero algunos colegios
mantenían coros y rondallas para completar la educación de sus discentes. Ese
era el caso del Calasanz de Castellar
y, como es natural, los dos chicos aludidos acudían puntualmente a los ensayos
y actuaciones públicas de la así llamada Orquestina Calasancia –la ORCA,
como jocosamente la denominaban sus detractores, con un acróstico de muy mala
intención, todo hay que decirlo-.
Pues bien, como un
año después del crimen de la cañavera, el director de la orquestina invitó a la
madre oboísta a dar una charla-concierto a los aorcados y sus padres. La
buena señora, entre otras cosas, hizo una presentación de su instrumento y
dijo:
-
Como
verán, lo más característico del oboe es esta curiosa embocadura, hecha con dos
o tres trozos de corteza de caña, convenientemente unidos con hilo de nailon.
Los oboístas más vocacionales –como es mi caso- nos fabricamos nuestras propias
lengüetas con las mejores cañas del mercado. Y, sin duda, las que mejor
resultado dan son las del sur de Francia.
Dio la casualidad
de que entre los asistentes había un periodista de sucesos de El Diario de
Castellar, lo suficientemente instruido como para recordar que el bajo
Ródano fluye por el mediodía
francés. El gacetillero, intrigado, lo comentó a su vez con un policía que
investigaba el crimen del trompeta y... El resto se lo figurarán ustedes sin
mayores detalles por mi parte. Poco después, tomaba contacto con el caso el
psiquiatra del A., como podrán comprobar, si pasan a leer el capítulo
siguiente.
2. La importancia de la Escuela veneciana
-
Así
que mi Defensor le ha encargado que me reconozca y dé pericia en el juicio,
para que me tomen por loca –espetó la procesada al bueno del doctor del A., tan
pronto este se le presentó en la enfermería de la cárcel-.
-
Señora,
replicó el psiquiatra, no es mi costumbre mentir en el ejercicio de mi
profesión y, menos aún, a los jueces. Su abogado es un buen amigo mío, que me
ha pedido el favor de estudiar su caso, desde el punto de vista médico. Así lo
voy a hacer; le comunicaré mis conclusiones y, si le conviene su contenido, me
citará para informar en el juicio. ¡Ah!, y sin cobrarles una peseta por mis
servicios.
-
Si
tiene usted un verdadero interés por su profesión, lo que voy a contarle compensará
con creces la molestia. Pero todo, con una condición: precisamente, la de que
mienta al valorar clínicamente mi caso.
-
¡Pero,
señora, acabo de decirle que…!
-
Tranquilícese,
no le pido que engañe al tribunal. De hecho, voy a prohibir a mi abogado que lo
llame a estrados, pues estoy mentalmente sana e hice lo que hice de forma
meditada y por poderosas razones. A quienes habrá de mentir es a mis hijos:
Quiero que sufran lo menos posible y que, cuando salga de prisión, no me
nieguen un poco de cariño y de compañía. Es a ellos a quienes usted convocará
como cosa suya y les hará creer que maté a su padre en un rapto de locura, o
como quiera calificar benévolamente mi estado. Por eso, le voy a dar todos los
detalles precisos para que haga el montaje.
Con mi sinceridad y con su experiencia, seguro que se le ocurrirá más de una
razón para juzgar anómalo mi comportamiento.
-
Si
así fuere, señora, no dude que haré una obra de caridad por esos pobres
chiquillos. Explíquese, pues. La escucho con atención.
***
-
Como
sabe, me llamo Virginia Cornaro. Nací en la ciudad italiana de Treviso, no
lejos de Venecia. Usted debe ser una persona culta y, por tanto, no ignorará la
importancia de mi familia, los Cornaro o Corner, en la historia de la República
Serenísima. ¡Con decirle que cuatro de los Dux llevaron mi apellido[2]!
-
Lo
siento, no estoy muy al corriente. Sí que me han informado de que una
antepasada suya fue reina de Chipre.
-
¡Claro
está! Se trata de Caterina[3], la última reina de esa
isla, aunque a la pobre le hicieron la vida tan difícil, que tuvo que abdicar.
Seguro que ha visto algún retrato suyo en los libros de Arte: Bellini, Tiziano,
el escultor Mariani…
-
En
fin –suspiró el doctor-, es triste que una mujer de tanta prosapia se vea en
esta apurada situación.
-
Y
que no me halle en otra peor –completó la presa, barruntando una condena a
muerte-. Pero baste lo dicho para explicar mi amor por Venecia y todo lo bello
que de ella proviene. Como la música, por ejemplo. Ahí, precisamente, vine a
toparme con mi marido, que en el Purgatorio esté por muchos siglos.
Los documentos del
doctor del A. transcriben detalladamente la continuación del relato. Victoria,
hija de maestros venidos a menos con el auge y posterior debacle fascistas, siguió
estudios musicales en su ciudad natal, que perfeccionó en Venecia, como solista
y profesora auxiliar de oboe. Pocos años más tarde, coincidió con Isidoro
Domínguez en el verano musical de Verona, donde sus orquestas de cámara
actuaron en días sucesivos. Flechazo, corto noviazgo a distancia y, finalmente,
boda y asentamiento de la pareja en Castellar, donde el esposo acababa de
obtener la cátedra de trompeta y una plaza en la recién creada Orquesta
Sinfónica que dirigía su fundador, el maestro de las Heras.
