La tarde en que
Cataluña clamó
Por Federico Bello
Landrove
Estuve en Barcelona durante la Diada del 11 de septiembre de 2012, lo que ha
dejado en mí una huella imborrable. Fruto de ella es el siguiente tríptico de
impresiones, nacidas de la experiencia y desarrolladas con la imaginación que
se espera en un escritor.
1. Carrera de obstáculos
Sucedió en la
cafetería de un hotel de la Rambla de Cataluña. Los ventanales, generosamente
abiertos a una de sus bocacalles, me permitían contemplar la riada de gente,
especialmente jóvenes, que se dirigían al punto de encuentro de la
manifestación. Las banderas esteladas[1]
eran casi tantas como las personas que circulaban, coreando frases o palabras,
entre las que se repetía constantemente una, pronunciada al modo catalán: ¡independencia! Eran las cuatro y cuarto
de la tarde.
Mi actitud de
huésped, y foráneo, empezó siendo de mera curiosidad. Al fin y al cabo, nada se
me había perdido en aquellos acontecimientos, que me tocaba presenciar por la
sencilla razón de que estaba haciendo turismo y mi hotel era muy céntrico.
Pero, al cabo de unos minutos, el gentío transeúnte puso en mi nuca un
hormiguillo, mezcla de respeto y sensación de hallarme ante un día decisivo.
Eché un poco hacia atrás la silla de primera fila, de cafetero con derecho a
espectáculo, y espacié la contemplación, fisgando más de reojo. Tal vez fue eso
lo que me llevó a mirar en torno y a percatarme de que, en el escueto recinto
del bar, era yo el único cliente sentado a una mesa. Otros tres individuos,
relativamente jóvenes y bien trajeados, quedaban de espaldas a mí, acodados en
la barra y, a lo que parecía, charlando con la camarera.
La marea humana
subía lentamente, con sus colores rojigualdas y las estrellas rojas o blancas.
Los gritos se repetían, o me resultaban ininteligibles. Empecé a perder interés
por la visión y decidí poner fin a aquel reposo sustitutivo de la siesta. Pero
justo entonces, la gente de la barra se animó. Frases presuntamente chistosas y
carcajadas saltearon la conversación durante algunos momentos. Luego, el trío
de caballeros salió del recinto, sin dejar de reír, y la cafetería quedó en
silencio, solo roto por los rumores y gritos apagados que llegaban desde la
calle.
Me acerqué al
mostrador para pagar la consumición y, ya fuera porque la chica era muy mona, ya por el gesto adusto que a la
sazón ofrecía, le comenté:
-
¡Qué
cantidad de gente se ve pasar desde las ventanas! Va a ser una manifestación
enorme.
La joven cogió el
billete y me dio la vuelta, sin responder nada. Sorprendido por tan descortés
reserva, me dio por forzarla a una contestación:
-
Y
eso que todavía quedan un par de horas para que empiecen los actos…
La chica, al fin,
respiró por la herida, dejando esta parcialmente al descubierto:
-
Tanto
me da: yo tengo que estar aquí hasta las diez.
-
Es
lástima, contesté. Total, para los pocos que vamos a venir esta tarde, igual daba
que cerrasen la cafetería, manteniendo el servicio de habitaciones.
-
Pocos y maleducados, me replicó, tomando
pie en mi cuantificación de la clientela. Luego, para evitar malentendidos,
agregó: Por supuesto que no me refiero a usted, sino a los señores que acaban
de salir.
Ahora parecía con
ganas de explayarse; de modo que, como seguíamos solos y yo no tenía ninguna prisa,
decidí facilitar las confidencias:
-
Así
que todo el jolgorio que se traían la tenía a usted como víctima…
-
¡Bah!, ya estoy acostumbrada a toparme con
tipos pesados, pero lo de estos me ha afectado bastante.
Y, dando por
sentado que el tema había de interesarme, me contó la siguiente historia:
-
Ya
sabrá usted que la Diada[2] es festiva todos los años.
Los empleados del hotel hacemos turnos para librar, bien ese día, bien el de la
Merced[3]. Como este año la
manifestación iba a tener un carácter reivindicativo y multitudinario tan
especial, intenté cambiar mi turno para poder ir con mi familia o mis amigos a
los actos políticos, no creyendo me fuese difícil lograrlo, ya que muchos
compañeros son iberoamericanos y les da lo mismo una fiesta que otra. Pero lo
cierto es que, por unos u otros motivos, todos me negaron el favor.
