Cuentistas
Por Federico Bello
Landrove
Un cuentista es, tanto una persona que
suele narrar o escribir cuentos, como quien exagera o falsea la realidad. Son
dos cosas muy distintas pero nada impide que puedan coincidir en un mismo
sujeto. He aquí dos ejemplos paradigmáticos de ello.
1. Nicéforo, o la autosuficiencia
La primavera
entraba a borbotones por los ventanales que daban directamente sobre el
Pentacrest [1].
Ese podía ser un motivo para no agotar el tiempo de la clase. Otro era que el
profesor Valdivia tenía cierta prisa para tomar un avión. Con todo, no había
que apresurarse. Los alumnos parecían pender de los labios del disertador, que
estaba a punto de abordar uno de los temas recurrentes en sus explicaciones:
-
Imaginad que ahí fuera, sentados en el césped,
nadando en el río o flotando entre las nubes, cientos de personajes esperan que
fijéis en ellos vuestra atención. Algunos son seres reales, que vivieron, o
viven, en el mismo mundo que habitamos. Otros, los más, son criaturas de vuestra
imaginación, alentados en días de ensueño o noches de insomnio. Están ahí afuera,
esperando que los dotéis de presencia con imaginación y técnica. Dependen de
vosotros; solo vosotros podéis crearlos y darlos a la Humanidad. ¿Les negaréis
el derecho a vivir? ¿Os encogeréis de hombros cuando supliquen vuestra
atención? He ahí el gran reto, la mayor función del escritor en la sociedad. No
creamos riqueza, no trabajamos con nuestras manos; pero damos vida y, si somos
grandes, la damos para siempre.
Ahora, sí. El
maestro recoge las escasas cuartillas del guión, las guarda en el portafolios,
que cierra seguidamente, y se encamina parsimoniosamente a la salida. Sabe, por
tradición y por el silencio, que aquel selecto ramillete de hawkeyes [2] ha recibido el mensaje con
emoción y propósito de seguirlo. Por tanto, remacha desde la puerta:
-
¡Ánimo,
pues! Solo se necesitan tres cosas: pluma, papel… y fantasía[3].
Esta vez, agregó:
-
Olvidaba
decir que no podré daros clase la próxima semana. He de viajar a España, para
recibir un galardón que me ha concedido el Ateneo Literario de mi ciudad natal.
Hubo un inicio de
aplausos y silbidos de júbilo, que Valdivia aparentó cortar con una de las
frases favoritas que dedicaba a sí mismo:
-
No
es nada. Lo importante de un premio no es ganarlo, sino merecerlo.
***
No es breve
precisamente el viaje entre Chicago y Madrid, con escala en Nueva York. El
profesor –Nicéforo, en la intimidad- ha decidido aprovecharlo, dando los
últimos toques al libro de cuentos que está a punto de entregar a la imprenta.
De hecho, Lucy O’Connor, su traductora, ya está trabajando en la denodada tarea
de trasladar su compleja estructura al inglés americano. No obstante, él repasa,
corrige y enmienda partículas, comas, reiteraciones, para la mucho más
comprometida versión original española, que prepara la editorial Hontanares, su casa de toda la vida, en
la que, hace lo menos veinticinco años, publicara El desván luminoso. Luego, cinco libros –no, seis-: dos poemarios,
tres compendios de narraciones breves y la novela Asido a la vida, aquella que debe su ser al terrible accidente que
estuvo a punto de llevarlo prematuramente a la tumba. ¡Quita si no es ese
sobrecogedor testimonio lo que ha despertado, por fin, la valdiviomanía entre los carcamales del Ateneo!, piensa.
Para empezar la
tarea, vamos con el dichoso título del nonato empeño: Antología del desamor. Desde luego, es una rúbrica sonora,
transparente, redonda. El profesor, no obstante, titubea: un poco
grandilocuente y, quizá, no lo bastante íntima.
Porque, y ese es
el meollo de la cuestión, amigos lectores, todos y cada uno de los trece
relatos que componen la Antología son
otros tantos episodios, apenas retocados, del recorrido amoroso de don
Nicéforo. En fin, seamos exactos: los desamores solo son seis o siete, pero han
dado de sí lo bastante, como para agregar otra media docena de variaciones o
cambios de perspectiva.
