Psicopatología de la
vida amorosa (I)
La amante rebelde
Por Federico Bello
Landrove
A través de una serie de relatos, cuya
rúbrica general remeda la de una conocida obra de Sigmund Freud[1],
procuraré ejemplificar una tesis que juzgo difícilmente rebatible: Que el
camino y el destino del amor no responden a tópicos, sino en la mente
cuadriculada de psicólogos triviales. Concretamente, en este primer cuento de
la serie, se trata de la habilidad de muchos amantes para
escoger a la persona equivocada… y de la especie de maldición bíblica que a
veces cae sobre ellos, a modo de penitencia.
1.
Carta de presentación
De la carta de un
amigo generoso, que dio pie a los relatos de esta Psicopatología:
Castellar, 16 de abril de 2000 .
Querido amigo Fede:
Si llego a sospechar lo que habrías de
pedirme, tras hojear los dietarios profesionales de mi difunto padre, ¡a buenas
horas te los presto! En fin, a lo hecho, pecho. Por nuestra amistad y por el
afecto que le dispensaste en vida, no te puedo negar cuanto solicitas. De modo
que tienes mi autorización a fin de que algunos de los casos clínicos recogidos
en aquellos te sirvan de inspiración para desarrollarlos de forma literaria,
vale decir, imaginativa, enmascarando –por supuesto- nombres y circunstancias
concretas. Y, comoquiera que has usado para convencerme el argumento de que las
historias resultantes podrían servir de ejemplo y aviso para –literalmente- amadores descarriados, te impongo un deber adicional, por más que
tú no seas médico ni psicólogo: Terminarás cada relato con un resumen de las
reflexiones que el caso real te haya sugerido, a fin de que sirva –es también
expresión tuya- de aviso para navegantes.
Te deseo suerte en el empeño, aunque mucho
me temo, etc., etc.
Cordialmente,
Alberto del A.
Pues bien, pese a
los temores de Alberto, he decidido
ponerme a la tarea, con esa doble pretensión, moral y literaria, que recuerda
los exemplos medievales[2]. Dejo en manos de ustedes el
juicio que la serie merezca. Seguramente serán más piadosos y menos exigentes
que mi dilecto amigo.
2. La dama exquisita
El expediente de
Matilde C. –para el archivo del Doctor del A., “La dama exquisita”- comienza
años después de presentarse los primeros síntomas del malestar psicológico de
la joven, motivando la consulta en comandita de la expresada y su madre. No
estará de más precisar que, en aquella época, la mayoría de edad se alcanzaba a
los veintiún años, así como la mayor timidez de las muchachas y el gran
entremetimiento de sus madres en los temas amorosos. Baste decir que el caso
corresponde a la anualidad de 196...
La voz cantante en
la entrevista la llevó la matrona:
-
Verá
usted, doctor, los padres de ahora comprendemos que nuestras hijas no tengan
prisa por casarse: Para eso las educamos con todo esmero y hasta les damos
carrera universitaria; no como en mis tiempos que, entre la guerra y las
desigualdades, nos tocó casarnos muy jóvenes y sin muchos miramientos. Bueno,
no vaya a creer que yo..., en fin, que mi marido...
Parece ser que el médico[3] se cansó de aquella
verborrea, que mezclaba el presunto problema de la hija con los que pudiera
haber tenido otrora su madre. El hecho es que la anamnesis prosigue así:
Continuando su
exposición, la madre de la paciente expone que, atraídos por la belleza y otras
buenas prendas de esta, numerosos aspirantes a sus favores se han interesado
por ella, al menos, desde los catorce años de su edad. Sin embargo, por unas
razones u otras –tenidas por ella como fútiles o meras disculpas- la hija los
ha ido rechazando y aún ahuyentando, de manera cada vez más rápida y desabrida.
Opina la informadora que podría haber en tal comportamiento un sentimiento
patológico de miedo a los hombres o, por lo menos, a comprometerse seriamente
con alguno de ellos.
Parece ser que, al margen de algunas
protestas, la joven Matilde –de veinte años entonces- no abrió la boca
espontáneamente durante toda la entrevista. Nuestro doctor hubo de limitarse a
recoger los datos más relevantes del caso y, seguidamente, obró como, tal vez,
debería haber hecho desde un principio:
-
Bien, he tomado cumplida nota de cuanto me han dicho.
