El verano con tía
Genoveva
Por Federico Bello
Landrove
La buena voluntad y el acierto general que los mayores tienen al
aconsejar a los jóvenes no debe encontrar, por parte de estos, ni rechazo
visceral, ni seguimiento servil. Este cuento pretende ilustrarlo, aunque
razonablemente nos deje con una pregunta en los labios: ¿acertó el protagonista
comportándose como lo hizo?
1. Consejos vendo…
-
Recuérdalo
bien, sobrino, un clavo no quita otro clavo; no sea que salgas de Málaga y te
metas en Malagón.
Tía Genoveva era
aficionada a los refranes, como compendio de sabiduría y regla mnemotécnica
infalible. Y yo, sin dejar de mirarla fijamente, llevaba mi mente a otros
tiempos y otras lides, como dice la famosa romanza. Y es que la tía –hermana
mayor de mi madre- era mujer muy admirada y compadecida dentro de su propia
familia. Tales sentimientos dejaban, cada vez que pasaba fugazmente por la casa
solariega de Castellar, una secuela de comentarios que yo, adolescente curioso
y con cierta capacidad de disimulo, captaba de manera cierta, aunque inconexa.
Todo lo que había
llegado a saber, o creía conocer, acerca de la tía Veva era lo siguiente:
Todavía podía
deducirse a sus cuarenta y tantos años que la tía, no solo había sido hermosa,
sino muy distinguida: ojos azules, cutis blanquísimo, pómulos de cine, silueta esbelta y alta para su
generación, voz argentada y una innata facilidad para lo musical, ya fuese
tocar el piano o recitar los poemas de la generación del 27. Cuando estalló
nuestra guerra civil, la hermosa Veva tenía veintidós años y una larga lista de
pretendientes y moscones, seguramente
menor de lo que se decía muchos años después, pero ilustrativa –a mí, al menos,
me lo parece- de una forma de ser y de vivir.
La terrible crisis
que trajo la contienda a una familia decididamente de izquierdas cambió el rumbo previsto de tan brillante bajel. La tata –fiel y abnegado resto del naufragio-
era taxativa, convirtiendo los rumores y sospechas en certidumbres:
-
Lo
que hundió a la chica fue la muerte del señorito Alejandro en la batalla del
Jarama.
De donde se deduce
–yo así lo creía- que no fue tanto la pobreza, como la frustración amorosa, lo
que echó a mi hermosa tía en los brazos del tío Ricardo. Pero vayamos por
partes.
Tío Ricardo, por
esas extrañas casualidades de la vida, que definimos como estar en el lugar y tiempo precisos, era mi padrino de bautismo. No
sería de los mejores, en lo que respecta a mantener contacto con el ahijado y
seguir sus avances en el campo religioso, pero tenía algo que compensaba en
parte sus carencias: cada vez que me veía –suceso poco frecuente-, me sacudía una propina en billetes de
elevada valoración. No deja de ser cierto que la segunda parte de tal dispendio
era que mis padres recogían el numerario, para invertirlo en su momento y
conforme a sus propias prioridades. No importaba: el tío Ricardo demostraba con
su rasgo el interés por mi humilde y enteca personita, siempre con algún
comentario apropiado para mi edad:
-
Anda
y ve a comprarte el helado más gordo que encuentres, que estás en los huesos.
O bien, unos años
después:
-
Toma,
para que lleves a la novia al cine.
Y yo no me atrevía
a contrariarlo, ni en lo relativo a la existencia de novia, ni a la inmediata recogida
de beneficios que obraban mis padres, tan pronto el generoso donante tomaba el
coche de regreso a Figares, o se iba a dar una vuelta por el casino. En este
las autoridades locales, como el famoso capitán Renaud, todavía no se habían
enterado en años de que se jugaba con elevadas posturas.
¿Van ustedes
cogiendo el hilo? Mi tía y el clavo, ¿recuerdan? Pues es ello que costaba
trabajo encontrar algún elemento conocidamente común entre Veva y su marido,
así en lo físico, como en lo moral. Era mi tío Ricardo bajo, cuadrado, muy moreno, de facciones
anchas y vulgares, y cojeaba ostensiblemente de una pierna, hasta el extremo de
llevar una notable alza en el zapato correspondiente. Supongo que los mayores
conocerían la causa de tan notoria disfunción, pero yo nunca la supe, ni sentí
curiosidad como para indagar sobre ello. Ya totalmente calvo, tenía una voz
cascada de fumador impenitente, de la que usaba elevada y generosamente, con
frecuente acompañamiento de risas y palabras no aptas para ciertos oídos.
