Psicopatología de
la vida amorosa (III)
Las coordenadas del
amor
Por Federico Bello Landrove
He aquí un tema erótico muy manido: el del refugio o marco amoroso
(hoteles, viajes, determinados ambientes conocidos), fuera del cual la relación
resulta un completo fracaso. Muy manido, sí, pero poco estudiado
científicamente. Con la inestimable coordinación del psiquiatra, doctor del A.,
diversos especialistas aportarán aplastantes razones para explicar el fenómeno
de la relevancia del espacio en el amor. Después de que ustedes las lean, les
daré mi modesto –y mucho menos profesional- parecer, con la ayuda de un ejemplo.
1. Filadelfo o el pensil
embriagador
Me dirán que he sido muy afectado a la
hora de buscar rúbrica para este capítulo, pero les aseguro que ello es de la
exclusiva responsabilidad del doctor del A. En sus archivos, el caso que
analizaremos hoy tiene ese poético título. Yo creo haber dado con su
explicación. Ustedes la tendrán seguramente al concluir la lectura de esta
verídica historia.
Todo comienza con la visita de una
atribulada pareja a la consulta del Doctor, al que exponen este curioso
problema:
-
Como ve, hemos rebasado ya la treintena. Nos conocimos
en la academia en que ambos preparábamos las oposiciones de magisterio[1]. De eso
ya se ha cumplido una década y así estamos –es la señora M. quien ha hablado-.
-
¿Qué quiere decir con así estamos? ¿Acaso no han aprobado todavía los exámenes?, inquirió
el doctor.
-
Ella, no; yo, sí –respondió el señor R.-, pero eso
no es problema. Ambos llevamos años trabajando en colegios de esta zona, si
bien ella lo hace en calidad de interina, como tantos otros colegas nuestros.
-
El caso es, doctor, que estamos de novios todo este
tiempo. El cariño que nos tenemos y la natural vehemencia de nuestra juventud
le llevó a pedirme que celebrásemos un fin de semana por todo lo alto la
consecución de su plaza en propiedad. Nos desplazamos hasta un hotelito de la
sierra y allí tuvimos nuestra primera experiencia sexual.
-
Hija, lo dices de un modo que parece una práctica de
Ciencias Naturales. La verdad es que lo pasamos estupendamente. Tanto que, pese
a lo modesto de nuestra economía, decidimos repetir al mes siguiente y, bien
por feliz recuerdo, bien por superstición, lo hicimos en el mismo hotel y la
misma habitación.
-
Y así –concluyó la joven-, desde hace siete años,
hemos venido escapando hacia nuestro nido de amor. Eso sí, como ahora tenemos
más medios por trabajar los dos, la periodicidad se ha ido reduciendo:
quincenal, primero; y ahora, semanal.
-
Pues qué bien –valoró el doctor-. En pocas cosas
podrían gastar ustedes mejor el dinero. Lo que no alcanzo a entender es el
motivo de su consulta, dado que les va tan bien con sus escapadas.
-
En eso radica el problema: En que no hemos pasado de
las escapadas –suspiró la
señora-.
Y, al alimón, con las aclaraciones que el
psiquiatra les iba pidiendo, la pareja expuso sus cuitas, que yo resumiré al
modo escueto y prosaico de nuestro galeno:
Aquellos primeros viajes tenían un sentido
de aventura y de huida, que hacía su relación más excitante. Por supuesto,
también pretendían ocultarse en lo posible de las habladurías de las familias
y, sobre todo, de los inspectores y de los padres de sus alumnos. Sin embargo,
una y otro llegaron a sentirse insatisfechos con solo aquellos encuentros
ocasionales, decidiendo al fin contraer matrimonio, previa una rápida
exhibición de su mutuo amor en la ciudad de su residencia, ante sus deudos y
amistades. ¡Allí fue ella! Cuanto más ostentaban la relación, más crecían las
dudas y menguaban las sensaciones placenteras de su amor. Ella no dejaba de
plantearse si aquel tibio y desgarbado caballero merecería dedicarle toda su
vida. Él, por su parte, la encontraba cada vez más insulsa y metida en carnes,
rebosante de amigas pesadas y de familiares que lo miraban por encima del
hombro, gracias a los coturnos de su casa en el centro y sus fanegas de
remolacha y cereal. Sin embargo, todo ello parecía disiparse en cuanto la
dubitativa pareja se montaba en el utilitario, camino del hotelito serrano. Pero
un día del mes anterior...
