Tres crímenes que resolver
Por Federico Bello Landrove
En la España de la
época de los Veinticinco
Años de Paz, una serie de crímenes ponen de manifiesto que el recuerdo de la
guerra civil está aún muy presente en los corazones. Un policía aficionado a la
psicología tratará de descubrir a los culpables de los asesinatos, con el
resultado que ustedes podrán conocer, si leen hasta el final esta extensa y
enjundiosa historia.
1. El crimen de la bodega
Corrían los
últimos días de octubre de 1963, cuando en el interior de una pequeña bodega de
la pedanía de Viñales de Maslejos, dentro de una amplia tina en la que empezaba
a fermentar el vino de la cosecha, apareció el cuerpo sin vida del dueño, un
agricultor de los que casi podríamos calificar de terratenientes. Se
llamaba Anacleto Revesado y, como pálido residuo de una carrera política más
larga que brillante, ejercía funciones de concejal de Maslejos y alcalde
pedáneo de Viñales. Lo que, en principio, podría haber parecido un accidente
por caída, o un ataque al corazón en una persona cincuentona y apoplética, se
convirtió de la noche a la mañana en un presunto homicidio, por obra y gracia
del informe de autopsia emitido por el forense del juzgado de instrucción de
Torrecilla, sede del partido judicial correspondiente:
… Aunque la
muerte se ha producido por ahogamiento, al quedar totalmente encharcados los
pulmones por mosto, las huellas de golpes y las magulladuras más arriba
reseñadas permiten suponer fundadamente que el finado fue llevado a la fuerza
hasta el borde del gran recipiente y de allí, o bien fue arrojado a su
interior, o se le sumergió la cabeza en el líquido, hasta producirle la muerte.
El que aparezcan en la nuca del difunto varias señales de compresión
coincidentes con las huellas que dejan los dedos, nos lleva a señalar como
forma más probable de morir la segunda de las citadas, seguida del lanzamiento
del cuerpo, ya inerte, dentro de la tina…
Por el grado de
descomposición que presentaba el cadáver, nos inclinamos a pensar que aquel fue
descubierto a los tres o cuatro días de su fallecimiento, si bien no es posible
hacer una mayor precisión, al haberse mantenido sumergido en el interior de un
líquido con alto contenido en azúcares, lo que implica la presencia de
poblaciones de microorganismos diferentes y muy superiores a las que pululan en
el aire o pueblan la tierra de una sepultura.
Tras dos meses de
pesquisas, lo único que pudo averiguar la Guardia Civil era que, en día
compatible con el de la muerte de Anacleto, un labrador que estaba arando con
un tractor tierras cercanas a la bodega, había visto pasar a aquel en su coche
-un Seat-600 de color verde-, sobre las nueve de la mañana y, poco
después, un vehículo jeep de color crema, que llevaba el mismo camino. Una
hora después aproximadamente, el jeep había hecho el viaje en sentido
inverso, pues adelantó al tractor del testigo, cuando este regresaba por la
carretera hacia el pueblo de Trabanquinos, acabada su faena. Resumamos esta
importante declaración en algunos puntos adicionales de notable interés:
… Que está
seguro de que el vehículo era de la marca Jeep[1]
del tamaño habitual, de color crema[2],
matriculado en la provincia de Castellar, sin que recuerde el número, ni
ninguna de sus cifras… Que el vehículo iba conducido por un hombre de pelo
canoso, con gafas de sol, no pudiendo dar más detalles de su apariencia o
indumentaria… Que le sería imposible reconocerlo, caso de volverlo a ver, dado
que lo adelantó a bastante velocidad y su tractor tiene la cabina a mayor
altura que la de los coches…
Complementariamente, los agentes habían comprobado las rodadas dejadas días
antes, constatando que llegaban hasta la puerta de la bodega y que los
neumáticos tenían dibujo y anchura compatibles con los de los jeeps.
Dados los días transcurridos y la ligera lluvia caída entre medias, no había
sido posible sacar una plantilla que, en su día, permitiera cotejarla con las
ruedas de un vehículo dado.
Tres meses
después, las averiguaciones estaban empantanadas. No había sospechosos claros y
los posibles -vinateros; trabajadores coyunturales de la bodega; personas enemistadas
con el finado- habían sido investigados e interrogados sin ningún resultado
positivo. Todo daba a entender que el supuesto homicida no era vecino de
aquella comarca, siendo lo más probable que procediese de la capital
castellarense. Por ese motivo, cuando el juez de instrucción de Torrecilla fue
a darle cuenta del escaso avance del sumario, el presidente de la Sala de lo
Penal de la Audiencia, don Manuel Gaztañaga, le dijo:
-
Concluye
el proceso y mándanoslo para que dictemos el auto de sobreseimiento. Ese será
el momento de que veamos lo que puede hacerse para ayudar a los guardias de tu
Partido.
Aunque no era lo
habitual -dada la puntillosidad en defender sus respectivas competencias-, don
Manuel, magistrado ya mayor y muy respetado en Castellar, hizo algo que le
había dado bastante buen resultado en análogas circunstancias precedentes.
Llamó al coronel que mandaba la Guardia Civil de la provincia y, tras ponerlo
en antecedentes del caso, le hizo saber que, sin perjuicio de que los guardias
siguieran investigando el crimen, iba a comisionar a un policía muy experto y
de su total confianza, para que también él hiciese las oportunas pesquisas,
dado que conocía perfectamente los ambientes más siniestros y herméticos de
Castellar, presunto lugar de donde había salido el escurridizo criminal. El
coronel gruñó y puso objeciones pero, al fin, no tuvo más remedio que aceptar.
-
Ya
sabía yo, coronel, -agradeció el presidente- que entendería la conveniencia de
agotar todas las posibilidades de descubrir al culpable, lo que, si se logra,
contará plenamente en el haber de la fuerza a su mando.
-
Eso
espero, Señoría -contestó el coronel, un poco desabrido-. Entiendo que ese
policía actúa como agente especial llamado por la Sala, no en funciones
propias del Cuerpo Nacional de Policía.
-
En
efecto pero, de todos modos, facilítenle todos los datos y la colaboración
precisa para indagar en el caso.
-
Sin
duda, y mejor aún. Voy yo también a comisionar a uno de mis oficiales para que
sirva de enlace entre el policía y nosotros. De esa forma, la colaboración será
perfecta y sin intromisiones.
Por parte del
señor Gaztañaga, no había ninguna duda. Encargaría de la comisión al inspector
Iglesias, un policía veterano de unos cuarenta años de edad, famoso entre sus
compañeros por su buen carácter y forma suave de trabajar, algo poco
corriente entonces -según se dice-. Se había ganado el apodo de Freud,
por su especial habilidad de usar la psicología para resolver los casos más
abstrusos. Algunos decían que en su juventud iba para juez, pero se le
atravesaron las oposiciones y, con su carrera de Derecho y todo, decidió
presentarse a policía de los llamados secretas[3].
Todo ello era una inmejorable carta de presentación ante los magistrados, así
como para entenderse con ellos, algo que muchos de sus colegas nunca
conseguirían.
Más dudas tuvo el
Coronel, pues era la primera vez que tenía que lidiar con una situación tal.
Por teléfono se le había calentado la boca, ofreciendo a un oficial para
el encarguito. ¡Menuda bobada, un guardia con estrellas para hacer de niñera o
de espía de aquel policía tan listísimo! Luego, pensándolo mejor,
supuso que no estaría mal poner al lado de aquella lumbrera policial a un
guardia de buena formación. Repasó mentalmente el elenco de tenientes a su
disposición en la ciudad de Castellar, que no estuvieran ocupando puestos esenciales.
¡Tate! Tenía al hombre adecuado: un joven recién ingresado, apellidado Lobón,
quien, de entrada, no le había parecido nada del otro mundo, pero que era bien
mandado y prudente. Lo llamó a su despacho y le dejó bien claro que, más que de
ayudar al indeseado polizonte, se trataba de estar siempre al tanto de
sus actividades y progresos, dándole inmediatamente cuenta, para que la Guardia
Civil fuese siguiendo, y aprovechando, el trabajo de su colega de la Policía.
El teniente puso cara de póker, pero salió de la entrevista indignado:
-
¡Lo
que me faltaba! Llegar a Castellar y que mi primera labor sea espiar a un
colega de la Policía. ¡Una cosa es que tengamos competencias y maneras de ser
diferentes y otra, llegar a esos extremos de desconfianza!
Por su parte, más
o menos en aquellos momentos, el inspector Iglesias salía del despacho del presidente
Gaztañaga, algo enfurruñado, pero no tanto como el teniente:
-
Este
don Manuel, siempre echando mano de mí cuando un crimen no se descubre. Y lo
malo es que el comisario dice que eso no es cosa suya y no me libera de otros
trabajos. En fin, en comunidad no muestres tu habilidad, como decía mi
abuela, pero ya es tarde para hacerle caso.
2. El crimen del cuchitril de Villaverde
Aunque no sea lectura muy
recomendable, puede ser oportuno introducir este capítulo con una referencia al
semanario de sucesos Crónica Negra, correspondiente al viernes, 7 de
febrero de 1964. El asunto bien podría haber merecido los honores de la primera
plana pero, por la calidad de la víctima, hubo de pasar a la página 5, con
evidentes muestras de actuación de la censura, tanto en los titulares, como
dentro del texto de tipografía ordinaria. El resumen podría ser como sigue:
Un teniente coronel aparece muerto en
extrañas circunstancias
Villaverde Bajo, conmocionado por el
suceso
En la tarde del
pasado martes, día 4, apareció en un pequeño local alquilado para guardar coches
el cadáver del teniente coronel, Don R.A.F., en el interior de un vehículo de su
propiedad, que ocasionalmente guardaba en el citado espacio, sito en el número
23 de la calle Lentejuelas, en el barrio madrileño de Villaverde Bajo…
Las primeras
impresiones son las de que el militar llevaba muerto tres o cuatro días cuando
lo encontraron, siendo la causa de su muerte la inhalación de los letales gases
del tubo de escape de su turismo, un Austin matriculado en la provincia de
Ciudad Real[4]… Lo más probable es que, dada la
baja temperatura reinante y que no residía en Madrid, el finado se acogiera al
local para descabezar un sueño, dejando el vehículo en marcha, para así mantener
la calefacción encendida… Por tanto, se maneja como más probable la hipótesis
de una muerte accidental, por monóxido de carbono…
Tras ser levantado
el cadáver y practicarse la autopsia, el cuerpo de Don R.A.F. fue trasladado
ayer a la ciudad de su domicilio, donde era muy apreciado, produciendo su óbito
la lógica sorpresa y consternación.
Como los
reporteros de Crónica eran unos profesionales competentes y muy
avezados, hemos de achacar a los recortes y exigencias de la censura el que la
precedente reseña apenas diese una pálida idea de lo sucedido, pareciendo, más
que una información seria, una maniobra de despiste. Pasados los años y las
personas, estoy en condiciones de referir ahora los pormenores del caso con
mucha mayor precisión.
