La niña del chusco
Por Federico Bello
Landrove
Al resaltarle los
riesgos de la tauromaquia, replicaba un famoso torero: Más cornás da el hambre. Lo que pasa es que hay otras muchas
cornadas, además de las de los toros y la gazuza, igualmente graves y
dolorosas. Esta historia de posguerra nos lo demuestra.
1. El pan de cada día
Iba con alguna
frecuencia con su madre a entregar las camisas de militar que la familia
confeccionaba en su domicilio. Incluso, en ocasiones había sido él quien les
había recogido el paquetón, contando al desgaire el número de prendas. Y es que
el sargento Cifuentes comentaba a cada vez que madre e hija salían del almacén:
-
Puntual
como un clavo, y limpia y concienzuda, como pocas.
De donde había
inferido que era gente de fiar, pues el sargento no era persona a quien se le
escapase ripio, en eso de vigilar el suministro.
Habré de hacer un
inciso, para ponerles a ustedes en antecedentes de que el protagonista de este
cuento es mi abuelo Lisardo, cuando con rango y galones de cabo cumplía su
tercer año de mili, en el cuartel de
Intendencia de Castellar. Sus dos primeras anualidades de caqui las había
pasado pegando tiros por Levante,
según constante y ambigua expresión suya, para referirse a su participación en
la Guerra Civil con los nacionales. Luego, como el chaval se había ido
voluntario, acabó la contienda y le dijeron:
-
Ahora,
otro par de añitos más, hasta que se licencien los de tu reemplazo.
Vamos, como para
desertar. Menos mal que él sabía de cuentas, era honrado y tenía agarraderas.
Así que lo transfirieron de Infantería a Intendencia y lo destinaron a la muy
noble, leal y laureada ciudad de Castellar, no lejos de donde sus padres tenían
casa y labranza. Más de un cordero viajó de un sitio a otro para pagar el favor
de aquel momio de destino, que había de agradecer al comandante Romerales. Pero
no es cosa de sacar los trapos sucios ni los colores de nadie, que todos
tenemos cosas por que callar.
***
Decía que mi
abuelo no se había fijado en aquella mocita, hasta el día en que, al salir ella
del almacén con la madre, los soldados que esta vez las habían atendido
rompieron a reír escandalosamente.
-
¿Qué
tripa se os ha roto ahora?, inquirió Lisardo, conminador, como buen cabo.
-
¿Pero
no te has fijado en el vestido de la chavala? Está hecho con tela del forro de
los capotes de campaña –respondió uno de los interpelados-.
Sonrió mi abuelo,
imaginando lo que habría sentenciado su madre en ocasión tal: apurado te veas para que lo creas.
***
Una de las
ventajas de servir en Intendencia era la de no pasar tanta hambre como el resto
de los mortales. Mi abuelo debía de ser uno de los más modestos beneficiarios
de tal privilegio. Me contaba que todo su pego como furriel se limitaba a coger
un pan de munición más al día y una lata de sardinas cada quincena, que
guardaba bajo llave en un chiribitil en desuso. Todas las tardes, cuando la
tropa se preparaba para el paseo, Lisardo desaparecía de la vista de sus
compañeros, para reaparecer poco después, con un sospechoso bulto en el
bolsillo del pantalón o del tabardo. Seguidamente, mientras los demás
soldaditos cruzaban el Paseo para perderse entre las frondas del Campo, el cabo
furriel se apartaba de ellos, en dirección al río. Todos creían conocer su
destino; de modo que pocas veces tenía que repetir la explicación:
-
¡Eh,
Lisardo, ven con nosotros, que nos esperan unas chachas de impresión!
-
Pasaos
sin mí un rato, que voy a visitar a mi hermana, como todas las tardes.
