El misterio del single de colección
Por Federico Bello
Landrove
A Rosalía y Ernesto, que me enseñaron la diferencia entre un
single y un E.P.
Para los policías y los científicos, todo misterio tiene su explicación.
Yo, no muy alejado ni de unos ni de otros, pensaba lo mismo, hasta que
desapareció el single
más valioso de mi colección. Claro que,
si bien se mira, también he encontrado una razón de ser a lo sucedido, pero
muy lejos de lo que las mentes romas
juzgan real y razonable…
1. Una ciudad antipática
Nací en la muy
noble y laureada ciudad de Castellar hace más tiempo de lo que me gusta
reconocer. Luego, mis padres me llevaron al Sur, hasta el momento de iniciar el
bachillerato, lo que entonces se producía a la temprana edad de diez años. Durante
tres lustros ejercí casi constantemente de castellarense. Después, el trabajo y
la familia me desplazaron a otras tierras y apenas he vuelto allí de visita. Y,
la verdad sea dicha, no es que echara de menos sus calles y sus gentes. Es más,
entre mi tierra natal y yo se había establecido una relación de antipatía y
desapego, que yo reflejaba escuetamente con la siguiente frase: Sí, soy castellarense, pero no ejerzo como tal.
En mi opinión, me sobraban razones para no sentir en el
corazón la patria chica. Para empezar, mi tierna infancia tenía acentos
andaluces y dulces amistades de ambos sexos, que mi traslado a Castellar
bruscamente cortó. No siempre los padres son conscientes de lo que puede
suponer desarraigar a un niño, aunque sea con las más benévolas intenciones.
Luego, mi innata percepción de las armonías urbanísticas, me situó bien
temprano en situación de tener que aceptar que mi ciudad, con sus monumentos y todo, era una de las más feas e
impersonales que conocía: culpas de unos munícipes ignaros y especuladores,
secundados por la ciudadanía, entonces pasiva y menor de edad en derechos. Más
tarde, cuando me dejaron tener uso de razón histórica, fui solidario de una
realidad familiar destrozada por la guerra incivil en esa urbe, que un día se
creyó morada o roja, para resultar finalmente caqui, negra y azul mahón. Y,
además… Y, a mayores…
¡Bah! Zarandajas y
ganas de buscar explicaciones más allá de la peripecia vital de aquel
castellarense espigado y cetrino, que empezaba a crecer y hacerse, entre el
fuego de la mente y los sobresaltos en el corazón. ¡Ay, el corazón! Ahí está el
busilis. Y conste que no me gusta
desnudarme en público. Pero algo tendré que explicarles, tras un larguísimo
párrafo dedicado a buscar pretextos y andarme por las ramas. Vamos allá.
Después de todo, mi historia será, sin duda, la de muchos de ustedes, amables
lectores.
Es el caso que, en
el amor como en casi todo, hay una primera vez. Decía un clásico que la única
diferencia entre el primer amor y los siguientes es que los que viven aquel no
saben que se acaba. Añado: ni, tampoco, lo mal que se pasa. En mi caso, el
fracaso dejó huella profunda, por motivos que no vienen a cuento. Baste con
reconocer el hecho. Y, no sé bien por qué, asocié de modo indisoluble el dolor
de la pérdida y el enfado por no haberla evitado, a la ciudad en que se había
desarrollado el episodio. Bien mirado, ¿qué culpa tendría el pobre Castellar?
Y así, opté por
dar de lado a la ciudad y sus habitantes, convirtiéndola el lugar de paso, sede
de vacaciones mínimas, posadero familiar y camposanto a visitar en otoño. Los
mayores pasaban a mejor vida; compañeros y amigos íbanse desperdigando, u
olvidando vivencias y sentimientos; mozas y mozos se hacían mayores; comercios y locales de esparcimiento
se volvían bancos o supermercados; para colmo, mi propia familia cambiaba de
aires, después de tantos años a la vera del Campo y el Campillo. Eso sí, lo que
es el urbanismo de mis entretelas mejoraba apreciablemente: las casas eran más
bajas; las fuentes y esculturas más abundantes; se dejaba en ocasiones crecer
los árboles y, en fin, solía cumplirse aquel famoso pareado:
No tiréis los
monumentos
para hacer apartamentos.
Mas yo seguía sin
encontrarle el punto a Castellar.
Bastaba con dejarme caer por el Instituto, mirar de reojo hacia la calle del
Jabón, ver con los ojos del recuerdo el cine Avenida, o dar migas de pan a los
patos del Estanque, para que se me revolvieran los buenos y malos recuerdos,
echándose a perder el paseo. De ahí, a buscar por las calles los rostros de
antaño, las parejas de ayer, los itinerarios de coloquio y piscina, iba un
paso, que yo me resistía a dar, pero que inevitablemente terminaba imaginando o
recorriendo. Lo dicho, una ciudad
antipática.