Para empezar,
R.A.F. eran las iniciales de Rufo de Acuña Fernández, teniente coronel de la
Guardia Civil, de la que era segundo jefe en la provincia ciudadrealeña. Tenía
58 años, casado, con tres hijos. Hasta aquí, todo reglamentario. Lo que se
salía de lo legal para aquella época era que el señor de Acuña era muy dado a
establecer relaciones íntimas con personas de ambos sexos, cosa muy mal vista
en la Benemérita, hasta el punto de que, cuando se enteró su coronel, estuvo a
punto de abrirle expediente de expulsión del Cuerpo, a pesar de que le faltasen
pocos años para el retiro. A duras penas lo evitó don Rufo, a base de recordar
su historial de la guerra civil y comprometerse a enmendar su conducta sexual.
Entre severo y despectivo, el coronel le había advertido:
-
Cuando
menos, no nos avergüences a tus compañeros y a tu familia y vete a hacer esas
cochinadas a Madrid, donde no te conozca nadie.
Acuña tomó la
frase como una licencia, que le ahorraba cumplir sus promesas de castidad, y
una o dos veces al mes se desplazaba a la capital de España para tener sus
pequeñas orgías, o para intentarlo al menos. Con tal objetivo,
frecuentaba determinadas casas de tolerancia, o ciertos bares y clubs de
afluencia homosexual masculina, en donde echaba las redes, entre
abundantes libaciones y gastos. Comoquiera que sus visitas a Madrid menudeaban
y no quería exhibir su flamante Austin azul celeste con franja blanca,
había alquilado como garaje personal el mínimo y descuidado local de la calle
Lentejuelas, donde había acabado perdiendo la vida. Desde allí, se desplazaba
en taxi a los establecimientos de su predilección, sin preocuparse por estar
más o menos bebido.
Esto sabido,
veamos lo que encontraron los forenses, al hacer la autopsia al cadáver del
teniente coronel:
… Presentaba en su
sangre un porcentaje de carboxihemoglobina del 63%, lo que supone una
intoxicación por monóxido de carbono de efectos mortales… Al propio tiempo, el
análisis de alcohol en sangre arrojaba la tasa de dos gramos y medio de etanol
por litro de fluido sanguíneo, lo que implica una intoxicación aguda, con
intensa limitación de las facultades de atención, entendimiento y autoayuda… El
análisis de las muestras de parénquima pulmonar, realizado por el Instituto
Nacional de Toxicología, ha confirmado la presencia en aquel de cloroformo, que
ya habíamos objetivado por el olor al mismo que exhalaban la boca y fosas
nasales del difunto, así como el interior de su coche… Aunque poco extensas,
las petequias que el cuerpo presentaba en el cuello y la parte inferior del
rostro, son sintomáticas de una fuerza ejercida en vida sobre la víctima, tal
vez para sujetar con violencia su cabeza y aplicarle enérgicamente algún paño o
trapo impregnado en cloroformo, a fin de hacerle perder el conocimiento…
Conociendo la vida
que don Rufo llevaba en Madrid y los datos de la autopsia, apenas cabía duda de
que al militar lo habían asesinado. A la inversa del caso del bodeguero del
capítulo anterior, en el de Acuña fue la Guardia Civil la que pidió amablemente
a la Policía ser aquellos quienes investigasen la muerte. Podríamos pensar
que los movía el interés por su compañero y el deseo de extremar la diligencia,
pero se trataba de todo lo contrario: Lo menos que interesaba a los guardias
era mover el estiércol -como textualmente dijo el coronel jefe del
difunto-, para desprestigio del Cuerpo y dolor de la familia. ¿Que el caso se
había presentado como accidental en la prensa? Pues miel sobre hojuelas. ¿Que
había un proceso penal en marcha y al juez instructor no se le podía hacer
comulgar con ruedas de molino? Pues se hacía lo menos posible por descubrir al
homicida y causa al archivo. Claro, eso para el juzgado. A nivel
interno, se procuraría profundizar más en la cuestión pues no era cosa de que
alguien pudiera matar a un jefe de la Guardia Civil e irse de rositas. Si no
interesaba el escándalo del juicio, siempre se le podría castigar con algo
menos formal que el garrote[5],
pero igualmente expeditivo.
La pista del
teniente coronel, en el fin de semana de autos, llevó hasta un club de
mala nota de Carabanchel, frecuentado por homosexuales, donde don Rufo era bien
conocido, aunque no tenían ni idea de su profesión. Todo lo más que se pudo
sacar a los empleados del establecimiento era que el cliente conocido, tan
bebido como de costumbre, había salido de allí sobre las tres y media de la
mañana, en compañía de un sujeto algo más joven, aunque ya de edad y peinando
abundantes canas, cosa que les había extrañado, habida cuenta de la lógica
preferencia de Acuña por individuos mucho más jóvenes.
-
Tal
vez no fueran a mantener relaciones -aventuró el camarero más locuaz-. Ambos
habían coincidido en el club, pues el otro llegó unos minutos después,
cerca de la una. El sospechoso se acercó a nuestro cliente conocido, cambiaron
unas palabras y se retiraron con una botella de buen coñac a una mesa del
fondo, donde estuvieron charlando animadamente, sin que yo notara tocamientos
ni otro tipo de demostraciones de afecto. Al cabo de un buen rato,
pidieron otra botella y algo para picar. Les llevamos tortilla de patata
recalentada y unos mejillones con salsa picante -¡ya ve, qué mezcolanza!-.
Quiso pagar el más joven, pero no lo consintió el señor Acuña -como dice usted
que se llamaba-. Pagaron a medias y, antes de salir, el otro pidió un
café doble, bien cargado: Afirmó que tenía el coche aparcado allí cerca y que
no hacía falta que tomaran un taxi.
-
¿Vio
de qué coche se trataba?
-
No.
La puerta del club estaba cerrada, como es natural. Además, ya le digo que el
coche no debía de tenerlo estacionado a la entrada, sino cerca, según
dijo.
-
Y
a ese sujeto, ¿no le había visto nunca, ni en el club, ni en otro sitio?
-
Nunca,
ni mis compañeros tampoco.
-
Con
tanto tiempo como estuvo en el club, seguro que podría reconocerlo si lo
volviera a ver… De hecho, vamos a presentarle unos álbumes de fotos, a ver si
identifica alguna de ellas.
-
Como
usted mande. Me esforzaré cuanto pueda. Tampoco me gusta a mí que le den
matarile a un buen cliente.
-
¿Y
quien le ha dicho que lo mataron? Puede haberse asfixiado con los humos del
escape del coche.
-
¡Hombre,
todo es posible!, pero me figuro que, si fuera un accidente, no estaría usted
interrogándome con tanto interés.
El examen de las
fotos y los reconocimientos en rueda de algunos sospechosos no dieron
resultado. Había parecidos, algunos se daban un aire, pero nada. Lo más
chusco fue cuando uno de los camareros creyó reconocer como el sospechoso a un
sargento de la Guardia Civil que estaba de relleno en una rueda, para completar
el número de cinco personas. En fin, como dijo el capitán que llevó las
investigaciones, a sus colegas de café:
-
También
es mala suerte que, pudiendo haber caído a manos de algún maleante fichado y
fotografiado, haya acabado con él un tipo sin antecedentes policiales y que, a
lo que parece, no le robó ni el paquete de cigarrillos. Así no se puede
descubrir nada, aunque quisiéramos. ¡Como no sea por un golpe de suerte!
De forma más
pulida, el atestado presentado al juez concluía, con evidente sorna:
Lo más probable
es que el criminal haya sido algún delincuente no identificado, que haya
actuado por venganza, contra un probo defensor de la Ley.
Se continúan las
investigaciones, de cuyo resultado positivo se dará, en su caso, conocimiento
puntual a Su Señoría.
3. Un cadáver en el confesonario
Información tomada
de las páginas 1 y 3 del diario La Voz del Turia de Valencia, del día 6
de mayo de 1964:
La Ciudad quedó
ayer sobrecogida por la terrible noticia que empezó a correr a primera hora de
la noche. El padre Misael Cancio, cura párroco de la iglesia de Santa Honorata,
en el barrio de Ruzafa, apareció degollado en el interior del confesonario
desde el que diariamente impartía el Sacramento de la Penitencia… El sacrílego
crimen fue descubierto por el sacristán, F.N., cuando, tras proceder al cierre
del templo a las 20:45 horas, revisaba como de costumbre todas las
dependencias, a fin de que nadie pudiese quedar escondido ni encerrado… Según
han podido saber nuestros reporteros, el sacerdote recibió un certero y único
tajo en el cuello, que hubo de producirle la muerte de forma casi instantánea,
por la copiosísima hemorragia… El padre Cancio, natural de Requena, tenía 62
años y llevaba ocho encargado de la parroquia de Santa Honorata, siendo muy
apreciado por sus feligreses, que no se explican lo sucedido, dado que al
sacerdote no se le conocían enemigos ni parece que el móvil haya sido el robo…
Por el momento, los hechos y su autor resultan un tanto enigmáticos, siendo de
desear que nuestra eficaz Policía resuelva el caso a la mayor brevedad posible…
Pese a tan buenos
augurios, el caso no se resolvió con rapidez. La circunstancia de que el
cadáver hubiese aparecido en el confesonario habitual del padre Cancio, estando
este en posición sedente normal y sin otras manchas de sangre que las
existentes dentro del habitáculo, evidenciaba que aquel fue el lugar del crimen.
Resultaba, además, evidente que, no habiendo señales de lucha ni defensa, el
cura había recibido alevosamente el tajazo, de manera tan profunda y certera,
que ni de gritar o pedir auxilio había tenido ocasión. Ello parecía facilitar
la indagación policiaca respecto de la hora del crimen, que tendría que ser
compatible con el tiempo que el párroco había dedicado a confesiones en aquel
martes, 5 de mayo; pero el sacristán vino a complicar las cosas:
-
El
Padre no tenía horas fijas de confesar, salvo una media hora antes de la misa
de diez, que invariablemente decía todos los días. Luego, sus múltiples
ocupaciones dentro y fuera de la parroquia le impedían establecer un horario
fijo para la Penitencia, sin que por ello quedaran los feligreses desasistidos,
pues el párroco tenía dos coadjutores. Lo que sí podía suceder es que algún
fiel solicitara expresamente confesarse con el padre Cancio, para lo cual se
ponía previamente en contacto con él -de ordinario, pulsando el timbre
instalado al efecto en la iglesia-. El párroco, si estaba, salía inmediatamente
a confesar, o citaba al confesante para día y hora determinados.
-
Y
el día 5 de mayo -preguntó el policía que interrogaba al sacristán-, ¿hubo
alguien que solicitara sus servicios?
-
No
tengo ni idea. De hecho, yo no volví a ver al Padre desde que, a las once de la
mañana, fue a visitar a un enfermo y, luego, al arzobispado.
Esta última
circunstancia fue también negativa para la precisión horaria que pretendía la
Policía. Resultó que la gestión en las oficinas diocesanas debía de ser una
falsa disculpa del cura para ausentarse un rato largo de la parroquia, sin dar
más explicaciones. El hecho es que nadie lo había citado ni visto aquella
mañana en el palacio arzobispal, perdiéndose la pista del sacerdote asesinado
hasta el instante en que se encontró su cadáver. El comisario se hacía de
cruces ante la confusión:
-
Pero
de alguna manera abriría la iglesia para entrar en ella…
-
La
iglesia solía abrirla y cerrarla el sacristán. El párroco entraba por la puerta
que comunicaba el templo con su casa.