Jugaba fuerte, bebía más fuerte aún, con la facultad prodigiosa de aguantar que dan la costumbre y la buena
sociedad. Años más tarde, llegué a saber que el tío tampoco era un dechado de
fidelidad conyugal, pero sobre eso me permitirán que no ahonde, pues no piso
terreno firme y me llevaría muy lejos exponer posibles explicaciones
(circunstancias atenuantes muy cualificadas, que diríamos, parafraseando el
Código Penal). En fin que, salvo intimidades, que solo ellos conocerían, no
recuerdo más puntos en común entre mis tíos que la afición por el cigarrillo y la
buena vida, en un sentido moderadamente materialista de la expresión.
Tenía la pareja un
hijo, ya licenciado, que preparaba desde hacía años oposiciones en Madrid,
donde había conocido a una chica que… Perdonen, iba a meterme en un jardín o
berenjenal, que poco o nada tiene que ver con este relato. Así que volvamos a
mi mente, desviada y obtusa, que escuchaba los sabios consejos de mi tía con
cierto escepticismo, pues creía tener buenas razones para pensar aquello de aplícate el cuento. ¿O no había sido su
boda, insólita y precipitada, con mi tío médico la consecuencia inmediata del
duelo por su alférez provisional
fallecido en el Jarama?
He revelado que
Ricardo era médico y, por cierto, de los buenos. Precisamente, se habían
conocido en el Hospital Militar de Castellar en el 37, cuando Veva y mi abuela
visitaban a un vecino herido en combate. Parece ser que mi futuro tío estaba de
guardia y tuvo la atención de informarles con detalle sobre el estado del
paciente, creyéndolas de su familia. Días después, casualmente o no, el
teniente médico apareció por la perfumería Moderna,
donde mi tía hacía gala tras el mostrador de su distinción y toque francés. Se
reconocieron y ello fue el comienzo de una rápida campaña de adquisición de
colonias por parte del galeno, hasta que la dependienta le dio una cita. A
partir de ahí, vino con celeridad el resto, de lo que haré elipsis narrativa.
No así del nombre del perfume que dio lugar a su primer encuentro: Habanita, de la casa Molinard. Que Dios lo haya perdonado, que diría mi
abuela, aunque ella fuese al principio ricardista
convencida, ya por pragmatismo, ya por el aura de un buen médico para una
persona mayor y valetudinaria.
Releo lo escrito
hasta aquí y me avergüenzo de la parcialidad que demuestro. No parece sino que
mi tío fuese un patán y un crápula, que hubiese conquistado a una joya con la sola influencia de la
guerra. Nada más lejos de la verdad. Además de su don de gentes y su
mundología, Ricardo era un profesional preparado y muy comprometido con la
gente, que fijaba sus honorarios (o su gratuidad) en función de los posibles
del enfermo, y cuya generosidad y sencillez eran proverbiales. Claro que, para
seguridad material, se había procurado una buena base de ingresos fijos,
derivados de su condición de médico para la poderosa compañía minero-industrial
Hullera Fierros-Sela. Eso había condicionado el establecimiento de su familia
en el Norte, lo que mi tía llevaba como un auténtico destierro. Para él todo
resultaba más fácil: el trabajo fuera de casa, lo abierto y confianzudo del
carácter de los figarenses, hasta las miradas por encima del hombro de los
ingenieros y de sus señoras. ¡Pero el clima…!
Lo que ellos
llamaban el clima, no solo era una
humedad muy elevada, sino una contaminación que destrozaba las vías
respiratorias. La cardiopatía tempranamente sufrida por mi tía se había
agudizado en aquel ambiente, hasta el punto de que, sin haber aún cumplido los
cincuenta años, estaba hecha una pavesa, incapaz de esfuerzos y aparentemente
impasible. Por eso, de vuelta a la realidad, no pude menos de agradecerle el
consejo, sin el menor asomo de adulación ni de ironía:
-
Gracias,
tía. El haber salido de Castellar y pasar el verano con vosotros me ayudará a
tomarme las cosas con más calma.