2. El coleccionista ocasional
Como la mayoría de
los integrantes de mi generación, coleccioné cromos diversos en mis años
infantiles y sellos un poco después. Pero coleccionista, lo que se dice
recolector paciente y laborioso de objetos homogéneos y en serie, nunca lo he
sido de adulto. Claro que, conforme uno va haciéndose mayor, le pueden los
recuerdos o souvenirs y llega a tener
la casa repleta de ellos, para horror de quienes los han de limpiar. De todas
formas, yo alardeaba de lo contrario: de desapego por las cosas, de hacer cada
cierto tiempo auto de fe con los
cachivaches del pasado. Pero admitía en ello sus excepciones: los libros más
que centenarios; el juego de café en plata de mis abuelos; las figuras de
Lladró, mimadas por mi esposa, y naturalmente, los discos de vinilo de mi
juventud.
Por ello, no es extraño
lo que me pasó en los últimos años del pasado siglo, cuando todavía la peseta
imponía su menguado poder en las transacciones comerciales. Me hallaba hojeando
libros viejos en la librería Tormes de
mi ciudad de residencia, cuando se me fueron los ojos a una mesita-expositor,
que alegraban las cubiertas multicolores de un buen centenar de discos musicales
de pasadas décadas. Modesto, el librero, se percató de mi extrañeza y comentó:
-
Perdone
la herejía, don Gerardo, pero son de
un buen amigo mío que no tiene ya más remedio que acogerse a una residencia de
ancianos y ha de desprenderse de sus discos, por falta de espacio… y de dinero.
Entre el interés y
la caridad, fui pasando revista a aquellos viejos conocidos, de mí ya casi
olvidados, otrora estrellas del pop o
del rock, entre los cuales hacían
fugaces apariciones los inmortales, como Camilo Sesto o Elvis. Y allí,
disimulado entre tantos grandes L.P. y coloridos E.P., estaba él.
Se trataba de un
modesto single[1].
Su cubierta era de un papel marrón, ajado y desgarrado del uso, cuya redonda
ventana central dejaba a duras penas leer su contenido. Eché un vistazo al
precio orientativo, escrito en un adhesivo blanco, y me quedé atónito:
-
Oye,
Modesto, por curiosidad. ¿De qué material precioso es este disco, para que pida
tu amigo diez mil pesetas por él?
Debía ser la joya
de la colección, porque el interpelado se explayó a modo, como si él mismo
fuera su dueño:
-
Es
una rareza, la perita en dulce para un coleccionista. Ni más ni menos que el
primer single que se grabó en España.
Mire, mire, Zafiro-001. ¿Eh? ¿Qué le
parece?
-
Me
parece que, como no te expliques un poco mejor…
-
Zafiro fue el sello pionero de nuestro país
en lanzar singles, a la moda americana.
Así que, si este es el 001, ello
significa que, con toda probabilidad, es el patriarca de todo el mundo de sencillos [2] que vino después.
Acunaba
amorosamente entre sus manos aquel poco agraciado microsurco, al tiempo que me
miraba fijamente, como esperando que yo le hiciera mimos y carantoñas. Me vi
obligado a coger al patriarca,
mientras se me ocurría inquirir:
-
¿En
qué año salió esta reliquia histórica?
-
En
1964. Eso sí que es del todo seguro. Lo de que sea el primero de España puede
ser un poco discutible.
A esas alturas
–solo entonces- me decidí a leer la referencia al contenido. La intérprete era Rosalía[3]. La canción de la cara A, Ciudad solitaria. En la cara B, El crossfire. Algo me impulsó a tomar
una iniciativa peligrosa para el bolsillo:
-
Cinco
mil pesetas.
-
Imposible,
don Gerardo. Ya es una ganga al precio fijado. Además, mi amigo me mataría. ¡La
joya de su colección vendida a mitad de precio!
-
Ya
veo, bromeé. No es por el huevo, sino por el fuero.
-
No
es eso todo. No estoy autorizado por su dueño para rebajar los discos más allá
de un veinte por ciento.
-
Pues
no se hable más: ocho mil y me lo envuelves en celofán con un lazo rosa.
-
¿En
serio?
-
Y
tan en serio. A ver si así cuela y mi santa esposa no me tacha de manirroto.
