El código del honor
(entrega primera)
Por Federico Bello
Landrove
In memoriam, James Albert Michener (1907-1997)
De California al Japón, pasando por
Birmania, este relato de corte histórico pretende transmitir el mensaje de que
el conocimiento de los demás y el amor sincero pueden triunfar sobre el odio de
la guerra y el mal entendido honor, violento y clasista. Lo dedico a un notable
narrador americano, gran amigo de España, cantor de la Plaza Mayor salmantina y
buen modelo para vivir y para contar estas peripecias.
Nota.- Se distribuye el texto en tres entregas, por razones tipográficas.
1. El gasolinero del garrote
Me llamo David G.
Kelso y nací en Madera (California). Mis condiscípulos aprovechaban la G. para apodarme Gas, porque mi padre era gasolinero en la carretera de Fresno,
antes del puente sobre el río San Joaquín. Les prometo que la “ge, punto” era
por mi abuelo Geoffrey –que en gloria esté-, pero yo no era nadie para
incomodarme, entre otras cosas, porque casi
toda mi fuerza estaba en la cabeza, como aseveraba mi madre, con acendrado
amor. La verdad es que la delgadez de mis brazos era harto evidente, pero lo de
la fuerza mental no dejaba de ser una manera elevada de aludir a mi facilidad
para las matemáticas y al interés por la lectura de cuanto caía en mis manos.
Esto no era mucho, desde luego, en aquellos tiempos de la Gran Depresión, si
bien tenía la fortuna de que mi padre fuese suscriptor del Madera Tribune, diario siempre al pie de la mecedora en que se
sentaba para esperar a los clientes.
El esfuerzo de la
familia y una modesta beca dotada por la Asociación de Madereros, me
proporcionaron la posibilidad de estudiar en la afamada escuela superior de
Madera, conocida, entre otras cosas, por su mascota del coyote. Y allí fue
donde hice amistad con Patrick Watanabe, un nisei
[1]
de mi clase, hijo del dueño de un pequeño almacén de maderas, frente a la
estación de ferrocarril. La verdad es que ya habíamos coincidido en la preciosa
escuela primaria Lincoln, pero en
distinto grupo y, a lo que parece, con intereses y aficiones muy diversos a la
sazón.
Y digo intereses y aficiones, porque no vayan
ustedes a creer que yo fuera racista o que, antes de Pearl Harbor, se mirase
mal a los japs[2].
Cierto que hubo rencillas y tensiones antes del día de la infamia, pero yo ahora me estoy refiriendo a los años del
primer mandato de Roosevelt, cuando el
amanecer de la esperanza abría la flor de los cerezos, frase tópica que es
de lo poco que recuerdo de la madre de Pat,
quien ciertamente no cuidaba cerezos en el jardín tras la casa, sino cebollas y
tomates. ¡Ah!, y un par de macizos de crisantemos, flor que para mí nada tenía
en aquel entonces de particular.
Decía que el señor
Watanabe comerciaba en maderas, como correspondía al nombre de nuestra ciudad.
Ello le daba una facilidad evidente de preparar con mimo los palos que le
servían para practicar artes marciales. Era originario de Fukuoka, donde dicen
que un famoso samurái inventó la técnica de manejar el palo corto o jō con tal habilidad, que fue capaz de
vencer a un famosísimo antagonista armado con espadas corta y larga. Como es
lógico, todo eso lo fui sabiendo conforme empecé a frecuentar a su hijo y, por
ende, a visitar su casa, para recogerlo o hacer juntos los deberes.
Cierto día, un
matón del curso superior, provisto de un bate de béisbol, tuvo un encuentro poco amistoso con Pat, a causa
del interés de este por su hermana. Hube de terciar, tratando de nivelar la
contienda, y ambos acabamos escalabrados. Días más tarde, el señor Watanabe me
esperaba en el vestíbulo de su casa, vestido con lo que yo interpreté como un judogi[3].
Me hizo pasar a una habitación del piso alto, casi totalmente despejada, donde
habían improvisado la palestra o tatami.
En una de las paredes, una sencilla estantería de anaqueles horadados sostenía
gran variedad de palos de diversos tamaños y grosores. Me invitó a coger uno de
los más pequeños e improvisó con brevedad mi primera lección de jōdō, o arte del uso del bastón corto.
Al terminar, llamó a Pat y nos dijo:
-
Yo
puedo ser vuestro maestro, pero a vosotros corresponderá dominar al adversario,
manteniendo el espíritu fuerte y siempre vigilante.
Así habló a ambos.
Luego, se dirigió precisamente a mí y concluyó:
-
Cuanto
aquí veas, oigas y aprendas, habrás de mantenerlo en secreto. No todos
entienden que esto no es fruto de la violencia, sino de la dignidad y la
armonía.
Envolvió en hojas
de periódico el bastón que me había escogido y nada más tuvo que decir al
entregármelo para que practicase en mi hogar. Yo aún no sabía que, con aquel
artilugio de unos cuatro pies de largo, me había dado la llave que me abriría
el futuro.