-
Y
alguien lo vería por la tarde…, si fue por la tarde…, meterse en el
confesonario.
-
Pues
no. Es una iglesia muy grande y bastante oscura. No hay buena iluminación
vespertina hasta las siete y media, que empieza el rosario.
-
O
alguien se acercaría a confesar con el párroco y vería si estaba o no.
-
Como
comprenderá, comisario, el criminal tuvo la precaución de dejar cerradas las
dos hojas de la parte superior de la puerta del confesonario; y, en cuanto a
las celosías laterales para las mujeres, tienen cortinillas, que también
estaban echadas.
-
Vamos,
que no hay manera de saber cuándo murió el pobre cura.
-
Por
supuesto que sí, señor: leyendo las conclusiones de la autopsia. Allí se da como
hora probable de la muerte, entre las cinco y las ocho de la tarde.
-
Lo
que es un lapso muy puñetero pues, si fue entre las cinco y las siete, la
iglesia estaba cerrada y el penitente tuvo que haber quedado citado con
el cura y entrar con él desde la casa parroquial; pero, si fue entre las siete
y las ocho, pudo ser cualquiera que se acercase como si fuera a confesar, y
degollara al padre Cancio.
-
¡Hombre,
comisario!, lo más probable, con diferencia, es lo primero que usted ha dicho.
No veo yo a un tipo que actúa con evidente premeditación, cortándole el cuello
a un cura, con gente alrededor.
-
No
crea, inspector. Ese sujeto tiene mucha habilidad con el cuchillo: de eso no
hay duda. Y ya sabe que con un corte así, no hay manera de decir ni pío.
***
En realidad, toda
esa preocupación por la hora y la forma de programar la confesión no deja de
ser una buena muestra del interés de la Policía por el detalle. El verdadero
meollo del caso lo había encontrado el inspector que primero acudió a Santa Honorata
para hacerse cargo de las diligencias. Se trataba de una tarjeta del tamaño de
las de visita, sin texto impreso, pero con el siguiente mensaje manuscrito en
letras mayúsculas:
RECUERDO DE V. DE M.
El recuerdo estaba
colocado sobre el breviario del cura, en la pequeña repisa que servía, al
propio tiempo, de reposabrazos. Eso y el cuidado que evidenciaba la grafía en
usar rasgos geométricos y despersonalizados, evidenciaba que el mensaje
procedía del asesino, casi con seguridad. Unido ello a la razonable
probabilidad de que la confesión hubiese estado programada, llevó al inspector
que llevaba el caso a presentar un informe a su comisario, en el que, entre
otras cosas, se decía:
… Deduzco que
el criminal, o bien conocía de antemano a su víctima, o bien supo ganarse su
confianza para que lo confesara a deshora y con la iglesia cerrada. La tarjeta
da a entender con claridad que las iniciales del nombre y apellido del
individuo son V. de M., habiendo hecho alarde de esa insuficiente
identificación, bien para provocar a la Policía, bien para mostrar que actuó
por venganza, o en recuerdo, como él escribe… En mi opinión, que someto
a su superior criterio y conocimiento, habría que dirigir las pesquisas hacia
alguien conocido del padre Cancio y/o que tuviese con él alguna grave cuenta
pendiente.
En todo convino el comisario, pero
fue en vano, cuando menos, en unos meses. El señor -nadie sospechó que pudiese
ser mujer- V. de M. no apareció. Mejor dicho, hubo un Vicente de Montrubí,
anticuario natural de Albaida, con tienda de objetos litúrgicos abierta en el carrer
de Cavallers de Valencia, que las pasó de a quilo, hasta que recordó que el
día de los hechos había viajado a Játiva para mercar una interesante cruz
parroquial del siglo XVII, por la que había pagado dieciocho mil pesetas, precio
que le había parecido un poco caro, hasta que dicha enseña lo sacó del
fenomenal apuro en que estaba metido, por obra y gracia de un criminal con
ansias de notoriedad.
4. Atando los cabos
En el capítulo 1
habíamos dejado al inspector de Policía, Amancio Iglesias, y al teniente de la
Guardia Civil, Víctor Lobón, a punto de conocerse y de emprender, juntos
pero no revueltos, la investigación del crimen del bodeguero. La prudencia
y buena educación de ambos, unidas a su común -y nada frecuente- sentimiento de
pertenecer a Cuerpos hermanos -o cuando menos, primos-, que trabajaban
en una tarea común, les permitió entenderse desde el primer momento y generar
confianza, desde que constataron que ambos estaban bien preparados en lo
profesional y eran sinceros en sus palabras e informaciones. Dicho
escuetamente: ni el policía pretendió dar lecciones al guardia, ni este ser el
espía de aquel. Eso permitió que trabajasen en equipo y, en una palabra, ser
todo lo eficaces que las circunstancias permitían.
Empezaron por
repetir, corregidas y aumentadas, las diligencias de investigación que ya
figuraban en el sumario, siguiendo en todo las pautas del presidente Gaztañaga
y del juez de instrucción de Torrecilla, evitando así cualquier error o
discrepancia. Ayudados por una mecanógrafa y en un despachito -préstamos ambos
del instructor-, volvieron a tomar declaración a los testigos y a seguir la
pista del famoso jeep crema. Y algo que no se había hecho previamente:
comprobaron que, en efecto, dos días antes del homicidio, la víctima había
recibido en su casa del pueblo de Cuatroiglesias -limítrofe con el de Maslejos-
una llamada telefónica desde Castellar que, según su mujer, provenía del dueño
de un conocido bar de dicha ciudad, interesado en comprar una buena cantidad de
vino clarete. Como es natural, todo era una añagaza, empezando por la identidad
del autor de la llamada, quien ni había oído hablar de la bodega del finado
Anacleto.
Tras diez días de
agotador e inútil trabajo, estaban como al principio: individuo de mediana
edad, fuerte, de pelo canoso, que conduce un jeep crema, matrícula de
Castellar, y reside seguramente en dicha ciudad. Lo más sólido era lo del
vehículo y pudieron comprobar que el número de todoterrenos de la marca Jeep
matriculados en la provincia era de unos doscientos. Un número tan elevado
desaconsejaba en principio esa línea de investigación, según don Manuel
Gaztañaga, pues estaban casi seguros de que no había ninguna relación anterior conocida
entre el dueño y el bodeguero. Ambos investigadores coincidían en que era
esencial indagar antes el móvil más probable del crimen, teniendo en cuenta la
personalidad del fallecido. Parecía un sujeto insignificante. Con todo, don
Manuel fue el primero en tirar del hilo, por el que acabaría saliendo todo el
ovillo:
-
¿Insignificante,
dice? Siendo concejal y alcalde pedáneo, algo tendrá el agua cuando la
bendicen.
-
Ya
sabe, señor presidente, -replicó Iglesias- lo que son estos cargos no
retribuidos en los pueblos. A cualquiera con un negocio y sabiendo leer y
escribir, le toca.
-
Maslejos
es un pueblo de cierta importancia -insistió el magistrado-. Yo que tú,
empezaría a husmear por ahí, pero no en el año pasado, ni en el anterior. Llevaba
casi diez años de concejal: Tendrías que remontarte, por lo menos, dos décadas
más.
-
O
sea -dedujo el policía, con desaliento-, hasta la época de la guerra[6].
-
Pues,
ahora que lo dices -repuso don Manuel-, no estaría mal como punto de partida.
Aunque esta provincia cayó desde el primer momento y casi sin lucha del lado de
los vencedores, ya sabes que se derramó sangre en cantidad. A lo mejor, por
ahí…
Tomando café aquella tarde el
inspector y el teniente, aquel relató a este la charla habida con Gaztañaga.
Lobón comentó:
-
Esa
gente de los pueblos es muy suya y no soltarán prenda a un secreta ni a
un picoleto[7].
Y no digamos si, como parece, el muerto era de la situación. Aunque han
pasado muchos años, los vencidos no se confían, y hacen bien.
Iglesias se echó a
reír:
-
¿Sabes
que, para ser militar y tan joven, hablas con mucha franqueza?, dijo.
-
Las
cosas son como son, replicó Víctor. Como apenas nos conocen, tal vez podría ir
de incógnito uno de nosotros solo, con cualquier disculpa plausible, para que
se confiaran.
-
¡Bravo!,
exclamó Amancio. ¡Estás aprendiendo un montón conmigo!... Espera, no te cabrees,
que estaba bromeando. Para que veas que te aprecio y considero, seré yo quien
vaya a Maslejos de turismo.
***
Concedamos al
inspector Iglesias la cualidad de la experiencia inteligente, sin necesidad de
detallar la forma y personas de las que fue sonsacando la información que
pretendía. Para empezar -como el presidente había en parte pronosticado- aquellos
pueblos aledaños, Cuatroiglesias y Maslejos, habían sufrido un muy violento
verano del 36, con un total de treinta muertos, según se decía por tradición
oral[8].
En su forma más repugnante -los asesinatos de tipo o apariencia políticos,
llamados paseos-, aparecía siempre el nombre de Anacleto Revesado, cuyo
padre era uno de los terratenientes importantes de la zona, aunque sus siete
hijos, al partirse la herencia hacia el año 60, no habían tocado a mucho cada
uno.
Más críticos o,
cuando menos, más expresivos se mostraban los convecinos de Revesado, al aludir
a su carrera política durante la posguerra. No contento con ser alcalde de
Cuatroiglesias, ambicionó puestos más altos en la capital de la provincia,
ejercidos en la Diputación Provincial, el Sindicato oficial de agricultores y
el Servicio Nacional del Trigo; cargos que ejerció con tanto provecho propio y
acrisolada deshonestidad, que acabaron por concitarle la enemistad y
animadversión de colegas y personas dependientes de sus decisiones. Finalmente,
allá por el año cincuenta y cinco, un Gobernador Civil lo había defenestrado,
de la forma autoritaria y parcial que se estilaba entonces. Como todo castigo de
sus exacciones, fue cesado en sus prebendas provinciales, aunque nombrado
seguidamente concejal de Maslejos y alcalde pedáneo de Viñales, como ya
sabemos. Al morir su padre, había optado por quedarse con la hijuela de los
viñedos y la bodega, formando para explotarla una sociedad de responsabilidad
limitada, con su mujer y sus tres hijos como únicos socios, aparte de él mismo,
sin otro capital aportado por todos ellos que cinco mil pesetas del acervo
familiar.
Con todos estos
datos, todavía notas provisionales -en barbecho, como él decía-, Amancio
volvió de su estancia en Maslejos, dispuesto a contrastarlos y precisarlos en
los archivos y hemerotecas de Castellar. Nada más llegar, llamó a Víctor,
encontrándose con que acababa de arribar de Madrid, donde había estado pasando
unos días. Enfadado, le recriminó:
-
Así
que, tan pronto no está el gato, los ratones organizan un baile, ¿eh?
-
No
sé qué rayos quieres decir con tus dichos y refranes -disimuló el teniente-. El
caso es que estaba deseando verte porque me he enterado en Madrid de una
coincidencia de lo más curiosa. Pero primero cuéntame tú y luego te explico.