El profesor repasa
y repasa, cada vez más mecánicamente. La pluma está a punto de deslizarse al
suelo de entre sus dedos. Pide un café bien cargado a la azafata, pero eso, en
un avión de la TWA, es pedir peras al olmo. Opta por guardar los folios y
pensar…
Desde el libro de
sus desamores, el profesor remonta su trayectoria literaria, como los salmones
el río. La historia de sus padres, transida de opresión y de angustias, que él
dramatizó de forma tan tierna y emotiva, desde la distancia de su dorado
destierro. La ya citada novela, incubada entre batas blancas, escayolas y
terribles rehabilitaciones. Su Cuentas
rendidas, aquél espléndido conjunto de historias, transgresoras y barrocas,
que su difunto colega de Urbana[4], Braulio Guitián, quien
tan bien lo conocía, apodó Ajuste de
cuentas. Y así, hasta los orígenes.
A punto de
dormirse, Valdivia se sobresalta. Parece que le susurra de nuevo al oído su ex,
Lillian: narcisista, escritor de ti
mismo. ¡Bah!, al fin y al cabo, todos volcamos al texto nuestra
experiencia, reconstruimos –o deconstruimos- nuestra vida, sazonamos a placer
la memoria. Por más que, ¿estaré perdiendo la imaginación, la fantasía? ¿Me
habrá alcanzado ya la inevitable vejez intelectual?
Decide tomarse un valium. Como no acostumbra, el efecto
resulta inmediato. Con todo, antes de reposar en los brazos de Morfeo, le llega
del más allá el eco de su voz: ahí fuera,
cientos de personajes esperan que fijéis en ellos vuestra atención. ¡Pues
sí que…!
Silencio, el
profesor ya descansa.
2. Clotilde, o la emulación
Cuando la noticia
llegó a Viana de Encinares, la destinataria pilotaba su eterno utilitario, con
destino a cualquier pueblito donde algún discapacitado o excluido social
precisara de sus atenciones. No era mal rollo el carecer de un colegio agrupado
donde impartir su cariño y su docencia, sino tener que repartirse entre cinco
localidades, en un radio de treinta kilómetros. Pero ella lo había querido. La
ahogaba el caserón en el casco viejo de la capital, ahora que los chicos
estudiaban fuera y su marido –aquel buen hombre que hacía por comprenderla y la
acompañaba en silencio- había fallecido de un infarto fulminante. Total, Viana
no quedaba lejos, con sus bosquecillos frondosos y aquellas raciones de volante
que le permitían caer en la cama rendida; y escribir, vocación antes apenas
esbozada, pero ahora apremiante y abundosa, hasta el punto de definirla entre
las gentes del pueblo, de las que apenas era conocida:
-
Mira,
ahí va la escritora.
Y todo fue a raíz
de una entrevista en el Eco del Duero.
El periodista –siempre tan sensacionalistas ellos- había insistido, más que en
su obra, en sus derechos de autor. Cito textualmente: La notable escritora Clotilde Iglesias dona los beneficios de sus obras
a la Unicef, como forma de mejor servir a su vocación de atender a los niños
con necesidades. ¡Jesús, cuánto circunloquio para decir que ella era
profesora de P.T.[5]
y que había puesto su ingenio al servicio de la infancia! No le gustaba ahondar
en aquello en que una mano no debía saber lo que hacía la otra, pero hubo de
explicarse:
-
Tengo
mi sueldo de maestra y la pensión de mi marido. No es mucho, pero suficiente
para mis hijos y para mí. Yo nada he hecho para adquirir mis modestas
cualidades de escritora. Un día, releí aquello de lo que habéis recibido gratis, dadlo gratis y tomé la decisión. Tampoco
vaya a creer que es una fortuna: en España se lee poco y se compra menos aún.
-
Pero
aseguran, doña Clotilde, que es usted muy leída en Hispanoamérica y que se
prepara una traducción al inglés de La
guerra del corazón.
-
Es
un libro que he escrito con el alma, pensando en los ancianos que vivieron
aquellos tiempos de hierro y todavía están entre nosotros.
-
Curioso,
una maestra de niños que escribe cuentos pensando en los mayores.
