La bibliotecaria de
Minsk
Por Federico Bello
Landrove
Para Amaya E., la más
fiel de mis lectoras
La guerra y el afecto por los libros
literarios unirán dos vidas rotas, en el Minsk de la segunda Guerra Mundial.
¿Es la vida más poderosa que la muerte, el amor más grande que el odio? Lean lo
que sigue y, en todo caso, antes de responder, demos tiempo al Tiempo.
1. El diamante de Minsk
Resulta
infrecuente que el monumento más afamado de una ciudad sea una biblioteca, en
este caso, la Nacional de Bielorrusia. Tal vez sea por su modernidad, o por lo
espectacular que resulta su fantástica iluminación nocturna. Ello es que, aquella
anochecida de agosto de 2009, nuestro grupo de turistas en visita guiada a
Minsk, aprovechaba a toda velocidad la breve parada ante el gigantesco rombicuboctaedro para tomarle
instantáneas, a ser posible, reflejándose en la corriente plácida del río
inmediato.
Soy poco inclinado
a la fotografía; de modo que tomé un par de ellas y me senté en el pretil para
contemplar el llamado diamante de Minsk,
prefiriendo grabar la imagen en la mente, no en la cámara. Mientras tanto, una
compañera de expedición se afanaba cerca de mí en tomar fotos desde todos los
ángulos, con tan mala fortuna, que resbaló, se le escurrió la máquina entre las
manos y fue a impactar contra el suelo, con evidente rotura de la pantalla del
visor. La ayudé a recoger los restos, improvisando unas palabras de ánimo:
-
No
creo que haya sufrido daño la tarjeta de memoria, de modo que estarán a salvo
las fotos que ya haya sacado.
-
Lo
malo es que quería hacer un reportaje sobre el edificio y ahora… Además, esta
es mi última noche en Minsk.
-
No
hay problema; coja mi cámara y saque todas las tomas que quiera.
-
¿De
veras no le importa? ¡Qué amable! ¡Muchas gracias!
Aprovechó a modo
mi ofrecimiento, hasta el mismo momento en que la guía nos conminó a subir al
autocar. Rompiendo con el orden precedente, la fotógrafa compulsiva se sentó a
mi lado, disculpándose con la persona desplazada.
El nivel de mi
inglés no permite florituras, ni tampoco creo que fuese muy alto el de
Christina, nombre de la muniquesa de la rotura de cámara. No obstante, nos las
arreglamos para mantener una conversación razonablemente fluida durante el
resto del recorrido turístico y en la cena folclórica que lo concluyó. Supongo
que la cámara en común y la edad parecida facilitaron las cosas. El caso es
que, cuando la velada llegó oficialmente a su fin, con la llamada al autocar a
fin de repartirnos por los hoteles, mi interlocutora sugirió:
-
¿Qué
te parece si tomamos una copa aquí mismo y te cuento? Creo que tu gentileza
bien merece una explicación por mi parte.
-
Encantado.
Estas horas de recogerse son propias de las gallinas.
La traducción
literal del símil no fue captada por Christina, que se levantó, encaminándose a
una de las mesitas más alejadas de la música. La camarera prendió la vela
central y nos trajo los dos vodkas solicitados. Christina comenzó:
-
Seguramente
te habrá extrañado mi devoción por la Biblioteca y la importancia que concedo a
fotografiarla insistentemente y desde todos los ángulos. De hecho, ya había
estado por la mañana tomando imágenes en las salas y dependencias que me autorizaron.
-
Pues
no sé… La verdad es que se trata de un edificio espectacular, si bien yo no lo
he visto por dentro.
-
No
es la arquitectura lo que me interesa, sino la historia.
-
¿Historia?
Tengo entendido que lo construyeron hace unos años y que lleva muy pocos en
funcionamiento.
-
No
me refiero a la historia de este edificio, sino como emblema de algo mucho más
hondo para mí: de las bibliotecas de Minsk. De una, en particular, tristemente
desaparecida durante la segunda Guerra Mundial.