***
Contra lo que
puedan imaginar, aquella primera clase no desembocó en un victorioso
enfrentamiento con el tipo del bate, entre otras cosas, porque Pat perdió
interés por su hermana, o viceversa. Pero sí fue la primera piedra del edificio
de amistad y modesto conocimiento del idioma y la cultura japonesa, que el
inmigrante maderero supo inculcar en mi alma, a razón de dos clases a la
semana. También hubo de agradecerlo mi cuerpo, que ganó en velocidad, nervio y
destreza, aun manteniendo lo desmedrado de mis extremidades superiores. Seguí
teniendo, pues, la fuerza en la cabeza, aunque de manera mucho más rica y
cierta que antaño. Adquirí en mí mismo una confianza hasta entonces desconocida
y -¡oh fortuna!- un éxito entre las chicas, que yo consideraba directamente
proporcional a mi dominio secreto del famoso palo corto. Creo que, entre las
jovencitas que estaban por mí, o yo lo creía, se encontraba Kiyoko (Kate para los compañeros), hermana menor
de Pat, con quien compartí juegos y libros del país de sus padres, aunque nunca
la consideré de otra manera que como una amiga muy especial. Supongo que en
ello tendría que ver mi profundo respeto por el señor Watanabe pero, sobre
todo, que su hija no fuese un dechado de hermosura. Hay épocas de la vida –y
son muchas- en que el atractivo físico tiene, como es sabido, gran importancia.
Nos graduamos en
1940. Ya entonces rugía la guerra en Europa y los japoneses se las tenían
tiesas con China y el bloqueo comercial americano. Aunque mis calificaciones
eran brillantes, ni hablar de ir a la Universidad, ni nada parecido. Mi hermano
Charlie se bastaba para ayudar en el negocio familiar y dábase por sentado que
habría de suceder en él a mi padre. De forma que logré contrato con la empresa Gallo de Modesto, entonces de reciente
creación y, como es notorio, dedicada a la producción de vinos y fabricación de
botellas. La verdad es que yo sabía muy poco del negocio –ni siquiera me
gustaba el vino-, pero era un buen ayudante de contable, y honrado, además. Así
que empaqueté cuatro cosas –palos de esgrima inclusive- y viajé hasta aquella
ciudad, para mí grande. Ahora que caigo, el día que fui a despedirme de los
Watanabe no encontré en casa más que a la madre, con quien chapurraba de vez
en cuando en japonés. Tuvo la amabilidad de cortar un ramo de crisantemos para
la mía y escogió para mí media docena de hermosos tomates madurados en la rama,
como Dios manda. Luego, un buena suerte
y una inclinación de despedida. No la volví a ver. Según me han contado,
falleció en 1943 en el Centro de
Recolocación[4]
de Topaz, en Utah. Vale más que no siga por estos derroteros, que me
conozco.
En realidad, no
volví a coincidir en muchos años con los Watanabe. Yo iba poco por casa y Pat
había conseguido una beca para la Universidad del Pacífico, en Stockton. Luego,
ya se sabe, me enrolé voluntario en cuanto se supo lo de Pearl Harbor (en realidad,
me habrían llamado unos meses más tarde) y la familia otrora amiga hubo de
seguir la suerte del confinamiento en
el interior. Mi padre nunca ha querido hablar de ello, pero Charlie me ha
contado que el señor Watanabe vino a pedirle que le guardase algunas
pertenencias valiosas que no podía llevarse consigo, ni quería malvender por
unos dólares. Mi padre alegó que el depósito era contrario a la ley y lo
despidió con las manos vacías. Tal vez no supiese lo que yo le debía, o tal vez
le pudo el respeto de las órdenes
ejecutivas del Presidente. Y es que conviene ser legalista y cauto cuando las
cosas se ponen feas y no nos afectan a nosotros, sino al vecino. ¿Qué sería de
aquellos palos amorosamente torneados de nuestros combates, cada vez más tensos
y empeñados? ¿Y qué se hizo del maestro de esgrima que yo conocí, miserable y
hecho un guiñapo humano pocos años más tarde? Algo supe de ello mientras
combatía en el Pacífico: lo suficiente para luchar por sobrevivir y ser fiel a
mí mismo, no porque me sintiese superior al enemigo, tan capaz de todo lo peor,
como nosotros mismos.
2. El merodeador de la selva
Omitiré mis
hazañas bélicas hasta el otoño de 1943, tan brillantes como poco conocidas, que
supusieron ascensos hasta el grado de sargento y un Corazón púrpura[5],
por sangrienta acción de guerra en Guadalcanal. Los Angeles Times lo
recogió, con una desvaída foto mía de cuando trabajaba en Gallo, y mi
madre me hizo llegar el recorte: Un valiente maderan asalta una
trinchera armado con un palo. ¡Cómo estaría yo de trastornado, entre el
calor, la disentería y los parásitos! Los japoneses me recibieron atónitos y
respetuosos, si bien no dejaron de asestarme un bayonetazo en el pulmón
derecho, que me tuvo dos meses hospitalizado. Ello me dio fama de loco, razón
por la que, un día de octubre del 43, el capitán de mi compañía me propuso:
-
Gas, están
pidiendo del Ato Mando voluntarios para ir a luchar como comandos en la India.