***
Tan pronto hubo
acabado el inspector de poner al tanto a su colega -con las referencias que
acabamos de reseñar-, tomó la palabra el teniente y le refirió el caso del
teniente coronel asfixiado en Villaverde por monóxido de carbono[9].
Amancio gruñó:
-
No
veo que hay de curioso en la historia de ese teniente coronel crápula. En todas
partes cuecen habas.
-
Espera,
espera, que no te he dicho lo mejor. Por casualidad, me indicaron todos los
destinos que había tenido el tal Acuña y ¿a que no sabes en dónde estaba de
teniente jefe de Línea, cuando estalló el Movimiento?
Al inspector se le
encendió la lucecita:
-
¡No
me digas que andaba por donde acabo de estar descornándome, mientras tú
te paseabas por los Madriles!
-
En
efecto, en julio del 36 dirigía la Línea con centro en Torrecilla y allí siguió
hasta el otoño, cuando marchó para el frente y tuvo un desempeño tan lucido,
que lo condecoraron y ascendieron por méritos de guerra… ¿Qué me dices ahora?
-
Te
digo que podemos haber empezado a ver luz al final del túnel. Vamos, que hay un
principio de probabilidad de haber dado con el móvil del crimen, … o de los
crímenes. Pero no nos hagamos ilusiones y pongámonos a trabajar en serio, no a
especular. Tenemos que convertirnos en historiadores y ver qué demonios pasó en
Maslejos en las primeras semanas de la guerra y quienes estuvieron implicados,
como dirigentes y como víctimas. Déjame a mí a los del pueblo, ya que los
conozco un poco. Tú vete a los tres diarios que ya entonces se publicaban en
Castellar y fotografía o toma nota literal de cuanto se refiera a aquellos
hechos. Para empezar, nos conformaremos con el periodo del 18 de julio del 36,
al 30 de octubre.
-
¿Del mismo año?, preguntó con sorna Víctor, un
poco abrumado, pues nunca se había sumergido en una hemeroteca.
-
Habla
con los directores y pídeles que te ayuden los periodistas encargados de
archivo. Di que se trata de una investigación judicial pero, cuantos menos
detalles les des, mejor.
***
La suma de las
informaciones acopiadas por el teniente -por la vía documental- y por el
inspector -mediante la testifical- arrojó parecido resultado. En los últimos
días de julio del 36, de la Casa del Pueblo[10]
de Maslejos, convertida en centro de detención, los más significados activistas
o políticos de izquierdas habían sido sacados por individuos afectos a la
ideología opuesta, rumbo a las cárceles de Castellar y al pertinente consejo de
guerra, o directamente a los pinares próximos al río Duerna, donde un número
indeterminado de ellos había sido asesinado y sepultado en una fosa común. Era
rumor público que, ante el riesgo de que tales crímenes se produjeran, se había
dado aviso telefónico al teniente Acuña, por el cabo comandante del Puesto de
Maslejos. Acuña, en efecto, se había presentado en la localidad pero, lejos de
evitar la escabechina, había incluido en el grupo asesinable a tres
individuos más -dos hombres y una mujer- de la misma familia, a los que les tenía
ganas desde que, en los años de vigencia de la Ley de Términos Municipales[11],
lo habían denunciado al Gobernador Civil, por no hacer nada para evitar la burla
e inaplicación de dicha norma por los terratenientes de la zona; denuncia que
debió de suponer alguna reprimenda o sanción al expresado teniente.
La cosa estaba
clara, en opinión del magistrado Gaztañaga, aunque maldita la gracia que le
hacía -como tampoco al juez de Torrecilla- el que pudieran tener que acumularse
los homicidios del bodeguero Revesado y del teniente coronel Acuña; pero para
algo estaban las leyes procesales. Así que, haciendo de tripas corazón, ordenó
a sus dos investigadores:
-
Por
ahora, teniente Lobón, no levantemos una liebre que aún no sabemos si está en
la cama. Así que chitón con sus compañeros y céntrense el inspector y usted en
localizar al asesino del bodeguero. Una vez identificado, ya veremos si hay que
procesarlo solo por lo de Maslejos, o también por lo de Madrid o, incluso, por
la muerte de Manolete -concluyó con esa gracieta tradicional, pero de dudoso
gusto en boca de todo un presidente-.
Iglesias temía que
su compañero no guardase la reserva requerida y se organizara un follón antes
de tiempo, pero se llevó una agradable sorpresa:
-
Chico
-comentó el teniente-, que manía tenéis los castellanos con los refranes y las
frases hechas. Con liebre en la cama o levantada, un servidor no abrirá la
boca, ni para informar a su coronel. Que cada palo aguante su vela o, por mejor
decir, que cada provincia aguante su muerto.
-
Algo
se te va pegando de nosotros, extremeño de los demonios, concluyó el
castellano, echándose a reír.
5. ¿Quién es V. de M.?
Amancio y Víctor
estaban tomando café en El Español, cambiando impresiones acerca de su
trabajo común. El policía había tenido una idea bastante peligrosa:
-
Víctor,
¿no has oído aquello de que no hay dos sin tres?
-
¡Vaya
hombre, refranes habemos!
-
Quiero
decir que podemos tener dudas de la conexión entre los crímenes del bodeguero y
del teniente coronel, pero si apareciese un tercero relacionado con la guerra
civil en Maslejos, el motivo vindicativo sería ya indudable. Así podríamos
buscar sobre seguro al autor, y no me cabe duda de que lo encontraríamos sin
gran dificultad.
-
Vale;
me parece razonable. ¿Y qué método se te ocurre? No vamos a ir por ahí,
buscando crímenes de motivación política.
-
Claro
que no. Podemos empezar por recopilar todos los homicidios sin resolver del
último año. Ese límite temporal facilitaría mucho las cosas. Algo me dice que,
si el criminal es uno solo, está dándose una cierta prisa en actuar, como si
quisiera celebrar los 25 años de paz[12].
-
¿Tienes
idea de cuántos casos tendríamos que analizar?, preguntó el teniente,
preocupado porque pudieran ser muchísimos.
-
Yo
creo que no demasiados. Para empezar, el número de homicidios en España es
bastante reducido[13].
No tendríamos que preocuparnos de los de autor conocido, ni de los casos en que
las víctimas fuesen menores -pongamos- de cuarenta y cinco años. Vamos, pan
comido; tanto así, que podrías encargarte tú de la tarea, mientras yo voy
preparando un estudio serio de las personas y las familias más
destacadas de Maslejos en haber causado daño durante la guerra, o en haberlo
sufrido.
-
Tú
me mandas -repuso el teniente con ironía-, pero te va a costar invitarme al
café.
***
Resultó que la
cifra anual de homicidios de mayores de 45 años en el último año había sido de
setenta y dos. De ellos, cincuenta y cinco ya tenían autor conocido. En
consecuencia, Lobón tomó nota y resumió los diecisiete restantes. Uno de ellos
le llamó poderosamente la atención, por haber dejado el criminal
voluntariamente su tarjeta de visita: Recuerdo de V. de M. Naturalmente,
era el caso del párroco asesinado en Valencia dentro de su confesonario[14].
A los quince días
del café anterior, en el caliginoso mes de julio en Castellar, el inspector y
el teniente volvían al Español, para poner en común la información
obtenida por cada uno. Lobón no perdió la oportunidad de contar la anécdota de
la tarjeta. Iglesias insistió:
-
¿Y
dices que el cura se llamaba Cancio?
-
En
efecto, Misael Cancio.
-
¿Y
que el texto era recuerdo de V. de M.?
-
Sí,
hombre, sí. ¿Te dice algo?
-
Me
dice mucho y no me dice nada. Dame cuarenta y ocho horas y te responderé con
precisión. No quiero crearte ahora falsas esperanzas.
-
Está
bien, Don Reservado, pero no más de dos días. Ya sabes que me cojo
quince de vacaciones, para ir a ver a mi novia a Almendralejo.
-
Ya
tienes que quererla para pasarte una quincena canicular en aquel horno…
Amancio solo
necesitó un día para comprobar el dato, pero quiso mantener la cita para así excitar
la curiosidad de Víctor. Esta vez quedaron en las piscinas Tahití, junto
al río:
-
Confirmado,
mi joven amigo -explicó el inspector-. El padre Cancio -como le conocen
todos los que en Maslejos lo recuerdan- fue cura en ese pueblo durante los dos
primeros años de la guerra, si bien había llegado, recién ordenado, dos años
antes. Era el segundo del párroco, Don Isaías, un hombre ya mayor, con el que
no se llevaba nada bien. Durante la contienda, Cancio se portó malamente:
pistola al cinto; denuncias de los desafectos al Movimiento; malos informes de
los acusados y de quienes los precisaban para trabajar… Se dice que, por
razones políticas, arrinconó al mucho más moderado Don Isaías, ya algo
achacoso, que acabó retirándose por razones de salud a casa de una
hermana que tenía en Palencia, de donde no volvió hasta que su violento
coadjutor marchó destinado de párroco titular a un pueblo de Soria, creo que a Vinuesa.
-
O
sea -dedujo el teniente-, que justos son los toros, como dirías tú.
Ahora solo falta averiguar quién sea ese V. de M., que tuvo la
desfachatez de firmar su crimen.
Iglesias torció el
gesto:
-
Aunque
aún tengo que finalizar mis indagaciones, hasta ahora no he oído hablar de
ningún vecino significado de aquellos pueblos que responda a esas iniciales.
Tengo el presentimiento de que el criminal no trató de desafiar a la Policía,
sino de despistarla.
-
Lo
que me dices no responde a la psicología del tipo de sujetos que dejan su firma
en el lugar del crimen.
-
No,
si no afirmo que esas letras no digan nada. Lo que empiezo a pensar es que no
se refieren a la persona, sino al lugar.
-
¿El
lugar? ¿Maslejos?
-
En
efecto: Viñales de Maslejos, para ser más exactos.
-
¡Hum!
Está bien traído, pero no deja de ser una opinión.
-
Claro
está, pero una opinión comprobable y que, de ser acertada, simplifica mucho la
localización del criminal: Al estallar la guerra, su familia y él vivirían precisamente
en Viñales. No obstante, como hay que atar todos los cabos, mientras tú te asas
en Almendralejo, yo me meteré con un buen ventilador en las oficinas de la
Jefatura Provincial de Tráfico, para localizar a todos los propietarios pasados
y presentes de los Jeep matriculados en esta provincia. Cuando termine
mi labor, pienso coger, también yo, unas vacaciones, pero en Llanes, que es un
poco más fresquito que donde vas tú. Claro que, como soy soltero y sin
compromiso, estaré más triste y solo.
