Principio y fin
Por Federico Bello Landrove
Hay tantas
formas de empezar y terminar un amor, como parejas de enamorados existan. Este
relato recoge una de ellas que -como en otros muchos cuentos míos- tiene una
relación con ciertas canciones de la época. No se trata de un recurso
narrativo, sino de que estoy convencido del enorme poder de la música, que
habla directamente al corazón, mientras la literatura suele hacerlo, más bien,
a la mente.
1. Principio
A duras penas ha
logrado llegar a tiempo de coger el tren deseado, y eso que sale a mediodía y
que apenas lleva equipaje. ¡Habría estado bonito, dar plantón a Débora, tras
haberla llamado un par de horas antes, para anunciarle su visita en esa misma
tarde! La joven había recibido el telefonazo con más sorpresa que alegría.
Luego, reflexiva y práctica, como siempre, le había preguntado:
-
¿Y
tus padres?
-
Ya
los he avisado -repuso Higinio-. Total, solo será un par de días.
Había previsto
quedarse con ella algo más de tiempo, pero su implícita objeción lo dejó
descolocado. Hizo la oportuna rebaja cronológica y, tras colgar, murmuró:
-
¡Qué
demonio de chica! ¿Qué se le dará a ella que yo vaya primero a León o a
Castellar?
Como narrador,
respondo que claro que se le daba. Dentro de poco, verán por qué.
***
Ya relajado en su
plaza, mecido por el traqueteo del convoy, Higinio cierra los ojos y esboza una
sonrisa, a causa de los amables pensamientos que le vienen. Hace justamente
diecisiete horas, era un esclavo de la mesa camilla y de los códigos, que
trataba de rentabilizar no menos de quince años de su vida entregados al
estudio, en el colegio, la universidad y la preparación de oposiciones. Dos
minutos después, tras ver su nombre y apellidos incluidos en una lista, se
había convertido en don Higinio Reoyo Santander, futuro -pero seguro- corredor
de comercio en vaya usted a saber dónde -ni falta que hacía-. Al toque de
trompeta de aquél sonoro aprobado con plaza, se habían derrumbado las murallas
de Jericó, que le impedían disfrutar de la vida y ver desembarazado su futuro.
La cosa merecía celebrarse; de modo que, tras las consabidas llamadas a Débora
y a sus padres, los cuatro afortunados opositores de aquella tarde -todos de la
acreditada ganadería de la Academia Mercurio- habían cenado juntos en un
figón de Cuchilleros y, tras abundantes brindis y copiosas libaciones, habían
terminado la velada moviendo el esqueleto en el Golden, aunque en
aquellos tiempos, sin pareja preconstituida, no había mucho ambiente en
miércoles.
Acababan de
sentarse tras una media hora de agitación, cuando hete aquí que empezó a sonar
una de esas canciones que ni pintiparadas para bailarlas en grupo. Como
impulsados por un resorte, los compañeros de Higinio volvieron a la pista, pero
él decidió saborear en reposo aquella música, rítmica y pegadiza, que llevaba
camino de convertirse en un bombazo. Y, para no perder la costumbre, intentó
aplicar el inglés comercial aprendido para la oposición, a ver qué rayos decía
aquel cantante, fuera del consabido sha, la, la – la,la – la, la la,
cuya traducción resultaba evidente. Y, mal que bien, dedujo que se trataba de
un enamorado que no pasa domingo sin ir a ver a su novia, María, residente en
la ciudad de Amarillo[1].
Al volver sus colegas a la mesa, Higinio les comentó sus progresos idiomáticos.
Alfredo, el angloparlante del cuarteto, corroboró el sentido de la letra
y agregó:
-
Supongo
que mañana harás tú lo mismo, solo que cambiando Amarillo por León.
El interrogado
sonrió, con cara de circunstancias. La verdad es que, cuando le dio por
teléfono la feliz nueva a su padre, le había asegurado que podría abrazarlo en
persona al día siguiente. Ahora, el sha, la, la le martillaba,
acusatorio, como echándole en cara su displicencia. ¿O es que no era antes para
él su novia que su padre, el amor que el respeto?
Cuando, llegado a
la pensión de la calle Alcalá, se zambulló entre las sábanas, ya tenía la
respuesta.
***
Débora había
recibido su llamada matinal en su puesto de trabajo, el mismo desde el que,
cinco años y pico atrás -ya llovió-, había atendido a Higinio y a dos
condiscípulos, quedando aquel, al parecer, prendado de sus encantos. El trío de
estudiantes de Derecho de la Facultad de Castellar se había presentado en el
hotel, con la pretensión de organizar un baile de recaudación de fondos para su
paso del ecuador[2].
Dado que en aquel tiempo aún no existía la Universidad de León[3],
la petición resultaba insólita y poco acomodada a los fastos que solía acoger
el Hotel Ordoño, por lo que el novato recepcionista que la recibió avisó
a la joven, más avezada gracias al año y pico que llevaba en esas mismas
tareas. Los estudiantes se expresaron -no muy fluidamente- ante la belleza
sonriente y repulida que tenían delante-, y no puede decirse que fuera Higinio
el más locuaz. Débora tomó nota de sus intenciones y del teléfono de uno de
ellos, para comunicarle la decisión del gerente. Dio la casualidad de que el
número de Reoyo fuera el agraciado.
Finalmente, el
baile tuvo lugar, y con notable éxito de público. Aunque había por allí muchas niñas
monas, su escasísima habilidad para el baile agarrado indujo a Higinio a
tomar una resolución, que nunca alabaría bastante. Con el pretexto de agradecer
a Débora sus amabilidades, se acercó al mostrador donde esta desarrollaba su, por
el momento, escaso trabajo y -cosa insólita en él- se pasó hora y media
charlando con la muchacha, que solo pudo atenderlo en los ratos que los
clientes y el teléfono la dejaban ociosa. Pero llegaron las nueve y Cenicienta,
agradecida a la atención que el estudiante le había prestado, dijo:
-
Es
mi hora de dejar el trabajo. Si esperas un momento, me retoco y te acompaño al
salón de baile.
