El código del honor
(entrega segunda)
Por Federico Bello
Landrove
-
Supongo que la familia tendría que sentirse
agradecida por ello, y por devolverle las pertenencias más personales de su
hijo.
-
Más que eso. Muerto Tomoru, su padre le debe a usted
la concesión de un deseo, por áspero o difícil que le resulte. Será una orden
para él, como lo hubiera sido para su hijo, de seguir vivo; será… una cuestión
de honor.
-
Por mí, puede quedar tranquilo el señor Sumiki. No
pienso ir a visitarlo, como no sea para hacerle entrega de esta hermosa wakizashi.
Endo se encogió de hombros, como no comprendiendo mi desprendimiento.
Luego, me miró con ojos maliciosos y prosiguió:
-
Claro está que también usted habría contraído un
deber moral, de haber matado en el singular combate a su antagonista.
-
…
-
Pues el de casarse con la joven a que el difunto
estuviese prometido antes del duelo. Bueno, casarse, o convertirla en su
amante, dándole cobijo y descendencia, en el lugar de su novio muerto.
-
No tenía ni idea…
-
La verdad es que no es una regla inapelable dentro
del bushidō, pero los paladines más
puntillosos con su honor así lo cumplieron antaño. Por más que… ¿le confesó
Tomoru que estaba prometido, antes de iniciarse el duelo?
-
No. ¿Por qué?
-
Porque así no le dio oportunidad de conocer los
deberes que asumía y optar por renunciar al duelo a causa de ellos… ¿Quién será
la novia? De familia ilustre, desde luego, pero… Keiko, ¿Keiko qué?
-
Ni idea. Desconozco el apellido, la procedencia y
todo sobre ella, repuse con evidente falsedad.
-
Lástima. Como amante, podría hacerle la vida grata
mientras viva usted entre nosotros. Y, ¿quién sabe? Tal vez ella necesite ayuda
de todo tipo. Las cosas están muy mal en Japón, como bien sabe.
-
¡Bah!, dejemos el tema –concluí, intentando ocultar
lo molesto que me sentía por su maliciosa impertinencia-. Ya le he dicho que yo
no lo maté, sino que murió por la patria
y el emperador.
***
No hace falta
decir que mi conversación con el señor Endo fue la clave de la decisión que
tomé, días más tarde. En esquema, mi camino pasaba por las siguientes etapas:
viajar hasta Kobe para saludar a la familia de Tomoru y completar la devolución
de sus cosas con la entrega de la wakizashi;
confesar falazmente que nuestro duelo había terminado, de un modo u otro, con
la muerte del teniente; cumplimentar a Keiko, procurar conocerla lo mejor
posible y saber de su actual estado económico y moral; finalmente, y en función
de todo lo anterior, volverme por donde había venido, o reclamar mi derecho
como letal retador de un samurái prometido en matrimonio. Las piezas encajaban
al fin, el equilibrio se conseguía…, solo que en el filo de la navaja o, por
mejor decir, de la espada ceremonial.
Pedí una semana de
permiso y tomé el tren hasta Kobe, donde me alojé en el famoso Hotel Oriental, patrimonio casi
exclusivo a la sazón de empresarios y altos militares americanos. Para pasar
más desapercibido, vestía de paisano, aunque con el uniforme en la maleta. Por
supuesto, llevaba también la wakizashi y
cuantas referencias pude obtener sobre los abundantes Sumikis de Kobe. El resto
era cosa de indagarlo sobre el terreno.
Obviaré los
trámites. La persona que buscaba resultó ser Kaoru Sumiki, alto empleado de los
astilleros Mitsubishi, el famoso zaibatsu[1]
en vías de desmantelamiento. Su casa, en el exclusivo distrito de Kitano, era
una mansión de madera clara, con espectaculares miradores encristalados, porche
de columnillas y amplio jardín en derredor, todo lo cual me recordó –en más
lujoso- a las viviendas de las familias bien
de los pueblos del interior de California. Cierto que la casa Sumiki parecía
ajada, como una señorona venida a menos, pero aún tenía suficiente
prestancia para impresionar a un
capitán, hijo de gasolinero.
Presentarme ante
un hermano de Tomoru y arremolinarse toda la familia en torno mío, entre
llantos y zalemas fue todo uno. Hubo de salir el padre de familia y poner orden
en aquel galimatías, ordenando retirarse a todos, salvo al hijo mayor, y
mandarme pasar al amplio salón, totalmente amueblado a la occidental. Hice
ademán de quitarme los zapatos, que el anfitrión agradeció, pero juzgó
innecesario.