-
Eso
espero. El tío Ricardo ha hablado con algunos amigos nuestros que tienen hijos
de tu edad. Sal y distráete. Otra cosa no habrá por aquí, pero buen humor y
naturaleza verde, hasta dejarlo de sobra.
2. Oídos sordos
Pocas veces
amistades procuradas por terceros llegan a cuajar. Tampoco es que yo fuese
entonces lo que se dice un chico abierto, ni poseía las virtudes adecuadas para
encajar en aquel ambiente: era tímido, no sabía bailar, el deporte no era mi
fuerte –por así decirlo- y, como es natural, desconocía casi todo sobre aquella
hermosa tierra y sus gentes. Aludiré también, para agotar las diferencias, a mi
situación económica, nada propicia para seguir el tren de vida de jóvenes de buena familia. Y es que, ahora que lo
pienso, resulta curioso que mi tío, tan espléndido en sus propinas de Castellar,
se mostrase indiferente en Figares a lo de alegrarme el bolsillo. Tal vez
opinase que, con tenerme de invitado a mesa y mantel, ya cumplía con creces sus
deberes de padrinazgo.
Pero había un par
de cosas que me mantenían a flote: mi carácter acomodaticio y unas piernas
acostumbradas a caminar, aunque solo fuese porque tenían poca carga que sufrir.
Bastaba con que me echase una mochila o bolsa de deporte a la espalda, camino
adelante, para que me convirtiera en el
rey del mambo. No digo que fuese el mejor de todos mas, para ser un chico
de tierra llana, lo de subir las cuestas se me daba muy bien. En cambio, mis
apariciones en la playa eran lamentables, con aquel cuerpo de solo piel y
huesos y mi nadar lento y descoordinado. De todas maneras, algo nos igualaba a
todos a la orilla del mar: la excitación ante las jovencitas que tomaban el
sol; cuanto más rubias, mejor, pues siempre cabía la posibilidad de que se
tratara de extranjeras, paradigma a la sazón de una mayor relajación de
costumbres.
Algunas tardes, mientras los chicos de la
pandilla echaban la siesta o veían la televisión en sus casas, yo sentía la
nostalgia del amor perdido y, un poco en busca de él, me llegaba a la orilla
del río, con algún libro en las manos para disimular la intención. Desde luego,
aquella corriente de agua, modesta y negruzca, no tenía punto de comparación
con el caudal profundo y barroso del río de mis deliquios intelectuales con
Aurorita, pero las canciones que yo tarareaba eran las mismas y –lo reconozco-
la naturaleza, mucho más exuberante y acariciadora.
Una de esas
tardes, que había prolongado más de lo habitual leyendo -¡y entendiendo, al
fin!- la locatio-conductio, llegó a
mis oídos la reproducción en lugar próximo del concierto Emperador de Beethoven. Contuve mi curiosidad activa durante un
tiempo pero, al fin, tomé el camino que bordeaba la orilla del río, en
dirección a la fuente sonora. Y allí estaba ella, tumbada en la yerba, a la
sombra de los árboles, con una radio Philips
a transistores, que emitía, con la inefable dulzura que se debe, el
adagio. El momento era en verdad
mágico, uno de los más inolvidables de mi ya larga vida. Me senté
cautelosamente allí desde donde la había visto, hasta que el receptor me hizo
llegar, entrecortado, el mensaje:
-
Acaban
ustedes de escuchar… número cinco… Beethoven… Sinfónica de Chicago…
Solo entonces,
prácticamente al unísono, la chica se incorporó y yo reemprendí el camino hacia
ella, saludando de lejos, para evitarle el sobresalto. Entonces me percaté de que
no se trataba de un hada del bosque, ni siquiera de una de esas jóvenes de arrobadora belleza, propias de los relatos
románticos, sino de Milagros Sela, vecina de mis tíos y hermana de Alfonso y
Benjamín, dos de los gallitos de la
pandilla. De hecho, más de una vez se nos había incorporado, junto a otras
amigas, para merendar o ir en bici a alguna fiesta del contorno. Con todo, no
dejó de agradarme aquel encuentro en plena y solitaria naturaleza, que decidí
anudar cuanto antes, para evitar que la muchacha se evaporase:
-
¿Quién
era el pianista –pregunté-, Van Cliburn, tal vez?