Higinio pensó que
la chica precisaba de retoques, mucho menos que él de lecciones de baile, pero
solo acertó a decir:
-
Encantado,
pero a las diez tengo que coger el tren para Castellar.
-
Todavía
nos quedará más de media hora. La estación queda a dos pasos.
Como es lógico, el
tiempo restante dio muy poco de sí: lo justo para que Higinio repitiera media
docena de veces que era un desastre danzando -aseveración innecesaria, dada la
evidencia comprobada por su pareja- y para que Débora le pusiera al corriente
de que tenía esperanzas de ascender en su trabajo, gracias a que sabía bastante
bien francés e inglés, y que, con todo lo que tenía que trabajar allí y en
casa, ni tiempo tenía de salir con chicos y, desde luego, no tenía novio. A
buen entendedor…
Con el tiempo
justo, Débora acompañó al castellarense a la estación, hasta que partió el
tren. A punto de subirse al vagón, Higinio preguntó a la joven si, como era su
deseo, accedería a salir con él, si se dejara caer por León, a lo que recibió
la respuesta anhelada:
-
De
acuerdo, pero llámame antes. Ya sabes el teléfono del hotel.
***
Los padres de
Débora tenían una modesta labranza en las cercanías de La Bañeza, en la que
también se ocupaba el hermano pequeño. Los otros dos hermanos habían emprendido
el camino de la emigración. El mayor estaba en Suiza, fungiendo de
electricista. La hermana pequeña andaba por la Costa del Sol, en la hostelería.
La joven le dejó muy claro, desde el primer momento, que su cultura era modesta
y que tenía la necesidad de ganarse la vida, cosa no fácil, habida cuenta de lo
corto de su sueldo y de la necesidad de vestir y aparentar como es
debido en la recepción de un buen hotel. Además, tenía que compartir con una
amiga los gastos de un pequeño apartamento en el barrio de Puente Castro. Otros
datos de su pasado no era fácil sacárselos a Débora. Higinio se había dado
cuenta de ello aunque, por lo demás, fuese poco curioso. Al parecer, su
conocimiento de lenguas tenía origen en periodos, más o menos largos, pasados
en Toulouse y en el propio Londres, sacando con su trabajo lo necesario para
subsistir. Con su hermano, había estado algunas temporadas en Basilea pero:
-
El
alemán no se me daba y mi cuñada era una negrera. Decidí que con dos idiomas
tenía bastante y me volví para España. Tuve suerte de colocarme tan cerca de
casa. No sabes la de chorizos y garbanzos que me mandan mis padres -decía entre risas-.
Por aquel tiempo,
Higinio heredó de su padre el Simca 1000 que, hasta entonces, don
Fabio había usado para ir a las fábricas. Ello le dio alas, más que para
desplazarse, por la comodidad de ir y venir cuando le placiera; y eso que el
chico era tan laborioso, como respetuoso del trabajo ajeno. Débora, lista como
el hambre, se dio muy pronto cuenta de que se las había con un muchacho
bastante tímido, buen cumplidor de su deber y su palabra y, por decirlo en el
sentido machadiano, bueno. De no ser por esas excelentes cualidades, lo habría despedido,
por muy buen partido que objetivamente fuera. Y, no solo no lo despidió, sino
que, un sábado que se le había averiado el veterano turismo, le sugirió, de la
manera más sencilla y natural:
-
Conozco
a un mecánico que, si le pagamos bien, trabajaría mañana y así te lo llevarías
a Castellar, en vez de dejarlo aquí o pagar un pastón por la grúa.
Higinio convino en
ello y avisó a sus padres. Luego, reservó habitación en otro hotel más
económico, a indicación de Débora. Cenaron de pinchos y, luego, subieron a ver
la habitación. Debió de resultarles muy interesante pues pasaron en ella toda
la noche, incapaces de separarse. A la mañana siguiente, desayunaron y, paseando
ante San Marcelo, sonaron las campanas. Higinio se desmelenó:
-
Un
día tocarán por nosotros.
Débora, menos
romántica, sugirió:
-
¿Quieres
que entremos a Misa?
Así lo hicieron y,
como veremos en el resto de este capítulo, no les fue mal con la protección del
santo legionario romano[4].
***
Seamos justos.
Hemos contado algunas cosas de Débora. Hagamos lo propio con Higinio, sin
rebasar los límites de la prudencia y de la utilidad para esta historia.
Diré, para
empezar, que su padre, don Fabio Reoyo y Saavedra, se habría encogido de
hombros si hace años le hubiesen dicho que su hijo mayor iba a sacar a la
primera las oposiciones de corredor de comercio, con el número tres. Era lo
natural. Es que a algunos se las ponen como a Fernando VII -habría
dicho-, e Higinio era uno de ellos. Veamos: Su padre, de familias de Castellar
de las de toda la vida, era socio mayoritario y presidente del consejo de
administración de la Sociedad Anónima de Piensos y Abonos, con fábricas en
Cubillas de Santa Marta y Olmedo, según rezaba la publicidad de la empresa. La
madre, doña Queti -llamarla Enriqueta era motivo bastante para retirarte
el saludo-, era un ama de casa culta y afectuosa, pianista de nota y poetisa de
gran sensibilidad, la publicación de cuyos versos había quedado auto
excluida, por la fama de su padre, el Poeta por antonomasia de la
familia, figura de segundo orden -lo que no es poco- de la Generación del 27. Claro
que en casi todas las familias, por cortas que sean, suele haber un garbanzo
negro -una alubia canela-, que entre los Reoyo era Victoria, la hermana
pequeña de Higinio, con escasísima inclinación al estudio y -lo que es peor- a
hacer caso de su madre o a obedecer sin rechistar a su padre-. Redondeemos la
caricatura con su gran habilidad para salir con chicos desconocidos de sus
padres -signo inequívoco de peligrosidad-, así como para sostener horarios y
dispendios que entonces se consideraban fuera de sitio en una jovencita menor
de edad[5].