-
Ahí
empezaron mis cuitas –proseguía Victoria-. Con toda su pompa de vieja capital,
esta ciudad se me vino encima, acostumbrada, como lo estaba, a la intensa vida
musical de mi país. Al principio, Isidoro me apoyó para conseguir plaza en la
Orquesta y los niños me mantuvieron dichosa y ocupada. Mientras tanto, él
apenas paraba en casa, viajando constantemente a Madrid, donde radicaba el Ensemble Boccherini, del que sin duda
habrá oído hablar… Bueno, es igual. Sepa que era la mejor orquestina barroca de
España –lo que tampoco es mucho decir-. Fija en los conciertos madrileños,
hacía numerosas salidas y tournées
por la Península y Francia. Paulatinamente, me fui hallando más y más sola,
agobiada y -¿cómo decirlo?-… marginada.
-
Todo
lo que me cuenta usted puede haber contribuido a su infelicidad, pero no me
ayuda a comprender lo que le hizo a su marido, para que yo lo traslade a sus
hijos en la forma que hemos convenido.
-
¿Lo
que le hice a mi marido, dice? Será, más bien, lo que él me hizo a mí, hasta
que estallé. Para empezar, toda mi dedicación a la casa y a los niños, mi
destierro y mi empequeñecimiento; todo –digo- le parecía poco. Echaba sobre mis
hombros carga tras carga y acabó por ponerme toda clase de dificultades para
seguir en la orquesta. Gracias al maestro de las Heras, que era un encanto de
persona y perdonaba mis ausencias a los ensayos. Tú casi no necesitas ensayar –bromeaba-. Eres mejor que la Craxton [4].
-
Comprendo,
concedió el galeno. Se trata de ese goteo diario, que acaba por horadar la
resistencia y hacer estallar.
-
Es
posible, pero faltaba aún la gota –o mejor, el chorro- que hizo desbordar el
vaso. ¿Sabe usted lo que es, musicalmente hablando, una transcripción?
-
Ni
idea.
-
Me
refiero a trasladar una partitura escrita para un instrumento, a otro
diferente, más o menos afín. A veces, se hace hasta con la voz humana.
-
Ya
veo. ¿Y cuál fue, en este caso, esa transcripción mortal?
-
Isidoro
dio en envidiar los maravillosos valores melódicos y la versatilidad de mi instrumento, así como su perenne
actualidad. Vamos, todo lo contrario que la trompeta, estridente, vulgar y
menos romántica que una zanahoria. Si hasta Mozart lo decía…[5]
-
Empiezo
a comprender: Su marido decidió robarle
las composiciones para oboe, transponiéndolas para trompeta, para hacerla a
usted de menos. Pero, si dice que el oboe es tan superior, no acierto a
imaginar el éxito de su empresa.
-
¡No
sabe lo persistente y lo gran músico que era mi marido, porque eso hay que
reconocérselo! Aprovechando su dominio de la trompeta piccolo, hoy una, mañana otra, me fue robando la exclusiva de diversos conciertos y variaciones,
tocándolas con la orquesta madrileña, grabándolas en disco y, finalmente, trató
de convencer a los alumnos del conservatorio y al maestro de las Heras de que
sonaban mucho mejor a la trompeta. En el colmo del ninguneo y la desvergüenza,
llegó a improvisar torneos entre él y yo para ver quién tenía más éxito con una
misma pieza. Claro, él, prevenido y con todo el tiempo del mundo; yo, por
sorpresa y hecha una fregona. Y con todo…
Lo que resta comprendo que puede no ser de
fácil comprensión para quienes no sean muy aficionados a la música clásica
–escribió el psiquiatra-. Yo no lo creo así, sobre todo, porque el más grande
de los trompetistas de la segunda mitad del siglo XX ha ido haciendo lo mismo
que Isaías y dejando soberbias huellas de su talento en toda clase de medios de
reproducción audiovisual[6]. Bastará pues con que los
lectores interesados consulten la discografía reciente al respecto.
-
Empezó
con obras que no me llegaban a lo más hondo, por más que supusieran grandes
faltas de respeto para insignes músicos: Un concierto de Haydn, otro de Mozart,
unas variaciones de Hummel. Yo tragaba quina y él recibía parabienes por su
osadía. Pero su objetivo principal era el de destruirme; así que pasó a arreglar para la trompeta los conciertos
de oboe de mis amados maestros de Venecia[7]. Un día era el dulcísimo
Bellini. Otro, se trataba de Albinoni. Para el concierto extraordinario de
Navidad, me abrumó con el endiablado concierto en cuatro tiempos de Cimarrosa,
que había sido mi mayor éxito en los tiempos de Italia –y él lo sabía-. Pero tenía que demostrarme que no se arredraría con
nada, que estaba dispuesto a destruir mi vida y mis raíces. Y se atrevió con
Marcello.