Nadie había visto
nunca a la tal, pero tampoco le habían pillado en renuncio. Así que, decidido,
mi abuelo llegaba a la orilla del río, remontaba el paseo fluvial hasta la
altura de la Chopera, sentábase en un banco, sacaba del bolso un par de hojas
de periódico y, mientras aparentaba su lectura, en realidad encubría la
ingestión del más sabroso bocadillo de sardinas que imaginarse pueda. Claro,
había que aderezarlo con apetito y regarlo con ilusión. Luego, con el bolo aún
en el gaznate, el mozo cruzaba al Parque del Reposo, bebía interminablemente de
la fuente y, entre niños y mamás, atravesaba el recinto, camino de la Plaza
Mayor y del ulterior reencuentro con sus compañeros. Y así, siempre, con esa
dulce y sabia costumbre que hace excelentes las cosas más sencillas.
***
Creía recordar que
había sido por octubre, a juzgar por los festejos de su patrona, Santa Teresa.
Empezaba a llover y apretó el paso, bajando la cabeza y sujetándose el gorro.
No la vio hasta que la tuvo encima y tropezó con ella. Estaba tan inmóvil,
contemplando la estatua…
-
Perdón,
no te había visto… Pero, ¿no eres tú la hija de doña Sonsoles, la camisera?
En efecto, lo era.
Sorprendida, esperó a que mi abuelo se identificase, antes de contestar
afirmativamente. Empezaron a caer unos goterones y la muchacha se escabulló,
corriendo en dirección a los soportales. Lisardo se quedó mirando aquellas
piernas, largas y finas, que le recordaban a su hermana Vicen, fallecida de tuberculosis
en el treinta y siete. Se le hizo un nudo en la garganta y pensó que hoy no
merecía la pena buscar a sus colegas, ni librarse de la lluvia. Se dejó
empapar, caminando hacia el cuartel despaciosamente. Fue entrar por la puerta y
escampar. Otro día habría maldecido su mala suerte. Aquella tarde pensó en la
hija de la camisera: ¡parecía tan frágil! Ojalá no agarrase una bronquitis por
la mojadura.
***
El sargento le dio
algunas explicaciones, en vista de su interés:
-
Dicen
que la señora era modista de profesión, pero luego se casó y dejó el oficio. Al
marido lo mataron cuando la guerra y ahora, ya ves, todos a trabajar para salir
adelante. Y no es poco que le hayan dado esta comisión. Claro que el difunto
dicen que no era mala persona.
Mi abuelo se tomó
interés con aquella historia, tan triste, como tantas otras. La niña –pues casi
lo era- volvió a aparecer por el cuartel, con el hato de camisas, tan flaca al
lado de su madre. Era alta, morena, de grandes ojos negros y curvas apenas
incipientes. Mi abuelo hizo por atenderlas, pero el sargento Cifuentes se
adelantó. Quedóse remoloneando y, en un aparte momentáneo, susurró a la chica:
-
No
te acatarrarías el otro día con la mojadura.
Ella negó con el
gesto y esbozó una sonrisa. Fue lo bastante para que Lisardo tomara la decisión
que da sentido a esta historia.
2. Como buenos hermanos
Recuerdo la
primera vez que, llegado a este punto del relato, le pregunté a mi abuelo:
-
¿Cuántos
años teníais la chica y tú?
Él se puso muy
serio –aparentemente- y replicó:
-
Esa
pregunta es maliciosilla. Se ve que estás espabilando mucho últimamente.
Conociéndome bien,
yo lo tomaría más como prurito de precisión, que no de malignidad. Sea como
fuere, agregó tras algún titubeo:
-
Esto
fue a finales del año cuarenta. Así que yo tendría… veintiuno. Ella acababa de
cumplir los trece, según me dijo. Y ahora, si me permites seguir…
Quedamos, pues, en
que Lisardo se apostó en el banco corrido de la pérgola, medio tapado por el
consabido periódico, teniendo bien a la vista la estatua donde el tropezón. No
habían pasado ni diez minutos, cuando la adolescente llegó casi corriendo y
volvió a plantarse frente al polícromo muñecote de Pinocho, según la versión
del dibujante Bartolozzi [1]. Cautelosamente, el cabo se le acercó por la
espalda y la saludó como Dios le dio a entender; más o menos, así:
-
Hola.