-
Tenía que acabar pasando, doctor. El caso es que...,
bueno, no sé cómo decirlo..., que...
-
¡Que no se me levantó, rayos!, completó él. Siempre
la misma cantilena. Tampoco tú vienes poniendo mucho de tu parte últimamente.
-
Ya veo, ya veo, dijo el doctor, cortando en ciernes
la diatriba. ¿Hubo algo distinto en ese día que pudiese explicar la falta de
erección y la minoración de la líbido femenina?
Los pacientes reflexionaron por
unos momentos. Al fin, la joven recordó:
-
Habían cerrado el hotel por fallecimiento de uno de
los dueños. Tuvimos que bajar hasta el pueblo y alojarnos en La Casona,
ya sabe, un establecimiento instalado en una casa solariega del siglo XVIII,
con mucha piedra y nada de vegetación.
-
A no ser la yedra de la fachada, matizó el señor R.
-
Eran buganvillas, querido, y bien floridas, por
cierto –rebatió la señora M.-.
El cambio de hotel y las alusiones a la
flora despertaron el interés del Doctor, más allá de sus propios conocimientos
profesionales. Hizo algo que en él era infrecuente:
-
Encuentro en su caso peculiaridades originales, que
me mueven a pedir consejo técnico a especialistas de otras disciplinas. Pero no
se preocupen: No es que se trate de un problema especialmente grave, sino de
sentar con precisión el diagnóstico, para así proponer un tratamiento con la seguridad
de acertar.
-
¿Y eso llevará mucho tiempo, doctor?, preguntó ella.
-
¿No resultará demasiado costoso?, inquirió él, a su
vez.
-
Descuiden ustedes. Seré parco a la hora de administrar
tiempo y dinero, dado que no son míos.
Ya en la calle, de los labios de la joven
brotó un comentario a la protesta final del galeno:
-
¡Qué raro es este señor; qué cosas dice! Debe de ser
porque estudió en el extranjero.
***
El doctor del A. cumplió lo prometido,
gracias a encargar los informes a cinco amigos suyos, desprendidos y
diligentes, a quienes trasladó el dossier del caso e invitó a comer en
su casa, dos semanas más tarde. Ello permitió que, quienes no habían cumplido
para entonces el encargo por escrito, se explayaran de viva voz en la
sobremesa, entre vapores de Remy Martin [2]y
volutas de Partagás[3]. El resultado de tan profunda
indagación lo pueden encontrar en el capítulo siguiente de este relato.
2. Análisis
transversal de los caprichos de Cupido
Como no podía ser de otra manera, la primera respuesta recibida por el
doctor del A. venía mecanografiada a doble espacio y con profusión de fórmulas
matemáticas, bajo el membrete de Feliciano
Santos de la Tesla, Catedrático de Física y Química del Instituto… Figuraba
incorporada al expediente clínico de Filadelfo.
Despojada de su aparato erudito y de su más indigesta terminología, el informe
decía así:
Ninguna comparación más feliz para
el amor, en términos físicos, que la de la atracción de los polos magnéticos de
distinto signo. La ley de Coulomb para el magnetismo precisa que los fenómenos
de fuerza son directamente proporcionales al producto de las masas magnéticas e
inversamente proporcionales al cuadrado de la distancia entre ellas. El señor
R. y la señorita M. es obvio que funcionan como polos opuestos y, por
consiguiente, experimentan una atracción positiva, como parece deducirse de su
deleite de fin de semana, y se cumple en ellos exactamente el criterio de que,
cuanto más juntos, más intensamente sufren el influjo del módulo de sus
respectivas masas magnéticas (vale decir, de su intensidad amorosa).