Me quedé callado.
Christina aparentó enfadarse:
-
¡Vamos!
¿No me vas a pedir que te cuente lo que estoy insinuando?
-
Mujer,
al decirme que era algo personal, hondo,
no quería resultar atrevido.
-
El
caso es que esta noche estoy locuaz y el corazón me pide soltar lo que llevo
dentro, aunque sea a un desconocido con tan poco interés.
-
Adelante,
pues. Me gustan los relatos personales. En cambio, me cuesta horrores leer una
novela y, si es histórica, no digamos.
-
Bien,
amigo Matías, prepárate para conocer un curioso episodio bélico-sentimental…
Eso, si el vodka no me falta y el sueño no nos vence.
-
Descuida.
No consentiré que se te seque la lengua y, en cuanto al sueño, de ti depende
mantenerme despejado.
-
Vamos,
a ello. Y presta atención, aunque el relato te resulte un poco largo.
2. Una primera edición
Se llamaba Armin y su buen conocimiento
del idioma ruso y de la ideología comunista, lo había situado en la agregación
militar de la embajada alemana en Moscú y le permitió participar activamente en
las negociaciones del pacto germano-soviético. Luego, las cañas se volvieron
lanzas y quien había tomado algunas de las instantáneas de la famosa firma en
el Kremlin y recibido una alta condecoración soviética, hubo de salir a toda
prisa de la URSS en mayo del 41, para regresar con la plana mayor del general
Hoth, como intérprete y oficial de estado mayor. A mediados de noviembre, fue
gravemente herido de metralla en los alrededores de Klim y, tras una cura de
urgencia, evacuado al hospital militar de Minsk, con la cruz de caballero y el
ascenso a teniente coronel por méritos de guerra. Eso, en lo positivo. A
cambio, su rostro había quedado severamente desfigurado y la mano izquierda le
sería en el futuro de escasa utilidad.
Al cabo de un mes de estancia
hospitalaria, su salud se había estabilizado y no se temía por su vida. Los
médicos autorizaron su convalecencia en Alemania, pero Armin era muy peculiar:
-
¿Volver
con mi padre, para que me vea así, y ablandarme en la retaguardia, queriendo
volver al frente? ¡Ni hablar! Aquí tengo buenos compañeros y enfermeras
complacientes. Y algo se podrá hacer, aunque el frío sea tan intenso.
Como
ves, el teniente coronel no quería pasearse por Ulm, concitando lástima y
tristeza. Por lo demás, supongo que lo de las enfermeras sería una hipérbole, a
juzgar por lo que sucedió después y que espero contarte sin mucho más
preámbulo.
Es el caso que las noticias del frente
empezaron a ser poco halagüeñas. Moscú y Leningrado permanecían inaccesibles y
el padrecito Stalin parecía haberse
aliado con el demonio. Aquel invierno estaba siendo el más crudo en cincuenta
años y los japoneses no estaban dispuestos a ayudar a Hitler, atacando Siberia.
Como sabes, las líneas se estabilizaron y empezaron a producirse violentos
contraataques rusos, que forzaron a retroceder en diversas zonas, con la
indignación del Führer que es de
suponer.
Una tarde, en vísperas de nuestra Navidad,
el teniente coronel, vestido de civil, con la protección para el tremendo frío
que le había proporcionado un cocinero ruso amigo, se echó a la calle con un
propósito bien definido: pasar un rato entre sus queridos libros. Y es que su
padre, antiguo lector de alemán en la universidad de Cracovia, había traído de
allá una escogida colección de primeras ediciones de autores rusos, conseguidos
en la almoneda de una testamentaría, a muy bajo precio. Cuando Armin se había
despedido para ir al frente, su padre, como muestra de la mayor dadivosidad, le
concedió:
-
Llévate
un par de libros de la colección
Kravowski, de los de los autores menores.