Parece que esta tarde no lloverá.
La muchacha dio un
respingo y, al verlo, quedó como titubeando entre quedarse o salir disparada.
Pero Lisardo tenía ya mucha gramática parda:
-
Por
favor, quédate, que tengo que darte un recado para tu madre, de parte del
comandante.
Ante tan imperioso
pretexto, la jovencita se relajó un tanto y se le quedó mirando con cara de
perplejidad. El militar carraspeó, al contemplar aquellos ojos que parecían
taladrarlo. Decidió que era preferible ganar tiempo y evitar su mirada, a la
vez, dulce e inquisitiva. Improvisó:
-
A
lo mejor se te hace tarde. Te acompaño un momento y voy contándote de qué se
trata.
A la altura de
las traseras del Ayuntamiento, ya conocían ambos sus respectivos nombres y
Lisardo le había sonsacado el motivo de sus visitas al Parque del Reposo. La
chica, Cecilia, fue tajante:
-
Lo
mandó hacer mi padre. Me lo recuerda. Al salir del colegio por la tarde, paso
siempre por allí…, aunque me toque correr, para no retrasarme en casa.
-
Claro,
tendrás que hacer los deberes.
-
Los
deberes y pegar los botones. No sabes cómo acabo con las manos. Pero a lo que
íbamos. ¿Qué se le ofrece a tu capitán?
-
Comandante.
Pues… es algo relativo a los ojales… y a los cuellos. Que los repaséis bien y
que se noten lo menos posible las puntadas. Es que va a haber unos desfiles y,
eh, unas… recepciones, y tenemos que estar lo más elegantes posible delante de
los alemanes y de los italianos –a estas alturas, Lisardo empezaba a soltarse-.
-
¿Y
de los botones? ¿No ha dicho nada de los botones?
-
Pues
no. Dicen que los de vuestra tarea vienen siempre perfectamente cosidos.
-
Menos
mal –resopló la pequeña costurera-. Ya me veía yéndome de madrugada a la cama.
Burla burlando,
habían recorrido los soportales hasta llegar junto a la casa de Cecilia.
Prudentemente, ella se detuvo antes de volver la esquina y explicó:
-
Vivo
aquí; vamos, a la vuelta. Así que, si has terminado de darme el recado…
-
Sí,
sí. Por hoy no tengo más avisos que darte.
Ella hizo
intención de alejarse. Lisardo tuvo un pronto. Echó mano al bolsillo, sacó el
chusco de matute y lo puso repentinamente en manos de su interlocutora.
Mientras se alejaba raudo, aprovechando el factor sorpresa, alzó la voz:
-
Eso
es también para ti, pero no de parte del comandante.
***
A la tarde siguiente,
fue Cecilia quien se dirigió a él, decidida y enfadada:
-
¿Cómo
se te ocurre darme un bocadillo? ¿Es que tú no tienes hambre?
-
Déjate
de monsergas. ¿Estaba bueno o no?
-
Delicioso,
aunque casi me mancho el camisón con el aceite.
-
Pues
entonces, dame las gracias y punto. Lo necesitas tú bastante más que yo.
Cecilia bajó los
ojos, avergonzada, ante el recorrido conmiserativo que Lisardo hizo con los
ojos de todo su cuerpo. Dueño ya de la situación, mi abuelo sacó el chusco suyo
de cada día y se lo alargó, envuelto en papel de estraza. La chica dio un paso
atrás y paró la donación con ambas manos haciendo tope:
-
De
ninguna forma. Y, además, no me gustan las sardinas.
-
Habráse
visto, la remilgada… El caso es que hoy hemos comido alubias en el cuartel y no
me apetece merendar… Verás, vamos a hacer una cosa: ni para ti ni para mí. A
medias.
Lisardo cortó el
chusco con una navaja y le pasó el trozo mayor a Cecilia. Esta lo asió con
firmeza, diciendo:
-
Como
buenos hermanos.