-
Lamentable,
en verdad, pero no alcanzo a entender qué hayan tenido que ver en el disgusto esos
tres garrulos que acaban de salir.
-
Déjeme
continuar, por favor. Ante el fiasco, acudí al jefe de camareros, quien no se
quiso implicar –entre otras cosas, porque no es nacionalista en absoluto-. En
vista del nuevo fracaso, planteé la cuestión al director de personal, proponiéndole
que me concediera licencia sin sueldo por este día. El tipo me negó el favor,
aduciendo que esas eran cosas a resolver entre compañeros, sin implicar –amoïnar, me dijo literalmente- a todo un
alto cargo del hotel. Así que aquí me tiene usted, compuesta y sin escapatoria
posible.
Mientras
pronunciaba la palabra compuesta,
desabrochó el primer botón de la camisa del uniforme, dejando asomar un pañuelo
al cuello, con los colores de la senyera[4]. Contuve mis ganas de
sonreír y repliqué muy serio:
-
Por
más que lo intento, sigo sin entender la conexión de sus cuitas con los
clientes de marras.
-
Ahora
llegamos a ellos. Esos señores me
preguntaron si no pensaba ir a la manifestación. Yo les respondí escuetamente
que no me era posible, dado que había de trabajar. Por mi acento, coligieron
que era catalana, por lo que volvieron a la carga, preguntándome por mis ideas
políticas y poniendo en duda mi sinceridad, dado que –según ellos- ningún
empresario negaría a un nacionalista la
posibilidad de acudir a los actos de la Diada.
Yo callé y me puse a cargar la cafetera, para abstraerme de sus
comentarios, más y más ofensivos. Cada uno, por turno, imaginaba en voz alta
alguna razón oculta para que yo no quisiera manifestarme: que si, en realidad,
había nacido en Murcia; que si los colores de la bandera no iban con el de mis
ojos; que si me lo había prohibido mi novio, que era policía. Y, a cada
ocurrencia, risas a coro, como ha tenido usted la oportunidad de escuchar.
-
Desde
luego. Muy desagradable, en verdad. Gente así nos desacredita a los forasteros
en esta tierra.
-
Finalmente
–prosiguió la camarera, sin preocuparse de mi comentario-, uno de ellos dijo:
¡Ya di con la respuesta, chicos! Y es que, con Diada y sin Diada, ¡la pela es la pela[5]!
-
Lo
que le digo, apostillé. El típico comentario ofensivo que seguro no se habrían
atrevido a hacer sin estar la barra de por medio.
La muchacha me
miró de hito en hito:
-
Unos
lo dicen y otros lo piensan. ¿Cree usted que yo traicionaría mis ideas por
dinero?
-
Mujer,
no creo que sea tan grave no ir a una manifestación.
Dejé una moneda de
un euro en el platillo, me despedí con un adéu
y me encaminé a recepción. En el vestíbulo, el trío de la guasa se había
sentado junto a las cristaleras y parecía departir animadamente acerca del
gentío que pasaba. Una de las manifestantes entró un momento en el vestíbulo y
sopló ruidosamente en la bocina que portaba, provocándonos un sobresalto. El
guardia de seguridad la acompañó con severidad, hasta que la intrusa salió a la
calle. Recuerdo que pensé:
-
Tal
para cual. Energúmenos haylos en todas las etnias.
***
A la tarde siguiente, volví a tomar café en
el bar del hotel. Al no encontrar a la camarera de la víspera, pregunté a un
colega suyo:
-
¿Y
la chica de ayer tarde? ¿Se le pasó ya el berrinche de no poder manifestarse?
-
Quite,
quite –se sinceró el empleado-. Le dio la ventolera y se largó sin permiso,
dejando la cafetería abandonada. La han despedido, como es lógico.
2. Una silla de niño
Eran, más o menos,
las cinco y media de la tarde de ese mismo día. Aquella pareja de turistas de
edad más que mediana había quedado bloqueada por el dispositivo de orden de la
manifestación. Se lo habían hecho saber en su centriquísimo hotel:
-
¡Huy,
un taxi para el Parque Güell! Imposible. Les va a tocar ir a pie, por lo menos,
hasta la Diagonal. Y allí, a saber…
La tarde iba
avanzada en una ciudad tan oriental. El señor se echó la pequeña mochila a la
espalda y rezongó:
-
Adelante,
pues. Para que luego canten las excelencias de un alojamiento bien situado.