Tú eres valiente y con experiencia en ese tipo de combate. ¿Por qué no te
ofreces? Aquí las cosas van estando más tranquilas.
-
¿Y
no cree usted que me he ganado un poquito de tranquilidad?
Luego, me lo pensé
mejor, durante cinco minutos. Aquello de la India despertó mi fantasía:
¡defender de los japs el Taj Mahal y el Fuerte Rojo! Los grabados de las
novelas de mi adolescencia me vinieron todos juntos a la cabeza, flotando
mágicamente desde la biblioteca de la escuela primaria Lincoln. No podía
consentirse tamaña profanación. Me presenté voluntario y, al cabo de una
semana, me hallaba concentrado en Nouméa, con otros cientos de insensatos más,
y sin poder llevar mi inseparable jō en
el equipaje. Pero lo peor estaba por llegar, de boca de un teniente de Nueva
Orleans:
-
¿A
la India? Bueno, se rumorea que nos van a concentrar a todos allí, pero sé de
buena tinta que nuestro destino final será Birmania.
¡Birmania! Me
agencié un atlas y pasé la lupa por el humilde espacio que en él ocupaba aquel
país, perdido entre el Siam de los reyes cubiertos de joyas y los elefantes
blancos, y la India de mis desvelos. Montañas y selvas, ríos y ciudades tenían
nombres exóticos e impronunciables. Ninguno de ellos, por supuesto, había
tenido cabida en las lecturas de mi niñez. Me sentí burlado y como encerrado en
un agujero asfixiante, cuya salida quedaba fuera de mi alcance. Para
desahogarme, busqué nuevamente al teniente sabelotodo. Se echó a reír:
-
¿Que
te sientes como prisionero? Más razón tienen para ello los soldados convictos a
los que han liberado de presidio si se apuntaban a esta misión. Así que figúrate
como va a ser.
¡Y el tío
se reía, incontenible, estúpidamente! La mediocre opinión que ya tenía de los
oficiales quedó rebajada aquella tarde, por lo menos, un par de grados. En fin,
no me dio mucho tiempo de rumiar la decepción: el 31 de octubre llegábamos a
Bombay, para empezar el entrenamiento. Parafraseando al teniente de Luisiana,
me decía mentalmente:
-
¿Que
trabajas y te tratan como a una mula? Más razón tienen para pensar así los
cientos de ellas que van a cargar con lo más gravoso de vuestra impedimenta. Y
sin poder disculparse con que son oficiales, o sargentos.
En fin, en tres
meses nos juzgaron suficientemente entrenados, a hombres y animales (valga la
distinción), como para enviarnos a la frontera indo-birmana... Entrenados, sí, para
combatir a los japoneses. Que lo estuviésemos para luchar contra nuestros
propios jefes es cosa que el tiempo pronto se encargaría de desmentir.
***
Releo las páginas
de mi diario de guerra y me cuesta trabajo no recoger aquí, años después de concluido
el conflicto, algunos de los párrafos más sobresalientes, que en su día escribí
a escondidas, para evitar la censura o la inquina de mis superiores. ¡Porque
hay que ver lo que pasamos los Merodeadores
de Merrill[6]
en apenas seis meses, aunque luego nos dieran a todos la Estrella de Bronce! En su discurso de despedida a la Unidad cuando
su disolución, el coronel Hunter blasonó de esta forma estúpida: Solo dos hombres de los más de dos mil
quinientos que entrasteis en combate no sufrió herida o enfermedad
significativas. ¡Y yo que creía que un jefe lo que tenía que intentar era
lo contrario! Ciertamente, los japs tuvieron
bastante que ver en tan vergonzoso récord, pero la palma se la llevaron varias
causas totalmente imputables a nuestros presuntos organizadores de la campaña:
raciones de comida escasas y repugnantes; falta de medicinas para la
disentería, y de desinfectantes y hervidores del agua para el tifus; carencia
de telas o planchas impermeables para dormir sobre el terreno; animales
inadecuados para transportar las cargas; falta total de armas y medios de
defensa, frente a la potencia de los de ataque; ausencia de impermeables para
la época lluviosa monzónica, y otras muchas lacras más. Tampoco era cosa de
otro mundo la coordinación con nuestros aliados ingleses y chinos. En fin, para
qué seguir. No es, por tanto, de extrañar que, al cabo de dos meses de infierno
birmano, mi buena suerte con balas y microbios me permitiera el ascenso a la
plaza, varias veces vacante por defunción, de sargento mayor en la compañía o
unidad de combate Caqui, color que
nos tocó en suerte a los subordinados del mayor Briggs.