¿A qué puede deberse la variación de sus
sentimientos, en función del lugar en que se hallen? Sin duda, al coeficiente
de permitividad magnética del medio. Estudios reiterados y sesudos han puesto
de manifiesto la presencia de minerales ferromagnéticos en la Sierra de X. y
otras aledañas. Por el contrario, nuestra ciudad ha sido establecida sobre
terrenos aluviales del río Z. y sus terrazas cuaternarias presentan formaciones
arcillosas, margas, conglomerados y pudingas, ayunas de cualidades, no ya
ferromagnéticas, sino incluso de paramagnetismo.
La inclinación exitosa de nuestra
pareja-problema hacia un determinado hotel y a la misma habitación, puede
corresponder a la acertada orientación de la cama y la terraza, frente por
frente a la sierra, pues es sabido que el campo magnético inducido tiene como
magnitud divisoria el seno del ángulo que la carga magnética forma con el campo
en que se mueve: tanta mayor eficacia, cuanto menor sea el seno del ángulo; es
decir, cuanto más se aproxime a la perpendicularidad.
No puedo menos de completar mi indagación
con la hipótesis de que los viajes en dirección a la sierra han de favorecer
mucho el valor del campo magnético inducido, toda vez que la velocidad de
desplazamiento de la carga es directamente proporcional a los fenómenos de
fuerza que produce. De todos es conocida la ley de Lenz de la inducción
electromagnética, que expresa cómo la fuerza electromotriz de un campo equivale
a la variación del flujo producida por el movimiento del imán, dividida por el
tiempo que tarda en producirse dicha variación. Haciendo aplicación al caso: la
fogosidad del señor R. y de la señorita M. tiene mucho que ver con el viaje a
la sierra y con la velocidad a la que el mismo se realice.
Dicho sea ello de modo reservado, pues no
estaría bien animar a nuestra pareja para que supere los límites de velocidad
obligatorios o, simplemente, aconsejables.
***
Por más que nuestro psiquiatra hubiese ampliado estudios en el mundo
germánico, sus consultores eran genuinamente carpetovetónicos y, como tales,
mesurados en su velocidad laboral. No obstante, el mismo día en que estaba fijado
el convite, el Doctor recibió una segunda pericia escrita. Correspondía a la
botánica y farmacéutica Claudia de la Rosa, antigua novia suya, circunstancia
que pudo haber influido en la diligencia con que atendió el encargo. En este
caso, transcribo literalmente su dictamen, pues verán ustedes que es mucho más comprensible para profanos, que el del
profesor Santos de la Tesla. Helo aquí:
Lamento no poder asistir a la comida, mas
una inoportuna guardia me impone no faltar de la farmacia. De todos modos,
puede resultar preferible el medio escrito para mejor comprensión y constancia.
No hace falta decir que me tienes a tu disposición, para cualquier duda o
aclaración que se te ofrezca.
Para una mejor comprensión del problema,
me personé en el hotelito de la feliz pareja, cosa casi innecesaria, desde el
momento que el mismo lleva el ilustrativo nombre de “Las Adelfas”. Y,
efectivamente, pude comprobar que su fachada sur no solo tiene unas espléndidas
vistas de la sierra, sino que da a un jardín salpicado de jaras y madroños,
rododendros y azaleas, así como de grandes macizos arbustivos de adelfas.
Sabrás, querido amigo, que la adelfa (Nerium oleander, L.) es una planta sumamente peligrosa, al ser
tóxica en casi todas sus partes. No obstante, algunos de sus principios
activos, en cantidad mínima, resultan medicinales. Este es el caso,
singularmente, de la oleandrina, un cardiotónico excepcional. Cabe la
posibilidad de que, aspirado el aroma de las flores, o rozando los tallos y
ramas, el señor R. y la señorita M. hayan sentido en su corazón sensaciones
alternativas de excitación y desmayo, susceptibles de entenderse como formas
activas y románticas de amor; unos efectos que, por supuesto, pasadas unas
horas fuera de aquel ambiente, desapareciesen. A partir de ahí, pueden
inferirse las consecuencias de la aproximación y el alejamiento del hotel
reseñado, en términos coincidentes con la anamnesis de tus pacientes.
