El obsequio (Un cuento de los tiempos
del piojo verde)
Por Federico Bello Landrove
Este relato se
inspira en el ambiente y algunas anécdotas recogidas en la biografía que a pie
de página cito[1]. Todo
lo demás corresponde a mi imaginación, aunque de vuelo bajo, ya que el tifus
exantemático de la posguerra española fue bien real y está presente a todo lo
largo de la relación, breve y casual, que entablan una chiquilla convaleciente
y el estudiante de Medicina a quien se confía parcialmente su cuidado.
Acabábamos de
pasar la consulta matinal en la sala Virgen de África del hospital,
cuando el doctor Piñuela me rozó el brazo y susurró:
-
Guerra,
acompáñeme a mi despacho.
Ni la forma de ser
del Doctor, ni mi relación con él, presagiaban ninguna regañina pero, siendo
tan puntilloso como lo era en materia de consulta, temí por unos momentos haber
metido la pata con alguno de los enfermos y lo seguí un tanto preocupado.
-
Pase
y siéntese, me dijo según entrábamos en su amplio despacho que, como
catedrático de Patología Médica le correspondía. Eso también me inquietó, pues
solía hacernos las indicaciones leves de pie, de manera escueta e
irrebatible.
Cerró la puerta
tras de nosotros -tercera señal de alarma pues, salvo materias muy reservadas,
dejaba el despacho abierto, para que corriera el aire -según daba a
entender que prefería la difusión al secreto-. Mas todo quedó claro en un
momento y estaba muy lejos de lo que yo había temido.
-
Verá
usted -Piñuela no apeaba el tratamiento, hasta que se había obtenido el título
de licenciado-: se trata del caso de una paciente conocida mía y vecina suya,
en el que quiero que me eche una mano porque, entre la Facultad, el Hospital y
la consulta, no tengo ni un minuto libre.
La cosa no parecía
ser especialmente delicada, como cumplía el asignársela a un alumno de tercero
de carrera, por muy competente que yo fuera. Se trataba de una chiquilla de
doce o trece años que acababa de pasar el tifus exantemático, cosa bastante
corriente en aquel año de 1940[3].
Había quedado tan débil y depauperada, que el Doctor estaba preocupado por su
salud, no siendo que cogiera la tuberculosis o cualquier otra enfermedad de
gérmenes oportunistas. ¿Y qué esperaba Piñuela que yo hiciera?
-
Poca
cosa -me dijo-. Yo la examinaré todos los viernes. De lunes a jueves, se trata
de que la visite usted a la caída de la tarde, para controlarle la temperatura,
el pulso y la presión arterial. ¡Ah!, y lunes y miércoles la ausculta,
para comprobar si hay algo raro en los pulmones. Tomará usted los oportunos
datos, que me entregará el viernes por la mañana, para que yo le haga el
reconocimiento, debidamente informado.
-
Lo
haré con mucho gusto, Doctor. Solo indíqueme el nombre y el domicilio de la
muchacha, porque no caigo de qué vecina mía pueda tratarse.
-
Vive
en la calle Jabonería, justo a la parte de atrás de su casa de usted.
Creí que ya
habíamos concluido pero, como si se hubiera tratado de un olvido, Piñuela
añadió:
-
Durante
las primeras semanas, le pondrá usted una inyección diaria de Calcivitam
forte[4],
descansando diez días entre caja y caja. Tome usted los dos primeros envases y,
cuando se acaben, me pide más, hasta llegar a cinco cajas en total.
Empezaba a ver el
incordio de los pinchazos:
-
Todos
los días, Doctor, supongo que incluye sábados y domingos…
-
En
efecto, mi sufrido ayudante. Si algún día no puede usted, pídale el favor a su
padre, de mi parte.