Tras confirmar que
se trataba de la persona que había asistido a su hijo en los últimos momentos y
les había hecho llegar sus pertenencias con una nota de pésame, el señor Sumiki
mandó regresar al resto de la familia, quienes fueron tomando asiento en torno
a la gran mesa de comedor o permanecieron de pie, ante el trío de
protagonistas. Decidí llevar mi visita de forma teatral, dejando la wakizashi –celosamente empaquetada- para
el final. Relaté puntual y verazmente mi cautiverio, pero puse el duelo al
final del mismo, como provocado y llevado hasta la muerte por decisión del
capitán Tomiyoshi. Por tanto, coloqué las confidencias de Tomoru y nuestra
amistad antes del combate, para
explicar mi conocimiento de su vida y expresar lo indeseado de la lid.
Finalmente, inventé un entierro con honores militares y el inmediato ataque de
mis compañeros, con la consiguiente derrota de los nipones.
Aunque contenidos
y respetuosos, no dejé de sentir sobre mí la descarga de su odio visceral, como
oía los sollozos de algunos familiares. Era el momento:
-
El
aprecio que llegué a sentir por Tomoru ha inspirado una decisión, que espero
comprendan ustedes. No quería que algo tan familiar e íntimo como su espada
ceremonial pasase, con lo demás, a manos inciertas, de modo que pudiese no
llegar a su destino. Pedí a Dios que me conservase la vida hasta el día de hoy,
para poder entregar, personal y directamente, este objeto.
Y, abriendo el
paquete, así con ambas manos la espada y, de pie, cara a cara, se la entregué
al señor Sumiki.
Recibí de manera
hierática las palabras de agradecimiento del padre y, concluidas que fueron,
rechacé todos los ofrecimientos de ser su huésped. Era el momento más peliagudo
y traté de hacerme entender, sin que comprendieran nada de mis intenciones:
-
Tomoru,
antes de morir, me transmitió unas palabras para su prometida, Keiko.
Hacérselas llegar es mi segundo penoso deber en Kobe. Claro que no quiero
cumplir con él, si ella ha cambiado de estado en forma tal, que el recuerdo sea
ya inconveniente.
-
No
así, capitán –repuso el señor Sumiki-. Keiko permanece soltera y en relación
con mi familia. Tendré mucho gusto en ponerme en contacto con ella para anunciarle
su visita y, si usted lo considera oportuno, acompañarle.
-
Juzgo
innecesario esto último, señor. Bastará con que me facilite su nombre completo,
su dirección y el número de teléfono, si lo tiene. Lo que sí le ruego es que
haga las gestiones previas a la mayor brevedad, pues mi estancia en Kobe será
muy breve.
El señor Sumiki
hizo una seña a su primogénito, que extrajo una libreta, en la que, con
caracteres occidentales, anotó los datos pedidos, arrancó la hoja y me la
entregó. Inmediatamente, me levanté, formulé nuevamente mis condolencias y di
por concluida la visita. Al traspasar la valla del jardín de la casa, aún
permanecía casi toda la familia en el porche, en actitud tácita, pero cortés,
de despedida. Me sentí algo mal, por haberles hecho víctimas de un engaño y,
más aún, instrumentos de un encuentro sentimental.
De todas formas, mis arrepentimientos duran poco. Ya en el taxi hacia el hotel
tomé la decisión de no esperar los preámbulos acordados con Sumiki. Llamaría yo
esa misma tarde a la señorita Keiko Chigai. No había tiempo que perder.
4. El enemigo enamorado
Lo pensé mejor al
llegar al hotel y concluí que no era buena idea la de presentarme ante Keiko,
sin las referencias del señor Sumiki, ni saber nada de ella. Después de todo, las
confidencias y fotografías de Tomoru tenían varios años de antigüedad; los
suficientes, como para terminar escaldado o, cuando menos, desilusionado. Como
buen militar, decidí salir en descubierta, vale decir, reconocer el terreno
antes de trabar contacto con la enemiga.
Pergeñé las grandes líneas del plan, que arrancaban de personarme en la
vecindad de Keiko e indagar.
A eso de las ocho
de la mañana, me hallaba ya frente a la casa de la chica, en el barrio de
Hyōgo. Como tantos otros edificios de la zona, presentaba las dolorosas
heridas de nuestros bombardeos. Parte de la fachada estaba apuntalada y la
escalera aún conservaba zonas desprendidas de la balaustrada. Pudo haber sido
un buen inmueble de cuatro plantas antes de la guerra, pero ahora era poco más
que una ruina.