Quería excluir con ello las obras de
Dostoyevski, Tolstoi y Chéjov, que
formaban parte nuclear del tesoro del coleccionista. Su hijo acató la orden y
echó al petate un Músico ciego y el Sascha Yegúlev que había enturbiado su
adolescencia. No tuvo tiempo de releerlos, hasta que lo evacuaron al hospital.
Y ahora, con el gusanillo en el cuerpo, inquirió a Dimitri, el cocinero:
-
¿Cuál
es la biblioteca pública más próxima?
El interpelado dudó unos instantes. Luego:
-
Creo
que hay una, no lejos, en la Prospekt
Troitski. Había otras, pero las van cerrando por falta de personal… o de
carbón. Si espera a que acabe mi turno, yo lo acompañaré.
-
Tu
trabajo ya se ha acabado por hoy. Abrígate y vamos en busca de la cultura
popular.
***
La biblioteca estaba instalada en el
primer piso de una casa de tres plantas, que antes de la guerra debió de servir
como lo que ahora denominamos centro
cívico. El abandono de la planta baja y la oscuridad casi absoluta en las
escaleras y el resto de la fachada hacían suponer que fuese la única
dependencia en funcionamiento. Había anochecido, cuando Armin y Dimitri
llegaron y este se ofreció a acompañarlo hasta arriba, o a esperarlo, incluso.
El militar bromeó:
-
Un
cocinero eslavo ofreciendo sus servicios de protección a un militar ario. ¡Lo
que nos faltaba!
Y, dejando al cocinero atónito, emprendió la
subida de la desvencijada escalera, no sin tropezar un par de veces antes de
llegar arriba.
La estancia le resultó grata a primera
vista. Las estanterías barnizadas en color cerezo, llegaban casi hasta el
techo, que rozaban sus historiadas cornisas modernistas. Los volúmenes, bien
protegidos por puertas encristaladas, aunque colmaban los estantes, daban
sensación de orden y limpieza. El tillado estaba deslucido, pero bien fregado.
Una estufa de hierro forjado desprendía en su torno grato calor que, por desgracia,
no alcanzaba a los extremos de la sala.
Seguramente por ello, la media docena de lectores se había colocado en las
mesas próximas, algo acurrucados, a la vera de lámparas eléctricas tipo quinqué,
con tulipa verdosa, de tan poca luz, que apenas generaba una penumbra ambiente.
Al fondo, una mesa profesoral de gran tamaño parecía servir de parapeto a la
bibliotecaria, una mujer con vestidura talar negra, que alternativamente
apilaba libros y rasgueaba en fichas, para colocarlas en un archivador casi tan alto como ella, que se hallaba a su
izquierda.
Armin avanzó silenciosa y lentamente hasta
llegar junto a la bibliotecaria, a quien saludó con respeto y preguntó:
-
¿Puedo
solicitarle un libro o he de rellenar primero algún documento? Es la primera
vez que vengo y…
-
Si
va a leerlo aquí, no es necesario que haga ficha. Otra cosa sería, si lo
quisiera llevar en préstamo.
-
¿Hasta
qué hora permanece abierta la biblioteca?
-
Hasta
las siete. Tiene todavía cosa de un par de horas para leer lo que desee.
-
El jardín de los cerezos, si es posible.
-
¡Claro!
Tome asiento que le serviré su pedido en un momento.
Armin hizo el esfuerzo de sentarse en una
de las primeras mesas, próximo a la bibliotecaria, cuya voz y fisonomía habían
despertado sus recuerdos. Aquel timbre aterciopelado, ligeramente infantil; el
cabello pajizo, tirante y recogido sobre la nuca; los ojos verdes y el talle
esbelto y longilíneo. Desde luego, era mayor que Katya y las ojeras y los
pómulos descarnados denotaban las privaciones de aquellos tiempos terribles.