De todas formas,
mi portentosa fortuna había de cambiar de la noche a la mañana o, por mejor
decir, de un momento a otro. Durante las sangrientas acciones por la conquista
de Nhpum-Ga, el 4 de abril de 1944 (curioso: el 4 del 4 del 44; desde entonces,
mi número favorito es el 7), un morterazo enemigo provocó el pánico de las
mulas de nuestra patrulla de reconocimiento, una de las cuales me sacudió tan
violento golpe en la cabeza con un cajón de municiones, que caí redondo, fuera
de la vista de mis compañeros, y quedé cubierto por la maleza. El contraataque
enemigo forzó nuestra retirada y se conoce que los japoneses eran más
minuciosos, o tenían mejor vista que mis soldados. Cuando recobré el
conocimiento, me encontré atado de pies y manos, colgado de una caña de bambú
que transportaban dos fornidos nipones, en compañía de toda una sección más. En
cuanto se percataron, pese a mi teatro,
de que había vuelto en mí, me soltaron los pies y, a punta de bayoneta,
forzaron mi puesta en marcha. No sé si la cosa podría haber sido peor. Lo
cierto es que, a prevención, me dirigí al teniente comandante y, con mi mejor
japonés californiano, le rogué:
-
Más
despacio, excelencia, que estoy
herido.
El interpelado se
volvió hacia mí, como si hubiese oído a un fantasma. Insistí con lo primero que
me vino a la cabeza:
-
Soy
el sargento David Kelso, humilde practicante del jōjutsu, al modo de Kyushu[7].
El teniente dijo
algo que no entendí pero, haciendo un breve alto en el camino, un presunto
enfermero me desinfectó la herida de la cabeza y me colocó un aparatoso vendaje
en forma de casco. Caminamos cosa de dos horas, sin tomar precauciones, ni
vendarme los ojos. Finalmente, se abrió un pequeño claro en la exuberante
vegetación y divisé unas miserables cabañas de indígenas y lo que parecía ser
un pequeño campamento cercado de empalizada y bajo la bandera del Sol Naciente.
Mi modesto conocimiento de los alrededores de Nhpum-Ga me dio la pista
correcta: se trataba de Auchē, donde habíamos localizado un destacamento
japonés defensivo, al sur de la ciudad que intentábamos tomar, y del que no
sabíamos su importancia ni si contaba, o no, con aeródromo.
***
Los combates por
Nhpum-Ga fueron feroces y prolongados, razón por la cual no eché de menos la
compañía de mis hombres durante los diez días que duró mi cautiverio, cuatro o
cinco millas más al sur. A estas alturas, no era mucho lo que los japs no supieran de nosotros y de
nuestros escasos medios y asombroso valor. No obstante, me condujeron a
presencia del capitán Tomiyoshi, que mandaba la guarnición. En voz baja
debieron hacerle mi presentación, pues se dirigió a mí lentamente en japonés,
inquiriendo mis datos personales y militares, así como la razón de haber caído
prisionero, cosa siempre deshonrosa para un soldado nipón. Yo salí del paso lo
mejor que supe, con alarde de tratamientos
y reverencias. Ya me veía camino de las minúsculas jaulas en que los japs solían encerrar a sus cautivos de
guerra, cuando el teniente que me había hecho prisionero susurró algo al oído
de su superior. Este, muy ceremonioso, me preguntó:
-
¿Te
has recuperado ya del mareo causado por la coz de la mula?
-
Con
algo de alimento y agua, me encontraría perfectamente –respondí, sin entrar en
correcciones sobre lo de la coz-.
-
Que
le den lo que solicita –entendí que decía-. A la caída de la tarde probaremos
su destreza.
Me dieron una
frugal colación a base de arroz y pequeños trozos de una carne parecida a la de
pollo, acompañada de agua –sensatamente, hervida- y una taza de té con gotas de
sake. Seguidamente, me dejaron echar una cabezada junto a la gran choza
abierta, que servía de enfermería. Al despertar, con la ayuda de una suave
patada en el costado, un cabo me ofreció un bonito jō de grueso bambú sin desbastar, algo más largo que los de mi
adolescencia, y me dijo con tono misterioso:
-
El
combate, dentro de una hora.
Fue entonces
cuando entendí las palabras del capitán y llegué a comprender que me iba a
jugar la vida. Pero, ¿quién sería mi rival, y qué armas elegiría?
Dediqué el poco
tiempo de que disponía a desentumecer los músculos y hacer unos katas, sin aparentar toda la destreza de
que era capaz, por aquello de que la
confianza de tu adversario es la mitad de tu victoria. Pedí que me
facilitasen ropa más holgada que mi uniforme, aunque este colgaba de mis huesos
como los harapos de un espantapájaros. Me calé la gorra para evitar los
negativos efectos del sol poniente y decidí sentarme a esperar a mi adversario,
mientras un grupo cada vez mayor de soldados iban agrupándose en torno a un
cuadro virtual de unas veinte yardas de lado. Y, al fin, lo vi.
