De maniquíes y de
hombres
Por Federico Bello
Landrove
Galatea, Coppelia o Pinocho obtuvieron la vida
como el más preciado don que podían alcanzarles sus creadores. Pero ¿es la vida
humana verdaderamente el bien más grande? El protagonista de este cuento
fantástico ma non
troppo quizá tenga algo que aducir al
respecto.
1. Una inclinación muy especial
Y conste que no
me refiero a la leve curvatura del tronco hacia el lado izquierdo, que padecía
Florencio desde aquella operación tan arriesgada, en que le habían extraído una
bala, alojada junto a la quinta vértebra dorsal. Eso había sido cinco años
atrás, durante un atraco que, en su condición de policía, Floro había tratado de impedir. Lejos de mí la torpe manía de jugar
con las palabras en burla de aquel buen hombre, a quien ya conocí en su
desempeño, casi por caridad, como vigilante nocturno de los grandes almacenes El Encanto Británico. Era yo, a la
sazón, subdirector de recursos humanos y me comentó el caso el jefe de
personal, medio en serio, medio en broma:
-
Chico,
nos lo han impuesto desde arriba. El presidente del consejo le debía un favor.
Resulta que su mujer pasaba en aquel momento por la calle y él, pues, la tiró
al suelo y evitó que la alcanzaran los disparos.
-
¿A
qué demonios te refieres, Pedro? No sé de qué hablas.
-
De
un vigilante nocturno que nos han colado de matute en la plantilla, sin proceso
de selección ni pertenecer a la empresa de vigilancia con la que trabajamos.
Claro que tiene una ventaja en esta época de gobierno socialista.
-
¿Tiene
carnet del PSOE?
-
No
lo sé, pero, desde luego, manifiesta una evidente inclinación hacia la
izquierda.
Mi colega soltó
una risotada y desapareció acto seguido del despacho sin explicar el motivo
jocoso. Hube de cerciorarme por mí mismo, cuando conocí a Floro meses después,
una tarde que me quedé trabajando hasta las once. Estaba él haciendo la primera
ronda nocturna y tuvo la gentileza de acompañarme hasta la salida. Una vez
fuera, me volví para contemplar discretamente su tendencia hacia la izquierda. Se entretenía colocando más
airosamente el sombrero a una maniquí[1] del escaparate de ropa y
objetos de playa. Me pareció llamativo aunque, después de todo, hay gente
maniática, por no hablar de los –afortunadamente infrecuentes- que aman el
trabajo, más allá de especialidades y parcelaciones.
Así pues, quede
claro que la inclinación muy especial
del vigilante no era para mí la de su columna, sino la que manifestaba hacia
los maniquíes y su indumentaria.
Tal vez, si no
hubiese sido por el episodio del escaparate, yo habría estado tan desorientado
como los demás empleados de El Encanto.
Todo empezó por vagas referencias a alteraciones nocturnas sin mayor
importancia. Un maniquí de edad,
apareció sentado en un butacón de la sección de muebles. Luego, una jovencita
de fibra de carbono, bastante descocada, apareció con un hermoso fular fucsia
en torno al cuello. Las botas altas de otra fueron trocadas por un par de
espectaculares manolos de aguja. Un
caballero inanimado, con porte de marinero, cambió su gorra de plato por una
boina que hubiera envidiado el mismísimo Shanti Andía.
Diseñadores y
escaparatistas empezaron a sentirse molestos por esa reiterada conducta, que
juzgaban fruto de la broma o la malevolencia de otros compañeros. La cosa,
además, iba en aumento, pues la mano fantasma ya no se privaba de colocar los
maniquíes en lugares o posturas diferentes, o de alterar la composición de las
escenas de las grandes vitrinas. Y lo cierto era que –como Sagrario, la jefa de
imagen, tenía que reconocer- el criterio del perturbador era más acertado desde
todos los puntos de vista.
Las quejas
llegaron, como es inevitable, a la sección de recursos humanos y, de forma
igualmente inexorable, mi jefe me la encasquetó, con el pretexto de que tenía
que hacer un viaje a la Selva Negra. En el fondo, no me importó, pues creía
tener una pista para llegar hasta el duendecillo nocturno. Y ustedes saben muy
bien por qué.