-
En
efecto. ¿Tocas el piano?
-
No.
Me gusta mucho la música clásica y creo tener ese disco: Van Cliburn y la
Sinfónica de Chicago, dirigida por Fritz Reiner –como ven, la pedantería ante
todo-.
-
Yo
estudio piano y me encanta Cliburn. ¿Sabes que le dieron el Premio Tchaikovski,
a pesar de ser americano?
-
Sí.
Hicieron un pequeño reportaje sobre ello en el No-Do.
Milagros (Mila, por descontado) parecía algo
sorprendida de mi erudición o, al menos, interés por lo clásico; un interés
que, desde luego, no estaba capacitado para mantener durante mucho tiempo. Salí
por la tangente:
-
Hay
algo mejor que el Emperador para
escuchar en el campo. El concierto para violín de Brahms.
-
¿Tienes
también el disco?
-
Desde
luego.
-
Yo
vengo por aquí muchas tardes para escuchar música. Esto del transistor es un
gran invento.
-
Pues
yo suelo venir para… para estudiar Derecho Romano.
-
¿Te
han suspendido?
-
¡Quiá!
Lo voy a tener el curso que viene. Voy a empezar la carrera en Castellar.
No hubo más
demora, pues era el momento, y con exceso, de reunirse con las respectivas
pandillas. Entretuvimos el camino de regreso con una conversación que no
recuerdo. La despedida sí que la tengo en la memoria, pues fue de órdago. La empezó Mila:
-
¿Quieres
que quedemos mañana, después de comer?
-
No
sé. Ya sabes que tengo que preparar el Romano.
-
Entonces
podrías venir por casa a oírme tocar. Soy bastante mala, pero si te gusta
Mozart…
-
Me
resulta embarazoso: tus padres, tus hermanos…
-
¿Embarazoso?
¿No seré yo quien te resulte cargante?
No pude seguir con
aquel diálogo para besugos. Exploté:
-
No
es por ti, Milagros. Tú eres un encanto. Es por mí; es que estoy…
Y, de pe a pa, le
resumí el reciente fracaso con Aurora y mi propósito de llevar las cosas con
calma, huyendo de cualquier acercamiento en solitario a una moza. Mila se lo
tomó con cierto humor:
-
¿Ni
con un piano de por medio?
-
No
es eso. Es que mi tía…
-
¿No
será que todavía esperas volver con ella?
-
Tendría
que ser, más bien, que ella aceptase volver.
-
Entonces,
¿para cuándo dejarás de llevar luto por tu perdido amor?
-
Tal
vez el año que viene. La universidad, con el nuevo ambiente, las compañeras…
-
Pues
nada, ánimo y que se te cure el corazón. ¡Ah!, de esto ni una palabra a mis
hermanos.
-
Por
supuesto. Y por tu parte… Eres la primera persona con la que hablo aquí de esto
y no querría…
-
La
primera no, Luis, la segunda. Acabas de decirme que tu tía… Pero descuida, seré
una tumba.
Algo me impulsó,
inconteniblemente, a tenderle la mano. Ella la estrechó con una firmeza que me
hizo imaginar sus fortissimi al
piano.
Aquella noche, en
la cama, mi cabeza era un avispero. Cuando logré dormirme –más que nada, de
cansancio-, me pasé toda la noche en una sala de conciertos, tratando de no
escuchar la música de piano, que interpretaba una ejecutante con la cara de
Aurorita y las manos de Milagros. Yo me levantaba una y otra vez de la butaca e
intentaba de salir de la sala, pero me era imposible: ramas de avellanos y
zarzamoras me lo impedían, hasta lacerar la piel y la ropa. Habría jurado que
la melodía que se repetía era el estudio Tristesse
de Chopin. Cuando bruscamente me desperté, aún tenía las manos tapando los
oídos.
3. La dama y el caballero
Pasaron los días y, curiosamente, recobré la tranquilidad
interior. Diríase que, en el fondo, mi conciencia alababa el sacrificio de
haber seguido la voz de la experiencia. Me sentí más ligado a mi tía, con el
deseo de una mayor intimidad con ella. Buscando un tema de conversación, más
que sonsacarle confidencias, le pregunté:
-
Tía,
¿qué tal son los Sela?