***
Aparte sus excelencias
musicales, llegué a tomarle cariño a aquel disco. Me hice un experto en Ciudad solitaria, hasta el punto de
canturrearla en tres idiomas[4]. Y es que, como ustedes ya
se pueden figurar, me llegaba muy hondo aquello de
Todas las calles
llenas de gente están…
mas la ciudad sin ti
está solitaria.
Era la historia de
mi desencuentro con Castellar, dicha en cuatro palabras, con esa precisión,
punzante y enfermiza, que tienen las melodías que asocias a tus más íntimas
vivencias. Y, por si ello fuera poco, puesta la canción en una voz femenina,
producía una vuelta de tuerca angustiosa, un cambio de perspectiva que el
egoísmo no me había permitido captar hasta entonces: Yo recordaba; yo había
sufrido; yo detestaba; yo…; yo… Sí, pero, ¿y ella?
Sorprendentemente,
no tardé mucho en tener la respuesta.
3. Mi reconciliación urbana
Como les decía,
fue toda una sorpresa, después de siglos de
incomunicación, recibir un correo electrónico de cierta persona que, más o menos, rezaba así:
Querido amigo, etc., etc. Voy a pasar una
semana en Castellar, con motivo de la presentación de mi libro… Estoy a punto
de cumplir los sesenta y me gustaría reunirme con todos aquellos que habéis
significado algo –o mucho- en mi vida y creo que me recordáis con afecto. Si te
animas…
Naturalmente, me
animé. No era cosa de guardar rencor por una cosa tan tonta, como haber echado
a perder el primer amor, cuarenta años atrás. Así que pedí permiso en casa y en
el trabajo, vestí para la ocasión una indumentaria lo más juvenil y vintage posible y allá que me fui para
Castellar bastante más tranquilo, o menos emocionado, de lo que en principio
imaginé. Y es que el corazón –dijo el filósofo- tiene razones que la razón
ignora. Razones… y edad.
Incurriría en un
imperdonable exceso, si entrara en detalles del encuentro, no porque tuviera
nada de extraordinario, sino porque no es necesario a los efectos de esta
narración. Hablamos, paseamos, aireamos el baúl de los recuerdos y, en fin,
atamos cabos, pasamos página y quedamos tan amigos. Es lo más, nada menos, que
podíamos robarle al tiempo pasado y lo mejor que ofrendar al porvenir.
Castellar, como
escenario del reencuentro, se transfiguró en mi sentir. Pude mirarlo a la cara,
repasar su historia, deleitarme con sus no escasos lugares amenos, y hasta
decirle cuatro frescas, como se hace con un amigo cuando te embroma demasiado o
te la juega con tu mejor amiga. De hecho, a la vista está. Un gran número de
los cuentos y relatos que llevan mi nombre bajo su título [5] toman de mi tierra natal
el ámbito y el espíritu. Y supongo que así ha de ser ya in aeternum. Así pues, nos hemos reconciliado. Regresando aquel día
en el autocar, tarareaba mentalmente Ciudad
solitaria y me decía que aquel single
tan especial ya podría reposar en su funda, sin salir por la noche a
entenebrecer mis sueños.
Podría descansar
él… Podría olvidarlo yo… Pues bien, nada de eso sucedió.
***
Me percaté, al ir a
enseñar a una visita de la tercera edad mi colección de acetatos musicales. La joya de la colección había desaparecido de
su lugar de honor, en la vitrina de Los
Intocables. Me llevé un buen berrinche y lo comenté al jueves siguiente en
la tertulia con los amigos. Por amistad, o por deformación profesional,
Cristóbal Amoedo, el inspector de policía, me pidió una explicación detallada
de lo sucedido, sin importarle la presencia –y el aburrimiento- de los demás
contertulios:
-
¿Cuándo
fue la última vez que lo viste?
-
Pues
no sé. Tres meses atrás, por lo menos.
-
¿Cerrado
bajo llave?
-
Por
supuesto. Y siempre llevo esta en el llavero personal.
-
¿Huellas
de violencia, rasponazos?
-
No,
en lo que yo soy capaz de captar.
-
¿Extraños
en casa, en los últimos tiempos?
-
Nadie,
sin estar nosotros. Y la asistenta es de absoluta confianza.
-
¿Has
hablado con alguien de la existencia
de ese disco, o de su valor?
-
No
creo haberme ido de la lengua. Por otra parte, no vale tanto, como para que
nadie se tome la molestia…
La molestia se la
tomó Amoedo, acompañándome hasta casa y escudriñando, con linterna y lupa, el escenario del crimen. La cosa se me
empezaba a ir de las manos. El inspector ofreció mandarme a los de huellas para
tomarlas del armario. Yo decliné el ofrecimiento. Él insistió:
-
¿Puede
tener tu esposa algún motivo para hacer desaparecer el disco? ¿Te llevas bien
con tus hijos? ¿Juega la criada al bingo?