Te ruego no traslades a los mismos cuanto
aquí dejo escrito, no se les ocurra abusar del contacto con las adelfas, ni con
productos venenosos elaborados con las mismas, como pudiera ser la miel. Dicho
sea de paso, el rododendro y la azalea tampoco son nada aconsejables como
ingrediente melífico, como ya experimentaron en su propio perjuicio los
hoplitas de Jenofonte o los dragones de Napoleón[4].
Sabe que te recuerdo siempre con mucho
afecto, etc., etc.
***
Después de la suculenta comida de paella de
marisco, lechazo asado y hojaldre relleno de crema pastelera, los estómagos reclamaban
una larga y tranquila digestión. Pero en el moralista convocado, padre Gómara,
O.P., podía más el deber que la modorra. Hubo, pues, de ser él quien abriese el
turno de intervenciones orales, lo que le resultó tanto más fácil, cuanto que
había rechazado el veguero que el Doctor había ofrecido a todos sus invitados.
-
¡Ay Isaías, cuánto mejor entenderías a muchos de
tus pacientes si, en vez de las obras completas de Freud, tuvieses en la
estantería las de Royo Marín[5].
-
Y tú qué sabes si las tengo, replicó el doctor del
A., un poco amostazado.
-
A las pruebas me remito, hijo mío. ¡Compromiso,
compromiso! Esa es la palabra clave. En estos tiempos nadie quiere asumir
riesgos ni, mucho menos, responsabilidades.
-
Quiere decirse que, según tú, todo se debe a la insoportable
levedad de los sentimientos de mis consultantes.
-
Por supuesto. Es muy bonito caer en la tentación
del fin de semana, el hotelito en la sierra y la coyunda carnal. Pero, ¿qué
pasaría si...?
-
Si emplearan el tiempo rezando a San Alfonso María
de Ligorio –terció de la Tesla, con gran regocijo de varios de los asistentes-.
-
Haya seriedad, pidió el anfitrión. Tal vez el Padre
no ande tan descaminado. Tampoco yo vi como positivo el convertirse en amantes
por el mero hecho de que había que celebrar a lo grande el que el señor R.
aprobase las oposiciones.
-
¡Pues claro!, apostilló el presbítero, recuperando
el hilo de su argumento. Estas parejas de hoy empiezan la casa por el tejado.
Hay un orden natural: noviazgo, matrimonio, vida marital. En cada etapa, la
mente debe refrenar el corazón y los instintos, avanzando paso a paso, o bien,
reconociendo el fracaso o el error. Pero no, ahora lo primero es el placer y la
diversión, y así nos luce el pelo.
-
Sea como dices, suspiró el psiquiatra. Lo cierto es
que nuestra pareja ya está donde está. Según tú, ¿de qué modo interviene el
lugar y qué podría aconsejárseles?
-
Para mí, la cosa es clara. Los viajes a la sierra,
el hotelito y todo eso no es sino la forma de evadirse de la realidad, de
construir su supuesta felicidad en las nubes. ¡Nada de volver a caer en la
tentación! Marcha atrás y responsabilidad, mucha responsabilidad. Claro que tú
no sé si te atreverás… ¿Por qué no me los mandas al convento para que los
entreviste? El lugar, como ves, también puede ser importante para volver a la
Gracia.
-
O sea, que Dios no está en todas partes. Los
conventos huelen a incienso y los hotelitos, a azufre –intervino de nuevo de la
Tesla-.
-
¡A incienso y a santidad! –bramó Gómara-. ¿Cuánto
hace que no pisas una iglesia?
-
Os doy gracias a los dos por vuestras sugerencias,
concluyó del A., contemporizador-. Ahora, demos la ocasión a nuestros otros
amigos para explayarse.
Un sonoro ronquido brotó de la garganta de
uno de ellos; de modo que no hubo otra, que ceder el uso de la palabra a
Severiano del Campo, el famoso sociólogo formado en Chicago, quien no perdía la
oportunidad de escapar de Madrid a Castellar, siempre que una reunión de amigos
o un partido de golf le daba disculpa para ello.