-
¿Los
Sela? Pues como todos los de su clase.
El marido es un ingeniero pagado de sí mismo, por el cargo y por proceder de
una familia que lo ha sido todo en el valle. Y ella, una advenediza, una nueva
rica con pobre educación y, por si fuera poco, muy de la situación. ¡Si la hubieses oído cuando lo del contubernio
de Munich!
-
Pues
los hijos parecen bastante normales. Sin ir más lejos, la chica mayor,
Milagros, dicen que toca el piano.
-
¿Ya
la has escuchado?, me preguntó maliciosa.
-
No,
tía. No he tenido ocasión de entrar en su casa.
-
Muy
de ellos. Les parecerás poca cosa, siendo familia nuestra, o un rojo en
potencia.
En esto, terció mi
tío, que había subido de la consulta, sin que nosotros nos percatásemos:
-
No
hagas caso a tu tía. Ni rojos ni gaitas. Tienes mi permiso para pelar la pava
con la mocina. ¡Pues menudo braguetazo ibas a dar!
Ya se preparaba Veva
a responderle como se merecía, a juzgar por el arrebol de sus usualmente níveas
mejillas. Me adelanté:
-
¡De
ninguna manera! Yo me voy a ganar la vida muy bien de notario.
Tío Ricardo simuló
una zalema y replicó, cogiendo el periódico:
-
Entonces,
no se hable más. Cásese el señor notario por amor.
***
El mes de julio
tocaba a su fin y la pandilla había organizado, como todos los años, una
excursión de largo recorrido, al desfiladero del Cares. La belleza de aquella
garganta, calificada de divina, era uno de los atractivos de la
jornada. El otro, sin duda, era el de hacer el viaje en autocar y la caminata
en unión del grupo fraterno de las chicas. En suma, me gustase o no, era
probable que encontrase nuevamente a Mila.
La jornada
matinal, iniciada con la amanecida, no presentó mayores novedades para los
conocedores de la zona. Yo, una vez templados los músculos y roto a sudar, me
dejé deslumbrar por la fuerza y la belleza que ofrecía el recorrido, que hice
en cabeza de la expedición, como correspondía a mi práctica y amor propio.
Comimos en un pueblecito, a la orilla del río, en el fondo de un imponente
circo glaciar, mezclando bocadillos y fruta con pullas y chistes. En esto las
chicas llevaban, sin duda, la delantera y más de una me tocó encajar pues,
contra lo que inocentemente creía, había merecido suficiente interés y atención
femeninos, como para que me hicieran alusiones afectuosas y críticas despiadadas. Yo dejaba decir, no
queriendo entrar al trapo, y miraba al desgaire a Milagros, que apenas
participaba y tenía un rictus de preocupación en el rostro. Pronto sabríamos el
porqué.
En efecto, apenas
iniciamos el camino de vuelta –que supondría unas cuatro horas de andadura-,
una de las muchachas alcanzó a Alberto Sela, que iba en cabeza conmigo, y le
comentó:
-
Mila
va que no puede más. Tiene los pies llenos de llagas.
-
¡No,
si ya me temía yo algo así! –replicó Alberto-. ¡A quién se le ocurre empeñarse
en venir a esta excursión y calzarse botas gruesas, sin haber caminado apenas
durante todos estos meses!
Retrocedimos un
buen trecho, hasta encontrar a Mila sentada en una peña, con los pies cubiertos
solo por los calcetines. Tras la bronca correspondiente, su hermano curó como
pudo las peores mataduras, le puso otro par de calcetines sobre los anteriores
y le espetó:
-
Y
ahora, señorita, andando, que el autocar no espera.
Me dio lástima, o
quise dar una lección erga omnes. El
caso es que dejé marchar a Alberto y me quedé con Mila y su amiga Telva. Para
empezar, le cedí el bastón de contera férrea, obsequio temporal de mi tío, y le
ofrecí un brazo de apoyo. La chica, con más voluntad que fuerza, se cogió al
lazarillo y reemprendimos el camino. En un principio, las cosas no fueron mal,
gracias a la pausa y al improvisado vendaje y dobles calcetines. Poco a poco,
la situación fue empeorando. El dolor retornaba y, al pisar de forma alterada,
se le produjeron unos calambres en las pantorrillas difíciles de soportar.