El rival iba a ser
mi teniente guardián. Vestido con un inmaculado judogi blanco, ajustado con cinturón negro, llevaba en la mano
izquierda su katana o sable de
oficial. Venía acompañado del capitán Tomiyoshi quien, en unión de los demás
oficiales, tomó asiento a la japonesa, sobre un pequeño estrado erigido frente
al centro de la palestra. Yo no estaba dispuesto a dejarme comer el terreno; de
modo que tomando la iniciativa, me encaminé al centro del recinto, de espaldas
al sol. Hizo lo propio, en sentido contrario, el teniente antagonista.
Armándome de valor, pronuncié las palabras que sabía de memoria, con las que
dicen que Gonnosuke Katsuyoshi retó a Miyamoto Musashi, trescientos y pico años
atrás. El teniente aceptó el reto, de la misma forma solemne. El silencio de
los circunstantes era de los que dicen puede cortarse con un cuchillo. Pero aún
faltaba el último toque:
-
Yo
soy David Kelso, de Madera. ¿Con quién tendré el honor de enfrentarme?
El teniente
pareció avergonzado de su falta de cortesía, por no haberse identificado
espontáneamente. Replicó:
-
Soy
el samurái[8], teniente Tomoru Sumiki,
de Kobe.
Nos saludamos con
la inclinación consabida y, acto seguido, cumplimentamos de la misma forma al
capitán, como máxima autoridad y árbitro del combate. Este se limitó a
preguntar:
-
¿A
muerte?
-
Hasta
que alguno de los dos, desarmado, quede a merced del adversario, respondió
Sumiki, con actitud de perdonavidas.
Pero, apretando
los dientes, frente a frente, él y yo sabíamos que muy grave tendría que ser el
percance que nos hiciese perder el arma.
Siendo escasas mis
fuerzas y un tanto oxidada mi
técnica, decidí emplear la astucia, dejándome dominar de mi adversario, con
constantes paradas, fintas y retrocesos. Sumiki, más grueso que yo y unos años
más viejo, sudaba y jadeaba, tratando de asestarme el sablazo definitivo. Aprecié
que mi actitud reservona y evasiva lo había irritado, hasta el punto de dejarse
llevar de la indignación y del desprecio. Era mi momento. Simulé un tropezón y
apoyé el jō en el suelo. Como un
rayo, el teniente hizo lo que yo esperaba: lanzar una violenta estocada contra
el lugar donde instantes antes había apoyado el palo, pero este ya no estaba
allí. Describí un arco por el lado contrario al viaje de la katana e impacté con fuerza en su zona
parietal. Sumiki trastabilló obnubilado. Impulsé entonces violentamente el jō con ambas manos contra su pecho y,
tras dar unos pasos en retroceso, cayó de espaldas, sujetando aún la espada.
Nuevo golpe del palo, ahora a la muñeca derecha. Oí un crujido, típico de
fractura. Coloqué uno de mis pies sobre su pecho e hice ademán de impulsar el
palo contra su garganta. Hubo un murmullo de consternación en los espectadores,
sin duda, temiendo lo peor para su paladín. Me volví hacia el capitán, saludé y
me retiré hasta el borde de la palestra que me correspondió de inicio.
Tomiyoshi se levantó del estrado y extendió hacia mí su brazo izquierdo,
declarándome vencedor. Nuevo saludo por mi parte y salí del campo de duelo,
mientras los compañeros socorrían al vencido. Nadie se ocupó de mí. Algunas
veces he pensado que, de animarme entonces a volver a la selva, nadie me lo
hubiese impedido.
***
Decidí ser yo
quien tomara la iniciativa y acudí al pabellón del capitán, con el pretexto de
interesarme por el estado del teniente. Me hizo pasar, tranquilizándome al
respecto, y me invitó a compartir con él la cena.
-
Seguramente
–me informó- no le diga nada el nombre de Tomoru Sumiki, pero pertenece a una
de las familias más antiguas de Kobe. Samuráis por innumerables generaciones,
ahora se vienen dedicando a la milicia y al comercio. Su padre es un acaudalado
magnate de la industria y un hermano es capitán de estado mayor con el general
Yamashita…
-
Pues
mi padre vende gasolina y yo soy contable en unas bodegas de California.
-
…
Seguramente le hubiese derrotado en condiciones normales, pero padece una fuerte
disentería desde hace varios meses, que no le acaba de curar.
-
¿Por
qué no tomó entonces usted el puesto de Sumiki? ¿También padece del intestino?
-
Porque
yo soy el jefe de la guarnición. ¿Se figura el deshonor que hubiese caído sobre
esta, de haber sido yo el vencido?
-
Realmente,
capitán, el alma japonesa es muy contradictoria. Si hay que luchar fríamente y
sin rencor, ¿por qué no aceptan la derrota como algo normal?
-
Porque
el vencido siempre lo es a causa de que ha hecho algo mal, algo que ha contrariado
su deber de prepararse para servir a la patria y al emperador.
-
Pues
espero que el teniente Sumiki no se lo tome tan a pecho. De otro modo, casi
habría valido más que el combate fuera a muerte.