Tampoco él era ya el sanguíneo y fornido capitán a quien aquella fría profesora
de Química de la Universidad Lomonósov había estado a punto de poner en un
grave aprieto. Nunca llegó a saber si era, o no, una espía o confidente de la
Policía de Seguridad soviética. En cualquier caso, enfrió para siempre su
inclinación a confraternizar con la gente
del País y a confiar, con optimismo incorregible, en que sinceridad y
afecto fueran caminos infalibles para llegar al corazón de una mujer, por muy
extranjera que se sintiese respecto a él.
La llegada de la empleada con el libro de
Chéjov le hizo olvidar sus reflexiones. Se sumergió en la lectura, no sin
levantar a cada poco la mirada hacia la bibliotecaria, que continuaba
incansable su trabajo. La llegada de la hora de cierre coincidió con la salida
casi simultánea de los otros lectores. Armin remoloneó, hasta percatarse de que
la mujer lo miraba con cierta insistencia. Finalmente, no esperó su llamada de
atención, sino que llevó el tomito, bellamente ilustrado, hasta la mesa de
trabajo y comentó:
-
¡Qué
pereza da abandonar el huerto de cerezos para salir al mar de nieve! Claro que
a usted la esperará una casa más confortable que esta gélida estancia.
Ella sonrió levemente y le preguntó de
forma más directa:
-
¿Y
usted? ¿Vive lejos?
Armin decidió no revelar plenamente su
identidad:
-
Mi
casa es un hospital. Pero perdone, voy a presentarme: Armin Schneller,
enfermero al servicio del Hospital Alemán en la plaza Yakub Kolas.
-
Mi
nombre es Natalia Yurévich. Habla usted muy bien el ruso.
-
Lo
estudié cuando colegial y he pasado algunas temporadas en Moscú.
De cerca y cara a cara, Armin tuvo la
impresión de que Natalia se fijaba en las marcas de su rostro y la inmovilidad
de la mano izquierda. Decidió abreviar:
-
Bueno,
no quiero entretenerla. De todas formas, no le parezca mal si regreso otro día
para enseñarle algo verdaderamente hermoso, que no creo tengan por aquí.
-
¿De
qué se trata?, preguntó con viveza la mujer.
-
¡Ah,
no! Quiero que sea una sorpresa, replicó Armin iniciando fatigosamente la tarea
de echarse el tabardo.
Natalia le ayudó con la prenda, al tiempo
que concluía:
-
Venga
cuando quiera. Yo estoy aquí todas las tardes…, mientras haya algo de madera o
carbón que echar a la estufa.
***
Esperó dos o tres días, hasta la tarde
del 24 de diciembre. Era una fecha hermosa, por más que Dimitri le hubiese
indicado:
-
En
Minsk hay bastantes católicos, pero nuestra Navidad se celebra en enero, por la
Epifanía. En lo que sí coincidimos es en festejar el Año Nuevo. Espere y verá
que banquete les organizamos.
Tras dudar unos momentos entre Korolenko y
Andréiev, Armin se echó al amplio bolsillo su
Sascha Yegúlev, edición princeps de
1911, y recorrió el camino hasta la biblioteca, con algunos extravíos menores.
Subió lentamente la escalera, para mejor refrenar el corazón. En efecto,
sentada a la gran mesa, como una maestra sin alumnos, se hallaba Natalia, con
unos anteojos de pinza, leyendo un mamotreto. No lo vio llegar.
-
Vaya,
vaya, señora Yurévich. No la había reconocido con esas gafas, bromeó Armin.
-
Pura
coquetería, señor… enfermero. Pero, entre los estragos de la edad y la letra de
pulga de este Guerra y Paz, resultan
inevitables los lentes.
-
Bien,
no se los quite aún, que merece la pena lo que voy a enseñarle.
Le tendió el valioso volumen, enmascarado
por una encuadernación adventicia y el título en alfabeto latino. Ella levantó
la cubierta y quedó admirada.
-
¿Qué
le parece? ¿Tienen o no tienen un ejemplar como este?
-
Desde
luego que no. Seguro que lo habrá en otras bibliotecas de más postín, pero esta
es una modesta librería de barrio.