Antes de que
marchase desalada, rumbo a su casa, Lisardo le aconsejó:
-
Cómetelo
por el camino. Así no mancharás el camisón…, ni tendrás que dar explicaciones.
En sus oídos
resonaba aún la voz de la niña, que le traía el recuerdo de su propia y
refranera madre: ¿Quién es tu hermano? El
amigo más cercano [2].
***
Todos los días,
inventaba una disculpa para pasarle a la chica la mitad de su chusco:
-
Hemos
tenido comida extraordinaria.
-
Hoy
ando con el estómago revuelto.
-
Anda,
que te veo muy descolorida.
-
Esta
mañana he apañado dos bollos.
Cecilia, muy
seria, hacía como si lo creyera y recogía de buen grado aquel maná que con
cariño se le daba. Debía sentirse confusa, a juzgar por lo que en vísperas de
Navidad le dijo a mi abuelo, al pie de los árboles cubiertos de escarcha:
-
Antes
pasaba por este parque porque me parecía sentir la caricia de mi padre. Ahora,
cuando llego a la cancela, solo pienso en el pan con sardinas.
-
Vaya,
muchas gracias. Ya veo que a la señorita solo le interesa el sorche por el
bocadillo.
La joven se puso
como la grana. Lisardo trató de enmendar el malentendido, con un lugar común:
-
No
hagas caso. Un día dejarás de pasar hambre y lo verás todo claro.
Cecilia replicó:
-
No
sé qué será peor, si la claridad o el hambre.
Mi abuelo guiñaba
admirativamente el ojo y me comentaba:
-
Es
que las monjas le enseñaban Filosofía.
3. Moral, ante todo.
Habían pasado dos semanas, sin que Cecilia apareciera por el
Parque. Lisardo se temió lo peor, en forma de enfermedad o accidente. En una
ocasión, aportó al cuartel la madre, pero acompañada en esta ocasión por una moza
robusta, más o menos de la misma edad que él, en la que a duras penas descubrió
parecido con su hermana. Un sexto sentido lo llevó a no preguntarles por la
ausente, decidiendo emplear otro medio.
Pidió permiso una
tarde para vestir de paisano y fue a buscarla a la puerta del Colegio; a la
puerta trasera, que era por donde entraban y salían las alumnas gratuitas, como
lo era Cecilia. Gracias a tal rasgo de desigualdad, no le fue difícil divisarla
desde un portal frontero, donde se había guardado. La joven apenas lo reconoció
con atuendo civil. Contestó escuetamente y sin pararse a las preguntas por su
salud y, notando a su espalda la observación malévola de sus compañeras, lo
despachó con aseo:
-
Ahora
no puedo hablarte. Espérame el domingo por la tarde junto al estanque del
Campo.
***
Bien mirada, la
cosa era de lo más natural. Incluso Lisardo y Cecilia habrían tenido también
que reconocerlo, aunque les doliese. Una tarde, mientras cosían, doña Sonsoles,
la madre y modista, le había olido el aliento a sardinas. Extrañadísima, le
ordenó una exhalación a corta distancia. Confirmación del dato. Preguntas cada
vez más inquisitivas y respuestas paulatinamente menos evasivas. Al final, una
bronca de campeonato, en presencia de su hermana y de una vecina que había
subido a ayudarlas.
-
En
esta casa, todo se comparte, porque todos hemos de ser uno, para lo bueno y
para lo malo. ¿No tienes madre y, sobre todo, hermanos? Aquí, Pilar no para, de
la costura a la droguería, para aportarnos todo lo que gana. ¿Y tu hermano?
Estudiando Derecho, con beca y pasantía, que habrá de ser no tardando el mayor
sostén de la familia. Mientras tanto, la señorita dejándose invitar por un
soldado desconocido y comiendo a dos carrillos lo que tiene a bien obsequiarla.