Mi resonante
victoria y el compromiso de no evadirme, me permitieron moverme libremente por
el campamento y hacer vida con los suboficiales nipones hasta que, llegada la
noche, me retiraba con una manta a dormir a la luz de la luna, junto al cuerpo
de guardia. Esa libertad decidí emplearla, en generosa reciprocidad, ayudando
al cuidado de los enfermos y heridos, entre ellos, mi vencido teniente, con
quien me propuse intimar, superando vergüenzas y resquemores. Lo conseguí a
base de contarle mi vida en Madera y en Modesto, con todo lujo de detalles, y
colocando en lugar destacado mi aprendizaje de las artes marciales. Para
suavizar la derrota, presenté al bueno del señor Watanabe como un notable gran
maestro de Fukuoka, poseedor de
técnicas secretas. También me hice eco de lo revelado por el capitán:
-
Bien
sé, amigo Tomoru, que la disentería fue decisiva en tu derrota. Por tanto, no
te abrumes y, si te sirve de consuelo, te concederé la revancha cuando llegue
la paz.
Mi interlocutor
sonrió, entre agradecido y aliviado, haciéndose eco de mis últimas palabras:
-
La
paz… ¿Qué hallaremos en la patria cuando retornemos allá? Eso, si volvemos.
-
¿No
recibes correspondencia de la familia?
-
Desde
luego, aunque con mucho retraso; pero, como es natural, llena de
tranquilizadoras mentiras, cuando no censurada.
Poco a poco, se
fue abriendo a mi curiosidad y hasta rectificaba mis constantes errores y
faltas con su idioma. No detallaré sus revelaciones. Solo me referiré a sus
constantes alusiones a Keiko, su prometida. Sabedor de que yo no tenía novia,
cantaba constantemente las excelencias del amor, sobre todo, con una mujer como
ella. Otros, en mi país, se enorgullecen de adorar y servir a la mujer de su
vida, a quien pueden haber conocido de niña en la escuela o en la vecindad.
Tomoru encarecía la buena suerte de haber coincidido en la misma persona la
elección de ambas familias y una mujer con las mejores prendas. Yo me atrevía a
gastarle algunas bromas al respecto:
-
Según
eso, teniente, deben ser ustedes muy ricos, cuando las familias pactan y
deciden su enlace.
-
No
puede decirse que nos falte nada, pero lo esencial es la antigüedad y prosapia
de nuestras estirpes. La tradición y el respeto filial imponen que el
matrimonio sea acordado por los ascendientes, en mutuo interés y alianza.
-
Entonces,
Tomoru, no me vengas con historias. No me creeré nada sobre Keiko, si no me
muestras, al menos, una fotografía de su rostro.
El teniente
sonrió, echó mano a su cartera y sacó una ajada instantánea de una pareja, con
fondo de templo y árboles. El varón era Tomoru. La chica, supuestamente su
prometida, parecía esbelta y hermosa, tan alta como su acompañante y con una
melena rizada que le llegaba hasta los hombros. Hice un comentario menos
laudatorio de lo que la moza merecía y ello le impulsó a sacar otra imagen,
esta vez, del rostro de la muchacha. Era verdaderamente una belleza. No pude
menos de exclamar:
-
¡Qué
suerte tienes, Tomoru! Ya puedes protegerte bien de las balas y de los
microbios.
-
Y
eso es solo el exterior. Lo mejor de Keiko es su carácter y su ternura.
-
¡Bah!,
lo más interesante de las mujeres es su chasis.
-
¿El
chasis? Esa no es una palabra japonesa. ¿Qué es el chasis?
Tracé en el aire
con ambos brazos las consabidas curvas femeninas y me eché a reír. Tomoru
rompió en carcajadas y, entre cada una y la siguiente, repetía: el chasis…, el chasis.
***
Por lo que me han
dicho, Nhpum-Ga cayó en nuestras manos tres días después de mi prisión, pero
los pocos japoneses que pudieron violentar el cerco huyeron desordenadamente
hacia el este, olvidándose de sus compatriotas de Auchē. Mis compañeros
dedicaron los días siguientes a reponerse y consolidar la posición conquistada,
de modo que tampoco se acordaron de nosotros en una semana. Finalmente, el
capitán Tomiyoshi recibió la autorización para retirarse hacia el río Tanai,
empleando para levantar el campamento todo un día. Ello resultó fatal para
algunos de sus hombres, como después diré.
La retirada
planteaba, como cuestión muy secundaria, la de qué hacer con el prisionero. Mis
súplicas fueron en vano. El capitán me dijo muy serio:
-
Eres
un hombre valiente y nos conoces bien. No te dejaré libre ni aunque me jures
que abandonarás el ejército y te harás monje budista.
La intercesión de
Tomoru Sumiki también resultó inútil. La última noche en el campamento le
pregunté:
-
¿Podrás
aguantar el viaje de retirada? No he visto que dispongáis de vehículos
adaptados para la selva.
-
Me
encuentro mejor –mintió-. Y, a falta de medios, consultaré el bushidō [9].