Mi primera
intención fue la de abordar a la portera, pero allí no parecía haber nadie que
fungiese de tan socorrido oficio. Hube de conformarme con una señora de mediana
edad, que llevaba al brazo una amplia y aún vacía bolsa de la compra. Tuve la
suerte de que le cayera en gracia mi extranjería, sobre todo cuando, evitando
incomodarla, le rogué que me respondiera según caminábamos juntos hacia el
mercado y –contra los usos de su país- le llevé gentilmente la bolsa:
-
Keiko
Chigai, sí, sí: la joven del tercero centro. Vive con su madre. Bueno, antes la
familia era más numerosa, la abuela, el padre, dos hermanos. Ya conoce usted
nuestro sino. La enfermedad o la guerra han ido destruyendo vidas y haciendas.
El padre de la muchacha murió precisamente en el gran bombardeo de marzo del
año pasado. Era profesor de la Universidad, un hombre muy atento… ¿Y dice usted
que es pariente de Keiko?
-
A
la vista está que no –repliqué sonriente-. Digo que, en los Estados Unidos, soy
vecino de unos lejanos familiares suyos, que emigraron hace muchos años. Cuando
se enteraron de que venía a Japón como técnico agrícola, me pidieron que
visitara a los Chigai y aquí me tiene.
-
¡Técnico
agrícola! Y yo que me figuraba que fuera usted militar…
-
Pues
no. Estoy trabajando en la reforma agraria, codo con codo con el ministro Wada.
Aquella verdad a
medias acabó por derribar las defensas de la vecina. Por más que sus compras
fuesen interminables, llenas de dudas y regateos, no le faltaba conversación ni
por un momento. Junto a otras muchas cosas, pude oír lo que me interesaba. A
raíz de la guerra, Keiko se había comprometido con un joven que partía para el
frente; había dejado los estudios y se empleó en las industrias Kawasaki,
dentro del esfuerzo de guerra de tantas japonesas de entonces. Luego, los
hermanos, muertos en la contienda; la abuela, de enfermedad y malnutrición; el
padre, en un bombardeo. ¿Qué era de ella ahora? Pues se había empleado en una
pequeña empresa de limpiezas y andaba pasando la escoba y la bayeta donde la
mandaban: casas particulares, bares, oficinas…, lo que saliera. Por cierto, su
prometido había muerto en campaña, pero a la chica no se le conocía nuevo
novio.
-
¿Y
su madre?, inquirí.
-
Es
una buena mujer, un poco confianzuda y pedigüeña, si me permite decirlo. Está
mal de las piernas y sale poco de casa. Si ha de saludarla, ahora sería un buen
momento.
Bendije la
oportunidad para liberarme de la charla inagotable de mi informadora. Retorné
la bolsa, le compré en señal de agradecimiento unos tomates y desanduve el
camino, para visitar a la señora Chigai. Aún oí a lo lejos la voz de su vecina:
-
¡Recuerde,
tercero centro! ¡Un llamador en forma de dragón!
***
Con la mamá de
Keiko, las cosas me fueron mucho más fáciles de lo esperado:
-
¡Ah,
es usted el americano! Ya nos anunció anoche el señor Sumiki su visita, aunque
cogió el recado mi hija y no me dio muchos detalles de su propósito.
-
¿Así
que las telefoneó?, pregunté, cambiando descaradamente el derrotero de la
conversación.
-
No
tenemos teléfono. Nos hizo llegar una nota por un empleado.
Si con su vecina
había sobreabundado la charla, con la señora Chigai los silencios llegaron a
resultarme embarazosos. Lo único que me interesaba saber –dónde estaba
trabajando Keiko, o a qué hora regresaría- cabía en medio minuto. Todo lo demás
eran cortesías fútiles y elusiones por mi parte a sus indirectas. Me excusé,
pues, lo antes que pude y me despedí, no sin antes hacerle entrega de un pollo
entero, adquirido en una tienda próxima. La pobre mujer no precisó para
aceptarlo de mis referencias a su dificultad para salir a comprar. Se deshizo
en alusiones a la anterior riqueza de su casa y a las desgracias que sobre ella
habían caído:
-
Hubo
un tiempo en que la familia de mi marido eran daimios[2],
del ilustre clan Aso, descendientes del primer emperador, Jimmu. Mire, mire.
Y, señalando hacia
la desconchada pared, fijó mi atención en un tapiz, con el bordado de dos
cuadrados en punta entrelazados.
[1] Expresión traducible por cártel o grupo de
empresas, esencial en el Japón y contra el que lucharon (bastante
infructuosamente, por cierto) las autoridades americanas de ocupación, como
contrario a la economía de mercado y proclive al militarismo.
[2] Palabra japonesa para referirse a los nobles
de título, frecuentemente dotados de funciones feudales. La nobleza fue abolida
en Japón por leyes posteriores a la II Guerra Mundial.
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