***
Mientras Víctor pelaba
la pava en Almendralejo con su novia Carolina, Amancio se las veía con las
doscientas entradas que en Tráfico tenían los Jeep de fabricación
nacional. Rezando para acertar, decidió centrarse en los que tenían color crema
al salir del concesionario. Seguidamente, encomendándose al obispo San Amancio,
seleccionó aquellos vehículos que figurasen inscritos a nombre de titulares
nacidos a partir de 1920 y naturales del municipio de Maslejos. Quedaron tres
propietarios, cuyos apellidos necesariamente le sonaban, como muy comunes o
como frecuentes en la comarca. Apuntó, pues, los tres nombres y tomó la
carretera de Torrecilla y Maslejos, dispuesto a contrastarlos con lo que le
dijeran los maslejanos de su mayor confianza. ¡Eureka! Uno de los dueños de jeep,
de nombre Juan Cañizal, era miembro de la familia de los Atrevíos,
tres de cuyos miembros -el padre y la madre de Juan y uno de sus hermanos-
habían sido paseados en la triste jornada del 29 de julio del 36, con la
autoría, cooperación o connivencia del bodeguero, el teniente coronel y el
párroco recientemente asesinados. Según le dijeron, Juan Cañizal se libró
entonces de verlo, y quizá de compartirlo, por estar pasando unos días en las
colonias de verano que organizaba la UGT junto al mar -luego sabría el
inspector que radicaban en el pueblo cántabro de Somo-.
Mientras volvía
conduciendo a Castellar, Iglesias, más contento que unas pascuas, ya venía
maquinando todo lo que habría de hacerse seguidamente. Pero su experiencia, más
que su optimismo, le decía que, una vez disipada la niebla, el paisaje se le
ofrecería despejado y fascinante. Vamos, como coser y cantar.
6. El estraperlista
Dice el tópico
que, si quieres vencer a tu enemigo, primero debes conocerlo a fondo. Algo así
debían entender Iglesias y Lobón pues, tan pronto regresaron de sus vacaciones,
leyeron con gran atención el informe que el primero de ellos había dejado
encargado a la brigada de información de la comisaría de Castellar. Y a fe que
no debía de ser un cualquiera el tal Juan Cañizal Sampedro, pues lo
mecanografiado ocupaba casi cuatro folios a espacio y medio. Hagamos un resumen
de su contenido:
… La guerra lo
sorprendió, con quince años de edad, en una colonia de verano de la Federación Nacional
de Trabajadores de la Tierra de la UGT, en la localidad costera santanderina[15]
de Somo… Conquistada la provincia por las Fuerzas Nacionales en agosto de 1937,
se sigue sin información sobre Cañizal, como viene sucediendo desde julio del
año anterior… A finales del año 1937, Juan Cañizal reaparece, al ser acogido en
el pueblo de Villada (Palencia) por unos tíos maternos (Dionisio Calzada y
Leonila Sampedro), labradores acomodados del lugar, con quienes convivió hasta
el año 1941, trabajando para ellos… En julio de 1941, cuando estaba a punto de
entrar en quintas, Cañizal se alistó voluntario en la División Azul[16],
con la que combatió en el frente ruso durante los dos años que duró su
existencia… Consta que fue ascendido a cabo y que mereció la condecoración de
la Cruz de Hierro de segunda clase[17],
habiendo sido herido, al menos, en una ocasión… Cañizal regresó a España en
octubre de 1943, al disolverse su Unidad y ser repatriados los componentes de
la misma… Nuevamente, se pierde la pista del informado, siendo ya de 22 años de
edad, pues no regresó a casa de sus tíos ni tuvo que cumplir más servicio
militar que el ya prestado en Rusia… Reaparece un año después, en mayo de 1944,
contratado como oficial en la empresa Hijos de Alcalde, S.L. de
Castellar, dedicada al tráfico de harinas y la panificación. En octubre de ese
mismo año, contrae matrimonio con Rosario (Charito) Alcalde, hija mayor
de su patrón, Anacleto Alcalde, administrador y verdadero dirigente de la
empresa, siendo la boda un acontecimiento social, recogido extensamente en los
“ecos de sociedad” de los periódicos locales y del diario ABC de Madrid…
Se sabe que el suegro no vio con buenos ojos el enlace de su hija con Cañizal,
teniendo que consentirlo por estar aquella embarazada de una niña, que nacería
en febrero del año siguiente, 1945… A partir de su matrimonio, Cañizal fue
designado por su suegro director de la fábrica de harinas que la empresa tenía
en Sarrión del Marquesado, en la comarca de Tierra de Campos, que regentó con
gran eficacia, pero usando de las prácticas ilegales frecuentes en aquella
época, conocidas con el nombre genérico de estraperlo[18]…
En la Fiscalía de Tasas de Castellar figuran numerosos expedientes a la
empresa Hijos de Alcalde, S.L. y diversas sanciones a su director, Juan
Cañizal, consistentes todas ellas en multas de variada cuantía… Durante todos
estos años, Cañizal se enriqueció muchísimo, si bien nunca hizo ostentación de
un elevado tren de vida, ahorrando o invirtiendo acertadamente sus beneficios,
lícitos e ilícitos, particularmente, en pisos y en títulos-valores… A mediados
de la década de 1950, al decaer los negocios basados en el estraperlo,
Cañizal se separó de los asuntos de su suegro y, con un grupo de amigos y
personas de su confianza -un total de once-, fundó en 1956 la empresa Proavisa
(Producción y Alimentación de Aves, S.A.), un sector económico que entonces
empezaba a despegar y tener éxito en Castellar… Las instalaciones de Proavisa
se encuentran situadas en la zona pinariega próxima a la capital, comprendiendo
cuatro grandes naves para albergar gallinas y pollos, una fábrica de piensos
para estos animales y unas oficinas donde, en total, trabajan trescientos
ochenta empleados… La sede de la sociedad y su administración radican en la
calle San Jacobo, número 11, piso primero, de Castellar, inmueble en cuyo
tercer piso vive el informado, junto a su esposa y la hija y el hijo habidos de
su unión… En efecto, principalmente para su uso profesional, Juan Castellar es
propietario de dos vehículos Jeep, uno de color verde, matrícula
CT-15.778, y otro de color crema, matrícula CT-23.454… La fortuna actual de Cañizal
se calcula en unos ochenta millones de pesetas.
***
Con tan escasas
pruebas testificales y objetivas, como para acusar de tres asesinatos a un pez
gordo, estaba claro para Iglesias que todo el caso se diluiría como un
azucarillo en el agua, de no conseguir una confesión del sospechoso, completa y
ante el juez. Pese al entusiasmo de Víctor -que ya consideraba a Amancio poco
menos que un segundo Comisario Maigret[19]-
el inspector decidió parar las pesquisas hasta poder cambiar impresiones
con el presidente Gaztañaga, que -ya se sabía- no volvía al trabajo hasta el 15
de septiembre[20]. Solo
se permitió el gustazo de dejarse caer distraídamente por las instalaciones de Proavisa,
y fotografiar el jeep crema desde cinco ángulos diferentes.
Cuando, por fin,
los recibió, el presidente escuchó la exposición oral de Iglesias y recibió de
él un extenso informe escrito y gráfico, con un talante decaído, que no
esperaban sus interlocutores. Gaztañaga, finalmente, suspiró y dijo:
-
Me
temo, señores, que hemos llegado a la peor de las situaciones posibles. Tenemos
la convicción de que el tal Cañizal es culpable de tres homicidios, nada menos,
pero no podremos acusarlo ni llevarlo a juicio, a no ser que confiese sus
crímenes. Vamos, que el caballero tiene en sus manos la decisión de condenarse
a muerte o de irse de rositas.
-
Siempre
se puede forzar a un culpable a que confiese, replicó oscuramente Amancio, casi
en un soliloquio.
-
¡Claro!,
exclamó el presidente. ¿Y qué piensa emplear, el potro de tortura o las
descargas eléctricas?
-
Perdone,
don Manuel, no era esa mi intención. Lo que quiero decir es que, a juzgar por
la tarjeta de recuerdo de V. de M., el individuo está orgulloso de lo
que ha hecho y puede estar deseando blasonar de ello y contar a la gente de
bien lo canallas que eran las personas a las que él ha hecho pagar
por sus fechorías. Vamos, que, con un cincuenta por ciento de minuciosidad y
otro tanto de psicología, podemos conseguir que Cañizal se delate o, por mejor
decir, nos cuente toda su historia.
-
¿Puedo
intervenir, Señoría?, preguntó Lobón. ¿Sí? Gracias… Lo que quiero decir es que
el inspector Iglesias y yo hemos trabajado durante meses como burros y, en lo
referente a él, ha hecho gala de un olfato, que ni el mejor de los sabuesos.
Denos un margen de confianza y estoy convencido de que le traeremos a ese
cuidador de pollos envuelto en celofán y con un lacito que ponga R.I.P.[21]
Al presidente no le cayó bien el atrevimiento del
teniente, pero le hizo caso. Se dirigió a Iglesias y preguntó:
-
¿Qué
le parecería un margen de confianza de tres meses? Bueno, pongamos hasta
el 31 de diciembre de este año.
-
Puede
ser suficiente, aventuró Amancio. En todo caso, se intentará.
-
Pues
duro con ello, señores, concluyó Gaztañaga, y con absoluta reserva. Si no lo
conseguimos nosotros, tiempo habrá luego de ver cómo les vendemos lo que
sabemos a los tipos listos de Valencia o de Madrid.
A la salida de la
Audiencia, Amancio se encaró con Víctor:
-
¿Cómo
rayos se te ocurre hablarle a don Manuel como si fuese un colega de café? ¿Y
quién te manda ponderarme como si fuera Sherlock Holmes[22]?
¡Menudo batacazo nos vamos a dar como nos falle la psicología!
-
Seguro
que no -repuso Víctor, un poco encogido-. Tú tienes recursos para todo… ¿o no?
-
Anda,
anda, vamos a tomarnos una caña, que tengo un sofoco que no veas. Y, en lo
referente a los recursos, no yo, sino nosotros, vamos a dar el
todo por el todo, empezando por ti, que vas a tener en la comedia el papel de
galán joven.
-
¡Toma!,
exclamó Lobón. No te lo van a dar a ti, que ya no cumples los cuarenta.
***
Antes de que
Iglesias pergeñara su plan diabólico, en el que correspondería a Lobón el papel
de galán joven, recibió en mano una carta del Presidente, en la que, entre
otras cosas, se decía:
… Estuve hablando ayer con Don Florencio
Romero, Teniente Fiscal de esta Audiencia, quien hasta el pasado año fue el
Fiscal de Tasas de la provincia de Castellar[23].
Como quien no quiere la cosa, le traje a colación a su estraperlista. El
fiscal se acordaba perfectamente de él, como un sujeto corpulento, listo y
bastante descarado, a quien se sancionó en repetidas ocasiones con multas,
incluso cuantiosas… Saqué la impresión de que debe de ser un tipo de cuidado y
así se lo transmito a usted, para que se ande con tiento, ahora que el mismo ha
entrado por la senda de los negocios legales y tiene ganada una posición en la
ciudad… Sobre todo, controle al teniente de la Guardia Civil que aparentemente
colabora con usted y que el otro día me pareció que no contenía en debida forma
los excesos verbales…
El inspector se
sonrió y resolvió no comunicar a Víctor la impresión que el presidente había
sacado de él, a raíz de la entrevista antes relatada.
7. Preparando una confesión
El teniente estaba
indignado. Sobre aguantar las nada veladas amenazas de su coronel de mandarlo,
como más cerca, a Melilla, ahora tenía que soportar que Amancio -a quien, hasta
ahora, había considerado un hombre serio y un buen colega-, le propusiera hacer
la corte a la hija de Juan Cañizal, para ver si averiguaba algo sobre los ratos
libres en que su padre se dedicaba a apiolar fascistas. Lo de Melilla
tenía que ver con que Lobón estaba resultando un alcahuete -como, con
todas las letras, lo había calificado el coronel-, al andarse por las ramas
cada vez que el coronel le pedía explicaciones sobre lo que estaban haciendo.