No le fue
necesario al pobre. Una hora después de amanecer, cuando casi todo estaba
preparado para la marcha, un potente fuego de fusiles de asalto y
ametralladoras brotó de la parte norte del campo y los morterazos abrieron sus
fatales cráteres. Corrí a escape y me tiré entre los pilotes de la enfermería.
Durante diez minutos interminables, los merodeadores
se despacharon a gusto con los japs,
que apenas tuvieron oportunidad de devolver los golpes. Cuando se hizo el
silencio, los enemigos supervivientes se habían esfumado en la floresta, del
lado contrario al asalto, dejando sobre el terreno unos veinte cadáveres. Entre
ellos, tuve la satisfacción de echar en falta el del capitán. Por unos
momentos, mantuve la esperanza de que Tomoru también hubiese escapado, pero…
Mis propios
compañeros me sacaron a culatazos del escondrijo, a pesar de que les declaraba
mi grado e identidad con el más puro acento californiano. En seguida me percaté
del motivo, pues vestía una curiosa indumentaria mezcla de ranger, judoka y demonio amarillo[10].
Aclaradas las cosas, me dejaron libre para recorrer el recinto vallado. Tuve
una urgencia y acudí a las letrinas. En las inmediaciones de ellas, con el
calzón aún a medio subir, encontré el cuerpo del teniente, con la yugular
segada por un casco de metralla. A su lado, el cinturón con la katana. Finalmente, el Camino del Guerrero le había llevado
junto a sus antepasados. Lentamente, tragándome las lágrimas, fui recogiendo
sus pertenencias. Un teniente americano me abroncó:
-
¡Somos
soldados, no saqueadores!
Lo miré de hito en
hito:
-
Voy
a mandarlo todo a su familia. Era mi amigo.
Y a fe que lo
cumplí, gracias a un intercambio de prisioneros, que me permitió incluso dictar
una nota de pésame, que mi intermediario japonés transcribió en su enrevesada
grafía. Aún recuerdo esta frase: Murió
luchando como un auténtico samurái. Dios me habrá perdonado la mentira.
Releo lo escrito y
he de reconocer que no devolví todo. Guardé para mí la fotografía del rostro de
Keiko y la espléndida espada corta ceremonial o wakizashi, que encontré bajo la almohada de Tomoru, todavía sin
guardar en el petate. Dos pequeñas cosas, dos recuerdos. Uno solo tal vez no
hubiese significado más que una dolorosa memoria. La ambición por retener los
dos cambió en muchos aspectos el curso de mi vida.
3. El ocupante sentimental
Cuando
acabó la guerra, de forma tan horrenda, me encontraba en Filipinas, con el
recién obtenido grado de capitán, eliminando trabajosamente las numerosas
bolsas de japoneses que habían decidido no rendirse, hasta morir. Ya que había
entregado al ejército tres años y medio de mi vida, parte de mi salud y mi
sangre por cuatro veces, no me parecía razonable, a los veinticinco años,
devolver el uniforme y regresar a Modesto para ejercer de contable. El cuerpo
me pedía exotismo y sueldo seguro, y el espíritu, conocer a aquella maravillosa
Keiko, cuya fotografía me había acompañado durante un año. El reenganche no era
fácil, pero tampoco yo pretendía convertirme en militar vitalicio, sino por
algún tiempo. Hasta me había fijado un objetivo: licenciarme antes de los
treinta, con la categoría de mayor, a efectos de pensión.
La cosa vino rodada. El Tío Sam
necesitaba unos trescientos mil hombres para ocupar el Japón y controlar y
dirigir, a las órdenes del imponente MacArthur, las tareas de reconstrucción y
tutelaje del pueblo nipón en el sendero de la democracia. No me cumple juzgar
sobre la necesidad y acierto de tal cambio histórico, pero sí he de confesar
que me siento orgulloso de haber participado en él. De hecho, recuerdo haberme
cogido una buena melopea (de las pocas en la vida) el día de las primeras
elecciones de posguerra, que ganó Shigeru Yoshida, y en las que votaron por
primera vez las mujeres japonesas.
De lo dicho, se infiere que conseguí mi propósito. En efecto, alegando
mi aceptable conocimiento del idioma y exagerando muchísimo sobre mis
conocimientos de la viticultura californiana, conseguí una plaza en la sección
agrícola del S.C.A.P.[11],
que dirigía en la práctica el civil Wolf Ladejinski, y que obtuvo los mejores y
más eficaces resultados en materia de reforma agraria, dentro de la llamada política de liberalización. Por mi
conocimiento del japonés, me destacaron como enlace con el Ministerio de
Agricultura, donde tuve la oportunidad de tratar a un gran hombre: el ministro
de ideas socialistas, Hiro Wada, verdadero artífice del milagro de pasar en
tres años, de un pueblo que se moría literalmente de hambre, a una nación
razonablemente alimentada y con estructuras para continuar mejorando en el
futuro.