***
Don Severiano era un orador nato, que no se privaba de la facundia ni en
la intimidad. ¡Cuánto más si tenía otros cinco doctores universitarios como
auditorio!
-
Señores,
haya paz y demos a la fe y a la ciencia una condigna atención. Y, ante todo,
recordaremos que el hombre no es solo cuerpo y alma, sino sociabilidad,
superpuesta a la individua substantia:
un zoon politikón.
El durmiente, don Pedro de la Vega, pareció responder como por ensalmo a
tantas oes: dio un respingo y volvió bruscamente a la vigilia.
-
¡He
ahí el busilis, queridos
contertulios! –prosiguió del Campo. Carácter y ambiente; yo y circunstancia.
-
¿Podrías
ser más explícito, amigo Seve?, suplicó el galeno, temiendo que la perorata
alcanzase la hora y cuarenta y cinco minutos, media de las conferencias de su
amigo.
-
Desde
luego –rezongó el interpelado-. Quiero decir que la clave de los problemas de tu pareja estriba en los efectos fastos
o nefastos del entorno social en que se desenvuelven. Pura lógica. En el
hotelito, todo son zalemas y parabienes de los servidores y circunstantes, bien
por interés, bien por cortesía. En consecuencia, los amantes se muestran tal
como son; aún más, tal y como los demás los ven o quieren imaginárselos. Por el
contrario, en la gran ciudad…
-
Pero
Severiano… -interrumpió de la Tesla, una vez más-. ¿Desde cuándo este villorrio,
en que nos conocemos todos, es una metrópolis?
-
Nada,
nada; insisto. Cuanto más pequeño es un cosmos,
mayor es la presión que ejerce sobre sus habitantes. El señor R. está angustiado
por su minusvalía de clase y rodeado de familiares y amigos de su novia, que lo
acechan y critican. Ella, se ve forzada a explicar y justificar cada muestra de
timidez y desarreglo de su compañero…
-
No
creo haber insinuado que mi paciente se deje llevar del desaseo, protestó del
A. No obstante, te entiendo y veo por dónde van los tiros: La sociedad es la
culpable.
-
Esa
es una simplificación clarificadora, pero demasiado elemental. En opinión de
Durkheim[6]…
-
¿Me
sirves otro café bien cargado?, pidió el recién despertado de la Vega, apagando
un bostezo. Porque supongo que me tocará intervenir un año de estos.
-
Ya
veo, ya veo –lamentóse del Campo, definitivamente desalentado-. Habéis tenido
bastante con lo expuesto hasta ahora. No me cumple sino desearte la mejor
suerte, amigo Isaías, con tus pacientes y sugerirte que les recomiendes una
temporadita en soledad y estado de naturaleza. ¡Qué vuelvan a ser ellos mismos!
-
¡Y
que viva Robinson Crusoe!, exclamó de la Tesla, a quien el coñac había
convertido en un provocador indomable.
-
¡Dios
nos valga!, exclamó el padre Gómara. Creo que un café doble bien cargado le
vendría bien a más de uno.
-
Ya
se sabe: in vino, veritas, susurró el
señor de la casa, asiendo la cafetera con mano firme. Tomémonos un pequeño
descanso –prosiguió-, antes de escuchar al último de los intervinientes.
***
Este último consultor no era otro –según ha quedado dicho- que don Pedro
de la Vega, catedrático de Lengua y Literatura, recientemente jubilado. Tal vez
por esto, los amigos no solían apearle del tratamiento.
-
Aunque
me apellide de la Vega –comenzó, con su voz de terciopelo, levemente cascada
por la edad-, no soy Lope, desde luego. Él os regalaría con un soneto
maravilloso de su juventud. Ya sabéis, aquel que empieza
Animarse,
atreverse, estar furioso,
Áspero,
tierno, liberal, esquivo…
Pues bien, si
el amor es todo y nada, lo que juzgamos verdadero y su contrario, ¿qué diremos
de su principio y de su fin? Nuestra pareja, feliz aquí y desdichada allá,
puede en cualquier momento arraigar en Castellar y quedar desubicada en el
hotelito serrano. Su amor crecerá, o lo veremos marchitarse; precisará de
consejos, o morirá de ellos. ¿Quién sabe? Cada persona es única y cada amor,
diverso. No obstante…
-
Entonces,
profesor, ¿no compartes las certezas de nuestros contertulios y de la hermosa boticaria
que no nos ha distinguido con su presencia?, dijo del A.