Si algo bueno y
familiar caracterizaba a Victoria -que no reniega de su nombre, aunque la suelen
llamar Viki-, es la adoración que siente por su hermano, dos años mayor
que ella; un sentimiento de latría, que no excluye la crítica, por descontado,
como tantos fieles que, sin dejar de rendir culto a la divinidad, le ponen las
peras a cuarto cuando los contradice. Eso le sucedió a Viki con Higinio y,
aunque hace de ello una porrada de años, no se lo ha perdonado todavía…, aunque
la aparición de Débora haya mitigado mucho su enfado. Veamos por qué.
***
Sucedió cuando
Higinio estudiaba sexto de bachiller[6].
En una excursión colectiva al Pinar, de esas que comprendían ejercicios físicos
-moderados-, merienda y guateque campestre, apareció Viki acompañada de una
compañera de colegio, desconocida para su hermano, que al momento se prendó de
ella por su infalible cóctel de bello físico, seriedad sin adustez y
escaso interés por el baile. Ya que Cecilia -esa era su gracia- había sido
invitada por su hermana, Higinio asumió el papel de anfitrión, en forma tan
completa, que acaparó a la chica durante buena parte de la tarde. Aquel fue el
comienzo de una relación amorosa -en lo que yo sé, de primer amor-, que,
llevada con la regularidad y la mesura que a los padres de entonces tanto
agradaban, acabó por desembocar en noviazgo tres años más tarde. Se me ocurre
que, si Higinio hubiese sabido lo que se avecinaba, no habría tenido tanta
tranquilidad. De Cecilia, nada me atrevo a vaticinar pues la igualdad de roles
de los sexos brillaba por su ausencia a la sazón, ¡y bueno era Higinio, si
alguna chica se le insinuaba o propasábase a tomar ciertas iniciativas!
Viki, complacida de la elección de su hermano y comprensiva con la total
adhesión de Cecilia a su voluntad, se limitaba a contemplar sonriendo aquella
relación plácida y bendecida por todos. Si acaso, cuando la exasperaba alguna
muestra de demasiada condescendencia de su compañera, mascullaba: esta
Higinita…
Pero los años
pasan, aunque sea al ritmo paciente de Higinito e Higinita. El
primero se enfrascó en los estudios de Derecho, típica titulación para todo,
incluso para ejercer un puesto directivo en los ramos de piensos y de abonos. Cecilia,
por su parte, concluido el curso preuniversitario[7],
tomó inesperadamente la derrota de París, con objeto de seguir estudios
superiores de lengua y literatura francesas; decisión de su padre, director de
la Alianza Francesa[8]
en Castellar, que su novia no había comunicado a Higinio hasta un mes antes de
marcharse, según ella, por su esperanza de convencer a Monsieur Charcot
para que reconsiderara su postura. No fue así y, una mañana de principios de
septiembre, la estación del Norte de Castellar fue mudo y emocionado testigo de
la separación de Higinio y Cecilia, como también de las promesas de fidelidad y
amor eterno de los muchachos. Corría el año 1967. En la cantina de la estación
sonaba Marioneta en la cuerda[9]:
un título muy apropiado para una pareja deshecha por obra y gracia de un
padre obsesionado por la Sorbona.
¿Les dice algo el
curso 1967-1968 en París? ¡Claro!, el mayo francés, mayo del 68. La
vorágine de aquel mundo, presto a estallar por obra y -ahora, sí- gracia de
la juventud estudiantil, alcanzó de lleno a Cecilia, mientras Higinio seguía de
lejos aquellos sucesos, entre la sorpresa y la incomprensión. ¡Al menos el
curso estaba acabando! Pero cerraron las Facultades y su novia no volvió. Monsieur
Charcot revolvió Roma con Santiago: primero, con ayuda de la policía
-después de todo, con revolución o sin ella, su hija tenía dieciocho años[10]-;
luego, desplazándose hasta el vecino país, dispuesto a localizar a su hija y
traerla de las orejas, si fuera preciso. Su novio de Castellar no recibía de la
familia Charcot más que largas y evasivas. Finalmente, a mediados de agosto, la
chica regresó. Como si de una heroína romántica se tratase, abríase dicho que
no era ella: apariencia, indumentaria, expresión, todo había cambiado. Cuando,
por fin, accedió a tener una amplia conversación con Higinio, junto al estanque
del Gran Parque, haciendo gala del poco cariño y del notable respeto que aún le
tenía, se limitó a reconocer que lo vivido en aquel último año la había
convertido en otra mujer; que había conocido a otros chicos y que, con
el beneplácito de su padre, regresaría a París en otoño, a proseguir su
carrera. Era un adiós, que le pedía asumiera sin acritud y sin reproches.
Luego, lo besó y se alejó entre las miradas, ora admirativas, ora
escandalizadas, que provocaba su minifalda.
Cuando el muchacho
volvió a casa, Viki intentó cogerlo por banda, para echarle en cara cómo su
prudencia y su pureza estaban detrás de todo aquel embrollo hispano-francés,
que difícilmente se habría producido, de ser él más… apasionado. Pero
pronto cambió de registro, apiadada de él, y, para convencerle de lo poco bueno
que había perdido, quiso contarle de pe a pa cuanto sabía de esa mosquita
muerta que, según ella, se había transmutado en un putón verbenero. Higinio,
harto de verborrea, la apartó con un déjame en paz, que no quiero saber más.
Luego, se recluyó en su cuarto, donde a poco recibió la visita de su madre,
con la bandeja de la merienda y un consejo de acierto infalible:
-
Tú,
a seguir con los estudios, como hasta ahora. Chicas las hay de sobra. Ahí
tienes, sin ir más lejos…
-
Déjalo,
mamá, susurró Higinio. No quiero, ni merienda, ni sugerencias afectivas.
En fin, valga lo
expuesto, entre otras cosas, para explicar lo bien que le pareció a Viki que su
querido hermano, meses después, encontrase a Débora. Pero, para que diese a
esta su plácet, hubieron de coincidir varias razones más que, como
ciertas abstrusas explicaciones, se reducen a dos: Débora era una hermosa
mujer, libre y trabajadora, como a ella le gustaría llegar a ser, y, por lo
mismo, sus padres le habían puesto la proa, que, en el caso de su padre, tenía
incluso espolón. Tan solo había algo que Viki captó al vuelo con cierto
disgusto y que, cual pregunta retórica, inquirió de su hermano:
-
Es
mayor que tú, ¿verdad?