Nueva sentada en una piedra; decidí tomar en mis manos la situación:
-
Telva,
avisa a los demás que me quedo con Mila y me encargo de llevarla hasta el
final. Si llegamos tarde, no importa. Cogeremos un taxi y ya lo pagaremos entre
todos.
-
¿Quieres
que regrese, después de dar el recado?
-
No
es necesario. Llévate la mochila de Mila y quédate con los demás, procurando
que impongan al conductor una espera larga.
Volví a la tarea,
con mejor intención que experiencia. Mila se percataba y no dejó de dar un
respingo, cuando notó que levantaba sus pantalones hasta las rodillas y
masajeaba, golpeaba y pellizcaba firmemente sus piernas. Nueva sesión de cura,
vendajes más generosos y adelante. Pero esta vez fui yo quien la cogió del
brazo, iniciando una conversación que pretendía ser distendida e
intranscendente. Para empezar:
-
No
te apures, nena, que ya he pasado por
esto muchas veces.
-
¿Sí?
Y cómo fue.
-
En
la guerra. ¿No te he contado lo del Jarama?
Y así, entre
bromas y veras, con su enorme fuerza de voluntad y resistencia al dolor, fui
llevándola dócilmente hasta la gran cuesta final, áspera y pedregosa, que ahora
nos tocaría bajar. El sol hacía ya rato que había declinado entre los riscos y
las sombras enmascaraban el perfil del suelo. A lo lejos, nos pareció divisar
la mole azulada del autobús.
-
El
último esfuerzo, campeona. ¿Te atreves con él?
-
Contigo,
al fin del mundo.
-
Pues
vamos allá, respondí, atusando levemente su flequillo, empapado en sudor.
En el camino de
vuelta, preferí no ponerme a su lado en el autocar, pues temía las bromas de
los compañeros. Me senté delante, con Alberto. Esbozando lo que quería ser un
elogio, me abrumó:
-
Nunca
lo habría creído, tío. Pensé que eras debilucho y de pocas agallas.
-
Y
lo soy. Es Milagros quien ha hecho todo el esfuerzo. Yo solo la he acompañado.
Me miró,
sorprendido. Meditó un momento la respuesta, pero le salió un mero comentario:
-
Ya
me parecía a mí.
Y se quedó tan
fresco.
***
Pasaron unos
cuantos días sin ver a Mila. Yo no me extrañé, pues la hacía reponiéndose de
sus heridas de caminante y –como les he indicado- no era habitual que
formásemos panda bisexual, como ahora se dice. Pero, al siguiente fin de
semana, se celebraban las fiestas de Arenales, donde se mantenía viva la
ancestral y emocionante ceremonia coreográfica de la danza prima. Me
pareció, por romántica y musical, una buena ocasión para ofrecer mis
respetos a la joven convaleciente. Pregunté a su hermano Benjamín:
-
Vendrá
Milagros, ¿no?
-
¿Mila?
Se marchó anteayer a Inglaterra, como todos los años.
4. ¿Del viejo, el consejo?
Volví a Figares
diez años después, convertido, si no en notario, sí en un acreditado
profesional de leyes, cuya especialidad silenciaré. Después de un par de meses
en la capital, instalándome y haciendo las primeras experiencias, decidí poner
fin a la absurda incomunicación con mi tío Ricardo y, tras preaviso telefónico,
me presenté a la puerta de su casa con una espléndida bandeja de pasteles.
Tal vez merezca la
pena una breve explicación, aunque la discreción familiar se resienta. Es el
caso que, como ya se esperaba desde hacía años, mi tía Genoveva murió de
insuficiencia cardiaca, el invierno siguiente a mi estancia norteña a su lado.
Fallecida en Madrid, fue enterrada en la sepultura familiar de Castellar. No
íbamos a cometer con ella la crueldad de dejarle sufrir la humedad de Figares,
hasta el fin de los tiempos... Mi tío retornó a sus ocupaciones y, apenas seis
meses más tarde, se desató la tormenta:
-
Me
ha escrito Ricardo, que se casa, balbuceó mi padre en la comida familiar.
Allí fue Troya.