Reflexionaré sobre ello y podríamos tener un nuevo encuentro dentro de quince
días, a la misma hora.
-
Perfecto –respondió la madre-: aquí estaremos.
-
Temo no haberme explicado bien, señora. La cita
incluye solo a su hija. Es indispensable que ella se explique con toda
claridad, en ausencia de testigos.
-
Pero yo soy su madre y, precisamente, si no hubiera
sido por mí, la chica no habría venido.
-
Justamente. La primera forma de libertad a respetar
en casos como este es la de consultar al médico, o no hacerlo.
La señora debió de salir bufando y su
hija, tan aliviada. Lo cierto es que en el índice onomástico de los archivos
del Doctor del A., Matilde no vuelve a aparecer hasta quince años más tarde. Lo
que le sucedió durante todo aquel largo periodo puede inferirse claramente de
sus revelaciones ulteriores al galeno, quien tuvo la satisfacción del sentirse
gratamente recordado por tan antigua paciente.
***
-
Ya veo que se acuerda de mi caso, doctor, a pesar
del tiempo transcurrido. Efectivamente, vine a consulta con mi madre, que en
paz descanse, y aún recuerdo el rebote que se cogió cuando usted le dijo
tan finamente que aquí estaba de más. De consuno tomamos la decisión de no
volver a consulta, aunque por muy diversos motivos: Ella, por tener que quedar
al margen de cuanto aquí se tratase; yo, porque no creía tener necesidad de
ayuda psicológica, por no hablar de la vergüenza que me daba entonces desnudar
mi mente ante un señor mayor y desconocido. En fin, lo más probable es que
hiciese mal, a juzgar por todo lo que ha venido después y que, presa de la
depresión, me ha movido a solicitar su ayuda.
-
Ya veo. Hágame un breve resumen. Luego le pediré
aclaraciones, si fuere preciso.
-
Pues bien, lo primero que tengo que admitir es que
mi madre tenía razón. En mi adolescencia y primera juventud, rechacé uno tras
otro a mis pretendientes y a los chicos que mostraban interés por mí, con las
más tontas y precipitadas disculpas. Este era demasiado delgado; aquel no era
aficionado al cine; el de más allá resultaba demasiado tímido. La cosa no
habría tenido mayor importancia, dada mi juventud y que los chicos me gustaban
como era propio de mi edad y sexo, pero no tardé en percatarme de que, tras ese
rechazo, había una causa concreta que, por la presencia de mi madre, no me
atreví a exponerle antaño.
-
Me figuraba algo así, al constatar la, digamos,
vehemencia de su mamá para entrar en su vida amorosa. Pero, de todas formas,
indíqueme el motivo por el que identificó la causa.
-
Para empezar, acabé descubriendo que rechazaba a
los chicos con tanta mayor rapidez y desapego, cuanto más agradasen a mi madre
y, por extensión, al resto de la familia, que le servía de coro o caja de
resonancia. Pero lo más claro vino después: me gustasen o no, empecé a
frecuentar y seguir la corriente a los muchachos que menos habrían agradado a
los míos. Y digo habrían, porque, entre mi familia y mis amigos y
acompañantes, levanté un muro de ocultación y de silencio.
-
Un caso bastante claro de utilización del amor como
rebeldía y autoafirmación. Era entonces muy frecuente: hacer de la
independencia de criterio un fin, una bandera, y no solo un medio o una forma
de realizarse.
-
Justamente, como usted dice. No sabe la de tumbos
que di en mis años mozos, por empeñarme en hacer lo contrario de cuanto de mí
se esperaba. No hará falta le diga que, en el fondo, me sentía fatal, pues no
compartía en absoluto los valores y conducta de mis malas compañías, por
decirlo como mi padre. Y así, paso a paso y dejándome llevar, acabé acompañando
hasta el altar a un individuo, a quien lógicamente quería, pero que me
resultaba poco afín[4] e
insuficientemente conocido. No digo que ese fuera el motivo de mi funesta
decisión matrimonial, pero sí afirmo que tan decisivo como la constancia de él
para conseguirme, fue la insistencia de mi madre en que no me convenía como marido.
¡Qué quiere que le diga! Años después, casi estrenamos en Castellar la ley del
divorcio[5].
-
Hasta aquí, estimada señora, aprecio más conjeturas
que datos concluyentes. ¿Es por ese fracaso matrimonial por lo que cree usted
padecer un trastorno depresivo?