Huyendo de la
avalancha de personal que descendía por la Rambla de Cataluña, tomaron una
paralela. Justo en el cruce de Diputació con Balmes, una pareja de municipales
hacía lo posible por dirigir y orientar. La pareja se les acercó, en busca de
asesoramiento vial. La respuesta de los municipales fue confusa y descorazonadora:
-
Lo
mejor, el metro. Vayan ustedes hasta la estación más próxima, que está en...
Cojan la línea... hasta... O mejor, bajen en... y luego, hasta el Parque Güell,
ya podrán tomar un taxi o caminar una buena tirada.
-
Hum...
¿Y no podríamos ir andando hasta el final del espacio cerrado? ¿Hasta la
Diagonal, quizá?
-
Si
se animan. Vayan por Enrique Granados arriba, hasta que encuentren el terreno
despejado.
El caballero,
rezongando pero decidido, localizó por el plano la calle en honor del ilustre
músico y, seguido de su señora, la emprendió, calle arriba, sorteando
manifestantes y la interminable hilera de autobuses aparcados, cada uno, con su
número y procedencia. Habrían recorrido dos o tres manzanas, cuando ella
advirtió:
-
Mira,
Adolfo, parece que alguien ha olvidado a un niño.
En efecto, adosado
a la pomposa puerta de forja de una casona modernista, yacía una sillita de
niño, con capota azul marino y una pequeña señera de plástico a modo de
gallardete. La pareja se detuvo, sin comprobar aún la ocupación, o no, del
vehículo, sino solo si alguien próximo venía a hacerse cargo de él. Tras una
infructuosa espera de dos o tres minutos, aprovechados para tomar conocimiento
de la criatura, el caballero se decidió a buscar al portero del inmueble, en
solicitud de información. El conserje colaboró a regañadientes:
-
Les
aseguro que no es de nadie de esta casa. A saber si, con las prisas y el
gentío, alguien de los autobuses lo ha olvidado.
Después de cinco
minutos más de espera, los samaritanos agarraron la silla y retrocedieron en
busca de los policías locales de antes. Pero el deber es el deber:
-
Lo
sentimos, no podemos abandonar el lugar, pues tenemos que ordenar el tráfico.
-
Pero
si los accesos están bloqueados y solo pasan peatones...
-
Imposible,
tenemos órdenes. Pero pueden llegarse a nuestra oficina más próxima, o a la
comisaría de los Mossos[6]…
-
¡Pero
cómo vamos a andar de acá para allá, si no conocemos la ciudad y está colapsada
toda la zona!
Empezaba a
perderse la compostura. El cabo que estaba al mando terció:
-
¿Tendrán
ustedes, al menos, un teléfono móvil?
-
Desde
luego.
-
Pues
vamos a hacer lo siguiente. Nosotros llamamos a nuestra central, dando todos
los detalles del hallazgo y el número de ustedes. Y, una vez hecho esto, pueden
continuar su jornada con el niño, o quedarse por aquí si lo desean. Por lo que
veo, en la red de la silla hay ropa para cambiarlo y la merienda. Además,
seguro que la familia se da cuenta en seguida y nos llaman.
Don Adolfo no veía
las cosas tan mollares como el agente. En cambio, su mujer, doña Lucía,
empezaba a hacer amistades con la criatura, gracias a la manipulación del
perrito de goma que había surgido tras la espalda del pequeño. El cabo comprobó
sus documentos identitarios, realizó la comunicación prometida y les dijo, muy
sonriente:
-
Listo.
Ya pueden retirarse, si lo desean. De hecho, es lo que les aconsejo, pues los
alrededores de la plaza de Cataluña se van a poner imposibles dentro de nada.
La señora tomó la
iniciativa:
-
¿Regresamos
al hotel? Sería lo mejor.
-
¡De
eso nada!, tronó su esposo. Teníamos programado el Parque Güell y allí vamos a
ir: lejos de todo este barullo y un buen sitio para que el niño tome el aire.
