La jubilación de la
campanera
Por Federico Bello
Landrove
La terquedad, la vejez y el progreso se
aúnan para convertir un sainete costumbrista en un drama rural. Basado en
hechos reales, dejo a la voluntad de los lectores dónde fijar la frontera de lo
vivido y lo imaginado.
Es posible que la
primera película que hubiese visto fuera El
pequeño ruiseñor[1]. Yo quería creerlo así, para que su humilde existencia tuviese la
marca de la predestinación. Eran los tiempos en que todas las amas de casa y
chicas de servir canturreaban el estribillo
¡Ay, campanera!,
aunque la gente no
quiera,
eres la mejor de las
mujeres
En cualquier caso,
Amadora andaba por aquellas fechas sirviendo en Madrid, inevitable destino de todas
las chicas del pueblo que no resultaran imprescindibles para la labranza. Luego
–ya se sabe-, una boda conveniente, a ser posible con algún paisano desertor
del arado. Con el tiempo y la suerte, los hijos propios reemplazarían a los
ajenos y el ático en Carabanchel o en Villaverde, al caserón junto al Retiro o
el piso en República Argentina. Dispendios, pocos, y lujos, ninguno. El ínfimo
remanente habría de servir para echar un remiendo a la casa del pueblo, o para
construirse otra propia, si la familiar hubiera de repartirse con los hermanos.
Hacía mucho tiempo
que Amadora se había salido de la rutina. El Señor no le había dado hijos y su
marido, conquense de Priego, había decidido compartir vida y jornal con una
casquivana, clienta de la carnicería. La esposa tardó en enterarse -¡Madrid era
ya tan grande!- pero, cuando lo supo, la vena republicana de su difunto padre
afloró en su frente. Cargó lo principal de sus pertenencias en el mundo, que
bajó dando tumbos por la escalera, al ritmo de su baticor. La señora la acogió
como fija y el señor, abogado del Metropolitano, le tramitó la separación.
No le fue fácil
volver por el pueblo, casada y sin marido. Ya se sabe: las mujeres suelen ser
las culpables, cuando menos, de no aguantar lo bastante. ¡Y Amadora! De casta
le viene al galgo. El padre, un rojo, y la hermana…, a qué contar. Le brota de
los labios la misma famosa canción, ya que ella no tiene hijo que amoroso se la
cante:
Dicen que no eres buena
y a la azucena te
pudieras comparar.
Se propone no
volver pero ¿qué hacer de su madre? Llevarla a Madrid sería matarla; dejarla en
el pueblo sola y enferma, no tendría perdón de Dios. Regresa, pues, a la
Capital, trabaja un par de años más hasta la extenuación y vuelve a su aldea
para los restos. Las pocas tierras que les quedan están casi abandonadas; la
casa se cae a pedazos. Se yergue en su corta estatura y susurra: Al menos, ahora no trabajaré para otros. Desde
la cabecera de la alcoba, su marido le hace una mueca de burla. Se sube a la
silla, descuelga el retrato de boda y lo sepulta en el hondón del baúl.
***
Nunca supo por qué
lo había hecho el cura. Quería creer que su fama de limpia y trabajadora había
sido la causa, pero su madre era más realista:
-
¿No
ves que vivimos al lado de la iglesia? Por eso ha tenido que ser.
-
De
todos modos, madre, es para estar agradecidos. ¡Cuántas beatonas habrán
suplicado por el puesto!
-
Sí,
claro… ¡como es tan grande el estipendio!
En este caso,
Amadora discrepaba de su madre. El dinero no lo era todo. La oferta del párroco
abría puertas y cerraba heridas. No iba a liberarla del azadón ni de la llana
pero la proyectaba a otra dimensión.
-
Tendrás
la llave de la iglesia –aseveró don Antonio-. Cada semana lavarás las albas y
los paños de altar. Y te encargarás de tocar las campanas cuando sea menester.
Que Ceferino te enseñe los diversos toques. No puedo ofrecerte un sueldo fijo:
dependerá de las colectas.
-
¿Y
la limpieza del templo?
-
Eso
seguirá de cuenta de todas las mujeres del pueblo. El día fijado les abres la
puerta y en paz. Tú encárgate solo de la sacristía, que tengo ahí todas mis
cosas.
Ni don Antonio, ni
los curas que lo sucedieron, tuvieron nunca queja. Pulcra y honrada, fue
descansando cada vez más en ella la materialidad del culto. Mientras envejecía,
la aldea se despoblaba y curas y acólitos iban y venían, superficiales y
fugaces. Un día, el obispo decidió que San Juan Bautista de Reinares no
justificaba un párroco exclusivo y refundió el curato con el de Bocigas. Otro,
se suprimió la misa diaria, manteniendo los oficios de domingos y fiestas de
guardar. Amadora sufría impertérrita la crisis de su pequeño mundo y hacía
mucho tiempo que no recordaba al padre de
turno el adeudo de sus remuneraciones. La muerte de su madre la había dejado
sola con sus afanes y recuerdos. Con el discurrir de los años, sus pasos se
encaminaban con más frecuencia de la precisa hacia la iglesia aledaña. No había
pliegue que no alisara, mota que no limpiase, óxido que no bruñese. Hablaba a
las imágenes y recordaba a los difuntos. Nunca había llegado a imbuirse del
misterio, pero dejaba que la noche rodeara de tinieblas la lamparilla del
sagrario, como pidiéndole el milagro de convertir aquel inmueble ruinoso en el
recinto prestante de cuando su niñez. Esperaba unos minutos y luego, encogida y
friolenta, se encaminaba hacia el portón, sin percatarse de que aquella tenue
luz la guiaba sin tropiezo y sin zozobra.