Pero no es mi objetivo ilustrar ni, menos aún, pontificar. Así que
dejaré la reforma agraria y pasaré a considerar que, entre mi destino de Tokio
y la ciudad de Kobe, había una distancia de más de 250 millas, suficiente
entonces para disuadir de recorrerla a menudo o con prisas. Por otra parte, no
hacía más que dar vueltas al tema, sin decidirme a adoptar un plan. Lo cierto
es que la fotografía de Keiko y la wakizashi
del difunto Tomoru me quemaban cada vez que las veía. Algo me decía que una y
otra tenían sentido y significado juntas, y que encontrarlo podía hacer mi
felicidad o, cuando menos, dar un sentido a lo vivido en aquellos terribles
años. Al fin, después de tanto debatirme, hubo de ser la casualidad lo que
resolviera el complicado enigma.
***
Masabumi Endo era un veterano empleado del Ministerio, que había
sobrevivido a modas y Gobiernos con la sabia práctica de trabajar lo justo y
pasar desapercibido. Coincidí con él un par de veces en las oficinas del
catastro rústico y debí de caerle en gracia por mi interés hacia las cosas de
su país. Para mi sorpresa, a la tercera vez que nos vimos me invitó a tomar el
té y conocer su casa de viudo solitario. A la recíproca, me sentí obligado a
corresponder, aunque mi vivienda en Tokio no pasaba de ser un pequeño
apartamento compartido con otros dos compañeros, sin más dependencia personal
que un amplio dormitorio con vistas al parque de Shinjuku Gyoen, lo que era su
mayor atractivo. A duras penas coloqué para el señor Endo, a la occidental, un
diván y una mesita baja en que servir el té. Pero él estaba como distraído y no
cesaba de dirigir la mirada hacia la pequeña estantería donde tenía colocados
mis libros y algunos adornos y recuerdos.
-
¡Qué hermosa wakizashi!,
exclamó. Debe haberle costado cara en el mercado de antigüedades.
-
Cara sí que me ha costado, pero no la compré
precisamente en el mercado.
Me levanté, cogí la espada corta, la puse junto al servicio de
porcelana, acariciando inconscientemente su vaina, y, en una suerte de
inspiración subconsciente, fue brotando de mis labios el relato de mi
cautiverio, duelo y muerte de Tomoru. Mi invitado, aunque atento a la historia,
no dejaba de mirar el arma, en concreto el mon
o emblema que denotaba la pertenencia de su dueño a un clan o familia
determinados. Acabé mi exposición y Endo tomó la palabra:
-
No cabe duda de la justeza de cuanto acaba de
referirme, pues el emblema del cuadrifolio es el distintivo de la familia
Sumiki, sin duda ninguna. Es posible que usted también sepa que se trata de un
arma relativamente antigua, de la era Meiji[12],
por lo que el finado Tomoru no habrá sido su primer dueño. Pero lo que seguro
desconoce, salvo que haya profundizado en las leyendas y tradiciones de los
samuráis, es el derecho que ha adquirido usted, venciendo en duelo a un Sumiki
y perdonándole la vida sin mengua de su honor.
[1] Dícese de la primera
generación de personas nacidas en el extranjero de padres japoneses.
Normalmente tenían nacionalidad del país de nacimiento, en este caso,
estadounidense.
[2] Conocida abreviatura de japoneses,
empleada durante la II Guerra Mundial de forma despectiva.
[3] Palabra empleada para denominar la conocida
indumentaria de práctica del judo.
[4] Una de las instalaciones en que un gran
número de japoneses de raza o de nacionalidad fueron recluidos en los Estados
Unidos durante la II Guerra Mundial, a modo de campos de concentración.
[5] Importante condecoración concedida por el
Presidente de los Estados Unidos a personas heridas al servicio del país, en
especial, durante acciones de guerra.
[6] Nombre vulgar dado a la Unidad militar
aludida en este relato, en atención al carácter de su actuación y al general
que los dirigió durante la mayor parte de su breve existencia.
[7] Jōjutsu,
o técnica de combate con el palo llamado jō. Inicialmente, se practicó en la isla de Kyushu, donde radica
la ciudad de Fukuoka, ciudad de procedencia del citado señor Watanabe, como
queda dicho.
[8] Sinónimo de noble japonés de clase inferior (caballero, diríamos en español). Más
adelante, acabó por designar, más que nada, a los guerreros profesionales al
servicio de un señor feudal nipón. Como estamento social legal desapareció en
la Era Meiji, a finales del siglo
XIX.
[9] Traducible por Camino del Guerrero, código de conducta, oral y escrito, al que
debían ajustar su conducta los samuráis dignos de tal nombre.
[10] Ranger: en este caso, soldado irregular o de comandos, nombre dado
a veces a los merodeadores de Merrill.
Judoka: practicante de judo. Diablo
amarillo: expresión ambivalente con que los americanos llamaban
frecuentemente a los soldados japoneses.
[11] Siglas alusivas al mando supremo de ocupación
americano en Japón, así como a quien lo ejerció, el general Douglas MacArthur
(1880-1964), citado poco más arriba.
[12] Periodo de gran esplendor y cambios para
Japón, correspondiente a la jefatura del Estado del Emperador Meiji Tennō
(1852-1912).
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