Al borde de la sanción, el teniente le preguntó:
-
¿No
ha oído mi coronel lo del asesinato en Madrid del teniente coronel Acuña?
-
¿Y
qué coño tiene que ver la muerte de ese pichabrava con el asunto en que
están metidos el policía y usted?
-
Perdone,
mi coronel, pero ni el presidente de la Sala de lo Criminal, ni el juez de
Torrecilla, me permiten violar el secreto de sumario.
-
¿De
cuándo acá las señorías están por encima de su coronel?... ¿Es eso lo
que les enseñan ahora en la Academia?
Y, por si fuera
poco aquella filípica, le venía ahora Amancio con que tenían poquísimo tiempo y
que había que emplear tácticas muy especiales. ¡No te digo! ¡Y tan
especiales! Anda que, cómo se enterase Catalina… Y, si todavía la tal Lolita
mereciese la pena…
En fin,
expliquemos con orden y claridad aquello que tan de cabeza traía a Víctor.
Además de un hijo
de catorce años, que estudiaba con los jesuitas, Cañizal tenía una hija de
diecinueve, aquella que -como hemos leído en el informe policiaco- había nacido
a los cuatro meses de la boda de sus padres. La mocita -la verdad sea dicha-
tenía unas prendas espirituales muy superiores a las físicas, lo que había
quedado bien de manifiesto meses antes cuando, al cumplir los dieciocho, se
empeñaron sus padres en introducirla en sociedad, con una cena y baile
en el Salón Montijo del lujoso hotel Conde Raimúndez. Pese a las
excelencias del menú y a lo perentorio de las invitaciones de la familia Cañizal
Alcalde, se había excusado buena parte de los muchachos convidados, y bastantes
de los asistentes se habían dedicado a danzar con las beldades invitadas,
dejando a la homenajeada -la verdad sea dicha-, en brazos de sus familiares y
de chicos más piadosos y educados, que interesados y atractivos. Lolita había
vuelto tan deprimida de la fiesta, que faltó toda una semana a la Facultad y,
cuando por compensarla, sugirió su padre promoverla a madrina de los festejos
de paso del ecuador[24]
de Medicina, la moza le dijo con aparente tranquilidad:
-
Padre,
como se le ocurra volver a ponerme en ridículo, me suicido.
Todo aquello
sucedió entre febrero y abril del 64, pero todavía coleaba, y muy vivo, tras
pasar el verano y comenzar el curso escolar siguiente. Por tanto, el momento
era pintiparado para que un joven apuesto, bastante mayor que ella y con su
situación económica solucionada, cayese en medio de la familia Cañizal,
aparentando con verosimilitud un interés por Lolita cercano a pretenderla. Iglesias,
siempre prudente y preciso, había aconsejado a Lobón, tratando de superar las
objeciones de este:
-
No
se trata de que lleves las cosas más allá de una amistad… especial. Lo
importante es que te metas en el ambiente de la familia y que la sonsaques todo
lo que puedas sobre la vida y milagros de su padre en el periodo que se dedicó
a liquidar viejas cuentas. Fue algo muy gordo, durante más de medio año, como
para que no haya dejado alguna prueba material, o preocupación y extrañeza en
sus íntimos. Al menos, tendrán que recordar si se ausentó repetidas veces de
Castellar, cosa necesaria, no solo para matar, sino también para preparar los
crímenes.
El encuentro de
Víctor con Lolita se preparó durante las sesiones en el cine Alameda,
correspondientes a la Semana Internacional de Cine de Castellar, a las que era
asidua asistente la muchacha, que acudía acompañada de algunas amigas. El
teniente, buen cinéfilo, preparó a modo la coincidencia y el palique para
entablar conversación con la joven. Esta no rechazó el asalto de aquel
desconocido, que sabía tanto de cine, y que desbordaba su timidez con un
apabullante saber estar. Al acabar la Semana, quedaron para ver La tía Tula[25]
y, sucesivamente, todas las películas de cierto interés de la cartelera. Del
cine, pasaron a los paseos urbanos, las citas al salir Lola de clase y hasta el
baile acaramelado en la primera discoteca que funcionó en Castellar. Fue
más que suficiente para que la chica se ilusionase a modo con aquella relación
y, entre confidencia y confidencia personal, dejase caer lo que Víctor tan
sutilmente preguntaba. Poca cosa en realidad: Que su padre había estado una
temporada muy raro y viajando mucho más que de costumbre, hasta el punto
de que su madre había acabado por ponerse, a su vez, temerosa e irritada:
-
No
me hagas mucho caso -agregó Lolita-, pero creo que es por celos. No es que mi
padre sea mujeriego, pero tanto viaje ha acabado por ponerla mosca.
Si la hija estaba
en la gloria con Víctor, también el padre estaba encantado. ¡No era nada, que
Lolita tuviera un pretendiente! Eso que la diferencia de edad -unos diez
años, a ojo de buen cubero- y el hecho de que fuese guardia civil, eran cosas
que acabaron por preocuparlo. Lola era muy joven aún para una relación seria y,
en lo que a él se refería, lo que menos quería ver por casa en aquellos
momentos era a un picoleto. A mayores, algo debió de contarle su hija -o
algo vio o notó en Víctor- que le generó alarma. El teniente se lo comentó al
inspector:
-
Creo
que don Juan está empezando a mosquearse.
-
¿Por
qué? -se extrañó Iglesias-. ¿Te ha visto husmear por la casa o hacer preguntas
sobre él a la mujer o a la hija?
-
Tanto
como eso no, pero te digo que está sobre aviso. Lo noto. Cada vez me pone peor
cara y apenas cruza palabra conmigo.
-
Eso
será porque tiene mala conciencia -dedujo el inspector-. Tú sigue metiendo
baza, y hasta provocándolo, si es preciso. Nos conviene sacarlo de sus
casillas, a ver si comete algún error o se delata.
-
¡No
te fastidia! Te convendrá a ti, que ves los toros desde la barrera…, y sin
tener que explicar a tu novia que no vas a verla nunca porque tienes mucho
trabajo.
-
Tensemos
la cuerda un poco más, Víctor. La cosa está casi a punto: lo presagio.
***
Empezó diciembre
y, con él, el último mes del plazo concedido por el presidente para que el
inspector Iglesias consiguiera la anhelada confesión de los crímenes por su
escurridizo autor. Era tiempo, y no solo por acercarse el término judicial,
sino porque Lobón hizo ver a su colega que las cosas no podían, ni debían, ir
más allá:
-
Me
es imposible seguir -expuso, abrumado, a Iglesias-. Lolita está tan enamorada
de mí, que me ha confesado estar dispuesta a cualquier cosa, con tal que yo me
decida a pedir formalmente relaciones a sus padres. Y cuando digo cualquier
cosa, no exagero: La pobre chica me ha llegado a decir que bien comprende que
los hombres tenemos impulsos y necesidades que nos resultan muy difíciles de
refrenar, tanto más si, como yo, somos ya personas hechas y derechas, no meros
estudiantillos. Hasta ha llegado a fantasear con que pasáramos alguna tarde en
su chalet de Viciana, o con escaparnos un fin de semana a alguna ciudad
próxima.
-
Sí,
ya veo que la moza lleva una marcha que no veas. No obstante, teniendo en
cuenta la causa que nos mueve y que tú no tienes ningún interés por ella…
-
Mira,
Amancio, uno no es de piedra. Por otra parte, la muchacha es tan sencilla y tan
culta, que acabas por cogerle cariño. Y, finalmente, me da una pena muy grande
hacerle pasar por este engaño, sin cumplir sus evidentes deseos, que ella
malamente pretende disimular como si fueran pasiones ajenas.
-
Entonces,
¿no quieres esperar aún un par de semanitas?
-
¡Ni
un par de días! Tal y como va el asunto, creo que no sacaremos más que
vaguedades, intranscendentes ante un tribunal. Eso sí, el papá está a
punto de caramelo, excitado y suspicaz. Ahora te toca a ti irritarlo, hasta el
punto de que suelte la lengua y eche fuera todo lo que se le pudre dentro.
-
Está
bien, Víctor. Voy a preparar el plan para el ataque final al señor Cañizal. Tú
sal lo mejor que puedas, sin tener que cantar la palinodia a la muchacha. Por
ejemplo, háblale de unas maniobras, o de un trabajo inesperado en las
quimbambas. Cuando quiera empezar a sospechar, ya tendrá en casa motivos
más que suficientes para pensar en cosas más graves.
8. Justicia cumplida
Iglesias dejó
pasar dos o tres días, en los que preparó la futura y crucial entrevista con
Cañizal. Lobón, cumplido ya su trabajo de ayuda al inspector, y no queriendo
andar por Castellar cuando Lolita lo creía de maniobras en el imaginario
polígono de Llano Estacado[26],
se presentó ante su coronel y le dijo:
-
Mi
coronel, permita que pase unos días encerrado en el cuartel, preparando para
usía un informe que cumplirá con todas sus expectativas. Entre tanto, es seguro
que el asunto habrá tenido un desenlace definitivo y habrán levantado el
secreto de sumario.
-
Lo
que mejor me parece de todo lo que ha dicho, teniente, es lo de encerrarlo en
el cuartel. Precisamente, he estado tentado muchas veces de meterlo en el
calabozo.
-
Espere
a leer mi informe, señor. Luego, si sigue pensando lo mismo, puede sancionarme
en los términos que estime justos.
-
No
dude que lo haré. No me gustan los oficiales de la Guardia Civil que se andan
con disculpas y formalismos, para no cumplir estrictamente las órdenes que
reciben.
El lunes, 14 de
diciembre, el inspector se presentó, sin avisar, en las oficinas de Proavisa
en la calle San Jacobo, se identificó y pidió hablar inmediatamente con Don
Juan Cañizal, por asunto de la mayor gravedad y urgencia. Dado que se personó a
las ocho y media de la mañana, estaba casi seguro de que el requerido se
hallaría aún en su domicilio del tercer piso, desayunando o preparándose para
salir hacia la fábrica. Amancio no dudaba de que el empresario relacionaría su
presencia con los crímenes cometidos, pero esperaba que la confianza en la
falta de pruebas y la curiosidad por conocer lo que sabía la Policía, llevarían
a que Cañizal no pretendiese darle esquinazo.
En efecto, al cabo
de veinte minutos, el inspector tenía ante él al último de los Atrevíos,
como había dado en llamarlo, en parangón con la famosa novela de Fenimore
Cooper[27].
Ya lo conocía de vista, pero de cerca le pareció aún más alto y membrudo de lo
que calculaba. Pensó para sí, con descarado optimismo, no me impresionas: lo
que cuenta en estas cosas es la psicología.