***
En efecto, he de
reconocer que, si gozaba ante el profesor Piñuela de tanto apoyo y confianza
-pese a no haber alcanzado siquiera la mitad de mis estudios-, ello era debido
a que mi padre era uno de los practicantes más conocidos de Castellar y,
en verdad, de los más diestros en su oficio, como corresponde al titular de una
clínica tan activa, como la Casa de Socorro. Allí -rogando a Dios que la guerra
acabase antes de que llamasen a filas a mi reemplazo- tuve mi segunda casa,
mientras la primera sufría las carencias de luz y calor propias de la
contienda. Cuando terminaba las clases en el Instituto, comía y durante toda la
tarde me encerraba en cualquier tabuco de la Casa, para estudiar las lecciones
o hacer las láminas de dibujo. Y, como tenía buena cabeza y una curiosidad a
prueba de fracturas y hemorragias, presenciaba las faenas de urgencia que allí
se practicaban hasta que, poco a poco y a hurtadillas, me fue consentido poner
inyecciones, escayolar o realizar las curas más elementales. De esa forma,
cuando, acabada la guerra, reabrieron la Facultad, me hallé en el Hospital como
pez en el agua. Las clases teóricas eran harina de otro costal, pero lo mucho
que había aprendido de mi padre y de los excelentes médicos municipales me
facilitó tanto las cosas que, a los diecinueve años, me encontré -como les he
dicho- en tercero de Medicina, favorecido, además, por la reducción temporal
que experimentaban los estudios, para compensar los atrasos de la guerra. Hubo
asignatura de la que me examiné a los tres o cuatro meses de cursarla; otras
duraban seis; algunas, todo el curso[5].
Así es que lo de estar en tercero era la aproximación a una realidad
confusa y pragmática.
En aquella
Facultad castellarense descollaban algunas lumbreras, pese al desmoche que la
represión política generó. Seguramente, el más famoso era el doctor Azarías
Piñuela, catedrático de Patología Médica y Decano de la Facultad desde diez
años atrás. Decían que había hecho ampliación de estudios en Suiza y, desde
luego, era una eminencia en diversas enfermedades infecciosas, entre las cuales
no se encontraba la del famoso piojo verde, que solo había tomado
actualidad en la Europa occidental en los periodos bélicos. Pues tuve la suerte
de que, por referencias elogiosas de su colega de Anatomía, don Azarías me tuvo
desde un principio la consideración de designarme jefe de mesa de
estudiantes, ayudante de laboratorio -sin nombramiento ni sueldo- y asistente a
sus visitas y labores en el Hospital Provincial, lo que constituía el mejor
momento del día, con mi bata blanca, fonendo al cuello y el Enrique Guerra bordado
en el bolsillo superior, mezclado con los doctores y absorbiendo las palabras
de Piñuela, como las esponjas el agua.
Quizá estén
ustedes esperando alguna consideración sobre mis opiniones políticas -o las de
mi familia que, a la sazón, tanto daba-, o algún canto encendido a la vocación
médica, pero la verdad es que de una y otra cosa carecía en el momento en que
mi mentor me confió el encargo para la calle de la Jabonería. Hasta entonces,
yo recibía la enseñanza y la práctica médicas con la naturalidad y la
irreflexión con que aspiramos el aire; y, en lo referente a haber tomado
convicción o partido por los rojos o los azules, creo que la mejor enseñanza
que recibí de mi padre fue esta: Hijo, en esta vida no se puede ser
partidario acérrimo de nadie y, menos que nunca, en una guerra.
***
No puedo decir que
mi primera impresión de las vecinas fuese muy favorable. Parece ser que
la matriarca, doña Otilia, había entendido que los días en que no pudiera
acudir el doctor Piñuela -a quien ella siempre llamaba, por antonomasia, El
Doctor-, sería algún otro colega de su cátedra quien lo sustituyese, no un
estudiantillo casi imberbe, por mucho alarde de fonendo y de cartera de piel
que se gastara. Tampoco yo estuve, en un principio, acertado, que digamos,
cuando por toda explicación, le largué:
-
Es
que, como somos casi vecinos, pues…
Y, a la vez,
señalaba desde el balcón de casa de doña Otilia, las ventanas traseras de la
mía, al otro lado de la calleja, un piso más abajo. Mi gesto fue respondido por
la pequeña enferma con una amplia sonrisa, desde la cama turca que habrían
trasladado de su dormitorio al cuarto de estar, supongo que para estar más
aireada y entretenida.
En fin, sin más
conversación -como no fuera pedir agua para hervir jeringa y aguja-, cumplí mi
cometido al completo. Solo al acabar, la chiquilla -de la que ni siquiera me
habían dicho el nombre- me dio las gracias por el pinchazo, que apenas había
notado, y su madre me acompañó, largo pasillo adelante, hasta la puerta de
la calle. A mi hasta mañana, más o menos a la misma hora, contestó: Adiós;
y tenga cuidado con la escalera, que tiene algunos peldaños muy traicioneros.