2. Los motivos del fantasma
Para evitar rumores y paliar fiascos, eludí citar
a Florencio en mi despacho e hice como si tuviera que quedarme a trabajar hasta
tarde. Luego, como quien no quiere la cosa, pegué la hebra con él y saqué el
tema de soslayo:
-
Me
he retrasado estudiando un pedido de maniquíes de fibra de vidrio y resina, de
última generación.
-
No
sabía que ese tema pudiera corresponder a su departamento, replicó Floro,
intentando mostrar indiferencia.
-
Pues
ahí está el detalle. Los maniquíes no son lo mío, pero los temas de seguridad
laboral sí que me tocan. Le explico. Las casas de alta costura, que exponen en
nuestras secciones de moda de caballero y de señora, están empeñadas en lucir
sus modelos en el mayor número de maniquíes posible. En cambio, los empleados
se quejan de que tales modelos ocupan demasiado espacio libre, entorpecen la
marcha por los pasillos y parecen animar a los niños a sobar su vestuario. ¿Qué
le parece?
-
Me
parece que las quejas son completamente infundadas. Claro que, para evitar
problemas, habría que superar la rutina de colocar los maniquíes siempre de pie
y por los pasillos. Y, desde luego, habría que recordar a los padres el deber
que sobre ellos pesa, de controlar a sus hijos y correr con los gastos que
originen sus desperfectos.
Parecía que le
hubiesen dado cuerda. Pero, no contento con la perorata, me tomó firmemente del
brazo y condujo hasta la segunda planta, sección de ropa de señora, división de
grandes marcas. Como en un ejercicio
de ballet, fue tomando en sus brazos las maniquíes, acariciando su cintura,
flexionando tiernamente sus rodillas, ahuecando sus corpiños o rectificando sus
tablas. Los sombreros adquirían graciosas desviaciones; los bolsos parecían
flotar entre los dedos, en un tierno escorzo. Hasta los zapatos parecían
echarse a bailar, como las zapatillas rojas del cuento. Y, lo que era más
llamativo: ¡las maniquíes parecían sonreír y flotar, gráciles, nimbadas por la
suave iluminación nocturna, con el rictus sutil de unas nuevas giocondas!
Entre tanto,
pasillos interiores y ánditos quedaban libres de estorbo, mientras las figuras
tomaban asiento en los mostradores, erguían su silueta junto a las estanterías
o caminaban decididas hacia los probadores. Floro me hizo volver a la realidad,
alzando la voz con decisión:
- Y,
ahora, una pareja de hermosas azafatas en la embocadura de la escalera mecánica, posición ideal para asegurar a los
clientes el ramo de la sección a la que acceden.
Un poco
sobrecogido por la penumbra ambiente y la belleza casi vital de las maniquíes,
hice por recordar lo que me tenía, allí y entonces, pendiente de la confesión
de culpa de Floro. En tal sentido, ya había hablado bastante. Lo corté, con
cierta dulzura:
-
Por
su aluvión de ideas, deduzco que, algunas noches, las pueda haber puesto usted
en práctica, sin advertir de ello a la jefa de escaparatistas…
El interpelado
bajó los ojos y no contestó nada. Entendiendo el silencio como consentimiento,
proseguí:
-
Tiene
usted unas excelentes ideas que, incluso, parecen agradar a los propios
interesados, quiero decir, los maniquíes. No obstante, a partir de ahora, las
sugerencias las presentará usted a Sagrario, la jefa de estas cuestiones. Es
una mujer sensible y receptiva. Seguro que aprueba muchas de ellas. Eso sí,
prométame no volver a tomar iniciativas sin previa consulta.
Florentino suspiró,
miró hacia las maniquíes y repuso:
-
¡Qué
remedio!
Siendo tan
respetuoso como él era, colegí de la salida de tono lo mucho que le importaban
sus inmóviles amigos. Poco antes, yo habría tomado tal cosa como signo de
locura. Aquella noche me pareció, simplemente, un exceso de sensibilidad.