-
Dos
años y pico. ¿Por qué?
-
No,
por nada; solo que, en algunas cosas, te da cien vueltas. ¡Eres tan pipiolo!
Higinio enarboló
un cojín, pero Viki huyó rauda, entre carcajadas, pasillo adelante.
***
Regresemos, tras este
dilatado excurso tipo flash-back[11],
a la mañana siguiente del aprobado por Higinio de sus oposiciones. La llamada
telefónica del triunfador a su casa para comunicar que, antes de
regresar a Castellar, pasaría unos días en León con Débora, fue recibida por
Viki, lo que a su hermano pareció de perlas, a fin de no tener que pelear con
sus padres. Con todo, la chica no se lo había puesto fácil:
-
Ni
se te ocurra. Mira que papá ha convocado, incluso, a amigos y compañeros a un
aperitivo en honor a ti, en los salones de la fábrica de Cubillas.
-
Pues
que les haga él los honores. Ayer tarde, cuando lo llamé, nada me dijo de tal
festejo.
-
Déjate
de avisos previos ni de monsergas. De sobra sabes que va a ponerse hecho un
basilisco y así, lo que podría ser motivo de júbilo, va a convertirse en un
cabreo monumental.
-
No
creo que sea para tanto. Dile que estaré ahí el fin de semana, para celebrarlo
con la familia, que es la que verdaderamente me importa.
Viki insistió, por
donde más efecto podía hacer:
-
…
Y vas a dejar en mal lugar a Débora, como si fuera ella la que te monopolizara.
Es lo que les falta a los papás para recibirla de morros, cuando te decidas a
traerla para que la conozcan.
Higinio titubeó,
pero finalmente se mantuvo en sus trece:
-
Insisto.
Ya he hablado con ella y seguro que habrá cambiado los turnos de trabajo para
poder estar conmigo.
La joven colgó con
rabia. A no ser porque papá estaba en la fábrica, a buenas horas se
habría comido el marrón de transmitir a sus padres el evidente desaire e
informalidad de su hermano. En cuanto a la madre, juzgó preferible decírselo
ella, a ver si se le ocurría alguna disculpa medianamente verosímil. Pero doña
Queti no encontró otra salida que la de aguantar el chaparrón marital o lograr
que, in extremis, Higinio cediese y se personara en el aperitivo
convocado por su padre:
-
Higinio
-comentó con Viki- llegará a León por la tarde. Que pase la noche con su novia,
si quiere, pero mañana a las doce tiene que estar aquí. Algún tren o autobús
habrá y, donde no, que coja un taxi. Hasta entonces, podemos taparlo con
que estuvo de celebración, cogió una cogorza y perdió el tren.
-
No
es mala idea, mamá. Voy a ver cómo me pongo nuevamente en contacto con Higinio…
Lo mejor será dejarle el recado a Débora[12].
-
¿Tienes
confianza en que se lo dará? A saber si no ha sido ella la culpable de todo.
-
Eres
injusta, mamá. Este lío lo ha montado tu hijo, sin ayuda de nadie. Parece
mentira que no lo conozcas.
Acto seguido, Viki
llamó al Hotel Ordoño, en busca de Débora. Lo hacía con la confianza de
haberla conocido personalmente y charlado con ella en varias ocasiones, de
manera amable y grata, con el resultado del plácet antes aludido.
Tan pronto empezó
a hablar la castellarense, fue interrumpida por la bañezana, en perfecta
sintonía con ella:
-
Si
ya se lo había dicho yo a tu hermano, que no me parecía en absoluto una buena
idea. Es más, me pilla en muy mal momento, porque me estropea la sorpresa que
quería darle.
Y, de forma breve
y bajo promesa de absoluta reserva, Débora le confesó que, para no tener que
seguirse viendo en una casa compartida, había alquilado un apartamento
amueblado, al que estaba dando todavía los últimos toques:
-
Se
me ocurrió cuando tuvimos la certeza casi completa de que sacaría la oposición.
Así, cuando quiera venir a verme, podremos estar solos.
Viki vio el cielo
abierto:
-
Entonces,
¿me das permiso para forzarle a cambiar los planes, y que primero pare en
Castellar?
-
Sin
problema.
-
O,
mejor aún, ¿por qué no vienes por aquí y te unes a la celebración familiar? Ya
es hora de que mis padres te conozcan personalmente.
-
¡Huy,
Viki, muchas gracias!, pero eso prefiero hablarlo antes con Higinio. Es un paso
que daría encantada, pero tengo mucho miedo de meter la pata.
Libre el campo, la
muchacha maquinó con toda rapidez lo que tenía cierto parecido al rapto de un
viajero en el ferrocarril. Su madre dudó en ofrecerle su complicidad.
Finalmente, después de comer, dijeron concordes al cabeza de familia:
-
Vamos
a llegarnos dando un paseo hasta la estación, por si viene Higinio en el
exprés.
-
¿Queréis
que os lleve en coche?
-
De
ninguna manera. Tú échate la siesta. Además, no hay seguridad de…
-
¡Pero
si hablamos ayer y quedamos en eso!, interrumpió don Fabio algo excitado.
-
Sí,
pero seguro que luego se fue de celebración con otros compañeros y a saber a
qué hora se habrá acostado.
***
El convoy llegó a
las cuatro menos diez en punto. La parada prevista era de cinco minutos, pero
doña Queti no se paró en barras y fue a ver al jefe de estación:
-
Se
trata de un hijo mío, que viene en ese tren y tiene que bajarse aquí por un
motivo familiar grave.
-
Pero,
señora, con cinco minutos tiene usted bastante.
-
Eso
será si lo veo inmediatamente y trae poco equipaje. Pero cuente usted con que
él no está prevenido, ni sabe que hemos salido a avisarle.
-
Está
bien, rezongó el empleado. Pondré en antecedentes al revisor.