Nadie negaba al tío el abnegado cuidado de su enferma esposa, ni la justeza de
que buscase lícito remedio a su soledad, más adelante. Pero, así, con ella
todavía caliente, sin guardar ni un año de luto... Era tanto, como ofender
su memoria y eso la familia no podía consentirlo. En fin, ruptura total con el ligero
de cascos (mi abuela lo dijo) y ni pensar en regresar a su verde entorno y
a su casita de la cuesta, de blanco impoluto, con la consulta de cristal y
acero inoxidable y el salón de ventanales a levante. ¡Y adiós a Mila y a los
recuerdos!, por más que una y otros llegasen muy tenues al tráfago de mi primer
año de universidad y al permanente sofoco de ver, o creer ver, a Aurora.
Volvamos al
pasado-presente. Mi tío y, más aún, su esposa me recibieron con cariño y larvada
gratitud. Él era una sombra de lo que había sido, con las entrañas corroídas
por la enfermedad innombrable. Ella, en cambio, jovial, rozagante y bastante
más joven, parecía cumplir a su lado el papel que otrora Ricardo había
desempeñado: poner humor en el dramatismo y ayudar como si nada hiciese. El
tiempo pasó veloz y decidí despedirme un tanto bruscamente:
-
Bueno,
voy a dejaros. Vendré otro día.
-
¿Tan
pronto? Quédate a cenar.
-
No,
gracias. Quiero dar, antes de volver a casa, un paseo para recordar los lugares
de mi adolescencia.
-
Espero
que se te haya curado ya el mal de amores, concluyó mi tío, con un resto de su
antigua sorna.
Y no era disculpa.
Bajé la cuesta, ahora impecablemente asfaltada, y desemboqué en el umbroso
parque, a la vera de la pomposa iglesiona de la villa. Mentalmente iba
repasando bancos, olmos -¡ay, los olmos!- y magnolios, cuando me llamó una voz
femenina a cierta distancia: ¡Luis!
Me volví y esperé
que se acercara. La luz del día era ya casi inexistente. Una joven de buen ver,
con vestido chillón, que empujaba una silla de niño, venía hacia mí
apresuradamente. ¡Qué casualidad! Era Telva, la íntima de Mila. Interjecciones
de sorpresa, besos y su ración de asiento en la terraza del aguaducho del
parque. Abreviaré la narración de nuestro diálogo, que ya va siendo hora de
concluir.
La conversación derivó bien pronto hacia Mila.
La esforzada del Cares, la pianista en ciernes, se había casado en el condado
inglés de Sussex con uno de los muchachos de la casa donde paraba en sus
periodos de aprendizaje del idioma. Viene por aquí poco, pues su padre se ha
jubilado y la familia marchó para Madrid. Le va bien. Tiene dos niños rubitos
preciosos. A veces, te recordamos. ¡Lo contenta que se va a poner cuando le
escriba...!
Apreté un poco más
las clavijas, pero apenas fue necesario. Parecía como si Telva tuviese ganas de
soltar un pesado lastre de años. Resultó que Mila había partido sin anunciármelo
ni despedirse, para evitar reacciones indeseadas. Entonces yo creo que
estaba coladita por ti, pero no quería entrometerse entre tu antigua novia y tú.
Ella tenía el deseo generoso de que recompusierais la relación, pues te veía
muy afectado. Y no le parecía mal tu prudencia de dejar pasar un tiempo.
¡Bueno! Íbamos
atando cabos, solo que un poco tarde. Lo que antaño interpreté como grosería o,
al menos, desinterés, habían sido respeto y generosidad. Ello me reconciliaba
con la mujer, pero no hacía retroceder las manillas del reloj. De todas formas,
me sentía aliviado. Telva me urgió:
-
Ahora,
explícate tú. ¿Volviste con la chica? ¿Estás casado? ¿Tienes novia?
-
Querida
Telva –bromeé con amargura-, todavía estoy en periodo de reflexión.
-
Entonces,
la mocina por la que se retiró Mila de la competencia, ¿qué ha sido de ella?
-
¡Volare!,
respondí canturreando, con mi mejor imitación de Modugno.
Telva hizo un
mohín de enfado, que me resultó gracioso sin pretenderlo:
-
Es
que ¡a quién se le ocurre andar con prudencias y reflexiones en amores de
chavales!
Respondí con mi
inveterada tendencia a echar a los demás la culpa de mis errores.
-
¿A
quién? Pues a tía Genoveva.
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