-
Pues
ya ve. Tal vez Andréiev no sea muy apreciado en el paraíso comunista.
Natalia inició el repaso de las hojas,
abundantemente anotadas a lápiz y con el tacto aterciopelado, propio de los tomos
muy usados. Comentó:
-
Es
un libro hermosísimo, aunque de una tristeza ajena a toda esperanza.
-
A
mí me trae la nostalgia de la perdida juventud. En buena medida, aprendí en él
amor y política. Figúrese: me convertí en el perfecto inadaptado, con la
sensibilidad y el sacrificio a flor de piel.
-
Pero
el tiempo pasa y uno va adquiriendo moderación y equilibrio. La cantidad de
notas y observaciones al texto lo evidencian.
-
¡Y
buenas reprimendas de mi padre me costaron! –Armin se echó a reír-. ¡Estropear
una primera edición con mis garrapatos!
Al final, me dejó por imposible y aprendí más ruso en él que con las clases del
liceo.
La tarde había mudado en noche cerrada. No
entraba un alma. El enfermero
sugirió:
-
Para
mí, hoy es Nochebuena. Madrecita, ¿no
podía echar hoy el cierre un poco antes? La invito a un té con pastas en la
cafetería del hotel Oktiabr. ¡No me
deje a solas con Sascha Yegúlev!
Natalia asintió, aparentando hacerlo a regañadientes.
En todo caso, puntualizó:
-
Soy
viuda desde hace unos meses, pero no tengo nada de madrecita. Y no me gusta ese hotel: demasiado vistoso y elegante.
Le llevaré a un café en el malecón del Svisloch, donde la invitación le
resultará mucho más económica. Y que conste que hago una excepción, por la
fecha. No nos autorizan a alternar con los
clientes.
3. El camino a casa
El coronel médico convocó a Armin a su
despacho y, con rostro serio, abordó el tema de sus salidas verpertinas:
-
Schneller,
me parece estupendo que pretenda acelerar su recuperación con un paseo al
atardecer, pero hemos de protegernos de otros peligros...; los judíos, sin ir
más lejos.
-
¿Los
judíos? Yo bien creí que eran ellos los que tenían que cuidarse de nosotros.
-
Pues
precisamente por eso. Desde que se cerró el ghetto y empezó el tráfago
de entradas y sacas, hay numerosos intentos de fuga y, lo que es peor,
contactos con colaboracionistas y guerrilleros, de la ciudad y de los bosques
próximos.
-
Y
eso, coronel, ¿de qué modo me afecta? Voy siempre de paisano y...
-
...
Y sus paseos le llevan a la Perekopskaya, justo enfrente del cementerio
hebreo y del muro del ghetto. A esas horas, puede ser un sitio muy
peligroso.
El convaleciente intuyó que la filípica
del coronel tenía como base las informaciones y quejas de la Policía. Por él,
habría hecho caso omiso, pero estaba Natalia y temía implicarla. Prometió ser más
cauto, aunque no veía cómo evitar la proximidad del barrio judío, en la
medida en que la bibliotecaria vivía al otro lado de la calle. Para acomodarse
de algún modo a las sugeridas limitaciones, decidió no permanecer en la sala de
lectura, sino ir a buscarla al acabar su jornada. Entre tanto, podía seguir
leyendo libros rusos en el hospital, mediante el sistema de préstamo o por
favor especial de su custodia. Y, para más seguridad, al salir por la tarde, echaba
al profundo bolsillo derecho de su gabán la pistola Luger de toda la
vida, que tercamente se había negado a reemplazar por la moderna Walther
oficial.
Para evitar morirse de frío, llegaba
frente a la biblioteca, pasadas las siete y, desde la acera, se dejaba ver unos
momentos de Natalia, que acechaba a la ventana. Seguidamente, se resguardaba en
alguno de los portales, hasta que la joven –relativa- salía del edificio
y cruzaba la calle. Prospekt adelante, la pareja se comunicaba las
novedades del día, con una minuciosidad hecha de monotonía y de confianza. Mientras
charlaban y avanzaban a buen paso, ella siempre sacaba una bolsita con dulces,
difícil y amorosamente cocinados, que su madre le preparaba como merienda.