-
Pero
el taxi... la sillita...
Don Adolfo no
respondió. Apartó a su esposa de la barra del cochecito y tomó la dirección de
las operaciones. Tuvieron una suerte loca: en el cruce de Granados con Provença,
acababa de estacionarse un taxi, tras dejar a un inválido. Le preguntaron si
los llevaría hasta el Parque Güell. El taxista respondió:
-
Podemos
intentarlo. Lo que no puedo calcular es el tiempo que tardemos.
El improvisado
cuidador no estaba para muchas reflexiones. Plegaron la silla, dejando al lado
la enseña nacionalista, y pasaron al habitáculo, con el mocito en brazos de
doña Lucía. Esta preguntó al taxista:
-
No
tendrá usted una sillita especial para niño.
-
Lo
siento, señora, pero no se preocupe. Tal como está hoy el tráfico, tendremos
que ir a paso de procesión.
Arrancaron. Don
Adolfo se sintió aliviado. Tanto que, por primera vez, se encaró con el
picaruelo y le hizo un guiño. La criatura se tomó confianzas y echó mano al
plano de la ciudad.
***
Lejos del clamor
de la historia, el Parque ofrecía el abigarrado aspecto de todos los días. Bajo
un sol todavía veraniego, el dragón ofrecía su lomo a las inacabables poses de
las japonesas. La sala hipóstila brindaba su acogedora penumbra a los sofocados
turistas. La terraza, serpenteante, invitaba a la conversación. En los paseos,
con sus falsas grutas de kárstico diseño, los paseantes jugaban su particular
escondite. Y, a lo lejos, allá donde la ciudad acababa, el azul del mar se
fundía con el del cielo de un atardecer, brillante y dorado.
De todo eso
disfrutó nuestra osada pareja, empujando la silla horra de la senyera olvidada en el taxi, temiendo que, en cualquier momento, una
ominosa llamada telefónica los forzase a poner fin al esparcimiento. Porque la
verdad es que el trío se lo estaba pasando en grande, entre las bellezas del
arte y las gracias de la naturaleza. A media visita, pararon en la terraza, se
sentaron en el polícromo banco, dieron la merienda al peque, lo mudaron y
ayudaron a dar unos cortos paseos por la gran explanada. Luego, fue el turno de
los mayores, quienes consumieron los bocadillos de la mochila, con la ayuda de
unos refrescos del chiringuito. En el pabellón de la entrada dedicado a tienda,
mientras su marido esperaba con la silla en la escalinata, doña Lucía hizo las
compras rituales para la familia. Todas fueron a parar a la bolsa, salvo un
dragonzuelo de trapo, que lo fue a las manos del niño, justo cuando parecía a
punto de dormirse. Como si el feroz juguete hubiera roto el encanto, don Adolfo
gruñó:
-
Las
siete y cuarto. Va a hacerse de noche y esos gaznápiros, sin llamar. ¿Cómo es
posible que no se den cuenta?
Tomaron con
facilidad un taxi, a la puerta del Parque, e indicaron:
-
Déjenos
lo más cerca que pueda de la Plaza de Cataluña.
La concentración
debía de estar en su plenitud, pues la carrera acabó con toda facilidad a la
puerta de su hotel. El crío estaba frito,
en el decir de su provisional abuela. Don Adolfo suspiró:
-
Vamos
a dar un paseo. Les doy de plazo hasta las ocho. Si para entonces no han
llamado, expondré la situación al detective del hotel.
Se ve que nuestro
protagonista había visto muchas películas americanas.
***
El suboficial de
los Mossos estaba terminando su explicación,
tanto más prolija, cuanto se enteró de que don Adolfo era el presidente de la
Audiencia de S.
-
…
Así pues, resultó que la niñera –boliviana, por más señas- se paró a esperar a
su novio, que venía en los autocares de Tarrasa, y debió armarse tal tremolina,
que arrambló con los otros dos chiquillos hermanos del de la silla y se olvidó
de este, hasta que estuvo metida entre todo el gentío de la concentración. Ella
se justifica con que era la primera vez que la cargaban con los tres críos.
-
Me
parece increíble la disculpa –juzgó doña Lucía-. Que se hubiera perdido uno de
los pequeños que caminaban, bueno. ¡Pero el de silla!