Era demasiado.
Llevé casi a empujones a Cristóbal hasta la salida y lo acompañé hasta dejarlo,
bien encerradito, en el camarín del ascensor. Del otro lado de la puerta
metálica, me llegó aún su voz:
-
Últimamente,
tienes bastantes despistes. ¿No lo habrás cambiado de sitio?
Resultaba muy
improbable pero, en todo caso, esta pregunta era más sensata que las
anteriores.
***
Tan pronto entré
en casa, me senté en un sillón y repasé mentalmente los lugares en que podría
haber guardado Ciudad solitaria, de
haber sido tan torpe, como para no retornarla a la vitrina de origen. Comencé,
infructuosamente, por la platina del tocadiscos. Seguí por el mueble de la
cadena musical, con idéntico resultado nulo. En fin, fui al secreter y, ávida y penosamente, saqué a
modo de torre la media docena de álbumes de discos pequeños y fui pasando, una
por una, las fundas plastificadas que guardaban los vinilos por parejas. ¿Querrán creer que ya no me acordaba bien de
cuál había sido inicialmente el compañero del single ahora desaparecido, antes de que lo guardase bajo llave? Al
fin, memoricé el dato: había estado en la misma funda que la banda sonora de La leyenda de la ciudad sin nombre[6].
Más o menos, un orden alfabético.
A toda prisa, pasé discos y discos. Por fin,
en el quinto álbum hojeado, encontré Estrella
solitaria y el resto de sus hermanas musicales. Me dio un vuelco el
corazón, al comprobar que no estaba sola en la funda, sino que había un disco a
la vuelta. Volví la otra cara y me quedé atónito: Un adusto Palito Ortega me miraba fijamente desde
un E.P.,R.C.A. Victor, con La Felicidad como corte estelar[7]. Todo muy normal, salvo
por un pequeño detalle:
¡Yo no había
tenido nunca un disco de Palito!
¡Nunca!
4. En que fantasía y realidad se unen
Esta vez, el
inspector Amoedo no estaba dispuesto a dejarse orillar. Como carta de
presentación, apareció por mi casa con un dossier encarpetado bajo el brazo.
Parecía fruto de un trabajo serio y concienzudo pero, en el fondo, era un puro
disparate. ¡Pues no había tratado de encontrar puntos de conexión entre los cantantes
de los dos discos de marras, como si fuera posible la transmutación de uno en
otro!
-
Para
empezar, amigo Gerardo, es difícil de creer que no tuvieras La felicidad en tu discoteca. Fue un
bombazo internacional y canción del verano en España, allá por 1967.
-
Pues
así es, Cristóbal. En aquella época, yo no tenía dinero para comprar todo lo
que saliera al mercado. Y esa Felicidad siempre
me pareció dulzona y pachanguera: ¡ja,
ja, ja, ja…jo, jo, jo, jo!
-
Ya
veo. Estás en la línea política de entender esta canción como el símbolo de una
juventud acomodaticia y de una Argentina pacífica e ingenua, aunque ya
enseñoreada por un militarote dictador, llamado Onganía.
-
¡Alto,
alto!, señor policía. Yo no mezclo el arte y la política. Estoy juzgando La felicidad desde mi punto de vista
estético.
-
Bien,
dejémoslo así y vayamos ahora a las concomitancias entre los intérpretes.
Y, como si de una
publicación nostálgica se tratara, Amoedo fue pasando revista a las relaciones
y similitudes entre Rosalía y Palito:
musicales, sociológicas, cinematográficas, políticas[8]… Nada parecía haber
escapado al olfato de aquel sabueso, navegando en el proceloso e inmenso mundo
de Internet. Media hora de perorata, que concluyó con estas, o parecidas,
palabras:
-
Así
que no es de extrañar que, de tener que transformarse en alguien, Rosalía se
haya convertido en Palito… y
viceversa.
-
Según
eso –protesté con simulada indignación-, la mejor explicación que puede ofrecer
la Policía a mis desgracias es un milagro.
-
Tengo
otras mejores –replicó el inspector-, pero dejarían en mal lugar tu buen juicio,
o harían una referencia peyorativa a quienes contigo comparten esta casa. Eso
sí, si me autorizas a exponerlas, yo, de mil amores…
No estaba
dispuesto a escuchar críticas al funcionamiento de mi mente, ni insultos a la
honradez de mis deudos. Así que repetimos el desfile hacia el ascensor de la
vez pasada. En esta, me llegó la voz ahogada de Cristóbal Amoedo, que decía:
-
Confiesa,
Gerardo. Di que todo ha sido una broma.