Aquel día fue
miércoles. De modo que hube de volver al siguiente y, aunque solo habían
transcurrido veinticuatro horas, el ambiente había cambiado de forma
radical. Luego me enteraría de que doña Otilia -también conocida como la viuda
de Cernuda- había hablado con Piñuela, recibiendo de este la seguridad de que
se las había con un futuro médico muy prometedor, que -y esta mentirijilla no
creo constituyese pecado- se había ofrecido voluntariamente, en cuanto se enteró de la familia a que iba a prestar aquel servicio.
Líbreme Dios de
llevar la contraria explícitamente al Doctor, pero lo cierto era -como ya he
dejado dicho- que las cuestiones políticas se me daban un ardite. Sin embargo,
en este caso, mi padre no dejó de corregir su natural equilibrio y
escepticismo:
-
¡Así
que son las de Cernuda! Pobre gente. ¿No te acuerdas de don Elías? Era una
buenísima persona, pero una banda de sinvergüenzas con camisa azul vino a por
él una noche de agosto del 36 y no se ha vuelto a saber de él. En alguna cuneta
lo habrán enterrado. Yo creí que estabas al corriente.
-
Papá,
de aquella tenía quince años y mamá y tú procurabais hablarme lo menos posible
de esos temas. ¿A qué se dedicaba el pobre señor?
-
Tenía
una tienda de comestibles en la calle de Las Angustias. Parece que todo su
crimen era estar afiliado a la C.N.T. y no vender al fiado a determinadas personas
significadas del otro bando.
-
Y
seguro que se llevó con él la llave de la despensa, porque la casa tiene un
aspecto muy humilde y don Azarías les ha sacado del hospital las inyecciones,
supongo que gratis.
-
Según
tengo entendido -concluyó mi padre- la tienda era alquilada y les incautaron
todo lo que tenían en ella. Donde ahora viven llevan solo tres o cuatro años.
Antes tenían la casa encima de la tienda, como era costumbre antiguamente.
-
Así
se explica que no tuviera ni noción de todo lo que me has contado.
***
Pues, como iba diciendo, mi segunda visita médica fue muy diferente. En
lugar de la madre, me abrió la puerta una joven, más o menos de mi edad, de
aspecto simpático y físico agradable, bastante peripuesta y vestida de calle.
Era la hermana mayor de mi paciente, que acababa de llegar de su trabajo en Confecciones
La Parisién, aunque bien pudiera ser que se mantuviera arreglada para
recibir e inspeccionar a aquel vecino tan aventajado que estudiaba
Medicina. Luego, su madre, aún sin dejar la costura -oficio con el que iba
sacando adelante a la familia-, me dio conversación acerca del tiempo y de que
conocía de vista a mis padres; pero, sobre todo, subsanó la injustificable falta
del día anterior, dándome a conocer los nombres de sus hijas: Antonia, la
mayor, y Matilde, mi convaleciente. Por si acaso yo había incurrido el
día anterior en la misma descortesía, también me presenté y hube de responder a
algunas preguntas adicionales de Antonia, que cesaron tan pronto la madre la
miró con aquel ceño, que todavía recuerdo. En fin, cumplidas todas las
prescripciones ordenadas por don Azarías, se empeñaron en que tomara un café,
que sacaron, para mi vergüenza, con pastas y servido en un servicio de
porcelana, seguramente vestigio de pasada bonanza. Me limité a tomar unos
sorbos de lo que entonces pasaba por café en las casas modestas y, para
librarme de otras preguntas, me dediqué a animar a Matilde, al encontrarla
afebril y con buen apetito, según manifestaba su madre. Aquella jovencita, cuya
delgadez apenas permitía entrever las incipientes formas femeninas, sonreía
entre lágrimas, con su palidez casi espectral, el cuero cabelludo seguramente
cuajado de calvas -que un pañuelo azul, hábilmente dispuesto, lograba encubrir-
y sus largas piernas, cuya única anchura apreciable eran las rodillas. Mañana
vendrá el doctor Piñuela, dije al despedirme. Es una eminencia y,
además, muy simpático. Me llegó al corazón la respuesta de la niña, que
pareció salirle también a ella de la víscera cardiaca: Pero volverás pasado
mañana, ¿no? … Es que no me duelen nada tus pinchazos.