¡Valiente manera de ayudar y de darse a respetar! ¡Que no vuelva yo a enterarme
de que te paseas por el Parque del Reposo a la salida del colegio, o que te ves
con ese militar!
Llegado a este
punto, mi abuelo miraba al infinito, tragaba saliva y terminaba la historia con
un chascarrillo:
-
Mira
tú qué zapatiesta, por medio bocadillo de sardinas.
***
Creo recordar que este
cuento –mucho menos aderezado, por supuesto- nos lo empezó a contar el abuelo
Lisardo a mi hermano Luis y a mí, para ponderarnos los valores nutritivos del
pescado azul, que en la infancia nosotros rechazábamos. ¡Hay que ver qué gran
narrador habría sido, si le hubiese acompañado la cultura literaria! Pero, ya
de mayorcito, yo necesitaba más:
-
Abuelo,
¿qué fue de Cecilia? ¿La has vuelto a ver?
Él salió del paso
como pudo:
-
Te
contestaré a eso, si das con la moraleja del cuento.
Ni que decir tiene
que tal hallazgo era prácticamente imposible para un muchacho de doce o trece
años. Ahora, con mis treinta cumplidos, la cosa habría sido más hacedera; pero
ya no merece la pena: Lisardo, el furriel proveedor de sardinas, falleció va
para quince años.
Tal vez por eso,
la primera vez que fui a Castellar acabé en donde ustedes sin duda imaginan.
***
Había concluido la
Carrera y librado por los pelos el servicio a la Patria, como consecuencia de
desaparecer la mili obligatoria[3]. Salió una oferta de
trabajo golosa en Castellar –ya no, obviamente, en Intendencia militar- y allá
que fui a pasar la entrevista y pruebas consiguientes. Acabada la tarea, abordé
a un castellarense y le pregunté:
-
Por
favor, ¿el Parque del Retiro?
Con su proverbial
amabilidad, el sujeto me dijo algo así como que ese parque estaba en Madrid y
siguió incontinenti su camino. A la segunda, me preparé concienzudamente:
-
…
un parque junto al río, que se llama algo así como del Retiro y que tiene una
estatua de Pinocho.
La señora sonrió y dijo: ¡Ah, ya, el parque del Reposo! Y,
seguidamente, me orientó. No me fue difícil encontrar, sobre un plinto de
caliza, la escultura, de cemento policromado a chafarrinadas. En torno,
parterres escalonados, pérgolas cuajadas de rosas y una sencilla fuente rodeada
de chiquillos. Me quedé mirando con tristeza aquella nariz rota, la basa
pintarrajeada, el brazo manco que presagiaba tiempos peores. Una vocecita me
sacó del doloroso ensimismamiento:
-
Ese
es Pinocho. Le crece la nariz cuando dice mentiras.
La niña me miraba
con sus ojos negros, grandes, expresivos. La pregunta me vino del
subconsciente:
-
¿Te
gustan las sardinas?
-
No
sé que es.
-
¿Y
los barquillos?
-
¡Eso
sí! ¡Mira, ahí está el barquillero!
Iba a tomar la
iniciativa que se figuran, pero alguien me la quitó:
-
¡Cecilia,
ven aquí y deja en paz a ese señor!
La niña se alejó
corriendo y yo me quedé pensando en lo más estúpido: que, a mis veintitrés
años, era la primera vez que me llamaban señor.
[1] Salvador Bartolozzi Rubio (1882-1950), cuyas
historietas (Pipo y Pipa, Pinocho, etc.) hicieron las delicias de
muchos niños españoles en las dos décadas anteriores a nuestra Guerra Civil. Al
concluir esta, hubo de exiliarse en Francia y posteriormente en Méjico, donde
murió.
[2] Tengo para mí que el refrán emplea la palabra
vecino, no amigo; pero ¿quién soy yo para llevar la contraria a mi abuelo, o a
mi bisabuela?
[3] El servicio militar obligatorio fue suprimido
en España por Real Decreto de 9 de marzo de 2001, que se hizo efectivo el 31 de
diciembre de dicho año.
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