El agente se
encogió de hombros:
-
Si
yo le contara casos… En fin, ustedes verán si quieren presentar una denuncia
contra la muchacha, o damos por zanjado el incidente.
Don Adolfo se
mostró comprensivo. No quería verse mezclado en un asunto policial, ni perjudicar
a nadie. De modo que apretón de manos y retirada al hotel, en coche puesto a su
disposición por el sargento. En el camino, los comentarios se mezclaron:
-
Así
que el niño se llamaba Uriol. Si es
que hay cada nombre ahora[7]…
El presidente, por
una vez, se abstuvo de sacar a su mujer de un error cultural. Tenía otras cosas
en que pensar:
-
¡No
te fastidia, la boliviana! Se deja perder una criatura y luego nos pregunta por
la senyera de plástico que tremolaba
en la silla.
3. La compra de la senyera
Celedonio Alfageme era muy escrupuloso en todas sus cosas. Recién
nombrado médico residente de primer año en el hospital barcelonés de la Santa Creu i Sant Pau, se había puesto en contacto con una vecina, natural de Reus,
para recibir clases de catalán. No es menos cierto que Àngels era una
estudiante de psicología muy bien parecida y poco más joven que Cele, pero, en
cualquier caso, este era un alumno respetuoso y aventajado, sin necesidad de
estímulos adicionales. El hecho de que, al sumergirse en la Història de
Catalunya de Soldevila, las hazañas de Pedro el Grande se mezclasen en su
imaginario con las piernas de la bella reusense, era algo puramente casual y,
en cierto modo, inevitable.
Un mes antes del inicio de las prácticas clínicas, nuestro amigo
salmantino se constituyó en la Ciudad Condal para buscar hospedaje y tomar un
primer contacto con los directivos de la Unidad Docente. Encontró pronto una
habitación conveniente en el carrer de Lepant, lo que facilitó su
inmersión lingüística y monumental en Barcelona. Y en esas estaba, cuando llegó
la Diada.
Como castellano, Cele decía comprender, pero no compartir, la deriva
independentista de los masivos actos de aquel año. Bueno, más que decir, se
decía, pues la prudencia es una virtud cardinal, sobre todo, en tierra poco
conocida. Así que optó por pasar la tarde del 11 de septiembre en el Tibidabo.
Llamó a su casa, para tranquilizar a la familia:
-
Ten
cuidado, hijo, y no te metas en fregados, que luego acaban a golpes.
-
Descuida,
mamá, yo estoy muy por encima de esas cosas. Lo menos quinientos metros[8] por encima.
Al ponerse el sol,
como un turista cualquiera, cogió el teleférico de vuelta. Tomó un sandwich
en la Ronda del Guinardó y decidió bajar paseando hasta el centro, para ver el
ambiente residual de la manifestación. Atravesó la Diagonal a eso de las diez
de la noche y embocó la Rambla de Cataluña, en sentido descendente. Lo que
contempló, ya desde la Diputación, lo tranquilizó e impresionó a un tiempo.
La riada humana
circulaba ahora mayormente en dirección contraria a la que habían encontrado
don Adolfo y su señora y, desde luego, con mucha mayor fluidez. Familias al
completo, grupos juveniles de uno y otro sexo, individuos solitarios, todos
bajo una misma y común identidad: la senyera catalana, en banderolas
para bicicletas y carritos infantiles; en modestos rectángulos de plástico bicolor;
en piezas grandes, ondeando al aire en calma de la noche; sobre todo, en
improvisadas sábanas o capas, que envolvían cuerpos e ilusiones. Pocos gritos y
ningún mal gesto: ambiente festivo y evidente satisfacción por el éxito numérico
de la concentración.
Desde su
distanciamiento, Cele comprendía que aquella Diada de 2012 no había sido
como las demás, de las que él había leído comentarios. Es más, tenía la sensación
de ser espectador de un hecho histórico. No diremos que lamentase haber
empleado la tarde en contemplar la vida en lontananza, pero sí experimentaba el
deseo de guardar, y no solo en su retina, el recuerdo de aquel día, el primero
del que podría decir en el futuro aquello de yo estuve allí.