Armin, indefectiblemente, protestaba:
-
Pero,
querida amiga, si acabo de darme un festín en el hospital. En cambio, tú...
-
Es
de mala educación que los ricos rechacen la invitación de los pobres. Los hace
de menos.
El militar se encogía de hombros y tomaba
una rosquilla, sabe Dios con cuánto sacrificio amasada y horneada. Se chupaba
los dedos y, arrastrando mucho la equis, ponderaba:
-
Hmm...
¡exquisita! Tu madre tiene manos de ángel.
-
Pues
habrás de saber que esta mañana las he cocinado yo.
-
Ahora
que lo pienso, están un poco cortas de azúcar.
-
¡Ganso!,
replicaba ella, echándose a reír.
Así llegaban hasta la plaza Pushkin, donde
se desarrollaba un curioso ritual.
***
La
plaza Pushkin –en realidad, poco más que una glorieta- formaba un recodo con la
Prospekt, a la altura en que habían
de abandonar la avenida para perderse en
el dédalo de callejuelas, como Armin definía el resto del camino hasta casa
de Natalia. Aquella plaza, cuadrada, de árboles escarchados, era presidida por
la broncínea estatua del gran escritor, en ademán de recitar su Adiós al mar. Unas mortecinas farolas,
aquí y allá, perfilaban apenas los bancos de madera y las ramas de los tilos,
cargadas de carámbanos. La nieve, impoluta y esponjosa, ponía sordina al
susurro del viento y multiplicaba la luminosidad con reflejos nacarados. Y
allí, frente por frente al poeta, siempre en el mismo lugar, se sentaba la
pareja, muy juntos, y abrían sucesivamente el libro que, debidamente señalado,
llevaban para la ocasión. Natalia, vergonzosa y algo corta de vista, orientaba
el texto a la luz, lo alzaba hasta la altura del pecho y, suave y
cadenciosamente, leía una o dos páginas, ya un poema sobre la naturaleza en
primavera, ya un soliloquio de desesperanza, mientras Arnim entornaba los ojos
y reclinaba la cabeza en el hombro de la lectora, exaltando su conclusión con
la ponderación de su costumbre:
-
Hermoso,
muy hermoso. Gracias, querida.
Luego era su turno. Sentado o, más frecuentemente,
en pie, mirando fijamente a Natalia, de memoria, apenas ayudado por algún vistazo
al libro marcado con el índice válido, Armin recitaba sus idilios, en el suave
alemán renano, aprendido de su madre, sin importarle levantar la voz y engallar
el busto, si el texto lo requería. No era mucha su cultura literaria, ni los
volúmenes de la librería del hospital, pero nunca faltaba alguno de los cuatro grandes, juzgados por él los más
dignos de cantar al amor reposado y poco sensual que le inspiraban momento y
compañía. Y Natalia, estremecida y con las lágrimas a punto de brotar, seguía
con la mayor atención los versos de Hölderlin o de Heine, de Novalis y de
Rilke, que parecía captar literalmente a través de la emoción de Armin, aunque
desconocía absolutamente el alemán. Y al final, callaba y posaba su mano sobre
el libro de poemas, mirando al fondo de los ojos del expresivo rapsoda, como si
quisiera decirle:
-
Amado
mío, ¿es posible que yo te haga sentir así?
La efusión literaria duraba apenas unos minutos.
Luego, los paseantes retomaban el camino de siempre, brazo con brazo, rozando a
veces las manos, sin una palabra, lentamente, hasta desembocar en la Perekopskaya, frente a la esquina sur
del cementerio judío, ahora semioculto por el ominoso muro de ladrillo y
alambre espinoso, realzado aquí y allá con garitas de ocultos centinelas.