La segunda parte
de la ejecución del plan corrió a cargo de Viki, que tenía las piernas más
ágiles que su madre, como es natural. En un pispás, se plantó en el pasillo del
vagón y encaró a su hermano:
-
Me
ha llamado Débora, para decir que no ha podido cambiar los turnos y que, en
consecuencia, te quedes en Castellar y dejes el viaje a León para la próxima
semana.
-
Pero…
-
Ni
pero, ni pera. Así que coge las maletas y vamos para abajo, que está esperando
mamá.
-
¿Y
papá no?, inquirió con ironía Higinio, oliéndose la tostada.
-
¡Oye,
rico! -exclamó Viki, fingiendo indignación-, si crees que te engaño, no tienes
más que llamar a Débora; pero, eso sí, desde la cantina de la estación.
Higinio plegó
velas y se lamentó:
-
Precisamente
ahora, que iba a proponerle formalmente matrimonio, y hasta fijar fecha para la
boda.
Viki tuvo una
malévola idea excelente:
-
Y,
con tantas prisas, seguro que has olvidado el anillo de compromiso.
Su hermano, cogido
en falta, salió lo mejor que pudo:
-
También
en León hay joyerías.
-
Pero
no tan buenas como las de aquí, replicó la joven. Y la pedida se hará en
presencia de las personas que os queremos, no de aquí te pillo, aquí te mato.
Higinio dio media
vuelta y, con desgana, cogió la pequeña maleta que, por todo equipaje, traía.
Tras los abrazos
maternos consiguientes, Higinio las invitó a tomar un café en la propia
estación:
-
Tengo
una sed espantosa, explicó.
-
Y
a lo mejor también tienes que hacer una llamada telefónica, bromeó Viki.
-
Esta
chica es insufrible, dijo el hermano dirigiéndose a la madre.
-
No
lo sabes tú bien, convino doña Queti.
En esto que la
gramola del establecimiento se arrancó con el tema de amor de Verano del 42[13].
Higinio pareció emocionarse y comentó:
-
Es
la canción favorita de Débora, desde que vimos la película[14]
juntos en León.
2. Y fin
Han pasado diez años desde que sonara
en la gramola Verano del 42, y se nota. Débora sigue siendo una mujer
atractiva, pero sus formas se han hecho macizas, fornidas casi; pequeñas
arrugas surcan las comisuras de ojos y boca, y un sospechoso color
pajizo dora los cabellos que antaño fueron negros. Podemos percatarnos de todo
ello, hasta con minucia, dado que la interesada tiene perdida la mirada en el
paisaje urbano, que la luz mortecina de un atardecer invernal permite divisar
al otro lado de la cristalera. Y, si aún le queda un resto de atención para su
entorno, sin duda lo reservará para el chocolate con churros que, más por
costumbre que por apetito, ha solicitado para merendar. En fin, aquí está, en
la cafetería de un hotel céntrico de cuatro estrellas, en el que Higinio, a su
cargo, ha tenido la gentileza de reservarle habitación; en este Castellar al
que tan poco simpatía dispensa; ciudad hostil, a la que ha trasladado toda la
inquina que guarda a los Reoyo -los Repollo, como chistosamente los
apoda su madre-, incluyendo en el grupo a su marido, con quien precisamente en
su casa familiar tuvo la primera pelotera seria, hace de eso lo menos cinco
años.
Como esto pretende
ser un cuento -aunque largo-, no una novela, tendrán que creerme y no exigir
pruebas ni detalles. No es fácil reducir una década en un párrafo, pero,
ayudado por doña Queti, puedo resumirlo en que pasó lo que tenía que pasar,
cuando se pretende mezclar el agua con el aceite. Supongo que Débora sería
el agua, a juzgar por el hecho de que Higinio tendría que quedar encima, como
corresponde a su prosapia y cualidades. Lo cierto es que, tras seis años de
matrimonio, tres mudanzas de ciudad y un hijo, la unión de Higinito e Higinita
dio al traste. Eso fue por el año 79. Como entonces solía hacerse por la
inexistencia de divorcio en España, la pareja se separó y, dada la corta edad
del pequeño Fabio Manuel -síntesis nominal de sus abuelos-, la madre se lo
llevó consigo, junto con una pensión que, en honor a la verdad, podía calificarse
de cuantiosa. Termino el párrafo: Débora, con pensión o sin ella, buscó
colocación en un hotel bañezano, para así poder recibir la ayuda de sus padres
en el cuidado de Fabio Manuel, e Higinio finalmente logró el traslado a la
codiciada plaza de Castellar, donde ahora vive con sus padres y viaja una o dos
veces al mes para visitar a su hijo. Punto y aparte, que el chocolate se
enfría.
¡Sorpresa! Una
señora se ha acercado a la mesa de Débora y ambas están enlazadas en un
apretado e interminable abrazo. Si no fuera por la edad y por la distancia,
podríamos haber imaginado que se trataba de Viki que, en la ruptura
matrimonial, se mantuvo en términos de común afecto y neutralidad -cosa peliaguda-,
pero no: la hermanísima se casó, cuando la muerte de Franco[15],
con un profesor de bellas artes y desde entonces vive en Mallorca, contenta y
feliz -a pesar de los sombríos pronósticos de don Fabio-, procurando pisar lo
menos posible su tierra natal, a no ser cuando su esposo viene a exponer en el
Casino, que, por cierto, vende sus cuadros bastante bien.
Pues no; no es
Viki, sino Ascensión, la hermana soltera de doña Queti, que se empeñó en ser la
madrina de Fabio Manuel, como de otros cinco o seis sobrinos y otra retahíla de
sobrinos-nietos. Seguro que Débora la ha avisado de su presencia en Castellar,
aunque solo sea por devolverle las varias visitas y los muchos regalos que ha
hecho a su ahijado en La Bañeza. Otra taza de humeante tisana -café en este
caso- y la conversación se inicia aunque, conociendo a ambas mujeres, nadie
duda de que se convertirá pronto en un monólogo.