Concluidas las
presentaciones y sentados frente por frente en el despacho presidencial de Proavisa,
con la mesa por medio, Iglesias tiró de documentos y, procurando aunar la
precisión con el resumen, fue poniendo ante las narices de su interlocutor todo
lo que había hecho y los motivos por los que lo había realizado. No es
necesario que lo reproduzca aquí pues ya es conocido de ustedes, si han leído
los capítulos precedentes. Cañizal escuchó el aluvión de datos en completo
silencio, alternando momentos de tensión -rubor; dedos engarfiados; venas
superficiales inflamadas-, con otros de aparente desmoronamiento o vacilación.
Iglesias alternaba lectura, resumen oral y miradas de hito en hito a su antagonista,
procurando no darle tiempo para concentrarse ni replicarle. Finalmente, Amancio
Freud concluyó:
-
Como
verá, no solo conocemos los hechos, sino los poderosos motivos por los que los
ha realizado. Espero que sea fiel a sí mismo, a la estirpe de los Atrevíos
y a cuantos en Maslejos murieron por sus ideas, y que no se le ocurrirá
convertirse en un cobarde y en un traidor a ellos, si ahora niega -inútilmente,
por supuesto- cuanto ha cometido.
Cañizal respondió
de la manera que esperaba Iglesias. Con expresión lenta y fría, reconoció los
tres crímenes y añadió:
-
Si
usted me los hubiese atribuido de forma meramente objetiva, o por venganza, tal
vez no habría estado dispuesto a confesarlos; pero ha realizado un trabajo
serio, ha aceptado que actué en conciencia y, sobre todo, que se ha tratado de
verdaderas ejecuciones, pues usted y yo sabemos que era, y sigue siendo, la
única forma de hacer justicia en este país para con los crímenes de la guerra
cometidos por los vencedores.
Aun corriendo el
riesgo de que Cañizal se enfadase y volviese atrás de su postura, Amancio
decidió no pasar por acomodaticio y concederle la vitola de víctima:
-
Si
mi opinión valiese de algo, le diría que lo que usted ha hecho tiene un pase, y
que lo que unos y otros hicieron durante la guerra no lo tiene. Pero deje de
hacerse el mártir, como si la aureola de sus padres y de su hermano pudiera
heredarse. Durante los últimos treinta años, señor Cañizal, ha combatido por
los nazis; se ha dedicado al estraperlo y al mercado negro; se ha casado por
interés y, finalmente, se ha convertido en un patrono explotador, como
dirían aquellos republicanos que usted dice venerar. Así que no me venga con
tanto cuento. Sus valores humanos, como sus muchos millones, están en el banco,
no en la fosa común.
Cañizal acusó el
golpe, pero no desautorizó el sofión del policía:
-
¿Acaso
cree que, si mi padre viviera, no me diría lo mismo que usted? Yo soy el
primero que siente asco de mucho de cuanto he llegado a ser, pero las
circunstancias mandan y a mí me han hecho tal y como soy.
-
En
eso del ser y de las circunstancias, habría mucho que decir. No quiero ponerme
de ejemplo, líbreme Dios, pero sí le diré que mi familia era de derechas y les
tocó la guerra en territorio republicano, hasta el final. Sufrieron canalladas
parecidas a las de la suya, pero no por eso yo he matado a nadie, ni me he
convertido en un agente torturador, parcial o violento. Como habrá tenido
ocasión de comprobar, soy un policía científico, que tiene la psicología
como el norte de sus trabajos. Y la psicología me dice que usted y yo tenemos
que hablar, antes de que me lo lleve esposado, camino de la Comisaría o, mejor
aún, del juzgado de instrucción de Torrecilla.
***
Cañizal
aceptó confesar formalmente sus crímenes ante el juez, bajo la condición de que
se le dejase una semana para redactarla con todo lujo de detalles, de manera
que luego, en el juzgado, apenas tuviera otra cosa que hacer que ratificarla
llanamente. Aquella semana también la emplearía en explicar las cosas a su
familia. El inspector aceptó, a condición de que no se ausentara de Castellar
sino para ir a la granja avícola o a la fábrica de piensos, así como que sus
prevenciones no le llevaran ni un día más de los siete convenidos. Entre tanto,
el emplazado fue advertido por el policía de que sería seguido y vigilado
discretamente, en cuanto saliera del inmueble de su residencia.
Amancio intuyó que
Cañizal no le había dicho toda la verdad y que habría de sorprenderlo con algo
importante. No obstante, aceptó la responsabilidad, por la obvia razón de que,
si se volvía atrás en lo de la confesión, nada podría hacerse para juzgarlo por
sus delitos. Como medida precautoria en su propio beneficio, decidió no
informar a nadie del acuerdo alcanzado. De otro modo, estaba seguro de que
sería desautorizado al momento.
El día antes de
expirar el plazo, el policía recibió la llamada telefónica de don Manuel
Gaztañaga:
-
Nada,
hombre, que le llamo para desearle feliz Navidad. Como es tan caro de ver…
-
Perdone
usted, don Manuel, pero ya está al caer… lo que usted y yo sabemos. Yo creo que
será mañana.
-
Pues
nada, Iglesias. Tan pronto sepa algo, venga por aquí a decírmelo.
Ese mismo día -o
quizá fue en el anterior- Cañizal había enviado a un empleado de confianza, con
el encargo de entregar un sobre tamaño folio a Paco Realce, alias Trotski,
el conocido librero de lance de Castellar. Estoy en condiciones de afirmar que
el contenido del pliego era una copia de la confesión que acababa de concluir,
más una cuartilla manuscrita que, más o menos, decía lo siguiente:
Paco, haz llegar
esto sin falta y con la mayor seguridad de recepción, a tus contactos, para que
a su vez lo entreguen en Francia a los de la Editorial Pasionaria, con la
petición de que lo publiquen, pues realmente vale la pena.
Esa sorpresa
tardaría aún un año en estallar. Menos tardó otra. Cuando Amancio se personó en
el despacho de Juan Castellar, el día 21 de diciembre, a las nueve en punto -
como estaba convenido-, un oficinista subió a avisarlo, bajando a los pocos
momentos con el sobre que contenía la versión mecanografiada de la confesión,
firmada en todas sus hojas y al final del relato. Iba ya Iglesias a subir en
busca de Castellar, para detenerlo, cuando percibió distintamente el estampido
de un disparo de pistola. Cuando llegó al tercer piso y finalmente le
franquearon la entrada a la vivienda, pudo apreciar al fondo del vestíbulo el
despacho particular del empresario, con la puerta ya abierta por su esposa y
sus hijos. Castellar acababa de quitarse la vida de un tiro en la sien derecha.
9. Algunas consecuencias
En el despacho de
Don Manuel Gaztañaga en la Audiencia, se celebraba, dos días después, una
complicada reunión entre aquel, el juez de Torrecilla y el inspector Iglesias.
Este expuso con total veracidad todo lo últimamente sucedido, en particular, la
moratoria semanal que había concedido al difunto Cañizal y la entrega por este
de su confesión de los tres crímenes, redactada poco antes de suicidarse.
Completó su exposición señalando que sus colegas de la Comisaría, desconocedores
de los entresijos del caso, no tenían ni idea, por ahora, de los motivos del
suicidio. El juez, Pablo Delgado, inmediatamente objetó:
-
En
cuanto tomen declaración a la mujer y los hijos del difunto, se descubrirá todo
el pastel. ¿Cómo se le ocurrió -agregó dirigiéndose al policía- tomar una
decisión tan peliaguda sin consultarnos?
-
Me
pareció la única forma de obtener la confesión de Cañizal, sin que ustedes
tuvieran que aparecer como los que aceptaban sus exigencias, respondió
Iglesias.
-
La
buena intención se le presume -concedió Gaztañaga-. Lo que tenemos que resolver
es cómo afrontar las consecuencias… Una cosa me parece indiscutible y espero
que Pablo esté de acuerdo: Debemos incorporar la confesión al sumario y
explicar a quien proceda los motivos por los que se aplazó la detención de
Cañizal. Me temo, Iglesias, que lo van a crucificar.
-
Tal
vez -apuntó el policía- podría decir que el finado me negó los hechos cuando
fui a interrogarlo, y que luego -cambiando de idea y sin que yo supiera nada-
redactó su confesión, me avisó para recogerla y se pegó un tiro.
-
Puede
ser una salida -convino el presidente-. En todo caso, quede claro que nosotros
no hemos sabido de la confesión hasta que usted nos la ha aportado esta mañana.
De todo lo anterior, ni hemos conocido, ni queremos conocer nada. Así podrá dar
la versión que mejor le parezca, dejando muy claro que hizo lo que hizo sin
encomendarse a Dios ni al diablo.
El juez Delgado
esbozó una sonrisa. Supuesto que el presidente fuese la divinidad, a él le
tocaba ser el demonio.
Al despedirse, Don
Manuel preguntó:
-
¿En
dónde está el teniente de la Guardia Civil que lo acompañaba la otra vez?
Iglesias quiso
dejar a Lobón totalmente al margen de los problemas:
-
Lleva
más de un mes desconectado del caso, por decisión de sus superiores.
***
El tema de la
tolerancia de Iglesias para obtener la confesión de Cañizal, pronto trajo cola.
La mujer de este reveló con claridad lo sucedido. Este es el fragmento de su
testimonio, pertinente para nuestro relato:
… Que su esposo
dijo a la declarante que había ido a visitarlo un inspector de Policía, llamado
Iglesias. Que dicho inspector había averiguado antes todo lo que su marido
había hecho, así como las razones de su conducta. Que, en vista de ello,
decidió reconocer sus crímenes, pero que le pidió que no lo detuviera
inmediatamente, con el pretexto de preparar antes una versión extensa y escrita
de su confesión. Que el inspector Iglesias le concedió una semana para ello y
para que explicara a su familia todo lo sucedido e hiciese algunas prevenciones
necesarias, en vista de lo que se le avecinaba. Que su esposo hizo todo aquello
a lo que se había comprometido, si bien la dicente no leyó la confesión, pero
sí que vio cómo la escribía a máquina en el despacho de su vivienda. Que su
esposo no manifestó a nadie su voluntad de suicidarse; por lo menos, no a la
declarante. Que la pistola con que se mató su marido, y que ahora se le exhibe,
es un arma que estaba en su poder desde hace muchos años y que él conservaba,
en su opinión, por viajar frecuentemente llevando importantes cantidades de
dinero, así como por tener bastantes enemigos en los negocios a que se dedicaba
antes de ocuparse en el ramo de la cría y alimentación de aves…
En consecuencia, Iglesias
tuvo que exponer al comisario los hechos tal y como habían sucedido, asumiendo
la plena responsabilidad. Si solo hubiera sido por el crimen del bodeguero,
haber aclarado el caso habría compensado su benevolencia para con
Cañizal, pero estaban, además, el asesinato en sagrado de un ministro de la
Iglesia y, sobre todo, el homicidio de un teniente coronel de la Guardia Civil,
ahora publicado a bombo y platillo, dado que el motivo era político, no sexual,
y siempre podía disfrazarse -como la prensa tuvo que hacer- de venganza injustificada,
de terrorismo o, incluso, de crimen marxista. En suma, mucha carga sobre los
hombros del izquierdista Cañizal, como para que pudiera haberse librado
de juicio, prisión y garrote, a cambio de una muerte -autoinfligida e íntima-
de suicida en su despacho. Por de pronto, se abrió expediente a Iglesias,
trasladándolo provisionalmente a Las Palmas de Gran Canaria. Al enterarse de
ello, fue a visitarlo a la comisaría la viuda de Cañizal y, ante la sorpresa del
policía, le dijo:
-
Mi
marido nos habló muy bien de usted, como un hombre listo, comprensivo y
responsable. Aunque el pobre acabara como acabó, le estoy muy agradecida. Si
algún día, por lo bien que se portó con Juan, lo sancionan o lo echan de la
Policía, venga a verme. Siempre habrá para usted un puesto en nuestras
empresas.