2. La vecinita
Dicen que es inevitable el que entre
médico y enfermo se entable una relación muy personal, bien de amistad y
confianza, bien de rechazo. Piñuela advertía de ello a sus alumnos la primera
vez que los llevaba consigo para pasar consulta en el hospital aunque, claro
está, no resultaba fácil fijar tal relación con las decenas de pacientes que
había en cada sala, a razón de tres minutos de media por visita. De todas
formas, el consejo del Doctor era admonitorio: entregarse a los enfermos como
médicos, no como hombres, anteponiendo en todo caso las exigencias de la
ciencia a las de la sensibilidad. En otra persona que don Azarías, la
recomendación habría sido, como mínimo, discutible. En él, a los dos días de
acompañarlo, uno comprendía sin dificultad que mente y corazón actuaban al
unísono. Bastaba con que un enfermo estuviera con nosotros una semana, para que
Piñuela memorizase su nombre y circunstancias personales y familiares, lo que
aprovechaba para animarlo o reconvenirlo paternalmente. Sin hipérbole, todos
sus discípulos y colaboradores coincidíamos en esto: los enfermos lo adoraban.
¿A qué ha venido
esta monserga? Pues a que yo, aunque todavía estuviese muy lejos de ser él,
pronto sentí al encontrarme ante Matilde la misma sensación de que me percataba,
cuando Piñuela se acercaba a los dolientes hospitalizados. Claro que, en mi
caso, era obvio que me favorecía el trato tan personal. Por eso, decidí
abreviar mis consultas y mantener un cierto distanciamiento; pero una cosa era
pretenderlo y otra conseguirlo. No obstante, de lograrlo podía llegar a
depender mi tranquilidad.
No me refiero con
esto a que perdiera de estudiar media hora todas las tardes, salvo los viernes,
ni a que los domingos -según la hora de mi visita- me esperase un aperitivo o
la merienda en casa de Cernuda, Dios sabe con qué esfuerzo económico por su
parte. A lo que quiero aludir, en particular, es a la incorporación al dúo
terapéutico de la buena de Antonia -ya, invariablemente, Toñi-, siempre tan
acicalada y habladora.
Uno de mis
subterfugios para no convertir mis visitas en animadas conversaciones era el de
despedir, por prescripción facultativa, a todos los ajenos a aquellas,
so pretexto de precisar de toda mi atención y para no alterar las constantes de
la paciente. Esta orden, por supuesto, no incluía a doña Otilia que, como quien
no quiere la cosa, permanecía en la sala mientras yo había de poner las manos
sobre su hija, pero luego, una vez esta se acostaba en el catre o -más
adelante- se reclinaba con una manta en el sofá, salía camino de la máquina de
coser, dejando entreabierta la puerta de la cámara. Era entonces cuando, según
el estado de la enferma y el tiempo de que yo dispusiera, charlábamos de todo y
de nada, en particular, de las novedades del vecindario, tema muy querido por
Matilde y del que yo procuraba previamente información a través de mi madre.
Fue en una de esas
ocasiones, cuando la chiquilla me aclaró el porqué de la abierta sonrisa con
que me acogió la primera vez que la visité: Me había reconocido como el joven
que, todas las tardes y algunas noches, paseaba arriba y abajo de una
habitación, con un libro en las manos; cosa posible de observar, dado que las
dos casas quedaban frente por frente, si bien la suya un piso por encima de la
mía.
-
Tienes
razón -concedí-. Como los discípulos de Aristóteles, estudio paseando; solo
que, en vez de seguir al Filósofo, llevo el libro en las manos, cosa penosa a
veces, pues los tomos pesan lo suyo. Pero hay algo más, de lo que ignoro si te
percataste: repito las lecciones en voz alta, pues tengo memoria auditiva, más
que visual.
-
O
sea -infirió, conteniendo la risa-, que yo tenía razón. ¡Hasta cantas!
-
No
llego a tanto, desde la tabla de multiplicar, respondí sin entenderla.
Matilde rompió
entonces a reír de modo incontenible, y tan ruidoso que, casi a un tiempo,
aparecieron sorprendidas Toñi y su madre. Yo estaba un poco corrido, pero doña
Otilia apartó cualquier asomo de desagrado, al interpretar la escena:
-
Gracias,
don Enrique. Es la primera vez que le oigo soltar la carcajada, desde que le
entró el tifus.
***
Al día siguiente,
pedí a Matilde que me aclarase qué broma era aquella de estudiar cantando, que
se le había ocurrido. Se puso colorada -en la medida en que le era posible- y
guardó silencio, tras alegar que era una bobada de las que se le ocurrían para
entretener el tiempo que había de pasar reposando. Optando entre enfadarme
o jugar con astucia, me incliné por esto último y ataqué a la niña en su amor
propio, que era mucho:
-
Lo
que pasa -le dije con displicencia- es que, sea ello lo que fuere, lo habrás
soñado o, mejor aún, sufrirías un delirio durante la fiebre del piojo verde[6],
y ahora pretendes hacerme creer que tus palabras tienen sentido.