***
Tenía cierta aprensión
a que las relaciones entre Sagrario y Floro fuesen conflictivas. Por eso, puse
a aquella en antecedentes de lo prometido y le doré la píldora. La jefa de
imagen resultó encantadora en su trato:
-
No
tenga el menor cuidado, don Luis –me dijo-. Si hay algo que me gusta, es
alguien ilusionado y con ideas para mi trabajo. Además, el señor Floro tiene todo mi respeto, después de lo que ha tenido
que pasar.
Crucé los dedos y
me dije: Ojalá siga pensando igual
dentro de un par de meses.
Muchas novedades
se produjeron durante ese intervalo de tiempo. Los maniquíes aparecían en los
sitios más insospechados y las actitudes más informales. Cambiaban
constantemente de vestimenta y de compañía. Se confundían con las personas o
las interpelaban desde su silencio. Lucían nombre sobre sus prendas y
descansaban los días festivos. Al recorrer el edificio, me preguntaba si no
habría que ponerlos en nómina, cumplir con ellos la legislación laboral y -¡horror!-
darles cursos de formación o de reciclaje. Pero Sagrario parecía encantada:
-
No
le diré que no haya habido alguna queja entre las chicas, con tantas idas y venidas, tanta consideración, tanto
cambio. Por el contrario, ¡están tan contentos los muñecos!
-
¿Qué
me dice, Sagrario? ¿No estará usted también perdiendo la cabeza por esos
pedazos de fibra de vidrio o de poliestireno?
-
Si
esa es su opinión sobre mi trabajo, don Luis, no puedo por menos de decirle que
lo tomo como desconsideración y falta de sentimientos.
¡Pues no le
asomaban unas lagrimitas a esa tonta del bote! No tuve más remedio que
disculparme y cambiar de conversación. Una sospecha empezaba a dominarme:
-
¿Y
qué tal las relaciones con el vigilante? Yo seré un poco bruto, pero él me
parece que se pasa con sus requerimientos maniqueos
[2].
-
Un
poco, quizá. Supongo que tendrá sus razones.
-
¿Fetichismo,
tal vez? Quiero decir que le dé por esos bellezones de fábrica, a falta de
señoras que lo tomen en serio.
-
Huy,
no señor. Para empezar, trata por un igual a todos los maniquíes, hombres,
mujeres o niños. Y, en lo relativo a sus relaciones con las mujeres, no creo
que, pese a su limitación física, tenga ningún problema de aceptación. Yo
pienso que el punto de Florencio
viene justo por lo contrario.
-
¿Qué
quiere decir?
-
Pues
que está tan harto de las cosas de esta vida, que valora mucho más las otras vidas, como él dice. Y es que para
Floro, animales, plantas y objetos, todo es uno y tiene su propia alma.
-
¡Cáspita!
¿Y cómo es que le da por los maniquíes y no por los muebles o los lápices de
labios? Seguro que los sujetadores también tienen su corazoncito.
-
Ahí
sí que no puedo contestarle, don Luis. No sería extraño que a Florencio le
resultara más fácil identificarse con un maniquí de melena rubia, con medidas 90-60-90,
que con una olla a presión. ¿No le pasaría a usted lo mismo?
3. Floro y su otra vida
Estábamos a
primeros de noviembre. La buena de Sagrario andaba por la sección de caza y
pesca, cuando me la tropecé. Se puso un poco colorada.
-
No
le voy a engañar. Estoy buscando algo para Florencio, que el día 7 es su santo.
-
¿Es
cazador?
-
No,
pescador. Quizás un buen carrete…
-
Tenga
cuidado, Sagrario, no sea que con tales aparejos, se le ocurra pescar una novia
de primera.
-
¡Jesús,
don Luis! ¡Qué socarrón es usted! Lo cierto es que estoy un poco preocupada por
él últimamente.
-
¿Se
le ha roto algún maniquí?
-
Por
ahí van los tiros. Andan diciendo los otros vigilantes de noche que si acaricia
a los muñecos y hasta habla con ellos.
-
¡Bah!
Seguro que son paparruchas. Con eso de que entró por recomendación, los de
plantilla de la empresa Segurola lo
ponen en ridículo en cuanto pueden.
-
Ojalá
sea solo eso. Está como ido. Con decirle que ya ni me manda notas…
Así quedó la cosa.
A veces, me maldigo, pensando que, con mayor perspicacia e interés, podría
haber evitado lo que vino inmediatamente. Claro que ignoro si Floro hubiese
aprobado mi ingerencia.