Llegados ante el portal de su casa, Natalia lo abría y Armin aprovechaba el
momento en que ella volvía a guardar la llave en el bolso, para deslizarle en
la otra mano la bolsa que había traído del hospital, colgada del hombro o del
cinturón, pero cuidadosamente cubierta por el tabardo.
-
Gógol
alumbró a todos los escritores rusos debajo de su capote; tú haces brotar del
tuyo los tesoros de la Tierra, comentó una vez Natalia.
Y es que la bolsa o saquete de cada día
era una maravillosa sorpresa en aquellos tiempos de miseria y odio. Harina y
azúcar, manteca y jabón, patatas y chaquetas de lana, lápices de colores y
carbón, cualquier cosa podía surgir del mágico paquete, que iluminaba la noche
de Natalia y de sus padres, trayéndoles alivio y esperanza. Armin se dejaba
guiar de la sabiduría de Dimitri, a la hora de escoger regalo, de entre la
modesta selección que le brindaba la despensa del hospital, o el mercado junto
a la catedral de la Virgen María.
4. Planes de futuro
Armin sabía que el momento tendría que
llegar y se esforzaba por encontrar la solución más satisfactoria, sin
evidenciar sus dudas y preocupaciones. Me consta que escribió una carta a su
padre, ofreciéndole tomar al servicio de la familia a una mujer joven y sin compromiso, culta y agradable, que me ha
atendido maravillosamente durante mi enfermedad. No creo tener excesivas
dificultades en sacarla de aquí, como criada a nuestro servicio, dadas mi
invalidez y tu edad. La respuesta no fue muy favorable, aunque el hecho de
ser bibliotecaria la recomendada transformó la negativa paterna en una postura
circunspecta, que dejaba la decisión en manos de las autoridades competentes.
Armin comprendió que era lo más que podía esperar de su padre y decidió
continuar las gestiones, en un ámbito muy diferente.
El sondeo
al jefe de policía resultó particularmente sencillo. Impresionado, sin duda,
por el grado y condición de caballero de la Cruz de Hierro, facilitó el terreno
para otorgar en su momento el pasaporte y visado a Natalia:
-
Supongo,
teniente coronel, que su protegida será esa bibliotecaria, ¿cómo se llama? ¡Ah,
sí! La señora Yurévich. Por una feliz casualidad, en esta ciudad de judíos, no
se le conocen vínculos con ellos. Su marido, ingeniero en una fábrica textil,
murió en los bombardeos de finales de junio del año pasado. Es culta y parece
congeniar bien con usted, si me permite decirlo. Cuente con mi apoyo, si
finalmente decide contratarla como criada para su casa de Ulm. Por cierto,
¿cómo se encuentra su padre? Lamenté mucho no poder asistir al entierro de su
señora madre, pero me encontraba en Hamburgo.
-
¿Conoció
usted a mi padre?
-
Estuve
destinado en Kuhberg y en Ulm hace unos años y, en el liceo, fue profesor de
historia de mis hijos. Por cierto, un maestro sin tacha, así en su conducta,
como en su ideología.
-
Gracias
por su consideración. Ahora ha envejecido mucho y se encuentra muy solo.
Necesita alguien de confianza a su lado.
-
Y
usted, caballero, ¿no piensa retornar a la patria, después de sus graves
heridas? Podría ayudar mucho allí, como instructor, por ejemplo, o de
intérprete.
-
Aún
me siento válido. Volveré al frente, en el puesto que razonablemente me
confíen. Si me pintan mal las cosas, siempre podré optar por el retiro.
-
Es
usted un valiente. Para que luego digan que si los prusianos o que si los
bávaros. También a orillas del Danubio se crían bravos soldados.
-
No
lo dudo, inspector, pero, en realidad, yo nací en Frankfurt del Oder.