-
¡Claro
que lo tienen!, pero para conocerlo tendrías que saber lo que yo sé y que no me
da la gana contártelo.
-
¡Pues
vaya una amiga que me he echado! -exageré-. A partir de mañana, ya sabes,
termómetro e inyección, y punto. Se acabó el palique. Total, si vamos a
andarnos con burlas y secretitos…
Matilde se puso
seria y, como en ella era frecuente, las lágrimas asomaron a sus grandes ojos
negros.
-
No
me lo tomes así, Enrique -se justificó-: Es que una parte de la historia me da
vergüenza contártela y la otra tengo prohibido por mi madre hablar de ella.
-
Pues,
entonces, refiéreme solo la primera y no te pediré que me cuentes la segunda.
-
Es
que la una sin la otra no tiene mucho sentido.
-
Ya
empezamos -insistí-. Deja que sea yo quien diga si la entiendo o no. A fin de
cuentas, me da el pálpito de que tiene que ver conmigo.
-
¡Claro!,
por eso me da vergüenza. Pero, en fin, es que…
Entre cortes por
su parte y tirones por la mía, fue saliendo la primera parte, que no tenía
ninguna malicia, sino mera imaginación. De tanto verme a través de los cristales,
encerrado en mi habitación y dando vueltas, se le había figurado que yo
era un canario enjaulado, que solo descansaba cuando, como a esos pajarillos,
se les tapa la gayola con un trapo oscuro. Eso es lo que Matilde fantaseaba que
pasaba conmigo cuando se apagaba la luz y corría las cortinas…, hasta el día
siguiente, en que todo volvía a empezar. Vamos, que, según aquella
interpretación calenturienta, yo no saldría nunca de mi alcoba, como los
canarios nunca abandonan su prisión.
-
Por
eso -concluyó la muchacha-, casi me echo a reír cuando te reconocí al entrar en
nuestra casa. Aquí está el canario, que se ha escapado, me dije. Y por
eso, al confesarme que estudiabas en voz alta, lo comparé con el canto del
pájaro.
-
Vamos
-bromeé-, que solo te faltó ponerme nombre.
-
¿Es
que los canarios lo tienen?
-
Algunos,
desde luego, sí. El de mi vecina se llama Fleta, como el tenor, que en
paz descanse[7].
Así terminó la
cosa aquel día. La segunda parte llegó una semana después, una vez que la niña
obtuvo el permiso de su madre para contármela.
***
-
No
sé si sabes que, antes de morir, mi padre estuvo en la cárcel un mes,
aproximadamente.
-
Pues
no -contesté-. Me había llegado la noticia -equivocada, a lo que me dices- de
que se lo… habían llevado de casa unos hombres para…
-
¡Ah,
ya, el paseo! -dijo la niña espeluznantemente tranquila-. No es así. Yo misma fui con mamá y con Toñi unos cuantos jueves a verlo. Lo del paseo
debió de ser más tarde, porque uno de los días de visita papá no estaba y
no sé qué explicación le dieron a mi madre, de traslado, o fuga, o algo
parecido.
Mientras
pronunciaba estas frases, fue poniéndose muy seria y acabó entrecortándosele la
voz.
-
Déjalo
-supliqué-, no sigas. No merece la pena. He perdido toda la curiosidad.
-
¡Pero
si ahora viene lo bonito! -insistió ella, reponiéndose un tanto-. Es como un
cuento de los de Celia y Cuchifritín[8],
solo que lo escribió un señor que estaba en la cárcel cuando mi padre y me
cogió mucho cariño. Como sería que, cuando me lo hizo llegar, quiso aparentar
que lo había escrito mi papá para mí, pero yo no lo creo, porque no era su
letra y tampoco le creo capaz de imaginar historias así, por mucho que quisiera
dejarme un recuerdo.
-
¡Quién
sabe?, repliqué. Lo mismo se lo dictó al otro. Y, en cuanto a poder o no poder,
¡no sabes de qué cosas es capaz, por cariño a sus hijos, una persona que esté
en la situación de tu padre!
-
¿Tú
crees?, preguntó dubitativa.
-
¡Desde
luego! En la duda, acepta lo que te dijo aquel compañero de tu padre y tenlo
como el mejor regalo que este pudo hacerte.