-
¿A
cuál de las certezas te refieres? Hemos traído a colación las leyes del
magnetismo y el efluvio de las adelfas, la esclavitud del placer y la
servidumbre del qué dirán. Tú tendrás tu propia opinión médica y yo podría
cantar las bellezas y el romanticismo de ciertos lugares y situaciones. Son
muchas causas para un mismo efecto y, ya se sabe, cuando tratamos de tantas
concausas, en realidad nos referimos a simples factores o circunstancias coadyuvantes.
-
¡Cómo
que circunstancias!, replicó airado de la Tesla, dejando caer parte del
contenido de su taza en el pantalón. ¡Pues solo faltaba! ¡Gilbert, Faraday,
Maxwell, mi tocayo Tesla y Weber puestos en solfa, tirados a la basura, metidos
en el mismo saco de charlatanes y santurrones!
-
Oye,
esos cinco que acabas de nombrar, eran la delantera del Manchester United cuando ganó la Copa de Europa[7],
¿verdad?, ironizó Severiano del Campo, maestro en pullas a primera sangre.
El doctor en Medicina se levantó y secó con una servilleta la pernera
tibia de café del físico. Simultáneamente, alzó la voz imperiosamente y dijo:
-
Al
grano, señor literato, mójese –en sentido figurado- y denos su opinión, sea
ella para aportar una causa, una circunstancia o un factor, siempre que este que
no sea de los ferrocarriles.
-
Pues
bien, estimado anfitrión, si de tal modo me urges, habré de pronunciarme, mal
que me pese. Rindo tributo a la belleza. Nuestros amantes se han sentido
transportados, arrobados, embriagados por aquella fuerza telúrica, aquel pensil
mágico, aquella cámara refulgente al dorado resol del atardecer. Solo si
inventan o aspiran por doquier una belleza semejante, serán capaces de
perpetuar su amor.
El Doctor suspiró aliviado y, constatando que no era precisamente paz y
belleza lo que se respiraba en la reunión, consultó ostentosamente el reloj y
puso fin a esta con las siguientes palabras:
-
Se
ha hecho un poco tarde y seguro que todos tenemos otras cosas que hacer. Muchas
gracias, amigos, por vuestra ayuda y ahora voy a llamar a mi esposa para que
tengáis la ocasión de ponderarle el banquete y de despediros de ella.
3. Donde
el psiquiatra y el narrador ponen final a esta historia
Es muy probable que, tras sesuda reflexión
y refundición propia, el Doctor del A. convocase a la pareja de sus pacientes
para establecer el tratamiento de su problema. En cualquier caso, en el
expediente rotulado Filadelfo o el pensil
embriagador, no figura otra cosa que la siguiente anotación, precedida del
día y hora de la consulta:
Se
presenta únicamente el señor R., justificando la ausencia de su novia por los
desarreglos propios de un embarazo incipiente. Me indica que, al haber tenido
constancia y confirmación del estado de gestación de la señorita M., han decidido
olvidar todas sus prevenciones y dudas, para contraer matrimonio próximamente
en la parroquia de… Se muestra esquivo ante mis sugerencias y consejos y, de
manera tajante, abona mis servicios y se despide sine die.
De
donde se deduce que, como escribió el poeta
Aún con el amor ausente
***
Por mi parte, estoy seguro de acertar con
las preferencias de ustedes, si sustituyo la habitual y obligada moraleja, por
un breve sucedido, del que fui testigo muchos años después.