La ocasión acabó
por presentarse cuando, meses después, la editorial Pasionaria publicó
un folleto titulado La justicia de un valiente, que no era sino la
confesión que Cañizal les había hecho llegar; claro que con las oportunas
correcciones, para convertirla en un relato de buenos y malos, en el que al
inspector Iglesias no le correspondía otro papel que el de policía malvado, que
obligaba al héroe a suicidarse, para que no pudiera publicar en juicio los
crímenes de guardias civiles, curas y terratenientes durante nuestra guerra
civil. Aquello acabó por encocorar al Ministro de la Gobernación:
-
Una
de dos -dijo a Iglesias el Jefe Superior de Policía de Las Palmas-: o se va
usted, o lo echamos. El Ministro no acepta otra alternativa.
***
Felizmente para el
teniente Lobón, Iglesias dio en todo momento la cara por él. Su coronel
confirmó que, cuando la negociación entre el policía y Cañizal, Víctor estaba
poco menos que arrestado, sin moverse del cuartel. El general de la Zona se
conformó con una suspensión de tres meses de empleo y sueldo, terminada la cual
pudo casarse con Catalina y empezar una nueva vida, como jefe de la
Línea orensana de Verín. No sé cómo les parecerá a ustedes que Víctor no invitara
a Amancio a la boda.
Y, hablando de
bodas, quien sí tuvo un buen detalle fue el citado Amancio, cuando recordó la
situación de perplejidad y tristeza en que habría quedado Lolita cuando viera
que, acabadas las maniobras de su novio fingido, este no reaparecía en
su vida. Fue a visitar personalmente a la muchacha y le explicó, mintiendo una
vez más:
-
Me
ha llamado Víctor para pedirme que viniera en persona a transmitirle el
siguiente recado: Que, al haber asesinado su padre a un mando de la Guardia
Civil, no solo son imposibles las relaciones entre ustedes, sino que lo echarán
del Cuerpo si vuelve a pretenderla. Que, en tales circunstancias, y aún
queriéndola, no puede sino decirle adiós, con harto dolor de su corazón.
-
¿Tanto
le importa la Guardia Civil, que la prefiere a mí? Si se casara conmigo, no le
faltaría un buen trabajo.
-
…
Trabajo que no debería a su esfuerzo, sino a casarse con una mujer rica. Eso no
lo puede aceptar un hombre de honor, como lo es Víctor… Los guardias civiles
son así.
-
¿Y
los policías?
-
Los
policías, señorita, somos más normales. Desde luego yo, en el lugar de Víctor,
habría preferido el amor al honor.
***
Verano del 67. Una
pareja que me resulta familiar, aunque esté de espaldas, está sentada a la mesa
en una terraza de la pista de baile al aire libre, existente en el Parque Florido
de Castellar. En esto, el conjunto ataca el éxito del momento, Lola[28].
Al punto, salen a bailar numerosas parejas, entre ellas, la que me parecía
conocida: ¡Pero si son Lolita y Amancio! ¡Quién lo habría imaginado, tan solo
un par de años atrás!
[1]
Entre 1960 y 1974, la fábrica zaragozana Vehículos Industriales y Agrícolas,
S.A. (Viasa) fabricó los Jeep Willys (con motorización
Perkins o Barreiros) modelos CJ-3B (de carrocería normal) y CJ-6 (de carrocería
más larga). Este último empezó a fabricarse a comienzos de 1963 por lo que, en
las fechas aludidas en el relato, era muy poco habitual.
[2] Los Jeep se pintaban normalmente en
colores crema o verde. Es sabido que el color inicial de la carrocería de un
vehículo figura en el registro y en el permiso de circulación expedido por la
Dirección General de Tráfico, teniendo que comunicarse a la misma el haberlo
repintado con diferente color.
[3]
Es decir, de los que en su trabajo ordinario no llevaban uniforme y se
dedicaban a la investigación (criminal o político-social), más que al
mantenimiento del orden público. Sus oposiciones eran más difíciles que las de
sus colegas de la Policía Armada, exigiéndoseles tener el título de Bachiller
Superior.
[4]
El reportaje se ilustraba con la fotografía del citado vehículo, por la que se
deducía que se trataba de un Austin A-60, modelo Cambridge, que se
fabricó entre los años 1961 y 1969. Naturalmente, no se veía la placa de
matrícula, al estar tomada la instantánea lateralmente.
[5]
Entre 1963 y 1975, fueron ejecutadas ocho personas en España, cuatro por
garrote y otras cuatro, por fusilamiento.
[6]
Por si tuviese la fortuna de ser leído por extranjeros, aclaro que se alude a
la guerra civil española de 1936-1939.
[7] Forma
vulgar de referirse a los guardias civiles, por la forma de su sombrero
reglamentario original.
[8]
Recuérdese que, hacia el año 1964, no se hacían ni publicaban estudios sobre el
tema, ni había estadísticas oficiales de mortalidad durante la guerra, ni
siquiera los registros civiles recogían con precisión las causas de muerte por
violencia política. Las primeras cifras totales manejadas llegaban hasta
la exageración del título de la novela de José María Gironella, Un millón de
muertos (aparecida en 1961) y a la de 580.000, recogida en Gabriel Jackson,
La República española y la guerra civil (primera edición inglesa de
1965, y española de 1967). Recojo estas dos referencias, hoy ampliamente mejoradas,
por ser casi sincrónicas del tiempo narrado en el relato.
[9]
Desarrollado en el capítulo 2 de esta historia: El crimen del cuchitril de
Villaverde.
[10] Nombre que estatutariamente recibía el
edificio o dependencias destinadas a acoger las sedes del Partido Socialista
Obrero Español y de la Unión General de Trabajadores.
[11]
El Decreto, luego Ley, de Términos Municipales estuvo vigente en España entre
el 28 de abril de 1931 y el 28 de mayo de 1934. Salvo excepciones, impedía
contratar para las labores del campo a braceros de otros municipios, cuando
había parados forzosos de aquel donde radicaran las tierras. Sobre sus
objetivos, crítica y aplicación, he consultado en Internet el siguiente
artículo: Miguel Ángel Giménez Martínez, El fracaso de la reforma agraria en
las Cortes de la Segunda República, en Bulletin d’Histoire Contemporaine de
l’Espagne, nº 51, 2017, pp. 197-217.
[12]
Nombre de la magna campaña propagandística del régimen dictatorial entonces
vigente en España, que tomó su origen en que el 1 de abril de 1964 se cumplían
los veinticinco años del final de la guerra civil de 1936-1939.
[13]
Véase Juan Avilés Farré, La delincuencia en España: una aproximación
histórica (1950-2001), en Historia del Presente, 2003, pp. 125-138.
Una aproximación a las cifras de 1964, para una población de unos 31 millones
de habitantes, presentaba una tasa de homicidios de alrededor de 0,7 por cien
mil. De ellos, solo una tercera parte eran de mayores de 45 años, lo que da un total
aproximado, para aquel año, de 70 homicidios de personas mayores de 45 años.
[14] Véase
el capítulo 3: Un cadáver en el confesonario.
[15]
Recordemos que, a la sazón, la región uniprovincial de Cantabria recibía el
mismo nombre de su capital: Provincia de Santander.
[16] Unidad de soldados y militares españoles que,
entre octubre de 1941 y octubre de 1943, luchó dentro del Ejército alemán (250ª
división de infantería de la Wehrmacht) contra las tropas soviéticas,
sobre todo, en el frente de Leningrado. Por dicha unidad, mandada por el
general de división, Agustín Muñoz Grandes, llegaron a pasar un total de 47.000
hombres, de los que fallecieron unos 8.700 y 2.137 sufrieron algún tipo de
mutilación.
[17] Los
hombres de la División Azul ganaron un total de 2.359 condecoraciones de dicha
clase.
[18]
Comercio ilegal de artículos intervenidos por el Estado o sujetos a tasa,
es la definición primera del diccionario de la Real Academia Española, que lo
considera un sustantivo de uso coloquial. En efecto, los cereales y sus harinas
tuvieron esa condición en la España de nuestro relato.
[19]
Extraordinario policía de ficción, nacido del genio del novelista belga,
Georges Simenon (1903-1989), quien hizo del mismo el protagonista de cerca de
ochenta novelas y de treinta relatos breves.
[20]
En aquella época, las vacaciones judiciales de las Audiencias y del Tribunal
Supremo duraban, por ministerio de la ley, del 15 de julio al 15 de septiembre,
lo que no quiere decir que todos los magistrados pudieran tomarse de asueto
todo ese tiempo.
[21] Iniciales de Requiescat In Pace (Descanse
en paz en latín). Alude a la pena de muerte que podría imponerse a Juan
Cañizal, de probarse sus crímenes.
[22]
Famosísimo detective privado, creado por Arthur Conan Doyle (1859-1930)
en un ciclo de nueve novelas o colecciones de relatos, publicado entre 1887 y
1926.
[23]
Creadas en virtud de la Ley de Tasas del 30-IX-1940, las Fiscalías Provinciales
de Tasas formaron parte del entramado institucional organizado por el Estado
franquista para la regulación del mercado de productos de primera necesidad
durante la época del racionamiento. La Fiscalía Provincial se ocupaba de
recibir las denuncias referentes a infracciones de la Ley de Tasas (venta de
productos a precios superiores a lo establecido, etc.) y de aplicar las
sanciones correspondientes. Los Fiscales Provinciales dependían del Fiscal
Superior de Tasas, con sede en Madrid, y eran nombrados directamente por la
Presidencia del Gobierno a propuesta del Fiscal Superior. En 1963
desaparecieron las Fiscalías de Tasas, pasando sus funciones al Ministerio de
Comercio.
[24]
Fiestas universitarias celebradas a mitad de Carrera. En la época a que se
contrae el presente relato, un elemento clave era el madrinazgo de alguna
jovencita que, por lo general, se procuraba que fuese guapa pero, sobre todo,
que tuviera unos padres ricos y generosos. Creo que ustedes me entenderán…
[25]
Película española de notable calidad, estrenada en 1964, dirigida por Miguel
Picazo, inspirada en la novela homónima de Miguel de Unamuno.
[26]
En realidad, es una extensa región en los Estados americanos de Nuevo México y
Texas. Seguro que el teniente Lobón sacó el nombre de las novelas del Oeste que
habría leído tiempo atrás.
[27]
El último de los Mohicanos (1826), famosa novela histórica y de
aventuras del escritor estadounidense, James Fenimore Cooper (1789-1851).
[28]
Canción original de Fernando Arbex, popularizada por el grupo musical Los
Brincos, que en 1967 fue considerada la Canción del Verano en España,
permaneciendo durante ocho semanas de julio, agosto y septiembre como número 1,
según “Los 40 Principales”.
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