-
¿Algún
amigo suyo, quizá?, inquirió el doctor, seguramente con sorna.
-
Benedetto
Marcello[8] –prosiguió Virginia, sin
molestarse-. Su famoso concierto en Do menor es el súmmum del oboe, el no va
más de nuestro instrumento. Además, el autor era veneciano, de familia ilustre
y emparentado con la mía, a través de su hermano, el insigne Alessandro. Aquel arreglucho era un crimen musical, una
afrenta obscena para el oboe, una ofensa nefanda para mi sangre, que clamaba
venganza. Y la obtuvo.
-
En
efecto y de un modo que, de haber estado al corriente de su personalidad e instrumento,
habría orientado certeramente la investigación del crimen desde un primer
momento.
-
El crimen, ¿a qué crimen se refiere, doctor?
¿Al de mi marido o a mi justísima respuesta?
***
El expediente del
caso, tal y como figura en los archivos del psiquiatra del A., acaba aquí. Si
consultamos los repertorios forenses, sabremos que Virginia Cornaro fue
condenada, como autora de parricidio con premeditación y alevosía, sin
atenuante alguna, a la pena de muerte. El Gobierno conmutó la misma por la de treinta
años de reclusión mayor. Se dice que la Embajada italiana apoyó el indulto. De
lo que no tengo información, ni me he molestado en buscarla, es del resultado
de la gestión de nuestro amigo psiquiatra en favor de la homicida, cerca de sus
hijos. No debió ser muy fructífera, a juzgar por el suelto aparecido en El Diario de Castellar, el 14 de marzo
de 1975:
En el concierto de esta tarde en el teatro
Carrión, a beneficio de la Junta de
Cofradías de Semana Santa, actuará como solista de trompeta el distinguido músico
castellarense, Nicolás Domínguez Cornaro, quien ejecutará la transcripción para
su instrumento del conocido concierto en Do menor para oboe y cuerdas de
Benedetto Marcello.
Y es que la
violencia no suele servir para nada, como no sea de desahogo.
3. La obligada moraleja
Si solo dependiese
de mí, no sacaría de esta historia más consecuencia que la recién escrita,
sobre la inutilidad de la violencia. Pero ya saben los lectores de esta serie psicopatológica
que su promotor me impone extraer algunas conclusiones, a modo de aviso para
navegantes. Tampoco hace falta ser muy listo para cumplir con una tarea similar
a la de los prácticos que han de guiar hábilmente una embarcación entre dos
escollos laterales. Así es como veo yo el equilibrio del amor entre la monótona
coincidencia de valores y tareas, de una parte, y las insalvables diferencias
de criterio y cultura, por otra. Como si dijéramos, la vida amorosa parece
requerir bases comunes sobre las que construir una cada vez mayor intimidad, y
diversidad que permita una asimilación enriquecedora o, cuando menos, la
cariñosa aceptación de lo diferencial.
Así comentaba yo a
mi amigo Valentín, cuando este me precisó, de manera lapidaria:
-
Los
valores, similares; las profesiones, diversas; los caracteres, complementarios.
No me parece mala
receta, siempre que recordemos que el Amor es ciego y tan capaz de la mayor
superación, como de la debilidad más supina. Así que, como diría el otro, áteme
este oboe por la lengüeta. ¿Estamos?
[1] Se trata de una maceración
de opio en bebida alcohólica, con una proporción media de morfina de un 1%. En
el caso de nuestro relato, se empleó vino de Málaga aromatizado, al 2% de
morfina, según declaraciones de la acusada en el juicio oral.
[2] La orgullosa Virginia debe
aludir a Marco, Giovanni, Francesco y Giovanni Cornaro o Corner. El primero fue
Dux de Venecia en el siglo XIV; los dos siguientes, en el XVII; el último
Giovanni, en el XVIII.
[3] La reina Caterina vivió entre 1454 y 1510.
Personaje casi legendario, es famosa como protagonista operística de los
compositores Donizetti, Halévy y Lachner. Recomiendo la lectura del cuento La reina de Chipre, en el volumen de
relatos Nadie es la patria, ni siquiera
el tiempo (Valladolid, 1999), del que es autora Marián Izaguirre (Bilbao,
1951).
[4] Alusión indudable a Janet Craxton
(1929-1981), la gran oboísta inglesa.
[5] Creo que Victoria aludía al desafecto del
genial músico salzburgués hacia la trompeta solista, para la que no se conoce
que haya compuesto ninguna partitura, a diferencia de su padre, Leopoldo Mozart.
[6] Obviamente, se trata de Maurice André
(1933-2012). Afortunadamente, él no lo hizo para destrozar
psicológicamente a ninguna oboísta,… que
yo sepa. Al parecer era tan gran músico, como buena persona.
[7] Victoria emplea el gentilicio con gran
libertad, pues algunos de los músicos que va a citar acto seguido no eran
venecianos de nación, aunque sí tuvieron relación o influencia en la vida
musical veneciana de su época.
[8] Benedetto Marcello (1686-1739) y su hermano,
Alessandro (1684-1750) fueron notables hombres de letras y leyes. Benedetto
destacó como compositor musical y Alessandro, más como poeta.
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