¡Lo que me faltaba
por oír!
***
Cualquier mala
cabeza puede tener una buena idea. El inspector me transfundió la de la
transmigración de los discos, solo que yo le aporté mi granito de arena. ¿Y si
la relación no había de estar en los intérpretes –a fin de cuentas, fungibles-,
sino en el texto de la canción? Y así, entre tanto ja-já y jo-jó, surgió el
parecido, la antítesis, el punto de inflexión:
La gente en las
calles/parece más buena.
Todo es
diferente/gracias al amor.
Calles, gente,
impresiones subjetivas, sentimientos determinantes de la soledad o la bondad.
Ahí estaba plasmado el cambio de actitud y de relación entre mi ciudad y yo, la
superación del pasado, el retorno abierto y festivo a los espacios que me
vieron crecer. Después de todo, cosa de transferencias, de espejos, de
apariencias. Castellar y la gente seguían siendo lo mismo. Era yo quien los
veía de forma diferente.
Bien está. Pero ¿y
el disco? ¿Cómo demonios podían los sentimientos cambiar la materia? ¿Es que
las vivencias del oyente eran capaces de ajustar a ellas el contenido de una
canción? Evidentemente, yo no tengo las respuestas: por eso he calificado de misterio lo sucedido, por más que
admita cualquier explicación racional que ustedes tengan a bien brindarme. Eso
sí, siempre que incluya un último dato, del que tuve conocimiento un par de
meses después de la desaparición de mi single.
***
Fruto de la buena
relación en que habíamos quedado, la
chica de ayer y yo intercambiamos mensajes de amistad, de esos que permiten
entrar recíprocamente en los perfiles personales de Facebook. En el suyo, ella escribió
lo siguiente:
No sé cómo me va a ir a partir de ahora,
pues he perdido la felicidad. Quiero decir que he extraviado uno de mis discos
favoritos, La felicidad, de Palito
Ortega. ¿Sabe alguno de mis amigos dónde
puedo haberlo puesto?
Como comprenderán,
me entraron muchas ganas de contestarle, pero no siempre uno puede hacer
aquello que le pide el cuerpo. Así que lo dejé estar…, hasta ahora.
[1] Para entendernos, con toda
brevedad: L.P. equivale a disco de larga duración, reproducible a 33
revoluciones por minuto, con un amplio número de piezas cortas, o bien, una o
dos extensas. E.P. es un microsurco de 45 revoluciones por minuto, de duración
media, que solía permitir la inclusión de cuatro obras breves o canciones. Single era un disco de 45 revoluciones
por minuto que –como su nombre indica- admitía una sola canción por cara; por
lo que lo normal es que incluyese dos canciones.
[2] Forma más usada en español
para traducir el single inglés.
[3] Obviamente, Rosalía
Garrido Muñoz (Madrid, 1944), una de las más notables cantantes pop españolas de la época.
[4] La versión matriz es la inglesa: It’s a lonely town (Gene Mc Daniels,
1963). Muy destacada, la italiana (Città
vuota), que popularizó Mina, así como Nancy Cuomo. En español, las más
famosas fueron, probablemente, las interpretaciones de Luis Aguilé, Alberto
Cortez, Rosalía y Salomé.
[5] Aún no he llegado, como
Frank Capra, a ser the name above the
title, pero todo se andará, con la ayuda de los lectores.
[6] La leyenda de la ciudad sin nombre (Paint
your wagon, 1969), dirigida por Joshua Logan. La balada Estrella errante (Wandering
star), cantada inicialmente por el actor Lee Marvin, fue popularizada en España
por José Guardiola.
[7] Para los amantes del detalle, confesaré que
el disco intruso no era,
desgraciadamente, el single con La felicidad y Digan lo que digan, sino un E.P. con La felicidad, Qué será, Poco puedo darte y Qué importa la gente. Cristóbal Amoedo me asegura que es de una
edición para Suramérica, del año 1972; yo no puedo confirmarlo.
[8] Los dislates del inspector Amoedo solo
merecerán dos aclaraciones por mi parte. Hubo, en efecto, coincidencia de
Rosalía y Palito en el reparto de una
película: ¿Quiere casarse conmigo? (Enrique
Carreras, 1967). En cuanto a la vocación política, consta que Ortega alcanzó
los lauros de Gobernador de Tucumán (1991-1995) y de Senador de la Nación Argentina
(1998-2000), en tanto Rosalía formó parte, como Concejal, del Consistorio de El
Campello (Alicante), entre 1995 y 2003.
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