Corría la primavera de 1998. En el
compartimiento casi vacío de un vagón de ferrocarril, una pareja de mediana
edad –muy juntitos ellos- no perdía ripio de cuanto se veía del otro lado de la
ventanilla. Ella, incansable y minuciosa, le iba explicando lo mucho que
aquellas tierras significaban en su vida, los episodios que se vinculaban a
cada villa o lugar. De vez en cuando, apretaba su mano y le susurraba nombres
de personas, identificaba cultivos, recordaba momentos. Cuando lleguemos a Castellar…, decía, imaginando un futuro, que era
el pasado, pero glorioso por revivirlo al lado de su amado.
En un momento dado, el caballero se
levantó, al parecer, camino del escusado. Aproveché aquella ruptura del encantamiento
y, momentos después, me dirigí a la cafetería. Me sorprendió sobremanera
encontrármelo en la barra, con un gin-tonic
en la mano. Me sonrió, identificándome como compañero de viaje. Por
cumplir, comenté:
-
Este paisaje tan llano de Castilla tiene su encanto.
-
¡Quite usted! Cosa más árida y monótona no he visto.
Me estaba produciendo somnolencia de tanto aburrimiento.
-
Ya. Por el acento, deduzco que no es usted español
y, claro, estas tierras no le dirán mucho.
-
Efectivamente, soy panameño. Es la primera vez que
vengo a España, acompañando a una amiga.
Pasó un ángel, advirtiéndome de la
descortesía:
-
Perdone que me haya dirigido a usted sin
presentarme. Federico B., abogado.
-
Carlos D., escritor y académico. Es un placer.
Lo de académico
me pareció –no sé por qué- un engreimiento insoportable. Terminé aprisa mi café
y despedíme, pretextando tener que repasar un expediente. Regresé a mi plaza.
La señora me miró, desilusionada, y volvió a enfrascarse en la contemplación de
su vida pasada, ante la pantalla agitada y presurosa, de transparencia y
reflejos.
Anunciaron por megafonía la llegada a
destino y al punto se presentó el académico del Istmo, repeinado e impoluto,
saturando el aire de lavanda. Los suburbios de Castellar ya se deslizaban ante
nuestros ojos, cada vez más perezosamente.
-
Seguro que en la estación nos esperan mis padres, pronosticó
ella, sonriendo.
-
Seguro que en la estación te espera el desengaño,
pensé, alejándome.
Y es que yo soy muy conservador. Es
posible que el amor no se sujete a unas coordenadas, pero es muy conveniente
que eche raíces.
[1] Esta
terminología nos indica la antigüedad del caso pues, a partir de 1970, los
maestros españoles pasaron a denominarse profesores, en parangón con los de las
Enseñanzas Media y Superior. Las fechas
son importantes para valorar la conveniencia de ocultar las relaciones sexuales
entre novios, como más adelante se expresa.
[2] Famosa
marca de coñac francés, fundada precisamente en la ciudad de Cognac, en 1724.
[3] La
casa Partagás de cigarros puros fue
fundada en La Habana, en 1845.
[4] La referencia de la farmacéutica de la Rosa a
los dragones de Napoleón alude, no a
miel, sino a una anécdota no bien documentada: Durante de Guerra de la
Independencia, en un campamento en España de soldados de Napoleón (año 1808),
algunos de ellos ensartaron en ramas de adelfa unos corderos para asarlos y
dícese que, después de comerlos, murieron ocho militares y cuatro sufrieron una
intoxicación grave. La referencia a la miel –esta vez sí- de efectos tóxicos
para los soldados griegos de Jenofonte, en Anábasis,
libro IV, capítulo VIII.
[5] Antonio
Royo Marín (1913-2005), importante teólogo y moralista de la Orden de
Predicadores.
[6] Émile
Durkheim, sociólogo
francés (1858-1917), uno de los pioneros de la Sociología científica.
[7] Los
cinco apellidos anteriores corresponden a grandes físicos relacionados con el
magnetismo o el electro-magnetismo. El Manchester United ganó su primera Copa
de Europa en 1968, fecha compatible con la indicada en la nota 1.
[8] Me
ha sido imposible evacuar esta cita. O el Doctor era muy rebuscado, o el vate,
apócrifo.
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