La niña sacó de
bajo la almohada un sobre con dos cuartillas escritas por las dos caras.
-
Toma,
léelo -me dijo-. No es el original, pero mi hermana hizo varias copias, por si
se pierde.
El breve relato
llevaba por título Un cuento para Matildina, y describía una imaginaria
fiesta habida en la cárcel de Castellar, instalada en las cocheras de los
tranvías, en la que los guardias habían dejado entrar a todos los niños para
que pasaran un encantador día de asueto con los papás, durante el cual se había
servido una opípara comida -que el cuentista reflejaba con un lujo de detalles,
de los que podía deducirse a contrario el hambre que estaba pasando
cuando lo redactó- y concluía con un magno espectáculo circense. Al atardecer,
los hijos se despedían de sus padres y una de ellos -se supone que trasunto de
Matildina- regresaba a su casa con la mente tan llena de ansias de libertad
que, sin encomendarse a Dios ni al diablo, abría la jaula del pajarillo
familiar -canario, por más señas- y lo dejaba escapar. Cuando la madre se
percataba y pedía cuentas a Matilde, esta le respondía textualmente: Yo no
quiero que esté entre rejas, como papá.
-
¿Te
ha gustado?, me preguntó la chiquilla, al verme levantar la vista del papel y
posar con él las manos en el regazo.
-
Es
precioso, Matilde… Solo tengo una pega que ponerle.
-
¿Cuál?
-
Que
tu papá sabía muy poco de canarios enjaulados.
Matilde entreabrió
la boca y mantuvo sus ojos clavados en los míos, demandando la explicación de
mi severo juicio científico, que a saber de dónde me habría salido.
-
Los
canarios de por aquí -argumenté, al fin- son pájaros de jaula, que no están
acostumbrados a buscarse la vida en libertad. Si no cuidas de ellos, morirán.
-
Pero,
si es así -replicó-, ¿por qué escapan en cuanto les abres la puerta?
-
Porque
ellos no son humanos y no saben lo que les aguarda fuera… Pero el hombre-canario
no huye cuando le abren la puerta de casa, sino que seguirá estudiando
Medicina, hasta licenciarse en esta jaula que se llama España, y aún más allá.
Yo me quedé tan
ancho, pero mi contraparte no cejaba:
-
Tiene
que haber alguna forma de que el pájaro se sienta libre, sin que muera.
Se me hacía tarde;
de forma que yugulé la discusión:
-
Búscala
tú y pon otro final al cuento. Si me gusta, te haré un regalo.
-
¿De
veras? … Aunque la verdad es que nunca he intentado escribir.
-
Nadie
sabe de qué es capaz hasta que lo intenta, y con perseverancia.
Matilde sonrió.
Parecía muy interesada y no, precisamente, por el obsequio.
-
Pero
no creas que te voy a dar todo el tiempo del mundo -agregué-. Te examinaré
dentro de una semana, exactamente.
***
En los siete días
que quedaban para la prueba, en mi interior lucharon las fuerzas del aprobado a
ultranza, con un don preconcebido que pudiese gustar a la niña, y las de la
sinceridad debida a los amigos cuando, pese a las reglas de la prudencia, nos
empeñamos en valorar objetivamente sus logros: Vamos, aquello de amicus
Plato, sed magis amica veritas[9].
Y, a mayores, estaba casi seguro de que Matilde descubriría mi mendacidad, en
cuanto quisiera fingir por su obra una admiración no sentida. En consecuencia,
ni elaboré un prejuicio, ni compré de antemano el regalo. El talento y la
sensibilidad de mi paciente tendrían la respuesta.
Como si de una
prueba escrita se tratara, Matilde había redactado su final del cuento. En
principio, me decepcionó, pues se limitaba a añadir un epílogo al relato, en
virtud del cual, a la mañana siguiente de su provocada marcha, regresaba el
canario, al que Matildina encontraba al despertar, aterido en el alféizar de su
ventana. Con expresión ambigua, le comenté:
-
Veo
que has sabido conjuntar el instinto de libertad con el de supervivencia. El
pájaro escapó con alegría, pero retornó porque no tenía otra forma de
sobrevivir.
-
Y
yo veo -osó enfrentárseme- que no has entendido el principal motivo de volver.
Al fin y al cabo, por falta de alimento no habría emprendido el regreso tan
pronto. Con el retorno inmediato, quería dar a entender que el canario había
decidido que su puesto estaba junto a la niña, no ya como dueña y carcelera,
sino como defensora y amiga.
-
¡Acabáramos!