-
Así
es –sonríe-. No vea la de explicaciones que tengo que dar a mis pequeños
amigos, cuando me piden que les lea alguno de mis cuentos. En fin, siempre cabe
improvisar una adaptación.
Dejemos ya El Eco del Duero y volvamos al
telefonema que pilló a Clotilde en viaje.
De boca en boca, la espera ya en Viñedos del Conde, donde los compañeros
del colegio han formado comité de recepción. El director engola jocosamente la
voz:
-
Profesora
Iglesias, tengo el honor de comunicarle que le ha sido concedido el Premio Delibes del Ateneo Literario de
Castellar.
Silencio absoluto
durante unos instantes. Luego, el toque humorístico final:
-
Y
lamento informarle de que lo ha sido ex
aequo con un profesor de la universidad de no-sé-dónde.
***
Se queda a comer
con sus colegas. Hace por minimizar ante ellos la importancia del premio,
aunque le enorgullezca haber sido, por fin, profeta en su tierra. Piden champán
y brindan hasta que la botella se agota. La homenajeada no tiene costumbre de
beber pero tampoco le apetece conversar más. Así que coge su coche y hace como
si se dispusiera a regresar a Viana. La embroman:
-
Anda
que como te pare la Guardia Civil…
Por si sí o por si
no, Clotilde pilota unos kilómetros y luego para junto al puente del arroyo
Marimón. La cabeza le da vueltas. Se sienta en una piedra de la orilla y
entretiénese tirando guijarros al agua. Es una forma tan buena como cualquier
otra para abstraerse y pensar en voz alta:
-
Mujer,
a nadie le amarga un dulce pero, como diría el otro, tarde piaches. Aunque la verdad es que tampoco llevo tanto tiempo
emborronando cuartillas. Pero tampoco ha sido llegar y besar el santo, como asegura mi amiga Carmen
Santacecilia, que seguro está detrás de todo este sarao del premio y presentó
mi candidatura, sin yo saberlo. Tendré que pedir un par de días de permiso…
¡ah! y hacerme algún vestido, para el acto y la comida. Pues sí, lo que decía, en
apenas cinco años, del ciclostil, a las
librerías. ¡Qué explosión, yo que antes no había escrito otra cosa que
cartas e informes académicos! Y no me
voy a engañar: que si distracción para el dolor de la viudez, que si una forma
de recaudar fondos para mis niños. Bueno,
no diré que no, pero el detonante fue otro y bien que lo sé, aunque si me
preguntan para qué, sigo hecha un lío…
El cercano ladrido
de un perro la pone en guardia. No le apetece que la vean tirando piedras al
río, como cualquier chico haciendo novillos. Se levanta, moja ambas manos en el
arroyo y se las pasa por la cara. ¡Este champán! Siempre le hizo mucho efecto.
Dicen que porque es bebida espumosa. Asciende lentamente la cuestecilla hasta
el improvisado aparcamiento, pone en marcha a Renato –su viejo Renault- y conduce lentamente hacia casa:
-
Cuatro
cursos ya en este agujero. Podría poner el piloto automático y me llevaría sin
vacilar, como el caballejo de aquel médico rural. Pues lo que decía. Todo ayudó
pero, por encima de todo, aquel libro de él,
duro y restallante como un latigazo en pleno rostro. Treinta años sin saber, o querer
saber, de su existencia y, de pronto, defunción de mi marido, libro, su
historia vital, todo en uno. Al principio, fue como un amanecer, penumbroso e
incierto. Luego, se ha ido convirtiendo en el núcleo de mi vida, su sentido, la
razón de mi modesto y acariciador renombre. Claro, desde ese punto de vista,
¿qué más da lo que pretenda? Se hace, se disfruta y punto. Eso sí, a él tengo
que agradecérselo, pero solo en cierto modo. Nunca hizo nada por mí, ni me tomó
en serio. Por otro lado, aquel libro no era más valioso que otros muchos sobre
el dolor y la soledad, pero eran los suyos, de aquel torpe y tierno visionario
que un día lo dejó todo, incluso a mí, para
abrirse camino en alguna parte, como decía en su carta de despedida. Sus
padres echaron la culpa a la política, a la dictadura ominosa y asfixiante,
pero tengo para mí que fue por cobardía, por timidez, porque yo no contaba lo
suficiente para él,… ¿o sería, más bien, por todo lo contrario?