Mientras doña
Ascensión pregunta y, por tanto, deja meter baza a su interlocutora, nos
enteramos por Débora de unas cuantas cosas. Por ejemplo, de que a poco de
aprobarse -¡por fin!- la nueva ley del divorcio española[16],
Higinio había planteado demanda ante los tribunales de Castellar, solicitando
expresamente que se le adjudicara la guarda y custodia de Fabio Manuel, habida
cuenta de su edad y sexo[17],
y rebajando en consonancia la pensión compensatoria para la madre. Débora, como
es lógico, se había puesto como un basilisco, dejando muy claro que litigaría
hasta el fin por quedarse con el niño, no porque la compensación de
Higinio fuese mayor o menor -hasta puede metérsela por donde le quepa,
le había soltado a su abogado-. Luego, iniciado el proceso con el cuchillo
entre los dientes, de la noche a la mañana y sin dar explicaciones, Higinio
había cambiado de criterio, aceptando que el niño viviese con su madre y la
pensión siguiese como hasta entonces. Obviamente, Débora aceptó el parecer de
su abogado y el pleito se había encauzado por los trámites de mutuo acuerdo.
Precisamente, eso era lo que había traído a la bañezana a su detestado
Castellar: firmar al día siguiente el convenio en el juzgado. Como Fabio Manuel
apenas contaba siete años, se había excusado, no ya su presencia, sino incluso su
examen o interrogatorio por el magistrado.
Eso era, a grandes
rasgos, lo que Débora había estado contando durante un cuarto de hora a su tía
política, mientras esta daba buena cuenta de la casi totalidad de la ración de
tejeringos. Encogiéndose de hombros, la sobrina acabó su relato con estas
palabras:
-
Él dice que lo
ha hecho pensando en el niño, en lo que objetivamente tiene razón, pues en
ninguna parte va estar mejor que conmigo. De todas formas, podía haberlo pensado
antes y no haberme dado los meses de terrible desazón que me ha hecho pasar.
Ascensión sonrió
casi imperceptiblemente y replicó:
-
No
dudo de la buena intención de Higinio para con Fabitín, pero algo me
dice que ha habido algo más. En fin, hija, bien está lo que bien acaba.
Débora comprendió
perfectamente que doña Ascensión sabía algo interesante para ella que, sin
embargo, le ocultaba y que, por más que la señora fuese muy locuaz, no iba a
desembuchar así como así. Pidió un par de cafés con sendas ensaimadas,
dispuesta a llegar hasta el fondo, aunque le costase tiempo y dar algún rodeo.
-
Y
qué, tía, ¿cómo van las cosas por la mansión Reoyo?
Ascensión pasó una
interminable revista a toda la familia, Viki incluida, mientras Débora prestaba
cada vez menor atención, aunque lo ocultara. He dicho a toda la familia,
pero es inexacto: no había hecho mención siquiera de Higinio. Su todavía mujer
decidió interrumpir la cháchara:
-
¿Qué
me dices de Higinio? ¿Le va bien, de nuevo en Castellar?
La señora titubeaba
y se andaba por las ramas. Débora insistió:
-
No
creas que vas a hacerme daño o a molestarme, hablándome de él. Si te pregunto
es para estar prevenida, por si mañana me sale con alguna sorpresa de última
hora. Bueno, y también por tener que contar a Fabitín algo de su padre,
al que tampoco es que vea mucho.
El susodicho
diminutivo -que Débora jamás usaba- tuvo la virtud de ablandar el corazón de su
madrina quien, no obstante, empezó muy cautelosa. Pongamos unos asteriscos para
hacer un pequeño alto, y luego seguimos.
***
-
Por
cierto, preguntó Ascensión, ¿conoces a Cecilia, Cecilia Charcot?
Débora no la había
visto nunca, pero sabía perfectamente de quién se trataba. No obstante, decidió
disimular un tanto:
-
No
tengo el gusto, aunque me suena el nombre. ¿No es una amiga de la familia?
La pretendida
ignorancia pareció dar cuerda a la locuacidad de la señora, que se empeñó en
recordar la vida de Cecilia, desde los lejanos tiempos en que había sido el
primer amor de su sobrino Higinio y, luego, su novia pudorosa, hasta el
desmelene de mayo del 68 en París. De todo eso, Débora estaba al cabo de la
calle. El parloteo se puso más interesante para ella, según doña Ascensión fue
acercándose al presente. Resumiré mucho sus palabras:
-
Creo
que ni acabó los estudios. Se casó en Francia con algún cantamañanas: Cómo
sería que lo hicieron por lo civil y sin avisar a la familia. Debía de estar ya
embarazada, porque la chiquilla que tuvo está muy crecidita…
-
¿Es
que la conoces?
-
Vagamente,
pero sí… ¿No sabes que Cecilia ha vuelto para España con la hija?
Y así, doña
Ascensión fue rellenando los años intermedios, como buenamente supo. Cecilia se
había colocado en París de empleada en unos grandes almacenes, aprovechando su
conocimiento de idiomas y su don de gentes. Finalmente, harta de una
convivencia muy poco grata e íntima, había solicitado el divorcio y, al cabo de
otro par de años, había retornado, como una hija pródiga, a la casa
paterna.
-
No
me digas más, tía -aventuró Débora, para impulsar las confidencias de
Ascensión-: Higinio y su primer amor han decidido editar la segunda parte.
La señora asintió.
Es más, mucho más experimentado, y escarmentado de sus errores de adolescente,
el corredor de comercio y la profesora de idiomas -enseguida la había colocado
su padre en el elenco de la Alianza Francesa- se habían ido a vivir
juntos en un piso moderno y muy luminoso, al otro lado del río.
-
¡Qué
escándalo! -bromeó Débora-. ¿Cómo se lo ha tomado mi suegra?
Ascensión creyó
que la exclamación iba en serio y dijo:
-
Mujer,
como Higinio y tú estáis a punto de divorciaros… No sabes las ganas que tiene
Queti de que Higinio quede libre, aunque -según dicen- no podrá casarse por la
Iglesia.
-
Bueno
-prosiguió la guasa de Débora-, no creo que sea obstáculo para heredar en su
día las fábricas de don Fabio.