-
¡Oh, no! De mi divorcio, ya van a cumplirse cinco
años y, pese a todos los pesares, lo llevo con buen ánimo: Todo, menos soportar
una convivencia como aquella. La cuestión es que yo soy joven y –a qué negarlo-
un poquito… ardorosa. Vamos, que no me he encerrado en casa, ni he desechado la
compañía masculina, y hasta un nuevo matrimonio, si encontrare a alguien
adecuado y que acepte a mis hijos. ¡Pero ahí está la tragedia! Una y otra vez,
como una colegiala inexperta, sigo rechazando a buenos tipos y liándome –si me
perdona la franqueza- con sujetos sin más bagaje que una vida divertida
o una avasalladora virilidad. Empiezo a pensar que…
-
… ¿Qué su madre sigue ejerciendo su nefasta
influencia, aún después de muerta?
-
¡Más que eso, doctor! Que soy una mujer que, en el
colmo del error y el desenfoque, ha conseguido aunar maldad y estupidez.
Tan necia, como para ir detrás de personas que malamente podrán corresponder a
mis sentimientos y necesidades. Y tan malvada, que me huelgo en rechazar por
debilidad o por nimiedades, a los hombres con quienes probablemente podría
alcanzar la felicidad.
-
Mujer, entiendo que en ello podrá haber flaqueza,
mas no maldad.
-
¡Maldad, sí, maldad!, pues mi injustificado rechazo
provoca el sufrimiento de quien no tiene otro pecado, en el fondo, que
el de convenirme.
3. Opina el autor
Afortunadamente, entiendo que la lucha de
los adolescentes por decidir en materia amorosa con cierta autonomía es
objetivo logrado en nuestros días, sin necesidad de trabarse con los padres en
desigual batalla, como la pobre Matilde hubo de hacer, no muchos años atrás. En
cualquier caso, si todavía hubiere –que habrá- casos de graves interferencias
positivas o negativas, puede ser bueno recordar que los asaltantes de la
libertad conseguirán su objetivo, tanto si se les sigue la corriente, como si
se les lleva la contraria: Lo correcto es no hacerles caso. Cada amante vale lo
que vale, con independencia de cómo lo aprecien los terceros. Ahora bien, el
buen criterio y la tranquilidad de espíritu no rechazarán un consejo o un dato,
por parte de quienes nos quieren o conocen. Con eso, por mi parte, está todo
dicho y cumplido el objetivo impuesto -¡también a mí me imponen conductas,
aunque la vejez esté llamando a la puerta!- de
convertir este triste relato en un enxemplo.
Por cierto, me quedo con ganas de hacer de
Doctor del A. y explicarle a “la Dama exquisita” que su depresión puede tener,
para bien y para mal, un componente moral de penitencia. Al rechazar a sus
amantes sinceros, acaba cayendo en los brazos de quienes no le pueden
corresponder. Así, el sufrimiento inferido se vuelve a la postre contra quien
lo infirió. ¿Podrá doña Matilde recuperar la tranquilidad de conciencia, si
acaba con ese círculo vicioso de encuentros fallidos y desencuentros logrados?
¡Quién sabe! Aunque, a estas alturas del siglo XXI, supongo que le habrán
bajado mucho sus ardores.
[1] Psicopatología
de la vida cotidiana, cuyo original en alemán data de 1901 y la primera
traducción española, de 1922.
[2] Prototipo en castellano: Libro de los
enxiemplos del Conde Lucanor et de Patronio, del Infante Don Juan Manuel,
escrito hacia 1330.
[3] Creo haber omitido, hasta ahora, que el
Doctor del A. no era psicólogo, sino médico con cierta inclinación
psicoanalítica. Puede recordarse que el
carácter estrictamente universitario de la Psicología en España data del curso
1968-69, como licenciatura integrada en el tronco de la las Facultades de
Filosofía y Letras. Los primeros licenciados en Psicología salieron de nuestras
Universidades en 1974.
[4] De esto de la afinidad y los parecidos como
nutrientes del amor, habría mucho que hablar. Me propongo hacerlo en otros
relatos de esta serie, al hilo de un nuevo caso del venero del Doctor del A.
[5] Lo que hace suponer que Matilde rompiera el
connubio en el año 1981.
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