Así que la razón de volver a casa no era la necesidad de comer.
-
Efectivamente,
concluyó Matilde. No era todavía hambre lo que había sufrido, sino soledad.
-
¡Bravo!,
exclamé con sincera admiración. Señorita Cernuda, no tiene usted aprobado, sino
sobresaliente. La pega es que…, bueno, que no te he traído ningún regalo, a la
espera de que me hagas alguna sugerencia sobre su elección.
La Señorita
Cernuda ni paró mientes en mi falsa disculpa. Ya suponía yo que la satisfacción
por su logro y mi reconocimiento serían más que suficientes. Lo que, en cambio,
no me esperaba fue la salida de aquella escritora en ciernes:
-
Pero
si ya me has dado el obsequio. ¡Qué mejor regalo que el que me haces con tu
presencia, tu apoyo y tu estímulo! ¿Acaso voy a ser yo menos agradecida que el
canario del cuento?
Probablemente,
debería concluir mi historia aquí, pero aún sucedieron algunas cosas más, cuyo
conocimiento puede redondear el relato. Como este capítulo ya va siendo
bastante largo, yo también añadiré un epílogo, como mi amiga Matilde,
aunque con bastante menos genio.
3. Epílogo
La juventud y el
buen cuidado hacen maravillas. Sin necesidad de terminar el tratamiento de
inyecciones previsto por el doctor Piñuela, Matilde había iniciado la vía de su
total recuperación y no había la menor señal de la presencia del bacilo[10].
Había recobrado parte del color perdido; el cabello le brotaba en incontenible
cascada; su cuerpo iba rellenándose de carne y, en fin, púsose en pie una
jovencita, alta y hermosa, casi preparada para desarrollar una vida normal.
Pero el Doctor, como última precaución recetó:
-
Esta
chiquilla, para afrontar cualquier riesgo de infección, ya no precisa de reposo
ni de vitaminas de farmacia. Lo que necesita, Otilia, es algo que no sé si
usted está en condiciones de poder facilitarle: una ración de carne o de hígado
al día y aire puro, mucho aire puro.
-
Pues
no va a ser fácil, Doctor, hacer lo que me dice, pero entre todos lo
conseguiremos, aunque tenga que ponerme a fregar escaleras.
No fue necesario
tanto. Unos tíos de Matilde, pareja de labradores acomodados de Tierra de
Campos palentina, aceptaron recibirla en su casa por seis meses, al parecer,
sin cobrar nada. Ese sería, al menos, por el momento el final, no solo de mis
servicios, sino de nuestra asidua amistad.
El día antes de
partir, Matilde y yo teníamos un nudo en la garganta, por más que yo intentara
que riera con mis gracietas sobre que se iba a convertir en una
destripaterrones y acabaría casada con un gañán, con las manos tan grandes como
hogazas. Tal vez fuera mi alusión jocosa al matrimonio lo que la impulsó a
decirme, muy quedo y sonrojándose:
-
Un
día, me ofreciste un regalo, que yo consideré innecesario, puesto que ya tenía
lo más valioso: tu amistad. Pienso que fui demasiado tajante, que tal vez debí
pedirte algo, aunque no para mí, sino para… otra persona.
-
No
dudes en decirme lo que sea que, si está en mi mano, procuraré complacerte.
-
Valora
y decide libremente, pero en mí está el pedirte que lo consideres.
-
Adelante,
pues.
-
Se
trata de mi hermana, de Toñi. Aunque por su edad y su energía no lo parezca, ha
sufrido por la muerte de nuestro padre y la situación de la familia más aún que
yo. Fíjate: ahora, la que iba para matemática, ha tenido que ponerse a vender
telas, y gracias que ha encontrado algo digno donde emplearse y traer un
sueldecito a casa. En fin, supongo que te habrás fijado en que está
interesadísima por ti. De hecho, cuando te marchabas, se pasaba el resto de la
tarde dándome la matraca sobre tus cualidades y lo enamorada que está de ti.
-
Mujer,
algo había notado -muchísimo, tendría que haber dicho-, pero no me
parecía oportuno darle pábulo o ponerme a cortejar a la familiar de una
enferma a quien venía a visitar.
-
Por
eso mismo no te lo he dicho, hasta ahora. No te pido más que, una vez que ya
sabes lo que siente, veas de hacerle un poco de caso; al menos, que note
que tú la consideras y respetas sus sentimientos. En fin, yo no sé todavía nada
de estas cosas, ni siquiera estoy segura de haber hecho bien diciéndote lo que
te he dicho. Perdóname el atrevimiento y tómalo como muestra de mi cariño hacia
Toñi y del que tengo por ti.