Esta vez, su
interlocutora sí captó la ironía, pero no le gustó:
-
Tú
ten cuidado -advirtió, maternal-. Esa Cecilia sabe más que los ratones
colorados. Mira que no le birle los derechos a Fabitín, para favorecer a
la otra y a los que puedan venir, que todavía son jóvenes.
Estaban a punto de
dar las ocho. Doña Ascensión se percató de ello de pronto y se levantó
escopetada:
-
¡Jesús!,
exclamó, cómo se nos ha pasado el tiempo. No sé si llegaré a misa en San
Miguel.
-
Te
acompaño, tía, repuso Débora, dejando dinero bastante sobre la mesa. Ha caído
la niebla y, por otra parte, me apetece dar un paseo. Tengo la cabeza un poco
cargada.
Recorrieron juntas
el par de calles que las separaban del magno templo. A la puerta, se repitió el
abrazo interminable.
-
Cuídate
mucho, hija, y no te fíes de mi sobrino, estando detrás esa pécora.
-
Tú
también, tía, y no te preocupes: Estaré alerta y no diré ni palabra de nuestro
encuentro.
***
De buena gana
habría tomado el camino de los soportales y de la Plaza del Poeta, pero le
estaba empezando un reconcomio por todo lo que acababa de saber, y, de otra
parte, no le apetecía correr el albur de encontrarse con su marido antes de
tiempo. En consecuencia, dio un paseo hasta la Plaza de Capitanía, aprovechando
la soledad de las calles para iniciar un bisbiseo, cuyo tono iba en ascenso,
presa de la indignación ante la desfachatez y mendacidad de su esposo, que
pretendía tomarle el pelo con el interés de su hijo, cuando de lo que se
trataba era de buscarse la forma rápida de contraer nuevo matrimonio, y a saber
si, también, de colocarlo detrás de la hija de Cecilia y de los que pudiesen
venir después. Por un momento, se lo imaginó con su carita de bueno, en el
juzgado, a la mañana siguiente, preguntándole con su almibarada cortesía si
había dormido bien, o cómo estaba Fabio Manuel de su sinusitis. Soltó un
palabro más alto que el resto de la salmodia y un transeúnte que brotó
inesperadamente de la niebla la miró, sorprendido. Débora bajó la cabeza con
vergüenza y, hasta llegar nuevamente al hotel, solo un imperceptible movimiento
de labios -además del taconeo- fue síntoma de que hervía su interior.
Los churros, el
chocolate, el café torrefacto, el cabello de ángel de la ensaimada, bailaban en
su estómago, que empezaba a despedir un ardor inconveniente. Desechó todo
intento de cenar, pidió directamente al camarero un antiácido y una manzanilla
y se sentó para tomarlos en la mesa más apartada que había en la cafetería del
hotel. Con todo, desde el hilo musical, sintonizado con Los 40 Principales[18]
le llegó nítida la voz del locutor del momento:
Hace diez años,
en 1972, el cantante inglés, Tony Christie, llenaba las ondas con dos éxitos
fulgurantes, que sin duda no han olvidado: Amarillo[19]
y No vayas a Reno[20].
Recordemos para nuestros oyentes la canción menos famosa de las dos y, sin
embargo, tan hermosa como su hermana gemela. Con todos ustedes, No vayas a Reno
(o Don’t go down to Reno), por Tony Christie.
Estoy seguro de
que ustedes esta canción inolvidable, no es que la hayan olvidado, sino
que seguramente no la han conocido nunca. Como su título da a entender[21],
el cantante pedía a su amor que no viajase hasta Reno -o se fuera un poco más allá-,
sin antes intentar una reconciliación que pudiera salvar su matrimonio. Como
ven, no era un mensaje que pudiera calar en el corazón de Débora, dadas sus
circunstancias por nosotros conocidas; pero sí le revolvió aún más las tripas,
trayendo a su imaginario el retrato de una pava sosa -ella-, que había
viajado hasta Reno-Castellar, no por propia iniciativa, sino para aliviar la
conciencia y agilizar el nuevo enlace de un tipo -Higinio-, que no había tenido
la consideración ni la vergüenza de explicarle sus verdaderas razones.
Presa de una
incontenible excitación, acabó de un trago la manzanilla -quemándose la lengua
en el empeño-, pidió en recepción la llave y subió a toda prisa a la habitación.
Se tiró sobre la cama sin abrirla y, como muy pocas veces en su vida, sollozó
de rabia y de bochorno. Luego, poco a poco, se fue calmando y, en la penumbra
de aquel desconocido cuarto, sin otra luz que la poca que entraba por la
ventana, se quedó, extrañamente, dormida.
***
Despertó un par de
horas más tarde. El malestar del estómago se había desplazado a la cabeza, cuyo
hemicráneo derecho parecía sufrir los martillazos de un herrero. Se deslizó
hasta el cuarto de baño y, con agua apenas tibia, estuvo cosa de diez minutos
bajo la ducha. Acarició -más que secó- su cuerpo con la enorme toalla y, a
continuación, se dirigió a la mesilla y tomó un par de pastillas de su
analgésico habitual. Aún desnuda, caminó hasta la ventana y contempló aquella extensión
desangelada y plana de losas de granito y yerba mustia por el helor y las
pisadas. La niebla había levantado casi y Débora imaginó la emoción de algún
insomne vecino al otro lado de la plaza, contemplando con unos improbables
prismáticos su perfil, quizá demasiado opulento, recortándose entre cristales.
La fantasía estuvo a punto de hacerle reír. Dio un pudoroso paso atrás, pero no
se apartó de la ventana, hasta sentir un escalofrío. Aún posó la frente en el
cristal, como terapia natural de la migraña que empezaba a hacerse tolerable.
Regresó al lavabo; empapó la toalla de manos con una mezcla de agua fría y
colonia, y la aplicó en la zona dolorida. Finalmente, abrió el lecho y se
sumergió entre las sábanas frías, adoptando la típica posición fetal. Susurró don’t
go down to Reno[22]y
se dijo que, dada la hora, aún estaba a tiempo de descabezar un sueñecito.