***
En mala hora le
contaron a don Nicolás que había estado a punto de caerse por las escaleras el
domingo por la mañana, cuando bajaba de repicar a misa. Total, fue solo una
torcedura, pero el cura se mostró inflexible:
-
Esa
escalera del campanario es un peligro, para Amadora y para cualquiera, aunque
más para ella que ya va vieja y algo torpe. Cualquier día tenemos una desgracia
y presentan a la parroquia una reclamación millonaria. Tenemos que condenar la
subida.
-
¿Y
si se arreglase un poco?
-
Habría
que cambiar toda la escalinata de granito. Es imposible. La iglesia no dispone
de medios.
-
Pues
algo habrá que hacer. No vamos a anunciar las misas con dulzaina.
El párroco era
hombre de recursos y dio con el remedio. El Ayuntamiento correría con el gasto.
Claro que no era cosa de atentar contra la aconfesionalidad reconocida en la
Constitución:
-
Para
campanas, no podemos dar un euro –afirmó el alcalde-, pero podríamos colocar un
dispositivo eléctrico como el de La Asunción, que es reloj y campanario a la
vez.
-
Excelente
idea –juzgó el concejal del anejo reinarense-. Con tal que no protesten los
vecinos del tañido nocturno…
-
No
hay problema. Dará las horas solo de nueve de la mañana a diez de la noche.
Dicho y hecho. A
Amadora le pilló por sorpresa y el cura no veía forma de dorarle la píldora, ni
siquiera prometiéndole que ella manipularía el dispositivo del repique
ceremonial, en función de la diversidad horaria de las misas. Nadie podía
quitarle de la cabeza que la jubilaban.
Total, por haberse trastabillado un día y haber pasado de los setenta.
-
Mujer,
Amadora, todos nos jubilamos. Sin ir más lejos, el mismo señor Obispo lo tiene
que dejar a los setenta y cinco.
-
No
va a comparar su trabajo con el mío.
El párroco
concedió:
-
Podrás
seguir haciendo todas las funciones que hasta ahora, salvo la de subirte al
campanario. Eso, de ninguna de las maneras.
Don Nicolás no
había comprendido nada. Lo que era de lavar, planchar o limpiar, ya estaba
harta y sin dificultad lo habría resignado. Pero las campanas… Esa era la
misión de su vida, que ninguna máquina sin alma podía asumir. A la cabeza le
venían aquellos versos escritos en la campana grande de la espadaña, junto a la
fecha de fundición: Vivos voco; mortuos
ploro; festas decoro[3]. Desde luego, tendría que llegar el día en que dejase de ser la mejor de las mujeres, pero ella
sentía que todavía no era el momento. Y tenía que demostrarlo de forma pública
e inequívoca, de manera que el párroco diera su brazo a torcer. Hacer algo, sí,
pero ¿qué? Lo estuvo rumiando varios días. Finalmente, creyó dar con la fórmula.
Al domingo siguiente se iban a enterar.
***
Sorprendentemente,
el repique sonó a las doce menos veinticinco, apenas llegó don Nicolás en su
coche, procedente de Bocigas. A deshora o no, la llamada sonaba alegre y
perentoria en aquel mediodía de verano y los feligreses fueron afluyendo a la
plaza. Pero, ¿dónde estaría Amadora, que no había abierto aún las puertas de la
iglesia? Se formaron grupos frente al templo. El cura echó mano al bolsillo,
mas en vano: fiado en la campanera, no había traído consigo las llaves.
En esto, la
anciana se destacó de la espadaña y se apoyó sonriente en el antepecho
descarnado que delimitaba el pequeño recinto. Saludó con la mano y elevando su
vocecilla, dijo las siguientes palabras:
-
¡Queridos
convecinos y usted, don Nicolás! ¿Puede jubilarse a una persona que es capaz de
hacer esto?
Y, montando a
horcajadas sobre el poyo, se asió con ambas manos a él y quedó colgando en el
vacío, sobre la plaza. Muchos gritaron, mientras algunos se aproximaban a la
vertical de Amadora, previniendo generosamente su caída.
Amadora era leve y
nervuda. Esbozó unas flexiones braquiales y exclamó:
-
¿Qué,
don Nicolás, me readmite o no?
-
¡Nequáquam![4], gritó el interpelado,
recordando sus tiempos de dómine.
Amadora –que no
sabía más latín que el de la inscripción de su
campana- tomó el palabro como de aquiescencia y le replicó:
-
¡Que
Dios le bendiga!
Hizo ademán de
tirarle un beso y cayó a plomo sobre el enlosado de la plaza. Los valientes, en viéndola caer, se
apartaron.
Para el funeral,
don Nicolás fingió una indisposición y ofició en su lugar el arcipreste, quien
leyó un breve mensaje necrológico del señor obispo, el cual concluía así:
Demos, pues, gracias a Dios
por cuantos, como Amadora, acogen con humildad la vocación divina y la
mantienen hasta la muerte.
[1] Película rodada en 1956, con dirección de
Antonio del Amo, protagonizada por el niño cantor Joselito. La banda sonora corrió a cargo de Antonio Valero. La
cinta se estrenó en abril de 1957.
[2] La canción de La campanera forma parte destacada de la música de la película
citada antes y fue muy popular en la radio.
[3] Llamo a
los vivos; lloro a los muertos; realzo las fiestas.
[4] Traducible por ¡ni hablar!, o ¡de ningún modo!
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