***
El día 7 de
noviembre, un chillido agudísimo resonó en la segunda planta, a eso de las ocho
de la mañana. En torno a Sagrario, se fueron congregando las compañeras de la
sección de ropa femenina quienes, en más o en menos, hacían coro a sus gritos y
lamentos. Algunas perdieron el conocimiento. No era para menos.
Apoyado
ligeramente en un mostrador, pasando los brazos por los hombros de dos
esculturales maniquíes, estaba Floro, con una sonrisa beatífica y la
mirada perdida en el horizonte. Bueno,
estar, lo que se dice estar, no estaba. En fin, quiero decir que Florencio Arenales
y Lozano se había convertido en una especie de maniquí.
Como es natural,
tratándose del mundo real, la cuestión no se resolvió sin intervención de la
Justicia, como en los cuentos, ballets y mitos clásicos. ¡Qué sería de los
narradores serios, si no pudiésemos apoyarnos en una buena autopsia! En
consecuencia, hubo que llamar al juzgado de guardia que, como primera
providencia, acordó la actuación del médico forense. Su dictamen fue del todo
científico y clarificador. He aquí sus conclusiones, en lo esencial:
El difunto Florencio Arenales y Lozano,
varón, de unos 40 años de edad, fue objeto de un completo proceso de
plastinación[3]
por el procedimiento de la silicona a temperatura ambiente. Dicha operación se
realizó sin signos externos de violencia, lo que permite suponer que, o bien el
sujeto había fallecido previamente, o bien se le plastinó con su inicial
consentimiento y ulterior pérdida de
consciencia. La perfecta conservación y limpieza del cadáver plastinado hace
suponer que el procedimiento haya concluido en fecha muy próxima a la de la
autopsia, aunque la falta de precedentes en la práctica forense hace imposible
fijar el día exacto. De ser ciertas las manifestaciones de los testigos, en el
sentido de que el señor Arenales estaba vivo en la noche del 6 al 7 del
corriente mes, la plastinación se habría realizado con tal rapidez, que resulta
científicamente imposible explicar su plena eficacia.
El resto de las
diligencias judiciales generó el suficiente incordio en todos nosotros, como
para justificar la queja destemplada del gerente de El Encanto Británico:
-
¿Por
qué no se le ocurriría a ese merluzo convertirse en maniquí de madera, con lo
fácil que arde?
-
Hombre,
don Matías –le amonestó el jefe de personal, con ironía no muy bien encajada-,
nuestra empresa se ha caracterizado siempre por emplear los métodos más
modernos.
Moderno o no, el
cadáver momificado de Florencio fue incinerado en la intimidad, una vez el juez
instructor hubo dado su autorización. Al día siguiente, en sentida
manifestación de duelo, todos los maniquíes de El Encanto lucían sobre
sus ropas un luctuoso lazo negro. Al percatarme de ello, busqué a Sagrario y le
dije:
-
¡Qué
hermoso detalle han tenido ustedes para con Florencio! ¡Y tan propio! Seguro
que a él le habría encantado.
La jefa de imagen
bajó los ojos, se me aproximó hasta posar sus labios en mi oreja diestra y
balbuceó:
-
Por
Dios, don Luis, guárdeme el secreto. Ni yo, ni ninguna de las chicas hemos
tenido nada que ver con esa iniciativa.
Le guardé el
secreto, por supuesto. Hasta ahora.
[1] Con arreglo al vigente Diccionario de la Real
Academia, los maniquíes humanos tienen sexo (evidenciado por el artículo), pero
no así los inanimados. No obstante, me tomo la licencia de dar a estos también
género, por motivos que se harán evidentes a lo largo del relato. ¡Pecados
peores hay!
[2] Nueva licencia del autor –esta,
imperdonable-. Hago uso indebido del adjetivo maniqueo como relativo o concerniente a los maniquíes.
La verdad es que Sagrario me entendió perfectamente.
[3] Les remito a ustedes a Internet, por ejemplo,
para ulteriores aclaraciones sobre este proceso de conservación de cadáveres,
principalmente para fines docentes. Y rechazo por adelantado toda crítica de
crudeza o de mal gusto: la verdad, ante todo.
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