***
Era el último día de febrero de 1942. La
nieve se convertía en un espeso y sucio barrizal, tanto más conspicuo, cuanto
que los días crecían y la hora de salir de Armin empezaba a contar con luz
solar. Aquel día estaba decidido a revelarle todos sus planes y a pedirle
encarecidamente los aceptase, incluso, con vistas a un futuro matrimonio. Sabía
que sería muy difícil conseguir su aquiescencia, pero era el ataque inicial. Siempre cabría volver a
la carga en los futuros permisos. El hecho es que no podía dar más largas pues
el Mando había autorizado su reincorporación al servicio y tendría de partir
para el frente por la mañana.
Se miró al espejo y se encontró demacrado
y feo. Las cicatrices de metralla le parecían más repulsivas que nunca. ¿Cómo
rayos le aguantaría Natalia a su lado, aunque solo fuese un rato por las
tardes? Tuvo una ocurrencia que, tal vez por absurda, la aceptó inmediatamente.
Abrió el armario y sacó su uniforme, limpio, recién planchado y con las nuevas
insignias de su grado. Intentó vestirse solo pero los nervios y la falta de
costumbre lo traicionaban. Le dio vergüenza pedir ayuda a un compañero y optó
por el cocinero Dimitri.
-
Encantado
de ayudarle, señor, pero no sé si será una buena idea salir a la calle a estas
horas, solo y con la señora.
-
No
temas. Me echaré encima el tabardo de costumbre.
-
¿Entonces?
-
Me
lo quitaré cuando llegue a la plaza Pushkin. Entonces, ella me verá.
Dimitri
sonrió:
-
No
se hable más. Está usted en todo. Traiga, le abrillantaré un poco mejor las
botas.
***
Anduvieron la Prospekt más aprisa que de costumbre.
Natalia forzaba el paso para seguirle y lo miraba, extrañada de que apenas
hablase y se hubiera propasado a
comer dos rosquillas, en vez de la mínima prueba habitual. Llegaron a la
glorieta, cuya luz mortecina no era ya resaltada por el hielo de los árboles y
la nieve del pavimento. Diríase que la naturaleza se resistía a desperezarse y
que la estatua del poeta los miraba con cierto desdén. Se sentaron en el banco
de costumbre y Armin comenzó con parsimonia a desabotonarse el tabardo. La cruz
de hierro y la parte alta de la guerrera quedaron al descubierto.
Dos individuos se
les acercaron por la derecha, hasta quedar enfrentados a ellos. Armin se fijó
en el que quedaba de su lado:
- Dimitri, ¿qué sucede?
Natalia se fijó en el otro individuo.
Esgrimía un revólver. Dio un grito y se echó sobre Armin, al tiempo que dos
disparos rasgaban el silencio de la plaza. Armin reaccionó; se deslizó
bruscamente sobre el banco, sacó su Luger y disparó varias veces. El cocinero y
el ejecutor, tal vez alcanzados, dieron media vuelta y huyeron, mientras el
militar abrazaba el cuerpo exánime de su salvadora que, lentamente pero sin
pausa, iba tiñendo de rojo el uniforme gris con el que él había querido hacer
latir con más fuerza su rendido corazón.
5. Epílogo
-
Bien,
eso es todo. ¿Comprendes ahora, Matías, mi devoción por el diamante de Minsk?
-
Ciertamente,
aunque me falta una pieza para componer el rompecabezas. ¿Cómo estás al
corriente de esta historia, tan tierna, como trágica?
-
Eso,
querido, tendrás que averiguarlo por ti mismo. Seguro que no te será difícil.
Ahora, te devolveré la cámara y ya me enviarás las fotografías por correo
electrónico, en cuanto llegues a casa.
Se levantó y sacó del bolso una tarjeta,
que puso sobre la mesa. La recogí. En lo principal, leíase:
Christina Schneller
Libros antiguos
Sonreí y, mirando todavía hacia la
cartulina, pregunté:
-
¿Llamamos
un taxi para regresar al hotel?
Nadie me respondió. Como una buena actriz,
la nieta de Armin acababa de hacer mutis por el foro.
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