Cuando despertó,
eran casi las seis de la mañana. Rápidamente se aseó, hizo el equipaje y tomo
el ascensor hasta el piso bajo. Al bostezante empleado de noche le saludó
sonriente y manifestó su propósito de marchar enseguida.
-
Ya
sabe que el señor Reoyo corre con el abono de la habitación, advirtió Débora.
-
En
efecto, señora. Está anotado en el libro.
-
¿Podría
tomar algo, aunque solo fuera bebido, o frío?
-
Sólo
a partir de las siete. -El recepcionista consultó su reloj-. Falta media hora.
Débora hizo un
gesto de contrariedad. El empleado, como si intuyera su compañerismo, se mostró
espléndido:
-
Tome.
Yo no marcho hasta las ocho.
Le tendió la mano
con una chocolatina rellena de almendra picada. Débora la aceptó con su mejor
sonrisa.
-
Hágame
también el favor de llamar un taxi. ¡Ah, y diga a su colega de mañanas que
entregue esta nota para el señor Reoyo!
El vehículo de
alquiler llegó en tres minutos. Débora advirtió a su conductor:
-
Tengo
bastante prisa, pues he de coger el autobús de las siete a Ponferrada.
-
Tranquila,
señora -le contestó-. A estas horas no hay circulación y los semáforos están
todos en ámbar intermitente.
En efecto, no hubo
problemas…, por el momento. Atrás quedaba, como estandarte de combate, aquella
nota, garabateada con tranquila furia:
Tu esposa de La
Bañeza te desea un segundo matrimonio tan feliz como el primero; pero este buen
augurio no implica que, haciéndome pasar por tonta, haya de facilitároslo.
[1] Obviamente, se trata de la canción Is this
the way to Amarillo, o Amarillo a secas, creación de Neil Sedaka y
Howard Greenfield, publicada en 1971 y popularizada por el cantante inglés,
Tony Christie. En su primera salida, alcanzó el número 1 en Alemania y España
(en nuestro país, durante cinco semanas, en junio y julio de 1972). Un muy
exitoso reestreno (2005) le permitió alcanzar el primer puesto en Reino Unido e
Irlanda. Sabido es que Amarillo es una ciudad situada al noroeste del estado de
Texas.
[2]
Festejos que, a la sazón, se celebraban para conmemorar el haber alcanzado la mitad
de los estudios de Licenciatura. En la de Derecho (plan de 1953), eso tenía
lugar mediado el tercer curso.
[3]
Dicha Universidad se creó formalmente en 1979. Hasta entonces, solo albergaba
la Facultad de Veterinaria del Distrito Universitario de Oviedo, así como
algunos Centros homologados.
[4] San
Marcelo lo era, según la tradición.
[5]
Recordemos que, entre 1943 y 1978, la mayoría de edad en España estuvo fijada
en los 21 años.
[6]
Con arreglo al Plan de estudios que sufrieron Higinio y sus coetáneos, dicho
año se cursaba con un promedio de 16 años de edad.
[7]
Curso de enlace del bachillerato con el ingreso en la Universidad.
Posteriormente, pasaría a denominarse C.O.U., es decir, Curso de Orientación
Universitaria.
[8]
La Alianza francesa (Alliance Française) es una organización fundada en
1883, que promueve el idioma y la cultura franceses en el mundo. Su sede central
se encuentra en París. Su principal misión es enseñar el francés como segundo
idioma, expidiendo en su caso títulos oficiales del Gobierno galo.
[9]
En inglés, Puppet on a string (1967), original de Bill Martin y Phil
Coulter, popularizada por la cantante Sandie Shaw, con la que ganó el Festival
de Eurovisión de 1967. Fue número 1 en España durante las dos primeras semanas
de mayo de dicho año.
[10] Esta
edad no significó ser mayor en Francia, hasta una ley de julio de 1974.
[11]
Expresión cinematográfica en inglés, para aludir a una técnica narrativa de
inserto de sucesos antecedentes. Es característica del llamado cine negro.
[12] ¡Ay,
aquella época en que no teníamos en España telefonía móvil!
[13] Solía ser cantado y acompañado al piano por
su autor, Michel Legrand. La banda sonora fue premio Oscar de 1971.
[14] Verano del 42 (Summer of ’42),
dirigida por Robert Mulligan en 1971.
[15] Suceso
histórico acaecido el 20 de noviembre de 1975.
[16]
Se alude a la Ley 30/1981, de 7 de julio. Sabido es que, mucho antes, existió
la análoga ley de divorcio de la Segunda República, de 12 de marzo de 1932,
derogada por ley de 23 de septiembre de 1939. Esta ley derogatoria preveía la
posibilidad de anular con efecto retroactivo los divorcios, si lo solicitaba
uno cualquiera de los esposos.
[17]
Supongo que se trataría de solicitar la aplicación de la redacción del Código
Civil anterior a la reforma citada de 1981, que obligaba al juez, en general, a
tomar en consideración la edad y sexo de los hijos, para asignar su convivencia
al padre o a la madre, en caso de nulidad o separación matrimonial. Esos
criterios, aunque periclitados con la reforma, siguieron alegándose y tomándose
en cuenta, por inercia o por su acierto, durante algún tiempo.
[18]
Cadena de emisoras, dedicadas exclusivamente a transmitir música moderna. Desde
1979 (por tanto, en la fecha a la que se contrae el relato) ya se difundía por
emisoras propias, pero dentro de la Cadena S.E.R. (Sociedad Española de
Radiodifusión)
[19] Véase
más arriba, la nota 1.
[20]
En su inglés original, Don’t go down to Reno, canción de 1972, de la que
fueron autores Peter Callander y Mitch Murray. Apareció primeramente en el
álbum With loving feeling, cantado todo él por el citado Tony Christie.
[21]
Reno era en 1972, y lo sigue siendo ahora (2019), una ciudad del estado
norteamericano de Nevada, donde el divorcio de mutuo acuerdo resulta particularmente
fácil y rápido, si bien requiere la previa domiciliación de, al menos, uno de
los cónyuges en Nevada, durante un mínimo de seis semanas.
[22] No
vayas a Reno. Véanse las notas 19 y 20.
No hay comentarios:
Publicar un comentario