Yo soy a veces -lo
habrán notado- un poquillo mal pensado. Nadie sabe hasta dónde pueden llegar
las triquiñuelas de una joven enamorada y de una hermana menor que pretende
ayudarla. Lo cierto es que aquella tarde, pese a que mi visita, con eso de ser
la última, duró más de una hora, Toñi no llegó de la tienda. Mas luego, según
bajaba aquellas oscuras y desvencijadas escaleras, me di de manos a boca con
ella. Por un instante, estuve a punto de decirle algo amable, para cumplir la
petición de Matilde, pero lo cierto es que me limité a manifestarle una
exagerada prisa:
-
Voy
escopetado. Se me ha hecho tardísimo despidiéndome de tu hermana.
-
Espero
-contestó- que no olvidarás el camino de nuestra casa. Ya sabes lo que te
queremos todas.
-
Lo
sé, Toñi, y os estoy muy agradecido por vuestro afecto.
Cuando salí a la
calle, sentí una extraña sensación, entre la claridad y la tristeza. Era la
premonición de que, si hubiera de volver algún día a aquella casa de la calle
Jabonería, sería pasado mucho tiempo, en busca de la niña enferma que tan
profundamente había conmovido mi corazón[11].
[1]
Carmen Cazurro García de la Quintana, La hija del alcalde, 3ª edición,
edición de autor, Aguada (Puerto Rico), 2010.
[2]
Denominación vulgar en la España de la época, para referirse a la enfermedad
infecto-contagiosa del tifus exantemático, basada en el parásito transmisor y,
al parecer, en una famosa y muy censurada canción de aquél tiempo (1935): Ojos
verdes, de la que fueron autores Rafael de León y Salvador Valverde (letra)
y Manuel López-Quiroga Miquel (música).
[3]
Entre la copiosa bibliografía sobre el tema en España, he consultado: Isabel
Jiménez Lucena, El tifus exantemático de la posguerra española (1939-1943).
El uso de una nueva enfermedad colectiva en la legitimación del “Nuevo Estado”,
en Dynamis (Acta Hispanica Medicinae Scientiarumque Historiam
Illustrandam), vol 14, Granada, 1995, pp. 185-198; Esteban Rodríguez Ocaña,
Tifus y laboratorio en la España de la posguerra, en Dynamis, cit.,
vol. 37, nº 2, Granada, 2017, pp. 489-515. Ambos artículos son libremente
accesibles por Internet.
[4] Nombre
imaginario.
[5] Sobre este y otros temas del relato, me ha
sido muy útil la consulta del siguiente artículo periodístico: Ángel Casas
Carnicero, El piojo verde, en El Norte de Castilla, Valladolid,
26 de noviembre de 2006.
[6] En
efecto, el delirio es uno de los efectos frecuentes del tifus exantemático.
[7] Miguel
Burro Fleta (1897-1938), famoso tenor español.
[8]
Personajes infantiles de los cuentos de Elena Fortún (1886-1952),
seudónimo de María Encarnación Aragoneses de Urquijo. Inició su publicación en
1928 y la serie (con sucesivas continuaciones y recopilaciones) duró lo que la
vida de la autora, publicándose incluso un volumen póstumamente (1987).
[9]
Frase atribuida a Aristóteles por su biógrafo tardío, Ammonio. Puede traducirse
por: Platón es mi amigo, pero la verdad lo es más.
[10] Por
antonomasia, el bacilo de Koch, bacteria desencadenante de la tuberculosis
pulmonar o tisis.
[11]
No quiero concluir este relato sin recoger la estadística más fiable (lo que no
es mucho decir, en esta materia) sobre el tifus exantemático en España, en números
absolutos, entre 1936 y 1950. La fuente es: Ramón Navarro García, Análisis
de la sanidad en España a lo largo del siglo XX, edit. Instituto de Salud
Carlos III, Madrid, 2002, pp. 210-211. Según ese Análisis, el número de
fallecidos por esta enfermedad fue de no menos de 3.899, de un total de 19.471
casos denunciados por declaración obligatoria de los médicos que los
atendieron. En consecuencia, el porcentaje de mortalidad pudo alcanzar la
imponente cifra del veinte por ciento, explicable por la inexistencia de
antibióticos y de vacunas en el periodo álgido de la epidemia (1941-1942).
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