Cuando llega a
casa, no tiene ganas de cenar. Una ducha caliente, interminable, y a la cama,
como la trajo su madre al mundo. Sigue, no obstante, excitada y la claridad de
este interminable atardecer de primavera todavía se empeña en insinuarse por la
persiana. ¡Qué le vamos a hacer!, un valium
y a dormir. Antes es aún capaz de hilvanar el argumento definitivo, el
compendio que le hace sonreír mientras se vuelve de cara a la pared:
-
Él
mismo lo escribe: ¡ah, la femenina incoherencia!
Pues eso: necesidad de imitarle, o ganas de demostrarle lo que valgo, o de
que sepa de mí como algo más que Cloti,
la empollona de las jesuitinas. Pero ahora la escritora ya vuela sola, impulsa
sus alas en un aire diferente de su aliento. ¡Te… te chinchas!, Galatea se ha
convertido en Lisístrata.
***
La mañana la
regala con un tremendo dolor de cabeza. Decide desayunar en la cafetería de
enfrente. La vanidad la lleva a las páginas, rojo y negro, de El Eco del Duero. Busca y halla:
Clotilde Iglesias, premio Delibes
La escritora ha puesto su vida y su obra al servicio de los niños
Deja de leer,
avergonzada. Reconstruye mentalmente el titular: He puesto mi vida en el pasado y mi obra en recobrar un amor perdido.
Cierra el
periódico, casi enajenada. ¡Pues no se le ha aparecido entre sus páginas la
mirada, penetrante y fatigada, de su
ideal!
3. Epílogo
-
El
doctor Valdivia, supongo.
-
Supones
bien. Yo no tengo que suponer nada porque estás estupenda, como siempre.
Clotilde va a
replicar, pero no hay tiempo. Nice ha
llegado a la crítica: según su disculpa, no le dejaban marchar los periodistas.
Les ponen sendos
sillones, uno junto a otro, a la derecha de la mesa presidencial. Cualesquiera
que sean sus emociones, habrán de aplazarlas. El director del Ateneo ya
desgrana sus méritos literarios, elogiosa, inacabablemente. Al final,
puntualiza:
-
Con
todo, aún hay algo más que ennoblece y relaciona a estos dos ilustres
castellarenses. Han hecho de su oficio de escritores un servicio especial para
sus semejantes, más allá del placer de la lectura. El profesor Valdivia impulsa
permanente y denodadamente la vocación literaria de las nuevas generaciones,
llamándolas a dotar de voz a las personas y personajes que todavía carecen de
ella. Y doña Clotilde Iglesias prolonga su dedicación a la infancia más
necesitada, con la donación a Unicef del fruto de su trabajo literario. Más
allá de su calidad como escritores, ambos son un modelo de compromiso y
generosidad humanos.
Como de consuno,
los premiados se miran. Nicéforo se encoge de hombros. Clotilde le sonríe. Es
muy posible que engañen a quienes ocupan los estrados, incluidos ellos mismos.
Pero al público que llena el salón de actos, a los miles que leen sus obras, a
esos, no podrán engañarlos jamás.
[1] La referencia a este lugar permite suponer
que el profesor lo fuera de la Universidad Estatal de Iowa (ISU), en Iowa City
(U.S.A.).
[2] Esto nos confirma lo apuntado en la nota
anterior. Hawkeye, u Ojo de halcón, es el sobrenombre o apodo
de los estudiantes de la Iowa State
University.
[3] La alusión a tan arcaicos medios de escribir
–en vez de a los ordenadores- hace suponer que el profesor Valdivia diera esta
clase hace muchos años. He intentado precisar la época en que don Nicéforo
Valdivia profesó en la ISU, con resultado negativo. En fin, no dejan de ser
minucias.
[4] Urbana-Champaign, sede principal de la
Universidad de Illinois (U.S.A.).
[5] Nombre que, por ahora, define a los maestros
de niños discapacitados o con graves problemas sociales. P.T. son las siglas de
pedagogía terapéutica.
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