Alcanzó la zona
del bulevar en que las terrazas invitan a cenar al aire libre. Prácticamente,
todas las mesas estaban ocupadas por gentes, así mismo portadoras de banderas
cuatribarradas. La corriente había de estrecharse y bifurcarse, dificultando el
avance de quienes, como Cele, iban a contramano. Le asaltó una idea, que fue
creciendo y disputando con su timidez, mientras caminaba. Decidió ponerla en
práctica, siempre que encontrase a la persona indicada.
A la altura del cruce con la Gran Vía, halló
lo que buscaba. Un muchacho solo, de buen aspecto, iba envuelto en una amplia senyera
del modelo que a Cele más le gustaba: el de la estrella roja en fondo
amarillo, a juego cromático con las tradicionales barras del Conquistador[9]. Lo abordó con respeto y verdades a medias:
- Perdona
que te moleste, pero soy un turista de paso en la ciudad y he quedado tan
entusiasmado del ambiente cívico y festivo de este día, que querría llevarme un
recuerdo tangible para mi tierra. ¿No me darías tu bandera? Naturalmente, estoy
dispuesto a pagarte lo que te haya costado.
El interpelado lo
miró de hito en hito y respondió:
-
¡Toma,
también es un recuerdo para mí!
-
Ya
–improvisó Cele-, pero tú tienes un recuerdo mejor, del que yo carezco: el de
haber estado allí.
El abanderado
dudaba. Al parecer, no era cosa de egoísmo, sino de dejar la enseña en buenas
manos. Al cabo de unos momentos, sonrió, evidenciando haber dado con la
solución de sus dudas. Dijo:
-
Mi
señera es tuya, si sabes responderme a la siguiente pregunta: ¿Quién fue el
arquitecto que construyó el Hospital de San Pablo?
Cele bendijo
interiormente su buena suerte pero, no obstante, quiso puntualizar, por si
acaso:
-
¿A
qué Hospital te refieres: al del siglo XV, que está junto a las Ramblas, o al
actual[10]?
-
Al
de ahora.
-
Entonces,
Lluis Domènech i Montaner.
La respuesta era
correcta. El catalanista se despojó de su colorido e improvisado sobretodo y lo puso en manos de Cele,
haciendo ademán de seguir adelante. Al donatario le sabía mal dejarlo ir, sin
una contraprestación:
-
¿No
quieres nada a cambio?
El donante opinaba
que su gesto no había de ser entendido como mercadería. No obstante, sugirió:
-
¿Hace
una cerveza?
-
¡Claro!
Por cierto, me llamo Cele.
-
Yo,
Llorenç.
Y siguieron juntos.
[1] Es decir, estrelladas.
Son banderas rojigualdas cuatribarradas, con una estrella, roja o blanca, en
fondo triangular, amarillo o azul. Ese matiz estelar las dota de un componente
federalista o, incluso, independentista.
[2] Por si leyeren estas páginas personas no
españolas, les aclararé que se trata del día de la fiesta nacional de Cataluña,
celebrada cada 11 de septiembre, en recuerdo de una efeméride acontecida el 11
de septiembre de 1714, que no me parece del caso exponer ahora.
[3] Día festivo en Barcelona, por ser la Virgen
de la Merced la patrona barcelonesa. La festividad se conmemora el día 24 de
septiembre.
[4] Denominación habitual de la bandera catalana.
[5] Figuradamente, el dinero es el dinero, aludiendo a que la camarera no habría ido a
la manifestación para no perder el salario de aquella tarde.
[6] Los mossos d’escuadra son
la Policía autonómica de Cataluña.
[7] Pronunciación a la
catalana de Oriol, abreviación de José (Josep) Oriol, en honor del santo
barcelonés, cuya vida terrena se desarrolló entre 1650 y 1702. Fue canonizado
en 1909.
[8] La altura máxima del Tibidabo es de 512
metros, en tanto la ciudad de Barcelona se halla a unos 10 metros sobre el
nivel del mar. De forma que Celedonio calculaba con bastante precisión el dato.
[9] Jaime I de Aragón (1208-1276) pasa por ser,
de un modo u otro, el diseñador de la
señera, asumida como distintivo por Cataluña y las demás Comunidades españolas
históricamente ligadas a la Corona aragonesa.
[10] En realidad el Hospital viejo se llama, más propiamente, de la Santa Creu, pero hizo bien Cele en precisar, por si acaso, debido a
la sucesión funcional que hubo entre un hospital y el otro.
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